Casi toda Emerita visitaba en aquel tiempo el templo de Mitra, situado fuera de los muros, en la parte meridional de la ciudad. Aunque la comunidad en sí no era muy numerosa, pues la iniciación imponía a los miembros deberes morales y exigentes observaciones rituales, y el culto no era tan espectacular como el de Cibeles o el de Isis, resultaba cómodo asistir a un templo que reunía bajo sus bóvedas a toda una constelación de divinidades en amorosa armonía. Eran cada vez más los que creían en la providencia del dios-luz y los exvotos se amontonaban ya en las mismas galerías de entrada. Las dádivas eran muy generosas, y las ofrendas no se perdían devoradas por el fuego, como en los otros servicios religiosos, sino que pasaban directamente a engrosar los beneficios de la comunidad. Por eso, la casa de Mitra era espléndida. Situada frente a las puertas del templo, la misma fachada era signo del refinamiento y la sabiduría que se albergaba dentro de sus muros.
Mi padre me ordenó que fuera a presentarme al sumo sacerdote, para agradecerle los cuidados recibidos durante mi convalecencia y para ofrecerle una suma de dinero en pago por las atenciones. Aunque no me lo hubiera mandado, yo habría ido en los días siguientes a mi curación, pues me sentía inquieto, atraído por lo que había aprendido durante mi estancia en aquella casa.
En la puerta me atendió un novicio cuya edad no debía de ser superior a la mía. Me dijo que el Pater Patrum no recibía hasta pasado el mediodía, pues debía presidir el culto que se celebraba cuando el sol ocupaba su punto más alto. Entonces pregunté por Menipo y el joven novicio fue a buscarlo.
Mi amigo el sacerdote sonrió al verme, extendió los brazos y dijo:
—¡El todo-luz sea loado! Veo que estás ya repuesto; los colores han retornado a tu faz y tu mirada está llena de vida. ¿A qué viene pues esta visita?
—Traigo el agradecimiento de mi padre y el mío propio para el sumo sacerdote y para ti. Además, vengo a entregar unas monedas para la casa —dije mientras mostraba las monedas de oro.
—Sabes que la asistencia de los físicos de la casa no reclama pago; es una de las obligaciones de los sacerdotes —replicó.
—Sí, digamos que es una ofrenda para el dios.
—Siendo así, y puesto que es una suma importante, será mejor que se la entregues en persona al Pater Patrum. Pero tendrás que esperar hasta pasado el mediodía.
—No tengo nada mejor que hacer.
—Entonces, acompáñame al interior del templo. Te lo mostraré mientras ambos aguardamos.
Entramos en una amplia basílica de planta rectangular, flanqueada por gruesas columnas estucadas que sostenían un inmenso artesonado policromado con vivos colores. Al fondo una infinidad de velas y lucernas resplandecían, y sus humos se mezclaban con los del incienso, formando una densa neblina que acrecentaba el ambiente sacro del santuario. Pasado un buen rato, mis ojos se adecuaron a la penumbra del interior y pude ver las capillas plateadas que albergaban las estatuas de los dioses. Percibiendo mi admiración Menipo dijo:
—Aquí no verás divinidades enemistadas. No se excluyen o traicionan por causa de rencores o envidias propias de los hombres. Al contrario de lo que ocurre con los dioses de los griegos, todas son necesarias y concurrentes en un orden cósmico que conduce al todo-luz.
En el lateral izquierdo, al comienzo de la nave, estaba representado «El Rico», rodeado de otros dioses menores, cuyas imágenes miraban en todas direcciones. Frente a él, Menipo continuó sus explicaciones.
—Es Ahriman, rodeado de las divinidades infernales. Llámalo Plutón, si te es más fácil, o Dies Pater, u Orco…, el nombre es lo de menos. Representa cuanto de oculto y subterráneo hay en el mundo: la oscuridad, la confusión en la mente y el caos que conduce a la locura y a la fatalidad. Por eso ocupa el lugar más oscuro del templo, alejado de la luz que hay al fondo. Él gobierna la muerte y la separación.
—No lo comprendo —dije—. Desde pequeño me enseñaron a no nombrar al «invisible», para no excitar su cólera. Recuerdo que mi padre enterraba pollos vivos para congratularse con él, pues decía que poseía riquezas inagotables en el abismo. Pero nunca aparecía su nombre en el ritual ni en fórmula alguna. Cuando fui púber y me llevaron al teatro, fue la primera vez que vi su imagen, en la parte más baja de la escena, cubierta casi siempre por una cortina. ¿Cómo es posible que lo tengáis aquí, junto a los demás dioses?
—No habría luz si no hubiera oscuridad —respondió Menipo—. A él debemos la apreciación de los dones del todo-luz. Gracias al abismo existe lo encumbrado. Hasta que triunfe definitivamente el dios del sol, Ahriman sostiene el otro cabo de la realidad. ¿Por qué te encuentras hoy sano y feliz? ¿No será porque tan solo hace unos días estabas postrado en el lecho del dolor?
—Visto así…
Un poco más adelante encontramos las esculturas de Isis y Serapis, la una frente a la otra. A sus pies se amontonaban los exvotos: piernas, brazos, cabezas y cuerpos enteros de cera o de bronce, cabellos trenzados, balsamarios, vasijas de diversos tamaños…
—¿Y estos qué pintan aquí? —pregunté. Aún conservaba en mi interior el rencor hacia la diosa egipcia, pues la hacía responsable de la muerte de mi madre.
—Hay quien accede fácilmente a través de ellos a los misterios de la muerte y la resurrección.
—Tengo la sensación de que en el templo de Mitra se quiere contentar a todo el mundo —dije en tono irónico.
—No, no se trata de eso —repuso Menipo esforzándose en sonreír—. Todo lo que sirva para expresar la profundidad de lo trascendente es bueno y debe ser ponderado. Las formas y las representaciones de las divinidades son solo signos de un efecto interior y espiritual que Dios obra en nuestras almas. Si hay diferencias entre ellas no es porque sean capricho de los hombres, sino porque Dios mismo es diversidad.
—Entonces, si no lo entiendo mal, este templo se hizo para albergar a todos los dioses. Algo así como el Panteón mandado edificar en Roma, ¿no?
Menipo se detuvo y sonrió.
—¡Veo que eres avispado! —respondió—, pero una vez más debo contradecirte. No, de ninguna manera puede compararse al Panteón de todos los dioses. No se trata de una síntesis, ni de una suma. Es un templo destinado a dar gloria y a invocar a la misma Santidad allí donde esté y proceda de donde proceda.
Dicho esto, reflexionó durante algún tiempo y después me pidió que lo acompañara hacia uno de los laterales de la nave. Allí había una gran ara de mármol y, tras ella, una soberbia escultura que representaba a Augusto divinizado, junto a otros emperadores en similar actitud.
—Mira —dijo—. Ahí tienes al divino Augusto y a otros emperadores asistidos por la divinidad. Cuando el patriarca Gaius Accius Hedychrus mandó edificar este templo, hace ahora casi cien años, nuestra religión no era aún bien vista por las autoridades. Tuvimos que sufrir algunas persecuciones, pero aquel santo padre y los demás sacerdotes, mis antecesores, se esforzaron por hacer ver tanto aquí como en las demás comunidades del Imperio que nuestra religión no era una amenaza para la sociedad, sino todo lo contrario. Entonces las divinidades del culto oficial se deificaron en todos los mitreos. Cuanto hay de santo en el mundo tiene cabida en este templo. Ahora ocupamos un lugar privilegiado entre los cultos de Roma: el tiempo nos ha dado la razón.
Después, Menipo me mostró a Esculapio y a Mercurio y ponderó la santidad que hay en las actividades humanas que conducen al hombre hacia el progreso, como la medicina, el comercio y las comunicaciones. También estaba representado el océano, con la navegación junto a él: faros, puertos y ciudades.
—Como ves, la santidad orla la naturaleza y las obras de los hombres. Todo es reminiscencia del dios y espera retornar a él, para ser perfeccionado definitivamente y confundirse con su esencia.
—¡Pero si el dios se confunde con el mundo, no es una persona! —repliqué—. Tenía entendido que el vuestro era un dios personal.
—Dios, querido Félix, es misterio.
El centro de la basílica lo ocupaba una representación de Cronos, dios del tiempo infinito, con una gruesa serpiente enrollando su cuerpo en espiral y un inquietante carnero a sus pies. Vimos también a Júpiter Ammón y a Venus. Los techos estaban repletos de representaciones de los vientos, las nubes, los ríos y los continentes.
Cuando por fin llegamos al final del templo, era ya mediodía y la luz entraba como un inmenso chorro por la abertura redonda que ocupaba el centro de la cúpula. Los rayos bañaban la estatua dorada de Mitra, situada justamente debajo. Frente a ella, los sacerdotes hicieron las invocaciones y derramaron el incienso en los braseros. El humo blanco ascendió, tiñendo de blanco el chorro de luz y se escapó hacia el cielo. Mientras resonaban los cánticos, Menipo se acercó a mi oído y dijo:
—Helios, Baal, Apolo, Mitra… Luz de luz.
El sumo sacerdote extendió un cáliz y uno de los sacerdotes acercó hasta él una crátera dorada para llenarlo de vino; después lo elevó hacia Mitra e invocó al dios invicto. Bebió él y luego hizo una libación a los pies de la imagen. El dios, de radiante aspecto juvenil, tenía la mirada perdida en el vacío.
—Este es el culto público —dijo Menipo—. Se celebra aquí en la nave central del templo y cualquiera puede venir a presentar sus ofrendas y sus intenciones. Pero la comunidad se reúne en la cripta, a la cual se desciende por una escalera que hay bajo el tabernáculo, a los pies del pedestal que sostiene al dios.
Cuando terminó la ceremonia, el sumo sacerdote abandonó el templo por los pasillos interiores que conducían a la casa de Mitra. Nosotros salimos al exterior y tuve que esperar en el vestíbulo a que Menipo anunciara al patriarca mi visita. Regresó para comunicarme que me recibiría y ambos tuvimos que aguardar todavía un buen rato en el atrio porticado, ocupado en su centro por un estanque de mármol.
El pater nos recibió en una inmensa sala pavimentada con un impresionante mosaico de fondo azul, en el que se representaba el universo de Mitra, con las fuerzas de la naturaleza que lo gobiernan y las actividades humanas. Al final de la estancia, sobre un estrado, el patriarca ocupaba una sede sobredorada, tocado con la mitra y sosteniendo un caduceo largo cuyas cabezas de serpiente se miraban. Un sacerdote recogió las monedas en su nombre y yo recibí la bendición. Menipo me despidió en el atrio.
—Aquí tienes tu casa —dijo—. Si alguna vez deseas conocer más profundamente al dios, no dejes de venir a buscarme.