XXVII
Vórtice
Era la víspera de todos los santos, la última noche de octubre, y en el cielo flotaba una brillante luna en cuarto menguante, como una sonrisa incrustada en las nubes.
Aún era temprano y las calles eran una procesión continua de niños disfrazados. Sarah, ataviada de vampiresa de rostro pálido y labios ensangrentados, corría junto a sus amigos. Llevaba un enorme bolsón con caramelos contra el pecho y una capa negra aleteando a la espalda. La noche se estaba presentando magnífica: en todas las casas a las que llamaban les daban una buena cantidad de dulces.
Sarah iba tan deprisa que la zapatilla izquierda se le salió del talón y tuvo que detenerse para calzársela de nuevo. El resto del grupo continuó su carrera hasta el porche de una casa cercana entre voces y risas. Cuando la niña se preparaba para salir disparada hacia ellos escuchó un extraño sonido sobre su cabeza: un fuerte aleteo que le hizo pensar en un pájaro enorme que se le venía encima. Alzó la vista, alarmada, pero lo único que vio fue la sonrisa de la luna allá en lo alto.
—¿Truco o trato? —preguntó alguien a su espalda.
Se giró y abrió la boca, admirada. Tras ella se encontraba un chico de unos quince años, con el disfraz más increíble que había visto en la vida. Tenía el cuerpo pintado de negro y unas espectaculares alas rojas que parecían de verdad. Vestía un calzón verde oscuro y llevaba el torso desnudo.
—Jo. Qué pedazo de disfraz —dijo, asombrada.
El muchacho le hizo una reverencia. Las alas se agitaron al compás de su movimiento y Sarah no pudo evitar echarse a reír.
—El tuyo tampoco está mal —el joven sonreía. Era muy guapo, aunque tenía que hacer algo con ese pelo, daba la impresión de que no se lo había peinado ni cortado en meses.
—Me lo ha hecho mi madre —dijo la niña y dio una vuelta completa sobre sí misma para que pudiera verlo bien—. ¿Cómo te llamas? No te había visto nunca por el pueblo. O a lo mejor sí y no te reconozco porque vas todo pintado —entornó los ojos y dio un paso al frente—. ¿Te conozco? —preguntó.
La sonrisa del joven vaciló un momento.
—No, no me conoces —dijo—. Me llamo Héctor y no soy del pueblo. Estoy de visita.
Su voz era muy agradable. Y había algo especial en ella, algo inexplicable que le hacía sentir alegre y triste al mismo tiempo. Era extraño. La voz de aquel muchacho le recordaba sueños que siempre olvidaba al despertar.
Una silueta se movió de pronto tras él.
—¡Qué guapa! —Sarah se llevó las manos a la cara al ver aparecer entre las sombras a una joven preciosa.
Iba disfrazada de vampiro, pero no como ella. Parecía una vampira de verdad. Caminaba descalza y sus pasos eran tan elegantes que daban ganas de batir las palmas. Llevaba un vestido de encaje negro, demasiado fino para una noche tan fría, que se agitaba a su alrededor como si no fuera más que aire coloreado. Su pelo era precioso, con unos llamativos mechones blancos.
—Oh. Qué cosita tan adorable —dijo la recién llegada. Se agachó para mirarla a los ojos—. Sarah, ¿verdad? Eres una chiquilla deliciosa, ¿lo sabías?
La niña retrocedió un paso, intimidada. Había algo inquietante en esa joven. ¿Cómo sabía su nombre?, se preguntó. No recordaba haberlo dicho…
—Marina… —Héctor miró con el ceño fruncido a la chica vampiro, que ladeó la cabeza y sonrió de manera inocente.
—Es que lo es. No es culpa mía —se encogió de hombros mientras señalaba a Sarah con ambas manos—. Totalmente adorable. ¿Nos la podemos quedar?
—No. No podemos quedárnosla.
—Qué lástima.
—¡Sarah! —le gritaron sus amigos desde el porche de la casa—. ¡No hables con desconocidos!
—¿De dónde habéis sacado esos disfraces? —preguntó Sarah. Saber que sus amigos estaban cerca y atentos a ella le hizo sentir más segura—. ¡Me encantan!
La pareja cruzó una rápida mirada. Fue él quien contestó:
—¿Nos puedes guardar un secreto?
—Claro.
—No son disfraces. Son de verdad.
—¡Qué tonto! ¡Quieres tomarme el pelo!
—No te engaño. Mi amiga es una vampira y yo puedo volar.
—No me lo creo. Demuéstramelo. ¡Vuela!
—Quizá el año que viene. Y si te portas bien te llevaré a dar una vuelta.
—¿Y por qué no este año?
—Porque no tenemos tiempo. Estamos de paso.
—¿Sois novios? —quiso saber la niña.
El joven pareció envararse con la pregunta, en cambio la muchacha se echó a reír. Tenía una risa hermosa pero, como todo en ella, daba un poco de miedo.
—Oh, sí que lo somos, aunque todavía le cuesta admitirlo en voz alta… —la chica tomó a Héctor del brazo—. Tenemos que irnos, cariño. Nos queda mucho por hacer y los invitados deben de estar a punto de llegar.
—Yo también tengo que marcharme —dijo la niña—. Me están esperando.
—Cuídate, ¿vale? —le pidió Héctor—. Y haz caso a tus amigos: no hables con desconocidos.
Sarah rio entre dientes, algo nerviosa, y a continuación echó a correr. Héctor la siguió con la mirada.
* * *
—¿Cómo estás? —le preguntó Marina poco después. Caminaban cerca de la calle donde Héctor había vivido en otro tiempo.
—Extraño. Feliz. Vacío. Tengo ganas de echarme a reír y, al mismo tiempo, ponerme a llorar —agitó la cabeza—. ¿Sabes qué me gustaría? Acercarme a casa, llamar a la puerta y pedir caramelos.
—¿Y por qué no lo hacemos? —preguntó.
—Duele que tu hermana no te reconozca —se acarició el pelo—. Y eso que sabía que iba a suceder. No creo que pueda soportar revivir la experiencia con mis padres —sonrió—. Y también me da un poco de miedo que pase lo contrario… que me reconozcan. —Marina apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Y tú? —le preguntó él—. ¿No has cambiado de idea? Podríamos acercarnos a París y ver a tu familia.
—Hoy no —contestó—. No estoy preparada. Quizá mañana, cuando arrojemos las cenizas de Ricardo al mar —se retiró el pelo de la cara—. O quizá más adelante, no lo sé… Tendré tiempo de decidirlo ahora que hemos anclado el portal a la Tierra.
Héctor asintió. La comprendía. La comprendía muy bien. Tenían mucho que asimilar; al traspasar el vórtice de regreso se habían dado cuenta de que lo que aguardaba al otro lado ya no era su hogar. Aquel mundo ya no era el suyo. Marina sonrió mientras le aferraba con más fuerza del brazo. Lucía un aspecto saludable, sus mejillas habían ganado en color en el tiempo que llevaban en la Tierra y Héctor sabía muy bien a qué se debía: la muchacha había estado de caza mientras estaban separados. La sangre era su vida ahora, la necesitaba. Pero no mataría, eso era algo que decía tener claro, era consciente de los apetitos brutales que anidaban en sus entrañas, pero podía contentarlos sin tener que matar a nadie.
—Ellos existen para mantenerme viva —había dicho—, no al revés.
Marina comenzaba a disfrutar de su naturaleza vampírica. Era evidente. Héctor se preguntaba cuánto tardaría en buscar un nuevo nombre, como ya había hecho Natalia. Se detuvo de pronto y miró alrededor, aquel había sido su mundo, su marco de referencia, y ahora todo se le antojaba extraño, ajeno. Pero ésta era la tierra donde había nacido, éste había sido el punto de arranque de su historia. No pensaba renegar de ese origen. Sería un ángel negro, pero también seguiría siendo Héctor, aquel niño que, justo un año antes, andaba por esas mismas calles con su hermana a cuestas. Lo necesitaba. Si olvidaba quién era, correría el riesgo de convertirse en alguien como Esmael.
—¿Volvemos a casa? —preguntó el ángel negro.
—Volvamos a casa —contestó la vampira.
* * *
La tormenta les salió al encuentro al atravesar el vórtice sobre Altabajatorre. El cielo bullía con los pájaros ígneos de Andras Sula. Por un instante se vieron rodeados por una frenética bandada que regresaba de la Tierra y fue como si, de pronto, la noche hubiera estallado en llamas. Las aves volaban sin dejar de soltar sus graznidos, mezcla de crepitar y voz gutural.
—¡Samhein! ¡Samhein! —decían.
La magia del piromante no había conseguido que aprendieran más palabras, ni había podido concederles la autonomía con la que habían estado dotados los pájaros de Denéstor Tul. Pero cumplían su cometido y eso era más que suficiente. Andras Sula y dama Desgarro los habían hechizado para que el fuego que les daba forma no quemara. De no haberlo hecho, aquella noche habrían causado verdaderos estragos en los planetas que visitaban. Y no era esa Rocavarancolia la que querían levantar allí.
Dama Sedalar paseaba nerviosa de un lado a otro del almenar de Altabajatorre. La explosión de Medea apenas había dañado el edificio, la magia que protegía el lugar lo había mantenido a salvo. Dama Araña seguía a la bruja en su deambular, llevando en sus manos una tetera y una copa. La joven se estaba mordiendo las uñas de manera compulsiva mientras recitaba para sí partes del discurso con el que daría la bienvenida a los recién cosechados. Lo habían escrito entre todos.
—~… podréis regresar a vuestra casa en cualquier momento —la escucharon decir cuando aterrizaron en el almenar—, la memoria de los que os conocían será restaurada y la vuestra borrada para que olvidéis por completo Rocavarancolia —les hizo un gesto con la mano al verlos llegar, y se aproximó en una corta carrera—. ¿De veras tengo que encargarme yo? —les preguntó—. ¡No me gusta hablar en público! ¡Me pondré nerviosa y les soltaré alguna barbaridad!
—Mientras no les digas que sólo ves muertos que no saben que lo están… —apuntó Marina—. Y eres un desastre, ven aquí, vuelves a llevar la chistera torcida —le dijo mientras se la enderezaba.
—A mí me gusta así —gruñó ella, inclinándosela otra vez. El reloj que Sedalar le había regalado correteaba sobre sus hombros, abriendo y cerrando la tapa, contagiado por la inquietud de su dueña—. ¡No quiero hacerlo! —chilló—. ¡Estoy muy nerviosa!
—Si te bebieras la infusión en vez de derramarla por toda la torre, tus nervios se aplacarían, niña incordio —gruñó la arácnida tras ella. De nuevo estaba embutida en una rancia levita. Y esperaba no tener que quitársela nunca más.
—Lo harás bien, dama Chistera —le dijo Maddie. La pelirroja miraba a su amiga sonriente, acodada en una almena. Su melena roja estaba disparatada en manos del viento—. Sólo déjate llevar y disfruta.
—Hazlo tú —la animó mientras acariciaba el reloj—. Eres más guapa que yo.
—Soy más pelirroja. Eso te lo concedo —y se echó a reír.
La muchacha llevaba al cuello el talismán de Sedalar Tul. Con él había conseguido recuperar su antigua forma. Se había sentido extraña al principio, de hecho todavía era incapaz de decidir si había sido un cambio a mejor o no. Echaba en falta la intensidad que tenía el mundo siendo loba, era como si a la realidad le faltaran dimensiones. Quizá se transformara de nuevo. Le había tranquilizado saber que todavía existía esa posibilidad aunque para ello debería esperar hasta que saliera otra vez la Luna Roja. Faltaba mucho para que eso ocurriera, así que tenía tiempo para pensarlo. Y, eligiera lo que eligiera, la decisión, esta vez, sería únicamente suya. Gracias a Bruno, gracias a Sedalar. Maddie acarició el colgante a su cuello.
La enorme figura del dragón de Transalarada irrumpió en la tormenta a través del vórtice que unía Rocavarancolia con el mundo de Uratania, una tierra repleta de islas pobladas por pescadores. Tras él aparecieron dama Desgarro y el Lexel. El mago había vuelto a cubrir su rostro con una máscara sin rasgos, que ahora se hallaba dividida en dos mitades simétricas, una blanca y otra negra; por lo visto no tardaría mucho en escindirse de nuevo. El Lexel y la mujer marcada hacían le vitar ante ellos a cuatro nuevos cosechados. Los transportaban, con suma delicadeza, hacia el torreón Margalar. Allí los criados del castillo se encargarían de velar por ellos hasta que llegara el momento de darles la bienvenida.
Ni el hechicero ni dama Desgarro, los únicos supervivientes del antiguo consejo, habían intentado evitar el trasvase de poder que se había producido en la ciudad. La última cosecha de Denéstor Tul había formado lo que daban en llamar el Consejo de Rocavarancolia, su intención, decían, era tomar todas las decisiones en conjunto, sin que nadie sobresaliera sobre el resto. Dama Desgarro les deseaba suerte. Iban a necesitarla. Al menos por el momento el tiempo de los reyes parecía haber pasado en Rocavarancolia. Y no podía decir que le importara. De hecho hasta había colaborado con Héctor y el piromante para arrancar el Trono Sagrado y llevarlo hasta Rocavaragálago. Allí lo habían arrojado al foso. Al verlo hundirse en la lava no pudo evitar preguntarse qué habría pensado Esmael de aquello. Sospechaba que, aunque jamás lo habría expresado en voz alta, el ángel negro se sentiría orgulloso de haber sido el último en sentarse en aquel trono.
El dragón se posó en el almenar, entre un caos de murciélagos y pájaros en llamas. El ala izquierda de la bestia estaba reforzada otra vez por una de las onyces de dama Sedalar, aunque estaba progresando tanto que no tardaría en prescindir de ella. Andras Sula se inclinó para mirar al grupo reunido en lo alto de la torre.
—He convencido a otros cuatro mocosos —les anunció haciendo un gesto hacia los muchachos que dama Desgarro y el Lexel llevaban por los cielos—. Uno es bastante prometedor. Me mordió una pierna al verme aparecer. ¿Os lo podéis creer?
—¿Y no ha muerto envenenado? —preguntó dama Sedalar.
—Ja —respondió el brujo y añadió—: Ja.
La algarabía de los pájaros de fuego era abrumadora. Formaban verdaderos ríos flamígeros que fluían por el cielo, rumbo a los distintos vórtices que se habían abierto en las últimas semanas.
—¡Samhein! ¡Samhein! —gritaban.
Era un espectáculo sobrecogedor verlos avanzar en la tormenta. Héctor contuvo el aliento. Esa noche comenzaba todo. Esa noche la nueva Rocavarancolia daba sus primeros pasos.
La ciudad seguía en ruinas, plagada de sombras y peligros. Pero la domarían. Lo conseguirían entre todos. Una nueva Rocavarancolia emergería de aquella urbe desolada. Paseó la vista por esas calles que tan familiares le resultaban ya. Contempló la cicatriz de Arax, vacía de huesos y de espantos; y la silueta familiar del torreón Margalar, que ya acogía a sus primeros huéspedes, dormidos aún, ignorantes de las maravillas que pronto contemplarían. ¿En qué se convertirían? ¿Qué nuevas formas tomarían sus cuerpos? Era pronto para averiguarlo. Lo que tenían muy claro era que no permitirían transformaciones que no estuvieran preparados para controlar, de encontrar casos así devolverían al cosechado a su mundo. Junto al torreón paraba uno de los gigantes de Sedalar Tul. Le habían encargado custodiar aquella torre y proteger con su vida a los muchachos que iban a vivir allí. La ley de no interferir en la cosecha, por supuesto, había sido derogada. El resto de colosos estaba esparcido por toda la ciudad, inmóviles y a la espera, como solemnes y rocambolescos monumentos. Eran sus tropas, las tropas de Rocavarancolia. El último regalo de Sedalar Tul.
A continuación paseó la mirada por el cementerio, repleto todavía de las flores aromáticas con que dama Acacia lo había engalanado para festejar la victoria; allí los muertos seguían con sus charlas; no estaban solos, ahora por sus senderos caminaban los fantasmas, cientos de ellos. Y eran todavía más los que habitaban el bosque y los pasillos del Panteón Real.
No quiso mirar hacia Rocavaragálago. Aquella noche no. La catedral roja representaba, mejor que nada, toda la oscuridad del reino. Héctor no podía olvidar tampoco que allí continuaba esclavizada la primera cosecha, aquellos desdichados todavía permanecían encadenados a esas paredes rojas; habían intentado entrar para liberarlos y destruir también el Grimorio de Hurza, pero tras la muerte de los dos hermanos la catedral volvía a ser maciza, sin pasillos en su interior ni el menor recoveco entre sus muros. Héctor prefirió fijar la vista en el anfiteatro donde había vivido Caleb. Allí, además, se había producido un pequeño milagro: habían encontrado viva a una de las hienas, un cachorro que por lo visto había escapado de la voracidad del dragón ocultándose en los sótanos. Si todo iba bien, no tardarían en conseguirle compañía.
Héctor respiró el aroma eléctrico de la tormenta y la magia desatada. Y, para su asombro, descubrió que era feliz.
—¿Qué va a ocurrir ahora? —se preguntó en voz alta.
Marina se abrazó a su cintura y le miró de medio lado.
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó—. Porque puedo contártelo.
El muchacho sonrió.
—¿Otro cuento de los tuyos?
—Otro cuento de los míos. Y éste se hará realidad, te lo advierto. No me ha hecho falta verlo en sueños para saberlo. Así que medita bien tu respuesta, pequeño: ¿quieres saber lo que va a pasar ahora? ¿Quieres que te desvele lo que nos depara el futuro?
—Claro que quiero —contestó él.
Ella, al momento, acercó los labios a su oído. Lo que iba a contarle era sólo para él.
—Levantaremos una nueva Rocavarancolia —comenzó—. Nos costará todavía más de lo que pensamos, pero será magnífica. Una ciudad más allá de los sueños de los dioses y los delirios de los monstruos. Una ciudad en el filo de las tinieblas, porque nunca nos podremos librar por completo de ellas: las tenemos muy metidas dentro. No, no será fácil. ¿Crees que los que derrotaron a Rocavarancolia permitirán que vuelva a resurgir? Vendrán a por nosotros, Héctor, vendrán a por nosotros en cuanto sepan que los portales se han vuelto a abrir, no lo dudes ni un segundo —sonrió—. Pero lo superaremos, ya sea con la espada o la palabra. Y eso sólo será el principio. Habrá nuevas batallas, nuevos enemigos a los que combatir y vencer… Traicionaremos y nos traicionarán. Viviremos al límite, en la vorágine, en la maravilla… Héctor, Héctor, Héctor… Vamos a vivir aventuras que ni siquiera puedes imaginar… Será duro, será peligroso —se echó a reír—. ¡Será increíble! Sí… tengo muy claro lo que nos espera a partir de ahora, desde este preciso instante hasta el final de nuestros días. ¿Y sabes qué es?
Él la miró a los ojos, prendido de sus palabras y, a pesar de todo, deseando que callara para besarla bajo el fragor del millar de alas que anunciaba que Rocavarancolia había renacido.
—¿Qué? —preguntó.
—Lo imposible.