26: El final

XXVI

El final

Dama Desgarro vio cómo los gigantes de hueso se alzaban de nuevo en la planicie. El demiurgo había dado vida a los mayores de todos ellos, a los que más daño podían causar al adversario. Umbra Gala sacudió sus alas y giró su calavera hacia Rocavaragálago mientras sus hermanos se levantaban de regreso al mundo de los vivos. Un coloso fabricado a base de quimeras y mantícoras se irguió furioso de entre los restos de un sinfín de esqueletos y alzó sus brazos a la noche negra.

Eran poco más de treinta; un número escaso, ridículo en comparación a las fuerzas que Sedalar había puesto en liza en un primer momento, pero había algo nuevo en aquellos portentos. La primera armada del demiurgo había parecido artificial, meros juguetes de cuerda que alguien había arrojado a la batalla. Estos, en cambio, estaban indudablemente vivos.

Las huestes de Hurza reaccionaron nada más detectar que el enemigo revivía. Los fantasmas, estatuas y cadáveres se aprestaron de nuevo al combate, vociferando unos, en completo silencio otros. Dama Desgarro decidió disponer a los gigantes en formación defensiva para intentar resistir las embestidas del adversario. Justo cuando les daba la orden de formar un círculo, la explosión de Medea sacudió Altabajatorre. La onda expansiva alcanzó de lleno a la custodia del Panteón Real, la despedazó y lanzó sus restos por los cielos, acompañados de un sinfín de cascotes y nubes desgarradas.

Durante unos instantes todo fue caos y desconcierto. Intentó tomar conciencia de dónde se encontraba, pero era tal su confusión que le costaba trabajo hilvanar pensamientos lógicos. La explosión la había esparcido por la montaña, algunos de sus pedazos habían llegado incluso hasta el patio del castillo. Su cabeza estaba comprimida entre rocas y tuvo que esforzarse para hacerla girar y quedar encarada de nuevo hacia Rocavaragálago. Tenía la mejilla izquierda hundida y el cráneo taladrado. Parpadeó para intentar sacar de su ojo toda la arenisca y el polvo que se le habían colado dentro. El mundo era un borrón informe.

Y de pronto la luz la deslumbró. Por un momento, dama Desgarro pensó que una segunda luna se había abierto camino en la montaña, una luna blanca, cegadora, capaz de eclipsar al gigante rojo que constreñía las alturas. Tardó unos instantes en darse cuenta de qué estaba mirando realmente.

Era un vórtice, incrustado en la torre norte del castillo.

* * *

La tormenta salió al encuentro de la vampira y el ángel negro en cuanto abandonaron la sala del altar por una de las aberturas del techo. Marina iba abrazada a Héctor, pero se soltó en cuanto alcanzaron el grotesco almenar que remataba la torre. En su mano izquierda empuñaba una de las espadas de Alastor. Héctor llevaba la de Darío; sin esa espada ninguno de los dos habría salido vivo de allí, era muy consciente de ello. Apartó de su mente la imagen del trasgo devorando al cosechado y miró alrededor, entre las acometidas del viento y la lluvia. Su intención había sido huir volando de la catedral, pero pronto comprendió que aquella vía de escape era un suicidio. Los cielos rebosaban gárgolas y fantasmas. Indicó con un gesto a Marina uno de los grandes cuernos curvos que nacían del reborde de la plataforma y corrieron hasta allí para ponerse a cubierto.

Una treintena de titanes de hueso continuaba combatiendo a los ejércitos de Hurza en la llanura. Eran los únicos que quedaban en pie. Pero había algo extraño en ellos, como si no fueran los mismos que habían visto luchar poco antes. Habían ganado en rotundidad, en solidez. Varios fantasmas se arrojaron sobre uno de ellos, envueltos en torbellinos de magia destructora; cuando se dispersaron, agotado su poder, una de las patas del gigante se había volatilizado. El coloso se desplomó hacia delante. El impacto fue tremendo, tanto que muchos de los huesos de su osamenta saltaron por los aires. La criatura echó mano a los pedazos de sí mismo que acababa de perder y volvió a reubicarlos en su lugar. No sólo eso: para sustituir la pierna desaparecida, tomó los restos de sus congéneres abatidos y los fue adhiriendo donde antes había estado ésta. No se servía sólo de hueso, también usaba pedazos de estatua y hasta guijarros del suelo.

—Se reparan a sí mismos… —murmuró Héctor, asombrado, mientras contemplaba cómo el gigante volvía a levantarse. Justo entonces se percató de la presencia de un combatiente que en un principio había pasado por alto. Allí estaba Adrián, azuzando a su dragón contra una hilera de cadáveres.

Al menos ese detalle del cuento de Marina había resultado ser cierto. Iba a comentárselo cuando la vampira señaló alarmada al cielo.

Un grupo de gárgolas los había descubierto y se lanzaba en picado sobre ellos. El ángel negro se adelantó un paso, con el arma en la mano, las alas afiladas y la magia dispuesta. Se maldijo en voz baja. Apenas manejaba una veintena de hechizos, bastante básicos en su mayor parte. Si hubiera empezado a aprender magia antes, todo sería muy distinto ahora.

—¡No podemos enfrentarnos con ellos en el almenar! —gritó sobre el fragor de la tormenta—. ¡Tenemos que volver abajo!

—¡No! —Marina negó con la cabeza, rotunda. Los ojos le brillaban con un fuego salvaje—. ¡Nos seguirán dentro y tendremos menos espacio para defendernos!

La primera oleada de gárgolas se les vino encima con un violento batir de alas. Héctor descargó un potente mandoble contra una serpiente alada y la espada de Darío la traspasó como si fuera de carne y hueso en vez de dura roca. La estatua cayó despedazada a sus pies, pero otra no tardó en ocupar su lugar. Marina, a su lado, hundió el pecho de una gárgola blanca de un puñetazo y luego intentó rematarla con un golpe de espada. El arma de Alastor se quebró al chocar contra la piedra y la muchacha se tambaleó. Héctor dio rienda suelta a la espada mágica y se giró hacia ella.

—¡No te separes de mí! —le gritó mientras lanzaba un hechizo de impacto múltiple a las gárgolas más cercanas. La vampira parecía una bestia salvaje, un animal acorralado que luchara por su vida. Paralizó a una estatua con un rápido sortilegio para luego arrojarla al vacío de una patada.

A cada segundo que pasaba más y más atacantes se sumaban a la contienda, atraídos por la agitación del almenar. Y no eran sólo gárgolas lo que la tormenta arrojaba sobre ellos, también varios fantasmas se unieron a la lucha, anunciando su llegada con aquellos chillidos que arañaban el alma.

Héctor soltó un gruñido feroz y cargó contra ellos.

* * *

Harex caminó en las alturas hasta llegar al lugar donde Hurza paraba. Ambos permanecían encarados hacia el refulgente sol que había amanecido sobre la fortaleza. Sus dimensiones crecían por segundos; en primera instancia había sido un chispazo argénteo, un destello que bien podría haber sido el reflejo de un relámpago; y aun entonces Hurza ya había sentido su poder.

—¿Esa magia tiene algo que ver con tus aliados? —preguntó Harex. En su piel aceitunada todavía se veían vestigios del hielo que había recubierto su cuerpo en su paseo por el vacío.

Hurza negó con la cabeza.

—Me temo que no —contestó—. Sospecho que es cosa de nuestros enemigos.

Era un portal lo que se estaba abriendo paso en la montaña, pero no se trataba de un vórtice común, tanto sus dimensiones como el color eran equivocados, erróneos. El castillo desapareció, oculto por aquel deslumbrante rielar. En la superficie del portal apareció una mancha, un rasgón oscuro que crecía por momentos; junto a éste apareció otro, y otro más tras ellos. Eran sombras situadas al otro lado del resplandor, una multitud de ellas que se aproximaba veloz a la membrana de luz que daba forma al vórtice. Las joyas de la Iguana tiraron de Hurza con fuerza, alteradas por tanta magia.

A continuación las figuras atravesaron el portal, entre destellos líquidos y centelleos. Parecían proyectiles de luz, balas de cañón fraguadas a fuego blanco. Salieron despedidas a una velocidad endiablada para desperdigarse en las alturas como una lluvia de estrellas fugaces que hubiera equivocado el rumbo. Al frente del fulgor que coronaba cada estela se apreciaba una sombra.

—Magos —anunció Harex. Su hocico chato temblaba en un olfatear frenético—. Cientos de ellos. Hechiceros, demiurgos, nigromantes, brujos… Cerca de un millar.

—Hace años que no hay tal número de hechiceros en Rocavarancolia —dijo Hurza siguiendo con la vista aquella lluvia de luz. Apretó los puños. Daba igual qué fuera aquello. Su hermano y él podían enfrentarse a cualquier cosa. Ya nada tenían que temer.

—Y hace siglos que no hay hechiceros como nosotros en este reino —afirmó Harex, en sintonía con el pensamiento de Hurza—. Mil magos… Como si son cien mil —anunció con desdén—. Su número es intrascendente. Que vengan. De uno en uno, o todos a un tiempo. Tanto da —Harex sonrió bajo la tormenta—. Vamos a matarlos a todos —anunció, con los ojos entrecerrados. Era bueno estar vivo—. A todos.

* * *

Era tal la cantidad de estelas que descendía por la montaña que daba la impresión de que una catarata de luz se derramaba por ella. Las sombras que anidaban en su interior se fueron concretando a medida que se liberaban de las orlas luminosas que las cubrían. Aquellos capullos de luz les habían servido de protección a la hora de salir del sueño, pero ya habían dejado de ser necesarios y pronto no quedó rastro de ellos. Las figuras acabaron de definirse y dieron forma a una tropel vociferante que se aproximaba a la carrera por la explanada; un alud de espantos que clamaba por una nueva muerte gloriosa. Los ángeles negros comandaban la carga, seguidos de cerca por arpías y ángeles de alas blancas, armados con espadas fulgurantes. Tras ellos, en tierra, marchaba un pandemonio de trasgos y licántropos, vampiros y guerreros, minotauros y gigantes… La legión de espantos se aprestaba a la batalla, entre los aullidos de la manada y el retumbar atronador de sus propios pasos.

Allí estaba Barranta, el coloso asesinado pocas horas antes por las gárgolas de Hurza, y el duque Desidia, girando el hacha sobre su cabeza con tal vigor que parecía querer abrir una nueva cicatriz de Arax con ella. Y Dionisio con su maza, a la que había bautizado Destino porque, según aseguraba, en ella habían encontrado su destino final muchos de sus enemigos. Y Malazul, el comandante muerto en la defensa de la última torre de guerra de Rocavarancolia. Los habían vencido. Los habían derrotado. Y aun así regresaban de la tumba, decididos a rescatar su porción de gloria de las cenizas. Habían vuelto a por la victoria que les habían negado treinta años antes.

Y así, aullando enardecidos, animados por el fuego de la vida prestada y la magia, cargaban las huestes de Rocavarancolia. Los gigantes de hueso no se inmutaron ante la llegada de aquel nuevo ejército, en cambio las fuerzas de Hurza sí los identificaron como enemigos y se prepararon para recibirlos.

Barranta saltó al encuentro de las primeras gárgolas, enarbolando su maza. Había languidecido durante años mientras aguardaba la muerte y ahora Rocavarancolia le regalaba lo imposible: la oportunidad de irse en una ráfaga de gloria. De un solo golpe hizo añicos a dos gárgolas y luego, sin frenarse, saltó sobre la colosal estatua de un dios elefante. El duque Alestes blandió su espada contra los horrores de roca, dando órdenes imprecisas a los que compartían flanco con él, órdenes que, por supuesto, como habían hecho en vida, todos ignoraban. Dama Equinoccio invocó una malla ácida que devoró la piedra que daba forma a Su Majestad Arachnihentheradon, el tercer rey arácnido, mientras a su lado, dama Korma destrozaba una columna de estatuas con un sortilegio de impacto.

El fragor de la batalla se extendió de nuevo por Rocavarancolia, la ciudad de los milagros y los portentos, la ciudad de lo imposible, como una canción enloquecida, como el preludio de las leyendas por venir.

* * *

Los supervivientes de la manada habían buscado refugio en el torreón Margalar. Roja los había conducido allí nada más distinguir en la distancia la silueta familiar del edificio. No guardaba recuerdos reales de ese lugar, pero la forma, el color, hasta el aura que desprendía le inspiraban seguridad.

Los olores que le salieron al paso al entrar la alteraron profundamente, tanto que marchó a trompicones a través del caos de muebles y enseres. Se sentía tan extraña que, por un instante, le pareció perturbador caminar a cuatro patas, como si hubiera algo equivocado en ello. Allí se topó también con su olor y también le resultó extraño, como si no terminara de ser el suyo.

La loba guio a los cinco supervivientes de la manada a las mazmorras. Refugiarse en ellas no fue una decisión consciente, estaba tan aturdida que se limitó a seguir su propio rastro hasta allí. Pero aquel lugar sobre todo olía a Lizbeth. Su olor impregnaba hasta las mismas piedras. Entre aquellas paredes reinaba un silencio absoluto. Roja no tenía forma de recordar que se debía al sortilegio de silencio de Bruno, pero esa calma, por muy poco natural que fuera, resultaba un alivio tras aquel día de pesadilla.

Gris montó guardia ante la puerta entreabierta, alerta, como si temiera que los engendros que los habían masacrado pudieran irrumpir allí en cualquier momento. Azor y los otros tres lobos se recostaron unos sobre otros, agotados. Roja permaneció sentada ante una celda, sumida en el desconcierto que le provocaba tanto el lugar como los olores que respiraba.

Las horas transcurrieron lentas, sin que tuvieran modo de saber qué estaba sucediendo fuera. Roja llegó a adormecerse varias veces y en cada una de esas ocasiones le asaltaron extraños sueños en los que caminaba sobre dos patas. Tras un brusco despertar, se encontró con Gris caído de costado ante la puerta. Se acercó a él, deprisa, temerosa de que hubiera muerto. El lobo respiraba de manera bronca, pero continuaba vivo. Simplemente estaba agotado.

Mientras lo observaba, Gris mostró los colmillos y gruñó en dirección a la puerta antes de incorporarse con dificultad. Un nuevo olor se abría camino en las mazmorras, procedente del exterior. Los lobos que dormitaban se levantaron a la par, venteando el aire. Los ojos de Roja se desorbitaron. Conocía ese olor. Antes de ser consciente de lo que estaba haciendo ya corría hacia la puerta.

Ese olor traía consigo sentimientos olvidados, recuerdos fragmentarios, tan lejanos que se remontaban hasta el mismo inicio de su existencia. Ese olor despertaba emociones tan complejas que era incapaz de darles forma con el lenguaje mínimo de la manada. Llegaba de una de las estancias que compartían el sótano con las mazmorras. Hacia allí fue, frenética, ansiosa. Escuchó el sonido de metal al ser removido justo en el instante en que entraba, con los ojos muy abiertos y el corazón encogido.

Alexander estaba allí. Su hermano estaba allí. Vivo y radiante. Hermoso hasta la locura, hasta el paroxismo. Se encontraba de espaldas a la puerta, con el torso desnudo punteado de sudor. Se estaba abrochando un cinturón del que colgaba la vaina de una espada de empuñadura negra.

Se giró al oírla entrar. Y en sus ojos verdes y en su sonrisa se adivinó una rotunda dicha.

—¡Maddie! —exclamó.

Se hincó de rodillas a su lado y se abrazó a ella con tal fuerza que le hizo daño. No le importó. Aquel contacto era un milagro, sentir aquel cuerpo contra el suyo era la felicidad. La loba temblaba de puro vértigo. Sintió una extraña corriente de pudor, de vergüenza. Su hermano era hermoso y ella era… un monstruo. A Alexander no parecía importarle su aspecto, enterró el rostro en el pelaje de su hermana y cerró los ojos, ajeno al mundo que le rodeaba. Permaneció así durante un largo minuto, sintiendo el latir del corazón de Maddie contra su cara, el rumor del discurrir de su sangre, el aliento a vida que exudaba su cuerpo.

—No podía tocarte… —murmuró cuando la loba comenzó a lamer las lágrimas que corrían por sus mejillas—. Me estaba muriendo y ni siquiera podía tocarte… ¿Cómo no iba a volver, maldita sea? ¿Cómo no iba a volver?

* * *

El almenar que se alzaba en el centro de Rocavaragálago estaba infestado de estatuas y fantasmas. Y allí combatían el ángel negro y la vampira, cercados por un mar de espantos.

—¡No te alejes! —le gritó Héctor de nuevo cuando la lucha volvió a separarlos.

—¡No te alejes tú! —escuchó que le replicaba ella, apenas a un metro de distancia.

El caudal de magia que circulaba por su interior no parecía disminuir con el uso. Practicaba hechizo tras hechizo sin sentir que éste se redujera. ¿Sería siempre así o tendría que ver con el hecho de haber asesinado a un inmortal? Invocó un sortilegio de empuje y, acto seguido, uno de disipación para contrarrestar el hechizo maléfico de un fantasma. Y del mismo modo en el que aquel poder mágico parecía no tener visos de agotarse, tampoco tenía apariencia de hacerlo el número de adversarios contra los que se enfrentaban. Era cuestión de tiempo que impusieran su número y los derrotaran.

Una figura enorme eclipsó al resto de atacantes: era un dragón de piedra roja, con el lomo y la cabeza ennegrecidos por el fuego. Aterrizó entre la vampira y el ángel negro, separándolos en mitad de la contienda. Héctor intentó correr hacia su amiga, pero aquella inmensa bestia se interpuso en su camino. Cuando iba a echar a volar, una corriente de aire frío, plagada de cuchillas, mordió su pantorrilla izquierda y le hizo perder pie. Trenzó un sortilegio de curación para restaurarla y esquivó la acometida del dragón con un salto que pronto consiguió convertir en vuelo. Buscó a Marina con la mirada, pero no logró encontrarla.

—¡Marina! —llamó y su grito se perdió en la tormenta.

Voló entre las gárgolas en busca de su amiga. Era tal la agitación que le rodeaba que ni siquiera prestó atención a los repentinos destellos que se sucedieron en los cielos. Los tomó por magia o por el reflejo de los relámpagos. Un espíritu se abalanzó sobre él rodeado de ascuas de hechicería negra, Héctor preparaba ya un sortilegio de disipación cuando el espectro se contrajo de manera ridícula, comprimido y confinado en una burbuja de no más de medio metro de diámetro aparecida de la nada. Aquella esfera se elevó en mitad del temporal, como un globo escapado de la mano de un niño. Héctor no se permitió sorprenderse. Gritó llamando a Marina otra vez y creyó oírla responder desde algún punto a su izquierda. Cuando intentaba abrirse camino hacia allí, fue testigo de cómo un nuevo espíritu quedaba prisionero en otra esfera que, como la primera, se perdió en las alturas.

Héctor aterrizó en medio del caos. Y nada más hacerlo la espada de Darío intentó ensartar al fantasma de un guerrero barbudo; era la primera ocasión en que el arma se revolvía contra un espíritu y se forzó a contenerla, antes siquiera de ver que aquel a quien había tomado por un espectro estaba hundiendo la cabeza de una estatua a mazazos.

—¡Atrás, muchacho! —le gritó el desconocido mientras le hacía un gesto brusco con la mano—. ¡Atrás! ¡Saca a tu dama de aquí antes de que os destripen!

Héctor retrocedió, perplejo por la repentina aparición de aquel hombre. Había más extraños en el almenar enfrentándose a las gárgolas y los fantasmas. Parecían haberse materializado desde la nada. Vio a una horripilante criatura peluda, de cabeza enorme y garras descomunales, destrozar una estatua a mordiscos. Y cada vez se veían más espectros atrapados en burbujas.

No tenía tiempo para preguntas ni vacilaciones. Héctor aceptó la aparición de aquellos extraños y reemprendió la búsqueda de Marina. La encontró al fin, acorralada por varias estatuas contra una almena de la pared sur. La muchacha se batía con furia y varios de sus inesperados aliados estaban haciendo todo lo posible por liberarla del cerco. Héctor se aproximó a ellos tras despejar su camino con más magia de impacto.

—¡Harex y Hurza! —gritó de pronto alguien en medio de la algarabía. La simple mención de esos nombres le hizo estremecer—. ¡Que los demonios nos lleven! ¡Esos bastardos vienen hacia aquí!

Arriesgó un vistazo a las alturas. Entre el vuelo de las gárgolas pudo ver un sinfín de figuras acercándose.

Llegaban a centenares. Vislumbró ángeles negros entre aquel caos, y un gigante acorazado con dos majestuosas alas de cuervo.

—¡Marina! —gritó mientras avanzaba a trompicones hacia ella, entre magia y acero—. ¡Marina! —no sabía qué estaba ocurriendo, pero tenía la absoluta certeza de que debían abandonar la torre cuanto antes.

La vampira reaccionó a su llamada, abrió brecha entre las estatuas y, justo cuando echaba a correr hacia él, desapareció de su vista tragada por el suelo que pisaba. Acababa de precipitarse por una de las oquedades del piso. Varias gárgolas se lanzaron tras ella por esos mismos huecos. Héctor miró a su alrededor, frenético, pero no vio ninguna abertura cerca. Durante el combate había evitado el hechizo de intangibilidad, por temor a hacerse pedazos al revertir a la forma sólida, pero se decidió a usarlo para ir tras su amiga. Cuando estaba a punto de lanzar el sortilegio, un frío presentimiento le hizo mirar hacia arriba.

Sobre la torre flotaban Hurza y Darío, el uno junto al otro, y era tal el aura de poder que desprendían que la realidad vibraba en torno a ellos, se retorcía, inestable, ante la cantidad de magia contenida en tan reducido espacio. El Comeojos hizo un gesto con su mano, como si barriera el aire ante él y, al momento, un brutal hechizo de empuje hizo que hasta el último ser que combatía en el almenar, ya fuera estatua, hombre o fantasma, saliera despedido de allí.

Héctor cayó junto a ellos, proyectado hacia la noche por la hechicería del nigromante. La espada de Darío escapó de su mano y cayó girando sobre sí misma. El ángel negro desplegó las alas, pero el hechizo de empuje era tan poderoso que le costó un duro batallar hacerse con el control de la situación y convertir la caída en vuelo. Antes de que pudiera estabilizarse tuvo a varias gárgolas encima. Una de ellas le golpeó con fuerza en la mandíbula mientras otra le desgarraba el vientre de un zarpazo. Apartó a la primera con un empujón mágico, pero llegaron más para ocupar su lugar. Una le aferró de las alas y él se desequilibró por completo. El círculo a su alrededor se cerró y un sinfín de garras y colmillos se abatió sobre él.

—¡Héctor! —escuchó gritar muy cerca. Al momento varios de sus contrincantes salieron despedidos.

El ángel negro aprovechó el respiro para escabullirse del cerco y paralizar a varias gárgolas. Estas se precipitaron al vacío como las simples piedras que eran. El resto de sus atacantes se desintegró sin que él tuviera nada que ver. Curó sus heridas y buscó el origen de la voz y de la magia que le había salvado.

El dragón del piromante iba a su encuentro, volando a una velocidad infernal. Adrián estaba inclinado hacia delante, escupiendo sangre. La espada de Darío le había atravesado un costado. El muchacho la sujetaba con firmeza de la empuñadura y por la tensión de su gesto parecía evidente que el arma que tenía clavada buscaba hacer más daño todavía. Se la arrancó de un tirón y, tras vacilar un momento, la guardó en una de las vainas que colgaban de su cinto. Héctor obvió al dragón y a su jinete y miró hacia lo alto, hacia el almenar central de Rocavaragálago. Hurza y Darío acababan de aterrizar allí. Y los cielos a su alrededor bullían de magia. Cientos de siluetas se aproximaban a ese mismo punto, aceleradas, rabiosas.

El ángel negro se dispuso a volar de regreso hacia la torre, pero antes de poder hacerlo, el dragón se interpuso en su camino.

—¡No puedes volver! —le gritó Adrián. El muchacho y su montura irradiaban un calor sofocante—. ¿Te has vuelto loco?

—¡Marina está en la torre! —le gritó a su vez—. ¡Tengo que ir por ella! —y antes de acabar su frase ya volaba hacia allí.

El cielo en torno a la torre hervía de actividad. Las figuras que había visto aproximarse habían llegado ya. En torno a la catedral roja volaban arpías y hechiceros, ángeles negros y extrañas criaturas de todo tipo y condición. No se paró a preguntarse de dónde habían salido, no le interesaba, no le importaba, lo realmente importante estaba en lo alto de aquella torre.

—Si lo que pretendes es suicidarte, adelante —escuchó decir a alguien a su espalda—. Pero la muerte es un lugar sumamente aburrido, te lo advierto. Está lleno de estatuas mal hechas, ciudades nauseabundas y viejas chifladas.

Héctor se giró hacia la voz, aturdido al reconocerla.

—No te miento —le aseguró Esmael—. Vengo de allí.

Rocavarancolia entera había resucitado.

Dama Serena observaba la nueva batalla en la planicie, más allá de la sorpresa, más allá del estupor. Observaba cómo el ejército vuelto a la vida embestía contra los muertos de Hurza, cómo sus hechiceros atrapaban a los fantasmas en esferas de contención similares a la que ella usaba para desplazarse. Contempló cómo los nuevos colosos del demiurgo arrasaban líneas de estatuas y cadáveres, recomponiéndose cuando el enemigo los abatía. El desaliento pudo con ella. Nunca se libraría de aquella condena. Aquella falsa vida la perseguiría por toda la eternidad. Cayó de rodillas y gritó, desesperada. Su traición había quedado en nada. Iba a vencer. Rocavarancolia iba a vencer de nuevo a sus fundadores.

Allí, doblada por la angustia, dama Serena se dio cuenta de que Rocavarancolia jamás sería derrotada. Era imposible vencerla, esa maldita ciudad era una fuerza primaria cuya característica principal era la de sobrevivir a todo y a todos. Nada ni nadie podría terminar jamás con ella. Se estremeció en el salón del trono, sin parar de gritar, convulsa, perdida.

Por eso no le oyó entrar, por eso no escuchó sus pasos hasta que estuvo a su lado. Fue su voz lo que la alertó.

—Serena —oyó.

Y allí estaba él: Maryalé, su amante esposo, el rey que la había condenado a siglos de existencia vana. Llevaba puesta la misma armadura que había vestido la última vez que lo había visto, en aquella misma estancia, resucitado por la magia de Esmael y el grimorio de Hurza.

Saltó hacia él, crispada de dolor y angustia.

—¿Por qué? —le preguntó, rabiosa—. ¡¿Por qué me hiciste esto?!

Sin esperar respuesta, invocó a su magia para hacerlo pedazos; dispuesta a matarlo de nuevo, como lo había hecho al poco de ser transformada en fantasma. En aquella ocasión él no se había defendido, se había dejado asesinar. Ahora, Maryalé contrarrestó su ataque con dos gestos y una barrera mágica. Aquella defensa era fácilmente salva-ble. De haber querido, dama Serena habría logrado acabar con él, pero tras aquel primer arrebato se detuvo. Estaba tan cansada, tan harta…

—¿Por qué? —preguntó otra vez, con apenas un hilo de voz.

—Porque te amaba —contestó él—. Te amaba más que a mi propia vida. Más que a la lógica y a la razón. Te amaba, y amarte lo era todo. ¿Cómo iba a consentir perderte si existía el modo de retenerte a mi lado? —preguntó con dureza—. Si aquel mago me hubiera pedido que redujera Rocavarancolia a cenizas para salvarte, lo habría hecho sin dudarlo. Te amaba, y no me arrepiento de lo que hice.

—Me condenaste —le acusó ella, sin fuerzas para dar más argumento que ése.

—Lo sé —concedió Maryalé—. Pero sonríe, dama Serena —ella alzó la mirada, extrañada por el tono de la voz del rey muerto. Sonaba desolado—. Tu condena está a punto de finalizar. Vengo a liberarte —aseguró—. Porque ya no te amo —en sus ojos se vio tal desprecio que ella estuvo a punto de gritar—. Porque desde donde estaba me han permitido ver lo que has hecho, lo que has ayudado a desencadenar. He visto tu egoísmo, tu hipocresía, te he visto convertirte en algo tan mezquino que ni siquiera consigo reconocerte. Mi amor formó parte del hechizo que te convirtió en fantasma, pero ahora reniego de él, reniego de ti. Reniego de lo que eres. Eso debería bastar… Eso debería ser suficiente… El sortilegio está roto.

La fantasma notó cómo se retorcía por dentro, fue una sensación devastadora, como si el mismo tejido de la realidad tratara de expulsarla de su seno, como si la vida se hubiera dado cuenta al fin de su presencia y procediera a repudiarla.

—La persona que amaba ya no existe —murmuró Maryalé con tristeza—. Así que no tiene sentido que existas tú. Que la oscuridad te lleve —dijo—, seas quien seas.

Dama Serena se estremeció. La muerte la reclamaba. Y justo en ese instante tuvo miedo, un miedo atroz. No sabía qué le aguardaba al otro lado, ¿y si era algo peor de lo que abandonaba? ¿Y si se había equivocado? No sintió alivio alguno al comenzar a extinguirse, más bien al contrario: una angustia tremenda se apoderó de ella.

—Maryalé, Maryalé —le llamó mientras se desdibujaba. La muerte tiraba con saña de ella—: El cuerno de Hurza —le anunció, con urgencia, con apremio. No buscaba el perdón, no buscaba redención: lo único que quería era que comprendiera que, en algún lugar recóndito de su interior, seguía siendo la mujer que había amado—. Su alma está en el cuerno. Arrancádselo y acabaréis con él.

Luego se desvaneció.

* * *

La riada de sombras surcaba las calles como una serpiente descomunal y enfurecida, como un río turbio que hubiera abandonado su cauce. La bruja cabalgaba en cabeza, montada en una mole que había adoptado forma de unicornio humeante. Natalia se aferraba a su lomo con una mano mientras empuñaba en la otra el báculo de Sedalar Tul.

La expresión de su rostro inquietaba hasta a las mismísimas onyces. Jamás habían visto tanta furia contenida, tanta desesperación. Natalia marchaba llorando, pero las lágrimas no suavizaban su expresión, al contrario: la subrayaban.

En Rocavarancolia sólo cabía la muerte y la devastación. No había espacio para más. Todos habían ido cayendo, uno a uno. Alexander en la torre, Rachel en el palacete, Ricardo en la plaza, Marco… Marco ni siquiera había sido Marco… Y ahora Bruno. ¿Quién quedaba? Nada sabía de Marina ni de Héctor, ni del trasgo ni de Adrián que habían ido a rescatarlos. ¿Y Lizbeth? ¿Y Maddie? No le costaba trabajo imaginárselos a todos muertos.

—Final feliz… —musitó y aquellas palabras le ardieron en la garganta. Así había llamado ese idiota, ese loco, a ese beso rápido y mal dado en Altabajatorre. ¿Cómo se había atrevido? ¿Quién le había mandado sacrificarse por ella?

Se dirigía a Rocavaragálago. A la catedral roja. Allí estaban sus amigos. Los salvaría o moriría a su lado. Porque todos morían, absolutamente todos. Ésa era la única verdad. La muerte dominaba el mundo. Y había decidido que no quería morir sola.

La ciudad enloquecía por momentos. Primero un sinfín de cometas y fulgores surcó la noche y, poco después, Rocavaragálago se convirtió en el centro de una actividad frenética. Cientos y cientos de figuras movedizas pusieron bajo asedio los cielos sobre la catedral. Aquella zona de Rocavarancolia pronto bulló bajo el imperio de la magia.

Cuando les quedaba poco para alcanzar la línea de edificios que separaba la ciudad de la planicie, las gárgolas y los fantasmas cayeron sobre ellas. Llegaron de improviso, desde las alturas y a través de las callejuelas que desembocaban en la avenida por la que avanzaban. La bruja enarboló el báculo al verlos aparecer, contenta de tener al fin algo que destrozar. Dio un grito y la pajarera vomitó un haz de luz que hizo pedazos a todos los engendros de piedra que encontró a su paso. Los espíritus ni se inmutaron ante aquel rayo, se limitaron a atravesarlo y saltar sobre las sombras y la bruja.

—¡Destruidlos! —gritó Natalia, llorando a lágrima viva. La sombra que montaba se encabritó al tiempo que hacía emerger de sus costados un sinfín de afiladas extremidades—. ¡Matadlos a todos! —aulló, como si las criaturas que los habían emboscado fueran las culpables de todos los males del mundo.

Las onyces se arrojaron sobre el enemigo, transformadas en demonios rebosantes de tentáculos y aguijones. Cientos de sombras confluyeron en aquel cruce, olas oscuras que rompían contra las estatuas como un reflejo de la furia de la bruja. Natalia estaba en el centro de la vorágine con el báculo en las manos, lanzando descarga de magia tras descarga de magia.

No moriría allí, se negaba a hacerlo. Moriría junto a sus amigos.

Un sortilegio de empuje le acertó de pleno en el pecho. Las runas de protección que dama Acacia había dibujado en su piel chisporrotearon al desvanecerse, pero cumplieron con su cometido de mitigar el daño que el hechizo habría causado.

Consiguió levantar una pantalla defensiva a tiempo de detener un segundo hechizo que, de haberle acertado, la habría abierto en canal. La barrera neutralizó el sortilegio, pero no impidió que la descabalgara de la onyce. Cayó al suelo encharcado, retorciéndose de dolor. Logró invocar un hechizo de curación y sintió un alivio inmediato. Antes de poder incorporarse, el espectro de una mujer demacrada se cernió sobre ella dando gritos. La bruja intentó convocar un nuevo sortilegio protector, pero el espíritu fue más rápido. Natalia sintió el impacto de aquel nuevo hechizo y luego no sintió nada. Quedó paralizada, inerte en el suelo. El fantasma rompió a reír y a llorar al mismo tiempo, dio otro grito y salió volando, trazando espirales en la tormenta.

Un muro se vino abajo a unos metros de distancia. Entre los cascotes, el polvo y la mampostería destrozada, se abrió paso una estatua enorme. Era un dragón negro, de cuatro largas alas y cabeza espigada. Avanzó a la carrera por la calle, indiferente al batallar de sombras y gárgolas, dando mordiscos furiosos al aire. Iba a por Natalia. Sobre su lomo montaba una mujer de piedra, una sombría criatura que le dedicó una sonrisa cuajada de colmillos.

Balderlalosa y la reina vampiro parecían todavía más irreales al resplandor de los relámpagos y los destellos de magia que llegaban desde Rocavaragálago. Un torbellino de sombras les salió al paso. Natalia no pudo hacer otra cosa que contemplar cómo aquel horror negro despedazaba a las onyces mientras se aproximaba. Las sombras no podían contenerlo, caían bajo su embestida una tras otra, convertidas en humo viscoso. La bruja intentó moverse, pero el hechizo del espectro se lo impedía. Estaba indefensa, a merced del monstruo que ya llegaba. El dragón abrió las fauces y se abalanzó sobre ella, arrastrando una estela de onyces.

Natalia cerró los ojos y se preparó para morir. En lo último que pensó fue en aquel beso rápido en Altabajatorre. Escuchó el chasquido de las fauces de la bestia al cerrarse y sintió en el rostro la corriente de aire que provocaron. Pero seguía viva, viva y entera. La boca del dragón se había cerrado a apenas unos centímetros de su cara. Alguien mantenía sujeto al monstruo por la cola, impidiéndole alcanzarla. Aquel engendro intentó morderla de nuevo, pero tiraron de él hacia atrás y tan descomunal era la fuerza de quienquiera que lo aferrara que lo arrastró por la calle como si no fuera más que un cachorro. Natalia intuyó una silueta enorme tras el dragón, oculta en el torbellino de oscuridad que eran las onyces. Era un gigante. La reina vampiro se giró hacia el recién llegado y, al momento, un poderoso puño la estrelló contra el muro de la casa vecina. Luego aquella cosa la emprendió a golpes contra su montura. El dragón se retorció mientras lo hacían pedazos contra el empedrado.

Natalia jadeó, incapaz de comprender qué estaba ocurriendo. Seguía paralizada y su campo de visión era demasiado limitado como para hacerse una idea de lo que sucedía a su alrededor. Vio varios fantasmas atrapados en esferas salir volando por los aires, intuyó siluetas difusas que saltaban sobre las gárgolas. Escuchó gruñidos y el paso de bestias desplazándose veloces. Alguien rio. Y Natalia reconoció esa risa, pero era imposible, del todo imposible. Ni siquiera en Rocavarancolia podría suceder algo semejante…

Un muchacho se acuclilló a su lado. Era un joven negro, de ojos castaños y pelo rizado. La lluvia hacía que el color oscuro de su piel refulgiera. Natalia no lo había visto nunca y, aun así, supo quién era. Había conocido a alguien que había intentado copiar esos mismos rasgos en su cara.

—Tranquila —dijo. Le miró con timidez mientras sonreía—. Estás a salvo. No vamos a dejar que te pase nada, ¿de acuerdo?

A continuación, disipó el sortilegio de inmovilidad del que era víctima. Natalia se incorporó al momento y se apartó del joven, resoplando aturdida. El muchacho levantó las manos, como si con ese gesto pretendiera demostrarle que era inofensivo. La bruja miró alrededor. Había lobos en la calle, varios ejemplares enormes, abalanzándose sobre las gárgolas; reconoció a Maddie entre ellos, a su lado corría una loba de pelaje castaño, un ejemplar magnífico que recordaba en cierto modo a la cosa deforme en la que se había convertido Lizbeth. Se fijó entonces en la criatura medio humana y medio bestia que combatía junto a ellas. Era una suerte de licántropo. Sus manos eran zarpas lobunas, aunque lo bastante articuladas como para permitirle empuñar una espada; su cabeza y el pecho eran de lobo, y su pelaje tan rojo que parecía en llamas. Reconoció sus ojos verdes nada más verlos. Resultaba imposible olvidarlos.

Retrocedió en el suelo, sin aliento.

Y entonces vio a Rachel. La joven empuñaba dos cimitarras, y prácticamente, danzaba entre las estatuas que intentaban alcanzarla. Sus movimientos eran perfectos, increíbles, de una fluidez casi poética. Las armas destrozaban la piedra sin resultar dañadas. Con cada criatura abatida, la muchacha reía, dichosa, feliz. Mientras Natalia contemplaba más allá del asombro a su amiga muerta, el gigante que había destrozado a la reina vampiro y su dragón emergió de las sombras. Medía más de cuatro metros de altura y era todo puro músculo y nervio. Natalia también lo reconoció. Era Ricardo. Las lágrimas corrían por su cara, pero ya no eran de rabia, eran obra de un sentimiento extraño, enloquecedor, un sentimiento que comprendía alegría y alivio, sorpresa y locura.

Y de pronto tuvo a Alexander a su lado. Llegó a ella convertido todavía en medio bestia, pero mientras se acuclillaba su faz de lobo se transformó en la del muchacho que había sido. Lo hizo con una rapidez portentosa. El hocico se convirtió en una nariz humana, el pelo se retrajo, la frente se hundió y las mandíbulas pronunciadas dieron paso a una sonrisa que ella conocía muy bien.

—¡Por todos los infiernos, Natalia! —exclamó Alexander—. ¡La Luna Roja te ha vuelto guapa! ¡Y dicen que el gordito ha adelgazado! ¿Es que los portentos en esta ciudad nunca acaban?

* * *

No era allí donde quería estar.

Héctor combatía junto a los resucitados, luchaba junto a vampiros y demonios, trasgos y gigantes. Luchaba codo con codo con los habitantes de Rocavarancolia y ya no distinguía diferencia alguna entre esos espantos y él. Eran hermanos de luna, habitantes de la oscuridad. Era un ángel negro al fin, un monstruo más entre monstruos. Hizo estallar la estatua de un antiguo rey y luego decapitó con sus alas al engendro putrefacto que intentó ensartarlo con su tridente. ¿Había sido el día antes cuando Darío había llegado con Marina gritando en brazos? ¿Cómo era posible? El tiempo había dejado de tener sentido, los acontecimientos se precipitaban y él se veía forzado a seguir su ritmo.

Pero llegaba el final. Para bien o para mal todo estaba a punto de concluir. Y él no se encontraba donde debía estar. Miró por enésima vez a las alturas, a esa otra batalla que tenía lugar en Rocavaragálago. Allí estaban Darío y Hurza, sitiados por cientos de hechiceros; allí estaba Marina. Mientras miraba una de las torretas del edificio se resquebrajó y se vino abajo. Héctor apretó los dientes, furioso. Era allí donde debía estar, luchando por salvar a Marina. Pero Esmael tenía razón, habría sido un suicidio acercarse a la catedral roja.

—Si quieres ser de alguna utilidad, ahí abajo tienes una batalla en la que sí puedes participar —le había dicho el ángel negro tras interceptarlo cuando volaba de regreso al almenar.

La sorpresa de encontrar vivo a Esmael le había aturdido de tal forma que durante unos instantes sólo consiguió balbucear.

—Estás muerto —dijo finalmente.

—No, pero tampoco estoy vivo. Lo que me sostiene en este mundo es la magia primordial y pronto se extinguirá el hechizo —torció el gesto—. En el fondo no soy más que un espejismo. Un títere en manos de una loca —sonrió y le miró de arriba abajo. Los ojos le brillaban—. Por lo que veo ya has aceptado lo que eres. Apestas a magia. ¿Te dolió mucho traicionar tus principios?

La contestación que le vino a los labios fue un «Le dolió más a él»: una respuesta muy propia de un ángel negro.

—Fue sin querer —murmuró en cambio, aunque aquello no fuera del todo cierto—. No tenía intención de matarlo.

Esmael se echó a reír.

—Mi primera vez también fue por accidente —dijo—. La segunda la disfrutarás más, te lo aseguro.

—¡Esmael! —se escuchó entonces. En el cielo, entre la batalla salvaje que asolaba las alturas y ellos, había otro ángel negro: una mujer de belleza despiadada, el tipo de belleza por el que alguien podría asesinar o dejarse matar—. ¡Te necesitamos aquí, deja que el polluelo muera como le venga en gana! ¡Ya no es tiempo de lecciones!

—Lucha o muere —le dijo Esmael con una torva sonrisa antes de volar al encuentro de la mujer alada.

Tras un instante de vacilación, Héctor se había unido a la batalla de la planicie. Aquella locura la podía manejar, el infierno de magia que prendía fuego a las alturas le superaba.

Luchaban entre montoneras de esqueletos. La llanura entera estaba sembrada con los restos del primer ejército de Sedalar. Héctor se dejó llevar; era lo único que podía hacer, diluirse en aquel combate desquiciado e intentar no pensar en lo que ocurría en el cielo. Las alas del ángel negro se abatían sobre las tropas muertas de Hurza, sajando, destripando y mutilando mientras usaba la poca hechicería que sabía manejar para acabar con las estatuas. Contra los fantasmas poco podía hacer, salvo interceptar sus hechizos o sufrirlos cuando burlaban sus defensas.

Las sombras de Natalia también estaban allí, habían llegado poco después de que él se uniera a la contienda; llegaron en riada, abalanzándose sobre el enemigo convertidas en pesadillas aceradas. Durante un instante, creyó reconocer a la propia Natalia entre ellas, pero pronto la perdió de vista. También vio a un hombre lobo de pelo rojo que, sin motivo aparente, le resultó terriblemente familiar. Embestía contra sus adversarios con una furia desmedida.

Las arpías, los ángeles negros y otras criaturas aladas sobrevolaban la llanura, en duelo contra gárgolas y fantasmas. Adrián compartía cielo con ellos, a lomos de su dragón. Con una mano descargaba hechizos de consunción mientras con la otra hacía arder a los enemigos que contaban con carne en sus huesos.

Héctor dio un grito y se abalanzó contra dos muertos resucitados. Sí, la Luna Roja corría por sus venas; Rocavarancolia le había reclamado como suyo y él había aceptado. En aquel campo de batalla, Héctor estaba rubricando un nuevo contrato, otro que le ligaba en cuerpo y alma a aquella ciudad demencial.

Y de nuevo lo firmaba con sangre.

* * *

Había mil magos en el cielo, y el poder conjunto de todos ellos no conseguía arañar siquiera las defensas desplegadas por los fundadores del reino en torno al almenar. Allí se daban cita los más poderosos hechiceros que habían combatido junto a Sardaurlar. Allí paraban Arador Sala, el piromante, junto a Annais Perlaverde y Balear Bal, el demiurgo que a punto había estado de ser custodio de Altabajatorre. Allí estaban Bocafría y dama Esencia, dama Locura y Tara Dun… El duque Roído, Balacera, dama Agonía… Cientos de brujos, hechiceros y magos habían unido sus fuerzas para combatir a las dos criaturas que caminaban en lo alto de la torre.

Pero nada podían contra ellas.

Los cielos ardían. La magia era consumida a tal velocidad que la tormenta se concentró sobre la catedral; las nubes que le daban forma se comprimieron en torbellinos que giraban con tal virulencia que parecían querer atraer la Luna Roja a tierra. El almenar estaba rodeado de varias esferas de protección y eran pocos los sortilegios de las huestes de magos que lograban traspasarlas, además, los que lo lograban eran neutralizados con facilidad por Harex y Hurza. En cambio, los hechizos de ambos no tenían problema en atravesar las defensas del enemigo. De las esferas de magia concentrada que rodeaban la torre surgía una miríada de rayos de luz, un continuo juego de luces asesinas que se impulsaban hacia los hechiceros que cercaban el almenar.

Denéstor Tul, el difunto demiurgo de Rocavarancolia, también participaba en la batalla. Aunque denominar de tal manera a lo que estaba sucediendo en las alturas era un sinsentido; aquello no era una batalla: era una carnicería. Uno a uno los hechiceros del reino eran derribados del cielo. La magia de sus adversarios los hacía estallar o colapsaba sus mentes y apagaba sus conciencias, o paralizaba sus cuerpos o…

La muerte adoptaba mil formas sobre Rocavaragálago.

—Es imposible —le dijo al demiurgo un hechicero de barba negra. Era Ungra Tadeo, un mago rojo de indudable poder—. No hacemos la menor mella en sus defensas y mientras tanto esos malnacidos nos destrozan uno tras otro. ¿Para eso hemos vuelto a la vida? —preguntó desolado—. ¿Para ser humillados de nuevo?

Denéstor Tul no respondió, aunque mucho temía que así fuera.

El combate en la planicie estaba llegando a su fin. Las fuerzas enemigas se habían visto reducidas de tal forma que a duras penas encontraban los suyos engendros que combatir. De todos modos, Denéstor no se engañaba: aquella victoria no significaba nada. Si no tomaban los cielos no sería más que un espejismo. Una vez el ejército de dama Sueño abandonara el mundo de los vivos, Rocavarancolia pertenecería a Hurza y Harex.

Rocavaragálago debía caer.

* * *

No todos los resucitados participaban en la lucha.

Varios de los niños cosechados por Denéstor habían optado por eludirla y disfrutar de aquella prórroga de vida para vagabundear por la ciudad o volar por los cielos. No querían desperdiciar en batallas el escaso tiempo que la hechicería les había otorgado.

Una muchacha de ojos verdes a la que la Luna Roja le había concedido el don de la brujería y el dominio de las espadas se adentró en los restos de una vieja casona. Allí se había refugiado tras ser cosechada y allí había sido devorada por una alimaña. No necesitó mucho tiempo para encontrar lo que buscaba. La muñeca estaba en la misma mesita donde la había dejado, cubierta de polvo y telarañas.

La limpió con cuidado, con mimo, y, a continuación, se sentó en el suelo, acunándola despacio entre sus brazos.

Uno de los niños devorados por Roallen agitó las alas de gaviota que salían de su espalda y llegó hasta uno de los muchos obeliscos que se repartían por la ciudad. Se posó en su cúspide y miró más allá del faro, a la superficie tenebrosa que se mecía entre los barcos zozobrados y el horizonte. Respiró hondo y sonrió: nunca había visto el mar.

Comenzó a amanecer.

* * *

Arador Sala voló hasta el barrio en llamas y descendió al corazón del incendio que él mismo había contribuido a crear. El fuego volvió a la vida aun antes de que tomara tierra; lo hizo con violencia, como si hubiera reconocido a su creador y la emoción le desbordase. El piromante extendió ambos brazos, cerró los ojos y se dejó abrazar por las llamas. En unos segundos, el incendio buscó refugio en el cuerpo del brujo dejando tras él un caos de derrumbes, ceniza y edificios abrasados. Arador Sala comenzó a brillar, henchido de poder. Eran tales las fuerzas que recorrían su ser que él mismo no tardaría en ser consumido por ellas.

El brujo voló entonces hasta Rocavaragálago, convertido en una nova con forma humana. Consciente del poco tiempo que le quedaba, concentró toda su energía en un único golpe, una llamarada de tal potencia que debería haber reducido la catedral a escoria fundida. El torrente de llamas consiguió atravesar las protecciones de los dos hermanos y, por un instante, el piromante se permitió albergar esperanza. Al segundo siguiente el fuego quedó reducido a nada a un gesto de Harex. Luego, un hechizo de desastre desintegró a Arador Sala, llevándose también por delante a una de las arpías oráculo de Beteles.

* * *

Los magos seguían cayendo del cielo.

Harex y Hurza continuaban consumando la matanza, sin que se viera el menor atisbo de flaqueza en ellos. Harex luchaba con gesto imperturbable. No se permitía disfrutar de la masacre. Ya era bastante horrible tener que recurrir a la magia para enfrentarse a la magia, no pensaba cometer el abominable horror de solazarse con ello. El sólo era el instrumento de su propio odio, un escalpelo frío cuyo único cometido era extirpar la hechicería del tejido de la creación.

Hurza, en cambio, gozaba de cada instante. La magia restallaba en los cielos y le resultaba imposible no dejarse llevar por aquella locura inconcebible. De hecho, a veces, no podía contener las lágrimas. Con cada hechicero que derribaban recordaba una de las miles de muertes que había sufrido a manos de los aesín.

—No puede durar mucho más —escuchó decir a Harex—. El hechizo que los anima no tardará en desvanecerse. Regodéate, hermano. Esto está terminado.

—Ojalá no terminase nunca —deseó Hurza—. Ojalá durara para siempre…

* * *

Daba igual la fuerza con la que lucharan, daba igual la intensidad de la magia que ponían en liza: el almenar de Rocavaragálago era inexpugnable. Esmael rugió, furioso, mientras lanzaba el enésimo hechizo de consunción con el mismo vano resultado. Voló en torno a la torre, buscando algún punto débil en su estructura. Pero no había nada. Hasta la puerta que se había abierto en su fachada había desaparecido; en aquel momento las únicas aberturas que se veían en el edificio estaban bajo el almenar, dentro del sinfín de protecciones alzadas alrededor de la torre.

El ángel negro apretó los puños. Se negaba a consentir que aquella alimaña le venciera otra vez. No, no iba a derrotarlo de nuevo.

Vio cómo un lanzazo de oscuridad salía despedido de las manos de Hurza en dirección a dama Fiera. Esmael aceleró el vuelo y levantó un escudo entre la magia asesina y la mujer alada. El impacto los hizo retroceder en el aire.

—Muy impetuoso por tu parte, querido —le dijo ella cuando hubo recuperado el aliento—. Pero yo misma podía haber contenido ese ataque.

—No quiero verte morir otra vez —dijo.

Dama Fiera se echó a reír.

—Creo que es lo más romántico que has dicho jamás —hizo un gesto hosco—. Que sea la última vez que me salvas —le advirtió.

Antes de que Esmael pudiera replicar, escuchó una voz llamándolo a gritos desde la planicie. Se giró hacia allí. Una diminuta figura se aproximaba volando. Era una suerte de águila blanca, con cabeza medio humana y brazos bajo las alas. Un cambiante, sin duda. Los dos ángeles negros abandonaron la batalla para acercarse a él.

—¡Me envía Malazul, Esmael! —le gritó éste, sin aliento, mientras señalaba hacia la llanura. Ambos ángeles pudieron ver que la contienda allí ya había finalizado—. El rey llorica le ha desvelado el punto débil de esos bastardos —les informó y Esmael entrecerró los ojos al oír eso—. El cuerno, el cuerno de su frente —explicó el cambiante. Hablaba rápido, como si tuviera un tiempo limitado para transmitir la noticia—. Allí reside su alma, dice. Arrancádselos y los destruiréis, asegura.

Esmael se echó a reír. Aquella información no vaha nada. De los dos hechiceros que los estaban masacrando sólo uno tenía cuerno, pero aunque ambos hubieran contado con él nadie podría acercarse a ellos, no con toda esa magia en danza.

—Fastuosa noticia —dictaminó el ángel negro—. Consíguete una espada, cambiante, atraviesa ese infierno y córtale el cuerno tú mismo. La gloria será sólo para ti. Y a buen seguro que te levantarán una bonita estatua en la Rocavarancolia absurda de la soña… —calló de pronto, de manera brusca.

Estudió con atención la magia brutal que los dos hermanos habían convocado para proteger el almenar, los ojos entornados, la expresión atenta. Su mirada recorrió los campos de energía tras los que Harex y Hurza se resguardaban, con una concentración total, absoluta.

Después sonrió.

* * *

La batalla en tierra había acabado. No quedaban enemigos que abatir. Todavía se veía algún fantasma vagar por la llanura, pero éstos ya no hacían el menor ademán por continuar la lucha. Parecía como si hubieran perdido de pronto el interés por ella. Héctor se secó el sudor de la frente y echó a andar entre las montoneras de hueso. Se sentía perdido, sacudido por una honda sensación de irrealidad. En los últimos compases de la lucha se había olvidado hasta de su nombre.

—Te estoy diciendo que ésta es mi osamenta —oyó aseverar a un guerrero que mostraba a otro el esqueleto pelado que acababa de recoger del suelo—. Observa las cicatrices del antebrazo. Mordiscos de dragón en Almaviva. ¡Qué maravillosa paradoja sentir estos mismos huesos dentro de mi carne!

—Eres, ciertamente, una persona muy curiosa —le dijo el otro mientras observaba con expresión atenta la calavera que sostenía entre manos.

Héctor agitó la cabeza mientras se alejaba de aquel diálogo delirante. La planicie era un caos de huesos y cascotes, en el centro de aquel demencial campo de batalla se levantaban los colosos de Sedalar. Varios habían sufrido graves daños en las postrimerías de la batalla y ahora estaban reparándose con los restos más cercanos. Alrededor de los gigantes se había reunido una nutrida multitud, y entre ella distinguió un gran número de onyces. Natalia debía de estar cerca. Se encaminó hacia allí.

La lucha en el cielo continuaba. Las estelas de los magos caídos destellaban en la noche como estrellas fugaces. Estuvo tentado de pedir un deseo al ver relumbrar una de ellas.

—¡Chico! —escuchó cerca. Un guerrero se aproximaba a paso vivo en su dirección—. ¡Chico! —al principio no consiguió reconocerlo. Luego sus ojos y la arquitectura de su nariz le sirvieron para ponerle nombre: era Sexto Cala, uno de los ancianos del Panteón Real, aunque ahora contaba con un aspecto notablemente más joven—. ¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó—. ¿Estás vivo o eres de los nuestros?

—No lo tengo claro —murmuró el ángel negro con talante sombrío.

—¡Sonríe, diantre! —le espetó Sexto—. ¡La victoria nos ha concedido su gracia hoy! ¡Sonríe! ¡Ah, el maldito Argos ha tenido el honor de morir en batalla dos veces en el mismo día! ¡Rufián!

—Puede que tú corras pronto la misma suerte —apuntó Héctor—. Esto todavía no ha terminado —dijo mientras señalaba con la cabeza a la matanza que se seguía produciendo sobre Rocavaragálago. Mientras miraba distinguió una arpía cayendo en picado al mar de lava que rodeaba al edificio.

—Ni se te ocurra poner en duda nuestra victoria, muchachito, ni se te ocurra. ¡Ten confianza! Los nuestros encontrarán el modo de acabar con esas ratas. ¡Tenlo por seguro!

Héctor resopló y continuó su camino. La mayor parte de las criaturas con las que se cruzaba mantenían la vista fija en las alturas. Él mismo realizó buena parte del trayecto hacia los gigantes mirando al cielo.

El dragón de Transalarada aterrizó a su espalda con Adrián a cuestas cuando llegaba junto a Natalia y sus sombras. Las alas del monstruo batieron con fuerza y la temperatura subió varios grados. Hasta las onyces parecían exhaustas. La bruja se abrazaba a sí misma como si intentara contener los temblores que recorrían su cuerpo. Parecía en estado de shock. Se acercó a ella, sin prestar atención a la gente que los rodeaba. Natalia se estremeció al verlo llegar.

—Sedalar ha muerto —fue lo primero que le dijo. Y de pronto sonrió, como si esa noticia fuera tan maravillosa que no tenía más alternativa que compartirla cuanto antes con él. Héctor retrocedió un paso. Los ojos de la bruja estaban húmedos y mientras la contemplaba, aturdido, se echó a llorar, pero aquella sonrisa no se borraba de sus labios.

El ángel negro tuvo la impresión de que se desarmaba por dentro, notó que la garganta se le cerraba. Seda-lar Tul había muerto. El mago de la chistera. El niño al que Rocavarancolia había enseñado a sentir. Al final todos morían, había dicho en su primera noche en el torreón Margalar. Pero él no había aguantado hasta el final. Y Natalia seguía sonriendo.

—¿Por qué sonríes? —le preguntó. No era un nudo lo que tenía en la garganta, era un animal vivo y pulsátil—. Bruno ha muerto. Por favor, no sonrías… Por favor…

—Sedalar —dijo la bruja—. Se llamaba Sedalar —y a continuación añadió algo que sonó sumamente absurdo—: Y la luna no es una luna.

—Héctor —le llamó entonces el piromante. Su voz sonó estrangulada, pero él le ignoró. No podía dejar de mirar a Natalia—. ¡Héctor! —gritó Adrián de nuevo y fue tal la emoción encerrada en ese grito que no le quedó más remedio que prestarle atención.

El muchacho estaba llorando, lloraba a lágrima viva, sin poder ni querer contenerse. Y no era por la muerte del demiurgo.

El ángel negro miró en la misma dirección en que lo hacía el piromante. Contempló el pequeño grupo reunido ante Natalia, el mismo frente al que acababa de pasar sin prestar atención. Por un segundo no los reconoció. Y cuando lo hizo sintió que el corazón le fallaba. Se tambaleó, sofocado por la irrealidad de todo aquello. Aquel gigante era Ricardo. Ricardo, su amigo muerto en la plaza, su amigo atravesado por una espada rota. A su lado estaba Alexander, con una sonrisa lobuna en los labios, una espada en la mano de acero verde que parecía forjada a propósito para él y aspecto de tenerlo todo bajo control. Rachel también estaba allí, vestida con una armadura oscura y con dos cimitarras a la cadera. Junto a ellos había un muchacho negro, un extraño que no lo era tanto. Y dos lobas, una era Maddie, por supuesto, el pelaje rojo la delataba, y la otra sólo podía ser Lizbeth, pero era una Lizbeth nueva, perfecta y hermosa. Héctor sintió que las piernas le fallaban. No estaba preparado para eso. Nada le habría preparado jamás para ello.

Y, sin poder evitarlo, cayó de rodillas al suelo.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Alexander, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Se sigue cayendo! ¡Tiene alas y se sigue cayendo! ¡Ni la Luna Roja puede conseguir que se mantenga en pie!

—Alexander, por amor del cielo —dijo Ricardo. Su voz era sonora, rotunda, y Héctor pensó que si las montañas hablaran lo harían con una voz parecida a la suya—. ¿Ni muerto vas a parar de hacer bromas?

—¡Métete con alguien de tu tamaño, enano! —le espetó el pelirrojo.

Héctor, desde el suelo, desplegó las alas y, de una sola sacudida recuperó la vertical. Miró a sus amigos, más allá del asombro. No articuló palabra alguna. No existían las que ahora necesitaba, no había verbo, sustantivo ni adjetivo que pudiera usar para recibir a aquellos a los que no había esperado ver jamás. Echó a andar hacia ellos. Adrián fue tras él. Y allí, en mitad del campo de batalla, al amparo de los gigantes de hueso de Sedalar y de la luna que no era tal, la cosecha de Samhein, la última cosecha de Denéstor Tul, se fundió en un abrazo imposible.

—Te prometí llevarte a casa —dijo Alexander, sus ojos verdes fijos en los de Adrián—. Lo siento… No pude cumplir mi promesa. Me habría gustado hacerlo, pero no fui capaz…

Andras Sula sonrió. Las lágrimas seguían rodando por sus mejillas. Le resultaba extraño sentir el contacto del agua en su piel. Se había acostumbrado demasiado pronto al fuego.

—Me salvaste —le dijo al pelirrojo—. Nos salvaste a todos. Sin ti no habríamos entrado en la torre Serpentaria. Sin ti no habríamos tenido la magia y sin ella estaríamos todos muertos… ¿Y llevarme a casa, dices? —sonrió—. ¿Dónde crees que estoy?

Durante unos instantes el mundo a su alrededor se borró. No había espacio para nadie más que no fueran ellos. Los poderosos brazos de Ricardo, acuclillado, los abarcaban a todos, y más allá no había nada. La noche se rompía sobre Rocavaragálago, Rocavarancolia llegaba a su fin, pero en aquellos momentos nada importaba. Rachel se abrazó a Héctor y sentir contra sí aquel cuerpo que él mismo había transportado hasta el cementerio fue tan sobrecogedor que el llanto le pudo.

—Ya ha pasado, ya ha pasado… —le dijo la muchacha al oído—. Ya acaba todo. Y va a salir bien. Porque os lo merecéis. Porque es así como debe ser. Porque por una vez en esta maldita ciudad tiene que haber justicia.

De pronto las dos lobas se apartaron del grupo y comenzaron a gruñir. Alguien se aproximaba desde la ciudad, con la vista puesta en Rocavaragálago. Era un hombre y estaba llorando. Eso fue en lo primero en que se fijó Héctor. No en su cara, ni en el traje y la capa que vestía, tan manchados de barro y sangre que era imposible distinguir su color; ni siquiera miró las máscaras que llevaba, una en cada mano, blanca una y negra la otra: sólo tuvo ojos para aquellas lágrimas. Se dijo que si no dejaba de verterlas de tal manera pronto erosionarían su rostro, borrando de él toda expresión, como si fuera uno de los cosechados de Rocavaragálago.

—Lexel… —dijo Adrián, contemplando al hechicero que llegaba.

Al oír aquel nombre, el aludido miró al grupo por primera vez. Los estudió largo rato, a ellos y a los gigantes bajo los que se resguardaban. Luego, sin mediar palabra, continuó la marcha. Parecía dirigirse al castillo.

Natalia le salió al paso.

—¿Quién ha ganado? —le preguntó mirándolo a él y a las máscaras que portaba.

—¿Acaso importa? —contestó el Lexel mientras seguía su camino, con andar lento, desolado—. Mi hermano ha muerto —anunció.

Lo vieron alejarse arrastrando sus pasos entre las montoneras de huesos y los resucitados.

Una voz desagradable carraspeó a sus espaldas. Alguien había aprovechado la distracción que había representado el Lexel para acercarse a ellos. Era Esmael, el ángel negro había tomado tierra a unos pasos de distancia y los contemplaba con una mueca desdeñosa. La mayoría todavía tenía húmedos los ojos.

—Acabad con vuestros lloriqueos, por favor —les pidió—. Os necesitamos para resolver esto de una vez por todas. Tenemos magos que matar.

* * *

Alrededor de la catedral roja lo imposible alcanzó un nuevo grado. Al albor de la magia, el cielo se llenó de fractales, de enloquecidas figuras geométricas que se plegaban y desplegaban; a través de las quemaduras que la magia practicaba en la noche se alcanzaba a distinguir el entramado que daba forma a la realidad, allí se vislumbraba el espejismo que se oculta en los copos de nieve, la pauta común de las telarañas, el embrujo de la matemática y la música, el misterio de la luz y las tinieblas…

Hurza jadeaba, ahíto de poder, embriagado por la hechicería. Sus manos, su ser, su misma alma vibraba en sintonía con aquel espectáculo de luces y tramas. Las huestes de Rocavarancolia podían haber vencido la batalla de la planicie, pero su victoria quedaría en nada en cuanto terminara el combate en los cielos. Y quedaba poco para que eso ocurriera.

De la llanura brotó lo que el Comeojos tomó por una llamarada negra. Era un cuajaron de oscuridad, una erupción de tinieblas que rugía sobre el mundo y la tormenta en dirección a Rocavaragálago. Eran las onyces de la bruja, comprendió, unidas para formar un coloso. El nigromante enfocó su poder a través de las joyas de la Iguana, canalizó varios hechizos ardientes, trenzó relámpagos y maldiciones y luego dejó que salieran despedidos hacia aquella amalgama de sombras.

La magia volatilizó la primera capa de onyces e hirió de muerte a las que se ocultaban debajo. El cuerpo principal siguió su ascenso, dejando tras de sí una estela aceitosa. El Comeojos entrevió algo oculto en aquel leviatán negro. Atacó de nuevo y de nuevo las sombras se desintegraron consumidas por la magia. Entonces pudo ver lo que ocultaban.

Era el dragón, el dragón del piromante viajaba en el corazón de las onyces, con el brujo encaramado a su lomo y un gigante sentado tras él. Pronto hasta la última sombra que escoltaba a la bestia quedó reducida a una mancha grasienta en la tormenta, pero el dragón continuó su ascenso. El piromante se inclinó sobre la bestia que montaba y Hurza vislumbró el destello de un hechizo que fue a morir en la primera barrera que protegía el almenar. Se centró en el dragón. La resistencia de aquellos engendros a la magia era bien conocida, pero sus hechizos eran demasiado poderosos como para que eso supusiera alguna diferencia. Juntó las manos mientras murmuraba un hechizo de desastre. Le dio forma y lo disparó hacia la criatura que ya había salvado la mitad de la altura de Rocavaragálago. El piromante intentó levantar una barrera de protección, pero el sortilegio la atravesó como si no existiera.

Hurza sonrió al ver cómo el ala izquierda del dragón volaba en pedazos mientras el muchacho que lo cabalgaba salía despedido, envuelto en sangre, humo y llamas. El segundo jinete se incorporó en aquel cuerpo que comenzaba a caer, se dio impulso y saltó hacia la torre. Por un instante, Hurza pensó que aquel loco pretendía salvar la distancia que los separaba con la simple potencia de sus piernas, luego se dio cuenta de que los hechiceros del enemigo habían anclado sortilegios de vuelo en él. De nuevo invocó a su poder y al de las joyas de la Iguana, y se dispuso a volatizar a aquel coloso resucitado.

* * *

En las sombras se escondía un dragón, en el dragón un gigante…

* * *

Ricardo volaba hacia la alta torre de Rocavaragálago. Sabía que se dirigía a la muerte, pero poco le importaba. ¿Por qué iba a hacerlo si ya estaba muerto? No había rastro de miedo ni inquietud, sólo quedaba espacio para la euforia. Su muerte, esta vez, sí marcaría la diferencia; su sacrificio, esta vez, tendría sentido.

El muchacho vio los hechizos de negrura que volaban a su encuentro. Buena parte de su cuerpo estaba recubierto de runas protectoras. Los magos de dama Sueño le habían preparado para resistir el mayor tiempo posible la magia de Harex y Hurza. No le habían engañado al respecto, los sortilegios inscritos en su piel se limitarían a conseguirle unos pocos segundos de vida.

El gigante que había sido Ricardo sonrió, dispuesto a disfrutarlos al máximo. Las saetas negras le desgarraron la carne y frenaron su vuelo, pero no lo detuvieron. El dolor era inhumano, una explosión de agonía que se transmitía a cada una de sus células. A pesar de ello, su sonrisa no flaqueó. Estaba allí, volando hacia un cielo abierto en canal. Estaba en la cima del mundo y la realidad entera contenía la respiración. Ricardo había sido grande en sus sueños, un héroe capaz de las más portentosas hazañas, en sus sueños había salvado mundos y universos, en sus sueños había sido aclamado una y otra vez.

Pero ni siquiera en ellos había podido imaginar lo enorme que iba a ser en su momento final. Y, francamente, poco le importaba estar salvando al mundo, al universo o a la creación entera; poco le importaba que con su sacrificio estuviera colaborando en salvaguardar la magia o a conseguir que la ciudad de la soñadora se hiciera realidad. Estaba dando la vida por sus amigos.

Y no podía haber mayor gloria que ésa. Ninguna.

En el almenar, Hurza preparaba una nueva andanada de magia y Ricardo sólo necesitó verla para saber que no sobreviviría a ese nuevo hechizo. Había llegado el momento. Se llevó la mano a la espalda. Aferrada a su cuello estaba Rachel. La muchacha neutra, la joven inmune a la magia. Su enorme puño se cerró en torno a su cintura. Ella sonreía, tan eufórica como él. Cuando la magia asesina llegaba a su encuentro lanzó a Rachel hacia el hechicero, con la misma potencia y precisión con la que había arrojado las lanzas en el patio del torreón Margalar.

Vio a su amiga volar hacia el almenar y supo que lo había conseguido. Luego la magia lo borró del mundo. Y se fue con una sonrisa en los labios.

* * *

Rachel reía a carcajadas mientras el impulso de Ricardo la llevaba por los aires. Siempre había querido volar.

—Más alto, más alto, más alto… —susurraba al viento.

* * *

En el gigante una niña…

* * *

Hurza contempló morir a Ricardo justo después de que éste lanzara a la muchacha que había aparecido de la nada en su mano. Había algo allí que no alcanzaba a entender, algo oculto. Invocó por enésima vez la magia de las joyas y descargó un torrente de hechicería maligna sobre la joven. El Comeojos vio cómo la magia la atravesaba sin hacerle el menor daño. Y la vio traspasar después las barreras de contención del almenar una a una, como si éstas no fueran más que aire. Fue entonces cuando la reconoció: era la muchacha inmune a la magia. Sólo la primordial la afectaba, pero no había tiempo de recurrir a ella. Enseñó los dientes y se dispuso a zanjar aquel inesperado ataque con la fuerza física. Rachel ya llegaba, sin dejar de reírse. Se revolvió en el aire, más rápido de lo que Hurza habría podido imaginar y enarboló el arma que había llevado oculta tras ella.

—¡Abracadabra! —gritó mientras volaba al encuentro de la muerte.

* * *

Y en la niña una espada.

* * *

Rachel amagó un ataque hacia Hurza que no llegó a consumar. El nigromante, de un solo golpe, atravesó la coraza, la carne y el corazón de la joven. Ella dio una sacudida y, en su último aliento, todavía con la risa en los labios, soltó el arma que empuñaba: la espada de Darío. Esta, al verse libre, se aprovechó de la inercia del último movimiento de Rachel para buscar el blanco vivo más cercano. Hurza no tuvo tiempo ni modo de reaccionar a aquella maniobra. Su atención estaba fija en la niña muerta, no en el arma que ésta había soltado en su último estertor. Cuando se dio cuenta, ya era tarde. La espada se hundió en su frente y con un brutal movimiento arrancó el cuerno y parte del cráneo del hechicero.

El nigromante no llegó a caer. Quedó en pie, más allá de la incredulidad. Lo habían matado. El mundo se apagaba y la oscuridad voraz de nuevo le saltaba encima. La vida se le iba, era un simple cuerpo sin alma, un ser vacío que caía, irremisiblemente, hacia la nada.

Lo último que vio fue a Harex, volando hacia él.

El primer rey de Rocavarancolia, el fundador del reino, tomó entre sus brazos el cadáver de Hurza antes incluso de que éste se desplomara. No era la primera vez que sostenía a su hermano muerto. Contempló aquel rostro pardo con desgana. No sentía dolor ni pena. Aquel cuerpo vacío no era más que un instrumento, un vehículo agotado al que nada le ligaba.

A un gesto del hechicero el cuerno que contenía el alma de Hurza voló a su mano. Lo guardó en un bolsillo del pantalón desastrado que vestía. A continuación intentó hacerse con la tiara que adornaba la cabeza del cadáver. Ni siquiera logró moverla. Permanecía encajada con firmeza al cráneo, como si formaran una única pieza. Las joyas de la Iguana no le reconocían ninguna potestad sobre ellas, pero él no podía saberlo. No se preguntó más al respecto, simplemente se levantó, con el cadáver de Hurza en brazos, y se acercó al borde del almenar.

Los magos supervivientes habían vuelto a la carga, tal vez pensaran que con su hermano muerto el curso de los acontecimientos iba a ser distinto, tal vez tuvieran la esperanza de que al enfrentarse ahora sólo a él la victoria les resultaría más fácil. Se equivocaban. Harex dejó caer el cuerpo que había habitado Hurza desde lo alto del almenar y observó cómo se hundía en el foso de Rocavaragálago.

Se frotó las manos. Las distintas esferas que contenían los ataques del enemigo se mantenían firmes en torno al almenar. La tormenta bramaba. La Luna Roja, clavada en el cielo, parecía flotar entre los relámpagos, ajena a lo que ocurría en aquella ciudad minúscula. Harex retomó la tarea de matar magos.

* * *

—Es imposible… —dijo Denéstor. Hurza podía haber muerto, pero nada había cambiado. Estaban en la misma situación en la que se habían encontrado unos instantes antes, exactamente en la misma. Nada hacía mella en las barreras del hechicero—. ¿Qué es esa cosa? —se preguntó.

Y como si hubiera escuchado su pregunta, el mago contra el que combatían alzó la voz desde lo alto de Rocavaragálago.

—¡SOY HAREX! —exclamó—. ¡SOY EL PODER Y LA GLORIA! ¡DE MI SANGRE NACIÓ LA MAGIA! ¡NO TENÉIS NINGUNA OPORTUNIDAD! ¡NO SOIS NADA! ¡NADA!

Con cada palabra un hechicero caía. Los ataques de Harex se habían vuelto más virulentos todavía, como si quisiera suplir así la ausencia de su hermano. El cielo, poco a poco, se fue quedando vacío.

Héctor en esta ocasión había acompañado a los magos en el ataque. Pero no podía hacer otra cosa que mirar horrorizado. La mujer ángel negro que acompañaba a Esmael le indicó con un gesto que se apartara y él obedeció. Mientras se retiraba para ponerse fuera del alcance de los latigazos de magia que emergían de la torre, vio moverse algo tras Darío.

Aguantó la respiración, incrédulo. Era Marina. Acababa de aparecer por una de las aberturas del techo, a espaldas del hechicero. Empuñaba la espada verde de Ujthan y la guarda era tan grande que necesitaba de ambas manos para abarcarla. Harex no se había percatado de su presencia.

—¡La espada! —exclamó Denéstor, incrédulo, al reconocer el arma que portaba la vampira—. ¿Por qué tiene la niña esa espada? ¿De dónde la ha sacado?

—¿Qué ocurre con ella? —pregunto dama Fiera.

Esmael soltó una carcajada.

—Ocurre que nos va a dar la victoria —contestó con una sonrisa voraz en los labios.

Estaba hecho. Iban a vencer. Ujthan debía de haber muerto y lo había hecho sin que aquella espada estuviera anclada en su cuerpo: sólo así podía haber quedado desvinculada de él. Y era más que probable que la vampira ni siquiera conociera la naturaleza del arma que empuñaba. A veces el destino pende de la más inesperada de las casualidades.

—Tenemos que evitar que la descubra —dijo Esmael—. Tenemos que darle la oportunidad de acercarse a él —el demiurgo asintió—. ¡A la carga! —gritó—. ¡Al asalto! ¡Rocavarancolia! —llamó—. ¡No os dejéis nada! ¡Ya descansaremos en la otra vida! ¡Cargad! ¡Cargad! ¡CARGAD!

Los hechiceros arremetieron contra la barrera. La última carga de la vieja guardia de Rocavarancolia. La magia rugía en las alturas, la hechicería hacía temblar el mundo. Héctor se quedó donde estaba, contemplando a Marina acercarse, despacio, a aquel hechicero demente.

—¡SOY HAREX! —gritaba éste mientras continuaba la masacre—. ¡YO SOY LA MAGIA!

Marina estaba ya muy cerca. Héctor la vio blandir el arma y comenzar a alzarla. Por un momento, temió que flaqueara, que le faltaran fuerzas o el ánimo necesario para atacar por la espalda a alguien a quien, hasta hacía bien poco, había considerado un amigo. Si tuvo las dudas, las resolvió en un segundo; en un movimiento acelerado la vampira proyectó el arma hacia delante y atravesó al trasgo con tal violencia que la hoja apareció, reluciente de sangre, a través de su vientre. Los resplandores que rodeaban al mago se desvanecieron al momento. Harex quedó inerte, ensartado en el arma. Fue como si alguien hubiera apagado un interruptor. Las barreras de protección y los hechizos defensivos dispuestos alrededor del almenar se disiparon. Hasta la tormenta pareció vacilar.

—¡Deteneos! —gritó Denéstor, temeroso de que en el arrebato de la refriega algún hechizo alcanzara a la muchacha.

La vampira soltó la espada y retrocedió un paso, horrorizada por lo que acababa de hacer.

Harex contemplaba la hoja que le salía del vientre. El dolor era brutal, pero eso poco le importaba. Había convivido durante siglos con la agonía. Lo realmente terrible era que la magia le había abandonado, aquella espada le había succionado hasta el último poso de ella. Estaba vacío, indefenso, como en el principio de los tiempos, cuando los aesín comenzaron a darle muerte una y otra vez. Siempre había acabado encontrando el camino de regreso, siempre lo había hecho… No tendría esa opción ahora. En esta ocasión, comprendió, no escaparía de la tumba.

—Soy Harex, soy la magia. No puedo caer así… —murmuró mientras se giraba tambaleándose para ver quién le había matado—. Soy… —mientras se daba la vuelta, su conciencia parpadeó, se hizo nada. Y fue sustituida por esa otra esencia que había permanecido arrinconada en lo más profundo de su ser—. Soy Darío —anunció, contemplando, moribundo, el rostro de Marina.

—¿Darío? —preguntó ella, dubitativa. El estupor dio paso a la esperanza. Se abalanzó sobre él, con un hechizo de curación ya dispuesto en la punta de los dedos. El trasgo encontró fuerzas para sujetarla de la muñeca e impedírselo.

—No lo hagas —su voz estaba quebrada, rota; su voz reflejaba a la perfección el daño que aquella espada había causado—. Sigue aquí. Lo tengo dentro. Se remueve, aturdido, furioso… Puede volver en cualquier momento.

—Perdóname… —Marina rompió a llorar. Pero no eran lágrimas lo que corría por sus mejillas: era sangre, la sangre del náufrago, la sangre de Ujthan, la del propio Darío—. Perdóname, por favor, perdóname… Tenía que hacerlo. Tenía que matarte… Tenía que parar esto.

—No me has matado —le aseguró él, con la espada firme en las entrañas—. Ha sido Hurza. Hurza me mató y metió un monstruo en mi cuerpo. Acabas de salvarme. Me has liberado —y a las puertas de la muerte alargó la mano para acariciar el rostro de la joven.

De pronto Marina se echó hacia delante, tomó la cabeza del trasgo entre sus manos y le besó. Darío se dejó arrastrar por sus labios. El dolor dejó de existir. La vida era aquello, la vida, toda su vida, quedaba reducida a ese momento, a ese instante imposible. ¿Por qué no? Eligió los segundos mínimos en que sus bocas se unieron para definir su existencia. No era un beso, era un epitafio. Un epitafio que afirmaba que, pese a todo, había merecido la pena vivir.

Entonces regresó Harex.

El trasgo abrió los ojos. Marina, por instinto, apartó la boca de aquellos labios que ya no besaban y buscaban morder. Harex la aferró de la cintura y la empujó contra la espada que le perforaba el vientre. La hoja atravesó de parte a parte el tórax de la vampira.

—No voy a morir solo —anunció aquella cosa y, manteniendo sujeta a la muchacha contra el arma que lo mataba, se dejó caer del almenar.

* * *

Héctor los vio precipitarse al vacío. Rompió a volar hacia allí, en un movimiento tan acelerado que un calambre de puro dolor se transmitió por su espalda. Ni eso le detuvo. El tiempo se frenó en Rocavaragálago. Los veía caer despacio, lentamente, como si dispusieran de toda la eternidad para cubrir la distancia que los separaba de la lava. Pero daba igual lo lentos que cayeran en su imaginación, Héctor no era lo bastante rápido. Todavía le faltaban veinte metros para llegar a ellos cuando el foso les salió al encuentro.

Héctor gritó y su grito fue tan desgarrador que fue como si hasta aquel instante nadie hubiera gritado jamás en toda la creación, como si desde el inicio de los tiempos todo hubiera estado sumido en el más absoluto silencio.

Entonces llegó Esmael. Tomó a Marina de la cintura, mientras, con un giro imposible de sus alas cercenaba las manos que la mantenían apresada y la desclavaba de la espada. Harex desapareció en la lava al mismo tiempo que el ángel negro comenzaba a ganar altura con la vampira en brazos. Las salpicaduras de fuego líquido que volaron a su alrededor adoptaron la forma de una garra extendida, desesperada por conducirlos a su seno.

Luego, tras aquella furiosa erupción, la lava quedó en calma.

* * *

—Eres demasiado lento —le espetó Esmael cuando llegó hasta él—. Por los dioses oscuros, vas a ser el ángel negro más patético que ha existido nunca —auguró mientras le tendía a Marina.

Héctor tomó a la muchacha entre sus brazos. La herida de su vientre había desaparecido, curada por Esmael. No podía dejar de mirarla. El milagro de aquel cuerpo contra el suyo le desbordaba. Esa era la única magia que en verdad le importaba.

Marina abrió los ojos.

—Ha muerto… —se limitó a decir. Tenía la cara manchada de sangre. Intentó limpiársela, pero sólo consiguió extenderla más por su rostro.

—Ha muerto —le confirmó él.

—Y nosotros hemos vencido —murmuró Esmael con desgana—. Y justo ahora empiezan a tirar de nuestras cuerdas. Quienquiera que maneje nuestros hilos pretende guardarnos ya en la caja —sentía removerse en su interior las corrientes del olvido. Contempló a Héctor y a la vampira—. Nuestro tiempo termina y ahora llega el vuestro —les anunció—. Espero que seáis conscientes de la responsabilidad que conlleva.

Héctor lo miró dubitativo un momento, como si no supiera de qué estaba hablado. A continuación asintió. Esmael soltó un bufido descreído.

—¿Dónde quedó el implacable Señor de los Asesinos de Rocavarancolia? —preguntó dama Fiera con tono mordaz a su espalda.

—La última vez que lo vi iba de cabeza a la lava —contestó Esmael sin mirarla. Luego alzó la vista para contemplar la Luna Roja. Aquella esfera escarlata los observaba desde lo alto, indiferente a lo ocurrido allí. Respiró hondo, se llenó los pulmones de aquel aroma a Rocavarancolia y matanza que tanto admiraba. Sonrió. Las fuerzas a las que habían burlado esa noche continuaban reclamando lo que ya era en definitiva suyo. No sabía cuánto tiempo les quedaba, pero no podía ser mucho—. Hay una última cosa que me queda por hacer —dijo—. ¿Me acompañas, dama Fiera? —preguntó—. Será algo digno de verse, te lo aseguro.

—Creo saber qué tienes en mente —dijo ella, con una sonrisa picara.

—Claro que lo sabes —le confirmó él—. ¿Por qué crees que he participado en esta charada? ¿Sólo por el placer de combatir en una última batalla? —rompió a reír.

Echaron a volar, sin palabras de despedida para la pareja que dejaban atrás, sin una última mirada siquiera. Héctor y Marina quedaron abrazados en el aire, rodeados de hechiceros. De pronto una vorágine de onyces voló en torno a ellos. Sobre la mayor de todas ellas cabalgaba Natalia.

—Lo hemos conseguido —dijo cuando llegó hasta ellos—. ¿Lo podéis creer?

—No —contestó Marina—. No puedo creerlo —sus ojos contemplaron el foso de lava que a punto había estado de devorarla con expresión inescrutable—. Vámonos de aquí, por favor. No soporto estar cerca de esa catedral…

* * *

Una sombra se cernió sobre la cabeza de dama Desgarro. La custodia del Panteón Real escuchó un fuerte batir de alas y antes de que supiera lo que estaba ocurriendo alguien la arrastraba por los cielos. Le resultaba imposible ver de quién se trataba. Su ojo giraba enloquecido en su órbita.

—¿Esmael? —alcanzó a preguntar.

—No, Desgarro —oyó que le contestaba una voz femenina—. Soy dama Fiera. Ya lo ves. Esmael y yo deberíamos estar aprovechando el tiempo que nos queda en alguna actividad más gratificante pero aquí me tienes: recogiendo pedazos de carne muerta.

La mujer alada enfiló veloz hacia el castillo con la cabeza entre las manos. Entró como una exhalación por una de las ventanas del salón del trono, dejando a su paso un enloquecido agitar de cortinajes. Esmael estaba allí, de pie en el centro de la sala, contemplando fijamente el trono. Se giró hacia ellas en cuanto las oyó entrar. Estaba más hermoso que nunca. La muerte y la batalla lo habían vuelto, simplemente, perfecto.

—Qué feliz encuentro —dijo mientras les hacía una pequeña reverencia—. Mi querida dama Desgarro, ¿me engañan mis moribundos ojos o habéis crecido desde la última vez que tuve el placer de veros?

Dama Fiera rio.

—Yo también me alegro de verte, Señor de los Engreídos —murmuró dama Desgarro—. Por extraño que pueda parecer, te he echado de menos.

Ahora le tocó a Esmael el turno de reír:

—Vamos, no perdamos tiempo —dijo—. Siento cómo el olvido tira de mí. Llega la muerte verdadera. ¿La notas, Fiera?

—Llevo en su umbral treinta años —contestó ella mientras dejaba la cabeza de dama Desgarro sobre la mesa del Consejo Real—. Ya va siendo hora de pasar al otro lado.

—Después de tanto tiempo de batallar, después de tanta sangre, llega el final —el ángel negro sonrió—. Y qué vida hemos llevado, por todos los infiernos, qué vida… Ha sido gloriosa, ¿no es así?

—Lo ha sido —asintió ella. Se acercó a él—. Ha sido magnífica, Esmael. Nuestra vida y lo que hemos hecho aquí esta noche. Rocavarancolia ha resucitado.

—Te equivocas —dijo y soltó otra carcajada—. Rocavarancolia también muere esta noche. Rocavarancolia muere con nosotros. Tal y como quería esa maldita soñadora. Dama Sueño ha vencido. Nos ha vencido a todos.

Dama Desgarro no podía dejar de mirarlos. Sabía para qué la habían llevado allí. No necesitó ver a Esmael echar a andar hacia el trono sagrado para saber lo que venía a continuación. A medio camino el ángel negro extendió las alas, transformándolas en una suerte de majestuosa capa. Su sombra se proyectaba inmensa contra los tapices arruinados de la sala. Se giró ante el trono cuando llegó a él. Su rostro había adoptado una solemnidad tremenda. Los tentáculos acerados del asiento negro temblaban ante su presencia.

—Te aseguré que algún día me sentaría en este trono —señaló Esmael.

—Y yo te dije que daría mi vida por verlo —le recordó dama Desgarro.

—Por suerte para ti, eso no será necesario —dijo él.

A continuación, sin apartar la vista de ella, con calculada lentitud, se sentó en el trono de Rocavarancolia. Los tentáculos se estremecieron y por un instante una sombra de duda nubló el rostro del ángel negro. Pero luego, los tentáculos comenzaron a retraerse, a enterrarse en la piedra. Desaparecieron en ella.

Y en Rocavarancolia hubo nuevo rey.

No hubo fanfarrias que lo anunciaran, ni gritos de júbilo, sólo la sonrisa de satisfacción de Esmael, la risa de dama Fiera y la sincera admiración de dama Desgarro.

—Un ángel negro rey —anunció.

—El primero de la historia —dijo él. Luego se inclinó en el trono—. Cuéntaselo a todos, dama Desgarro. Diles que fui grande. Que no me olviden. Diles que regresé de la muerte para reclamar lo que era mío. Cuéntaselo a todos. Haz que me recuerden.

—¿Y si guardo esto para mí? —le preguntó ella—. ¿Y si decido que esto no ha sucedido?

No vio vacilación alguna en el ángel negro. El rey de Rocavarancolia se limitó a reír, sentado en aquel trono majestuoso.

—Lo contarás, dama Desgarro. Claro que lo harás.

—Por supuesto que lo haré —concedió. No tenía sentido negarlo—. Lo haré porque tienes razón y soy blanda y patética y porque te lo has ganado —luego se obligó a adoptar un tono de seria reverencia—: Que los dioses oscuros os guarden, Su Majestad Esmael, que os guarden a vos, el primer rey ángel negro de Rocavarancolia. No seréis olvidado, lo juro.

Esmael respiró hondo y, afianzado en los brazos del asiento real, contempló con ojos relucientes el salón que tenía ante sí, en su imaginación lo vio repleto de súbditos que proclamaban su gloria, de engendros y monstruos que le ovacionaban. Escuchó su nombre brotar de miles de gargantas, convertido en grito, en historia, en leyenda.

El rey de Rocavarancolia miró a dama Fiera. Estaba hecho. Ya no había por qué esperar más. Ella comenzó a sonreír. Y, a mitad de su sonrisa, ambos se desvanecieron, dejando en la estancia la sombra y el eco de su grandeza.

* * *

Tomaron tierra junto a los gigantes de Sedalar, muy cerca del dragón de Transalarada. La enorme bestia yacía de costado y respiraba con dificultad. Andras Sula había conseguido salvarlo, el piromante se había sobrepuesto a sus propias heridas para frenar la caída del monstruo y conducirlo a tierra. Aun así, el daño causado por la magia de Hurza era realmente severo.

Adrián estaba sentado cerca del dragón, tan agotado como el resto. Ni una sola llama se veía ahora en su cuerpo, sólo una expresión de infinito cansancio. Acuclillado a su lado estaba Alexander, el pelirrojo mantenía los brazos alrededor de Maddie mientras la loba no dejaba de lamerle la cara. Lizbeth estaba echada a los pies del piromante y aunque intentaba mantener los ojos abiertos, éstos se le cerraban, como si le estuviera ganando un profundo sopor. El muchacho llamado Marco se encontraba algo alejado del resto. Natalia se acercó a él y, sin mediar palabra, le tomó de la mano y lo condujo junto a los demás.

Héctor y Marina se sentaron en el suelo, apoyados el uno en el otro. Aquella larga noche había terminado, aunque pasarían días hasta que se recuperaran por completo. En el este comenzaba a ascender el sol, un sol sin fuerzas, un sol mínimo, pero su luz, al menos, ya lograba compartir espacio con la sanguínea claridad de la Luna Roja.

Denéstor Tul, el hombrecillo gris que los había sacado de la Tierra se acercaba con paso lento a ellos tras examinar al dragón. Junto a la enorme bestia había varios hechiceros, lo bastante poderosos como para conseguir que sus sortilegios funcionaran en la criatura. Mientras Denéstor se acercaba, uno de los magos dio un paso atrás y, sin previo aviso, se desvaneció en el aire.

—El dragón sobrevivirá —les aseguró el demiurgo. Sonrió a los muchachos allí reunidos, tanto a los vivos como a los muertos. Una profunda emoción lo embargaba, una emoción devastadora que en nada tenía que ver con aquel vacío que tiraba de su espíritu hacia el más allá—. Cuando os traje no podía ni imaginar de lo que ibais a ser capaces —dijo—. Sois la mejor cosecha que ha tenido nunca el reino. Habéis salvado Rocavarancolia. Y nos habéis salvado a nosotros. No hay manera de agradeceros eso.

—Ojalá hubiéramos podido salvarlos a todos —murmuró Natalia, abrazada con fuerza al báculo de Sedalar.

—Ahora depende de vosotros que su sacrificio no haya sido en vano. Es… —El tiempo se le acababa, notó cómo su alma, su esencia, comenzaba a deshilacharse—. Aquella tarde en la plaza, me preguntaste cuál era el valor de un reino construido sobre pilas de niños muertos —le dijo a Natalia—. No te respondí entonces, te respondo ahora: no vale nada, no puede valer nada —Denéstor Tul, el último custodio de Altabajatorre comenzó a desaparecer, pero aún tuvo tiempo de añadir una última frase—: no lo olvidéis jamás.

Al mismo tiempo que el demiurgo desaparecía, Lizbeth se incorporó de un brinco, abrió los ojos de par en par y lanzó un corto aullido. Su mirada centelleaba, como si estuviera contemplando algo maravilloso, algo que hasta entonces había estado oculto a su vista y que se le mostraba al fin. La más radiante felicidad se vislumbró en su faz mientras se desvanecía en la nada. Y quizá no fue más que un nuevo delirio en aquella noche demencial, pero mientras lo hacía creyeron escuchar la risa de Rachel en el aire.

Los supervivientes del ejército de dama Sueño se iban diluyendo. Su esencia regresaba al vacío, algunos se transformaban por unos instantes en mariposas luminosas, otros, simplemente, dejaban de ser.

Marco, el verdadero Marco, fue el siguiente en partir. Los miró a todos, con una extraña expresión de disgusto en su rostro.

—Me habría gustado tanto conoceros —dijo. Su cuerpo vibró, tembló, de pronto dejó de ser de carne y hueso para convertirse en un ser humanoide que parecía entretejido con cuerdas de un intenso color negro—. Me habría gustado tanto… —antes de que pudieran contestarle, se desvaneció en la noche.

—Llega mi turno —anunció Alexander. El pelirrojo acarició el pelaje de su hermana con brío y a continuación se incorporó—. Ya nos despedimos una vez —dijo—. Y no pienso hacerlo de nuevo —aseguró—. ¿Quién sabe?

Quizá algún día volvamos a encontrarnos —respiró hondo, como un nadador que toma oxígeno antes de sumergirse—. ¡Por todos los dioses! —exclamó de pronto—. ¡Qué grande ha sido todo esto! —dijo en el preciso instante en que, con media reverencia, se desvanecía.

El ejército de dama Sueño no tardó en dejar la escena. Había cumplido su cometido. La explanada quedó en calma. La tormenta había cesado y el viento, por primera vez en mucho tiempo, les concedió una tregua. Aquí y allá se veía el lento vagar de los fantasmas. En las estribaciones de las montañas se veían dos lobos que caminaban de regreso al castillo, uno gris enorme; otro más pequeño, de pelaje negro con mechones claros. Junto al dragón, al abrigo de los monstruos de hueso de Sedalar Tul se sentaba lo que quedaba de la cosecha de Samhein: un ángel negro, un piromante, una bruja, una vampira y una loba.

Un silencio extraño flotaba entre ellos, un silencio atento. Natalia se encargó de romperlo.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Héctor cerró los ojos. Estaba agotado, exhausto. Y aun así encontró las fuerzas necesarias para expresar en palabras lo que había sucedido allí esa noche:

—Ahora Rocavarancolia es nuestra.