XXV
El Sacrificio
Harex caminaba por la superficie de la Luna Roja.
Lo hacía a paso lento, extasiado por las sensaciones que despertaba en él aquel astro. No llevaba ninguna protección activa, los daños que provocaba en su organismo la atmósfera envenenada de la luna eran regenerados al instante por su magia. Paseaba por el borde de los tremendos cañones que él mismo había abierto dos milenios atrás cuando arrancó de aquella luna la piedra con la que luego construiría Rocavaragálago. En aquel momento creyó que sería suficiente, pero ahora se daba cuenta de su error. En cuanto se hicieran con el control de Rocavarancolia, bajaría la luna entera del cielo y levantaría con ella la ciudad más prodigiosa que se hubiera visto nunca.
Harex tomó una roca y la mordió. La masticó despacio, deleitándose en su sabor. Sus colmillos se hacían añicos con cada mordisco, pero la magia los recreaba al instante. Allí no había nada que no pudiera hacer. La Luna Roja era su dominio. Su reino. Contempló aquella inmensidad carmesí, con la mente repleta de las futuras maravillas que iba a erigir con ella.
En su interior, un muchacho gritaba.
Aquel vampiro no era Esmael, desde luego. Carecía de su habilidad y de su inteligencia, y sus conocimientos mágicos ni de lejos eran comparables a los de aquél. En condiciones normales, Hurza lo habría derrotado en segundos, pero las joyas de la Iguana habían concedido a Enoch un caudal de poder difícil de frenar. Aquellas joyas, unidas al comportamiento impredecible de su rival, habían puesto al nigromante contra las cuerdas. La única ventaja con la que contaba era que el vampiro parecía incapaz de dominar toda la energía de la que ahora disponía.
Hurza quedó expuesto tras un sortilegio fallido y Enoch tuvo ahí la oportunidad de poner fin al combate. El hechizo más simple habría bastado para derrotarlo, pero en vez de eso el vampiro, contra toda razón y lógica, recurrió a la fuerza bruta, propinándole un directo en la mandíbula. El impacto, amplificado por las joyas mágicas, hizo salir despedido a Hurza; el Comeojos hendió la noche como un meteoro, se hundió en la Bahía de los Naufragios, destrozando a su paso la cubierta y el casco de un barco, y penetró más de doscientos metros en el lecho marino antes de detenerse. Sacudió la cabeza, respirando agua turbia y barro. De pronto tuvo de nuevo al vampiro encima, oyó una explosión y otra vez se encontró en el aire.
Enoch no quería que aquella lucha terminara nunca. Era su momento de gloria. Estaba entrando en la leyenda, lo sentía, lo notaba en los huesos, en la mismísima alma marchita que lo animaba. Su nombre sería historia como el de Irhina, la primera reina vampiro, o como el de tantos otros de su especie. Enoch compartiría su gloria. Sin duda. Era lo que se merecía: había triunfado sobre todas las adversidades. Había burlado a la muerte y ahora estaba a punto de acabar con aquél que había osado poner en jaque al reino. En su deleite ya pensaba en el sobrenombre que iba a adoptar una vez terminara todo. «El Polvoriento» había dejado de hacerle justicia. ¿Quizá «el Salvador»?
Lanzó un hechizo destructivo sobre Hurza, dispuesto ya a aniquilarlo. Su enemigo esquivó el grueso del sortilegio, pero la onda expansiva del mismo lo arrastró por los aires. Hurza intentó rehacerse, pero no pudo hacer otra cosa que marchar atrapado en la estela del hechizo. La corriente mágica le acercaba a un destello entre nubes y por un instante pensó que el vampiro se había adelantado a su trayectoria para darle el golpe de gracia. Luego vio que Enoch volaba tras él, con una sonrisa espantosa en el rostro sin ojos, y comprendió que el fulgor al que se dirigía era un vórtice. Lo atravesó justo cuando el vampiro se abalanzaba sobre él con las manos repletas de magia oscura.
Tres soles los recibieron al otro lado del portal. Tres soles gigantescos, deslumbrantes. Enoch profirió un terrible alarido. No había magia en las joyas que le pudiera salvar de aquel resplandor asesino. La piel del vampiro centelleó plagada de destellos, de brillos caprichosos, como si su cuerpo al borde del desastre quisiera competir con la luz de los soles que lo mataban. Luego la carne ennegreció, se agrietó y estalló convertida en polvo, polvo muerto esta vez. Durante un segundo un esqueleto flotó en la nada, pero los huesos que lo formaban no tardaron en quedar reducidos a ceniza al capricho del viento. Hurza vio precipitarse las joyas de la Iguana al vacío y se lanzó tras ellas.
Se reía a carcajadas mientras volaba, incapaz de contenerse. Su mano se cerró sobre uno de los anillos y lo apretó con fuerza contra la palma. Al momento sintió el poder de aquella pieza transmitiéndose por todo su ser.
El polvo sin vida que una vez fue Enoch quedó esparcido en aquel mundo extraño, olvidado para siempre. A excepción de Hurza, nadie supo nunca que durante un tiempo mínimo, aquel vampiro llegó a ser regente de Rocavarancolia.
* * *
La última mitad del ascenso, Karim la vivió con el corazón en un puño. Los hechizos de opacidad que los habían protegido hacía tiempo que habían dejado de tener efecto y se sentía terriblemente expuesto. Habían comenzado a fallar mientras atravesaban la llanura al amparo del ejército llegado de la cicatriz de Arax. Sin la aparición de aquella delirante armada nunca habrían conseguido alcanzar las montañas, eso era algo que Karim tenía claro, y aun así el trayecto hacia allí había sido una pesadilla. No había podido evitar preguntarse si entre aquellos horrores no estaría el esqueleto del niño que había estrangulado para ocupar su lugar en la cosecha.
El primer tramo de ascenso resultó sencillo. Los viejos caminos, aunque abruptos, cumplían bien su función y además la batalla les resultaba tan útil para pasar desapercibidos como cualquier hechizo de ocultamiento. Sólo se detuvieron cuando aquella intensa luz esmeralda inundó la ciudad desde el castillo. Poco después llegó la vociferante riada fantasmal, rumbo a la explanada. Lizbeth no dejó de aullar enloquecida mientras los espíritus los sobrevolaban y a él no le quedó más remedio que sujetarla para que no se precipitara al vacío tras ellos. Cuando consiguió tranquilizarla continuaron el ascenso. Tras la aparición de los fantasmas, la batalla no tardó en decidirse: el ejército de hueso sucumbió y las gárgolas regresaron de nuevo a los cielos. Sólo era cuestión de tiempo que los descubrieran.
Y creyó que al fin lo habían hecho cuando un descomunal batir de alas se escuchó desde el oeste. Karim se giró hacia allí. Una horda de gárgolas se aproximaba, capitaneadas por el hijo de Belgadeu. El desánimo que le embargó fue tal que a punto estuvo de caer. No era justo ser descubiertos cuando quedaba tan poco para llegar a su destino. Gritó de rabia y la emprendió a golpes contra la montaña mientras Lizbeth gruñía a la horda de espantos. Pero, para su sorpresa, aquellos horrores no iban tras ellos. Se lanzaron directos hacia Altabajatorre como una jauría de fieras hambrientas que hubiera olfateado a su presa. El cambiante respiró aliviado tras aquel giro de los acontecimientos, procuró sosegarse y retomó el ascenso, sin prestar atención a la furia con la que las gárgolas asaltaban a la torre vecina.
Lizbeth fue la primera en alcanzar la plataforma rocosa donde se erguía el castillo. La loba olfateaba el suelo de forma sonora mientras se acercaban a la muralla. En el patio no había rastro de la manada, pero su olor todavía persistía aun a pesar de la continua lluvia. Los centinelas que habían custodiado la entrada yacían despedazados ante la verja y por la cantidad de restos de gárgola que los rodeaba quedaba claro que habían vendido caras sus vidas.
El cambiante dibujó en el aire las tres runas que hacían saber a la magia de la fortaleza que era uno de los suyos quien se aproximaba y las protecciones que imperaban en el lugar se relajaron para él. Lizbeth olfateaba frenética, corriendo de un lado a otro. Parecía dividida entre el ansia de seguir el rastro de los suyos y el deseo de continuar junto a Karim. El cambiante no aguardó a que se decidiera. Avanzó medio encorvado en la lluvia al tiempo que se deshacía de su forma lobuna para adoptar de nuevo apariencia humana.
El portón principal yacía destrozado en la escalinata. Cuando Karim lo atravesó escuchó el trote de Lizbeth tras él y sonrió. La compañía de la loba lo sosegaba. «Los asesinos marchan juntos», pensó mientras se adentraba en el castillo con Lizbeth un paso más atrás, olfateando recelosa el olor a muerte que anegaba el lugar.
Al cambiante el castillo nunca se le había antojado tan abandonado. Aquella fortaleza parecía más un mausoleo que un lugar construido para los vivos. El corazón se le desbocó al percatarse de la silueta que se acuclillaba en una esquina. Era un criado, comprobó con alivio. Estaba allí sentado, temblando de forma convulsa mientras ocultaba la cabeza entre las manos.
Había más guardias muertos en la planta baja, y más gárgolas destrozadas. Karim atravesó despacio la sala, con Lizbeth tras él. Los aposentos de dama Sueño estaban en la última planta de la torre norte. Acarició la empuñadura del cuchillo que ocultaba en el pliegue que había moldeado en su cintura y se encaminó a las escaleras.
De pronto, Lizbeth soltó un tremendo rugido a su espalda, mezcla de sorpresa y dolor. Karim se giró a tiempo de ver volar a la loba por los aires, chocar contra un muro y quedar inmóvil en el suelo, con una pata tan destrozada y retorcida que apenas permanecía unida al cuerpo. Una sombra se adivinó más que verse en la penumbra. El cambiante preparó un hechizo de defensa y escudo a la par que trenzaba uno de combate, pero entonces la criatura que acababa de atacar a Lizbeth salió a la luz y comprendió que todo estaba perdido.
Era el hijo de Belgadeu, y ese maldito engendro era inmune a la magia.
—¡Un cambiante! —cloqueó el esqueleto mientras se aproximaba. Llevaba una absurda capa roja anudada a las vértebras del cuello y un par de retales del mismo color atados a las costillas—. ¿Podría ser Mistral, el miembro desaparecido del consejo? ¡Qué portento! ¡Todos te hacíamos ya cadáver!
Karim no se dignó a contestar, se giró y echó a correr hacia la escalera. El hijo de Belgadeu le dio alcance tras una carrera explosiva y le golpeó en la espalda con ambos puños. El cambiante cayó a plomo, sin aliento. Caminó a cuatro patas unos metros, con el monstruo de hueso riendo mientras seguía su penoso arrastrar. Le pateó en el estómago y Karim quedó bocarriba, atragantado de sangre blanca. En ese momento lanzó un sortilegio de intangibilidad e intentó huir a la desesperada a través del suelo; antes de lograrlo la mano de su enemigo se hundió en su espalda y, para su asombro, el hechizo se disipó. Parte de su cuerpo ya había traspasado el suelo y al revertir de forma tan brusca a la solidez, se desgajó de él. Fue como si el mundo entero hubiera explotado, como si la realidad se hubiera transformado de pronto en puro dolor y él fuera su centro, su fuente y su único receptor. Notó cómo perdía la consciencia y, para evitarlo y minimizar los daños, comenzó a reestructurar su organismo. Tosió un pedazo de sí mismo.
—¿Sigues vivo? —preguntó el hijo de Belgadeu, sorprendido—. ¡Qué insólita resistencia! —exclamó mientras le propinaba una nueva patada, en el cuello esta vez. Karim sintió cómo se le quebraban varias vértebras.
Probó suerte con un hechizo de curación pero éste se disipó en cuanto el esqueleto volvió a golpearlo. Aquella criatura no era sólo inmune a la magia, también la disipaba. Como si fuera consciente de su turbación, el engendro se acuclilló junto a él y le dedicó una torva mueca mientras le mostraba sus antebrazos. Había runas talladas en sus huesos. Hechizos anclados capaces de anular los sortilegios más usados en combate. El hijo de Belgadeu le hundió las manos en el pecho y comenzó a desgarrar la carne que le daba forma. Karim aulló. Dejó de tener control sobre sí mismo y revirtió a su verdadero ser: se convirtió en un muñeco deshecho, en un montón de cuerdas deshilvanadas con vaga apariencia humana. Eso no detuvo al esqueleto. Siguió desgarrando aquel despojo, arrojando tras él los pedazos de hebra como antes había arrojado carne. Karim chillaba.
Una explosión devastadora hizo temblar los cimientos del castillo. El hijo de Belgadeu se desatendió de la carnicería que estaba cometiendo para mirar al norte. Había llegado de allí. De Altabajatorre. A los ecos de la explosión se le unió una frenética lluvia de cascotes. El monstruo gruñó, intranquilo. Se disponía a dar muerte de una vez por todas a la criatura que mantenía aprisionada contra el suelo cuando Lizbeth, salida de la nada, le embistió.
La loba le mordió las costillas y de un empellón lo apartó del cambiante. Los dos engendros rodaron entre el polvo. Karim, nada más verse libre, lanzó sobre sí mismo un hechizo de curación, pero no sintió mejoría alguna. Estaba demasiado roto como para que la magia pudiera recomponerlo. Comenzó a arrastrarse penosamente por el suelo, como un gusano mutilado. Tenía una promesa que cumplir.
* * *
El hijo de Belgadeu no encontraba forma de librarse de su atacante. Las fauces de aquella bestia se cerraban una y otra vez sobre él en un prodigio de ferocidad. El esqueleto se defendía con igual fiereza. Sus dedos, convertidos en estiletes, se clavaron en el cuerpo de la loba pero apenas lograron hundirse en aquella carne nervuda. Lizbeth no le daba respiro, era una máquina de morder y patear, a pesar de las heridas, a pesar de la sangre, a pesar de esa pata que de colgar inerte pasó a desprenderse cuando el hijo de Belgadeu la acabó de destrozar de una patada. Bajo ella, el esqueleto se revolvía furioso. Las cuencas vacías de aquella aberración se giraron hacia donde debía yacer el cambiante. Un montón de hilo se amontonaba en aquel lugar, y de allí partía un rastro de sangre blanca que conducía a las escaleras.
* * *
Karim se arrastraba peldaño a peldaño, dejando tras él largas hilachas blancas que nunca volverían a cambiar de forma. Cada metro que ganaba era una victoria, cada escalón que salvaba un milagro. De abajo llegaban los gruñidos de Lizbeth y los golpes brutales que le propinaba el hijo de Belgadeu.
Su masa corporal se iba reduciendo a medida que avanzaba, se iba deshilachando como un muñeco que pierde relleno. No le quedó más remedio que alterar la arquitectura interna de su cuerpo. Redujo sus órganos vitales a un corazón rudimentario que hizo crecer en el centro de un cerebro que también le servía de pulmón. No necesitaba más.
Sólo tenía que burlar a la muerte unos minutos. El tiempo necesario para un último asesinato.
* * *
Lizbeth era la encarnación de la furia. Su único objetivo era acabar con el engendro que tanto daño le había hecho.
Lanzó un bocado al cráneo de aquel monstruo y sus colmillos perforaron el hueso.
El hijo de Belgadeu intentó detenerla y al siguiente mordisco introdujo su mano derecha entre las mandíbulas de la bestia. Los dientes se cerraron alrededor del hueso y sólo la magia que le había dado forma impidió que se lo destrozara. Y aun así, continuaba masticándolo, con tal saña que, por primera vez en su existencia, temió por su integridad.
—¡MUERE, BESTIA INMUNDA! —aulló mientras hundía los dedos en la garganta de la loba y desgarraba todo lo que encontraba a su paso—. ¡MUERE DE UNA MALDITA VEZ! —Excavaba en el cuerpo de Lizbeth, lleno de la misma furia con que la bestia le embestía—. ¡MUERE! —sus dedos dieron con una masa palpitante, el corazón de lo que una vez fue una niña. Y en el colmo de lo absurdo hasta ese órgano parecía intentar golpearle con sus frenéticos latidos.
El hijo de Belgadeu tomó el corazón de aquella fiera en su puño, dio un grito, y apretó con todas sus fuerzas. Al momento la loba quedó inmóvil entre sus brazos, vacía, yerta…
* * *
Lizbeth abrió los ojos. La claridad era impresionante, una poderosa luz blanca lo dominaba todo. Le costó trabajo recordar quién era, pero le fue del todo imposible ubicarse. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí.
La inmensa claridad comenzó a llenarse de sombras, siluetas que comenzaban a definirse ante sus ojos. Tomó aliento, sobrecogida. Le daba un miedo atroz averiguar qué se ocultaba tras la luz. Sintió una caricia, unos dedos delicados que se acababan de posar en sus sienes. Escuchó una voz que no articulaba palabra alguna, sólo un sonido suave, un susurro que pedía, a un mismo tiempo, silencio y calma.
La silueta que tema ante ella dejó de ser un bulto informe para convertirse en una figura que poco a poco se fue concretando y haciéndose humana. Y dolorosamente familiar.
Era Rachel.
Lizbeth jadeó. Todo regresó a su mente. Fue como si los recuerdos de los últimos meses se hubieran comprimido en uno solo: una bomba catastrófica que estalló en el interior de su cabeza. Recordó un mundo feroz y temible, recordó el odio, la rabia y los olores de otros como ella. Todo se le entremezcló con una música de baile, un destello y una luz roja que la devoró.
—Te maté… —anunció con la voz rota.
—No, cariño —dijo aquella visión imposible—. Me mató un hechizo, un hechizo terrible. Fuiste tan víctima como yo.
—Te maté —el llanto la desbordó. Se echó hacia delante y su amiga la acogió en sus brazos—. Te maté, te maté, te maté —no cesaba de repetir.
* * *
La oscuridad en el pasillo era total. Se forzó a avanzar, ayudándose de su mano izquierda para arrastrarse. No era más que medio torso, una cabeza deforme y dos brazos escuálidos. Las únicas partes de su ser que todavía recordaban a un ser humano eran sus ojos y la mano infantil que empuñaba el cuchillo.
De las entrañas del castillo llegó un grito terrible. Era el hijo de Belgadeu. Tras aquel grito, el ruido de lucha cesó. Ni por un instante pensó que Lizbeth pudiera haber vencido.
Karim siguió avanzando, consciente de lo cerca que estaba de su objetivo. Un obstáculo imprevisto le salió al paso al doblar una esquina: había telarañas por todas partes; cubrían el pasillo como un intrincado cortinaje, un laberinto de seda pegajosa que caía desde el techo. Utilizó el puñal para cortar las zonas bajas de las telarañas y colarse al otro lado. El hijo de Belgadeu también se toparía con aquella barrera y a buen seguro ralentizaría su marcha. Karim pasó junto a otro guardia muerto, y, poco después, vio la puerta entreabierta que conducía a los aposentos de dama Sueño.
Lo primero que pensó al traspasar el umbral fue que había llegado demasiado tarde. La habitación parecía haberse derrumbado y nada podía haber sobrevivido a tal desastre. Todo estaba cubierto de escombros, polvo y más telarañas. A través de las ventanas se colaba la luz sangrienta de la Luna Roja, enturbiando todavía más aquella atmósfera de violencia y destrucción. Karim jadeó, destrozado, ¿todo había sido inútil? ¿Qué le quedaba entonces? ¿Morir? ¿Soltarse de la vida y dejarse caer?
De pronto se dio cuenta de que la estancia, a pesar de las apariencias, seguía entera, aunque tan llena de restos de gárgolas que su error era entendible. Del dosel de la cama caía ahora un profuso cortinaje tejido en tela de araña que ocultaba el interior del lecho. Avanzó renqueante hacia allí entre pedazos de estatua y muebles rotos. Apenas le quedaba torso ya, era un mero despojo amorfo. Pero aún le quedaban fuerzas para trepar a la cama y destrozar las telarañas con el cuchillo.
En el lecho yacía dama Sueño, envuelta en un capullo de la misma tela que cubría el dosel. Sólo se veía su rostro. La cara de la anciana estaba cubierta de polvo y hebras de seda, y fue al ver aletear éstas cuando se dio cuenta de que todavía respiraba.
Un bronco sonido tras él le hizo girarse. Pero no era el hijo de Belgadeu quien llegaba, el ruido provenía de un bulto desmadejado en una esquina. Era dama Araña, destrozada contra la pared, bañada en sus propios líquidos internos, con las extremidades quebradas y los quelíceros a medio arrancar de la faz. Aquel monstruo todavía estaba, milagrosamente, vivo. El arácnido lo observaba con sus tres ojos supervivientes. Los espasmos que le recorrían eran las últimas sacudidas de la vida que se va, las convulsiones del moribundo. Karim miró de nuevo a la hechicera y, a continuación, al cuchillo que empuñaba. Tenía que acabar con dama Sueño antes de que el hijo de Belgadeu lo detuviera. Pero a pesar de la urgencia, a pesar de saber que el destino de un mundo dependía de él, Karim se dejó caer de la cama y se arrastró en dirección al arácnido agonizante. Apenas le quedaba magia en el cuerpo, sólo rescoldos, pero debía bastar. Salvaría a la araña. Salvaría la vida de aquel monstruo antes de arrebatársela a la anciana.
* * *
El hijo de Belgadeu llegó a la última planta de la torre. La rabia lo consumía. No sabía qué estaba sucediendo, desconocía qué motivos habían llevado al cambiante al castillo, pero tenía la intención de detenerlo. Avanzó a grandes zancadas por el pasillo para toparse con un intricado cortinaje de telarañas.
Él engendró comenzó a destrozarlo con sus garras. Desde donde estaba podía ver la puerta de los aposentos de la soñadora. El rastro de hilachas y sangre blanca iba a parar allí.
* * *
La plaza y la avenida principal de la ciudad de dama Sueño eran un hervidero de agitación. Eran cientos los que se agolpaban en ella. Desde la balconada, la hechicera los contemplaba, sentada exangüe frente a la mesa del tablero ajedrezado.
Hasta a ella misma la sobrecogía el alcance de lo que había hecho. Que hubiera llevado a cabo semejante proeza le seguía pareciendo algo sorprendente. Y ahora estaba pagando el precio. Nunca había sentido un cansancio tan abrumador, tan definitivo. Casi todas sus representaciones se habían desvanecido, tan sólo sobrevivía una de sus copias infantiles, que en aquel momento correteaba entre las huestes de difuntos, despidiéndose de ellos. La tensión que soportaba su mente y su espíritu al custodiar en su interior tantas esencias vivas y conscientes era insoportable. No podría resistirlo durante mucho tiempo. Si el cambiante no se apresuraba todo estaría perdido.
No estaba sola en la balconada. Junto a ella estaban Denéstor Tul, el difunto custodio de Altabajatorre, dama Fiera y Esmael. El hasta hacía bien poco Señor de los Asesinos contemplaba aquel gentío con expresión inescrutable. La anciana hechicera había despertado a dama Fiera con la intención de aplacar la más que segura furia del ángel negro. Su burda triquiñuela había surtido efecto, sí, pero sólo en cierta medida.
Esmael se sentía manipulado. Una vez fue puesto en antecedentes, una vez le quedó clara la magnitud de la conspiración de dama Sueño, estuvo cerca de negarse a participar en ella. Comprendía demasiado bien cuáles habían sido las intenciones de la hechicera. Su objetivo no había sido sólo acabar con Hurza, también había sido sacarlo a él del juego. Su presencia habría hecho imposible la Rocavarancolia que la anciana deseaba.
—Nos has quitado de en medio a todos —le recriminó—. Has montado tu propia criba mientras nadie miraba y ahora nos necesitas para acabar con Hurza. Qué bien te ha salido la jugada, loca. Qué bien te ha salido.
—No había futuro para Rocavarancolia —le dijo la anciana—. La derrota que nos infligieron fue demasiado severa. Estábamos condenados. Pero ahora todo es diferente. Ahora hay esperanza. Hasta tú eres capaz de verla.
—Métete la esperanza donde te quepa. No colaboraré en esto. Tienes mi enhorabuena y mi aplauso. Nos has engañado a todos. Felicidades. Ahora, por favor, muéstrame la salida de tu enferma cabeza.
—No puedes abandonar ahora —le pidió dama Fiera—. Unete a nosotros. Lucha a nuestro lado. El Esmael que conocía nunca rehuiría una pelea.
—¡El Esmael que conocías está muerto! —le espetó él. La furia que le embargaba era demasiado intensa como para dejarse cegar por sus sentimientos hacia ella.
—Medítalo un instante —terció la anciana—. Sólo te pido eso. No te dejes llevar por la rabia. Si fracasamos aquí esta noche, Rocavarancolia será olvidada. Y tú con ella. Nadie sabrá de tu existencia. Nadie quedará para recordarte. ¿Es eso lo que quieres?
Él no replicó. Se limitó a estudiar atentamente a la anciana con el ceño fruncido.
—Sé grande, Esmael —le rogó dama Sueño.
El ángel negro soltó un gruñido, abrió las alas y voló hasta la plaza. La hechicera todavía no había liberado las almas prisioneras y éstas continuaban su danza dentro de las estatuas de cristal. Esmael paseó entre ellas, deteniéndose cuando encontraba algún rostro conocido. Allí paraban dama Esencia, Glorin, Sendar, Acheron, Malnacido y tantos y tantos otros… Si eran derrotados, si Hurza triunfaba, ellos también serían olvidados.
—¿Qué hace él aquí? —preguntó sorprendido al toparse con la estatua de alguien completamente fuera de lugar en aquella plaza. Había muerto siglos antes de la batalla que había dejado agonizante al reino.
—Una inspiración de última hora —contestó dama Sueño—. Esta adquisición en particular debo agradecértela a ti.
Esmael torció el gesto, harto de los tejemanejes de la anciana, y continuó paseándose entre las estatuas. Se detuvo frente a la de Dionisio; el gigantesco hombretón cargaba al hombro su maza claveteada. Y de pronto recordó el nombre con el que aquel guerrero había bautizado esa arma: la llamaba Destino.
Fue entonces cuando se decidió.
—Lo haré. Lo haré porque no me queda más alternativa. Pero no lo haré para cumplir tu sueño, hechicera —hizo un gesto despectivo a la Rocavarancolia que aquella mujer había construido en su interior—. No me interesa esta ciudad. No es la mía ni lo será nunca. Lo haré por venganza. Lo haré por justa ira. ¿Estás contenta, dama Loca? —quiso saber—. Haré lo que deseas.
—Pero por los motivos equivocados.
—¿Y dónde estriba la diferencia? —preguntó él.
* * *
Dama Araña se convulsionó de forma violenta, como si intentara resistirse al hechizo que pretendía traerla de regreso a aquel mundo de agonía. Los ojos supervivientes giraron en sus órbitas, las mandíbulas se soldaron de nuevo.
—Me dijo que vendrías… —croó entre temblores—. Dijo que vendrías a matarla… —por sus quijadas fluía un líquido oscuro y denso. Veneno, sangre, lágrimas. Tanto daba—. Y que debía dejarte hacerlo…
Karim no habló. Los ojos le ardían. Se había despojado de lacrimales hacía tiempo, pero el escozor de lo inexistente le taladraba el cerebro. No finalizó el hechizo, apenas le quedaba energía y la poca que atesoraba iba a necesitarla para el sortilegio de la empuñadura. Se apartó de la araña, había hecho suficiente por ella. Viviría. Sus heridas habían pasado de ser mortales a simplemente graves. Sólo esperaba que no intentara enfrentarse al hijo de Belgadeu cuando éste llegara. ¿O ése sería ahora el cometido del arácnido? ¿Dar su vida para evitar que aquel esqueleto demente pudiera interferir en lo que estaba a punto de suceder? ¿Hasta ese punto llegaba la manipulación de dama Sueño?
No pensó en ello. De nuevo recorrió el camino entre polvo y cascotes. Para cuando llegó a los pies de la cama no era más que una cabeza de la que surgían dos brazos esperpénticos, apenas palillos. Se aferró a la colcha y trepó por ella, clavando en el tejido el cuchillo para ayudarse en el ascenso. Fuera se oyó maldecir al hijo de Belgadeu y el rasgar de telarañas.
Pronto llegaría. Pronto estaría ahí. Pero no importaba. Karim se cernía ya sobre el cuerpo de la anciana a punto de descargar el golpe. Era apenas nada, un patético antebrazo que emergía de un ovillo de lana sucia en el que se abría una boca capaz de balbucear un último hechizo.
No, no era nada. Sólo un impulso, un delirio, un mal sueño.
El cambiante alzó el cuchillo en el preciso instante en que el hijo de Belgadeu irrumpía en la habitación.
* * *
La anciana soñadora se recostó aún más en la silla mientras recorría con la vista a sus tropas. Cerca de la balconada se reunía un nutrido grupo de hechiceros, allí había tanto demiurgos como nigromantes y brujos. Annais Perlaverde, Balear Bal y dama Korma los comandaban. Ellos habían preparado el poderoso sortilegio que los devolvería a la vida, aunque sólo por tiempo limitado. El hechizo ya estaba listo; los magos se dedicaban ahora a contenerlo, a sujetar las riendas de aquella magia primordial recién forjada. Aguardaban el momento oportuno para dejarla libre.
Algo separados del grueso de las tropas estaban los niños cosechados. La niña loba había sido acogida de nuevo entre los suyos y al fin había logrado controlar su llanto. El muchacho de la chistera contemplaba la ciudad con las manos en los bolsillos de su gabán y una sonrisa asombrada en los labios. De pronto, dama Sueño fue consciente de que tenía a Denéstor Tul a su lado.
—No fue justo lo que les hicimos —dijo el demiurgo con tristeza mientras observaba a los cosechados muertos—. Antepusimos el reino a la vida, la demencia a la cordura… Olvidamos lo importante a cambio de la gloria.
—Es hora de cambiar eso —murmuró la mujer en un hilo de voz—. Al menos es hora de intentarlo.
—¿Y a pesar de todo lucharán por nosotros? —señaló a los niños—. ¿Después de haberlos sacrificado?
—¿Luchar por nosotros? —negó con la cabeza. Un movimiento lento, más allá del cansancio—. ¿Acaso nos lo merecemos? No, lucharán por la ciudad que ves. Por esta ciudad de ensueño. ¿Sabes? Les pedí consejo para construirla. Ellos me ayudaron a… —La hechicera se estremeció. Una mancha roja nació en su pecho, una brecha mínima por la que comenzaba a fluir, acelerada, la sangre.
A pesar del dolor intenso, dama Sueño sonrió.
Estaba hecho.
* * *
El hijo de Belgadeu entró en la habitación. Al principio no fue capaz de localizar al cambiante, le costó reconocer a aquel guiñapo blanco retrepado en la cama, más que un ser vivo parecía algo hermanado con las telarañas que colgaban del dosel. Era apenas un brazo de felpa, una marioneta deshecha. Pero aquel puño tenía fuerza suficiente para hundir un cuchillo en el pecho de la soñadora. El engendro de hueso sacudió la cabeza, incrédulo. ¿Para eso había acudido el cambiante al castillo? ¿Para asesinar a dama Sueño? Corrió a la cama, tomó entre sus garras lo que quedaba de Mistral y lo despedazó.
Miró a la anciana postrada. La puñalada del cambiante había sido mortal de necesidad, no necesitaba ver la abundante sangre que manaba de ella para saberlo.
Mientras miraba, la herida comenzó a brillar.
* * *
—Ha llegado la hora —anunció dama Sueño—. Los cielos se abren. Los cielos me reclaman… —hizo un gesto a la multitud que se apiñaba en la plaza—. ¡Háblales, Esmael! ¡Háblales por mí!
—Qué loca has estado siempre, dama Sueño.
—Qué locos hemos estado todos —dijo ella y alzó la mano hacia él, como si pretendiera acariciar en la distancia el rostro del ángel negro. La herida de la anciana había dejado de ser una herida para convertirse en una brecha de luz blanca.
—Haré lo que me pides —le anunció él—. Arengaré a las tropas, vieja. Muere en paz. Y avisa en los infiernos de que Rocavarancolia entera va hacia allí.
—La victoria. Señor de los Asesinos… Sólo nos vale… —boqueó sin aire y quedó rígida en la silla.
* * *
Era un vórtice.
Lo que se estaba abriendo en el pecho de la anciana era un vórtice. El hijo de Belgadeu retrocedió un paso. La grieta de luz había superado el cuerpo de la hechicera y se había extendido a la cama y al aire que la rodeaba. Y se hacía más grande por momentos; en su superficie florecieron auroras boreales al tiempo que el cuerpo de dama Sueño se desintegraba, devorado por aquel desgarrón brillante.
La criatura no daba crédito a lo que veía. Su mandíbula se desencajó y, de pronto, cayó al suelo. Alzó un brazo ante sus cuencas vacías. El tegumento que había mantenido unidos los distintos huesos que le daban forma comenzaba a fallar, a desintegrarse. No había modo de protegerse de la magia primordial que le envolvía. El hijo de Belgadeu contempló cómo su mano se desarmaba, cómo las falanges caían a sus pies, demasiado sorprendido para hacer otra cosa que no fuera mirar. El radio y el cúbito se desgajaron, primero uno del otro y luego del húmero. Se estaba haciendo pedazos.
Miró de nuevo al portal, su calavera se tambaleaba sobre un caos de vértebras desequilibradas. La luz que llegaba de la grieta era cada vez más intensa, y a través de ella se adivinaba algo, una ciudad, una ciudad tremenda y luminosa.
El hijo de Belgadeu se derrumbó sobre sí mismo.
* * *
Esmael dio un paso al frente y recorrió con la mirada a la multitud reunida en la plaza. A su espalda, la brecha que partía a dama Sueño se iba haciendo más y más grande. Denéstor y dama Fiera le flanqueaban.
—¡Oídme! —aulló y al momento se hizo el silencio—. ¡Todos me conocéis! ¡La mayoría habéis combatido conmigo! ¡Hemos matado juntos y más de uno ha muerto a mi lado! ¡Sabéis quién soy! —desplegó las alas. La multitud le contemplaba y él se sentía inmenso—. ¡Rocavarancolia nos convoca a una nueva batalla! ¡De nuevo resuenan tambores de guerra!
—¡Ni en la tumba nos dejan tranquilos! —exclamó alguien. Y su comentario fue recibido por un coro de carcajadas.
—¡Pero no os dejéis engañar! ¡La Rocavarancolia que nos llama no es la nuestra! ¡Nuestro reino agoniza ahí fuera y nada de lo que hagamos podrá salvarlo! —Denéstor se removió inquieto y la intranquilidad del demiurgo le sirvió de acicate—. ¡Bien se han encargado de ello! ¡Nos lo han arrebatado todo! ¿Me oís? ¡Todo!
»¡Y aun así estoy aquí para pediros que os dejéis engañar y que luchéis! ¡Porque fuimos grandes! ¡Somos monstruos y demonios! ¡Somos pesadillas y malos sueños! ¡Somos lo que el mundo teme! ¡Y si triunfa Hurza nos convertiremos en víctimas! ¡Y me niego a que ocurra eso! ¡No seremos víctimas de nadie! ¡Jamás! ¡Somos verdugos y asesinos! ¡Quisieron exterminarnos antes y no pudieron!
»¡Luchad, monstruos! ¿Me oís? ¡LUCHAD!
»¡Luchad por la nueva Rocavarancolia, si se os antoja! ¡O por el recuerdo de la antigua! ¡Luchad por Sardaurlar y los reyes conquistadores! ¡Por las torres dragoneras, por la sangre que derramamos! ¡O por los malditos reyes araña si os apetece! ¡Luchad porque fuimos grandes y nadie que pretenda arrebatarnos eso va a conseguirlo! ¡Luchad por la gloria, por placer, por hacer daño! ¡No me importa el motivo! ¡No me importa qué fuerza os guíe! ¡Sólo quiero que luchéis! —tras él la creciente grieta de luz había desbordado ya la terraza y ahora se abría en los cielos y en la tierra, devorando el mundo y al griterío ensordecedor que se levantaba desde la plaza—. ¡Salid ahí fuera y arrasad con ellos! ¡Matadlos a todos! ¡Y si se levantan, si osan levantarse, matadlos de nuevo!
* * *
Aquella ciudad se llamaba Rocavarancolia. Había tenido otro nombre mucho dempo antes, pero aquél había caído en el olvido. Durante siglos fue la capital de un imperio terrible, el orbe de las pesadillas. Durante siglos sus cimientos se alimentaron de la perdición y el horror. Rocavarancolia medró a la sombra de la Luna Roja. Se hizo tremenda y perversa. Y su leyenda, oscura. Treinta años atrás el enemigo la arrasó, pero, a pesar de todo, el imperio se aferró a la vida con garras y colmillos, negándose a la extinción. Algo tan grande no podía perecer de ese modo. La derrota no era una opción. La propia ciudad se negaba a ello. No caería consumida. No así.
Rocavarancolia aguardó, sumida en el desaliento y la decadencia. La tierra de los portentos y los prodigios aguardaba un milagro.
Una figura sombría emergió de uno de los vórtices activos que se incrustaban en la noche. Era un hechicero pardo, exultante y embriagado de poder. Contemplaba las joyas que adornaban su cuerpo con extraño deleite. Las aborrecía al mismo tiempo que las amaba. Era magia. Pura magia.
Las nubes de tormenta se abrieron muy cerca del hechicero y un demonio con cuerpo de trasgo descendió de los cielos, todavía recubierto de polvo de Luna Roja y placas de hielo.
Un dragón se elevó desde el barrio en llamas. La mitad del fuego que había ardido allí se había extinguido tras treinta años de arder inmóvil. La indómita fuerza de aquel incendio residía ahora en las entrañas de la bestia y del piromante que la montaba.
Las puertas del Panteón Real se abrieron y una muchacha sombría salió fuera. Enarbolaba un cayado rematado por una suerte de pajarera. Su expresión estaba más allá de la furia. La escoltaba una legión de sombras.
En lo alto de la más alta torre de Rocavaragálago se dejó ver un ángel negro. Una vampira le acompañaba.
En la fortaleza del castillo una luz cegadora comenzó a abrirse paso en la torre norte. En su seno traía un ejército.
Todo estaba a un segundo de desencadenarse. A un segundo del final.
* * *
Los edificios de la Rocavarancolia soñada comenzaron a desvanecerse en el aire, diluyéndose poco a poco como pinceladas dadas en agua. En la plaza evanescente, antes abarrotada, se veían ahora sólo tres muchachos. Uno de ellos vestía chistera y gabán y contemplaba admirado el modo en que la ciudad se evaporaba. Sus ojos estaban fijos en las almenas de un castillo que se estaban deshilacliando en lentas fumarolas blancas. Una niña se le acercó. Caminaba despacio, como si arrastrara una gran fatiga.
—¿Por qué no has ido con ellos? —preguntó cuando llegó a su lado.
El joven se encogió de hombros.
—Ya he luchado mi batalla —anunció—. Y he tenido mi final. No tenía sentido seguir más adelante.
—¿Y no quieres saber cómo termina todo? —preguntó ella.
Le dedicó una sonrisa radiante antes de hablar:
—Ya sé cómo termina —aseguró.
Había otro muchacho cerca. Estaba acuclillado, con el rostro cubierto con las manos y completamente inmóvil. El joven de la chistera y la niña se encaminaron hacia él. El otro alzó la vista, asustado al sentir su proximidad.
—Me miró… —dijo al verlos. No parecía una frase destinada a ellos, daba la impresión de no ser más que un pensamiento expresado en voz alta. Lloraba sin cesar—. Pasó a mi lado, me miró y dijo que me perdonaba… ¿Quién era? ¿Qué podía haber llegado a ser de no haberse topado conmigo?
—Lo que somos todos —contestó el joven de la chistera—. Milagros.
—Yo… —el niño negó con la cabeza—. Yo no soy ningún milagro —parecía perdido, pequeño y frágil—. Me llamo Karim —pronunció su nombre como si fuera de vital importancia que lo conocieran—. ¿Quiénes sois vosotros?
Mientras hablaban el mundo a su alrededor se iba desmontando. Ya no quedaba ni rastro de la ciudad que se había levantado allí, hasta la misma plaza se había evaporado: ahora se encontraban sobre un prado de inusitado verdor. El sueño moría. Y una vez lo hiciera, les tocaría el turno a ellos.
—Soy Sedalar Tul —se presentó el muchacho del gabán—. Soy mago. Hago trucos —nada más decirlo le hizo una reverencia rápida con la chistera. Del fondo de la misma emergieron diminutos pájaros de trapo. «Samhein, Samhein», trinaban.
—Yo me llamo Casandra —la niña alzó vista. Parecía cada vez más cansada—. ¿Qué os parece el color del cielo? —preguntó.
—Es muy bonito —contestó Karim mientras se incorporaba. Luego, como si se sintiera obligado a decir algo más, añadió—: Muy azul.
—Lo he hecho yo —confesó ella con una sonrisa magnífica en los labios.
Los tres miraban ahora hacia las alturas. Estaban muy juntos, hombro contra hombro. Casi sin darse cuenta entrelazaron las manos. Sobre sus cabezas había amanecido un sol que no era un sol. Un vórtice dorado que iba cobrando realidad y peso a medida que el sueño se desvanecía.
—Es hora de irnos —anunció Sedalar.
Casandra asintió, sin apartar la mirada del fulgor. Ya lo dominaba todo.
—¿Qué va a ocurrir ahora? —preguntó Karim.
—Continuaremos viaje, pero no sé hacia dónde —contestó Casandra—. Nadie lo sabe con certeza llegado a este punto. Puede que nos aguarde el vacío, otro mundo u otra vida. O nada que podamos imaginar.
—No me soltéis —les pidió Karim—. No me soltéis, por favor…
En respuesta a su ruego, ellos estrecharon aún más fuerte las manos del muchacho. El tiempo se les agotaba, apenas quedaban segundos. Casandra cerró los ojos y alzó la cabeza hacia la claridad, bañándose en ella, con una sonrisa en los labios. De pronto su expresión cambió. Se giró hacia Sedalar, ansiosa.
—¡Has dicho que sabes cómo termina! —los ojos le brillaban—. Cuéntamelo, por favor ¿Cómo acaba? ¡Necesito saber si ha merecido la pena!
—No termina —Sedalar sonrió, la mirada alzada al cielo inmaculado, a la claridad que se los llevaba—. Es ahora cuando empieza.