XXIV
«¡Alzaos!»
En la Rocavarancolia soñada todo era quietud. Ni un soplo de viento hollaba la tranquilidad, ni el sonido más leve se escuchaba en la ciudad de dama Sueño. Los edificios destellaban al sol, sublimes y perfectos. El lugar entero respiraba paz. La hechicera se encontraba sentada en un banco de piedra junto al arco del triunfo que conducía a la ciudad. Contemplaba el cielo, era un cielo nuevo, recién creado, de un azul portentoso.
Al otro lado de ese cielo, al otro lado del sueño, la batalla ya debería haber terminado. De haber querido, dama Sueño habría podido asomarse a la vigilia y comprobarlo, pero no se atrevía a hacerlo. Era tan alta la probabilidad de que algo hubiera ido mal, que le daba miedo verlo.
Una pequeña réplica de sí misma se materializó en el sendero. La niña venía cantando una canción, bailoteando con sus pies descalzos.
—Caminamos en el lado equivocado de la medianoche —cantaba—, perdidas en el olvido de los que nunca fueron, en las canciones que nadie cantó… en los sueños que nadie soñó.
Llegó hasta ella y tras dedicarle una sonrisa perfecta le tendió sus pequeñas manos. Las de la dama Sueño anciana se crisparon sobre su falda.
—Es la hora —dijo la niña, en tono sereno—. No podemos demorarlo más.
—Pero ¿y si no acude? —preguntó la anciana con voz temblorosa. Parecía que se habían intercambiado los papeles y que ella era la niña angustiada y la pequeña la adulta sensata—. Puede que haya muerto.
—Entonces todo estará perdido —sentenció su réplica—. Harex conquistará Rocavarancolia y tarde o temprano destruirá la magia. Pero no es momento de tener miedo. Es la hora de hacer lo que llevamos preparando desde hace tanto tiempo.
Dama Sueño asintió despacio, respiró hondo y dejó que su yo infantil le ayudara a levantarse. Luego ambas emprendieron la marcha hacia la ciudad. A cada paso que daban una nueva dama Sueño aparecía en el lugar que acababan de abandonar y se ponía en camino a su vez. En un principio aquella riada de damas Sueño avanzó en procesión ordenada a través del arco, pero luego, al llegar a la plaza, sus caminos fueron divergiendo. Todas tenían claro dónde dirigirse.
Cada dama Sueño se detuvo ante una de las cientos de estatuas que poblaban la plaza y la avenida. Sus manos acariciaron el cristal en un gesto lento, melancólico. Dispensaron el mismo cariño a los niños que a los monstruos. En el fondo, las almas de unos y otros eran idénticas, no había diferencia entre ellas: centelleos de luz y vida que ansiaban libertad. Idénticos también eran los movimientos de las hechiceras al acariciar las estatuas, una coreografía nunca ensayada y, aun así, perfecta en armonía y ejecución. Justo en el instante en que sus caricias terminaron, las estatuas estallaron al unísono; fue una explosión lenta, majestuosa, como si el cristal, simplemente, hubiera pasado, de forma súbita, del estado sólido al gaseoso. Las almas de los muertos quedaron libres. Su brillo aumentó al contacto con el aire soñado de la ciudad soñada y luego ellas mismas comenzaron a cambiar. Dejaron de ser mariposas de luz para ganar en solidez, sus alas se transformaron en brazos y piernas y en sus rostros recién formados comenzaron a dibujarse rasgos.
Despacio, muy despacio, el ejército de dama Sueño comenzó a despertar.
* * *
Héctor se convulsionó en el suelo. Intentó gritar pero no hubo voz que surgiera de su garganta, en vez de ello brotó un resplandor nacarado, una voluta de humo blanco que salió de su boca desencajada como una lenta fumarola. Alzó una mano ante su rostro, el dedo pulgar estaba girado sobre sí mismo y el anular había desaparecido, cercenado a la altura de la primera falange. Pestañeó para librarse de las lágrimas, el sudor y la sangre que velaban su mirada.
Ignoró los sonidos líquidos que llegaban de sus pulmones e intentó recordar el hechizo de curación más simple que conocía. Fue fácil hacerlo, lo complicado fue vocalizar las palabras que lo componían al tiempo que realizaba los gestos pertinentes. Las frases se le quebraban en la garganta, se ahogaba en ellas. Hasta que, más por casualidad que por verdadero acierto, dio con los movimientos y las palabras correctas. El hechizo hormigueó en sus dedos, lo sintió crecer y, en esta ocasión, al fin, consumarse. No bien lo hubo lanzado notó cómo empezaba a recomponerse. Las heridas comenzaron a cicatrizar, los órganos dañados se regeneraron. Lanzó otro hechizo y el alivio todavía fue mayor. Las vértebras aplastadas recuperaron su forma normal y, al momento, recobró la sensibilidad de su tronco inferior. Sintió sus piernas vivas de nuevo. Héctor se incorporó, jadeando, ahíto de poder.
La magia vibraba a su alrededor, danzaba y ondeaba, perfecta, rutilante. Las cicatrices a su espalda comenzaron a temblar, a retorcerse. Sintió cómo las alas se removían bajo la carne. Alas nuevas, producto del poder de regeneración de su especie y de la hechicería que acababa de convocar. El dolor era terrible, al igual que lo había sido durante la salida de la Luna Roja. No le importó. Como en aquel entonces necesitaba aquella agonía: era su ancla en la cordura.
Y mientras las alas pugnaban por atravesar otra vez su carne herida, el ángel negro se aproximó a la mujer que amaba.
* * *
Dama Desgarro abandonó la torre poco después de que la bruja lo hiciera; ella no tomó el pasadizo de regreso al Panteón Real como había hecho aquélla, se limitó a perderse en la tormenta, confiando en los hechizos de ofuscación que todavía la amparaban. No tenía demasiadas esperanzas puestas en que Natalia permaneciera mucho tiempo en el mausoleo, con toda probabilidad se limitaría a dejar al cargo de dama Acacia tanto la joya lunar del demiurgo como aquel último regalo que éste le había dado y regresaría a la batalla. ¿Y acaso importaba lo que hiciera? Todos acabarían muertos antes de que saliera el sol.
Voló muy alto de nuevo, dispuesta a acometer por segunda vez la tarea de dirigir a las huestes de Sedalar. No se engañaba. Lo que estaban a punto de hacer no era más que un acto de desesperación, con el mismo valor que la mirada de desprecio que lanza un condenado al verdugo que se dispone a ajusticiarlo. Simplemente se negaban a irse en silencio. Era algo tan sencillo y primario como eso.
Contempló la ciudad a sus pies. La batalla podía parecer terminada, pero el trasiego allí abajo continuaba, como si Rocavarancolia supiera que todavía quedaba un último acto que representar. Los fantasmas vagaban entre los restos del ejército vencido, algunos caminaban entre los esqueletos con paso lento mientras otros volaban por la llanura profiriendo alaridos. Las gárgolas volvían a tomar los cielos mientras las estatuas se reagrupaban frente a Rocavaragálago junto a los supervivientes del ejército de no muertos de Hurza.
Una silueta sombría emergió de la catedral roja. La comandante de los ejércitos del reino potenció su mirada y la enfocó allí. Era Darío, el joven trasgo, quien ascendía por los aires, caminando como si fuera dueño absoluto de la creación. La mujer marcada vigiló a esa figura extraviada, incapaz de comprender qué sucesión de acontecimientos había llevado al trasgo a caminar por los cielos. ¿Y el ángel negro? ¿Y la vampira? ¿Qué había sido de ellos? El trasgo ascendía cada vez más alto. Lo perdió un instante entre las nubes, pero pronto las superó y volvió a hacerse visible. Y siguió ascendiendo, como si la mismísima Luna Roja fuera el objetivo de su marcha. Entonces supo a quién estaba mirando:
—Harex… —murmuró. El fundador del reino no había vuelto a la vida en el cuerpo de Héctor; el primer rey de Rocavarancolia había resucitado en el trasgo.
Sin tiempo de asimilar aquello, un centelleo de magia llamó su atención al otro extremo de la ciudad. En la distancia, dama Desgarro distinguió dos formas difusas rodeadas de explosiones y destellos, como si cargaran con su propia tormenta a cuestas. ¿Quiénes eran? Se movían demasiado rápido como para precisarlo, aunque creyó reconocer a Hurza como uno de los combatientes. No, la batalla no había terminado; era todo una falsa tregua, un espejismo a punto de romperse.
Un violento vibrar de llamas al suroeste le hizo mirar ahora hacia allí. Buena parte del incendio quieto había vuelto a la vida, llamas que llevaban treinta años congeladas habían despertado y se agitaban desbocadas. El piromante permanecía inmóvil entre ellas, dejando que éstas restauraran el poder perdido en la batalla; el dragón, en cambio, daba furiosos mordiscos al fuego, como si pretendiera sofocarlo a bocados.
No, no había terminado.
En la torre, el demiurgo hizo un gesto de asentimiento, miró hacia la llanura y volvió a recurrir a su magia. Aun a pesar de la distancia, dama Desgarro pudo ver la terrible convulsión que recorrió al muchacho cuando devolvió a la vida al primero de los titanes de hueso.
—Hasta que el último de nosotros muera no habrá acabado —murmuró la custodia del Panteón Real. Luego, sin poder contenerse, extrajo de su túnica la concha que le había dado Marea. La abrió con manos temblorosas y dejó que la canción grabada en la perla la rodeara.
* * *
Ujthan regresaba a Rocavaragálago montado en el dragón de piedra. Tanto su montura como él mostraban las consecuencias de la batalla. El guerrero tenía el brazo izquierdo inutilizado y tantas heridas repartidas por su cuerpo que de ponerse a ello le llevaría horas contabilizarlas. Había sido glorioso, magnífico. Hurza había cumplido su promesa. La traición a Rocavarancolia había merecido la pena. Daba igual lo que su conciencia se empeñara en decir, las heridas que vestía y el agotamiento que arrastraba bastaban para silenciarla.
Descabalgó del dragón en la almenara de Rocavaragálago para luego saltar por una de las aberturas de la plataforma. Al momento se arrepintió de no haber comprobado qué aguardaba abajo. El cansancio y la victoria le habían hecho confiarse. Frunció el ceño al ver el enorme corpachón de Alastor tirado junto al altar, como una montaña de chatarra. El inmortal estaba muerto; su inmovilidad y su silencio lo dejaban bien claro. Ujthan miró alrededor al mismo tiempo que extraía la espada de Nago de su tatuaje. No había nadie en la estancia. Sólo los cadáveres de Huryel y de Alastor. Entornó los ojos. Entre los brazos del engendro metálico descubrió un tercer cadáver, prácticamente oculto por las extremidades del inmortal.
El guerrero se acercó, con la espada dispuesta, alerta. Dado el estado de su brazo izquierdo tuvo que apartar los de Alastor a puntapiés para poder ver a quién pertenecía ese tercer cuerpo. Era la vampira, estaba inmóvil, tumbada en un inmenso charco de sangre.
—¿Truco o trato? —dijo de pronto alguien a su espalda.
Ujthan se giró para descubrir una sombra que en su anterior escrutinio había pasado por alto. Era un ángel negro, oculto en las tinieblas rojas de Rocavaragálago. Por un instante tuvo la convicción de que Esmael había regresado también de entre los muertos y un escalofrío recorrió su espalda. Pero no, era el cachorro. El muchacho en que habían pretendido resucitar a Harex. Era evidente que algo había salido mal.
Se incorporaba para enfrentarse a él cuando la vampira le saltó encima y le hundió los colmillos en la garganta en un rápido movimiento que Ujthan ni vio ni pudo evitar. La sangre comenzó a cambiar de cuerpo. El guerrero se irguió e intentó zafarse de ella, pero la joven se aferraba a su cuello como una sanguijuela descomunal. Dio un grito e intentó ensartarle el rostro con la espada. Una mano de hierro le sujetó el brazo del arma. El ángel negro se había movido a una velocidad portentosa para interceptar su ataque. Ujthan puso los ojos en blanco. La sangre se le escapaba y la vida con ella, y era tan placentero notar ese calor lánguido en la garganta… Era tan seductora la idea de dejarse llevar por el abrazo de la vampira…
No, no podía consentirlo. No había sobrevivido a la batalla para caer en la emboscada de dos cachorros recién transformados. Recurrió a todas sus fuerzas y saltó hacia atrás para aplastar a la vampira contra la pared. El golpe fue demoledor y la muchacha cayó al suelo tras el impacto. El ángel negro trastabilló también, cogido por sorpresa por el brusco movimiento. Ujthan se revolvió. Era un guerrero. El comandante de los ejércitos del reino. La visión se le nublaba, ¿cuánta sangre había perdido? Haciendo un supremo esfuerzo alzó la espada y cargó contra su enemigo.
Héctor se hizo a un lado con rapidez. Ujthan, aturdido, trató de corregir su embestida, tropezó en una de las pezuñas de Alastor y salió despedido. Su inmenso corpachón aceleró su caída y, para evitarla, se aferró a lo primero que encontró: un atril fabricado con una estalagmita y un cráneo. En un intento desesperado por recuperar la verticalidad se apoyó en el libro que sostenía el atril.
Era el Grimorio de Hurza Comeojos.
El alarido de Ujthan fue terrible. La sangre de la cubierta se alzó como una ola y cayó sobre la mano que había osado tocarla, luego ascendió por el brazo, con una rapidez sobrecogedora. Ujthan no podía dejar de gritar. Sentía cómo su propia sangre reaccionaba al contacto de aquella otra que se extendía por su cuerpo. La sangre en sus venas hervía. Aquel líquido cambiaba de estado, se hacía piedra, se hacía filo. Su aullido de dolor se convirtió en un borboteo agónico cuando su lengua y sus cuerdas vocales se desintegraron al paso de la sangre cristalizada que despedazaba su cuerpo.
Héctor y Marina contemplaron cómo Ujthan desaparecía en medio de un estallido de sangre, carne y tejidos. Por un instante una nube roja flotó en el lugar que había ocupado el guerrero, luego ésta fue absorbida por la cubierta del grimorio, como una viruta de hierro atraída por un imán. En la estancia se escuchó un rápido repiqueteo metálico: el ruido de una multitud de objetos de acero cayendo al suelo, pero cuando los muchachos miraron en dirección al sonido no alcanzaron a ver nada.
* * *
El Lexel blanco se irguió en lo alto del faro, había captado una traza de poder en el aire, un hálito de magia reciente apenas amortiguado por hechizos de disipación. Despegó de la cúpula, atento a ese chispazo mínimo. La gárgola en la que montaba el hijo de Belgadeu comenzó a aproximarse a él, pero a un gesto del hechicero, su jinete la detuvo. No quería distracciones. Aquella corriente de magia se avivó. Intentó enfocarla y encontrar la fuente.
No tardó en hacerlo. Y nada más conseguirlo no pudo evitar echarse a reír. Había sido obvio.
—¿Dónde si no podría ocultarse? —murmuró con voz cantarína. Luego se dirigió a su grotesco aliado—. Está en las montañas —le informó y en su voz quedó claro cuánto admiraba la osadía de dama Desgarro y los suyos—. De nuevo hay un demiurgo en Altabajatorre.
* * *
—Ya vienen —anunció el Lexel negro y, mientras hablaba, subió de un salto a la almena de la vieja torre. Su capa aleteó al viento, como una bandera enloquecida.
Sedalar Tul apartó la mirada de la llanura de Rocavaragálago para echar un rápido vistazo hacia el oeste y, aun a pesar de los hechizos de Medea, hasta ese simple gesto supuso una auténtica agonía. El hechicero tenía razón: ya venían. Una nube de gárgolas se acercaba veloz, capitaneada por el gemelo del Lexel. La bruja maldita le lanzó un último hechizo sedante y se apartó de él tras apretarle con cariño el hombro.
—No tardarán en llegar —anunció el mago de la máscara negra. Se giró hacia ellos y por un instante pareció que la noche había cobrado forma humana para observarlos desde aquel rostro sin rasgos—. Aquí se separan nuestros caminos. No sé qué nos reservará el futuro, pero si de algo estoy seguro es de que no volveremos a vernos. Que tengáis una muerte gloriosa —les deseó y, acto seguido, echó a volar al encuentro de su hermano.
Sedalar se partía por dentro. Con cada nueva criatura a la que revivía notaba cómo se le desgajaba la vida. Era su destino. Era su momento. Sus ojos desorbitados iban y venían por la llanura, dando vida otra vez a los colosos de hueso aunque ahora, esa vida, era muy diferente a la que les había regalado en primera instancia. El hechizo de anclaje requería más tiempo que el sortilegio normal, más si cabe con los añadidos que él estaba improvisando.
Dio vida a la osamenta que treinta años antes había sustentado el cuerpo tremendo de Umbra Gala, y el consiguiente estallido de dolor le hizo aferrarse a la almena.
—Quietos, quietos… —ordenaba a sus creaciones antes siquiera de que éstas despertaran—. No os mováis. Como antes, como en la cicatriz. Vida silenciosa. Vida quieta. Hasta que llegue el momento… —sonrió y una gota de sangre corrió desde la comisura de sus labios hasta el hoyuelo de su barbilla. Su rostro, sus manos, todo su cuerpo, iba adoptando un tono cada vez más gris.
La Luna Roja ganó de pronto en intensidad. Su luz se derramó sobre la ciudad y las montañas como un cortinaje inmenso. Su resplandor tintó el lomo de las nubes y la piedra viva de las gárgolas que se aproximaban. Sedalar Tul se pasó la lengua por los labios, recorriendo el perfil de esa otra boca que durante un instante se había detenido en la suya. Entre el sabor salado del sudor y el metálico de la sangre creyó encontrar el de los labios de Natalia. Sonrió. Allí, en el almenar de Alta-bajatorre, el hogar de tantos y tantos demiurgos a lo largo de los siglos, se sintió más vivo de lo que se había sentido nunca.
El Lexel blanco se detuvo al ver aproximarse a su hermano desde las montañas. Las gárgolas le adelantaron. Vio pasar junto a él al hijo de Belgadeu y le indicó con un gesto que se encargara de comandar el asalto. La criatura de hueso soltó una carcajada y azuzó a su montura para ponerse en cabeza del enjambre de gárgolas.
Su gemelo no tardó en llegar hasta él. Ambos quedaron flotando en el aire, levitando el uno frente al otro, de nuevo calcos simétricos, hasta el viento parecía dibujar las mismas figuras con sus capas y sus trajes. El Lexel negro fue el primero en hablar:
—Vengo a por tu vida —le anunció—. Reclamo el pago de mi apuesta. Apostaste tu alma, dos besos a las puertas de la muerte y una noche de masacre. Esos fueron los términos y yo vencí.
—La masacre se está produciendo. Resulta evidente —dijo el blanco mientras con un gesto lánguido señalaba su traje, manchado de salpicaduras de sangre.
—Uno de los besos ya ha sido dado —le informó su hermano—. Y el otro no tardará.
—Y vienes a por mi alma.
—Eso es.
—Deberás arrebatármela. No la entregaré sin lucha.
—Será un placer.
—¿Qué armas utilizaremos? —preguntó el mago en tono distraído—. ¿Espada o hechicería?
El Lexel negro desenvainó su espada oscura y sonrió avieso tras su máscara.
—Ambas —y dicho eso se abalanzó sobre aquella parte de sí mismo que tanto aborrecía y a la que tanto necesitaba.
* * *
La marabunta de gárgolas llegó a Altabajatorre.
Muchas se hicieron pedazos contra la protección mágica y al momento ésta comenzó a agrietarse. Tras ella, frenéticos en el almenar, los brujos malditos comenzaron a reparar las fallas que se iban abriendo en su superficie. Medea en absoluto silencio; Laertes torciendo el gesto cada vez que se clavaba el cuchillo en el antebrazo. Las gárgolas arremetían contra la barrera, ansiosas de atravesarla y hacer pedazos a los que se ocultaban tras ella. Era cuestión de tiempo que lo consiguieran. La fuerza bruta de la que hacían gala era tremenda. Y más cuando desde Rocavaragálago llegaron nuevos efectivos para unirse a los primeros.
El hijo de Belgadeu volaba en torno a Altabajatorre, sin entrar en liza directamente. Ya había colaborado en la destrucción de un campo mágico y se le antojaba redundante atacar un segundo, por mucho que el primero hubiera resultado ser un señuelo. Tras el caos de gárgolas se veía el frenético ir y venir de los brujos malditos. Medea abandonó de pronto la tarea de restaurar la barrera y comenzó a dibujar en sus antebrazos pequeñas runas que desde la distancia la criatura del nigromante no alcanzó a distinguir. El demiurgo permanecía inmóvil, ajeno al caos desatado a su alrededor. Cada poco tiempo una convulsión le estremecía. Estaba intentándolo de nuevo, comprendió el hijo de Belgadeu, estaba devolviendo la vida otra vez al hueso muerto. Sacudió su calavera, apesadumbrado. Aquello había dejado de suponer un reto. No había resistencia a la que enfrentarse, lo que estaba contemplando eran los estertores de un cuerpo que moría.
De pronto, un movimiento en las montañas captó su atención. Dos figuras ascendían trabajosamente por una ladera. El engendro frenó a su gárgola y observó durante un instante las evoluciones de las dos siluetas. A continuación se desatendió por completo de Altabajatorre.
Había encontrado otra cosa en la que entretenerse.
* * *
—Eres especial, muchacho —le había asegurado Denéstor Tul en aquella lejana noche. El singular hombrecillo había aparecido de pronto entre dos estanterías de la biblioteca de su abuelo, como si fuera un personaje escapado de las páginas de un libro—. Me atrevería a decir que eres, óyeme bien, único.
—Todo individuo es por el mero hecho de existir especial y único —le interrumpió él mientras se frotaba los ojos por debajo de las gafas. El humo especiado que surgía de la pipa del extraño le hacía llorar.
—Una gran verdad —admitió Denéstor—. Pero dentro de ti hay más potencial que en la mayoría. Un potencial que nunca serás capaz de desarrollar en este mundo. En esta tierra languidecerás sin alcanzar tu destino, Bruno. No lo permitas y ven conmigo. Acompáñame a Rocavarancolia.
Sedalar Tul ya no sentía dolor. Al dar vida a la última criatura había pasado un umbral tras el cual éste no existía. Estaba roto por dentro, tan destrozado que era como si sus terminaciones nerviosas hubieran dejado de registrar el sufrimiento. Era un milagro que continuara con vida, pero Rocavarancolia era la tierra de los portentos, bien lo sabía él. Sedalar Tul, el demiurgo de Altabajatorre, el niño vacío, respiró hondo, se llenó los pulmones de aire de tormenta y miró alrededor. La torre era un hervidero de criaturas, un frenesí de violencia a un segundo de desencadenarse. Ahora sólo Laertes contenía aquella furiosa riada. Medea había retrocedido un paso y seguía dedicándose a dibujar runas en sus antebrazos y manos.
Todo aquello parecía estar pasando fabulosamente lejos. A universos de distancia. Sedalar se estaba marchando. Llegaba el final, deslumbrante, magnífico. Llegaba el final, perlado de luz y maravilla. Parpadeó y la sangre dibujó dos trazos gemelos en su cara. Posó de nuevo la vista en las osamentas inmóviles que yacían en la llanura de Rocavaragálago, más allá del clamor de los engendros de piedra.
«Todos mueren», se dijo el demiurgo, «al final todos mueren… Pero qué vidas majestuosas podemos llevar mientras tanto. Qué de maravillas nos puede dar tiempo a contemplar».
No le quedaban fuerzas y, aun así, logró ejecutar el sortilegio una vez más. Parpadeó y más sangre se derramó por sus mejillas cenicientas.
Y de pronto, Sedalar dejó de estar en Altabajatorre para encontrarse de regreso a la tarde en la que decidieron olvidarse de Rocavarancolia para bailar en un palacete imposible. La música le rodeaba y él danzaba con Maddie a través de la sala donde pronto se desencadenaría la tragedia, aturdido por la cercanía de aquel cuerpo cálido. «¡Dan ganas de bailar en el aire!», había exclamado la pelirroja poco antes.
—¿Quieres hacerlo? —escuchó Medea preguntar a aquel muchacho agonizante—. Puedo hechizarte para que lo hagas.
La pista de baile se desvaneció ante los ojos de Sedalar en pleno giro. Por un segundo volvió a tener ante sí la llanura y Rocavaragálago y las gárgolas enloquecidas que querían irrumpir en Altabajatorre, pero en el siguiente parpadeo el escenario volvió a cambiar. Se halló de regreso a la plaza de la torre Serpentaria. Una chica se acercaba desde las mazmorras donde habían despertado, acompañada de dos muchachos; iba vestida con un jersey enorme y llevaba la cara tiznada. Bruno se la quedó mirando, ignorante de que, unos instantes después, el hielo con el que había recubierto su alma comenzaría a resquebrajarse.
—Mi final feliz… —murmuró con un hilo de voz.
Se moría. Se estaba muriendo. Y era una sensación tan extraña, tan aniquiladora y, a la par, tan plena. Se echó a reír aferrado al almenar. Riendo y llorando al mismo tiempo mientras la vida se le escapaba. Pero aún quedaba una última cosa por hacer:
—¡Alzaos! —pidió a las criaturas a las que acababa de dar vida—. ¿Oís mi voz? ¿La reconocéis? Soy yo otra vez… Soy yo de nuevo. ¡Perdonadme porque no os puedo dejar descansar! ¡Os necesito, monstruos! ¡Os necesito, espantos! —tomó aliento—. ¡Alzaos! —gritó y en aquella última orden puso hasta el último ápice de las energías que le quedaban.
Luego se desplomó sobre el almenar. Estaba hecho. Consumado. La Luna Roja había dejado de tener sentido para él. Pero no se sumió en la oscuridad como había esperado. Lo que vio emerger ante él era un lugar sobradamente conocido: el escenario que había visitado en sueños durante toda su vida. A través de un velo de lágrimas se encontró de regreso en el centro de la escena, abrazado a su báculo, frente el patio de butacas que tan bien conocía.
Los muertos le contemplaban. Sus rostros ya no estaban expectantes, sus posturas en los asientos habían dejado de lado toda tensión. Le observaban sonrientes, admirados, muchos también con lágrimas en los ojos. Y él jadeó en mitad del escenario, desorientado por aquel cambio en el guión, y lo único que se le ocurrió decir fue la última palabra que había pronunciado en vida:
—Alzaos…
Y lo hicieron. Uno a uno se levantaron de sus asientos. Su padre, su madre, los criados, los tutores, su abuela, los niños del jardín de infancia… Todos. Alexander, Ricardo y Rachel también, el pelirrojo con una sonrisa en los labios que parecía ocultar una carcajada. Hasta el último de los muertos se levantó y comenzó a aplaudir. Era una ovación cerrada, rabiosa, el cierre perfecto para una función increíble, como si allí hubiera tenido lugar el mayor truco de magia que se hubiera llevado a cabo jamás. Sedalar se les quedó mirando, asombrado. Los muertos no dejaban de aplaudir. Él dio un paso hacia delante. Luego otro. Y después hizo lo único razonable en aquella tesitura: se quitó la chistera, barrió el aire con ella y, rodeado de aplausos, hizo una reverencia.
Justo cuando se incorporaba, el escenario y las butacas desaparecieron, llevándose a casi todos los muertos con ellos. Sólo Rachel, Ricardo y Alexander permanecían allí, en aquella oscuridad que de pronto se le antojó extraña, aplaudiendo a rabiar.
—¡Tú sí que sabes salir de escena! —gritó el pelirrojo.
Luego, a su alrededor, comenzó a emerger una ciudad.
* * *
La burbuja mágica de Altabajatorre estaba a punto de ceder. Sus grietas eran ya tan enmarañadas que resultaba imposible ver nada al otro lado que no fueran sombras fragmentarias. Medea dibujó una última runa explosiva en su piel y, a continuación, se acercó a Laertes. Contuvo la mano del brujo cuando se aprestaba a apuñalarse otra vez. El hombre la miró sin comprender. Estaba pálido y demacrado, pero aún conservaba la fuerza indómita de su mirada. Fuera las gárgolas continuaban golpeando el campo de magia.
Medea tomó el cuchillo de la mano lívida del brujo y se fue cortando con su filo, una a una, las puntadas con las que hacía tanto tiempo había sellado sus labios. Luego practicó sobre ella un antiguo hechizo de restauración. Era un sortilegio poderoso y para realizarlo necesitó buena parte de su energía. Tanto daba, después de eso poco más quedaba por hacer. La bruja sintió cómo la lengua mutilada comenzaba a crecer de nuevo.
Miró a los ojos de Laertes y sus labios se curvaron en una sonrisa radiante.
—Te quie… —alcanzó a decir, antes de que una explosión brutal barriera por completo el almenar de Altabajatorre y el enjambre de gárgolas que ya iba en su búsqueda.