23: «Al final todos mueren»

XXIII

«Al final todos mueren»

Los fantasmas formaban una inmensa nube sobre el castillo, tan enorme que la Luna Roja parecía pequeña en comparación. Los había a cientos. A miles. Todos aullaban de manera desaforada, extraviados y furiosos. Durante mucho tiempo habían permanecido encerrados en la estancia infinita, adormecidos por el hechizo que pendía sobre ella; y ahora habían sido liberados, pero su libertad no era más que una burla, un insulto, simplemente habían cambiado una prisión por otra. Ahora eran esclavos de la voluntad de uno de los suyos.

La mezcla de resplandores en las alturas convertía tanto a la fortaleza como a la montaña en un enloquecido calidoscopio, una vorágine de luces cambiantes. Y justo bajo aquella luz movediza estaba dama Serena. Ella era el centro de la ira de los espíritus de Rocavarancolia.

—Perdonadme —imploró—. Perdonadme…

A continuación les dio la orden de abatirse contra el ejército del demiurgo y a ellos no les quedó más alternativa que obedecerla. La desbandada fue instantánea, un tropel de figuras etéreas salió despedido hacia la llanura de Rocavaragálago, con los rostros crispados por la rabia, profiriendo los alaridos que llevaban conteniendo desde hacía tanto, tanto tiempo.

El griterío de aquella tropa fantasmagórica no detuvo el vuelo del Lexel blanco. Se limitó a mirar sobre su hombro y contemplar aquella marabunta de espíritus que enfilaba hacia la llanura. Luego volvió a fijar su atención en el faro y las siluetas borrosas que se adivinaban tras la barrera. Sus dedos se agitaban, espasmódicos, sobre un hechizo de consunción negra; a él estaba adhiriendo una serie de pequeños sortilegios disolventes para intentar reventar la esfera que rodeaba el edificio.

Antes de que alcanzara la barrera, medio centenar de onyces aparecieron de la nada y le cortaron el paso. No llegaron solas. Desde el otro lado de los acantilados surgió una multitud de criaturas de hueso, más engendros de la cicatriz de Arax animados por el demiurgo. Todas pertenecían a la misma especie: una suerte de criaturas de pequeño tamaño, alas desproporcionadas y cráneo chato y picudo. Iban armadas de cuchillos y dagas y alguna todavía portaba encima piezas de antiguas corazas. Aquellos esperpentos se unieron a las sombras de la bruja para formar una barrera entre él y su destino, un caos en el que se entremezclaba el blanco y el negro. Por un instante tuvo la impresión de estar contemplando un gigantesco tablero de ajedrez mal pintado en la tormenta.

El Lexel blanco evaluó las fuerzas que se interponían en su camino al faro. Al menos eran cien criaturas, entre onyces y espantos. Una cantidad considerable que hablaba bien a las claras de la importancia de lo que protegían.

—Presiento que hemos dado con algo, mi buen amigo —escuchó a su espalda. Se giró hacia la voz para descubrir al hijo de Belgadeu, embutido en la tétrica capa que se había confeccionado con el pellejo del ángel negro—. Sí, creo que hemos dado con algo —repitió—. Lo siento en los huesos.

* * *

La comandante de los ejércitos del reino contempló cómo las hordas de fantasmas se unían a la batalla. Al momento, el signo de la misma comenzó a variar de rumbo. Los espíritus podían ser intangibles, pero en mayor o menor medida todos eran capaces de interactuar con la materia física. Algunos generaban violentos torbellinos de aire, otros podían hacer levitar pequeños objetos de los que se servían como proyectiles; además contaban entre sus filas con muchos que habían sido hechiceros y brujos en vida y en sus almas agostadas todavía quedaban posos de su antiguo poder. Sí, las tornas estaban cambiando.

De pronto una figura escapó del campo de batalla. Era el dragón de Transalarada, con el piromante inconsciente sobre el lomo. Vio cómo ambos se acercaban en un vuelo frenético hacia el barrio en llamas, perseguidos de cerca por un gran número de gárgolas. Los perdió de vista cuando descendieron en picado entre las llamaradas quietas del incendio provocado por Arador Sala treinta años antes.

La batalla de Rocavaragálago no era la única a la que dama Desgarro prestaba atención. Una pequeña escaramuza estaba teniendo lugar bastante más al este, muy cerca del faro sobre el que ella flotaba. Y esa lucha también se estaba decantando claramente a favor del enemigo. El Lexel blanco y el hijo de Belgadeu estaban dando buena cuenta de los guardianes que habían dejado a cargo de la seguridad del faro. La magia del hechicero y la fuerza bruta de la criatura del nigromante estaban diezmando sin piedad a los suyos. Pronto el camino les quedaría expedito. Demasiado pronto para su gusto.

Dentro de poco caerá la barrera del faro, dama Desgarro dio forma a ese pensamiento para luego transmitirlo al grupo del demiurgo. Preparaos como mejor podáis. La suerte, nos guste o no, está echada.

La noticia fue recibida con pesar en las almenas. Sólo el Lexel negro pareció indiferente a ella. Contemplaba desde la distancia a su hermano, derribando sombras y esqueletos. La impaciencia le corroía. Ardía en deseos de enfrentarse con aquella parte escindida de él.

Medea, sentada junto a Sedalar, miró con preocupación a Laertes. El brujo maldito había extraído de su vaina el cuchillo con el que se practicaba las heridas rituales de las que se alimentaba su magia. La hoja estaba tratada para curar las heridas que abría casi al instante pero también para amplificar el dolor que causaba. La bruja le sonrió y notó cómo las punzadas con las que había cosido sus labios le tiraban de la piel. A continuación palmeó la mano del demiurgo y, tras un gesto de disculpa, se levantó y se fue.

Sedalar respiró hondo. Se sentía anestesiado pero, bajo la magia sedante, percibía las muertes de sus criaturas. No necesitaba contemplar la batalla para saber que las cosas no iban bien. Lo que antes había sido un goteo de bajas se estaba convirtiendo en una verdadera riada. Alzó la vista en busca de Medea. El efecto de la magia pronto pasaría y de nuevo quedaría expuesto al dolor. La vio al pie del almenar, trenzando frases con sus manos ante Laertes y Natalia. El brujo tradujo sus palabras a la muchacha que, tras dedicar una mirada al demiurgo, se aproximó a él. Se dejó caer a su lado, con las manos enlazadas alrededor de las rodillas recogidas.

—Por lo visto me toca hacerte de niñera, Bruno —dijo mientras señalaba a los brujos del almenar. Ambos habían comenzado a trazar extraños signos en la piedra. Laertes, antes de dibujarlos, se apuñalaba repetidas veces en la muñeca—. Estarás contento.

—Estaría contento si me llamaras de una vez por mi nombre —masculló.

Natalia le miró con el ceño fruncido y soltó algo semejante a un gruñido. El demiurgo suspiró, dejándola por imposible. Tomó el báculo a su espalda y se lo tendió.

—Usa la energía almacenada en él —le pidió—. No malgastes la tuya conmigo. Puede que la necesites más tarde.

La joven vaciló un instante, pero luego asintió con desgana, recogió el báculo y se lo colocó entre las rodillas.

La lluvia empapaba sus cabellos y los hacía brillar en un reluciente tono negro. Se quedaron en silencio, contemplando cómo los brujos malditos se preparaban para repeler el ataque enemigo. El Lexel negro no parecía tener intención de ayudarlos, se limitaba a permanecer inmóvil, mirando al este con expresión ausente.

Sedalar Tul sintió un latigazo en la boca del estómago. Se echó hacia delante, con los dientes apretados y un grito en la garganta. El hechizo sedante acababa de terminar y volvía a sentir en toda su intensidad la muerte de sus creaciones. Natalia dio un respingo, sorprendida por aquella repentina convulsión, pero no tardó en reaccionar y lanzarle un nuevo sortilegio. El demiurgo se relajó al momento, aunque una gota de sangre resbaló de su fosa nasal hasta su labio.

—¿Por qué estamos haciendo esto? —preguntó Natalia—. ¿Cómo nos hemos metido en este jaleo?

—Un tipo gris nos trajo a Rocavarancolia —contestó él mientras trataba de recuperar el resuello—. ¿Te acuerdas? Era muy pintoresco y no dejaba de fumar una pipa apestosa.

—Bobo. No me refiero a eso —sacudió la cabeza—. ¿De verdad estamos intentando salvar esta ciudad después de todo lo que nos ha hecho?

—No hacemos esto sólo por Rocavarancolia —dijo él—. Es también por nuestros amigos. Y por nosotros mismos —se encogió de hombros.

—Pero por la ciudad también —insistió ella, luego suspiró, con la mirada perdida más allá de la Luna Roja—. El tipo gris tenía razón —dijo—. Éste es nuestro lugar. En eso no mintió. Nos guste o no, pertenecemos a Rocavarancolia.

—No —concedió él—. En eso no mintió.

Natalia se sumió en el silencio, un silencio meditabundo presintió Sedalar por el modo en que fruncía el ceño y se mordía el labio inferior.

—Lo que dije aquel día —comenzó la bruja—. Aquel día en el torreón cuando confesaste lo que sentías por mí. Quiero disculparme —se frotó la frente con una mano, como si quisiera borrar algo pintado en ella—. Quiero pedirte perdón. Fui demasiado cruel. Y lo fui a propósito. Intentaba hacerte daño, y no te lo merecías.

—No tienes que disculparte por eso —dijo él—. Héctor me lo explicó. No era el momento. Cometí un error.

El demiurgo alzó la mirada al cielo, con la esperanza de que la lluvia consiguiera paliar el repentino calor que sentía en las mejillas. Sus ojos se fijaron en la Luna Roja, en aquel astro siniestro que había sido pieza clave en todas sus aventuras en Rocavarancolia. Fue entonces cuando se dio cuenta:

—No es una luna —dijo y rompió a reír ante aquella súbita y absurda revelación—. ¡Maldita sea! ¡No es una luna!

—¿Perdona? —Natalia le miró de reojo.

Sedalar señaló hacia el cielo y el inmenso astro que lo dominaba.

—La Luna Roja no es una luna. ¿Cómo no me he dado cuenta antes? —sacudió la cabeza—. Su órbita es demasiado excéntrica para ser un satélite.

—¿Te has vuelto loco?

—Sí, hace tiempo, pero que esté loco no significa que no tenga razón —rio otra vez—. No es una luna —dijo mientras se inclinaba hacia ella—. Es un cometa. ¿Lo entiendes? Es un cometa que una vez al año pasa junto a este mundo.

—Oh —Natalia alzó la vista y contempló la esfera enrojecida que desde hacía días campaba a sus anchas por los cielos—. Vaya —frunció el entrecejo—. Pero eso no cambia nada, ¿verdad?

—No, no lo cambia —dijo, sin dejar de sonreír—. Pero es curioso cómo a veces se nos escapa… —se echó hacia delante, con la boca entreabierta y la mirada desorbitada por la sorpresa. Natalia debió pensar que el dolor le asaltaba de nuevo, pero con un gesto la contuvo cuando a punto estaba de lanzarle un nuevo hechizo—… lo obvio —terminó—. A veces cuesta ver lo obvio aunque lo tengas delante —¿Cómo había podido ser tan estúpido? Metió la mano en su chaleco y sacó el medallón con la joya lunar—. Funciona perfectamente —anunció y, de pronto, se echó a llorar. No pudo evitarlo—. Funciona perfectamente —repitió aun a pesar de que sus dedos estaban en contacto con la piedra y no pasaba absolutamente nada—. No era el momento adecuado —Natalia lo miraba asombrada—. Sólo eso. No era el momento —las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas, tintadas de sangre—. Las joyas lunares no funcionan cuando la Luna Roja está en el cielo, ¿comprendes? La influencia de la luna anula su efecto…

—No es una luna —dijo la muchacha. Le temblaba la voz y quizá, si le hubieran preguntado el motivo de la honda emoción de la que era presa, no habría sido capaz de responder. La bruja alzó la mirada como si allí arriba, prendida en el cielo, hubiera una verdad absoluta y definitiva, una revelación tan maravillosa que una vez conocida nada podría volver a ser igual—. No es una luna, Sedalar. Es un cometa.

* * *

Había regresado. Harex había vuelto a la vida. Hurza contempló cómo su hermano se incorporaba en el altar; lo hizo con un movimiento brusco, casi mecánico, con la espalda y los brazos rígidos. A continuación sacudió la cabeza de un lado a otro, en una sucesión de violentos giros, como si pretendiera comprobar la resistencia de su cuello. Hurza había necesitado días para controlar el cuerpo de Belisario. Pero él no era Harex.

—Hermano —le llamó. Alzó una mano en su dirección. Descubrió que le temblaba y la bajó al momento. Harex detestaba las muestras de emoción.

El trasgo abrió la boca todo lo que daban de sí sus mandíbulas, fue un bostezo descomunal que mantuvo durante un largo minuto; en ese tiempo permaneció completa y absolutamente inmóvil. Una vez cerró sus fauces, se levantó de un salto que, de tan descoordinado, a punto estuvo de llevarle al suelo. Después se arrancó el cuerno del pecho y lo arrojó lejos, con desprecio, con rabia.

Miró entonces a Alastor, en un movimiento tan rápido que se escuchó el crujir de las vértebras del cuello. El inmortal retrocedió impresionado por aquella mirada y a punto estuvo de aplastar el cadáver del regente contra la pared. La atención de Harex por el gigante apenas duró un segundo. Con la misma velocidad desencajada, giró la cabeza hacia Hurza.

—Eres pardo —dijo de pronto mientras lo observaba con fijeza demente. Al momento alzó las manos ante su cara, otro gesto mecánico y acelerado—. Y yo soy un trasgo —miró alrededor—. ¿Cuánto tiempo he estado ausente?

—Dos mil años —contestó Hurza—. Han pasado dos mil años desde que nos asesinaron.

Harex asintió, como si siempre hubiera formado parte de sus planes pasarse dos milenios muerto. Su nariz se contraía y distendía en un olfateo continuo, saboreando todos y cada uno de los olores que llegaban a él. Echó a andar hacia una de las grandes oquedades que se abrían en los muros y, cuando ya parecía que su intención era atravesarla, frenó en seco, se apoyó en la pared y asomó medio cuerpo fuera, ajeno a la tormenta.

El fundador del reino observó la batalla que tenía lugar a los pies de Rocavaragálago. Durante un minuto recorrió con la mirada a las huestes de fantasmas, sombras, esqueletos y cadáveres que se enfrentaban en la llanura.

Luego, durante otro minuto, estudió el estado ruinoso en el que se encontraba Rocavarancolia. Ese tiempo le bastó para hacerse una composición general de lo que estaba ocurriendo, no necesitó más. Volvió dentro.

—El cuerpo que me has procurado está vacío de poder —anunció—. No hay rastro de magia en él. Sólo hambre.

—Es un trasgo joven —le explicó Hurza—. Por lo que sé todavía no ha tenido la oportunidad de alimentarse como es debido.

—Lo siento dentro —apuntó Harex con un gruñido—. Se niega a irse. No sabe que ya está muerto —se llevó una mano a la cabeza y la enterró en el pelambre enredado que era su cabello—. ¿Qué fue de Icaria? —ese era el nombre de la mujer que confabulada con el primer Consejo Real había vertido en su oído el veneno que acabó con su vida.

—Lleva siglos reducida a polvo —contestó Hurza—. Ignoro cómo murió. En el tiempo que llevo aquí no he podido averiguarlo.

Harex asintió.

—Más tarde la traerás de regreso con la resurrección breve. Quiero despedazarla y obligarle a comerse sus propios miembros —soltó otro gruñido antes de continuar—: Este cuerpo está hambriento. Necesito carne. Necesito mi magia de regreso.

—Tengo dos cosechados dispuestos para tal contingencia —señaló Hurza—. Puedes servirte de uno como te plazca, al otro lo necesitaremos vivo si queremos que sigan abriéndose vórtices.

—Vivo no significa necesariamente entero —dijo Harex. Antes de ponerse en camino y seguir a su hermano, miró otra vez por la ventana—. No queda nada de la gloria que nos robaron —murmuró—. ¿Esto es lo que han logrado en dos mil años? ¿En esto han convertido nuestro legado?

—Fueron grandes durante un tiempo. Un reino conquistador y temible. Al final sucumbieron.

—Al final todos sucumbimos. Es ley universal —dijo Harex—. Pero nosotros siempre regresamos, da igual lo profundo que nos entierren, siempre encontramos el camino de vuelta —se llevó la mano al vientre e hizo una mueca espantosa—. Guíame a tus cosechados. No he vuelto a la vida para morirme de hambre.

* * *

La estancia quedó en calma una vez los dos hermanos, seguidos por Alastor, la abandonaron. Durante unos instantes, los únicos movimientos allí fueron el de la sangre al gotear del altar y el de la sombra del cadáver de Huryel, agitada por el resplandor de los relámpagos.

De pronto del grimorio de Hurza comenzó a desprenderse una fina columna de polvo. Lo hacía despacio, muy despacio. Se deslizó por el cráneo y el tronco de la estalagmita que servían de atril al libro para ir acumulándose en el suelo. Enoch se había puesto en marcha. Cuando el vampiro logró que todo su ser hubiera abandonado el libro hizo rodar la infinidad de partículas que lo formaban hacia el regente muerto. Seguía mermado por el agotamiento pero se negaba a desaprovechar aquella oportunidad.

Las joyas de la Iguana lo llamaban. A él, al sucesor de Esmael en el cargo de Señor de los Asesinos.

Tras lo que al vampiro se le antojó una eternidad llegó hasta Huryel. Trepó por la mano del cadáver y se deslizó bajo los anillos. El brazo del regente dio una sacudida y luego otra, aún más brusca. A continuación, los anillos resbalaron fuera de la mano muerta. No llegaron a caer, los dedos de carne y hueso que los habían portado durante tantos años habían sido sustituidos por dedos fantasmales que flotaban en el aire. Por un instante dio la impresión de que un guante negro estaba tejiéndose desde la nada. Y justo cuando comenzaba a nacer un antebrazo de él, la capa movediza de polvo que se desperdigaba alrededor del cadáver se precipitó sobre el resto de joyas. Con cada nueva pieza que aquellos tentáculos granulosos sustraían al cadáver más realidad ganaba la forma polvorienta que se cernía sobre éste. Pronto una silueta ya reconocible se alzó en la estancia.

Dos manos brumosas tomaron la última pieza de las joyas de la Iguana: la tiara que Hurza no había podido arrebatar de la cabeza de Huryel. A continuación, con pausada solemnidad, el vampiro resucitado se coronó con ella.

No estaba completo. Donde debían estar sus ojos se abrían dos cuencas vacías, dos siniestras oquedades negras. El nuevo regente de Rocavarancolia siseó rabioso. No le hacían falta ojos para ver. No los había necesitado cuando no era más que polvo y ahora que había recobrado su cuerpo tenía la magia para sustituirlos. El vampiro ciego miró en dirección al pasaje por donde los fundadores del reino se habían marchado.

* * *

Las sombras y los espantajos de hueso que custodiaban el faro fueron derribados sin piedad del cielo. Sus órdenes habían sido las de resistir durante el mayor tiempo posible, pero, a pesar de su número, el hechicero y el engendro del nigromante no tardaron mucho en barrerlos por completo. La última onyce cayó destrozada justo cuando las gárgolas que habían abandonado la batalla para unirse a ellos llegaban a las inmediaciones del faro.

Su siguiente objetivo fue el campo mágico que rodeaba el edificio. Y no tardaron mucho en darse cuenta de que sería un enemigo más duro de batir que el pequeño ejército que lo había protegido.

El Lexel blanco descargaba hechizo devastador tras hechizo devastador y lo único que conseguía era ennegrecer la barrera. Las gárgolas colaboraban como podían en su destrucción; algunas la golpeaban con sus zarpas mientras otras trataban de echarla abajo a cabezazos y mordiscos. El hijo de Belgadeu se encaramó a aquella estructura invisible y, tras quitarse los guantes fabricados con la piel del ángel negro y atarlos en una de sus costillas, comenzó a golpearla con tal salvajismo que a cada golpe nacía una intrincada red de grietas bajo sus puños.

Dama Desgarro los observaba desde el cielo, oculta a sus ojos, sin la menor intención de intervenir. La barrera cada vez estaba más dañada, pero había logrado su propósito: frenar al enemigo. Pronto todos los que se ocultaban en el faro estarían muertos. Lo habían sabido desde el principio y habían aceptado su destino con valentía. No les importaba morir por Rocavarancolia.

En la llanura de Rocavaragálago la batalla arreciaba. Las hordas de Sedalar comenzaban a retroceder, superadas por la ferocidad de los fantasmas y las tropas de Hurza. Aquella batalla pronto llegaría a su fin. Sacudió la cabeza, el Lexel negro se había equivocado: ni siquiera la desesperación les había dado opción aquella noche. Mientras intentaba dirigir a sus cada vez más mermadas fuerzas, dama Desgarro fue testigo de cómo uno de los gigantes de hueso se derrumbaba. Aquel coloso no había sido víctima de la batalla, simplemente el tiempo de vida que le habían concedido había terminado. El hechizo del demiurgo comenzaba a extinguirse.

Poco después de que el gigante se viniera abajo, dama Desgarro notó cómo la protección mágica del faro recibía un impacto tan terrible que una gran porción de la misma estalló hecha añicos.

Que los dioses de la oscuridad os protejan, transmitió a las mentes de los que se encontraban en la cúpula. Que vuestra muerte sea rápida y vuestro descanso eterno.

El Lexel blanco entró como una exhalación a través de la brecha, seguido de cerca por una avalancha de gárgolas. El hechicero estaba preparado para un recibimiento hostil.

Probablemente su hermano estaría ahí dentro y, a pesar del odio cerval que sentía por él, no debía dejarse distraer de su objetivo principal.

Atravesó la pared del faro, sin hacerse intangible, simplemente la derribó con un hechizo de impacto que prolongó después al interior. Sus ojos recorrieron frenéticos la estancia en busca del demiurgo. Tuvo una vislumbre de una figura tocada con gabán y chistera y hacia allí enfocó su hechizo. De pronto se detuvo, perplejo.

Ante él estaba uno de los ancianos decrépitos del Panteón Real. Llevaba puesto un abrigo verde que le estaba demasiado grande y una chistera que le iba demasiado pequeña. El viejo le dedicó una carcajada burlona mientras le hacía una reverencia con su sombrero. Otra figura dejó caer la máscara de yeso que cubría sus rasgos para mostrarle el rostro desgastado del viejo que se había atrevido a retar a Hurza a un duelo. Allí estaban también los tres guerreros de cráneo tatuado y la mujer gigante de un solo brazo.

—¡Qué inesperada visita! —rio Sexto Cala—. Oíamos llamar a la puerta pero no nos atrevíamos a abrir. En esta noche tan desapacible cualquiera sabe con qué alimaña puede encontrarse uno.

—Bastardos —escupió el Lexel blanco. Le habían burlado. Y ellos habían caído en la trampa.

—¡Contén tu lengua, miserable! ¡Hay una dama presente! —exclamó Argos, desenvainando su arma con poco arte y dirigiéndose hacia él—. Te reto a duelo singular, despreciable ente. Que tu espada se mida a la…

—¡Bastardos! —aulló el hechicero. Alzó una mano, invocó un relámpago y voló en pedazos al anciano que se aproximaba.

* * *

—Han escapado —anunció Hurza.

El Comeojos contempló el cuerpo caído de Solberino y las cadenas y grilletes desperdigados en la galería. Gruñó contrariado. No era así como debían desarrollarse los acontecimientos. Importaba bien poco lo controlada que creyera tener la situación, Rocavarancolia siempre encontraba la manera de sorprenderlo con un nuevo quiebro.

Harex no hizo ningún comentario ante aquel inesperado revés. Se limitó a acuclillarse ante el náufrago y observarlo con atención.

—Un vampiro se ha dado un festín con él, aunque no lo ha vaciado por completo —dijo—. Sigue vivo —se encorvó hacia delante, hasta casi pegar su hocico al pelo pajizo de Solberino—. ¿Es de los tuyos? —quiso saber. Sus intenciones resultaban más que evidentes, sólo había que ver el brillo hambriento de sus ojos.

Hurza asintió.

—¿Te une algún lazo especial con este hombre o puedo disponer libremente de su carne? —preguntó entonces Harex.

—Me ata una promesa —dijo—. Le prometí destruir Rocavarancolia y él juró servirme en todo lo que le ordenara. Hasta ahora había cumplido bien con su deber.

Aguarda un momento —le pidió—. La vampira y su amigo no pueden estar lejos.

—Iré a por ellos, Hurza —se ofreció Alastor. Nada le gustaría más que volver a poner sus manos en aquel muchacho. Había disfrutado arrancándole las alas. Mientras lo hacía no dejaba de pensar en Esmael, en la despreciable criatura que le había decapitado treinta años antes.

—No será necesario —dijo el Comeojos—. Todavía están en Rocavaragálago. Y eso significa que continúan en nuestro poder —alargó un brazo y apoyó la mano en la piedra rugosa. Al instante sintió cómo la roca respiraba contra su piel. Cerró los ojos y la catedral se los mostró en la mente.

Ambos muchachos avanzaban por las entrañas del edificio, en busca de una salida. Habían llegado a las plantas intermedias pero allí se habían perdido en el intricado laberinto de pasajes y estancias. El ángel negro apenas podía mantenerse en pie y avanzaba ayudado por la joven. Hurza cortó el ramal descendente en el que acababan de adentrarse. Hizo exactamente lo mismo que había hecho con el trasgo: con un simple pensamiento levantó un muro donde antes no había nada. La pareja se topó con la pared de cráneos, la tomó por un callejón sin salida y se giró. Al hacerlo, la trampa se selló en torno a ellos.

Hurza comenzó a mover la prisión. La celda se desplazaba despacio a través de la piedra. La vampira destrozó a golpes uno de los tabiques y se encontró con el mismo cubículo que acababa de abandonar. La escuchó gritar de pura frustración. El ángel negro miraba en todas direcciones, demasiado aturdido como para suponer un problema. Cuando apenas quedaban unos metros para hacerles desembocar en el mismo pasillo del que habían escapado, Rocavaragálago mostró, de pronto, otra imagen en su mente. Hurza contempló la estancia en la que habían traído a Harex a la vida. Allí una sombra iba tomando forma junto al cuerpo del regente; por un instante la tomó por una de las onyces de la bruja, pero éstas no podían traspasar los muros de Rocavaragálago. Poco a poco aquella silueta fue ganando en detalle. Intentó enfocar mejor la figura en su mente y, al hacerlo, descubrió que llevaba las joyas de la Iguana. Luego el rostro de una criatura a la que creía muerta se dibujó en lo que hasta unos segundos antes no había sido más que una nube de polvo.

—Enoch… —susurró, pasmado—. Enoch el Polvoriento.

El vampiro pareció reaccionar a su nombre. Miró hacia la galería donde se encontraban y, de pronto, se movió hacia allí, con tal celeridad que se convirtió en una estela oscura, en un relámpago de tinieblas que volaba en su dirección.

Hurza se adelantó para interceptar al vampiro que ya llegaba. Su hermano era extremadamente frágil en aquellos momentos, tan vulnerable como un recién nacido hasta que no recobrara su magia. Alastor se giró sorprendido, primero por el rápido movimiento del Comeojos y, segundo, por la repentina corriente de hechicería que llegaba del pasaje. Una ola de oscuridad se les venía encima y en ella creyó distinguir un rostro brumoso.

—¡Mis ojos! —escuchó gritar—. ¡Te comiste mis ojos!

El choque fue brutal. Alastor retrocedió varios pasos, arrastrado por la onda expansiva y por su devastador miedo a la muerte. Levantó y sacudió sus muchos brazos ante él, como si pudiera protegerse así de aquella magia salvaje.

Harex, en cambio, ni se inmutó. No varió ni un ápice su postura. Continuó en cuclillas, olfateando a Solberino mientras le acariciaba el pelo. No se movió ni siquiera cuando su hermano interceptó el sinfín de hechizos asesinos que volaban hacia él.

Hurza intentó asir los brazos del vampiro rabioso. Tenía que alejarlo cuanto antes de Harex. Enoch se defendió con una rabia desmedida aunque sin muestra alguna de control. Las joyas que portaba habían multiplicado su poder, pero su cerebro era incapaz de coordinar y asimilar toda aquella fuerza. Su mente bullía de posibles hechizos e intentaba ejecutarlos todos sin solución de continuidad, tan rápido que la mayoría se malograba.

El Comeojos y el vampiro salieron catapultados hacia delante. Chocaron con la pared de Rocavaragálago, la hicieron pedazos y se perdieron en la noche como meteoros gemelos.

Harex seguía sin prestar atención al mundo. El rey resucitado acarició la barbilla del náufrago, lo hizo con delicadeza, con ternura. De pronto Solberino abrió los ojos. Seguía medio inconsciente, demasiado débil por la pérdida de sangre. Parpadeó al distinguir la forma borrosa de alguien inclinado hacia él. Trató de hablarle, de decirle que la vampira y el ángel negro habían escapado, pero la inconsciencia lo reclamó de nuevo. Se soñó de regreso a los barcos de la bahía. Las aguas burbujeaban y un sinfín de tentáculos rompía su superficie. Ella llegaba.

—Quiero que sepas que hago mía la promesa dada por mi hermano —dijo Harex, sin dejar de acariciar aquella carne pálida. Su tacto le hacía estremecerse—. Te doy mi palabra de que haré lo imposible por arrasar esta ciudad. Hurza asegura que le has servido bien —desnudó sus colmillos, relucientes de saliva. Tras ellos una lengua negra y agrietada palpitaba, anticipando el festín—. Ahora soy yo quien te necesita —anunció.

Acto seguido se abalanzó sobre el náufrago.

* * *

La delirante prisión que los estaba arrastrando por Rocavaragálago se detuvo de pronto. Lo hizo de forma tan brusca que Marina cayó desequilibrada sobre Héctor y ambos acabaron rodando por el suelo, la una sobre el otro. El muchacho sintió cómo las heridas abiertas de su espalda se desgarraban al rozar contra el piso.

—Vale… —murmuró Marina, enredada entre sus piernas—. ¿No estamos acelerando mucho las cosas?

La joven le tendió una mano para ayudarle a incorporarse. Héctor tomó aliento. La trampa de cráneos había desaparecido, pero no se encontraban en el mismo pasaje donde aquella cosa los había atrapado: estaban en un corredor estrecho, con las paredes recubiertas de lo que parecían venas pétreas.

Héctor casi no tenía fuerzas ni para respirar. Marina le pasó el brazo por la cintura y miró a ambos lados del pasillo.

—¿Y ahora por dónde? —preguntó.

El ángel negro se encogió de hombros, avivando sin querer el dolor de su espalda. Daba igual qué dirección tomaran. Tenía claro que sólo un golpe de suerte podría sacarlos de Rocavaragálago. Marina miró dubitativa tanto a un extremo como al otro y maldijo en voz baja. Al final escogió el ramal de la izquierda.

Caminaban despacio, alerta. Tras unos minutos de tenso vagar por el caos de corredores fueron a parar al nacimiento de una galería de encadenados. No era la misma donde habían estado prisioneros, en las paredes que tenían ante ellos podía verse un entramado venoso similar al que habían contemplado poco antes. Marina miró interrogativamente a Héctor y éste señaló en dirección al pasaje. La vampira asintió, le hizo un gesto indicándole que aguardara y se separó de él. Héctor apoyó las manos en sus pantorrillas e intentó calmar su agitada respiración.

Vio cómo Marina se adentraba en el corredor; los cosechados alzaron sus cabezas borrosas pero, para alivio de Héctor, el tintineo de sus cadenas fue tan leve que quedó tapado por los sonidos de fuera. Aun así, la muchacha permaneció inmóvil unos instantes, vigilante. Luego llegó hasta el punto donde la galería se curvaba y miró con precaución al otro lado. Poco después retrocedió sobre sus pasos y regresó junto a Héctor.

—Lleva al altar —le informó en un susurro—. Mira tú qué gracia. Hemos vuelto a la casilla de salida. La buena noticia es que está desierto.

—Las ventanas… —dijo Héctor.

—No podemos escapar por ellas —le advirtió Marina—. Así que si estás pensando escalar la fachada, quítate esa idea de la cabeza.

—Sólo quiero echar un vistazo fuera. Tenemos que averiguar qué está pasando.

Ella le miró sombría. Se encogió de hombros y pareció darse por vencida.

Avanzaron por el pasadizo entre los despojos encadenados que una vez habían sido seres vivos. Pronto alcanzaron la estancia del altar. Héctor se estremeció al contemplarlo de nuevo. Allí habían intentado matarlo, allí le habían arrancado las alas. La sangre brillaba todavía fresca en la piedra. Aguardaron unos instantes en la arcada que comunicaba con la sala. Demasiados pasillos iban a desembocar allí como para estar seguros de que no iban a ser descubiertos en cualquier momento. A pesar de todo echaron a andar hacia la oquedad más cercana; era un óvalo perfecto, de metro y medio de alto y casi uno de ancho en su ecuador. A través de él fueron testigos de la locura que se había apoderado de Rocavarancolia. Sus bocas dibujaron un gesto de sorpresa gemelo. Costaba asimilar qué estaban contemplando. Sombras y titanes de hueso, muertos revividos, estatuas, gárgolas y una multitud de siluetas luminosas combatían allí abajo. Héctor creyó estar de regreso en la torre de Ataxia, donde dama Sueño había revivido para él la batalla que terminó con Varago. Marina, a su lado, contemplaba igual de asombrada aquel pandemonio.

No era un coloso fabricado con edificios a lo que había dado vida Sedalar Tul: había creado todo un ejército.

—La cicatriz de Arax… —murmuró Héctor—. Ese loco ha levantado la cicatriz de Arax.

Marina torció el gesto. Su nariz se agitaba en un frenético olfateo. Héctor la miró y vio cómo sus labios formaban claramente la palabra «sangre» sin llegar a pronunciarla. Él miró hacia el altar y ella negó con la cabeza. No se refería a ésa. «Recién derramada», dibujaron sus labios. Le hizo de nuevo el gesto para que aguardara y se acercó con cautela a uno de los pasadizos que partían de la sala. Tras un instante de duda, Héctor fue tras ella, a apenas un paso de distancia.

Del corredor hacia donde se dirigían llegaba un sonido luctuoso y desagradable. Era el ruido de un animal al masticar, un ruido frenético, nauseabundo.

La vampira se detuvo en la arcada del pasadizo. En la curva de la galería se agazapaba una silueta oscura, poco más que una sombra. De ahí procedía el continuo rasgar de carne, de rotura de cartílagos y el enervante sonido de una mandíbula que más que masticar trituraba. Era Darío. Darío estaba devorando a uno de los cosechados. Marina se llevó una mano a la boca y dio un paso atrás. Héctor retrocedió con ella.

El aturdimiento de contemplar aquella monstruosidad, el caos de la batalla y una serie prolongada de truenos les impidió escuchar a tiempo el ruido de engranajes mal ajustados que tuvo lugar a su espalda. Cuando Héctor se giró, alertado por un repentino cambio de luz, ya era tarde. Vio la mole de Alastor cerniéndose sobre ellos y, acto seguido, algo explotó contra su mandíbula inferior. Cayó a plomo al suelo. Y habría perdido la consciencia de no ser por lo que ocurrió después. Alastor, en un movimiento paradójicamente hermoso, atravesó a Marina de parte a parte con una espada de filo serrado. A continuación, con una sacudida salvaje, lanzó el cuerpo de la vampira hacia el altar. Marina chocó contra la piedra y se derrumbó desmadejada en el suelo.

Héctor rechazó el desmayo. Se levantó como pudo y saltó hacia el gigante de metal mientras intentaba afilar las alas que aquella misma criatura le había arrancado. Alastor le recibió con una brutal carcajada y un golpe de hacha que se hundió en su hombro y le cortó hasta la clavícula. Héctor cayó de nuevo. El mundo daba vueltas a su alrededor. Vio las calaveras que rodeaban la cintura de Alastor y tuvo la impresión de que todas ellas se burlaban de él.

Héctor volvió a levantarse. Y nada más recuperar la vertical, Alastor le empotró contra el suelo con el potente golpe de una maza claveteada que le destrozó el mismo hombro herido por el hacha.

Marina se convulsionaba junto al altar. La sangre robada al náufrago escapaba a borbotones de su cuerpo roto. El inmortal reía a carcajadas mientras veía cómo el ángel negro se levantaba y se abalanzaba otra vez contra él. A Héctor le sostenía la furia, pero aquella rabia era inútil sin una fuerza mínima que la respaldara y él estaba más allá del agotamiento. Alastor le mandó de regreso al suelo con un tajo brutal en el pecho.

—¡Respeto! —le gritó—. ¡Eso me tenías que haber mostrado! ¿Te crees mejor que yo? ¡Mírate! —exclamó—. ¡No eres nada a mi lado! ¡Eres un insecto! ¡Un parásito!

Héctor no escuchaba. Lo único que oía era un rugido constante, un sonido brutal que le empujaba a atacar una y otra vez. Alastor recibió una nueva embestida del muchacho con un potente golpe en pleno rostro que lo arrojó contra una pared. Cuando el ángel negro intentaba levantarse por enésima vez, harto ya del juego, hundió su pezuña hendida en la espalda del joven. Héctor sintió cómo su espinazo se quebraba, braceó en medio del dolor e intentó levantarse, pero ni el gigante apartaba la pezuña de su espalda ni sus piernas respondían a sus requerimientos.

Harex apareció por una de las arcadas. Tenía la cara manchada de sangre y jirones de carne, además de una expresión de satisfacción absoluta. No le había bastado con el náufrago, el apetito del cuerpo que vestía no había quedado satisfecho hasta que no hubo devorado media docena de cosechados. Pero el hambre se había desvanecido y, en su lugar, sólo quedaba el poder. El vehículo que le habían procurado era digno de su valía, sin duda. La esencia del muchacho era magnífica. Y como muestra de ello allí, en lo más profundo de su ser, permanecía viva una chispa de la identidad del niño, horrorizada por la carnicería que acababa de cometer su cuerpo.

—¿Harex? —le llamó Alastor, todavía aplastando contra el suelo al ángel negro.

El hechicero resucitado no prestó atención a su requerimiento. Se limitó a atravesar la estancia como si ésta estuviera desierta y alejarse caminando en la noche tras dejar atrás una de las oquedades del muro.

—Algún día él también caerá —gruñó Alastor al verlo marcharse, enfurecido por semejante desprecio—. Algún día… —sacudió su inmenso corpachón y redobló la fuerza con la que aplastaba a Héctor—. Pero ahora es tu turno, sabandija. Esto es lo que pasa cuando le faltas al respeto a quien no debes.

Héctor braceaba en el suelo, desesperado. Sus dedos se toparon de pronto con la guarda de un arma. Alargó el brazo todo lo que pudo y la atrajo hacia la palma de su mano con la yema de los dedos. Luego la empuñó. Y al momento la espada salió despedida hacia delante, arrastrándolo con ella. El filo se hundió en uno de los cráneos que adornaban la cintura de Alastor, penetró con toda limpieza por la mandíbula entreabierta y Héctor sintió cómo atravesaba algo allí dentro. Al instante el cuerpo que le aplastaba dejó de presionar, quedó laxo, inerte. Héctor vio cómo la hoja que empuñaba se iba manchando de sangre.

La cabeza de Alastor no había estado protegida en el casco que coronaba su mole, comprendió, había estado oculta tras aquella calavera. Y el arma que empuñaba era la espada de Darío.

La dejó caer. Los dedos le ardían. Algo le estaba ocurriendo. Un calor tremendo comenzó a irradiarse por todo su cuerpo, de adentro afuera. Corrientes de energía desmedida fluían por sus terminaciones nerviosas y mordían sus venas. Héctor se encorvó en el suelo y aulló, sacudido por fuerzas más allá de su comprensión mientras el corazón se le disparaba en el pecho; pero no era sangre lo que bombeaba en su organismo: era poder.

Los ángeles negros necesitaban robar vidas para ser capaces de hacer magia.

Y él acababa de asesinar a un inmortal.

* * *

Dama Serena había regresado al salón del trono. Al punto exacto donde había encontrado, meses atrás, a Su Majestad Maryalé, el hombre que la había condenado a una eternidad de sufrimiento, regresado a la vida por obra y gracia de un hechizo de Esmael. Desde allí, la fantasma contemplaba las últimas embestidas de la batalla.

Los titanes de hueso se desmoronaban, sin que en la mayoría de casos las fuerzas de Hurza tuvieran algo que ver en su desplome. El hechizo del demiurgo se extinguía, dejando tras él un caos de huesos revueltos. Las onyces se batían en retirada como pendones de un ejército vencido arrastrados por el viento. Las huestes del nigromante deambulaban desorientadas al no encontrar enemigo al que enfrentarse; los fantasmas continuaban con su danza frenética y sus alaridos entre los restos.

* * *

—Oh. Qué gran victoria habría sido ésta de haberse producido —murmuró el Lexel negro mientras sacudía la cabeza—. Qué de historias y leyendas habrían nacido a nuestro alrededor. Ahora sólo queda vender lo más cara posible nuestra derrota —y añadió con amargura—: Otra vez.

Sedalar sintió venirse abajo a la última de sus creaciones y, con ese estertor, todo terminó. El ejército que había sacado de la cicatriz yacía desparramado ahora por la llanura; la mitad de sus efectivos habían caído al extinguirse el hechizo de vida que los animaba, pero Sedalar no se engañaba: la derrota había sido inevitable; la llegada de las hordas fantasmales había puesto fin a sus opciones de victoria.

Se forzó a respirar despacio, con la vista fija en las puntas de sus botas. Era consciente de la presencia de Natalia a su lado; persistían todavía los efectos del último hechizo sedante que le había lanzado, como un cálido abrazo dado desde la distancia.

La miró de soslayo y, al momento, sintió una nueva punzada en su interior que nada tenía que ver con el dolor. La bruja tenía la vista perdida en el infinito y una expresión sombría en el rostro que la hermanaba con las onyces que dominaba. Era la viva imagen de la derrota, del desamparo. Verla así le destrozó. La amaba, y le importaba bien poco no ser correspondido, la había amado aun antes de saber que lo que sentía por ella tenía un nombre, la había amado sin esperanza. Y no le había importado hacerlo. El hecho de que él pudiera amar era un milagro que tenía sentido por sí mismo, una muestra de que la magia del universo podía estar presente en todos y cada uno de los seres que lo habitaban.

Y le había llamado Sedalar. ¿Acaso eso no significaba algo?

Apartó la mirada de la joven para contemplar el medallón que tenía entre las manos, reluciente por la lluvia. Ahí estaba su triunfo, pensó, sumido en el desaliento, porque aquella victoria, en definitiva, no significaba nada. Sus amigos no tendrían oportunidad de volver a ser humanos; iban a morir, asesinados por las criaturas oscuras que habían sumido Rocavarancolia en el caos. Y aunque no le costaba ningún esfuerzo aceptar la idea de su propia muerte, no ocurría lo mismo con la de ellos; su mente se rebelaba ante esa posibilidad, se le antojaba inconcebible. Sedalar Tul se negaba a creer que todo el sufrimiento y el dolor de los últimos meses hubieran sido en vano.

Dama Desgarro anunció su llegada en sus cabezas unos segundos antes de aterrizar en lo alto de la torre. La comandante de los ejércitos del reino parecía tan derrotada como Natalia. Tan derrotada como Rocavarancolia.

—Los han matado a todos —anunció con pesadumbre—. Al menos ha sido rápido.

—Pronto correremos su misma suerte —murmuró Laertes.

Y fue entonces cuando Sedalar lo decidió. Se puso en pie, de forma tan brusca que se tambaleó y tuvo que apoyar la espalda contra el muro. Natalia se levantó tras él, temerosa tal vez de que pudiera precipitarse al vacío.

—¿Qué haces? —preguntó mientras le agarraba de la cintura—. ¿Dónde crees que vas?

—No pienso rendirme —le anunció. Se acercó a ella, necesitaba verse reflejado en sus ojos y contemplar así al extraño que había llegado desde la Luna Roja para sustituir a Bruno—. Me niego a rendirme —repitió.

Antes de que ella pudiera replicar, escapó de su abrazo y se acercó al almenar. Dama Desgarro le contempló pasar con el ceño fruncido. Treinta años antes había visto aquella misma fiera determinación en el rostro de otra persona: un rey que había decidido morir empuñando por última vez su espada. Los brujos malditos interrumpieron los hechizos de protección y respaldo que preparaban para mirar al demiurgo.

—Vamos a intentarlo de nuevo —les informó éste.

—¿Perdona? —Natalia le tomó del antebrazo y le obligó a girarse hacia ella—. ¿Que vas a intentar qué?

—Voy a darles vida otra vez. A todos los que pueda —apuntó Sedalar—. Y no será un préstamo en esta ocasión. Voy a anclar el hechizo de vida en ellos.

—¡No puedes hacerlo! ¿Tú te has visto? ¡Estás demasiado débil!

—Lo sé —admitió.

Medea se perdió en una serie de gestos rápidos, movimientos convulsos de dedos y manos que Laertes tradujo para ellos:

—Será imposible ocultar el rastro mágico en esta ocasión, no en su totalidad al menos —le explicó—. Los hechizos disipadores que anclamos en el almenar están casi agotados. Darán con nosotros en cuanto comiences. Y Medea y yo necesitaremos todo nuestro poder para contenerlos. No podremos velar por ti.

—No os preocupéis —dijo él. Contaba con eso—. Vosotros conseguidme todo el tiempo que seáis capaces —luego se giró hacia Natalia. Mirarla esta vez le costó un gran esfuerzo—. Tienes que irte —le pidió y la voz se le estranguló en la garganta al decir aquello—. No puedes estar aquí cuando lleguen.

—¿De qué estás hablando? —preguntó la bruja. Le miraba con profunda suspicacia—. Me necesitas y lo sabes. Si te empeñas en continuar con esta locura, necesitarás a alguien que te cure y ya has oído que ellos no podrán hacerlo —agitaba el báculo como si estuviera tentada de golpearle con él.

—No —contestó Sedalar—. Tienes que irte. Porque no podré hacer lo que debo si te quedas.

Natalia sacudió la cabeza, como si no hubiera oído bien. Iba a volver a replicar, pero el Lexel negro la interrumpió:

—El muchachito quiere salvarte —le explicó con dejadez. No miraba hacia ella, miraba hacia el faro. A pesar de la distancia, era capaz de ver a su hermano allí. Estaba agazapado en la cúpula oteando la ciudad en su búsqueda—. Y no podrá hacerlo si te quedas porque nadie va a salir vivo de esta torre.

—¡No! —exclamó Natalia, con los ojos muy abiertos. Sedalar apartó la mirada de ella y ese gesto bastó para confirmar lo que acababa de decir el Lexel—. ¿¡Te has vuelto loco!? —le tiró de la manga para obligarle a mirarla—. ¡No ha funcionado antes! ¿Por qué va a ser diferente ahora? ¿Vas a morir para nada? ¿Es eso? ¿Quieres suicidarte?

—No —contestó—. Quiero vivir. Ahora que sé lo que es, quiero vivir. Pero si tengo que escoger entre mi vida y la vuestra… —se encogió de hombros—. Prefiero morir pensando que os estoy dando una oportunidad, aunque sea mentira y me esté engañando.

—Yo os libraré de mi hermano, demiurgo —dijo el Lexel—. Lo apartaré de la lucha y dirimiremos nuestras diferencias lejos de aquí.

—No voy a irme —dijo Natalia, rotunda, después de mirar al hechicero como si aquella interrupción hubiera sido la peor de las herejías que nadie pudiera cometer—. Me da igual lo que digas. No voy a irme.

—Lo harás. Y no porque yo te lo pida. Lo harás porque es lo único razonable que puedes hacer —le tendió el colgante con la joya lunar, la joya meteórica, se corrigió al pensarlo—. Guárdalo. Si todo sale bien, os será útil cuando todo acabe.

Ella no cogió el colgante, se limitó a mirarlo como si le estuviera ofreciendo el pellejo de una criatura nauseabunda. Él la tomó de la mano y dejó caer la joya en su palma. Los dedos de la bruja se crisparon sobre el talismán. No dejaba de mirarlo.

—No pienso irme —repitió.

—Quedándote no me salvarás —le aseguró Sedalar.

La muchacha tardó unos instantes en responder, y cuando habló, lo hizo con rabia:

—¿Y qué más da si me quedo o no, si al final todos vamos a morir? —preguntó—. Lo dijiste tú, ¿recuerdas? Dijiste que no existen los finales felices, que nadie te cuenta que al final todos mueren… Me diste mucho miedo esa noche.

—No fui yo quien dijo eso, Natalia —se apresuró a decir él—. Fue Bruno. Y tienes que perdonarle, por favor. Porque no es verdad… no es verdad.

—¡Claro que es cierto! ¡Estoy harta de ver morir a mis amigos!

Sedalar se adelantó un paso y la aferró de los antebrazos.

—Bruno no sabía lo que decía —insistió—. ¿Qué podía saber ese desdichado de finales felices? —la voz le temblaba—. Nada. No sabía nada. La felicidad es estar aquí y ahora, bajo la lluvia, mirándote a los ojos. La felicidad es tener un corazón capaz de amar. Es saber que has sido importante para alguien… Que de algún modo, en algún momento, has marcado la diferencia. Y la muerte no es nada en comparación con esos momentos.

Natalia se le quedó mirando, sin nada que decir. Luego hizo lo impensable: se acercó a él, con el ceño fruncido y la expresión sombría. Le tomó de la nuca con ambas manos y le besó en los labios. Fue un beso torpe, brusco, un beso repleto de dolor y angustia, un beso a las puertas de la muerte. Él respondió con más torpeza si cabe. Nunca había besado a nadie. Ni siquiera sabía cómo hacerlo.

Y aun así fue el mejor beso del mundo.

Natalia se apartó, sin mirarle, aferrada con fuerza al báculo.

—Éste era mi final feliz, ¿comprendes? —le dijo Sedalar Tul, atragantado por la más radiante emoción que hubiera sentido nunca—. Éste era mi final feliz —repitió—. Y ni siquiera la muerte podrá arrebatármelo.