22: El cuento

XXII

El cuento

Darío no sabía cuánto tiempo iba a durar el hechizo de intangibilidad de Adrián y braceó todo lo deprisa que pudo, adentrándose en la piedra de Rocavaragálago como un buceador en aguas oscuras. No tardó en darse cuenta de lo urgente que era encontrar espacio abierto, y no por el riesgo a morir aplastado si el sortilegio acababa; había un peligro mucho más acuciante: la asfixia. En la piedra no había aire que respirar. Nadó en aquel mar sólido, desorientado, sin saber en qué dirección avanzaba. La catedral era enorme, sí, pero no debería resultar complicado encontrar algún pasillo o estancia en su interior. Y aun así, el tiempo transcurría sin que le saliera al paso otra cosa que negrura. Pronto comenzó a faltarle oxígeno. Se forzó a nadar más rápido todavía. Cuando la desesperación comenzaba a ganarle, dio con un pasillo.

Tomó aire a rápidas bocanadas, sin prestar atención a nada de lo que le rodeaba. El pecho le dolía, le abrasaba. Después de un largo minuto de resollar, miró al fin a su alrededor. Se encontraba en la curva de una galería alta, de rodillas entre una formación de estalagmitas. Se apartó de ellas y lo hizo justo a tiempo porque instantes después, tras sentir un intenso picor, regresó a la solidez. Y como si con su cambio de estado su sentido del olfato se hubiera agudizado, la atmósfera rancia de la catedral se le vino encima de golpe. Rocavaragálago hedía a muerte, a carroña y descomposición.

Empuñó con fuerza su espada y echó a andar, sin apartarse mucho del muro. El pasillo se ensanchó poco después, convirtiéndose en una sala con forma de riñón de la que surgía media docena de nuevas galerías, calcos exactos de la que acababa de abandonar. Había tenido la esperanza de dar con el rastro de Marina o Héctor, pero la peste del lugar mataba cualquier otro olor. Buscó en un bolsillo del pantalón la piedra que le había dado el demiurgo antes de dejar el panteón. Era un guijarro blanco en el que Sedalar había anclado un sortilegio de rastreo que, según dijo, iría ganando en luminosidad a medida que se acercara a Héctor. Al entregársela se había podido percibir un diminuto punto de luz en el centro de la piedra, pero ahora estaba apagada por completo. O Rocavaragálago no permitía esa clase de magia entre sus muros o es que ya no había nada que encontrar. Darío guardó la piedra y estudió los pasadizos. Mientras se aproximaban habían distinguido movimiento en lo alto del edificio y, por eso, escogió el único de los cinco pasajes que conducía hacia arriba.

Al poco de avanzar por él se encontró con una pared cortándole el paso. Había dado con un callejón sin salida. Tardó un instante en darse cuenta de que aquel muro estaba construido con cráneos humanos, apilados unos sobre otros; el tiempo y la erosión habían difuminado los límites entre ellos, convirtiéndolos en una masa homogénea de cuencas vacías y mandíbulas sonrientes. Se giró, dispuesto a desandar el camino. Pero ya no había rastro del pasillo que le había guiado allí, en su lugar se erguía, a apenas dos pasos de él, una pared idéntica a la que cortaba el pasaje, sólo que los cráneos allí estaban girados dándole la espalda en un caos de occipitales, parietales y de sombras siniestras. Estaba atrapado, encerrado en un nicho de calaveras. Enseñó los dientes aunque allí no había nada a lo que atacar. La pared que tenía enfrente comenzó a deslizarse hacia él con un crujido siniestro. El trasgo sintió que su corazón se aceleraba. ¿Así acababa su rescate? ¿Aplastado en una trampa estúpida?

Se giró, rabioso, y lanzó un puñetazo brutal contra un cráneo. El hueso se vino abajo y, al instante, se escuchó un tremendo estallido a su espalda. Se giró a medias para ver asomar una zarpa monstruosa de la pared opuesta. Aquella garra desapareció en cuanto terminó de darse la vuelta, dejando sólo el hueco destrozado en el muro. Había algo al otro lado, se vislumbraba una sombra verdosa, cada vez más cerca a medida que la pared se aproximaba. Cuando ya creía que iba a morir aplastado, el muro se detuvo; lo hizo de pronto, con un repentino frenazo que le dejó el corazón en un puño. Darío resopló, apenas podía manejarse en el espacio que quedaba entre las paredes. Miró a través del hueco que había abierto al golpear el muro. Durante un instante no supo qué estaba mirando. Al otro lado había un ser retorcido, verdoso, atrapado en un espacio tan exiguo como el suyo.

Era él. Se estaba viendo a sí mismo. Había una única pared allí y, en un disparate de la lógica, Darío se encontraba a ambos lados de la misma. Era su propio brazo el que había destrozado tanto el muro delantero como el trasero, suya la garra que había visto atravesar la pared. Se contempló, aturdido, de espaldas, encorvado, espiándose a sí mismo. Introdujo una garra por el hueco para tocar el hombro nervudo que había al otro lado y, al momento, sintió cómo ésta le tocaba.

Cerró los ojos, mareado por aquella paradoja. Respiró hondo. Estaba atrapado en un encantamiento. De pronto fue consciente de que aquel nicho vibraba. Se movía. El agujero en el que estaba preso se estaba desplazando a través de Rocavaragálago, comprendió.

Poco después de hacer ese descubrimiento, la pared cedió y él se precipitó al vacío. Por un instante creyó estar a punto de arremeter contra sí mismo, pero el espejismo, se deshizo junto a la pared de cráneos y él cayó hacia delante. Chocó contra piedra y, sin tiempo de rehacerse, un sinfín de brazos se le echó encima, inmovilizándolo.

Estaba tumbado en una plataforma inclinada, una especie de altar. Vislumbró una figura enorme, un gigante de metal que esgrimía en sus múltiples brazos un arsenal de armas de filo. Y ante él estaba Hurza. El Comeojos inclinó la cabeza hacia la izquierda y le dedicó una sonrisa perversa.

—Te hemos estado esperando —anunció—. Llevamos dos mil años esperándote.

Las cadenas no servían sólo para mantenerlos prisioneros. De algún modo, los grilletes se estaban alimentando de ellos, al igual que se alimentaban del resto de cosechados. Héctor notaba la lenta succión aunque le resultaba imposible precisar qué era lo que le arrebataban. Lo único que sabía era que se encontraba cada vez más débil. Dentro de poco no tendría fuerza para nada que no fuera permanecer inmóvil, al igual que el resto de encadenados.

El escándalo del exterior iba en aumento. Ahí fuera debía de estar produciéndose una verdadera batalla campal. No podía concebir qué fuerzas estaban plantando cara al nigromante y los suyos, ni el modo en que sus amigos podían estar relacionados con ello. Levantó la vista y miró a Marina. La muchacha llevaba un rato tirando de sus cadenas, pero lo único que había conseguido era despellejarse las muñecas.

—Si no estuviera tan débil, podría liberarme —dijo la chica cuando le descubrió mirándola. Sus ojos relucían, dándole aspecto de animal hambriento. Se preguntó qué sería lo primero que haría Marina tras romper sus cadenas. ¿Podría resistir la tentación de saltarle encima? Sospechaba que no.

Intentó apartar de sí tan lúgubres pensamientos. Estaba vivo y ésa era suficiente razón para mantener la esperanza.

—Cuéntame cómo salimos de ésta —le pidió a Marina, en un súbito impulso al que no fue capaz de resistirse.

—¿Perdona? —preguntó ella. Dejó de esforzarse con las cadenas para mirarle fijamente—. ¿Que te cuente qué?

—Lo que has oído —dijo él—. Te estoy pidiendo que me cuentes cómo nos rescatan —especificó—. Eres capaz de ver el futuro, ¿verdad? Eso quiero que hagas: que eches un vistazo a lo que nos aguarda y me lo cuentes.

—No funciona así —le explicó mientras negaba pesarosa con la cabeza—. El futuro se me desvela a veces, sí, pero sólo cuando duermo. Además ni siquiera sé si es el futuro real; no es más que un futuro proba…

—Improvisa —le interrumpió él—. Lo único que quiero es oírte hablar. Lo único que quiero es que me cuentes un cuento, como hiciste la primera noche en el torreón, ¿recuerdas? —sonrió—. Cuéntame cómo nos salvamos, por favor.

Marina bajó la cabeza y guardó silencio, un silencio que resultó tan prolongado que Héctor temió que su amiga hubiera desechado sin más su idea o, aún peor, que los grilletes la hubieran dejado ya sin fuerzas.

—Marina… —la llamó y no obtuvo más respuesta que un lento cabeceo.

Héctor tiró por enésima vez de sus cadenas, pero se encontraba tan débil que no habría conseguido liberarse aunque hubiera estado atado con simples cuerdas. Lo único que logró fue avivar la agonía de su espalda. Iba a llamar a Marina otra vez cuando ésta comenzó a hablar:

—Es idea de Sedalar… —se detuvo, con la voz quebrada en la garganta. Tomó aliento y continuó—: No podía ser de otro. Tenía que ser él: Sedalar Tul, el último demiurgo de Rocavarancolia —bajó la voz—. En silencio, en secreto, ha construido la criatura más portentosa que se ha visto jamás en el reino. La ha fabricado a base de edificios: las torres más altas de la ciudad son sus brazos y sus piernas. Torres de hechicería, de acogida, las de la plaza de la batalla de piedra… —se echó a reír como si aquella idea de tan absurda le resultara divertida—. ¡Ni se te ocurra preguntarme cómo demonios ha podido construir semejante cosa sin que Hurza se entere!

—No pensaba hacerlo. Sedalar tiene muchos recursos. Es capaz de eso y de mucho más.

—Lo es. Y su gigante es asombroso. El torreón Margalar es su antebrazo izquierdo, ¿puedes creerlo? Su torso es el castillo de las montañas, su abdomen el palacete donde bailamos aquella tarde y su cabeza el faro que engañaba a los barcos.

»Es un coloso de piedra y ladrillo, tan enorme que sus pies dejan profundas huellas allí donde pisa. Los brujos lo han hechizado para hacerlo inmune a la magia… Y lo han mandado a Rocavaragálago. ¿No oyes sus pasos? —le preguntó. Y los oía, por supuesto que los oía, tras los muros el estrépito era cada vez mayor—. Ya viene. Ya se acerca.

No era la voz de Marina lo que Héctor escuchaba en la galería, era un prodigio, un milagro, con cada frase, con cada palabra, trasladaba a su mente una imagen portentosa. Con los verbos y adjetivos construía, ladrillo a ladrillo, a aquel gigante que se aproximaba haciendo retumbar el mundo.

—Sobre sus hombros cabalgan las sombras de Natalia. Nunca se han visto tantas. En el faro que es su cabeza se encuentran los brujos malditos y el Lexel negro, armados de los más poderosos conjuros que se conocen… Hacia el gigante de Sedalar vuelan las gárgolas, cientos de ellas, las comanda el propio Hurza montado en el dragón vampiro.

»La batalla será brutal. Y mientras Hurza y los suyos hacen frente al coloso, nuestros amigos aprovecharán para colarse en Rocavaragálago. Vendrán a liberarnos, ése es su plan, pero no hará falta que nos rescaten —aseguró—. En una de sus embestidas, el gigante golpeará la torre y nuestras cadenas se aflojarán. Y seremos libres. Y mientras intentamos salir de aquí, nos encontraremos con ellos —Marina se echó a reír—. Natalia me mirará y dirá: «¿Por qué siempre que venimos a rescatarte te rescatas tú sola? ¿Lo haces para llamar la atención o qué?». Pero luego me abrazará… Y las dos lloraremos como tontas porque creíamos que nunca íbamos a volver a vernos. Sedalar curará nuestras heridas y nos contará que Hurza ha capturado a Darío y que pretende resucitar a Harex —Héctor sintió una punzada de culpa al oír aquello—. Intentaremos encontrarlo antes de que lo haga, pero llegaremos demasiado tarde.

»Lo que nadie sabe es que Darío es tan poderoso que Harex no podrá controlarlo. De hecho, ocurrirá lo contrario: Darío se hará con la magia del brujo muerto, se la robará del mismo modo en que pretendían robarle a él su cuerpo… Y gracias a esa magia, gracias a esa fuerza… será capaz de enfrentarse a Hurza. Y lo vencerá, acabará con él. Pero el combate le dejará tan débil que Harex aprovechará para hacerse, por fin, con el control de Darío. Y será entonces cuando comience la batalla final.

»Y Adrián aparecerá de pronto, montado en su dragón para luchar a nuestro lado. Se ha dado cuenta de que nos necesita, de que somos lo único que le ata a la humanidad y, a pesar de todo, no quiere dejar de ser humano. Y Maddie estará también allí. ¡Y Lizbeth! Y nos lanzaremos al combate, porque no nos queda más alternativa, porque es nuestro destino. Porque éste es, sin duda, el mundo al que pertenecemos. Y tenemos que luchar por él.

»Será increíble, será magnífico, será leyenda.

»Entre todos obligaremos a Harex a abandonar el cuerpo de Darío. El hechicero caerá. Y su alma, sin cuerpo que poseer, se desintegrará. Y luego… y luego…

—¿Luego qué? —preguntó Héctor, expectante.

—Todo habrá terminado. Habremos vencido. Y en medio del caos, habrá un momento en el que tú y yo nos quedaremos solos. Será en lo alto de Rocavaragálago, en plena tormenta. Te acercarás a mí… Nos miraremos, sonreirás y me dirás que me quieres. Lo dirás de golpe, como si quisieras sacártelo de una vez por todas de adentro.

—¿Eso haré?

—Eso harás —le aseguró ella.

—¿Y qué dirás tú?

—Te diré que ya lo sabía… ¡No! —se corrigió al momento—. ¡Qué tonta! Lo que te diré será que tenías que habérmelo dicho antes y que ya es demasiado tarde, que no tenías que haber esperado tanto… Tú pondrás cara de idiota y no sabrás si estoy hablando en serio o no. Entonces me reiré de ti, y te diré que te quiero y que no lo entiendo porque la primera vez que te vi me pareciste patoso, cobarde y tonto. —Héctor se echó a reír y ella sonrió para quitar hierro a su comentario. Ambos se miraban, encadenados entre lo que una vez fueron cuerpos vivos—, te diré que no sé cuándo comencé a quererte… que fue poco a poco. Por tu modo de mirarme, por tu forma de preocuparte por mí… por… por ser tan tú. Y hablaré sin parar como una estúpida, como una imbécil, como ahora, más o menos. Y tú me callarás con un beso. Será un beso de película, de esos que acaban con un fundido en negro y la palabra fin en la pan…

—Qué tonta historia —le cortó de pronto una voz desabrida—. Qué necios sois albergando todavía esperanza —era Solberino, el náufrago. Héctor lo vio aproximarse por la galería y comprendió que llevaba tiempo allí. Probablemente lo había escuchado todo—. ¿No habéis aprendido nada? —gruñó con desprecio—. El amor nunca gana en Rocavarancolia. El amor no es más que un lastre que te destroza y aniquila. En esta historia no hay final feliz para nadie. Y menos aún para vosotros.

—Hablas por experiencia, ¿verdad? —le preguntó Héctor, y le dedicó una torva sonrisa—. No te salvó a ti. Ni a ella cuando la atravesaste con tu arpón.

—¡¿Qué?! —Solberino se tensó en mitad de la galería, incapaz de concebir que aquel despojo hubiera dicho lo que había creído oír.

—Sé quién eres, náufrago —le dijo Héctor con calculada desgana—. Te conozco y conozco tu historia.

—Mientes —aseguró Solberino. Mantenía los ojos fijos en el ángel negro.

Héctor negó con la cabeza.

—No miento —dijo con otra sonrisa mordaz. La respiración de Solberino sonaba entrecortada, rabiosa—. Eres el último náufrago de Rocavarancolia. Sobreviviste durante años entre los barcos encallados, luchando por tu vida día y noche. Y te enamoraste de la farera, la misma mujer que había guiado tu barco a la perdición. ¡Qué locura! ¡Y ella se enamoró de ti! ¡Qué idiota!

—¡Basta! —aulló Solberino, con los puños apretados. Dio un paso hacia él, furioso—. ¿Quién te ha contado eso? —quiso saber—. ¿Quién es el malnacido que te ha contado mi historia?

—Ella —respondió mientras señalaba a Marina—. No sólo es capaz de ver el futuro. También ve el pasado.

Y ha visto el tuyo. ¿Qué os contabais en vuestras cartas? ¿Te decía lo mucho que deseaba estrecharte entre sus tentáculos?

—Basta… —graznó Solberino. Retrocedió un paso y, al momento, avanzó dos—. ¡Basta!

—En sus sueños la mata una y otra vez —le contó Marina a Héctor con aire confidencial, como si el náufrago no estuviera allí, a unos metros de distancia—. En sus sueños no son sirenas ni monstruos marinos los que combate en la bahía. Es a ella a quien se enfrenta.

—¡Basta! —aulló Solberino en el mismo momento en el que en el exterior restallaba un trueno. Avanzó de nuevo hacia ellos, la expresión de sus ojos se había vidriado, tenía la boca entreabierta y el sudor punteaba su frente.

—Pobre desgraciado —Héctor sacudió la cabeza—. Pobre idiota. Lo que nos hemos reído a tu costa —Solberino se detuvo a apenas dos metros de él. Respiraba de forma tan agitada que su torso se estremecía—. No eres más que un chiste —escupió el muchacho—. No lo sabes, ¿verdad? —preguntó, con una media sonrisa en los labios—. No te lo dijeron… Me pregunto por qué no lo harían. ¿Por piedad? No lo sé. No me lo explico. Yo lo habría hecho. Me habría encantado ver tu cara al saberlo.

—¿De qué estás hablando? —preguntó con un rabioso hilo de voz. Se había llevado la mano a uno de los arpones a su espalda y comenzaba a sacarlo de las cinchas que lo sujetaban.

—No era un monstruo —le confesó Héctor. Habló entre dientes, cargando sus palabras con toda la mala intención de que fue capaz—. Te equivocaste. La farera no era el engendro que viste… Era una cambiante. ¿Me oyes? —se inclinó hacia delante para susurrarle—: Cambió de forma al oírte en la escalera. Se convirtió en un monstruo para asustar al intruso. ¡No sabía que eras tú!

—¡Mientes! —aulló Solberino. Algo se vino abajo en el interior del náufrago—. ¡Mientes! ¡Mientes! —enarboló el arpón y saltó hacia él. Las manos le temblaban. Estaba demasiado agitado para lanzar el arpón, pero no para ensartarlo en el cuerpo de aquel ángel sin alas.

Héctor invocó hasta el último ápice de fuerza que le quedaba. Flexionó las rodillas, apoyó la espalda en la pared e impulsó las piernas hacia delante justo cuando el náufrago saltaba hacia él. Sus pies impactaron en el pecho de Solberino que salió trastabillado violentamente hacia atrás.

—¡Cógelo! —le gritó a Marina.

La vampira se lanzó hacia delante todo lo que le permitían las cadenas. Solberino le cayó encima. Por un momento fueron un confuso montón de extremidades que se agitaban. Marina se le arrojó al cuello. El náufrago trató de resistirse, pero una vez los colmillos de la joven se hundieron en su garganta poco pudo hacer. Marina comenzó a alimentarse. Durante largo rato, en la galería sólo se oyó un rápido ruido de succión. Héctor intentó controlar su propia respiración mientras contemplaba a la vampira y su víctima. El caos del exterior era tan grande que dudaba que alguien hubiera escuchado los gritos de Solberino.

Marina estaba recuperando el color. Al principio fue sólo en torno a su boca, donde la piel, hasta entonces pálida, se fue sonrosando pero, a medida que se alimentaba, un intenso rubor se fue extendiendo por el resto del cuerpo. Héctor, desde donde estaba, podía ver perfectamente cómo la sangre de aquel hombre comenzaba a correr por las venas de la vampira. Resultaba hipnótico verla alimentarse. De pronto, Marina soltó un suspiro de satisfacción y dejó caer el cuerpo del náufrago. Parecía haberle contagiado la palidez a su víctima al mismo tiempo que ella le había arrebatado el color. Marina se veía perfecta, saludable y hermosa. Se limpió la sangre de los labios con el dorso de la mano y a continuación tiró de las cadenas. Héctor las vio desprenderse de la pared como si fueran de cartón piedra. La vampira se liberó de los grilletes para luego arrancar el que le aprisionaba el cuello. Después se levantó, sin ninguna señal de debilidad y se acercó a Héctor.

El muchacho la contempló aproximarse. Bella y terrible, saciada al fin.

Marina se acuclilló ante él y, una a una, le libró de las cadenas. El ángel negro cayó hacia delante y ella le sostuvo sin apenas esfuerzo. La vio comenzar un hechizo de sanación y se apresuró a detenerla.

—No creo que sea buena idea hacer magia aquí —le advirtió—. Estoy seguro de que Hurza sería capaz de detectarla…

La vampira frunció el ceño, asintió y le ayudó a incorporarse.

—¿Está muerto? —preguntó Héctor cabeceando en dirección a Solberino.

—No. Quería matarlo, pero me contuve. Y no puedes ni imaginarte lo que me ha costado —echó a andar con él de la mano, pero antes de que pudiera dar dos pasos Héctor la detuvo con toda la firmeza que fue capaz de reunir—. ¿Qué haces? —le preguntó ella—. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

—No voy a esperar —dijo él—. Me niego a esperar al final para besarte. Lo voy a hacer ahora. Si algo me pasa esta noche, al menos me iré con un beso.

Marina le miró fijamente.

Fuera rugía la batalla. Fuera los gigantes de hueso caían despedazados bajo la embestida de las gárgolas y los muertos, la magia bramaba y la noche ardía inflamada por la mirada bestial de la Luna Roja. El mundo temblaba como si llegara el final. Pero en aquel momento, nada importaba. Algo impactó contra la torre, pero no miraron hacia allí. Sólo tenían ojos el uno para el otro.

—¿A qué esperas entonces? —le apremió ella. En su sonrisa se vislumbraba el brillo de sangre ajena.

Sus alientos se entremezclaron, se hicieron uno, luego fueron sus labios los que se unieron en un beso salvaje, acorde con los tiempos, con la batalla y la matanza. Ambos tenían los ojos cerrados. No necesitaban mirarse para verse, estaban grabados a fuego el uno en el otro.

* * *

Hurza sostenía ante sí el cuerno espiral que contenía el alma de Harex. Estaba más caliente al tacto que la primera vez que lo había empuñado, como si el espíritu de su hermano se hubiera soliviantado con el intento fallido de resurrección. Ahora todo saldría bien, aquel muchacho era el correcto, estaba convencido. El nigromante se acercó al altar. El trasgo apenas podía moverse, sujeto como estaba por los brazos de los muertos.

—Déjate llevar —le aconsejó Hurza—. No tiene sentido que luches, con ello sólo prolongarás tu sufrimiento. Hazte un favor y ahórrate la agonía.

Darío trató de agitar la cabeza, resoplando contra la mano que le tapaba la boca, mientras veía cómo aquel monstruo pardo alzaba el cuerno. Escuchó el hueso hendir el aire, sólo que en su imaginación no era un cuerno lo que Hurza empuñaba, era un relámpago robado a la tormenta. El golpe fue rápido, fulminante. Una explosión demoledora le partió el pecho y lo arrastró al instante al desmayo.

Pero en la inconsciencia no halló alivio. Algo le había seguido allí y a aquello, fuera lo que fuera, le bastaba con su mera presencia para mantenerlo despierto en la oscuridad de su propia mente. Era una entidad extraña, difícil de describir, una mancha viva que se le había adherido al envés del alma. Darío sintió cómo un sinfín de raíces oscuras se abría camino entre sus pensamientos, filamentos de negra conciencia que probaban, ansiosos, la consistencia de la carne donde habían ido a parar. El muchacho sintió que en algún lugar inconcreto de sí mismo dejaba de ser él para convertirse en aquello que llegaba.

De pronto, un recuerdo se abrió camino en su mente, de forma sorpresiva, sin haber sido llamado ni convocado por estímulo alguno. Se recordó en una calle de Sao Paulo, huyendo del hombre a quien acababa de robar un maletín. Su perseguidor resultó más rápido que él y no tardó en darle alcance. Darío se giró rabioso y le hundió la navaja en el estómago. La presa de su víctima se aflojó y él aprovechó para escapar, resbalando en los adoquines y perdiendo el maletín en la caída.

La oscuridad era densa. La oscuridad estaba viva y pretendía aniquilarlo. Darío la escuchó pensar. No. Fue todavía peor: la sintió robarle sus propios pensamientos y servirse de ellos para su uso y provecho.

Se recordó jugando con su padre. Andaban pegándole patadas a un balón hecho de trapos mal atados, pasándoselo el uno al otro. Darío cogió carrerilla para propinar un buen puntapié a la pelota, con tan mala fortuna que su alpargata se enredó con el extremo de uno de los trapos y el balón se desintegró. Su padre se echó a reír al verlo resbalar y caer con aquel caos de paños precipitándose sobre él.

Su mente comenzó a escindirse, una parte de ella dejó de ser suya. Se pensó ajeno, aletargado, se pensó muerto desde tanto tiempo atrás que ya ni recordaba lo que era estar vivo. Recordó la traición de la mujer con la que compartía lecho. Le había vertido veneno en el oído mientras dormía. Se preguntó qué habría sido de ella. Se preguntó qué habría sido de su hermano y de todos los que…

«¡No! ¡Me llamo Darío!», se obligó a pensar. El miedo que sentía era tremendo. Le estaban devorando desde dentro, sin piedad, sin concesión alguna; le estaban borrando de sí mismo y no podía concebir final más terrible ni amargo. «Nací en una favela de Sao Paulo y un hombre gris me trajo a un mundo imposible. Me llamo Darío. ¡Me llamo Darío!».

Una serie de recuerdos fragmentarios se proyectó en su mente, algunos tan acelerados que resultaba imposible identificarlos o acabar de darles forma. Se vio a sí mismo borracho en mitad de la calle, besando a una muchacha cuyo nombre desconocía y a la que nunca más volvería a ver. Vio a Adelaida, la anciana del carrito, revolviéndole el pelo con cariño mientras le tendía un pedazo de pan con chocolate y le pedía que fuera bueno, que sólo tenía una vida y que procurara no malgastarla. Se vio hacinado junto a sus hermanos en el interior de una jaula maloliente, de camino por enésima vez al sacrificio, ahíto de odio y rabia; mantenía la frente apoyada en los barrotes y no dejaba de contemplar a los que ya le habían asesinado tantas y tantas veces. Tuvo a Marina ante sí, alimentándose de la sangre que manaba de su antebrazo mientras lo dejaba a él aterido de amor y náusea.

La presencia oscura continuaba expandiéndose. Ya había más de ella que de sí mismo en su interior. La presencia oscura estaba a punto de recordar su nombre, lo tenía en la punta de esa lengua que no era suya y, una vez lo pronunciara, condenaría al olvido a su anfitrión, a aquel niño implorante al que ya apenas le quedaba sitio dentro de sí mismo.

El desconocido le hizo abrir los ojos y de nuevo Darío pudo ver los techos rugosos de Rocavaragálago. Los brazos que le habían aprisionado se habían retirado y aunque el muchacho ordenó a sus extremidades ponerse en marcha, éstas no obedecieron. Y no lo hicieron por el simple motivo de que ya no le pertenecían.

«Me llamo Darío. ¡Darío!», se obligó a pensar, acelerado, frenético. «Una Navidad mamá trajo pollo y una botella de vino a casa. Nos dijo que había encontrado trabajo y que todo iba a cambiar, que nos merecíamos un poco de suerte. Me llamo Darío. ¡Maldita sea! Me llamo Darío y no merezco morir así. ¡No merezco mo…!».

—Me llamo Harex —anunciaron los labios del trasgo.