XXI
A sangre y fuego
Un ejército de hueso se abría camino por Rocavarancolia.
El sonido de sus pasos era un sordo retumbar, un trueno constante a ras de tierra. Aquel prodigioso ejército estaba capitaneado por colosos entre los que se mezclaban dragones y mastodontes, gigantes y mantícoras, titanes y quimeras… Encaramados a su estructura viajaban esqueletos más pequeños, afianzados a sus articulaciones, vértebras y costillas, como piratas dispuestos al abordaje.
Y entre las múltiples extremidades en las que se apoyaban aquellos titanes avanzaban todavía más, centenares de ellos; algunos empuñaban espadas herrumbrosas, otros cargaban con hachas y mazas; muchos iban desnudos, exhibiendo orgullosos la sucia blancura de su osamenta, otros a medio vestir con viejas corazas y armaduras. Y todos portaban en su seno una minúscula chispa de vida cedida por Sedalar, una porción de esencia vital que los hacía conscientes del mundo que les rodeaba y de la tarea encomendada: obedecer la voz de la mujer cicatriz, la voz que llegaba de las alturas.
Las onyces de Natalia compartían su marcha. Algunas, simplemente, volaban entre ellos, convertidas en remedos de los gusanos de la cicatriz; otras viajaban encaramadas a sus cráneos, sentadas entre sus fauces o agazapadas en el interior de sus cuencas vacías; pero había sombras que tenían una función clara que cumplir en la armada de Sedalar: se habían enredado en los huesos de lo que en otro tiempo fueron alas, adoptando la forma que habían tenido éstas.
La cicatriz de Arax había quedado vacía, sólo los gusanos deambulaban aturdidos por el fondo, incapaces de comprender a qué se debía tanta luz y tanto vacío. No quedaba ni un cadáver en la grieta.
Dama Desgarro los había dividido en varias escuadras y desde las alturas, oculta por poderosos hechizos de ofuscación, coordinaba su marcha. La primera oleada ya había desembocado en el descampado que rodeaba Rocavaragálago y aguardaba la orden de avance. Dama Desgarro los retenía allí, incitando al enemigo a dar el primer paso. Las gárgolas que infestaban el cielo oscurecían aún más la noche con sus idas y venidas mientras el ejército de cadáveres se mantenía firme en su puesto, sin inmutarse por la cercanía de las huestes de Sedalar Tul. Sobre un obelisco se posaba Balderlalosa, el dragón negro, con la pálida reina vampira montada en su lomo. Muy cerca, el rey gigante de Esfronax, esculpido en piedra ingrávida, caminaba entre las nubes de la tormenta como si éstas fueran sólidas.
—Vamos, Hurza —dijo dama Desgarro—. ¿A qué esperas? Pon en marcha a los tuyos, malnacido bastardo —era muy consciente de que el tiempo jugaba en su contra.
La vida del ejército de Sedalar era muy limitada y no tenían ni un instante que perder.
Lo aconsejable sería que esperarais a que el enemigo se pusiera en marcha, dijo en la mente de los muchachos que montaban sobre el dragón de Transalarada. Pero si sigue empeñado en permanecer a la defensiva, no me quedará más remedio que llevar el combate a las puertas de Rocavaragálago antes de lo que deseaba. Tendréis que encontrar el modo de entrar en medio del caos.
Andras Sula asintió y contuvo el vuelo del dragón. Desde donde estaban eran visibles tanto la catedral roja como la vanguardia de las fuerzas de dama Desgarro. Darío miró a su espalda y pudo comprobar que los nutridos grupos de estatuas dispersos por la ciudad ya no deambulaban al azar. Hurza les estaba ordenando replegarse hacia Rocavaragálago, comprendió el trasgo. Y más allá de esas estatuas se podían ver varias hileras de titanes esqueléticos, avanzando en esa misma dirección. Era una visión pavorosa, una visión que enardecía el alma y los sentidos. Los gigantes aparecían borrosos entre la lluvia, pero con cada relámpago que asaltaba el cielo ganaban una solidez desproporcionada.
El dragón de Transalarada sobrevoló la prisión en la que los muchachos habían despertado hacía meses. La sombra de la bestia se deslizó por sus muros maltratados, aceitosa e imposible. Darío se reclinó para contemplar aquel edificio. Allí había empezado todo, allí había arrancando aquella extraordinaria odisea. Y aun así, Darío, el muchacho trasgo, tuvo la extraña sensación de que era ahora, en aquel preciso instante, volando a lomos de un dragón mientras hordas de prodigios se aprestaban a la batalla, cuando aquella historia realmente comenzaba.
* * *
—La ciudad ha vuelto a la vida —anunció Laertes, el brujo maldito, con sus manos apoyadas en la almena mientras observaba admirado el caos de formas que se movía allí abajo—. Contempladla, porque esto que tenéis ante vuestros ojos es Rocavarancolia —abrió los brazos en un intento de abarcar por entero aquella urbe herida—. Lo imposible, la maravilla. Esta noche la ciudad ha resucitado, el reino vive otra vez.
—A ver ahora lo que dura vivo… —murmuró Natalia, aunque su tono también dejaba claro lo impactada que se sentía.
El demiurgo estaba sentado en el suelo. Tenía las rodillas dobladas a la altura del pecho y la espalda apoyada en la pared húmeda. Era el único que permanecía ajeno al despliegue de fuerzas que tenía lugar en la ciudad. Intentaba recuperarse. Se pasó el dorso de la mano por la nariz y la retiró manchada de sangre.
Una sombra cayó sobre él. Era el Lexel de la máscara negra. El demiurgo alzó la vista al tiempo que el hechicero se acuclillaba ante él.
—Has estado a punto de matarte —le dijo, sin traza alguna de delicadeza. Hablaba en voz baja, como si aquella noticia fuera un secreto entre ambos.
Sedalar asintió mientras contemplaba cómo la sangre que manchaba su mano se diluía en la lluvia. Parecía hipnotizado por aquel fenómeno. El reloj de su abuelo salió de su chaleco y comenzó a trepar por su pecho.
—Y sabes que ahora viene lo peor —le indicó el mago—. Cuando arranque la batalla, tus criaturas comenzarán a caer. Y creo que estás al tanto de lo que significa eso, ¿verdad?
El demiurgo asintió de nuevo. Lo sabía. Claro que lo sabía.
—Dar vida duele —murmuró—. Sentirla morir, duele todavía más —levantó la mirada y sonrió, agradecido por la lluvia y el viento, agradecido por las nubes que discurrían por el cielo, por el latido de su corazón, por la maravilla inexplicable de estar allí, en ese preciso momento, iluminado por la luz de la Luna Roja.
* * *
Hurza observaba la marcha de las tropas del demiurgo desde lo alto de Rocavaragálago. Junto a él estaba la mayoría de su séquito, tan sólo Alastor permanecía abajo; se le podía ver a través de las oquedades que salpicaban el suelo, deambulando inquieto de un lado a otro por la estancia en la que habían intentado traer de regreso a Harex. La amplia plataforma en la que se encontraban hacía las veces de terraza y almenar, diez cuernos curvos sobresalían de sus bordes dándole forma de puño monstruoso a punto de cerrarse sobre ellos.
Desde allí tenían una visión privilegiada del ejército que se aproximaba. Contaba con varios frentes, el más cercano aguardaba inmóvil, apostado en los terrenos descubiertos que separaban Rocavaragálago de la ciudad, mientras el resto avanzaba a buen ritmo hacia ellos. De pronto, varios de los engendros que los comandaban despegaron del suelo y echaron a volar, lenta, pesadamente. Sus alas no habrían sido capaces de sostenerlos en el aire, pero estaban reforzadas con las onyces de la bruja.
—Qué horroroso espectáculo para un alma sensible —aseguró el hijo de Belgadeu—. Han soliviantado a los míos y los han puesto en mi contra. De tener corazón me lo habrían roto —la criatura llevaba los brazos recubiertos con la piel que había arrancado a las alas del ángel negro. Se había confeccionado con ella unos guanteletes de los que sobresalían sus falanges y una capa dividida en dos largas lenguas desgarradas.
Dama Serena contempló las evoluciones del esqueleto de una ballena alada. Había algo hermoso y etéreo en su vuelo. El lento batir de sus alas envueltas en sombras provocaba remolinos turbios de lluvia. Aferrados a sus costillas se bamboleaban decenas de esqueletos, todos enarbolando sables y espadas.
—La cicatriz de Arax se ha desbordado —su voz traslucía admiración—. ¿Quién nos iba a decir que esos muchachos contaban con tales recursos?
—Rocavarancolia te enseña a esperar lo inesperado —señaló el Lexel, apoyado con languidez en el grotesco almenar que rodeaba la azotea—. Esos montones de hueso nos darán problemas, sin duda, pero no debemos olvidar que es el demiurgo quien los anima. Cuando muera, su ejército se derrumbará. Sólo tenemos que encontrarlo y cortarle la cabeza para detenerlos.
—Mientras tanto las estatuas y los muertos frenarán a esas bestias —dijo Solberino—. ¿Verdad? —preguntó en tono dubitativo mientras observaba a Hurza.
—No, no serán suficientes —afirmó éste—. Podríamos retrasar su marcha, pero no vencerlos si el combate se alarga —miró a dama Serena, meditabundo—: Ha llegado el momento de recurrir al regalo que te hice la noche en que salió la Luna Roja. ¿Te supone algún problema hacerlo? —quiso saber.
Dama Serena negó con la cabeza. Aquel sortilegio estaba grabado a fuego en su ser, Hurza se había preocupado mucho de que así fuera. La había transformado en una suerte de grimorio, un libro que contenía un solo hechizo junto al poder necesario para ejecutarlo.
—Hazlo entonces —le ordenó el Comeojos—. Cuanto antes. No perdamos más tiempo.
—Será lo último que haga por ti —le advirtió ella.
—Es lo último que te pido. Sonríe, fantasma. Si la suerte nos es propicia la próxima vez que nos veamos te concederé el descanso que mereces.
Dama Serena invocó su esfera y abandonó Rocavaragálago, dejando a su paso una estela esmeralda. El nigromante la observó volar en dirección a las montañas y el castillo. A continuación centró su atención en las huestes de dama Desgarro. Desde el este llegaba una nueva oleada de gigantes, más colosos de hueso y sombra para sumarse a los que los cercaban desde el norte.
—Debemos encontrar al demiurgo —murmuró—. Con él muerto la victoria no se nos puede escapar. Os encomiendo esa misión a vosotros —dijo mientras miraba al Lexel blanco y al hijo de Belgadeu. Ambos asintieron en respuesta a su mandato—. Matadlo. Al demiurgo y a todos los que estén con él.
El hechicero de la máscara blanca salió despedido hacia la noche, como un relámpago que quisiera regresar al seno de la tempestad. A un gesto del esqueleto, la gárgola que Hurza le había proporcionado voló desde una torreta cercana hasta la terraza. La criatura se inclinó en la plataforma para permitirle subir. La capa hecha con la piel de las alas del ángel negro revoloteó en la tormenta mientras el hijo de Belgadeu azuzaba a su montura y ésta alzaba el vuelo. Pronto se confundieron con el resto de gárgolas que infestaba Rocavaragálago.
Entonces, Hurza se giró hacia el inmenso guerrero tatuado que observaba extasiado los primeros compases de la batalla. Las huestes de muertos vivientes ya se habían puesto en marcha. Avanzaban hacia el frente norte del ejército del demiurgo, acelerando cada vez más el paso. Las gárgolas y estatuas se agruparon en tierra y cielo.
—¿Lo ves, Ujthan? —le preguntó Hurza—. Te prometí una guerra y aquí la tienes. Antes de lo esperado, incluso.
—Ésta no es una guerra a mi altura —replicó él—. Por muy diestro que sea en combate nada puedo hacer contra esos monstruos de hueso. Me aplastarían como a un insecto.
—Pero no tienes por qué ir a ras de tierra, mi buen guerrero. Eres el comandante de los ejércitos del reino y te procuraré una montura en consonancia a tu cargo.
Una sombra se aproximaba veloz desde el este. Ujthan escuchó el poderoso batir de sus alas antes de distinguir la silueta de un dragón, enturbiada por la lluvia. Era un dragón de piedra roja, dotado de tres pares de patas y una larga cola. Los relámpagos lo iluminaron a medida que se acercaba, la luz centelleó en la piedra mojada y por un instante fue como si el dragón estuviera recubierto de un sinfín de venas de luz.
—Siempre cumplo mis promesas —dijo Hurza—. Siempre. Ahora vuela, Ujthan. Me has sido fiel a pesar de tus dudas y aquí llega tu recompensa: comanda a los míos en la batalla. Frena la acometida de ese ejército de traidores. Y si has de morir, que tengas una muerte digna de un guerrero.
Ujthan asintió. No era sólo lluvia lo que resbalaba por su rostro.
El dragón se aferró con sus garras a lo alto de la torreta inmediatamente inferior a aquella en la que se encontraban, alzó su cuello y emitió un rugido que sonó a rocas estallando, a avalancha ansiosa de desatarse.
—Ve —le ordenó Hurza Comeojos—. Pronto tendrás refuerzos. Me he encargado de ello.
Ujthan asintió todavía con más fuerza, se limpió las lágrimas y el agua de lluvia que le corrían por la cara y saltó sobre el lomo del dragón. La bestia desplegó sus alas, rugió de nuevo y, con el guerrero tatuado afianzado a su lomo, voló a la batalla.
En lo alto de la torre principal de Rocavaragálago sólo quedaron ya Hurza Comeojos y Solberino, el náufrago.
—Un dragón de carne y hueso se aproxima —anunció éste, abrazado ansioso a su arpón como si estuviera considerando seriamente intentar capturar semejante presa con él—. Lo monta el piromante.
Hurza sonrió y asintió despacio. Hacía ya tiempo que había visto acercarse al dragón de Transalarada, volaba sin demasiada urgencia, como si no tuviera prisa en llegar a Rocavaragálago. Era evidente que había estado a la espera de que el terreno en torno a la catedral se despejara.
—No viene solo. Le acompaña el trasgo —dijo, satisfecho. Tras el brujo de fuego montaba el muchacho de la esencia de reyes; estaba protegido por una infinidad de hechizos de ofuscación, pero la proximidad de la catedral los hacía inútiles—. Nos lo sirven en la proverbial bandeja —alzó la vista hacia la Luna Roja y contempló los estragos que Harex había causado en su superficie. ¿Qué nuevos portentos llevaría a cabo cuando regresara a la vida?—. Vamos dentro, náufrago, le prepararemos el recibimiento que merece.
* * *
Dos relámpagos surcaron al unísono el cielo de Rocavarancolia, uno al norte y el otro al oeste, tan descomunales que por un segundo pareció que la realidad entera se había agrietado y que el mundo estaba a punto de hacerse pedazos. Bajo su luz violenta, Darío vio cómo las gárgolas abandonaban al fin las inmediaciones de Rocavaragálago. Se habían dividido en varios grupos, formando compactos enjambres que enfilaban ya hacia las huestes de esqueletos más próximas a la catedral.
—Allá vamos —anunció Andras Sula. Se giró a medias para mirarlo—. Cuando lleguemos a la catedral te haré intangible para que puedas atravesar sus muros —le anunció—. A los trasgos os afecta menos la magia que a otras criaturas así que no sé cuánto tiempo durará el efecto. ¡Aprovéchalo!
Darío asintió. Recordaba muy bien cómo había resistido Roallen los hechizos de Natalia en la plaza. De pronto, el caos en Rocavarancolia se hizo mayor aún. Fue como si una segunda tormenta se hubiera abierto camino a empellones en la primera, una tempestad hecha con el entrechocar de las espadas y el crujir de los huesos, con el estrépito de las piedras al estallar y el aullido de un millar de sombras. La batalla acababa de dar comienzo.
El dragón aceleró el vuelo. Darío se aferró a sus escamas mientras veía crecer ante él la mole acerada de Rocavaragálago. Aquello que contemplaba no era un edificio, no podía serlo, era una pesadilla que había cobrado solidez al otro lado del sueño. Allí dentro estaba Marina. Allí dentro estaba Héctor.
Varias protuberancias en los muros de la catedral se desprendieron de éstos cuando apenas les faltaban doscientos metros para llegar a ella. Eran gárgolas, enormes criaturas de piedra roja que volaron a su encuentro. Andras Sula guio al dragón directo hacia ellas. El brujo alzó un brazo envuelto en llamas a la par que preparaba un hechizo. Darío se afianzó como mejor pudo en el dragón, desenvainó su espada y se preparó para el combate.
La primera gárgola estalló en pedazos antes de que llegaran a ella, víctima de un hechizo de impacto. Dos más se abalanzaron hacia ellos, una desde abajo y otra desde un flanco. El dragón se escoró para esquivar a la segunda mientras de un zarpazo apartaba a la primera de su camino. Luego escupió su chorro de llamas hacia otro atacante. El fuego ennegreció la superficie de su atacante, pero aun en llamas continuó volando. Darío hundió la espada en su garganta cuando la tuvo a su alcance. No pudo rematarla. El dragón aceleró el vuelo y el trasgo la perdió de vista.
De pronto las torretas y pináculos de la catedral se precipitaron hacia ellos. Daban la impresión de haberse materializado de la nada, lanzas megalíticas que parecían aflorar de las entrañas de la tierra con el único propósito de ensartarlos. Volaron entre los arbotantes de Rocavaragálago, rodeados de gárgolas, tan cerca de los garfios y espolones que emergían de la piedra que Darío se aplastó contra el lomo de su montura. Empuñó la espada con más fuerza si cabe, temeroso de perderla. Los muros se les vinieron encima. Cuando parecía que nada iba a poder evitar que chocaran contra ellos, el dragón viró con violencia y comenzó a ganar altura, volando en paralelo a la pared; varias gárgolas se estrellaron al intentar imitar su maniobra y se precipitaron al foso de lava.
El piromante se volvió hacia Darío y puso una mano sobre su hombro.
—¡¿Estás preparado?! —le preguntó a voz en grito. Los ojos le brillaban febriles.
—¡No! —gritó él—. ¡No lo estoy! ¡Esto es una locura!
—¡Perfecto! —dijo Andras Sula. El dragón hizo una nueva pirueta imposible. El arriba y el abajo intercambiaron su lugar al mismo tiempo que la mano del piromante atravesaba el hombro de Darío como si su cuerpo fuera de aire. El trasgo dejó de sentir el calor del dragón. Hubo un rápido parpadeo y cayó al vacío. La inercia del vuelo lo arrojó hacia Rocavaragálago, directo a una de las lanzas estriadas que surgían de su superficie. Darío gritó cuando la punta de aquella cosa le atravesó el pecho.
El mundo se volvió rojo.
* * *
Héctor abrió los ojos y al momento deseó haber permanecido inconsciente. El dolor de su espalda era brutal, inhumano, tan devastador que tenía la impresión de que le estaban arrancando las alas una y otra vez. No gritó, pero no pudo evitar estremecerse. Su convulsión quedó punteada con un fuerte ruido de cadenas y un leve gotear de sangre. Por un delirante instante, creyó que iba a aparecer Esmael para decirle que había vuelto a fracasar en el ejercicio de las campanillas. En vez de eso, escuchó la voz de Marina:
—Héctor… Tus alas, por el amor del cielo… tus alas… —su amiga estaba llorando—. Esa cosa te ha arrancado las alas…
—Volverán a crecer… —aseguró y, a pesar del dolor extremo que se entrevió en sus palabras, pareció que de verdad no daba importancia a su pérdida—. Es cuestión de tiempo. Soy un maldito ángel negro.
Estaban encadenados donde la primera cosecha, en una de las galerías que conducían a la sala del sacrificio; tenían grilletes en muñecas, garganta y tobillos, aunque las cadenas eran lo bastante largas como para permitir algo de movilidad. Marina estaba prácticamente frente a él, a dos metros y medio de distancia, en el único hueco libre que quedaba en aquel tramo del pasadizo atestado de cuerpos macilentos. No había nadie cerca. Ni rastro del Comeojos ni de sus secuaces. Sacudió la cabeza, no quería pensar en Alastor, no quería pensar en cómo aquel horror metálico le había tirado sobre al altar para arrancarle de cuajo las alas.
—Te ha arrancado las alas… —repitió Marina, como un eco de su pensamiento, mientras le miraba fijamente.
—La capacidad de regeneración de mi especie es fabulosa, ¿no lo sabías? —dijo él de forma automática—. Es un hecho demostrado. Me crecerán otra vez.
La vampira le contempló asombrada, como si no diera crédito a lo que oía. Tal vez pensara que además de las alas había perdido la razón. Hizo un esfuerzo por sonreír. Nunca se había sentido tan débil.
—Si algo me enseñó Esmael fue a convivir con el dolor —le explicó—. Ese loco me hizo mucho más daño del que puede hacerme Alastor, te lo aseguro. Parece más horrible de lo que es en realidad —escupió al suelo. La herida del pecho estaba casi curada, pero todavía había trazas de sangre en su saliva.
—Tienes una pinta horrible —le advirtió ella.
—Gracias —dijo con un educado movimiento de cabeza, lo más parecido a una reverencia que podía hacer encadenado—. Pero estoy vivo —afirmó—. Y eso es algo con lo que no contaba a estas alturas. ¿Cómo estás tú? —le preguntó.
—Me pica un tobillo y no puedo rascarme —contestó. Echó hacia atrás la cabeza y dio un golpe en la pared rugosa; el peló le cayó sobre la cara como un cortinaje deshilacliado—. Y estoy débil. Y asustada. Y furiosa —guardó silencio un instante antes de añadir—: Y sedienta.
Héctor no dijo nada. Si él era capaz de oler la peste a sangre que despedía, aun a pesar del fuerte hedor de Rocavaragálago, era más que evidente que Marina también podía. Ella necesitaba sangre y él estaba bañado en ella. De pronto fue consciente de los ruidos que llegaban del exterior. A la tormenta se le había sumado un estrépito indefinible, un continuo y salvaje golpeteo en el que se mezclaba el ruido del acero al entrechocar con el de piedras al derrumbarse.
—¿Qué está ocurriendo fuera?
—No lo sé —contestó Marina—. Ha comenzado hace poco. Y cada vez se oye más fuerte y más cerca. Creo que vienen a rescatarnos.
—¿A rescatarnos? —preguntó Héctor, perplejo. Era una verdadera batalla lo que se escuchaba tras los muros de Rocavaragálago—. ¿Quién y con qué ejército?
* * *
Dama Serena no tardó en llegar al castillo. Se elevó sobre las torres de la fortaleza hasta quedar inmóvil a unos veinte metros de la principal. Allí se detuvo, diluyó la esfera que la rodeaba y se mantuvo firme en las alturas mientras la lluvia y el viento pasaban a través de ella. La fantasma fue testigo de los primeros compases de la batalla. Vio cómo varias formaciones de gárgolas se precipitaban en picado contra los gigantes que encabezaban las tropas de dama Desgarro; contempló cómo las sombras de la bruja se arrojaban sobre ellas, transmutadas en redes oscuras que se enredaban en sus alas para derribarlas de los cielos.
Los enfrentamientos pronto se extendieron por toda Rocavarancolia. Gárgolas y estatuas cargaban a lo largo de todo el frente enemigo, en pequeños grupos en algunos puntos, en verdaderas hordas en otros. Pero lo que de verdad impresionó a dama Serena fue ver el choque brutal que tuvo lugar entre la legión muerta de Hurza y los esqueletos de Sedalar Tul. Las fuerzas del nigromante atacaban las patas de los colosos en un intento desesperado por derribarlos. Muchos eran aplastados por ellas, pero otros tantos conseguían trepar a aquellas zarpas e intentaban destrozar sus tobillos a golpes de espada y hacha. Decenas de esqueletos se deslizaban por tibias y peronés para acudir a su encuentro, empuñando armas tan viejas y oxidadas como las de sus adversarios.
En aquella llanura el tiempo dejaba de tener sentido. La batalla que contemplaba era continuación directa de la que treinta años antes había supuesto el ocaso del reino. ¿Cómo no iba a serlo si el demiurgo había dado vida a las osamentas de los que habían combatido en ella? En la distancia, dama Serena vislumbró el enorme cráneo y las alas desproporcionadas de Umbra Gala, el dragón de Basa compartía bando con las mismas criaturas que lo habían abatido. Pero es que, además, esa batalla era una prolongación de todas y cada una de las que habían tenido lugar en el reino, hasta remontarse al mismísimo origen sangriento de éste. Y para demostrarlo allí estaban los muertos revividos de Hurza, los mismos que habían participado en la fundación y conquista de lo que más tarde sería Rocavarancolia. Allí, entre la horda de cadáveres, quizá luchara alguno de los pescadores que habían acudido a ayudar al barco encallado de Hurza y Harex…
Se llevó una mano a la frente, aturdida por aquella idea. La eternidad se hacía minúscula ante sus ojos, dos milenios de horror y batallar se daban cita ante los muros de Rocavaragálago. ¿Y qué iba a hacer ella si no contribuir a aquella demencia?, se preguntó mientras, a sus pies, colosos de piedra se enzarzaban en combate cuerpo a cuerpo con gigantes imposibles. El gigante de Esfronax hecho de piedra ingrávida cayó de los cielos, aferrado a la ballena alada que tanto le había impresionado en su vuelo. Los vio estrellarse entre los edificios, levantando una nube de polvo y escombro. Y de pronto un verdadero dragón llegó desde Rocavaragálago, el mismo que durante treinta años había dormido envuelto en piedra en la plaza del Estandarte. Abrió su extraordinaria mandíbula y vomitó fuego sobre la retaguardia de la legión de Hurza.
Dama Serena unió las palmas de sus manos, lo hizo deprisa porque a cada segundo que pasaba más dudaba de sí misma y su cordura. Cerró los ojos, se aisló del caos que la rodeaba, del estruendo de la tormenta y la batalla y contempló su propio interior, sin pensar en nada más. Allí, grabado a fuego, estaba el hechizo de dominio que Hurza la había forzado a aprender. Lo recitó despacio. No comprendía las palabras que pronunciaba, pero notaba cómo éstas se removían en su interior, como criaturas vivas que ansiaban salir al exterior. Era un hechizo largo y complejo; los minutos transcurrieron, lentos y pegajosos, mientras ella iba desgranándolo en la tormenta. Cuando llegaba al final, dama Serena hizo una pausa para invocar el poder que Hurza le había prestado. Sin él el hechizo se malograría ya que no era lo bastante fuerte como para llevarlo a cabo por sí misma. Al momento se sintió inundada de una energía desproporcionada. Abrió los ojos a la noche salvaje. Por un instante pensó que el mundo había estallado. Pero era ella. Brillaba cegadora, una potente luz verdosa la inflamaba por dentro.
Era un faro, un faro en la tempestad.
Engastada en una pared del castillo había una diminuta esmeralda. En su interior estaba contenida la habitación infinita, un espacio mágico elaborado por los más poderosos hechiceros de Rocavarancolia para contener dentro a los fantasmas del reino.
La joya, de pronto, se partió en dos.
* * *
Ujthan descargó un golpe de hacha contra las costillas del esqueleto al que se enfrentaba. Los huesos se quebraron y volaron hechos astillas ante tan salvaje acometida; su enemigo se vino abajo y él se giró para detener el ataque de otro adversario con la cimitarra. No se conformó con bloquearlo, de un formidable empujón lo arrojó fuera del cráneo del mamut sobre el que combatían.
El guerrero abandonó la calavera de un salto mientras inscribía de regreso el hacha en su tatuaje en el hombro izquierdo. Aterrizó sobre el lomo del dragón que, a una orden suya, batió alas para alejarse del coloso de hueso y los esqueletos que lo montaban. Una zarpa enorme voló tras ellos, pero no logró alcanzarlos. El viento y la lluvia borraban los contornos de los combatientes. Ujthan entornó los ojos y contempló la llegada en tromba de una riada de onyces, se aseguró sobre su montura y embistió contra ella. Notó cómo las garras de las sombras buscaban y encontraban su carne, pero él continuó descargando su cimitarra sin cesar de un lado a otro. Las onyces se disgregaron profiriendo tremendos alaridos y el dragón y el guerrero siguieron adelante, dejando a su espalda un rastro humeante de sangre negra.
Ujthan tomó aliento. La batalla lo rodeaba y él era feliz. Esa era la vida que anhelaba, ésa era la vida que la caída de Rocavarancolia le había negado durante treinta años.
Un repentino brillo verde le hizo mirar al castillo. Sobre la fortaleza había amanecido una nueva estrella. Un astro con forma de silueta humana que desprendía una potente luz esmeralda. Su resplandor se irradió con una rapidez inusitada por toda la ciudad, una ola de luz tiñó los edificios en ruinas y los ejércitos de piedra, hueso y sombra.
Ujthan apartó la mirada del fulgor y se giró en busca de un nuevo enemigo al que abatir. No tardó en encontrarlo: el dragón del piromante se aproximaba desde el oeste; se podía distinguir perfectamente la trayectoria que había seguido hasta allí por el río de llamas que consumía a los ejércitos de Hurza. Ujthan guardó la cimitarra en el interior de su piel y, a continuación, extrajo de su tatuaje la espada de Nago que había utilizado contra Denéstor y Esmael. Aquel brujo hedía a poder y esa arma podía arrebatárselo. Buscó luego en su pierna derecha el escudo que había conseguido en la campaña de Almaviva, la última victoria de Rocavarancolia. Una vez armado, lanzó un grito, encomendó su alma a los dioses de la guerra y cargó en su dragón de piedra contra el de carne y hueso.
El piromante espoleó a su propia bestia en cuanto lo vio aproximarse. Al momento, Ujthan sintió cómo un hechizo brutal trataba de descabalgarlo. Pero no sólo había armas tatuadas en su cuerpo, con ellas compartía espacio un sinfín de hechizos protectores. Notó cómo varios eran destruidos por el salvajismo del sortilegio enemigo. Los dragones se abalanzaron el uno sobre el otro entre un caos de gárgolas y monstruos de hueso. El de Transalarada abrió sus fauces y vomitó su caudal de fuego. Ujthan alzó el escudo y lo interpuso entre las llamas y él. Aquel objeto estaba forjado para resistir el aliento de los dragones de hielo de Almaviva. El guerrero sintió el empuje de las llamas contra el escudo y el calor sofocante producido por éstas.
Cuando el bramido del dragón de Transalarada cesó, Ujthan bajó el escudo y alzó la espada. Los dragones se cruzaron de nuevo en el aire. El guerrero descargó su arma contra el piromante al tiempo que éste invocaba una lanza ígnea y la arrojaba hacia él. El fuego burló esta vez la protección del escudo y Ujthan sintió su mordisco en el antebrazo, pero su espada también alcanzó el objetivo. El filo del arma de Nago abrió un profundo tajo en el costado del brujo. Le escuchó gritar, pero no por el dolor; gritó cuando toda su esencia mágica, todo su poder, fue absorbido por la hoja que acababa de herirle. Ujthan hizo retroceder a su dragón mientras apagaba las llamas de su brazo a manotazos; el escudo de Almaviva se desprendió de él con la cincha desecha y se perdió en el caos de gárgolas y relámpagos.
Ujthan encaró de nuevo a su enemigo. El brazo izquierdo le colgaba inútil a un costado; lo tenía en carne viva, recubierto de ampollas y sangre que hervía. No quiso ni pensar en todas las armas que había destruido aquel fuego impío. El piromante, aturdido, sacudía la cabeza sobre su dragón, a unos metros de distancia, mientras intentaba contener la hemorragia de su costado. Parecía a punto de precipitarse al vacío. Ujthan levantó la espada de Nago, señaló a su adversario con ella y cargó de nuevo.
El joven le miró de soslayo y luego se derrumbó hacia delante, lo bastante consciente para usar sus escasas fuerzas en aferrarse a las escamas del dragón. Éste lanzó un rugido descomunal, se giró en el aire y abrió de nuevo sus fauces. Ujthan maniobró para esquivar la llamarada, sabedor de que no podría sobrevivir a un impacto directo. Pero en vez de vomitar su chorro de fuego, el dragón le sorprendió con un prodigioso picado y una huida a la desesperada.
Ujthan intentó ir tras él, pero antes de poder iniciar siquiera la persecución, un coloso de hueso se interpuso en su camino y no le quedó más remedio que hacerle frente. Alzó otra vez la espada y cargó contra aquel nuevo adversario, con una sonrisa de felicidad pura en la cara.
* * *
Sedalar Tul se llevó las manos a la cabeza y gimió. Otra de sus creaciones acababa de morir en la batalla y él sintió su muerte como una puñalada en pleno estómago. Otra la siguió. Y de nuevo a duras penas consiguió reprimir un grito. La bruja silenciosa le vio retorcerse aferrado al muro y se acercó a él. Se acuclilló a su lado para después ponerle una mano en la frente. Luego trenzó una pregunta con los dedos en el aire a la que el demiurgo contestó con un encogimiento de hombros.
—Duele mucho, si es eso lo que preguntas. Pero me encuentro bien —le aseguró—. De verdad me encuentro bien. Puedo soportarlo. Puedo… —se mordió el labio inferior cuando le acometió otra nueva lanzada en el vientre. La bruja le miró con expresión sombría y, a continuación, lanzó un hechizo sanador que se llevó consigo la agonía de las últimas muertes. La calma fue instantánea. Notaba cómo las cuchilladas seguían produciéndose, pero su cuerpo había quedado anestesiado. Medea se sentó a su lado y le cogió de la mano, dispuesta a hacer más llevadero su sufrimiento. El demiurgo sonrió agradecido.
—Si eso es todo lo que pueden mandar contra nosotros, no tienen nada que hacer —dijo el Lexel negro mientras contemplaba la batalla desde el almenar.
El mago proyectó sus palabras a la mente de dama Desgarro al mismo tiempo que las pronunciaba. La comandante de los ejércitos del reino no compartía el optimismo del Lexel, habría sido insensato hacerlo, sobre todo teniendo en cuenta que los pesos pesados del enemigo todavía no habían entrado en liza. Los miembros renegados del Consejo Real apenas se habían dejado ver y nada se sabía del propio Hurza.
La lucha en la llanura era encarnizada, de una crueldad desmesurada. ¿Y acaso podía ser de otro modo? La voluntad de ambos ejércitos era inexistente, eran simples fuerzas elementales enfrentadas entre sí, títeres guiados desde el cielo y Rocavaragálago. El miedo a la muerte no lastraba a aquellas tropas, ni ninguna pasión ni emoción reconocible más allá de la de querer destrozar al enemigo. Un brillo repentino en las montañas le hizo desviar su atención hacia allí.
Algo ocurre en el castillo, advirtió dama Desgarro al grupo de Sedalar Tul.
Todos miraron en el acto hacia la fortaleza. Allí, sobre la torre central había aparecido una estrella esmeralda, prendida en mitad de la noche y más luminosa todavía que la Luna Roja. Natalia frunció el ceño.
—Es la fantasma… —murmuró—. La fantasma asquerosa. ¿Qué está haciendo?
—Nada bueno —profetizó Laertes.
—Está lanzando un hechizo de dominio —les informó el Lexel.
La luz que emitía la figura se hizo más intensa a cada segundo que pasaba. Comenzó a irradiarla de tal manera que una verdadera ola de luz partió de ella. Una ola luminosa que se fue abriendo paso por el cielo, como un manto que alguien estuviera disponiendo sobre la realidad.
—Esto no me gusta nada —murmuró el brujo maldito.
De una de las torres del castillo brotó un nuevo surtidor de luz. Parecían fuegos de artificio; salían despedidos en un potente chorro para luego dispersarse en las alturas, formando un hongo luminoso multicolor. Sedalar Tul contempló aquel fenómeno con los ojos entrecerrados. Aquella nube estaba formada por una infinidad de siluetas brillantes. Las había de todos los colores y formas. En cierto sentido le recordaron a las onyces de Natalia. Pero no eran sombras.
—Fantasmas… —murmuró.
—Cientos de ellos —dijo el Lexel negro—. Todos los fantasmas de la habitación infinita. Dama Serena debe de haber aprendido algún hechizo para controlarlos.
—¿Cómo se mata a un fantasma? —preguntó Natalia.
—Si conociéramos la respuesta a esa pregunta, dama Serena estaría ahora en nuestro bando —murmuró Laertes abatido.
Un instante después, la voz de dama Desgarro se escuchó de nuevo en la mente de todos, frenética, urgente.
¡Al suelo!, ordenó ¡Tiraos todos al suelo!
* * *
El Lexel de la máscara blanca flotaba a gran altura sobre la ciudad. Se encontraba en el mismo centro de Rocavarancolia, girando despacio sobre sí mismo. Se había aislado completamente de la batalla, no era aquel caos lo que le interesaba. Su misión era otra: encontrar al esquivo demiurgo que había dado vida a la cicatriz de Arax. Aquel muchacho era quien sostenía con su poder al ejército adversario. Acabando con él pondrían punto y final a la contienda. Los ojos del hechicero escrutaban la ciudad en busca de magia o, en su defecto, de la total ausencia de ella. Las energías que había puesto en marcha el demiurgo deberían de haber dejado sin duda un poso a su alrededor, una marca fácilmente distinguible y rastreable, y su ausencia sólo significaba una cosa: el enemigo se había encargado de limpiarla, había erradicado cualquier traza de magia alrededor del muchacho para impedir que lo localizaran, pero los hechizos de disipación limpiaban no sólo la magia del hechicero, anulaban también cualquier otra que estuviera en sus cercanías. Por lo tanto, para encontrar al demiurgo, sólo tenía que encontrar un lugar en Rocavarancolia en el que, en aquel momento, no hubiera ni un ápice de magia.
Siguió con su escrutinio mientras la batalla arreciaba, hasta que, de pronto, un intenso destello sobre el castillo le hizo mirar allí. Dama Serena levitaba sobre una de las torres. La fantasma centelleaba. Emitía una potente luz verde, una luz que comenzó a extenderse por toda Rocavarancolia. El Lexel blanco se elevaba a tal altura que aquel resplandor no le afectó. Se limitó a contemplarlo avanzar: un mar imposible que convertía a la ciudad en ruinas en un paisaje ondulante.
Cuando la ola de luz llegaba al faro, se curvó como si se hubiera topado con una barrera invisible que le impidiera continuar. El Lexel observó aquel fenómeno con atención. La luz ondulaba alrededor de la construcción, trazando un círculo que tenía al edificio como centro, como si una burbuja de energía hubiera aislado aquel lugar.
Potenció su mirada e intentó atravesar esa barrera. A duras penas lo consiguió, el edificio estaba protegido por algún tipo de hechizo. Pero alcanzó a distinguir las siluetas brumosas que se arracimaban en su cúpula. Vio una sombra tocada por una chistera, y alguien que portaba lo que bien podía ser una máscara negra. Un instante después observó cómo esas figuras se tiraban al suelo, en un intento de ocultarse de la potente luz.
El Lexel blanco alzó la palma de la mano y dejó que la lluvia la empapara. A continuación, dibujó con sus dedos una sonrisa torcida en la máscara que ocultaba su rostro.
Los había encontrado.