XX
El Corazón de las Tinieblas
Rocavaragálago fulguraba.
Brillaba a la luz de la Luna Roja de manera sobrecogedora, daba la impresión de que el edificio también había cobrado vida y que intentaba por todos los medios arrancar sus cimientos del suelo para marchar sobre Rocavarancolia. Las gárgolas infestaban el aire a su alrededor como avispas en torno a una colmena; muchas se posaban en los aguijones y espolones que plagaban sus paredes y torretas, pero la mayoría se limitaba a volar en enjambre en torno a la estructura roja. La lluvia que empapaba sus muros los hacía relucir como sangre fresca, como si estuvieran tocados por un hechizo similar al que protegía el grimorio del Comeojos, el mismo grimorio que en aquel momento Marina transportaba en la esfera de dama Serena. Héctor ya no iba con ellas, era el propio Hurza quien lo llevaba. Lo había aferrado del cuello nada más abandonar la torre Serpentaria y lo arrastraba como a un pelele por los cielos. Había intentado resistirse, pero todo había sido inútil, daba igual la fuerza que opusiera o el modo en que aleteara, aquella mano permanecía igual de firme en su garganta.
Dejaron atrás los edificios de la ciudad para sobrevolar la amplia explanada que rodeaba la catedral. Héctor contuvo el aliento mientras se aproximaban. Ése era su destino. Ahí acabaría todo, en aquella aberración arrancada a la Luna Roja y modelada para producir espanto.
Cuando apenas los separaban doscientos metros, Héctor pudo ver la silueta monstruosa que aguardaba tras el foso. Era una sombra encorvada de la que emergía un verdadero caos de extremidades contrahechas. La tomó por otro de los engendros a los que Hurza había dado vida, sólo que aquél no estaba esculpido en piedra sino forjado a base de armas y armaduras. Medía más de tres metros y lo primero que pensó al verlo fue que si la guerra se encarnara alguna vez en un cuerpo físico adoptaría uno semejante a aquél. El yelmo era descomunal, con forma de cabeza de león cornudo representado a medio rugido; los colmillos superiores e inferiores se unían para formar la rejilla de protección del casco. La coraza era inmensa, digna de un gigante, sembrada de protuberancias afiladas y con la cintura rodeada de calaveras. Aquel engendro contaba con una veintena de grandes brazos; la mayor parte de ellos empuñaba armas acordes con su apariencia colosal: guadañas, espadones, hachas de combate, mazas claveteadas… La criatura se apoyaba en dos piernas enormes, terminadas en escarpes de pezuña hendida.
Junto a aquel prodigioso ser se encontraban los cuatro miembros del consejo que habían acompañado a Hurza al Panteón Real. Aterrizaron junto a ellos. El calor que despedía el foso era sofocante, pero todavía asfixiaba más la proximidad de aquellos muros. Nada bueno podía ocurrir en sus cercanías. Aquél era un lugar de horror, un sumidero de oscuridad y perversión.
—Y henos a todos reunidos aquí, en feliz contubernio —canturreó el Lexel blanco—. En esta noche tan hermosa… En esta tierra tan mágica… Reunidos todos para cambiar la faz del mundo.
—Me alegra comprobar que habéis conseguido lo que fuisteis a buscar —le dijo el hijo de Belgadeu a Hurza, sin apartar sus cuencas vacías de Héctor.
El nigromante asintió.
—Todo marcha como debe —anunció—. Razón de más para ser precavidos y permanecer alerta. Es indudable que los del panteón intentarán rescatar a los suyos.
—Mi hermano es ladino y artero. Claro que intentará algo —vaticinó el Lexel blanco. La lluvia resbalaba por su máscara, teñida con el rojo de la lava del foso y el resplandor de Rocavaragálago.
—Fracasarán —vaticinó el esqueleto haciendo crujir las vértebras de su cuello—. Apestan a perdición y muerte. Pronto bailaremos con sus cadáveres.
Héctor miró a Marina. Permanecía aún en la esfera de la fantasma, en cuclillas y con la mirada perdida. La llamó en un susurro y ella se estremeció, asustada. Era evidente que todavía no se había recuperado de lo que Hurza le había hecho para recobrar el poder del grimorio. Buscó la manera de transmitirle ánimos, la forma de decirle que saldrían con bien de aquella pesadilla, pero no tuvo fuerzas para ello.
De pronto, la inmensa criatura metálica le habló:
—No se te ve tan engreído ahora, ángel negro —dijo una voz exultante desde el interior de aquella cosa. El gigante de hierro se inclinó hacia él. Todos sus movimientos venían punteados con un repiqueteo de metal contra metal—. Por lo que veo, Hurza ha tenido a bien mostrarte cuál es tu lugar en este mundo —rompió a reír y fue su risa lo que hizo que Héctor le reconociera:
—Alastor.
—Él mismo —se alzó de nuevo con aquel desagradable sonido de engranajes mal ajustados—. Como puedes comprobar al final no necesité a tu demiurgo para conseguir lo que quería. Me rebajé a hablar con vosotros por nada —murmuró con desprecio—. Ya tengo mi cuerpo y, por lo que tengo entendido, tú, dentro de poco, vas a quedarte sin el tuyo. Qué graciosa paradoja, ¿no crees?
El inmortal llevaba algo en una de sus manos. Era un cadáver. El cuerpo inerte de una criatura de piel azul, de aspecto anfibio; Alastor lo enarbolaba ante sí como si fuera algo que estuviera a punto de lanzar muy lejos.
Ujthan contempló con expresión hosca el trato degradante que Alastor dispensaba al cadáver del regente. El guerrero tatuado permanecía lo más alejado posible del inmortal, le costaba concebir que el curso de los acontecimientos le hubiera llevado a tener semejante aliado. Intentó consolarse recordando la euforia que había sentido durante la corta escaramuza mantenida a las puertas del Panteón Real. Eso era lo importante, no debía olvidarlo. En el cementerio, por un instante, se había sentido pleno otra vez.
—Ha llegado la hora —anunció Hurza—. Ha llegado el momento de que Rocavaragálago vuelva a la vida.
Se acercó a la fachada de la catedral a grandes pasos, arrastrando al ángel negro consigo. Héctor intentó incorporarse para al menos marchar caminando, pero era tal el ímpetu del nigromante que no logró recuperar la vertical hasta que éste se detuvo. Hurza extendió la mano libre para acariciar la roca. Lo hizo con el mismo cariño con el que se acaricia a un amante reencontrado.
—Escúchame, piedra —su voz se volvió cavernosa, como si surgiera de las entrañas de la tierra—. Que tus cimientos se estremezcan y lo oculto se descubra. ¡Reconoce mi voz y despierta! He vuelto de la muerte, he regresado de lo más profundo de la tumba. ¡Oye mi voz! ¡Soy Hurza! Rocavaragálago, altar de las tinieblas, fábrica del horror. ¡Abre tus puertas!
Los muros de la catedral comenzaron a brillar. Era un fulgor creciente, un rojo incandescente que iba virando al blanco. Héctor cerró los ojos cuando aquel destello salvaje alcanzó su súmmum y, aun a través de los párpados cerrados, la luz lo cegó. El fulgor de la oscuridad tomó el mundo, lo hizo pedazos. Rocavaragálago brillaba como una estrella caída de los cielos.
Una grieta negra nació en la fachada, a unos cinco metros de altura y comenzó a descender en mitad de la claridad. Cuando llegó a la base aparecieron dos nuevas grietas junto a ella que comenzaron ascender veloces en la piedra, curvándose ambas en busca de la primera. La unión de éstas acabó formando una figura tosca e inmensa, un remedo de puerta que parecía trazada por un niño poco diestro.
Dama Serena asistió admirada a aquel fenómeno. Corrían múltiples leyendas sobre la catedral roja. Muchas aseguraban que tras sus muros se escondían riquezas sin parangón: los tesoros de decenas de reinos, el botín mágico que Hurza y Harex habían traído consigo desde otros mundos; otras hablaban de cámaras de tortura donde los hermanos habían dado rienda suelta a toda su crueldad, de mazmorras donde yacían los antiguos pobladores de Rocavarancolia. Hasta aquel instante, dama Serena había pensado que esas historias no eran más que cuentos sin fundamento. Siempre había creído, como la práctica totalidad de Rocavarancolia, que la catedral era simple roca lunar moldeada cubierta de sortilegios.
Hasta ahora.
El rojo brillante de la piedra llegó al fin al blanco incandescente para luego comenzar a apagarse. Se escuchó el sonido de un trueno, sólo que en esta ocasión no llegó de los cielos sino del edificio que tenían delante. A continuación una puerta que llevaba dos milenios sin existir comenzó a abrirse, despacio, en silencio.
Un repentino hálito de aire rancio envolvió a Héctor. Fue como respirar polvo y ceniza, como si todo el pasado del mundo, de pronto, le hubiera respirado en plena cara. El muchacho abrió los ojos, todavía medio cegado por el fulgor de Rocavaragálago, y contempló el pasaje que se adentraba en las entrañas de la catedral. Estaba salpicado de estalactitas y estalagmitas, formaciones de piedra que se alzaban del suelo y descendían del techo como colmillos retorcidos.
Por un momento, Héctor creyó estar ante las fauces abiertas de una bestia nacida para devorarlo, de una criatura concebida con el único propósito de arrancarle la vida. Luego, desalentado, se dijo que, en el fondo, así era.
Más allá de aquel pasaje le aguardaba la muerte.
* * *
Dama Desgarro dibujó la última runa de protección en la frente de Sedalar. Nada más trazarla, el símbolo destelló con un tenue brillo perlado antes de ser absorbido por la piel. La custodia del Panteón Real se había encargado personalmente del demiurgo, mientras el Lexel y dama Acacia hacían lo propio con Natalia y Darío. Los hechizos que estaban anclando en ellos aumentarían su fortaleza y resistencia y evitarían que el enemigo los localizara.
—Una vez termines tu tarea te encontrarás extremadamente débil —advirtió dama Desgarro al demiurgo. Por supuesto no expresó en voz alta lo mucho que dudaba que pudiera llevar a cabo la proeza que pretendía—. Serás presa fácil si Hurza te localiza. Y ten por seguro que harán lo imposible por hacerlo. Tú serás la clave de todo. Recuérdalo.
—Lo sé —admitió Sedalar. Una extraña tranquilidad se había apoderado de él. No sentía temor alguno. El tiempo para ello ya había pasado—. Y también sé que puedo hacerlo —le aseguró, consciente de las dudas de la mujer.
—Nosotros le protegeremos —dijo Laertes—. Haremos lo que esté en nuestra mano por mantenerlo a salvo.
Dama Desgarro suspiró. Junto al demiurgo y los brujos malditos, irían Natalia y el Lexel negro: el grueso de sus fuerzas en suma.
—Si él cae, caemos todos —les recordó—. Nos lo jugamos todo a una baza.
—Vamos, vamos, vamos —les apremió Natalia, incapaz de estarse quieta. Dama Acacia susurró en un vano intento por tranquilizarla mientras dibujaba runas en su frente—. Tenemos que ponernos en marcha. ¡Tienen a Héctor! ¡Y a Marina! ¡Nos necesitan!
La puerta del panteón se abrió para dejar paso al piromante y la tormenta. El muchacho se les acercó a paso vivo, con la espada desenvainada envuelta en llamas. Esta vez el dragón le siguió al interior del mausoleo. Sus ojos amarillentos recorrieron a todos los presentes.
—La esfera de la fantasma ha llegado hasta Rocavaragálago y el maldito lugar se ha puesto a brillar como si fuera a volar por los aires —les anunció el joven—. Luego han entrado dentro. Marina y Héctor están con ellos. Si es que sigue siendo Héctor, claro…
—¿Dentro? —dama Desgarro frunció el ceño. El demiurgo se colocó la chistera y la miró extrañado—. No hay un «dentro» en Rocavaragálago —dijo—. La catedral es de piedra maciza.
—Eso me habían dicho. Pero por lo visto las sandeces de los dragoneros han resultado ser ciertas —murmuró Andras Sula mirando a la mujer gigante de reojo. Tanto ella como los tres guerreros que la acompañaban estaban revisando sus armas en un banco.
—El propio Hurza no era más que una leyenda hasta esta noche, mi señor —se disculpó Ara, la enorme mujer de un solo brazo. Alzó su hacha y estudió el filo mellado. Se encogió de hombros. Aunque estuviera afilado de poco le iba a servir contra gárgolas y estatuas.
—Me da igual dónde estén —terció Darío—. Entraremos allí y los rescataremos como sea. Aprovecharemos el revuelo que va a montar Sedalar para hacerlo. Además ése era el plan, ¿verdad?
Dama Desgarro sacudió la cabeza. Había tantas cosas que podían salir mal que ni siquiera se atrevía a llamar plan a aquella locura.
—¡Vamos, muchachos! —exclamó Argos. Dio una palmada y se incorporó—. ¡Ya está bien de preámbulos! ¡El campo de batalla nos reclama!
—No creo que sea oportuno que tú participes en esto, viejo carcamal —le espetó el Lexel negro mientras se reía de forma desagradable—. Puede que se te reviente el corazón al intentar levantar esa espada que llevas.
—¿Crees que me importa, mago? —le espetó el anciano mientras enarbolaba el puño como si pretendiera golpearlo—. ¡He llegado a viejo en Rocavarancolia! ¡¿No te parece un insulto?! Saldré y blandiré mi espada, y si los dioses quieren que muera al desenvainarla que así sea. Al menos moriré con un arma en la mano y un enemigo cerca.
Sexto Cala se echó a reír.
—¡Bien dicho! —llevó una mano artrítica a la empuñadura de su propia arma—. ¡Qué diablos! ¡Iré contigo! Mejor caer ahí fuera que languidecer aquí dentro. ¡Que nos entierren juntos para poder insultarnos a gritos durante toda la eternidad!
—Todo está dispuesto —anunció dama Acacia separándose de Natalia una vez trazó la última runa—. La muchacha ya está protegida.
Dama Desgarro asintió.
—Pues no lo retrasemos más —dijo. Se irguió todo lo que pudo y miró al estrafalario grupo reunido ante ella—. No hace falta que os recuerde lo que está en juego —anunció solemne mientras su mirada tuerta recorría a los cuatro cosechados—. No sólo sois la última esperanza de vuestros amigos, también sois la última esperanza de Roca…
—¿Esperanza? —le interrumpió el Lexel—. ¿Te has vuelto loca, Desgarro? —rio—. ¿Vas a arengar a la tropa con estupideces? —se plantó ante los muchachos y los señaló con su mano enguantada—: Oídme, oídme bien: la esperanza no vale nada. ¡Nada! No nos conducirá a la victoria, ni hoy ni nunca —por un instante, Darío se vio reflejado en la máscara del hechicero y su corazón dio un vuelco al contemplar su imagen deformada—. Olvidad la esperanza. Olvidadla. Lo que necesitamos aquí es lo que queda cuando esa perra ya no está: necesitamos desesperación. ¿Me oís? ¡Desesperación! Esa sí es una fuerza en la que puedo confiar, ése sí es un credo con el que puedo comulgar. La desesperación nunca os fallará: cuando no os quede nada siempre estará allí. ¿Y sabéis una cosa?
»No hay nada más peligroso que un hombre desesperado.
* * *
Los pasadizos de Rocavaragálago parecían excavados en la piedra a golpes y mordiscos. Todo era basto e irregular, como si alguien se hubiera abierto paso a base de encadenar explosiones. No había traza de arquitectura ni lógica en aquellos pasajes, tan pronto atravesaban amplias galerías como se adentraban en corredores tan estrechos que Alas-tor se veía en dificultades para seguirlos.
Las paredes emitían una ligera luminiscencia rojiza y la atmósfera estaba cargada de un antiguo olor a podredumbre, a descomposición. No había modo de acostumbrarse a ese hedor. A Héctor le recordaba a la peste que se respiraba en la gruta de los niños bestia, sólo que magnificada hasta el paroxismo.
«Estoy en las entrañas del monstruo», pensaba mientras se dejaba conducir a través de aquel horror. «La pesadilla me ha devorado. No saldré de aquí jamás. No. Es todavía peor. Mi cuerpo sí saldrá, sólo que yo ya no estaré en él».
Se llevó la mano al cuello y descubrió que las piedras del collar que Sedalar le había dado estaban quemadas: el simple contacto de la mano de Hurza las había destruido. Buscó con la mirada a Marina, necesitaba comprobar que estaba bien. En el fondo era por ella por quien se ofrecía al sacrificio. La vampira caminaba casi en último lugar, envuelta en la esfera verdosa de dama Serena y seguida por la mole acerada de Alastor.
La peste a podredumbre aumentó al dejar atrás una rampa ascendente. Se hizo tan intensa que con cada inspiración, Héctor sentía que algo le arañaba el cerebro, unos dedos afilados que removían sus pensamientos. Cuando se adentraron en una nueva galería descubrieron la fuente del hedor. En ambas paredes se disponían dos hileras gemelas de cadáveres; cada uno de ellos reposaba de pie, en el interior de un nicho excavado en la roca. Eran guerreros momificados, vestidos la mayoría con armaduras y yelmos tan herrumbrosos como las armas que empuñaban. Había seres humanos, pero también monstruos horripilantes, hombres bestias de todo tipo, criaturas serpiente, mino-tauros, engendros bicéfalos… Algunos parecían cadáveres recientes, pero otros estaban en avanzado estado de descomposición, hasta el punto de que algunos eran, como el hijo de Belgadeu, meros esqueletos. Cuando llegaron a la altura de los primeros cadáveres, Hurza hizo un gesto para detener la marcha.
—Aquí yace parte de la hueste con la que domamos este mundo —dijo. Su garra permanecía implacable en el cuello de Héctor—. Mi legión de muertos. Su presencia a veces bastaba para poner en fuga a ejércitos enteros —respiró hondo los pestíferos efluvios que los rodeaban y puso los ojos en blanco, como si para él aquel hedor fuera el más delicioso de los aromas—. A veces me olvido de quién soy —murmuró—. He robado tantos recuerdos, he arrebatado tanto poder y tanta magia que a veces olvido de lo que soy capaz por mí mismo —una sonrisa enfermiza se asomó a sus labios pardos—. Soy Hurza Comeojos —anunció y el orgullo hizo vibrar su voz—. Y no fui sólo el primer Señor de los Asesinos de Rocavarancolia. También fui el primer nigromante.
Al finalizar aquella frase soltó a Héctor; lo hizo con brusquedad, arrojándolo hacia atrás. El muchacho salió trastabillado y chocó contra Ujthan, que le aferró de los hombros sin delicadeza alguna. Hurza quedó inmóvil entre las hileras de muertos, encorvado hacia delante, con los brazos flexionados y las manos abiertas. No dijo una sola palabra. No hizo un solo gesto. Se limitó a pasear su mirada milenaria por los cuerpos quietos.
De pronto, todos los cadáveres se convulsionaron a un mismo tiempo, fue un espasmo simultáneo que despertó extraños ecos en la galería: un ruido grotesco de carne que se sacudía, de materia orgánica chapoteando. Héctor retrocedió al ver cómo los primeros muertos salían de sus nichos, envueltos en vaharadas de putrefacción. Caminaban a trompicones, con paso errático, pero sujetaban sus armas con evidente energía. En los que aún contaban con ojos se adivinaba un brillo de inteligencia extraviada. Había cerca de cincuenta cadáveres en aquel pasaje.
—Años aguardando… —murmuró uno de ellos. Su voz en poco tenía que ver con las de los muertos del cementerio, era la voz del olvido, la voz del silencio. Tenía los ojos hinchados, uno miraba torcido hacia arriba y el otro aparecía girado en su cuenca—. Años aguardando en la oscuridad…
—Vuestra espera ha terminado —anunció Hurza—. De nuevo resuenan tambores de guerra en Rocavarancolia. De nuevo son necesarios vuestros servicios. Salid fuera —les ordenó—. Disponeos en formación defensiva ante Rocavaragálago y no permitáis que nadie se acerque.
Los cadáveres se pusieron en marcha. Pasaron entre el grupo, capitaneados por el que había hablado. Su paso atronó en la galería con un rumor de tormenta amortiguada. Héctor los contempló, asombrado, tapándose la boca y la nariz en un vano intento por no respirar su peste a ponzoña.
Hurza se aproximó a él, volvió a aferrarle del cuello y reemprendieron la marcha.
No tardaron mucho en detenerse otra vez, de nuevo en una sala repleta de cadáveres. Era más grande que la primera y no contenía medio centenar de muertos como aquélla: había cuatro veces ese número; inmóviles todos en sus nichos. Centauros y licántropos, guerreros descarnados y gigantes deformes, trasgos y arpías, bestias aladas y arácnidos; un muestrario de horrores que aguardaba paciente la llegada de Hurza Comeojos.
—He vuelto —anunció éste a los cadáveres de Rocavaragálago mientras se disponía a convertirlos en títeres a su servicio—. Congratulaos, mis siervos. Vuestro amo os reclama.
Un nuevo ejército se había puesto en marcha en Rocavarancolia.
* * *
El dragón rugió mientras agitaba su enorme cabeza hacia la puerta. Quería salir. Quería volar. Durante treinta años le habían negado el cielo y estaba ansioso por recobrarlo. Andras Sula le palmeó en el lomo para intentar contenerlo.
—Pronto, amigo —le aseguró cuando la gran bestia le miró con ojos resplandecientes—. Pronto volarás. Te lo prometo.
Darío, sentado en un banco, contemplaba al dragón y la onyce, con la barbilla apoyada en las zarpas. La sombra de Natalia se había enraizado en el ala herida del animal, prácticamente se había fundido con ella. La negrura compartía ahora espacio con las escamas amarillas y verdes que jalonaban el cuerpo de la bestia. La onyce había restablecido el ala usándose a sí misma como prótesis, como muleta. El dragón estaba preparado para volar de nuevo, sólo había que ver el vigor y la fuerza con la que agitaba ambas alas para darse cuenta.
Además de los muchachos, el dragón y la sombra, en el mausoleo sólo quedaba dama Acacia. La bruja arbórea había preferido no participar en lo que se avecinaba.
—Al contrario que Argos y Cala prefiero que mis últimos días transcurran en paz —anunció cuando los distintos grupos se pusieron en marcha—. Si se os niega la victoria, reservaré mis últimas fuerzas para ayudar a dama Gato con sus enfermos. Si ganáis, adornaré el cementerio con flores aromáticas en vuestro honor.
Un ruido leve hizo que Darío se girara hacia la izquierda. Por el suelo llegaba una araña de madera, caminando a ritmo frenético. Sus patas producían un tamborileo musical contra el mármol, un sonido ridículo, por lo alegre, fuera de lugar. El trasgo respiró hondo mientras se levantaba. Había llegado la hora.
—Están en posición —anunció.
Andras Sula asintió mirando también hacia el diminuto arácnido que, una vez cumplido su cometido, se había quedado inmóvil ante las piernas del trasgo.
—Pues pongámonos en marcha —dijo el piromante. Se afianzó al costado del dragón y se impulsó sobre su lomo.
El trasgo se acercó a ellos, frotándose el brazo izquierdo en un gesto de puro nervio. El hambre comenzaba a vencer el hechizo de dama Desgarro y volvía con fuerzas renovadas. Adrián le tendió una mano para ayudarle a subir al dragón. Darío dudó. Aquel mismo día había huido de aquella bestia, aquel mismo día el muchacho que ahora la montaba había intentado matarlo.
—¿Qué sucederá mañana? —alzó la vista para mirar al piromante—. ¿Qué ocurrirá cuando esto acabe? ¿Seguirás persiguiéndome?
—¿Mañana? —preguntó Andras Sula, en su tono no había atisbo de malicia o burla—. ¿Y quién te dice que habrá un mañana?
Darío sonrió. Adrián tenía razón. ¿Qué sentido tenía pensar más allá de aquella noche? Tomó la mano tendida y ayudado por ella y por su propio impulso se sentó tras el brujo. El cuerpo del dragón despedía una agradable tibieza y el rumor de su respiración era como el sonido de un mar secreto, un mar poderoso que se mostraba a los oídos pero no a la vista.
Andras Sula señaló al portón del mausoleo y éste se abrió, dejando pasar oleadas de lluvia y agitadas ventoleras. Las sombras de las estatuas se delinearon perfectamente a la luz de los relámpagos. Varias se giraron hacia ellos. Si la magia de los brujos del panteón había surtido efecto, Darío no debería ser visible para ellas. Ni tampoco para los hechizos de rastreo del enemigo.
—Vuela —ordenó el piromante mientras golpeaba los flancos del dragón con ambas piernas—. ¡Vuela!
La bestia de Transalarada se alzó, lanzó un rugido que hizo temblar la noche y luego extendió las alas; la onyce enredada en la izquierda recubrió su superficie de ojos, como si no quisiera perderse detalle de lo que estaba por suceder. Darío contuvo la respiración mientras se afianzaba a las grandes escamas del lomo. Las alas comenzaron a batir, una, dos, tres veces, cada vez más fuerte, cada vez más rápido.
De pronto, el trasgo sintió que el mundo desaparecía y que la noche saltaba sobre él. Por un instante, un loco y maravilloso instante, pensó que caían hacia la Luna Roja.
* * *
Llegar al castillo iba a resultar más complicado de lo que Karim había supuesto. Lizbeth y él se encontraban apostados en la última línea de edificios, a un paso de la gran explanada que separaba la ciudad propiamente dicha de las montañas. Habían atravesado Rocavarancolia todo lo deprisa que sus patas y la situación les habían permitido. Aun a pesar de marchar protegidos por hechizos de ofuscación, no les había quedado más alternativa que huir a la carrera en varias ocasiones al toparse con gárgolas y estatuas a tan corta distancia que los encantamientos no habían surtido efecto. Por suerte, habían dejado atrás con facilidad a aquellos engendros, de hecho, lo más complicado había sido evitar que Lizbeth se enfrentara a sus perseguidores.
Ahora aguardaban entre las sombras, alerta. Más allá estaban las montañas y el castillo: su destino. La cuestión era cómo llegar allí. Los hechizos de ofuscación que los protegían perderían eficacia en los alrededores de Rocavaragálago y sería todavía peor a medida que se aproximaran a las estribaciones de las montañas, cuando las defensas del castillo comenzaran a ser realmente efectivas. Toda la zona estaba infestada de gárgolas y estatuas y una vez sus salvaguardas quedaran anuladas no podrían dar un solo paso sin ser descubiertos.
Karim cavilaba sobre la forma de cruzar la explanada mientras contemplaba las enormes puertas que se abrían en la fachada de Rocavaragálago, puertas cuya existencia hasta entonces había ignorado. A pesar de la distancia que los separaba de ellas, les llegaba el aliento rancio y muerto que exhalaba el edificio. El cambiante miró alrededor. El número de gárgolas que sobrevolaba la explanada se había incrementado notablemente en los últimos minutos, así como el de estatuas que llegaban desde todos los puntos de la ciudad. Sus escasas posibilidades de alcanzar las montañas se iban reduciendo cada vez más. Un movimiento furtivo en Rocavaragálago le hizo mirar allí. Una riada de siluetas siniestras atravesaba las puertas, eran muertos regresados a la vida; un verdadero ejército de ellos. El tufo a corrupción se hizo aún mayor. De pronto, varias de las altas torres de la catedral comenzaron a temblar. Lizbeth retrocedió unos pasos, con el pelaje erizado y los ojos muy abiertos.
Las torres se fueron inclinando despacio, entre crujidos y explosiones, hasta quedar convertidas en desproporcionados puentes levadizos que los cadáveres usaron para cruzar el río de lava de Rocavaragálago. Éste comenzó a desbordarse; su orilla interna se derrumbó sobre sí misma y pronto el límite del foso llegó hasta apenas medio metro del cuerpo central del edificio. La catedral roja parecía alzarse ahora sobre un mar de sangre burbujeante. Los muertos no dejaban de salir de su interior y el sonido de sus pasos se extendió, lúgubre, por la explanada, compartiendo estruendo con la tormenta y el batir de un sinfín de alas. Hurza los hizo detenerse cuatro veces más para continuar nutriendo de efectivos su ejército de cadáveres. Y en igual número de ocasiones, Héctor contempló cómo los muertos regresaban a la vida y pasaban entre ellos en un desfile pestilente. ¿Tendrían conciencia de su vida pasada?, se preguntó al verlos marchar. ¿Guardarían recuerdo de los tiempos en los que estuvieron vivos? Esperaba que no. Eso lo haría aún peor para ellos. Héctor se dejó arrastrar a través de las entrañas de aquel horror, con la mano de Hurza alrededor del cuello y la garganta rebosante del aliento fétido de los muertos.
Tras caminar a través de un zigzagueante pasaje sembrado de estalagmitas fueron a parar a un pasillo curvo. En aquella galería también se alineaban dos hileras de extrañas criaturas, aunque en esta ocasión no ocupaban nicho alguno en la pared; se encontraban encadenadas a los muros con grilletes que parecían fabricados en la misma piedra lunar que Rocavaragálago. Eran poco más que esqueletos recubiertos de piel. Cuando se aproximaron a ellas un revuelo de cadenas se dejó oír en el pasaje. Caras pálidas se alzaron para mirarlos, sólo que aquellos seres no tenían ojos desde los que mirar. Se adivinaba una sombra oscura donde debían haber estado sus cuencas, al igual que se podía vislumbrar una tenue línea en el lugar que antes debía haber ocupado la boca, pero a excepción de eso no había rasgo alguno sus rostros: era como si el paso del tiempo los hubiera borrado. Héctor hizo una mueca mientras se preguntaba qué era aquel nuevo horror. Hurza, como si hubiera leído su pensamiento, resolvió su duda.
—Ante vosotros se encuentran las primeras cosechas de Rocavarancolia —anunció—. Harex y yo los trajimos con nosotros de los mundos que visitábamos. Niños de esencia fuerte, niños que abrirían nuevos caminos en el tejido de la realidad.
—¿Están muertos? —preguntó dama Serena, temiendo la respuesta.
—No —contestó Hurza—. Están vivos. Rocavaragálago los ha mantenido con vida durante todo este tiempo. Forman parte del edificio, como la piedra que pisamos. ¿También quieres que los libere? Porque de ser así no me quedaría más remedio que negarme. La catedral roja no sería tan efectiva si sus muros no se alimentaran de su esencia.
Dama Serena contempló a aquellos desdichados con los ojos extremadamente abiertos. Su condena palidecía en comparación con la que sufrían ellos. Esos cosechados llevaban más de dos milenios encadenados a esas paredes, dos mil años siendo digeridos por las entrañas de Rocavaragálago. Todavía se veían huecos libres entre las hileras, huecos que, sin duda, pronto encontrarían ocupantes.
«¿A cuántos estoy condenando para conseguir mi salvación?», se preguntó la fantasma. «¿Qué horrores voy a desatar entre los vivos por lograr mi muerte?».
—No pienses en ellos —le aconsejó Ujthan cuando pasó a su lado—. No tiene sentido que lo hagas, fantasma. No has sido tú quién los ha encadenado. Ya tenemos suficiente con nuestros propios pecados, no quieras cargar con los que no nos corresponden.
El pasillo de la cosecha encadenada desembocaba en una sala con forma de estrella de diez puntas. Cada brazo era una ramificación de un pasillo similar al que les había conducido hasta allí. Héctor vio a otros desdichados encadenados en aquellos pasajes, tan demacrados como los que acababa de contemplar.
Habían ascendido hasta el punto más alto de Rocavaragálago. En el techo y las paredes se abrían aberturas ovaladas, oquedades excavadas en la piedra que dejaban ver la noche negra y absoluta que pendía sobre Rocavarancolia. Entre los brazos de la estrella que dibujaba la planta de la estancia se levantaban atriles que no eran más que estalagmitas talladas, coronadas todas por cráneos a los que habían limado su parte superior para ofrecer una superficie estable donde apoyar enseres. A un gesto de Hurza, dama Serena condujo a Marina al más cercano y le indicó que dejara el grimorio allí. La vampira cumplió lo que le ordenaban, luego se apartó del libro sin dejar de frotarse las manos contra la blusa.
Alastor decidió también librarse de su carga, se acercó a una esquina y dejó caer el cadáver de Huryel al suelo. Lo hizo sin contemplaciones, como quien descarga un fardo. Aquel gesto enfureció a Ujthan. Se acercó al inmortal, rabioso.
—Era el regente de Rocavarancolia. Muéstrale el respeto que se merece.
—Fue el regente —señaló Alastor—. Ahora no es más que carroña —gruñó mientras miraba el cadáver—. Un despojo. Nada más que un despojo.
En el centro de aquella estancia se levantaba un altar de piedra roja. Lo más llamativo de él eran los brazos que emergían de los laterales y que se aferraban a la piedra como si pretendieran hundirla en el suelo. Aquellas extremidades pertenecían a cuerpos empotrados en el talle del altar, cadáveres fosilizados en contacto con la roca que prácticamente se hacían indistinguibles de ella. Héctor sintió de pronto una debilidad devastadora. Si no cayó de bruces fue por la presa férrea de Hurza en torno a su cuello. El muchacho pensó que estaba siendo víctima de algún sortilegio, pero no era el caso, simplemente sus piernas se negaban a sostenerlo, como si su cuerpo comprendiera, sin mediación del cerebro, que en aquel altar aguardaba el fin de su existencia.
No fue necesario que caminara hasta allí, el propio Hurza se encargó de arrastrarlo. Lo levantó sin ceremonias y lo dejó caer sobre la roca. Las alas se le retorcieron con violencia bajo la espalda. Cuando intentó incorporarse para liberarlas, los brazos que sobresalían del altar lo aprisionaron contra la piedra, con tal fuerza y presión que sintió desencajarse el ala izquierda. El dolor le hizo gritar, pero su lamento se vio ahogado por la mano de otro cadáver. Héctor respiró su peste rancia, sintió su sabor a polvo y carne. Escuchó gritar a Marina, pero cuando intentó mirar hacia ella, otra de aquellas manos se aferró a su frente, inmovilizándole la cabeza. Se quedó contemplando el techo de Rocavaragálago, con aquella caída de estalactitas que tanto se asemejaban a goterones de sangre congelada.
Héctor resopló contra la mano muerta que le amordazaba. Hurza trazó con un dedo una runa en el aire, un esbozo mágico que, una vez finalizado, centelleó fugazmente. Cuando la luz se apagó, en el espacio que había ocupado el símbolo apareció flotando el cofre que contenía el cuerno de Harex, el mismo cofre que hasta aquel entonces había estado en la habitación secreta del castillo. El nigromante lo tomó entre sus manos y llamó con un gesto a Ujthan mientras lo abría. Extrajo el cuerno de su interior con delicadeza para luego pasarle la caja vacía al guerrero. Hurza Comeojos contempló lo único que quedaba de su hermano. El cuerno era cálido al tacto y se percibía bajo el hueso un tenue latido, un pulso de vida adormilada. Lo acarició con ternura, con devoción. Allí dentro reposaba Harex.
—Hermano —susurró—. Mi querido hermano…
Héctor vio aparecer al nigromante en su campo de visión. Los ojos del hechicero relucían. El ángel negro se convulsionó entre los brazos que lo mantenían sujeto. Tiró de ellos, jadeando asfixiado contra la palma recia que le tapaba la boca. Iba a morir. Y ni siquiera le permitían el consuelo de gritar.
La mirada de aquel horror pardo le recorrió de arriba a abajo como si estuviera sopesando qué punto en concreto de su cuerpo sería el adecuado para clavar el cuerno y liberar a su hermano. Pareció decidirse al fin. La mano empuñó con más fuerza aquel pedazo de hueso afilado. Y en ese instante, en el breve lapso de tiempo que Hurza necesitó para alzar el cuerno, el miedo a la muerte se apoderó de Héctor de manera terrible, sofocante; iba a dejar de existir, de ser, iban a empotrarlo en la oscuridad, en la nada. No podía ser. No era justo. No podía morir allí, sacrificado como una res en el matadero.
Entonces Marina gritó su nombre. Y su voz obró el milagro de sosegarlo.
«Ella vivirá», se dijo, sin permitirse albergar duda alguna al respecto. «Hurza cumplirá su promesa y ella vivirá», y gracias a ese pensamiento encontró la fuerza necesaria para mirar a los ojos del ser que se disponía a ejecutarlo. «Ella vivirá. Por eso mi muerte no será en vano. Y por eso no apartaré la mirada».
Hurza empuñó el cuerno con ambas manos y luego las impulsó hacia abajo. El hueso se abrió camino en el pecho del ángel negro, destrozando todo lo que encontraba a su paso. Héctor se convulsionó en el altar. Los ojos desmesuradamente abiertos, pero sin ver ya nada. Marina volvió a gritar, hundida, deshecha, pero él ya no estaba ahí para escucharla.
El cuerno comenzó a brillar.
* * *
—¿Tiene que tardar tanto? —preguntó Natalia. Lo hizo en voz baja, mirando fijamente Bruno—. Para cuando termine, Héctor estará muerto —dijo mientras se retorcía las manos nerviosa. Desde que habían llegado no había podido permanecer un segundo quieta.
—Ten paciencia —le recomendó Laertes—. Lo que está haciendo tu demiurgo sobrepasa las capacidades de un recién convertido. Es una tarea delicada y sí, lleva su tiempo.
—No es mi demiurgo —dijo ella, cortante y se apartó del brujo maldito como si aquel comentario la hubiera ofendido.
—Si el ángel negro estuviera ya muerto ten por seguro que lo sabríamos —dijo el hermano Lexel, apoyado con desgana en el almenar. Entre los brujos malditos y él habían dibujado un sinfín de runas de protección en las paredes que los rodeaban—. Los cielos se habrían abierto para anunciar el regreso de Harex o algo similar. Por ahora, la mejor noticia es que no haya noticia alguna.
Sedalar Tul apoyaba sus manos en el múrete que le rodeaba, estaba inclinado hacia delante con medio cuerpo prácticamente fuera. Sus ojos estaban recubiertos de niebla blanca y su gesto era de concentración absoluta: la frente arrugada, los dientes apretados y los labios entreabiertos. El dolor que sentía era inhumano, salvaje. Había perdido la cuenta de las veces que había practicado ya el hechizo de vida y no quería ni pensar en todas las que serían necesarias aún.
Desde donde se encontraba tenía una panorámica perfecta de Rocavarancolia, no podía ser de otro modo, era necesario para la tarea que estaba llevando a cabo. Por eso habían elegido aquel lugar. Junto a él estaba Medea. La bruja maldita mantenía una mano apoyada en su hombro mientras con la otra no dejaba de trenzar un hechizo de disipación que evaporaba al momento los rastros de magia que el demiurgo proyectaba con su arte. Sedalar apretó aún más los dientes, resopló y sus labios se mancharon de sangre. Dar vida a distancia no rebajaba el dolor que le atenazaba, al contrario, lo hacía más fuerte. Hurza había hecho algo semejante con las gárgolas y estatuas de Rocavarancolia, pero lo que Sedalar estaba haciendo allí era todavía más complejo.
El Lexel negro se acercó a él de dos rápidas zancadas.
—Para —le ordenó con voz tajante. Sedalar Tul le hizo caso y, al momento, se sintió a punto de desvanecerse. El brujo de la máscara negra le lanzó varios hechizos en rápida sucesión y el demiurgo sintió cómo su cuerpo se reponía del duro castigo al que le estaba sometiendo—. Continúa —le ordenó con el mismo tono seco el hechicero antes de retirarse.
Y Sedalar Tul continuó. Era su deber. Su cometido.
* * *
Dama Desgarro flotaba en las alturas, muy por encima del faro de Rocavarancolia. Odiaba volar, lo odiaba con todas sus fuerzas. Se sentía indefensa a merced de los vientos; por muchos hechizos de raigambre que anclaran las distintas partes de su ser, por mucha energía mística que la rodeara, siempre tenía la impresión de ir a hacerse pedazos en cualquier momento. Y la tormenta que azotaba la ciudad en aquellos instantes no contribuía a tranquilizarla.
¿Cómo va el muchacho?, preguntó. Forjó esa pregunta en su cerebro y luego la lanzó a la ciudad que se extendía a sus pies. Esas cuatro palabras penetraron en la mente del gemelo Lexel de la máscara negra, que no tardó en responderle del mismo modo:
Sigue con su labor. Despacio pero sin pausa. En cuanto esté todo listo, te pasaremos el control de las huestes. Si el demiurgo no revienta antes, claro.
Dama Desgarro asintió, meditabunda. Ella comandaría aquel ejército, sí, ella sería la encargada de hacerlo avanzar. Pero no se engañaba: la pieza clave en todo aquello era el muchacho que había adoptado el nombre de Sedalar Tul. Denéstor estaría orgulloso de lo que aquel demiurgo estaba haciendo. Y más todavía de que hubiera elegido vestir su segundo nombre.
¿Has visto la legión de cadáveres que ha salido de Rocavaragálago?, escuchó preguntar al Lexel en su cerebro. Era el único con el que la comunicación mental funcionaba en las dos direcciones. Ese enlace sólo podía producirse si ambos hechiceros dominaban la transmisión de pensamiento, y en el grupo del demiurgo sólo él cumplía ese requisito.
Lo he visto contestó ella, agradecida de que la pesadumbre no se pudiera transmitir mente a mente. El número de cadáveres que había vomitado Rocavaragálago se acercaba ya a los dos millares. Se habían apostado al otro lado del foso y allí permanecían, inmóviles, a la espera… Si el mago de la máscara negra estaba en lo cierto y era desesperación lo que necesitaban para vencer, aquel ejército de muertos los había acercado aún más a la victoria, pensó con amargura.
No contábamos con esas fuerzas, continuó el hechicero. Y no sabemos qué otras sorpresas nos puede tener reservadas el Comeojos. De pronto una salva de carcajadas ajenas se abrió camino en la mente de dama Desgarro. El Lexel reía. Quién nos lo iba a decir, ¿verdad? Henos aquí, de nuevo en el preludio de la batalla, de nuevo al borde del desastre. ¿No te parece magnífico?
Magnífico no es la palabra que usaría para definirlo, replicó ella mientras buscaba al dragón del piromante. Lo encontró sobrevolando a baja altura la plaza del Estandarte. Volaba enloquecido, efectuando todo tipo de piruetas imposibles entre las dos únicas torres que quedaban en pie en la plaza.
Permaneced atentos, ordenó a los muchachos que lo cabalgaban. En cuanto os dé la señal, poned rumbo a Rocavaragálago. E intentad no mataros mientras tanto.
Darío asintió al escuchar aquella voz en su mente y se aferró con más fuerza si cabe al lomo del dragón. La ciudad pasaba veloz ante sus ojos, en una temblorosa sucesión de claroscuros y ruinas. Las pupilas del trasgo se habían agrandado hasta ocupar casi toda la órbita de sus ojos diminutos. Respiró el aire sofocante de la noche y la tormenta y alzó la cabeza para que la lluvia le corriera por el rostro. El dragón estaba disfrutando. Y él también.
«Me llamo Darío», pensó. «Nací y crecí en una favela, viví en la calle, fui ladrón y, probablemente, asesino. Y ahora estoy aquí, convertido en un monstruo en un mundo que no es el mío, volando a lomos de un dragón y dispuesto para la batalla».
Y se echó a reír, no pudo evitarlo. Visto en perspectiva todo era demasiado absurdo. El piromante le dedicó una mirada desconcertada, sacudió la cabeza y miró otra vez al frente.
* * *
Héctor recuperó la consciencia, confuso y aturdido, más cerca de la locura de lo que lo había estado nunca. El pecho le ardía, el dolor seguía allí, lacerante, y aunque había sufrido heridas más graves en Rocavarancolia, de algún modo, ésta las superaba a todas; era una herida extraña, una herida en la que se abría paso algo del todo ajeno a la existencia. Abrió los ojos y los techos estriados de Rocavaragálago se mostraron de nuevo ante su mirada. Intentó gritar para expulsar aquella agonía, pero la zarpa seguía tapándole la boca. Pensar era un prodigio, un milagro al que intentó abrazarse.
Sentía firme en su carne el cuerno que le había clavado Hurza, encajado entre las costillas. Héctor intuyó una presencia indescriptible, inhumana, en su interior, una presencia que se removía en la frontera ínfima que separaba el cuerno de su ser. Notó cómo unos finos zarcillos de conciencia se desplegaban de la superficie del cuerno y tanteaban en su interior. Su identidad se tambaleó, se sintió flaquear, perdió la noción de sí mismo para sumirse en un confuso estado en el que no era nada.
De pronto, la presencia invasora que emergía del cuerno se retrajo; los zarcillos se replegaron y Héctor volvió a ser, sin duda alguna, él. El alivio que sintió fue tan grande que comenzó a llorar y el sabor de la sangre se mezcló con el de las lágrimas.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó dama Serena. Había asistido expectante a lo que sucedía en el altar, sabedora de que si todo se desarrollaba como debía su extinción estaría más cerca que nunca. Pero algo iba mal.
—El ángel negro lucha contra la posesión —dijo el hijo de Belgadeu, cruzado de brazos—. Tiene redaños, hay que reconocerlo. Pero Harex vencerá.
Hurza agitó la cabeza, consternado.
—No es él —anunció con sequedad.
—¿Qué? —dama Serena se giró hacia el nigromante—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Harex ya debería haberse hecho con el control de ese cuerpo —explicó. El poder de su hermano superaba con creces al suyo; él había necesitado días para dominar a Belisario, pero en el caso de Harex ese dominio debería ser inmediato—. No es él —repitió—. El ángel negro no es lo bastante fuerte como para contener la esencia de mi hermano. Harex lo ha rechazado —se pasó una mano por la cara. Ni por asomo había pensado que aquello pudiera suceder—. El niño no es el recipiente adecuado.
—Qué contratiempo —masculló el hijo del Belgadeu.
—¡Tiene esencia de reyes! —exclamó Ujthan—. ¡Lo vimos! Denéstor nos enseñó su fuerza y no se había visto nada igual en décadas.
—Soy consciente de ello —murmuró Hurza. Los recuerdos robados a los miembros del consejo le permitían reconstruir con total fidelidad lo que había ocurrido aquel día en el Salón del Trono—. Y aun así no es él. Su esencia es fuerte, sin duda, pero no lo bastante como para servir a Harex.
Los brazos que sujetaban a Héctor se retiraron y el muchacho se convulsionó. Intentó arrancarse el cuerno del pecho, pero antes de conseguirlo, Hurza se le adelantó. Lo desclavó con violencia, con rabia. Por un instante, el dolor se hizo insoportable. Esta vez no gritó. Todavía no tenía muy claro qué había sucedido, pero los planes de Hurza habían fracasado. Y él estaba vivo. Se sentó en el altar, con las manos pugnando por tapar la herida del pecho. El mundo giraba a su alrededor, plagado de centelleos y sombras movedizas. Vio a Marina y, a pesar del dolor, casi logró sonreír. No había esperado volver a verla jamás.
—Sin lugar a dudas no es Harex —anunció el Lexel blanco. Se había aproximado al altar y estudiaba a Héctor como si se tratara de una criatura singular, un ente nunca visto—. Sigue siendo el ángel negro. Por dentro y por fuera.
—Algo se me escapa —gruñó Hurza—. ¿Pero el qué?
—Podemos repetir la medición —se ofreció el mago. Acercó una mano a Héctor y le tomó de la barbilla, obligándole a mirarlo—. Una leve punción en su alma nos indicará su esencia real.
—No será necesario —afirmó Hurza—. Ese análisis sólo confirmará lo que ya sabemos. No tiene esencia de reyes. De tenerla, Harex estaría ya entre nosotros.
Hurza recordó la magnífica esfera de luz dorada que había rodeado al Consejo Real en pleno cuando el demiurgo activó la cánula que recogía el análisis de la esencia de aquel muchacho.
—Denéstor dijo que nunca había visto resistirse tanto a nadie al humo de su pipa —dijo dama Serena. La decepción que sentía era abrumadora. ¿Habría traicionado a Rocavarancolia por nada? Estaba convencida de que Hurza no cumpliría su palabra hasta que Harex no hubiera renacido—. Y hubo que administrarle una dosis extra de polvo de sueño para mantenerlo dormido —recordó—. Con la primera no bastó, dama Araña se lo encontró vagando por las mazmorras.
Al oír aquello, Héctor se estremeció. Su mente estaba acelerada, abierta a todos los estímulos que recibía, y lo que acababa de decir la fantasma trajo a su memoria una conversación reciente. Y al recordarla, comprendió por qué Harex no se había reencarnado en su cuerpo.
—Sé todo eso, dama Serena —insistió Hurza. Una furia fría comenzaba a embargarle—. Estoy al tanto de…
—¡El niño sabe algo! —le interrumpió Solberino mientras se acercaba al altar de dos rápidos pasos—. Se lo he visto en la cara cuando la fantasma hablaba…
Héctor se dobló sobre sí mismo, con las manos firmes en el pecho abierto, en un intento de parecer ajeno a la conversación. Su actuación, por supuesto, no tuvo éxito.
—¿Qué es lo que sabes, pajarito? —preguntó el hijo de Belgadeu, apoyando sus manos descarnadas en el altar y mirándole con sus cuencas vacías.
—¿Saber? —murmuró él, furioso consigo mismo por haberse delatado. El dolor le enturbiaba la mente—. No sé nada —gruñó—. No sé qué está pasando ni qué os ha fallado —miró a Hurza—. He hecho lo que me has pedido, ¡cumple tu promesa y libera a Marina!
—Cómete sus ojos y saldremos de dudas —aconsejó Solberino.
—O arráncale un brazo a la vampira —sugirió el esqueleto mientras se frotaba las manos—. Conozco a los de su calaña. Les aterra más el dolor ajeno que el suyo propio. Hazle daño a ella y el pajarito cantará.
—¿Tienen razón, Héctor? —preguntó Hurza mientras se acercaba despacio al altar—. ¿Hay algo que quieras compartir con nosotros?
—No sé de qué estáis hablando —insistió él.
—Puedo hacerle daño a tu amiga como bien te han dicho —le amenazó Hurza—. Puedo hacer que sufra más de lo que estás en condiciones de imaginar. Así que atento porque sólo voy a preguntártelo una vez: ¿conoces el motivo por el que tu esencia no es la que debería ser?
Héctor miró a Marina. Ujthan seguía manteniéndola sujeta. De pronto, la joven intentó liberarse de la presa del guerrero con una violenta embestida y éste respondió retorciéndole el brazo con fuerza. Marina chilló.
—¡Basta! —exclamó Héctor—. ¡No fui el único en despertar esa noche! ¡Hubo otro al que no le afectó esa droga!
—¿Quién? —quiso saber Hurza.
—Ricardo —respondió, casi sin pensar—. Despertó antes que yo, eso me dijo. Dama Araña me descubrió a mí y me dejó inconsciente, pero él logró escabullirse. Desperté en una celda que no era la mía. Y supongo que…
—Él se ocultó en la tuya —completó Ujthan—. Intercambiasteis vuestras mazmorras en mitad de las pruebas.
—Miente —dijo dama Serena—. La esencia del llamado Ricardo no era reseñable. Está mintiendo.
—No, no miento —aseguró él—. Es la verdad. Me contó que…
—No miente en la historia, pero sí en su protagonista —dijo Hurza y la rabia y la frustración dieron paso al alivio—. Y si miente es porque quien de verdad despertó sigue con vida. Y no es complicado averiguar de quién se trata. Aquella noche, varias mediciones superaron lo común —señaló—. Una de ellas pertenecía a nuestro ángel negro pero ya sabemos que no es él a quien buscamos. La segunda en magnitud era la del trasgo… —su sonrisa se afiló—: Él fue quién despertó esa noche, ¿verdad? Él fue quién se metió en tu celda.
—El trasgo… —rumió Ujthan.
Hurza asintió mientras visitaba los recuerdos de Denéstor Tul. No tardó en dar con el que buscaba. Se vio a sí mismo asumiendo el papel del demiurgo en la memoria robada, hablando con aquel muchacho en un callejón tan desangelado que bien podía haber pertenecido a Rocavarancolia. Pero era la Tierra, la Tierra durante la noche de cosecha. Denéstor no necesitó del humo de su pipa para convencer a Darío. El muchacho estaba tan desesperado por abandonar el horror en el que vivía que habría aceptado acompañarlo aunque le hubiera asegurado que su destino era el más oscuro de los infiernos.
—No tuvo que ejercer ningún tipo de influencia para convencerlo —murmuró el Comeojos. Con una frase similar a ésa se había referido Denéstor a su charla con el joven durante la reunión del consejo tras la cosecha—. Y mejor que fuera así —comentó—, porque la esencia de ese muchacho es tan fuerte que ni con todo el humo de Mor-feo del mundo habría podido convencerlo si se hubiera negado a venir.
Solberino hizo una mueca.
—¿Significa eso que debemos volver al cementerio? —preguntó.
—¿Al cementerio? —Hurza negó con la cabeza—. No será necesario. Sólo tenemos que aguardar aquí —aseguró—. El trasgo vendrá a nosotros. No lo dudes. Vendrá a nosotros. Yo también conozco a los de su calaña.
* * *
Sedalar Tul se desplomó hacia delante, sin un ápice de fuerza en su cuerpo. La bruja maldita le pasó un brazo sobre los hombros mientras el Lexel lo restablecía con el enésimo hechizo sanador. Y poco después apareció Natalia para ofrecerle también apoyo.
—Ya está hecho —anunció el muchacho cuando tuvo fuerzas para hablar—. Ya está hecho —repitió mientras miraba a la bruja. Y el tono de su voz demostraba que ni siquiera él podía creérselo.
—Enhorabuena, demiurgo —dijo el hechicero de la máscara negra—. Has llevado a cabo aquí una proeza digna de alabar. Te felicito. Ahora toca ver si todo esto sirve para algo.
—Dile a dama Desgarro que vivirán poco más de una hora… —dijo Sedalar mientras se enderezaba—. Que aproveche ese tiempo en lo que pueda.
Necesitaba descansar. La magia del Lexel había ido perdiendo eficacia a medida que lo curaba, debido, básicamente, a que los daños que se había provocado a sí mismo habían ido en aumento. Agradeció la lluvia que corría por su rostro, pero, sobre todo, agradeció el brazo de Natalia en torno a su cintura. Se apoyó en ella.
—Bruno, tus manos… —dijo la bruja de pronto. Para luego, sin solución de continuidad, añadir—: ¡Tu piel!
Sedalar Tul no se quejó esta vez por ser llamado por su antiguo nombre. Se limitó a contemplar el dorso de sus manos y comprendió el porqué de la sorpresa de Natalia. Ya no eran del tenue color rosado de antes, habían perdido color, no mucho, pero sí lo bastante como para apreciarse a simple vista. Sus manos y antebrazos y, supuso, el resto de su cuerpo, se habían vuelto grises. De un gris ceniza similar al del curioso personaje que le había visitado durante su última noche en la Tierra.
* * *
Hurza empujó de nuevo a Marina contra el grimorio. Después la aferró con fuerza de la nuca y a través de ese contacto mínimo recuperó los últimos restos de la energía que había depositado dos mil años antes en aquel libro. El proceso apenas duró un segundo y fue menos traumático para ambos que el anterior. Marina no se derrumbó cuando Hurza se apartó de ella, se limitó a acercarse a la pared y apoyarse allí, lívida y temblorosa. El nigromante se irguió ante su grimorio, satisfecho, pleno. Acababa de recuperar las energías que había gastado en revivir los cadáveres de su ejército.
—Visto el giro que ha tomado la situación no necesitamos al pajarito para nada ¿verdad? —dijo el hijo de Belgadeu mientras miraba apreciativamente a Héctor—. Siempre he querido probarme el pellejo de un ángel negro. ¿Puedo arrancárselo?
El muchacho se echó hacia atrás en el altar en un intento de alejarse del espanto de hueso. Estaba débil y aturdido, indefenso, pero a cada segundo que pasaba su mente ganaba en claridad y su cuerpo en fuerza. La herida en su pecho no dejaba de sangrar, pero ya no de forma tan abundante. Su ala izquierda era lo que más le preocupaba, estaba retorcida a su espalda, descoyuntada tras el trato bárbaro al que le habían sometido los brazos del altar.
Hurza calibró al ángel negro con la mirada. Luego miró a la vampira. ¿En verdad los necesitaba a ambos? Le bastaba con que un solo cosechado sobreviviera para que los vórtices continuaran abriéndose en Rocavarancolia. El trasgo no serviría a tal efecto una vez Harex ocupara su cuerpo. Un trasgo, cayó en la cuenta, el azar había deparado que ésa fuera la base de la nueva naturaleza de Harex. Y los trasgos necesitaban carne fresca para poner su magia en funcionamiento.
—Siento no poder satisfacer tu deseo —le dijo al hijo de Belgadeu mientras volvía su atención hacia Héctor—. Pero el ángel negro todavía me es necesario. Tiene un último cometido que cumplir. Hasta que llegue la hora, encadenadlo con los primeros cosechados. Y a la vampira también —añadió.
—Maldito seas —murmuró Héctor—. ¡Prometiste liberarla!
—Mal que me pese nuestro trato ha quedado anulado —señaló Hurza—. Sigues vivo y sigues siendo tú. Harex no ha renacido, por lo tanto mi promesa ha quedado invalidada. Encadenadlos, he dicho.
Alastor movió al momento su inmensa masa en dirección al ángel negro, con una celeridad impropia de su tamaño. Héctor se incorporó e intentó esquivarlo, pero lo único que logró fue resbalar del altar y caer al suelo. El inmortal le aferró del ala herida, retorciéndosela aún más y lo levantó en el aire.
El hijo de Belgadeu hizo castañetear sus dientes, frustrada su ambición. En verdad le habría gustado vestir la piel del ángel negro. Sonrió de forma macabra al percatarse de que todavía podía hacerlo.
—Querido Hurza —empezó en tono zalamero—, no es buena idear permitir que un enemigo siga armado aun cuando lo tienes sometido —señaló mientras se acercaba al Comeojos—. ¿No piensas que sería oportuno desarmar al ángel negro?
—¿Desarmarlo? —preguntó Alastor en tono dubitativo mientras contemplaba al muchacho que pataleaba entre sus brazos—. ¿Qué dice ese loco? No lleva arma alguna…
—El hijo de Belgadeu tiene razón —aseveró el nigromante—. No podemos olvidar que tratamos con un ángel negro. Y siempre estará armado mientras cuente con sus alas —luego añadió con aspereza—: Cortádselas.
* * *
Dama Desgarro recibió la noticia de que todo estaba dispuesto entre los relámpagos y el restallar de los truenos. Cruzó sus brazos ante el pecho y entornó su único ojo.
Llevad al dragón hacia Rocavaragálago, ordenó a los muchachos, aun a sabiendas de que sólo uno de ellos lo dirigía. Que los dioses de la oscuridad estén con nosotros porque llega el momento de la batalla.
A continuación, la comandante de los ejércitos del reino se giró para quedar encarada al norte. El fulgor de la cicatriz de Arax era visible en la tormenta, aquella brecha estaba grabada a fuego en la superficie de la tierra. Allí se apilaban los restos de los que habían participado en la última batalla de Rocavarancolia, en aquella brecha brutal, causada por la espada mágica de Sardaurlar, reposaba la mayor parte del ejército que había tomado parte en ella.
—Ni a vosotros os dejamos descansar —anunció—. Qué tierra de locos habitamos. Qué delirio, qué locura…
Comenzó con el sonido de huesos agitándose, un tableteo que en nada tenía que ver con los vaivenes del viento. El sonido fue in crescendo de forma rápida, violenta. Los gusanos de la cicatriz de Arax se asomaron a la superficie de aquel osario incapaces de comprender a qué se debía tal agitación. A continuación, verdaderas olas de huesos rompieron contra los márgenes de la grieta, una multitud de garras y zarpas de todas las formas y tamaños se afianzó a la pared sur de la cicatriz para dar impulso a los cuerpos a los que estaban unidas. El estruendo de huesos entrechocando superó con creces al fragor de la tormenta.
La primera criatura en emerger de la grieta fue un coloso de más de diez metros de alto, un gigante construido con los esqueletos entremezclados de un dragón galeriano y dos gigantes de Esfronax. Los restos de los tres seres se amalgamaban en un único armazón de huesos blancos y grisáceos, dotado de cuatro brazos y de dos majestuosas alas en las que se enredaban varias onyces. A aquel ser lo siguieron muchos más. Algunos eran simples esqueletos animados por la demiurgia, otros, construcciones terroríficas en las que se mezclaban las más diversas criaturas. La armada de Sedalar Tul abandonó la tumba ciclópea en la que había yacido durante treinta años. Sus sombras se precipitaron sobre el mundo como jeroglíficos inverosímiles y, como si fueran un reflejo de éstas, las onyces de Natalia revolotearon en medio de aquel mar de huesos puesto en pie.
—A Rocavaragálago —ordenó entonces la comandante de los ejércitos del reino desde su puesto en las alturas—. ¡No era la última batalla! ¡¿Me oís?! ¡Y tampoco moristeis en vano! ¡De nuevo os reclama el reino! ¡Cargad monstruos! ¡Cargad espantos! ¡A Rocavaragálago! ¡Cargad!
Y así, los muertos de la cicatriz de Arax se pusieron otra vez en marcha. Y así, dio comienzo la nueva batalla de Rocavarancolia.