XIX
Tambores de guerra
Olían a muerte. Olían a tumba.
Era un hedor antiguo, caduco. Y lo despedían todas y cada una de las estatuas que de pronto salieron al encuentro de la manada. Un instante antes la calle por la que corrían había estado desierta y ahora era un hervidero de engendros de piedra blanca. Aparecieron por todas las callejas que confluían en la avenida, a paso rápido, alertados por la presencia de vida que matar. Había algo extraño en ellos, podían parecerse al resto de engendros con los que se habían topado aquella noche, pero mientras aquellos sólo olían a piedra y frío, éstos arrastraban consigo un intenso olor a podredumbre. A Roja le resultaron familiares, pero no consiguió ubicarlos en su memoria, probablemente porque aquel recuerdo pertenecía a su vida pasada.
La manada desnudó los colmillos, aun a sabiendas de que esas criaturas no se iban a amedrentar por ello. De los doce lobos que habían huido del castillo sólo quedaban siete con vida. En un primer momento, Gris los había guiado hacia los pasos de montaña que conducían al desierto, pero antes de alcanzarlos se habían visto interceptados por varias gárgolas. Fue entonces cuando comprendieron lo poco que podían hacer contra semejantes enemigos. Sus dientes apenas mellaban la roca y lo único a lo que podían aspirar era a destrozarse las mandíbulas al morderlos. Allí sufrieron las dos primeras bajas; un lobo cayó reventado a golpes, al otro lo abandonaron con el espinazo roto, profiriendo terribles aullidos de dolor. En lo único en que superaban a las gárgolas era en velocidad, así que no les quedó más remedio que correr. Era su única alternativa: huir y buscar un lugar donde refugiarse. Gris descartó los pasos de montaña. Nunca llegarían a ellos, no con la cantidad de terreno descubierto que deberían recorrer. Las criaturas de piedra poblaban los cielos, y muchas volaban ya en su dirección. La única salida que les quedaba era la ciudad.
En ella ya habían muerto otros tres miembros de la manada, entre ellos la primera loba a la que había atacado Lizbeth: la estatua de un dios la había aplastado mientras trataba de darles alcance. A otro lo arrastró a los cielos una gárgola que se precipitó sobre ellos desde un tejado; la vieron alzarse en la tormenta y soltar a su compañero desde tal altura que llegó ya muerto al suelo. La tercera en caer había sido la loba de Gris: se había roto la pata en un mal salto y había sido incapaz de continuar. El enorme macho se acercó a ella, frotó el hocico contra el suyo, la miró a los ojos y después le rompió el cuello de un mordisco para no dejarla a merced de las estatuas. Luego les hizo reemprender la carrera, con los colmillos ensangrentados y la mirada vidriada.
Y ahora en aquella calle, las estatuas los cercaban, cerrando cualquier posibilidad de escape. Allí había guerreros de toda forma y condición, hombres a caballo, animales salvajes, monstruos horripilantes. Azur, el lobo de los mechones blancos, gruñó al reconocer entre ellos a una loba de la manada desaparecida durante los últimos días de la gran guerra.
«Corred», les ordenó Gris; la misma orden que había dado ya en tantas ocasiones. Al lobo se le adivinaban en los ojos las ansias de quedarse y luchar, pero era el líder y su objetivo era conseguir que la manada sobreviviera. «¡Corred!».
Roja saltó para esquivar la embestida de un unicornio. El cuerno le arañó el lomo, llevándose consigo una larga tira de pelambre; la loba resbaló en el adoquinado mojado y se incorporó a tiempo para escapar de la carga de un leopardo y un caballo montado por un hombre sin cabeza. Los dos atacantes chocaron entre ellos en su frenesí por darle alcance. El leopardo se rehízo y fue tras ella pero el caballo y su jinete cayeron al suelo. Ambos se hicieron pedazos contra el pavimento. Entre los restos que se desperdigaban en el suelo, Roja vio un sinfín de huesos rotos y de nuevo un recuerdo pugnó en su memoria. Corrió con el vientre pegado a tierra, intentando encontrar huecos entre aquel mar de piedra que trataba de ahogarlos.
«¡Corred!», aulló el lobo gris.
Y Roja, sin remedio, sin aliento, cumplió la orden.
* * *
Dama Serena los arrastraba por los cielos de Rocavarancolia, envueltos los tres en una enorme esfera esmeralda, los dos muchachos estaban sentados en el suelo de la burbuja mientras la fantasma, de pie, mantenía sus manos en la superficie translúcida. Varias sombras aladas los escoltaban, pero en nada tenían que ver con las onyces: eran gárgolas, decenas de ellas, convertidas en siniestras siluetas por obra y gracia de la noche y la tormenta. Marina, recuperada ya del trance en el que la había sumido Hurza, le golpeó con un pie y señaló hacia arriba. Sobre sus cabezas volaba un gigantesco dragón negro; su figura parecía tatuada a fuego en la superficie de la Luna Roja.
—Balderlalosa, el primer dragón vampiro —anunció a voz en grito Héctor. La esfera en la que volaban no les protegía del aullido del viento.
La torre Serpentaria dejó de ser una sombra en la distancia para ganar poco a poco en detalles. Alex había muerto a las puertas de aquel edificio, víctima de la maldición que protegía la entrada. Héctor distinguió también la plaza en la que se levantaba la torre. Allí se había reunido el grueso del grupo en su primer día en Rocavarancolia. Se preguntó si las serpientes de piedra que adornaban la fuente también habían cobrado vida.
La burbuja estalló de improviso cuando apenas les quedaban unos metros para llegar a la torre. Héctor desplegó las alas y se dispuso a rescatar a Marina, pero Hurza se le adelantó. Atrapó a la muchacha de un brazo para luego volar hasta Héctor y lanzarlo hacia delante de un empellón. Héctor le escuchó murmurar un sortilegio un instante antes de que los tres atravesaran el muro del edificio como si éste no fuera más que una ilusión pintarrajeada en el aire. El joven cayó de rodillas sobre el piso alfombrado.
La estancia donde habían ido a parar apestaba a magia. Era un hedor tan intenso que Héctor lo notaba atravesado en la garganta. Se incorporó a medias y miró alrededor. La sensación que le provocó aquel primer vistazo a la última planta de la torre Serpentaria fue de auténtico ahogo: los múltiples tapices, los estantes llenos a rebosar de libros y objetos mágicos, los armarios y cofres repartidos por el lugar, tan repletos que parecían a punto de reventar, las armaduras y las distintas armas…, todo allí rebosaba magia.
El Comeojos arrastró a Marina hasta un atril colocado entre dos estanterías. Era de madera ocre, acabado en una garra de ocho largos dedos que sostenía un libro de aspecto pesado y lúgubre. Marina contempló espantada el grimorio como si temiera que fuera a saltar sobre ella. El primer impulso de Héctor fue gritarle que se apartara, que huyera antes de que aquella cosa la atrapara. Pero a su espalda había algo aún peor. Tras ella estaba Hurza, bamboleándose despacio de un lado a otro, como si estuviera consumido por la impaciencia.
—Mi grimorio —anunció—. Una obra de arte, el libro de hechizos perfecto. Y hasta eso han corrompido los perros que habitan este reino —empujó a la muchacha hacia delante, lo hizo con suavidad—. Toca el libro, no tengas miedo.
Marina, tras un momento de duda, levantó una mano temblorosa y la extendió despacio hacia el atril.
—Aguarda un instante —dijo dama Serena de pronto. La muchacha retiró la mano con presteza al oírla hablar. El espectro estaba ante una ventana y la luz de la Luna Roja atravesaba su cuerpo, tintándolo de rojo, como si toda ella estuviera esculpida en sangre—. Hay algo que no hemos considerado, Hurza. La niña está en pleno cambio. ¿Y si el libro no la reconoce como vampira? ¿Y si la destruye?
El Comeojos gruñó. Claro que había pensado en tal eventualidad. Y si las circunstancias hubieran sido diferentes habría optado por la prudencia. Pero no podía esperar más. La locura de dama Ponzoña era un lastre insoportable. Tenía que sacársela de encima cuanto antes.
—Creo que vamos a correr el riesgo —rezongó Hurza—. Haz lo que te he ordenado, muchacha. Y hazlo ya.
Héctor contempló aterrorizado cómo la distancia entre la mano de Marina y el libro se reducía. La vampira giró la cabeza y la mirada de ambos se cruzó.
—No lo hagas —le pidió él. No llegó a pronunciar la frase, se limitó a darle forma con sus labios mientras se preparaba a saltar sobre Hurza. Afiló las alas. Marina se anticipó a sus intenciones y, decidida, tocó el libro—. ¡No! —exclamó al verla retirar la mano al instante como si acabara de recibir una potente descarga. Héctor sintió que el corazón se le partía en dos, convencido de estar a punto de verla morir.
—¡Estoy bien! —exclamó ella en un claro intento por tranquilizarlo—. Es sólo polvo. El libro está lleno de polvo. Es asqueroso…
El alivio fue tal que Héctor notó que las rodillas le fallaban.
—Todos somos polvo, niñita vampira —dijo la voz de dama Ponzoña—. Del primero al último: polvo estúpido, polvo hambriento, polvo desolado, polvo que se niega a ser polvo —Hurza se esforzó por dominarse—. Basta de pantomimas. Acabemos con esto.
El Comeojos la empujó hacia delante, prácticamente la lanzó contra el grimorio. La muchacha tuvo que apoyarse en el atril y el libro para no caer. Héctor pudo ver cómo el polvo se deslizaba entre sus dedos.
Hurza gruñó satisfecho al verla aún viva y se adelantó hasta pegar su cuerpo desnudo contra el de ella. La sujetó por las caderas y apoyó la frente en su nuca. Era capaz de sentir el poder del libro a través de la vampira. Estaba allí, almacenado en los trazos dispersos de las páginas, en cada palabra, en el borde de las hojas que lo conformaban… Había llegado la hora de recuperar lo que era suyo, esa parte de sí mismo que tanto le repugnaba y que, a la par, aunque nunca lo reconocería, tanto le atraía. Abrió un cauce entre su esencia y la esencia de la muchacha, un canal de comunicación que le condujo hasta la energía brutal contenida en el grimorio. Sintió cómo ésta vibraba al reconocer a su amo.
—Vuelve a mí… —susurró.
La vampira se estremeció cuando el caudal de poder la atravesó en su viaje de retorno al nigromante. El mismo hechicero se convulsionó al notar cómo la esencia recobrada se iba extendiendo dentro de su ser. La magia regresaba, fulgurante y terrible y Hurza sintió náuseas y, al mismo tiempo, un placer desmedido. Fuerzas inexplicables pulsaban contra sus terminaciones nerviosas y sus órganos internos, amoldándose a la estructura de un cuerpo que ya habían olvidado. Cerró los ojos, conmocionado, mientras aseguraba su presa aferrándose con más fuerza a Marina.
El paso de energía duró sólo unos segundos. Repleto, saciado, Hurza se separó de la joven, que se desplomó de rodillas ante el atril. El nigromante se tambaleó a su vez, aturdido por el enorme flujo de poder que acababa de asimilar. Su mente volvía a ser suya, ya no quedaba rastro de la locura de dama Ponzoña. Hurza Comeojos estaba completo al fin, completo como no lo había estado desde hacía más de dos mil años. Cerró los puños, tentado de gritar de pura euforia. Lo había conseguido. Estaba hecho: había vuelto.
Dama Serena y Héctor se acercaron a Marina, que yacía medio desmayada, abrazada al atril. La fantasma envolvió a la muchacha en un hechizo sanador y, al instante, su respiración se normalizó hasta el punto de hacer amago de levantarse. Héctor intentó ayudarla, pero ella, aún aturdida, se zafó de su abrazo de malas maneras.
—No me toques, por favor… —murmuró—. Ahora no. Me siento sucia…
—No te preocupes por ella —le aconsejó la fantasma—. Se recuperará.
—Dejad que se vaya —dijo Héctor, girándose para mirar a Hurza que continuaba extasiado en medio de la estancia, asimilando la recuperación de su poder mágico—. Diste tu palabra. Cúmplela.
—La cumpliré según mis términos, no los tuyos —contestó el otro sin dignarse a mirarle—. En el libro aún quedan posos de energía y necesito a la vampira para recuperarlos —Hurza miró a dama Serena, que seguía atendiendo a la niña. No le gustó el modo en el que la fantasma le devolvió la mirada, como si cuestionara su intención de cumplir sus promesas—. Haz que se levante y coja el libro —le ordenó con sequedad—. Tenemos que ponernos en marcha. Aún nos queda una cosa por hacer.
—No —le replicó dama Serena—. No iremos a ninguna parte. Antes hay una promesa que sí puedes cumplir —su tono de voz fue casi amenazante.
—¿Quieres que acabe contigo? —preguntó él—. Podría hacerlo, es cierto. Ahora estoy más que capacitado para ello. Pero te ruego un poco de paciencia, fantasma. Te destruiré en cuanto mi hermano vuelva a la vida. No puedo arriesgarme a prescindir de tus servicios todavía.
Dama Serena sacudió la cabeza negativamente.
—No me refiero a eso. Hablo de tu espada. Prometiste liberar a las almas encerradas en ella cuando Esmael dejara de representar un peligro. Ha llegado el momento —dijo—. No tiene sentido que permanezcan presas por más tiempo.
Hurza la sopesó con la mirada. La fantasma le estaba desafiando, era evidente. Casi sonrió. Se preguntó si abogando por la liberación de los espíritus encerrados, dama Serena intentaba acallar su conciencia. Lo meditó un instante. Para liberar esas almas debería destruir el arma en el que se hallaban confinadas, una pérdida aceptable si con eso volvía a ganarse la confianza del espíritu.
—Te dije que lo haría, es cierto. Y no voy a echarme atrás.
Desenvainó la espada con un ágil movimiento y la alzó ante su rostro. En el interior de la hoja de cristal se veía un confuso caos de siluetas neblinosas, a veces llegaban a distinguirse pequeños rostros de bruma.
Hurza tomó la hoja entre las manos y la quebró de un golpe. A continuación dejó caer las esquirlas al suelo.
—Está hecho —anunció—. Que las almas de los muertos recuperen su libertad. Considéralos tus heraldos hacia el más allá.
Dama Serena no dijo nada. Toda su atención estaba fija en los restos de la espada. Una neblina blanca comenzó a escapar del vidrio, despacio primero, con el ímpetu de una erupción volcánica después; los espíritus se daban a la fuga en un confuso tropel de almas entrelazadas que ganaban en individualidad a medida que ascendían. La primera en hacerse distinguible fue una mujer de pelo largo, coronada con una tiara, que se desvaneció en el aire con una expresión de alivio infinito. La siguió un niño que lloraba.
Y tras éste una segunda mujer que ascendía abrazada a sí misma. ¿Cuántos habían caído víctimas de aquella fatídica espada y de su encantamiento?, se preguntó dama Serena mientras contemplaba cómo los espíritus se desvanecían.
De pronto uno adoptó los rasgos de un criado del castillo, el desdichado al que Belisario había decapitado, lo siguió después una notable cantidad de sirenas, moviéndose gráciles en el aire antes de diluirse. Tras ellas, le tocó el turno a Rorcual, el alquimista, y por primera vez en años, alguien tuvo la oportunidad de contemplar los rasgos del hombre que se había hecho a sí mismo invisible. Dama Serena sospechaba que los fantasmas escapaban del arma en el mismo orden en el que habían sido atrapados. Por lo tanto el jirón blanco que emergía ahora no tardaría en adoptar los rasgos de Enoch el Polvoriento y pronto aparecería Denéstor Tul. Pero el alma huidiza que en aquellos instantes contemplaba se transformó en una arpía, en dama Moreda, que desplegó un hermoso par de alas blancas antes de difuminarse en la nada.
Dama Serena esperó, pero ni un espíritu más salió del arma rota.
Miró hacia Hurza. El Comeojos no había prestado atención a la liberación de las almas. De haberlo hecho se habría dado cuenta de que al menos dos de ellas habían eludido el cautiverio. Se preguntó qué podía significar eso. ¿Estarían vivos el vampiro y el demiurgo? Lo dudaba. Denéstor había estado muerto más allá de toda duda. Bien lo sabía ella. Pero entonces ¿qué implicaban aquellas ausencias?
—¿Ocurre algo, fantasma? —le preguntó el hechicero.
—No —contestó, sin dudarlo un instante.
Ni ella misma comprendía qué le llevaba a ocultar la desaparición de esas dos almas. Puede que no fuera más que un fallo de la espada, pero también existía la posibilidad de que se tratara de una señal de que algo no marchaba según los planes de Hurza. Y aun así calló. Tal vez fue una última concesión a su conciencia, o una muestra más de su desgana absoluta ante todo o, quizá, un deseo soterrado de que tanto Hurza como ella fueran derrotados. ¿Acaso importaba? Decidió callar y así lo hizo. Se limitó a mirar a Hurza y a añadir:
—Sólo me preguntaba qué se sentiría al desvanecerse en el olvido. Al no ser nada…
—Pronto lo averiguarás —profetizó—. Te aseguro que esta noche será la última para ti en el mundo de los vivos —sonrió, eufórico. Dedicó una mirada a los muchachos. La vampira retrocedió, aturdida aún por las corrientes mágicas que la habían usado como canal; el ángel negro, en cambio, se mantuvo firme, desafiante—. Esta noche todo se consumará —dijo Hurza—. Te prometo, fantasma, que esta noche perdurará en la memoria de generaciones. Y yo siempre cumplo mis promesas.
* * *
—¡¿No hay nada que podamos hacer?! —preguntaba Natalia, histérica—. ¡¿Nada?!
—No se me ocurre qué —dama Desgarro se dejó caer en uno de los bancos del vestíbulo, abatida. No era la traición de dama Serena lo que más le dolía, era la constatación de que Esmael había tenido razón: era una inútil, una rémora para Rocavarancolia. Tenía que haberse dado cuenta antes de que dama Serena sólo sería fiel a sí misma—. Tal vez Hurza cumpla su promesa y os deje regresar a vuestro mundo —murmuró sin convencimiento.
—¿Regresar? —Natalia se llevó las manos a la cabeza—. No sé de qué estás hablando, vieja rara. Nadie se va a ir de aquí. Vamos a rescatar a Héctor. Eso es lo que vamos a hacer.
—Cuánta belicosidad —murmuró el Lexel negro—. Me gusta. No nos sirve de nada pero me gusta.
—Pensemos en alternativas de acción, ¿de acuerdo? —sugirió Darío mientras caminaba de un lado a otro—. Poniéndonos histéricos no vamos a conseguir nada. Tenemos que tranquilizarnos.
—¡No quiero! —exclamó Natalia—. Quiero estar rabiosa.
El Lexel negro se echó a reír. A duras penas habían logrado convencerla para que no saliera a la caza de Hurza con su ejército de sombras. Las onyces habían luchado con bravura a las puertas del Panteón Real, pero no tendrían ninguna oportunidad si se enfrentaban al nigromante y los suyos.
—¿Con qué contamos? —comenzó Darío. La voz le temblaba—. ¿Qué tienen ellos? En eso tenemos que pensar. ¿Cómo podemos…?
—¡Y mientras perdemos el tiempo pensando esos locos matarán a Héctor! —le interrumpió Natalia—. ¡Tenemos que hacer algo y tenemos que hacerlo ya!
—¡Y si actuamos sin pensar nos matarán a todos, estúpida! ¡Y no podremos salvar a nadie!
—El trasgo tiene razón, bruja —intervino Laertes—. No ayudarás a nadie en ese estado. Estamos en clara desventaja. Ellos tienen de su parte el poder y un ejército de piedra que les respalda. Nosotros sólo tenemos migajas y una buena cantidad de rabia… El desequilibrio es abrumador. Necesitamos sutileza.
Sedalar Tul estaba sentado en otro banco, contemplando desilusionado el talismán. Permanecía ajeno a la charla que tenía lugar a escasos pasos de distancia. La sensación de impotencia que le embargaba era tan desalentadora que no se veía con fuerzas de contribuir en nada a los planes del grupo. Era un fracasado. Había estado convencido de que aquella joya funcionaría y todo había quedado en nada. Y lo único que había podido hacer en el pasaje era ver cómo Hurza y dama Serena se llevaban a sus amigos.
«Mantenlos a salvo, por favor», le había pedido Héctor antes de que la fantasma los arrastrara en su esfera. ¿Y qué había esperado el ángel negro? ¿Una promesa por su parte? No, no podía aceptar tal responsabilidad. No cuando todo lo que se empeñaba en conseguir parecía abocado al fracaso. El reloj de su abuelo escapó del bolsillo de su gabán y trepó por su brazo hasta llegar a su hombro. De ahí saltó a su chistera.
—¿Cuánto tiempo llevas sin dormir? —escuchó que le preguntaban. Se giró sobresaltado para descubrir sentada junto a él a dama Acacia.
—No mucho —contestó con desgana. Por supuesto no señaló que la última vez que había dormido había sido cuando Esmael lo dejó inconsciente en el torreón Margalar y que ese sueño apenas duró unos instantes.
La bruja asintió, como si hubiera sido otra respuesta la que acababa de escuchar.
—El poder es embriagador, más cuando lo sientes plenamente por primera vez —dijo—. Pero el poder puede destruirte. No lo olvides, muchacho. Tus amigos te necesitan, pero te necesitan entero —apuntó y luego, con un gesto, señaló hacia la nariz de Sedalar.
El demiurgo descubrió que un hilillo de sangre le fluía de una fosa nasal. Se lo limpió con el dorso de la mano.
—Poco puedo hacer por ellos —indicó—. Presumo de magia, pero a la hora de la verdad soy un inútil. Esmael me derrotó sin pestañear y contra Hurza ni siquiera intenté nada. Me limité a mirar cómo se los llevaban…
—Hiciste bien. Te habría matado. Eres un demiurgo. La magia directa es sólo una de tus alternativas. Cuentas con otros medios para enfrentarte a tus enemigos. Sólo tienes que encontrarlos.
La puerta del Panteón Real volvió a abrirse, pero nadie se percató de ello. El hechizo de Sedalar seguía cumpliendo su cometido y no se escuchó el menor sonido cuando los batientes del portón se deslizaron hacia dentro. Una pequeña silueta entró en el mausoleo; el sonido de sus pasos quedó oculto también por el sortilegio. Fue Ara, la mujer gigante, la primera en verlo. Un joven rubio caminaba despacio hacia ellos, llevaba una espada en la mano pero su porte distaba mucho de ser amenazador. Lo observó extrañada, sin dar aviso al resto. En primera instancia no fue capaz de reconocerlo. Sólo cuando vio al dragón en la escalinata cayó en la cuenta de quién era.
—Andras Sula —murmuró, atónita y, al instante, la atención de todos se fijó en el recién llegado.
Darío fue el primero en reaccionar. La presencia del piromante allí sólo podía significar una cosa: la tregua había terminado y quería continuar la lucha. Y le resultó tan absurdo que a punto estuvo de gritar de pura furia. Pero fue al ver que Adrián empuñaba su espada mágica cuando de verdad perdió el control.
—No puede ser. ¡No puede ser! —se acercó a él a la carrera, frenético. Lo habría golpeado de no ser por la magia que protegía el edificio—. ¡Por qué no revientas de una vez, maldito loco! —le gritó en plena cara—. ¡Tenía que haberte matado la primera vez! ¿Me oyes? ¡Eso tenía que haber hecho!
El piromante retrocedió un paso y lo miró con la sorpresa dibujada en el rostro, como si no tuviera ni idea de a qué venía semejante reacción. Parpadeó varias veces, aturdido. Intentó hablar, pero las palabras no parecían salirle, se limitaba a abrir y cerrar la boca, como si le resultara imposible expresarse, como si lo que pretendía decir estuviera más allá del lenguaje.
—Hoy he matado a un hombre —anunció al fin. La perplejidad en su voz era demasiado marcada para ser fingida—. El loco de las hienas —«Caleb», dijo alguien; «pobre imbécil», apostilló el Lexel negro—. Me cogió por sorpresa y le atravesé con la espada. Antes de morir me escupió en la cara. Y me llamó monstruo —dijo—. Me odiaba. Yo no sabía que se pudiera odiar tanto… —señaló hacia la puerta que acababa de atravesar, como si Caleb le viniera siguiendo todavía—. Ya no me odia. Ahora está muerto y no puede odiar a nadie.
Sedalar Tul se levantó del banco, con el colgante todavía en la mano y se acercó al grupo. Adrián había pasado a cuchillo a todos los que ardían en el barrio en llamas. Según dijo eran engendros, monstruos horribles entre los que no había nada parecido a un ser humano. Ahora había traspasado esa línea. Pero Sedalar no se llevaba a engaño, no era sólo el haber matado a un semejante lo que le había trastornado. Adrián se había visto reflejado en el odio de Caleb. Y no era de extrañar puesto que un odio similar le había llevado a él a intentar dar caza a Darío.
—¿Qué has venido a hacer aquí? —le preguntó el trasgo.
Por toda respuesta, Andras Sula le tendió la espada por la empuñadura. Darío la tomó sin vacilar. Esta vez el arma no se revolvió en su mano; la magia del panteón también le afectaba.
—Quiero devolverte la espada —le explicó—. La encontré fuera, tirada en el barro. No dejó de agitarse mientras la traía. Intentaba matar al dragón.
Darío no dijo nada, se limitó a observar al joven con el ceño fruncido.
—Es una espada de bausita —dijo Laertes—. Animada por los demiurgos oscuros de Mascarada. Hará lo imposible por matar todo lo que tenga cerca, sin distinciones.
—Como el fuego… —murmuró el piromante—. Eso mismo hace el fuego. Consume todo lo que encuentra a su paso. Sin conciencia, sin control —hablaba muy bajo, casi para sí mismo, desvió la mirada hasta las llamas que recorrían las palmas de sus manos—. Hasta que ya no queda nada. Entonces se extingue y muere solo. Solo entre las cenizas.
—Vale, está loco —dijo Natalia—. Bueno, más loco de lo que estaba antes. Podemos ignorarlo, ¿por favor? ¡Hurza tiene a nuestros amigos!
—¿A qué has venido? —Darío intentó tomarle del antebrazo para forzarle a mirarlo, pero el hechizo del panteón se lo impidió. Aun así, el piromante alzó la vista.
—Yo… —vaciló, como si ni siquiera él tuviera claro qué le había llevado allí—. Hoy he matado a un hombre —repitió— y no sé qué será de mí mañana. No sé si me consumiré o haré que el mundo arda. ¡No lo sé! —una única carcajada amarga brotó de sus labios—. Y vuelvo a tener miedo. De nuevo. Tengo miedo otra vez. Un miedo atroz.
—¡¿Qué has venido a hacer aquí?! —repitió el trasgo. Todos en el Panteón Real guardaban silencio. Ni siquiera se escuchaba el murmullo de las onyces.
—Me han pedido que me mantenga al margen —contestó el otro—. Dicen que si no me inmiscuyo, sobreviviré. Por lo visto les hace gracia mi dragón. Vengo a inmiscuirme. Vengo a luchar a vuestro lado.
—¿Por qué? —preguntó Natalia.
—Porque acabo de matar a un hombre. Y aunque sólo sea por esta noche… necesito volver a ser Adrián. Mañana volverá Andras Sula, lo sé… Pero hoy necesito a Adrián —tomó aliento antes de continuar—: Y él quiere luchar a vuestro lado —anunció—. Mi fuego y mi dragón, esta noche, son vuestros.
Dama Desgarro contempló a aquel muchacho extraviado con algo cercano a la lástima. El piromante se había perdido mucho tiempo antes de que saliera la Luna Roja, pero había sido con la llegada de ésta cuando su locura se había redoblado. Se preguntó si existía esperanza para él. Se preguntó si existía esperanza para alguien.
—Bien. Nuestras fuerzas acaban de aumentar considerablemente —se burló el gemelo Lexel—. Ahora contamos en nuestras filas con un piromante loco y un dragón maltrecho. ¡La victoria está asegurada!
—Es más de lo que teníamos antes —dijo Darío, todavía impresionado por el discurso errático de Adrián.
—Da igual —dama Desgarro sacudió la cabeza—. Es una batalla perdida. No hay nada que podamos hacer.
—Claro que hay algo que podemos hacer —terció Sedalar Tul mientras guardaba el collar en su gabán—. Lo único que podemos hacer de hecho: luchar. Eso es lo que viene ahora.
—Escucha al niño, dama Desgarro, escucha al niño —le rogó Argos, el guerrero anciano que ya no tenía fuerzas para blandir su espada—. ¡No podemos rendirnos! ¡Y tú menos que nadie! Sigues siendo la comandante de los ejércitos del reino —le recordó—. ¡Es tu responsabilidad dirigirnos en la batalla!
—¿Y qué ejércitos comandaré? —preguntó ella mientras negaba con la cabeza—. Sólo tenemos sombras, un dragón herido y un puñado de locos. Ésas son nuestras fuerzas. Es imposible, imposible…
—En Rocavarancolia no hay nada imposible —afirmó Natalia—. Si hay algo que sé, es eso.
—Dijiste que todos moriríamos —le recordó Darío—. ¡En la plaza, el día que llegamos! Dijiste que no éramos más que cadáveres que no sabían que estaban muertos y que no sobreviviríamos para ver la Luna Roja. Nos retaste a conseguir lo imposible. Y aquí estamos. Lo hemos hecho. Podemos hacerlo de nuevo.
Dama Desgarro miró a los muchachos allí reunidos: la bruja, el trasgo, el demiurgo y el piromante. Qué poco se parecían a los niños asustados que había tenido ante sí aquella mañana. Era cierto. Habían conseguido lo imposible.
—¿Un ejército? —le preguntó Sedalar—. ¿Eso necesitas? —se adelantó hasta situarse ante ella—. Creo que no hemos sido convenientemente presentados —señaló—. Me llamo Sedalar Tul y la Luna Roja me ha transformado en demiurgo. Soy capaz de dar vida a todo lo que se me antoje. ¿Quieres un ejército, dama Desgarro?
»Yo te conseguiré uno.