18: El engaño

XVIII

El engaño

—No vas a aceptar —le advirtió de nuevo Natalia una vez Hurza se hubo marchado del mausoleo. El nigromante se había llevado consigo a su séquito de traidores y a su ejército de piedra, pero aun así dama Serena había tomado la precaución de rodear al grupo con una esfera de silencio. El único que permanecía fuera era Sedalar, de regreso a su obsesivo estudio del talismán.

Héctor suspiró, harto de esa cantinela. No, no iba a aceptar, pero era imposible no tener dudas, no cuando había tanto en juego. Hurza se había atrevido a amenazar a sus familias. El muchacho se preguntaba si no estaría condenándolos a todos al rechazar su oferta.

—No podemos permanecer más tiempo mano sobre mano —afirmó dama Serena—. Hay que actuar y hacerlo cuanto antes. Cada minuto que malgastemos puede resultar crucial.

—¿Y cuál es el plan de combate? —preguntó Argos, ansioso—. ¿Tenemos alguno?

—Ninguno que incluya viejos caducos. Eso seguro —rio Sexto Cala.

—De entrada destruir el grimorio de Hurza —explicó dama Serena y añadió, adelantándose a la protesta de dama Desgarro—. Sé lo que vas a decir, vieja testaruda, pero por ahora es la única vía de acción posible. Necesita su libro. Por el grimorio en sí, por el poder que guardó en él o por razones que desconocemos. Sea como sea, debemos destruirlo.

—Manteniendo a la vampira aquí también evitamos que lo recupere —afirmó dama Desgarro—. Es una imprudencia exponerla sin necesidad.

—Ya oíste a Hurza: tarde o temprano encontrará el modo de desactivar la protección del grimorio —por el tono de su voz quedaba claro que comenzaba a perder la paciencia—. Y el riesgo es mínimo, ya te lo he explicado.

—¿Y si nos lo explicáis también a nosotros? —preguntó Héctor. Le molestaba el papel secundario que al parecer les habían otorgado.

Dama Serena le dedicó una mirada gélida, la mirada de una reina que no está acostumbrada a que los plebeyos la interrumpan.

—Ya os he hablado de los pasadizos secretos que comunican el panteón con la ciudad —dijo, suavizando el gesto. No le quedaba más remedio que controlarse: sabía que no despertaba ninguna simpatía entre los muchachos—. Uno de ellos conduce cerca de la torre Serpentaria, prácticamente hasta sus mismas puertas —les explicó—. La vampira y yo lo usaremos para llegar a la torre y hacernos con el grimorio del Comeojos. Después lo arrojaremos al foso de Rocavaragálago. Da igual qué protecciones y salvaguardas tenga, la lava acabará con él —aseguró—. Cuando lo hayamos destruido regresaremos de un salto mágico a la entrada del pasaje secreto.

—¿Y por qué no saltáis directamente desde aquí a la torre? —preguntó Natalia.

—La magia de transporte no funciona entre estos muros, bruja —le explicó el Lexel negro—. Pero eso no es todo. La hechicería que permite saltar de un punto a otro es fácilmente detectable. Hurza sabrá que alguien está saltando en Rocavarancolia en el mismo instante en que lo haga. Se requiere mucho poder para camuflar una transportación instantánea.

—Por eso sólo daremos un único salto —indicó dama Serena—. En cuanto destruyamos el libro nos traeré de vuelta. No puedo materializarnos dentro del Panteón Real, pero sí a sus puertas —miró a Marina. Ella era la clave—. Estarás a salvo —mintió—. A la menor sospecha de peligro, saltaremos de regreso, te lo prometo. No hagas caso a los remilgos de dama Desgarro, no correrás ningún riesgo. Es de vital importancia que destruyamos ese grimorio.

—Estoy de acuerdo con dama Serena —apuntó Laertes, el brujo maldito—. Hurza ha dado vida a toda la estatuaria de Rocavarancolia —señaló—. Un prodigio de tal calado debe haberle debilitado considerablemente por muy poderoso que sea, más si cabe tras su enfrentamiento con Esmael. Además su comportamiento es errático. Todos pudimos verlo —la bruja de los labios cosidos asintió junto a él—. Puede que arrastre secuelas tras su resurrección o que su problema resida en otra parte, tanto da, la cuestión es que no podemos consentir que recupere el libro.

—¿Y si hay alguien vigilando la torre? —preguntó Héctor. La perspectiva de que Marina se pudiera encontrar con alguno de los engendros que acababa de ver era aterradora.

—Regresaremos al momento. La seguridad de la vampira será siempre lo principal —contestó la fantasma. Todavía miraba agradecida a Laertes, esperaba que aquel inesperado apoyo allanara la situación—. De todas formas, no estaría de más que vosotros crearais algún tipo de distracción a las puertas del mausoleo. La que sea: un amago de fuga, una masacre de estatuas…

—Mi presencia en el exterior atraerá a mi hermano como la carroña a los insectos —murmuró el Lexel negro—. Y dudo mucho que Hurza esté muy lejos del panteón.

—Entonces poco más hay que hablar —dijo dama Serena—. ¿Te convences ya, dama Desgarro? ¿Tienes alguna otra objeción que hacer?

—Y si Marina decidiera dejar de ser vampira, ¿cómo afectaría eso a vuestros planes? —preguntó entonces Sedalar Tul.

Nadie le había oído acercarse. Y tanto su repentina aparición como lo que implicaba su pregunta le convirtió en el centro de atención de inmediato.

—Lo he conseguido —anunció mientras les mostraba el colgante, manteniendo la piedra lunar lo más alejada posible de sus dedos. La emoción que se entreveía en su voz era sólo un pálido reflejo de lo que de verdad sentía—:

Puedo deshacer los efectos de la Luna Roja. Puedo hacer que volváis a ser humanos.

La noticia fue recibida con absoluto pasmo. Darío contempló el talismán boquiabierto, olvidado ya Hurza, olvidado el peligro que corrían y olvidada la voracidad tremenda que le retorcía las entrañas.

Dama Serena, sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No sé qué crees haber conseguido, muchacho —dijo—. Pero ahora no es el momento. Tenemos problemas graves que…

—Hurza tendrá que esperar —le interrumpió Héctor mientras miraba el colgante. El joven no vio la mirada de rabia que dama Serena le dedicó—. ¿De verdad puedes invertir los cambios?

El joven de la chistera asintió con entusiasmo.

—Puedo, puedo. ¿Veis esto? Es una joya lunar —les explicó—. Una joya parecida fue la que transformó a Lizbeth —agitó el colgante como si pretendiera hipnotizarlos a todos con su vaivén—. Imaginad el sortilegio anclado en la piedra como un circuito por el que discurriera la magia, ¿de acuerdo? Lo que he hecho ha sido invertir la orientación de ese circuito para que la magia marche en sentido opuesto. Por lo tanto, si no me equivoco, y no veo motivo para ello, el cambio debería ir también en sentido contrario. Este colgante debería sacarnos la Luna Roja de dentro.

—Es imposible —terció dama Serena—. La magia no funciona así, un río no pueda cambiar el curso de sus aguas.

—No, no puede, es cierto. Pero es que esta hechicería es muy peculiar —dijo—. La joya y la Luna Roja afectan nuestra esencia y la transforman. La empujan, por así decirlo, en una dirección concreta. Ahora, con los cambios que he hecho, este medallón debería llevarla en dirección contraria.

Dama Desgarro observaba al muchacho con suspicacia, que ella supiera había varios medios para revertir los cambios de la luna, pero todos implicaban un alto grado de complejidad; se trataba de hechizos costosos en elaboración y peligrosos en su mayoría. Si el demiurgo tenía razón, había encontrado la manera más simple de burlar los efectos de la Luna Roja. Si tenía razón…

Natalia retrocedió, con el ceño fruncido, al ver que Sedalar daba un paso hacia delante.

—No me acerques esa cosa —le advirtió. Miraba el collar como si se tratara de una criatura repugnante.

—No es para ti —le aseguró él—. Es para Marina —señaló mientras le tendía el talismán a la vampira—. ¿Quieres volver a ser humana? —le preguntó.

—¡No! —se apresuró a gritar dama Serena—. No tienes ni idea de qué efecto puede producir ese colgante. ¡Podría matarla! Y ni siquiera podemos permitirnos el lujo de que funcione. ¡Necesitamos una vampira para destruir el grimorio!

—Eso es algo que le toca decidir a ella, señora fantasma —apuntó el demiurgo.

—Esperad, esperad —intervino Héctor—. Y recordad a Lizbeth, por favor —les rogó—. El cambio la volvió loca —se giró hacia Sedalar—. ¿Cómo estás seguro de que no le pasará lo mismo a ella?

El demiurgo no dudó en su respuesta:

—La joya obligó al cuerpo y la mente de Lizbeth a adoptar formas que no habían tenido nunca. Eso fue lo que la trastornó. Pero ahora no ocurrirá tal cosa. El cambio no será tan traumático, porque Marina recobrará su estado original, una forma con la que está familiarizada. A lo sumo volverá a quedarse dormida, pero de ser así no debería tardar mucho en despertar —miró de nuevo a su amiga—. Hay riesgos. Siempre hay riesgos. Pero, por favor, confía en mí. Sólo tienes que ponerte este colgante para volver a ser quien eras.

Ella negó con la cabeza, sin firmeza ni convicción. Miraba al colgante con la misma ansiedad con la que contemplaba las ánforas de sangre con las que la habían alimentado en el torreón Margalar.

—Confío en ti, Sedalar —dijo finalmente—. Pero… no puedo aceptarlo. Dama Serena tiene razón. Tenemos que destruir ese libro. Y para eso debo seguir siendo lo que soy. Además… —se mordió el labio inferior—. Hay alguien que necesita ese colgante más que yo —añadió mientras se giraba hacia Darío.

—¡No! —exclamó éste—. No lo rechaces por mí. Puedo resistir. Puedo aguantar…

—No, no puedes. Y lo sabes. No le hagáis caso. Hasta él mismo ha dicho que está a punto de perder la cabeza. Es para ti. Además tengo una misión que cumplir, acuérdate —dijo con una sonrisa firme.

—La joya te estará esperando cuando vuelvas —dijo el trasgo.

—Eso no es problema: puedo fabricar más —apuntó el demiurgo—. Sólo necesito encontrar más piedras lunares, tallar las runas adecuadas e inyectar la magia. Si esta locura termina, no debería llevarme mucho tiempo hacer otro colgante. Un día o dos a lo sumo.

—¿Lo has oído? —dijo Marina—. No hay nada que discutir. Además, si funciona contigo sabré que es posible revertir el cambio —señaló—. Eso me dará fuerzas para resistir mientras Sedalar consigue más de esas cosas.

Darío la miró a los ojos, y luego, muy despacio, desvió la vista hacia el talismán. El monstruo que moraba en sus entrañas se removió, casi creyó escucharle rugir. ¿Era por miedo a desaparecer? ¿O era su modo de burlarse de él por atreverse a albergar esperanza?

—Sólo tienes que colgártelo y poner la piedra en contacto con la piel —le dijo el demiurgo.

El trasgo asintió y se aproximó a él, sin apartar la mirada en momento alguno de la piedra roja que centelleaba engarzada en el collar. Era tan pequeña y parecía tan frágil…

Tomó el colgante de la mano de Sedalar, manteniendo una prudente distancia entre su piel y la piedra. A continuación, casi sin pensarlo, se colgó la cadena al cuello y giró el talismán para que la piedra lunar tocara su carne. Un escalofrío le recorrió al momento, pero fue producto de la expectación, no de la joya. Aguantó la respiración. No sentía nada y nada ocurrió. Seguía siendo el mismo. Igual de monstruoso, igual de hambriento. La criatura de su estómago se removió, plena de fuerza y rabia. Aguardó unos instantes, con la garra presionando con tal firmeza contra la piedra que notó la carne desgarrarse.

—Debería de estar actuando ya… —murmuró Sedalar, vacilante—. El efecto se supone que es inmediato.

—Nada —anunció Darío. Se quitó el talismán y lo arrojó con desprecio al demiurgo. Sedalar lo recogió al vuelo—. No ha funcionado.

—Os lo advertí —les recordó el espíritu—. No se puede invertir el curso de la magia. Las cosas nunca son tan simples.

—Pero yo creí… —Sedalar contempló el talismán, aturdido—. Pensé… —La piedra lunar rozaba su piel pero nada ocurría. Frunció el ceño. Alguien apoyó una mano en su hombro, un gesto de ánimo que no sirvió para consolarlo. Había estado tan seguro de que iba a funcionar…

—Basta de tonterías —gruñó dama Serena. Su voz cobró un tono autoritario que hasta entonces no había tenido. Todos la miraron, hasta el demiurgo levantó la vista, con la mirada empañada por la decepción. La fantasma parecía furiosa—. Basta de perder el tiempo —continuó—. Ha llegado la hora. Vamos a por ese libro y hagámoslo arder.

* * *

El niño se convirtió en un pequeño lobo negro nada más salir del círculo de protección que había trazado en torno a Lizbeth y él. Había estado tentado de sumirla en un sueño profundo y dejarla allí, pero, finalmente, se había echado atrás. Lo único que conseguiría con eso sería retrasar lo inevitable: tarde o temprano Lizbeth despertaría y saldría del círculo. Al menos, si la tenía cerca, podría protegerla.

—Los asesinos marcharán juntos —murmuró. La loba gruñó complacida al escuchar su voz—. Tal vez así es como debe ser. Tal vez no nos quede más remedio que compartir destino.

Era la primera vez que se transformaba delante de ella y temiendo que el cambio pudiera alterarla escogió una forma que, a buen seguro, debía resultarle familiar. Para su sorpresa, Lizbeth no prestó atención a su metamorfosis. Por lo visto, la loba confiaba más en su olfato que en sus ojos y ése le indicaba que la criatura que tenía delante seguía siendo la misma.

Aun a pesar de su apariencia lobuna, Karim mantuvo algunas características humanas: las zarpas delanteras seguían siendo manos de niño, al igual que sus cuerdas vocales. También alteró la arquitectura de su boca para poder hablar en caso de ser necesario. Era probable que tuviera que recurrir a la magia para llegar a la fortaleza y no quería tener que perder ni un instante en cambiar a una forma adecuada para ello. Habilitó en su piel una suerte de bolsillo interno en el que enfundó el cuchillo que dama Brisa le había entregado. Sentirlo tan estrechamente unido a él le movió a la náusea.

A continuación se puso en marcha, a la carrera, con Lizbeth siguiéndolo de cerca. La ciudad, envuelta en aquella noche turbia y violenta parecía más irreal que nunca. En la distancia vislumbraron la marcha lenta de una de las estatuas colosales del Jardín de la Memoria. Era como si un edificio hubiera echado a andar.

Los lobos corrían a la par, el uno junto a la otra.

«Un último esfuerzo», se dijo el cambiante. «Un último esfuerzo y todo terminará».

* * *

El hechizo de dama Desgarro no hizo desaparecer el hambre, pero la desplazó a un segundo plano. Al menos ahora era capaz de pensar con claridad. Darío se esforzó en respirar con calma, todavía afectado por el fracaso del colgante del demiurgo; más que nada se sentía furioso consigo mismo por haberse permitido tener esperanza. Por el rabillo del ojo vio cómo la mujer pálida practicaba un sortilegio idéntico con Marina.

—No es más que un parche, un espejismo de saciedad que, por desgracia, no tardará en desvanecerse —anunció.

—¿Cómo era antes de la guerra? —preguntó Darío—. ¿Cómo se alimentaban los trasgos y los vampiros?

—Siempre había esclavos y prisioneros a los que recurrir —contestó dama Desgarro—. Y estaban los mundos vinculados, claro, todo aquel que necesitaba alimentarse sólo tenía que hacer una incursión a uno de ellos.

Darío asintió. Había esperado una respuesta similar. Miró a Marina. La joven le observaba con suspicacia, él intentó sonreír, pero lo único que consiguió fue una mueca devastada. Un vampiro siempre podía perdonar la vida a su víctima, un vampiro siempre podía dejar de alimentarse antes de que el daño resultara mortal. ¿Pero un trasgo? Era la carne lo que les daba vida, la carne fresca. ¿Cómo sobreviviría su presa a eso? ¿Cómo si además el mordisco de los suyos era infeccioso?

—Cuesta verla —murmuró Natalia, observando a Marina con los ojos entornados, estaban tan cerca que prácticamente tenían nariz contra nariz. La vampira agitó los brazos para que la otra se apartara, pero Natalia ni si quiera se inmutó—. Es como si parpadeara.

Héctor se acercó también a Marina. Natalia tenía razón. Su amiga parecía mal definida, como si no fuera del todo real.

—¡Dejadme respirar, moscones! —se quejó ésta—. ¡No me pongáis más nerviosa de lo que ya estoy!

—La he hechizado con todos los sortilegios de ocultación que conozco —les explicó dama Desgarro—. Ahora mismo no debe existir magia capaz de localizarla —aseguró.

Dama Serena asintió. Así era. Ningún hechizo de localización, por poderoso que fuera, daría con ella. Pero, en cambio, los sortilegios que ocultaban a la propia fantasma eran mínimos. En cuanto salieran, Hurza sabría dónde acudir.

—¿Listos? —preguntó mientras recorría con la mirada al pequeño grupo que formaban los cosechados y dama Desgarro. Habían insistido en acompañarles hasta la entrada del pasadizo y no le había quedado más remedio que aceptar.

La mujer marcada asintió tras una clara vacilación. Había llegado el momento.

El resto de refugiados del mausoleo estaban reunidos alrededor de la estatua cambiante, sólo el Lexel negro permanecía alejado, de pie ante las puertas del panteón. Las gárgolas y estatuas habían dejado de golpearlas. Sedalar Tul hechizó su mirada para poder espiar tras ellas y, al otro lado, en idéntica postura a la de su hermano, descubrió al Lexel blanco. El demiurgo miró preocupado a dama Desgarro, pero la mujer sacudió negativamente la cabeza antes siquiera de que llegara a compartir sus temores con ella.

—Nadie que esté fuera del Panteón Real puede usar magia para espiar lo que hacemos dentro —le dijo—. Al menos de eso no debemos preocuparnos.

Al fin se pusieron en marcha.

Dama Serena los guio por los pasillos del mausoleo. Caminaban en silencio. Darío marchaba encorvado, con una mano en el estómago como si pretendiera mantener así bajo control al monstruo que habitaba en su vientre. Héctor iba junto a Marina, mirando de cuando en cuando a su amiga. En ella se adivinaba una nueva entereza, algo que no tenía nada que ver con la metamorfosis que había sufrido. Su gesto de concentración era total. El rostro de Sedalar, en cambio, era una máscara gélida, un reflejo del Bruno de antaño. El demiurgo no entendía qué había fallado con el talismán. Había estado tan convencido de que iba a funcionar, que aquel fracaso le había sumido en una tristeza demoledora.

Tras cinco minutos de caminar entre nichos, dama Serena les hizo un gesto para indicar que habían llegado a su destino. Se detuvo junto a la estatua de uno de los reyes de Rocavarancolia, un monarca con cabeza de toro que se sentaba sobre una montaña de cráneos. Aquella estatua le pareció a Héctor un fatal augurio. Miró al espíritu. Estaba estudiando las placas de los nichos mortuorios que jalonaban los muros.

—Aquí yace Sauro Canala —leyó—. Abrió puertas que debían mantenerse cerradas y cerró la única que debía permanecer siempre abierta —agitó la mano sobre la placa y, al instante, una gran porción de pared se deslizó hacia dentro, dejando ver un pasillo en penumbra—. El primer tramo del pasadizo forma parte aún del panteón así que todavía estaremos seguras durante un rato. Vamos, muchacha —dijo—. Ya hemos perdido demasiado tiempo.

Héctor se giró hacia Marina antes de que ésta hiciera ademán de cumplir la orden de la fantasma.

—Cuídate mucho, ¿vale? —le pidió. Se miraron a los ojos, oscuros los de él, rojos los de ella, y Héctor tuvo la impresión de que todo lo que no se habían dicho flotaba entre ambos, a un segundo de condensarse y tomar forma física—. Y regresa de una pieza.

—Voy, quemo el libro y vuelvo —le aseguró Marina, con una sonrisa—. Estaré de vuelta antes de que me echéis de menos.

—Y luego encontramos el modo de acabar con Hurza, ¿te parece?

—Es un buen plan —dijo ella y se echó a reír—. ¿Y después qué hacemos?

—Una merienda en el cementerio para celebrar la victoria —dijo Héctor—. Eso haremos. ¿Os apuntáis? —preguntó mientras miraba a sus compañeros.

—Sólo si hay sesos de mono, sorbete de iguana y criadillas de lirón —dijo Darío.

—¿Qué son criadillas? —preguntó Natalia mientras tiraba del gabán a Sedalar Tul.

—Créeme. No quieres saberlo —contestó el demiurgo.

—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó dama Serena, ya en el interior del pasaje.

—Combatimos el miedo —contestó Sedalar con dejadez—. Y aprovechamos para estrechar lazos entre nosotros. Eso hacemos.

Marina sonrió de nuevo. Asintió y señaló hacia el pasadizo y la fantasma.

—Nos vemos en un rato —prometió. Ignoraba, como ignoraban todos, que iban a verse mucho antes de lo que nadie podía sospechar.

Dama Serena cerró la puerta con el mismo gesto con que la había abierto. La pared regresó a su posición inicial, ocultando a la vista de todos el pasadizo. Lo último que vieron fue cómo la fantasma invocaba una esfera esmeralda en torno a Marina y ella.

Durante un largo minuto permanecieron allí, inmóviles, contemplando el falso nicho de Sauro Canala.

—Vamos —ordenó dama Desgarro y al oír su voz, Héctor se estremeció—. Aquí ya no hacemos nada. Tenemos que reunimos con los demás y montar algo de ruido fuera. Es lo único que podemos hacer por ellas.

El ángel negro no se movió. Contemplaba la pared con fijeza, como si fuera capaz de ver tras ella. Natalia le tomó del antebrazo y tiró con suavidad de él. Héctor se dejó llevar.

Emprendieron el camino de regreso en un silencio todavía más sombrío que el que los había acompañado hasta allí. Dama Desgarro no estaba convencida de estar haciendo lo correcto. Pero dama Serena tenía razón: no podían quedarse sin hacer nada. Debían actuar. Al menos tenían que intentarlo. Hurza no podía recuperar su grimorio, era esencial que eso no ocurriera. No podían permitirle recobrar el poder almacenado en sus páginas.

Maldijo el día en que el ángel negro encontró ese maldito libro. Sacudió la cabeza, abatida. Paradójicamente todo habría resultado muy distinto de haber logrado Esmael su objetivo. La regencia le habría proporcionado las joyas de la Iguana y dudaba mucho que Hurza hubiera sido capaz de vencerle de disponer de ellas, con la ayuda de Ujthan o sin ella. La custodia del Panteón Real volvió a agitar la cabeza, cada vez más y más apesadumbrada. De haber cedido al chantaje de Esmael y rechazado la regencia, cuán diferente habría resultado todo… O si el ángel negro hubiera conseguido el apoyo de dama Serena, sin ir más lejos…

Entonces se dio cuenta. La comprensión llegó de forma abrumadora, absoluta. Se paró en seco, como si alguien acabara de inmovilizarla con un sortilegio. Los muchachos se detuvieron también, alarmados.

—¿Ocurre algo? —preguntó Héctor. La expresión de dama Desgarro era de una turbación absoluta.

—Lo había olvidado… —murmuró la mujer marcada. Le temblaba la voz—. ¡¿Cómo he podido olvidarlo?! —se giró de nuevo mientras gritaba—: ¡Es una trampa! ¡Va a entregarla a Hurza!

Sólo tardaron un instante en reaccionar, no hubo preguntas ni dudas. Héctor desplegó las alas y echó a volar pasillo arriba. Sedalar Tul le adelantó, aferrado a su báculo; la chistera salió despedida hacia atrás, pero no se paró a recogerla. Una onyce apareció de la nada, un relámpago oscuro que dejaba una estela de niebla a su paso, Natalia se montó sobre ella a la carrera, se afianzó a su flanco y la hizo volar como si el fin del mundo los anduviera persiguiendo. Darío echó a correr también, pero a un grito de dama Desgarro se frenó. Varias sombras más llegaban veloces por el pasillo. El trasgo saltó sobre la primera que pasó junto a ellos y dama Desgarro hizo lo propio con la segunda, formulando un hechizo de raigambre para no perder partes de su cuerpo en el trayecto.

¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Dama Serena haría cualquier cosa por morir, hasta aliarse con Hurza. Debería haberlo sabido. Era estúpida, una maldita estúpida. Esmael había tentado a la fantasma con el grimorio. Todo había quedado en nada, sí, pero la fantasma le habría ayudado a convertirse en regente de haberse confirmado que el ángel negro podía usar el grimorio del Comeojos para matarla.

Y Hurza ni siquiera necesitaba su libro para hacerlo.

* * *

Sedalar Tul fue el primero en llegar a la estatua del rey minotauro.

Con un solo gesto abrió la puerta secreta e irrumpió en el pasadizo. Alcanzó a distinguir las siluetas de Marina y dama Serena, disminuidas en la distancia, dentro de la burbuja en la que se trasladaban. El demiurgo intentó preparar un hechizo de aturdimiento pero la magia del panteón se lo impidió.

—¡Marina! —gritó en cambio. Su voz amplificada resonó como un trueno en el pasaje. Vio cómo la vampira se giraba al escucharlo. Alcanzó a distinguir su expresión de asombro, más y más nítida a medida que se aproximaba veloz—. ¡Es una trampa! —le gritó—. ¡Está con Hurza!

El espíritu se giró también. Su rostro mostraba una frialdad implacable. Por un segundo, Sedalar creyó poder llegar a tiempo: el pasillo de mármol que iluminaba la esfera indicaba que todavía no habían abandonado el Panteón Real. Pero, justo entonces, el escenario cambió y la blancura del mármol dio paso al marrón de la tierra desnuda. La esfera de la fantasma atravesó los límites del mausoleo y, nada más hacerlo, se disipó. Y, apenas un instante después, de las sombras emergió Hurza. Fue como si la oscuridad lo hubiera vomitado, como si aquel engendro se hubiera fraguado en su seno. La vampira trastabilló y la inercia la arrojó contra el nigromante. Marina soltó un grito e intentó revolverse pero, de pronto, quedó inmóvil, en brazos del engendro pardo.

—¡No! —aulló el demiurgo y a pesar de su desesperación, frenó el vuelo, consciente de que nada podía contra Hurza. La riada de onyces llegó a su altura y lo superó, una ola de tinieblas que se abalanzó hacia el nigromante sin dejar de aullar a través del pasaje. La fantasma trazó un semicírculo con su mano derecha y un rayo de luz hendió el túnel, desgarrando a las sombras en vanguardia en cuanto atravesaron los límites del panteón. Las supervivientes retrocedieron al instante, afianzándose con sus garras al techo y las paredes.

Héctor y Natalia fueron los siguientes en llegar. El ángel negro no lo dudó un momento y embistió hacia el hechicero al ver a Marina en su poder. Profirió tal grito que el demiurgo se estremeció: aquel sonido no podía surgir de una garganta humana, era imposible, era el alarido de un demonio que se lanza al combate.

—¡No! —exclamó dama Desgarro tras ellos, aferrada de modo grotesco a la sombra que cabalgaba—. ¡No crucéis el umbral! ¡NO LO CRUCÉIS!

Sedalar actuó por impulso, levantó el báculo y, a una señal suya, una cortina de energía blanca flameó entre Hurza y el ángel negro, justo en la intersección entre el camino de tierra y el de mármol. Héctor no pudo frenar a tiempo y chocó contra ella con tal violencia que salió despedido varios metros atrás. Dos sombras que le seguían se estrellaron contra la pantalla de energía y quedaron reducidas a grumo burbujeante.

El ángel negro rodó por el suelo, en un confuso montón de extremidades retorcidas. Acababa de comprobar en sus carnes que uno sí podía hacerse daño a sí mismo en el interior del Panteón Real. Los siguientes segundos fueron de total desconcierto, las onyces iban y venían, sin dejar de murmurar frenéticas, alguien se arrodilló junto a él y al menos dos voces pusieron en marcha magia curativa. En cuanto estuvo lo bastante restablecido, se incorporó, jadeando como si pretendiera introducir todo el oxígeno del mundo en sus pulmones en una única inhalación. Natalia y Sedalar estaban a su lado. Un poco más adelantado se encontraba Darío, observando en tensión a Hurza. El trasgo se apoyaba en la barrera del demiurgo, como si intentara probar su consistencia.

—¡Aparta la barrera! —aulló mientras se giraba hacia Sedalar—. ¡Apártala! —densos salivazos grises escaparon de entre sus fauces.

—No lo hará —dijo Hurza al otro lado—. Y sólo por eso conservarás la vida, trasgo.

—¡Déjala ir! —gritó Héctor.

El nigromante mantenía aferrada a Marina por la cintura. La joven estaba inmóvil, con la vista vidriada, sin resistirse a la presa con la que Hurza la sujetaba. La languidez de sus miembros y la apatía de su expresión no eran normales. El Comeojos acarició la barbilla de la muchacha con delicadeza mientras contemplaba a Héctor con una sonrisa.

—No la dejaré ir, niño —anunció con la ridícula voz de dama Ponzoña—. De hecho serás tú quien se una a nuestro pequeño grupo.

—¡No le escuches! —le rogó Natalia—. ¡Encontraremos el modo de salvarla!

—Bastardo —escupió él. Temblaba de rabia. Sobre todo porque sabía que Hurza tenía razón.

—Puedes insultarme todo lo que se te antoje. Pero eso no cambiará la situación. Escucha, escúchame bien. Ahora, ante todos vosotros, renuevo mi oferta: ven conmigo por propia voluntad y te prometo respetar la vida de tus amigos. Podrán regresar a casa. Lo juro por la memoria de mi pueblo.

—No cumplirá su palabra —le advirtió Sedalar—. Recuerda dónde estamos, Héctor: Rocavarancolia. En esta tierra todo son medias verdades y promesas sin cumplir.

—La alternativa es la muerte —continuó Hurza, ajeno a las palabras del demiurgo—. La muerte para todos.

Y la primera en morir será ella —la caricia a Marina se convirtió en un gesto bárbaro, lleno de lascivia. Y la falta de reacción de la muchacha lo hizo todavía más atroz. La vampira era una simple muñeca en manos del nigromante—. ¿Quieres escuchar todo lo que le haré antes de matarla? —siseó aquel engendro pardo—. He tenido siglos para refinar el arte de la tortura, siglos para explorar los confines de la depravación.

Héctor dio un grito, retrocedió un paso y luego gritó de nuevo. Intentó afilar las alas, pero la magia del mausoleo se lo impidió otra vez. Eso le enfureció todavía más.

—Tienes un minuto para decidirte —anunció Hurza—. Tras ese tiempo, mi oferta quedará revocada para siempre. Y la próxima vez que veas a tu amiga, no tendrá cabeza.

—No me hace falta un minuto —gruñó Héctor—. Retira la barrera, Sedalar —ordenó, sin apartar la mirada de los insondables abismos de tiempo y crueldad que Hurza tenía por ojos. El hechicero asintió complacido. Ambos sabían que no le quedaba más rumbo de acción que ése.

—Héctor —dama Desgarro le tomó del brazo—. No tienes ni idea de la clase de criatura que Hurza pretende liberar.

—Ni lo sé ni me importa —admitió—. No me queda alternativa. Tengo que ir con ella.

—No hay que enamorarse nunca en Rocavarancolia —murmuró dama Serena con apatía. No parecía dirigirse a nadie en concreto—. El amor sólo trae sufrimiento en esta tierra. Sufrimiento y condena.

—¿Y para librarte de tu sufrimiento nos condenas a todos? —le preguntó dama Desgarro.

La fantasma se encogió de hombros.

—No soy nada. No te atrevas a pedirme lealtad, por favor. Si te sirve de consuelo me habría gustado encontrar otra alternativa.

—Y a mí que lo hicieras —murmuró dama Desgarro—. Espero que consigas lo que buscas, espero que desaparezcas de esta vida y que acabes por toda la eternidad en el más profundo y negro infierno —a continuación se dirigió a Héctor—: No puedo permitir que lo hagas —le previno—. Lo siento por tu amiga, pero hay mucho más en juego aquí que nuestras vidas. No es sólo el destino de Rocavarancolia lo que se decide aquí esta noche.

—¿Y qué vas a hacer para evitarlo? —preguntó Héctor—. Estamos en el Panteón Real, aquí no puedes hacerme daño —se volvió hacia Sedalar y le hizo un gesto cansado—. Retira la barrera, por favor —le pidió.

El demiurgo asintió de forma mecánica, pero antes de poder deshacer el hechizo, el ángel negro le interrumpió con un gesto y un grito:

—¡Espera! —se giró hacia el resto del grupo—. Prometedme que no intentaréis nada.

Natalia temblaba de furia y en sus ojos se adivinaba claramente que no pensaba rendirse sin luchar. En el gesto del trasgo también se adivinaba una intención semejante. Sólo había que mirarlo para saber que saltaría sobre Hurza en cuanto desapareciera la barrera.

—No puedes hacernos prometer eso —alcanzó a mascullar Darío. Su voz era un rugido sostenido, el gruñido de un animal rabioso—. Y nadie te ha pedido que sacrifiques tu vida por nosotros.

—El minuto ya ha pasado, ángel negro —murmuró Hurza—. No pongas a prueba mi generosidad.

—Retira la barrera —le pidió otra vez a Sedalar. Entonces se percató de la expresión del demiurgo. Nunca había visto a su amigo tan tenso pero, a pesar de todo, supo que no intentaría nada. Sedalar comprendía tan bien como él que no era momento de heroicidades—. Mantenlos a salvo, por favor —le rogó—. No les dejes hacer ninguna locura.

El otro no contestó. Se limitó a mover el báculo hacia arriba y, al momento, la barrera se evaporó con un siseo hirviente.

Héctor soltó un grito de impotencia y, de un solo paso, salió de los terrenos de panteón. Al instante una esfera de luz esmeralda se cerró a su alrededor. Aquella burbuja no era para mantenerlo cautivo, comprendió, era para protegerlo de dama Desgarro. La custodia del Panteón Real se había acercado a una velocidad de vértigo hasta el límite del mausoleo y por el modo en que miraba la esfera quedaba claro cuál había sido su intención: matar a Héctor para frustrar los planes de Hurza.

El Comeojos rio, pero fue la risa de una mujer enloquecida lo que brotó de sus labios. Darío soltó un rugido y se abalanzó hacia él. En el último instante se detuvo, justo en la línea en la que el suelo de mármol daba paso al de tierra, con las zarpas convertidas en dos puños convulsos. Natalia estaba un poco más retrasada, rodeada por sus onyces y era tal la agitación de éstas que parecía estar consumiéndose en una pira de llamas negras.

—No esperaba tanta mansedumbre —murmuró Hurza—. De hecho pensaba que a estas alturas yaceríais todos muertos a mis pies. Me habéis sorprendido —sonrió—. Ya tengo lo que quería —señaló—. Y aun así, reitero mi promesa: la niña vampira regresará a vosotros sana y salva. Y cuando el vórtice a la Tierra se abra os dejaré marchar. Intentad algo contra mí, cualquier cosa, por mínima que sea, y ya no habrá trato —les advirtió.

Ambos grupos se miraron, cada uno a su lado del pasaje. Héctor estuvo tentado de rogarles que confiaran en Hurza y en su promesa, que le permitieran a él morir creyendo que su sacrificio no era en vano. No lo hizo. Sabía que harían lo imposible por rescatarlos. De estar en la situación contraria, él haría lo mismo. Exactamente lo mismo.

Y también sabía, con la misma certeza absoluta, que no todos vivirían para ver la luz de un nuevo día.