17: Parlamento

XVII

Parlamento

—Me lo podía esperar de cualquier otro… pero ¿de ti? —Natalia sacudió la cabeza, apesadumbrada, mientras se golpeaba el pecho melodramáticamente con un puño—. Eres una traidora, una vendida. ¡Maldigo el día en que te conocí!

—Eres tan graciosa —masculló Héctor.

—No te hagas el tonto. También te ha dolido verla aquí.

Los dos muchachos estaban ante la estarna de Su Majestad Arachnihentheradon, el rey arácnido que durante tanto tiempo había presidido sus idas y venidas por el patio del torreón Margalar. Había sido una de las estatuas que se habían colado en el mausoleo antes de que lograran cerrar las puertas y ahora, como aquéllas, permanecía inmóvil, con sus garras crispadas, la boca entreabierta y el cuerpo tenso. La magia de Hurza la impulsaba a matar pero la hechicería que protegía el edificio se lo impedía. La tensión resultante era tal que daba la impresión de estar a punto de hacerse pedazos.

—¿No podríamos desactivarlas o algo? —preguntó Marina—. Me ponen nerviosa.

—Imposible —contestó dama Desgarro—. Un demiurgo podría hacerlo, pero no aquí dentro. No nos queda más remedio que soportar su presencia.

Cerca de medio centenar de estatuas se desperdigaban por el amplio vestíbulo. Natalia había decidido mantener con ellos a parte de su tropa de sombras, aun a sabiendas de que las estatuas invasoras no podían atacarles allí. Nadie le había llevado la contraria, no después de que tantas onyces hubieran caído en la escaramuza mantenida a las puertas del panteón. A Héctor le costaba olvidar la impotencia que había sentido durante la lucha. No le había quedado más remedio que mantenerse al margen cuando su naturaleza de ángel negro le instigaba a unirse al combate. Pero habría sido una temeridad, sólo necesitaba ver la avidez con la que aquellos engendros le miraban para comprender lo arriesgado que era poner un pie fuera. Al menos, descontando a las onyces, no habían sufrido bajas. El peor parado había sido Darío, y dama Serena no había necesitado nada más que un instante para curarlo.

El enemigo continuaba fuera, golpeando con saña la puerta del panteón. Al menos se habían librado del estruendo que producían. Sedalar Tul había anclado un sortilegio de silencio para no tener que oír las continuas embestidas de sus sitiadores. Aun así, la sensación de amenaza pesaba como una losa sobre el mausoleo.

Calificar como extravagante el grupo que había terminado reunido allí era quedarse corto. Sólo hacía falta observar a su última adquisición para darse cuenta: el Lexel negro estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo y aunque era imposible saberlo a ciencia cierta dada la máscara que ocultaba sus rasgos, Héctor tenía la impresión de que no hacía otra cosa que mirarlo. Resultaba inquietante, había algo equivocado en él, aunque no podía precisar el qué, era algo inaprensible, un aura vaga y etérea que, de alguna forma, parecía interferir con los sentidos.

—El Lexel negro —dijo alguien a su lado. Era dama Desgarro. La mujer parecía más avejentada que de costumbre—. Su hermano y él forman, sin duda, la criatura más singular del reino.

—¿La criatura? —preguntó Natalia, extrañada.

—Así es. Son un único ente aunque lleven vidas separadas —el sonido de su respiración era grumoso, burbujeante—. Si hay alguien aquí en quien podemos confiar es él —indicó—. Mientras su hermano siga combatiendo junto a Hurza, tenemos su fidelidad garantizada. Ambos se odian a muerte.

—¿Por qué le llamas Lexel negro? —preguntó Héctor—. La máscara que lleva es de ese color, pero la ropa que viste es blanca.

—Es una simple cuestión de perspectiva —contestó ella—. Es así como él mismo se denomina. No tiene nada que ver con cómo le vemos nosotros, tiene que ver con la manera en la que él ve el mundo.

* * *

Darío se mecía de manera continua, casi convulsa, sentado al borde de un banco, con las manos en las rodillas y la vista fija en el suelo. Intentaba por todos los medios aislarse del mundo pero le resultaba imposible conseguirlo. El hambre se lo impedía; aquel vacío, simplemente, le despedazaba por dentro. Trataba de ordenar sus pensamientos, de razonar con lógica, pero era un esfuerzo vano. En lo único que podía pensar era en lo hambriento que estaba. Y en lo cerca que tenía la solución.

Marina se sentó a su lado. El trasgo ni la vio ni la oyó acercarse, pero sí la olió llegar. Arrastraba con ella olores a seda húmeda y a musgo, a especias dulces y a vino tinto.

—Llega un momento en que dejas de pensar en ellos como tus semejantes —dijo la vampira después de un largo silencio. Darío notó el aroma de su aliento, carnoso y tibio, en el aire—. Hasta tus amigos se convierten en simples presas en tu cabeza. No son más que… comida.

Darío se arriesgó a mirarla. Comenzó a salivar en el acto. En su mente no había espacio para admirar la hermosura de Marina, ni para los sentimientos que en otros momentos le habría provocado contemplarla. Sólo había lugar para la necesidad, brutal, demoledora, de alimentarse. Ya estaba familiarizado con su olor, lo que necesitaba ahora era adentrarse en su sabor, llenarse de él hasta quedar saciado. Se imaginó devorándola, se imaginó hundiendo sus colmillos en aquella carne blanca, desgarrando y mordiendo… Apartó la mirada.

—¿Cómo puedes soportarlo? —la pregunta sonó acompañada de un gruñido animal.

Marina se encogió de hombros y subió las piernas al banco. Su olor se hizo más intenso al cambiar de postura.

—No puedo —contestó—. La única diferencia entre tú y yo es que a mí un par de idiotas me han alimentado con su propia sangre. Estoy sedienta, sí, pero no tanto como debería estarlo. No tanto como lo estaré… —señaló con la cabeza hacia un banco cercano. Allí el demiurgo seguía inclinado sobre el talismán que apenas había dejado de estudiar desde que habían entrado en el panteón—. Sólo nos queda confiar en él.

—Perdona si no tengo demasiadas esperanzas… No me siento demasiado positivo ahora mismo. Estoy a punto de volverme loco —contempló las palmas de sus manos, ya casi zarpas—. No quiero ser esto. Me niego a serlo. Prefiero la muerte.

—No digas eso.

—¿Por qué no decirlo si es lo que pienso? Voy camino de convertirme en un engendro: tanto en cuerpo como en mente. Si cierro los ojos me veo haciéndote daño —le confesó—. Me imagino devorándote… —intentó sonreír y, para su sorpresa, lo consiguió—. ¿Y dices que en tu sueño nos pasábamos años enfrentándonos a esto? Lo siento. No me lo creo. Esta vez tus visiones no se harán realidad.

Ella guardó silencio durante unos instantes, como si estuviera sopesando qué decir a continuación.

—Alguien me ha dicho hace poco que lo que veo en sueños son futuros probables —le anunció—. No sé si lo entendí bien, pero si es así resulta que he estado equivocada todo el tiempo y que no veo el futuro: veo posibilidades. Mis sueños proféticos no tienen por qué cumplirse…

Sueño probabilidades, no futuros reales —se llevó una mano al cabello—. Lo siento. Me explico fatal.

—Te he entendido —dijo él tras una pausa—. Lo que quieres decir es que la vida juntos que soñaste no tiene por qué suceder. Es una posibilidad, nada más.

—Eso es —ella sonrió.

—Tiene que ser una posibilidad muy pero que muy pequeña —aseguró Darío mientras negaba con la cabeza—. Pero me alegra que exista…

—¿Te alegra? —parecía sorprendida—. ¿Aun sabiendo cómo terminaría? Lo de matarnos el uno al otro y eso…

—No, no me has entendido. No quiero que suceda, pero me alegra que exista la posibilidad, porque eso… —calló un instante, con una mano en el vientre para sofocar el aguijonazo del hambre—… porque eso significa que existe la posibilidad, aunque sea pequeña, aunque sea ridícula, de que te enamores de mí.

Marina sonrió, fue la sonrisa más dulce que Darío había visto nunca. Y por eso fue aún más chocante ver cómo su expresión cambiaba de forma tan drástica, cómo pasaba, sin solución de continuidad, de la dulzura a la perplejidad y de ésta al pánico. Las puertas del Panteón Real se estaban abriendo, lo hacían despacio, muy despacio, y en el más absoluto de los silencios por obra y gracia del hechizo del demiurgo.

Primero entró la lluvia, a rachas salvajes, violentas; en cuanto hubo la separación necesaria entre los dos batientes, irrumpieron las estatuas, arrollándose unas a otras.

Su llegada resultó todavía más amenazadora envuelta en aquel silencio sepulcral. Los refugiados comenzaron a acercarse los unos a los otros; sólo el Lexel negro permaneció sentado, variando lo justo su postura para contemplar a la horda de piedra que llegaba. Las onyces de Natalia formaron una barrera de contención entre el grupo y las estatuas.

—Pase lo que pase, no perdáis la calma —les recomendó dama Desgarro—. Recordad que aquí estáis a salvo. No pueden haceros daño.

—Ni nosotros a ellos —gruñó Argos, el guerrero anciano, con la mano artrítica sobre la empuñadura de su arma envainada.

A pesar del consejo de dama Desgarro, Darío no pudo evitar que el corazón se le acelerara al ver acercarse tal cantidad de engendros. Echó mano a la vaina de su espada y descubrió que esta ya no estaba allí. La debía de haber perdido en algún momento de su carrera hacia el panteón. La ausencia del arma que tantas veces le había salvado la vida le intranquilizó todavía más.

La primera línea de estatuas se detuvo a apenas dos pasos de las sombras de Natalia. Dama Desgarro entrecerró su único ojo cuando aquel mar de piedra se abrió para flanquear el paso a las cinco criaturas que escoltaba en su seno. Cuatro eran miembros del Consejo Real: allí estaban Ujthan; Solberino; el hijo de Belgadeu, tan lúgubre sin la piel de su creador como vestido con ella; y el Lexel blanco, que se deslizaba levitando a un palmo del suelo, frotándose con deleite las manos mientras mantenía la vista fija en su hermano. Dama Desgarro nunca había visto al ser al que acompañaban los miembros del consejo. Era un hombre alto y recio, de anchos hombros y piel parda, que marchaba totalmente desnudo; tenía un cuerno en la frente y una mirada que asfixiaba. Había algo extraño en su caminar, cierta cojera.

—Es él… —susurró Marina, con tal aprensión que a nadie le habría sorprendido ver encanecer aún más su cabello—. Es Hurza.

Aun a pesar de ser la primera vez que veía a aquel hombre, dama Desgarro encontraba algo familiar en él. Cuando se detuvo frente al muro de sombras comprendió de qué se trataba: era el color de su piel; ese tono pardo era idéntico al que había cobrado Belisario al beber la pócima con la que Rorcual había pretendido averiguar el nombre del asesino del anciano. Y el cuerno de su frente era igual al arma con la que habían acabado con su vida.

—Belisario… —murmuró dama Desgarro. La voz le tembló. ¿Desde cuándo llevaba en marcha aquella conspiración siniestra? Y al instante se respondió a sí misma: desde el principio, desde el momento en que Hurza y Harex fueran asesinados. O antes quizá.

—Ese era el nombre del anterior habitante del cuerpo que visto, aunque lo he moldeado ya a mi imagen —anunció el hombre pardo. Sus palabras despertaban extraños ecos en aquel lugar. Casi se podía escuchar bajo ellas el murmullo enloquecido de una segunda voz, una voz de mujer que no dejaba de reír histérica—. Soy Hurza, Hurza Comeojos, ayudé a fundar este reino de traidores y alimañas y ahora he regresado para recobrarlo.

—No hay nada aquí para vosotros —le espetó la custodia del Panteón Real.

—Esmael dijo algo semejante y ahora está muerto, vieja —le anunció con desprecio. Luego miró alrededor—. Aunque tú, de momento, no correrás su misma suerte, bien te has asegurado de ello. Escondiéndoos aquí habéis demostrado qué caterva de cobardes puebla Rocavarancolia. La magia que protege este lugar es poderosa, ni siquiera yo podría quebrantarla.

El Lexel negro se levantó en ese momento, lo hizo despacio, como un hombre satisfecho tras una prolongada y reparadora siesta.

—Por desgracia el reino no estaba preparado para tu regreso, noble Hurza —anunció mientras se estiraba—. De haber aparecido hace treinta años te habríamos dado el recibimiento que mereces, no lo dudes. Pero no te falta razón: en los últimos tiempos Rocavarancolia se nos ha poblado de cobardes y traidores… En el Panteón Real nos hemos reunido los primeros, por lo que puedo comprobar los segundos decidieron irse contigo.

—¿Traidores? —gruñó su hermano, apretando los puños—. ¡Sin Harex ni Hurza no existiría Rocavarancolia! ¡Ellos levantaron el reino y como pago los asesinaron! ¡Esto no es traición, es justicia!

—La única traición aquí es la vuestra —apuntó Ujthan. No había tenido intención de hablar, pero de pronto, para su sorpresa, se encontró haciéndolo—. Has sido expulsada del Consejo Real, dama Desgarro —le anunció con desprecio—. Antes de morir, Huryel te condenó al destierro por interferir en la cosecha. Ya no eres la custodia del Panteón Real ni la comandante de los ejércitos del reino.

—¿De qué estás hablando?

—Hechizaste a un cosechado —le acusó—. Al ángel negro aquí presente. Tu magia le hizo sensible a los peligros de Rocavarancolia y así le ayudaste a evitarlos. Interferiste en la cosecha. Interferiste claramente. No te atrevas a negarlo. Lo sabemos.

—¿Que hizo qué? —quiso saber Natalia.

Héctor no dijo una palabra. No sabía con qué pruebas contaba aquel hombre, pero no pensaba cometer el error de confirmar sus acusaciones.

—Y no ha sido el único miembro del consejo que ha participado en la conspiración. Denéstor Tul lo sabía. Denéstor Tul lo alentaba… —a Ujthan le temblaba la voz de pura rabia, pero no por los crímenes que estaba desvelando. La rabia era para con él: intentaba legitimar su traición señalando la traición de otros. Nunca se había sentido más miserable. Aun así no se contuvo—: Y Mistral también colaboró en ello. Asesinó a uno de los muchachos para ocupar su lugar en el grupo. Se hizo pasar por un cosechado para poder ayudar desde dentro. ¡Los llevó al torreón Margalar y a la torre Serpentaria! ¡Les dio la magia!

Aquellas palabras cayeron como una bomba entre los muchachos. Natalia soltó una maldición y negó con la cabeza, incrédula. Marina retrocedió un paso y chocó contra Sedalar. La vampira le miró perpleja, como si también dudara de su identidad.

—¿Marco? —preguntó el demiurgo—. ¡¿Estás diciendo que Marco era de los vuestros?!

—No. Marco era un niño al que Mistral asesinó la noche en que Denéstor os trajo —contestó Ujthan—. Lo estranguló mientras dormía y tiró su cuerpo a la cicatriz de Arax para que fuera pasto de los gusanos. Ese era Marco. El que conocisteis por ese nombre no era más que un traidor miserable, un cambiante que adoptó la forma de su víctima.

—Él fue el primero en morir… —murmuró Marina con un hilo de voz—. Y no lo supimos nunca…

—¡Marco era Marco! —exclamó Natalia, girándose hacia ella hecha una furia—. ¡Sin él no habríamos sobrevivido! ¡Sin él estaríamos muertos! ¡Era nuestro Marco! ¡Nuestro amigo!

—Mistral eligió sacrificar a uno de vosotros para intentar salvar al resto —dijo dama Desgarro—. No debió de ser una decisión sencilla para él.

Héctor también estaba conmocionado, aunque no daba la menor muestra de ello. No pensaba mostrarse afectado por nada que dijeran aquellas criaturas. Además, ¿acaso importaba cuál fuera la verdadera identidad de Marco? Natalia tenía razón. Había sido su amigo, los había ayudado, les había mantenido con vida en Rocavarancolia. ¿No era eso suficiente? Pero resultaba imposible olvidar al otro Marco, al muchacho sacrificado…

—La cosecha está contaminada —sentenció Ujthan—. Rocavarancolia entera está contaminada por su mera presencia. ¡Lo que está ocurriendo es por vuestra culpa! ¡Vosotros habéis desencadenado vuestra propia destrucción!

—Sucio hipócrita —gruñó dama Desgarro—. Yo no maté a Denéstor Tul ni ayudé a acabar con Esmael.

—No —dijo Hurza. El nigromante había estado balanceándose de un lado a otro mientras duraba la conversación—. Fui yo. Y aunque redujera esta ciudad a escombros, aunque resucitara a todos los que han vivido en ella a lo largo de los siglos y los matara uno a uno, el daño que nos hicisteis a mi hermano y a mí jamás podrá ser reparado… —de pronto se percató de que la voz con la que hablaba era la de dama Ponzoña, no la suya. Se llevó una mano a la garganta, como si pretendiera estrangular aquella voz ajena, pero la bajó al momento. En su imaginación lo que nacían de sus nudillos no eran dedos, eran serpientes, diminutas víboras de bocas ponzoñosas—. Da igual. Ya está hecho: Rocavarancolia es mía —dijo con su propia voz sin apartar la mirada de las serpientes que tenía por dedos—. He vencido y nada podéis hacer contra mí.

Dama Serena no necesitó fingir extrañeza ante el comportamiento de Hurza.

—¿Y a qué debemos el honor de tu presencia? —preguntó—. ¿Vienes a regodearte en tu victoria?

—No —contestó él—. Vengo a parlamentar con la última cosecha de Denéstor Tul. Traigo una propuesta para ellos —sus ojos terribles se apartaron de sus dedos para posarse en el grupo compacto que habían formado los cinco muchachos—. Vengo a ofreceros la posibilidad de regresar a vuestro mundo, de volver a-la Tierra y de hacerlo además siendo otra vez humanos. Habéis oído bien: conozco la forma de sacaros la Luna Roja de dentro. Eso es lo que os ofrezco.

La atención con la que Sedalar Tul le observaba se redobló. Natalia sacudió la cabeza en un gesto de rotunda negativa. Marina y Darío, casi sin ser conscientes de ello, se dieron la mano. El gesto de Héctor no varió. Nada de lo que dijeran iba a afectarle. Ni siquiera eso.

—¡No le escuchéis! —exclamó Sexto Cala—. A buen seguro se trata de una argucia.

—No es tal. Os doy mi palabra y ésta es sagrada. Regresaréis a la Tierra siendo humanos. Sin trampas. Sin sorpresas. Y restauraré la memoria de todos los que os olvidaron en vuestro mundo. Podréis retomar vuestras vidas y dejar atrás esta pesadilla.

—No quiero ser humana otra vez —le advirtió Natalia.

—¿Y qué nos pedirías a cambio? —preguntó Héctor mientras hacía un gesto a la bruja para que se mantuviera al margen. Quería que Hurza continuara hablando.

—A ti —contestó el nigromante y nada más decirlo Natalia y Marina gritaron su desacuerdo, en un susurro la vampira y con un grito enérgico la bruja—. Tú no regresarás a casa, ángel negro. Te necesito. A ti y a tu amiga vampira, pero, en su caso, mi necesidad de ella se limita a una tarea concreta. Una vez terminada, podrá regresar con los demás.

—Y volvería a ser humana —añadió Héctor.

—Por supuesto. Siempre que ella quiera volver a serlo —aclaró Hurza, mirando con toda la intención a Natalia.

—¿Y qué será de mí? —preguntó entonces el muchacho.

—Morirás —anunció el nigromante—. Morirás para que mi hermano renazca, como Belisario murió para que yo regresara —no veía motivos para ocultar la verdad. Héctor escuchó aquello sin inmutarse, la calma de la que se había rodeado era un escudo inquebrantable—. Tu esencia es la más fuerte de toda la cosecha, la más fuerte que ha visto Rocavarancolia en mucho tiempo. Esencia de reyes, aseguran. La única en la que podría resucitar una criatura tan singular como Harex —añadió—. Necesito tu vida, con ella pagarás la libertad y la supervivencia de los tuyos.

La mirada de Héctor se endureció. Aquella criatura hablaba de sacrificarlo para resucitar a su hermano muerto. Su vida a cambio de la de sus amigos, eso le estaba ofreciendo. Pensó en el Marco original, sacrificado por Mistral para ayudar al resto de la cosecha. Al menos a él le estaban dando la opción de decidir por sí mismo.

—¡Ni lo pienses! —le gritó Natalia.

—¿Y si no acepto? —preguntó—. ¿Qué será de nosotros?

—Os convertiréis en un incómodo cabo suelto durante un tiempo —admitió Hurza—. Mientras sigáis en el Panteón Real estaréis fuera de mi alcance —de pronto la voz de dama Ponzoña volvió a colarse en su garganta—:

Pero algún día saldréis de aquí, sí, sí, sí… y os haremos cosas horribles entonces… Horribles —Hurza sacudió la cabeza de manera enérgica, como si pretendiera con ese gesto sacarse de encima la presencia incómoda que le enloquecía—. Lo que debéis preguntaros es cuánto tiempo seréis capaces de aguantar este encierro —señaló con una mano parda a Marina y Darío—. ¿Cuánto resistirá el trasgo su apetito y la vampira su sed? ¿Unos días? ¿Unas semanas?

—Y entonces llegará la noche de Samhein —intervino de pronto el hijo de Belgadeu, adelantándose un paso—. Sí. La mágica noche de la cosecha. Y las puertas entre nuestra querida Rocavarancolia y vuestro mundo se abrirán. ¡Oh, maravilla entre las maravillas! ¿Y sabéis qué ocurrirá entonces?

—No… —murmuró Marina, espantada. No era una respuesta a su pregunta. La muchacha se había anticipado a lo que aquel espanto estaba por decir:

—Sí, vampira, el vórtice se abrirá otra vez —hizo castañetear sus dientes—. Y visitaremos la Tierra y traeremos a Rocavarancolia a toda vuestra familia, a todos vuestros amigos. Absolutamente a todos. Y los despellejaré uno a uno en las escaleras del Panteón Real en vuestro honor. Quién sabe… Quizá acabe vistiendo la piel de uno de vuestros padres.

Héctor apretó los puños, incapaz de mantener la calma por más tiempo. La ira que comenzaba a pulsar en sus sienes era absolutamente nueva. Trató de afilar las alas, pero la magia del mausoleo se lo impidió.

—No podréis hacer eso —intervino dama Desgarro, horrorizada por el cariz que estaba tomando la situación—. Nadie del mundo humano puede atravesar el vórtice sin haber firmado antes un contrato.

—Lo firmarán, vieja, lo firmarán —anunció el hijo de Belgadeu—. Les haremos recordar a sus niñitos y les diremos dónde encontrarlos. ¡Acudirán presurosos al rescate! —la criatura hizo una reverencia ridícula—. Mis queridos muchachos, mi palabra no es sagrada como la de Hurza, soy una criatura mezquina, lo admito… pero os juro por mis huesos y por el pellejo de mi creador que la noche de Samhein haré una pila con las cabezas de vuestros familiares si no cumplís los deseos de Hurza.

—No tenemos por qué llegar a ese extremo —anunció éste. La voz de dama Ponzoña pugnaba por volver a su garganta—. He vencido. Eso es algo indiscutible. Y necesito a la vampira y al ángel negro para que mi victoria sea total. Pero no os engañéis. Mi necesidad no es tan grande como para hacer más concesiones de las que estoy dispuesto. ¿Sabéis por qué?

»Porque los vórtices vuelven a abrirse en Rocavarancolia. Es cuestión de tiempo que llegue un nuevo vampiro o que yo encuentre el modo de desactivar la protección del libro. Y es cuestión de tiempo que aparezca un nuevo muchacho con esencia de reyes. He esperado dos mil años. No me importa aguardar otros dos mil a que eso ocurra.

—Mi vida a cambio de las vidas de mis amigos —murmuró Héctor—. A eso se reduce todo —Hurza le miró fijamente, sin decir nada. El Comeojos estaba evaluándolo.

—Y por la de todos vuestros seres queridos —añadió el hijo de Belgadeu con amabilidad—. No te olvides de ellos, por favor.

—¿Qué será del resto de gente que se encuentra en el panteón? —quiso saber Héctor.

—Vivirán mientras permanezcan aquí. Morirán en cuanto salgan. Mi benevolencia no llega a tanto. La purga de Rocavarancolia debe ser total.

—¡Maldita rata! —rezongó Argos. El anciano guerrero, en un arrebato, dio un paso adelante mientras intentaba desenvainar su arma—. ¡Pongamos fin a esto ahora! ¡Os reto a duelo singular! ¡Que la espada ponga a cada uno en su…! —rompió a toser. Sexto Cala le echó un brazo sobre los hombros y le hizo retroceder.

—No vas a aceptar, te lo aviso —le amenazó Natalia—. No te dejaremos.

—¿Y si es nuestra última oportunidad? —preguntó él—. ¿Y si es el único modo de conseguir que salgáis con vida de esta locura? ¡Deja que lo piense al menos!

—Medítalo bien, muchacho —le instó Hurza—. O mueres tú solo o mueres junto a tus amigos. Tal y como lo veo no es una elección complicada, ¿verdad? Te estoy ofreciendo la posibilidad de salvar a los tuyos, de sacarlos de esta pesadilla antes de que sea tarde.

»Te estoy ofreciendo la posibilidad de que tu muerte no sea en vano.