XVI
El cerco
Los truenos de la tormenta pronto tuvieron que competir con otro sonido: el fragor de las alas de las gárgolas que sobrevolaban la ciudad. Decenas de sombras habían tomado Rocavarancolia, y no sólo los cielos. Gigantes de roca caminaban por las calles, impulsados por la voluntad del hechicero renacido. Buscaban vida que matar, para eso habían sido creados, no había mente que los guiara, ni sentimientos más allá de la urgencia de cumplir el deber asignado.
El hechizo de Hurza también había sacado de la inmovilidad a los combatientes petrificados de la plaza del Estandarte. Los cadáveres no habían resucitado, pero la magia había dado vida a la piedra que los recubría y ahora, tras treinta años de quietud, enemigos antaño enfrentados se ponían de nuevo en marcha, unidos esta vez en un mismo bando por obra de la demiurgia robada a Denéstor Tul. Aquellas falsas estatuas abandonaron la plaza a paso vivo, arrastrando con ellas el tétrico entrechocar de los huesos que llevaban dentro.
En el cementerio también se dejó sentir el hechizo de Hurza cuando decenas de estatuas descendieron de sus pedestales. Ángeles y demonios, reyes y reinas, dioses y diosas, todos abrieron a la par sus ojos pétreos y echaron a andar en la tormenta, indecisos, sin saber qué dirección tomar. De pronto, la estatua de una guerrera pretérita, armada con un tridente, captó un hálito de vida en el viento y se giró hacia allí. El Panteón Real resaltaba en la distancia como un barco varado. Hacia allí se dirigió, con paso cada vez más rápido; poco a poco otras estatuas se unieron a ella, guiadas algunas por el mismo trazo de vida y otras por la determinación que veían en sus compañeras.
* * *
Sedalar Tul había llegado a tal punto que era capaz de ver mejor el talismán y la magia contenida en él con los ojos cerrados que con ellos abiertos. En su mente se dibujaba de forma nítida el objeto que tenía ante sí, no había detalle que se le escapara, por minúsculo que éste fuera. El demiurgo permanecía encorvado en el banco, con la chistera inclinada y el vuelo de su gabán cayendo alrededor, pero en realidad no estaba allí, Sedalar se encontraba encerrado en su propia cabeza, estudiando y analizando el colgante.
Había diminutas runas talladas en la piedra y en los eslabones, marcas casi microscópicas que indicaban a la magia anclada qué debía hacer y en qué momento. Sedalar había comenzado a jugar mentalmente con esos símbolos, cambiándolos de orden, sustituyendo unos por otros e intentando después imaginar qué consecuencias tendrían esos cambios. Aquel ejercicio requería de su total concentración.
Y ésta quedó rota por completo cuando comenzaron a golpear con fuerza desesperada el portón del mausoleo.
—¡Abrid! —exclamó alguien al otro lado—. ¡Solicitamos asilo! ¡Asilo, por piedad!
Sedalar apartó la vista del colgante y miró hacia la puerta de doble hoja mientras sustituía el hechizo que potenciaba su mirada por el que le permitía ver a través de los objetos. Había cuatro personas en la entrada: una mujer enorme a la que le faltaba un brazo y tres hombres con la cabeza rapada. Uno de ellos tenía el rostro destrozado a golpes y se apoyaba en la pared para no caer. Era el único desarmado, sus dos compañeros empuñaban espadas mientras que la mujer enarbolaba un hacha mellada. Miraban hacia atrás, frenéticos.
—Algo se acerca —anunció dama Serena, ajena a la desesperación del grupo apiñado a las puertas del panteón.
—Estatuas —completó Sedalar con extrañeza—. Son estatuas. Decenas de ellas —levantó la vista—. Y hay gárgolas en los cielos —mientras hablaba una criatura alada aterrizó tras el grupo de la puerta. La mujer embistió hacha en mano contra ella nada más verla. La hoja se melló aún más al golpear contra la piedra. La gárgola, tras retroceder por el impacto, saltó hacia su adversaria, con los brazos extendidos y la boca, monstruosa, abierta.
Dama Desgarro no esperó más. Abrió el portón con un giro de muñeca y, al momento, los tres hombres se precipitaron dentro, tan deprisa que el herido cayó de bruces. Los otros dos se apresuraron a tomarlo de los brazos y alejarlo de la puerta. La mujer gigante intentó entrar también, pero la gárgola le agarró del pelo y tiró de ella hacia atrás al tiempo que le lanzaba un feroz mordisco en el hombro. El crujido del hueso al estallar fue terrible.
Sedalar extendió las manos hacia ellos, con la intención de atraer a la mujer dentro del panteón con un hechizo de salvaguarda y empujar a su atacante escaleras abajo con uno de presión. Pero no logró ejecutar ni uno ni otro. La magia del mausoleo se lo impidió, ni siquiera le dejó usar el hechizo de salvaguarda, como si pensara que la mujer podría resultar herida al verse arrastrada de tal modo. Dama Desgarro se apresuró a ir en su ayuda. Traspasó el umbral del panteón y, entonces sí, lanzó un hechizo de consunción que hizo rodar a la gárgola por las escaleras.
La mujer gigante entró arrastrándose. Dama Desgarro la siguió, sin apartar la vista de lo que sucedía fuera. Docenas de estatuas acudían por los senderos, a paso veloz, con el rostro crispado. Eran las estatuas del cementerio, las mismas que había visto a diario durante años. Mientras miraba, un nuevo grupo de gárgolas aterrizó en las escaleras, una de ellas era diminuta, con cara de bebé suplicante. Dama Desgarro cerró el portón de un golpe.
—¡Nos atacaron cuando veníamos hacia aquí! —exclamó uno de los recién llegados—. A duras penas logramos escapar. ¡Engendros y demonios de piedra! ¡Eso son!
La mujer herida había caído de rodillas y se apretaba el hombro destrozado con su única mano mientras intentaba no gritar. Lloraba de dolor.
—¿Cómo puede ser? —murmuró dama Desgarro. Las estatuas habían comenzado a golpear el portón con fuerza—. Esto es magia de demiurgos y el único que queda en el reino está aquí.
—¡Yo no tengo nada que ver! —se apresuró a señalar Sedalar. Se había acercado a la mujer caída y había comenzado a sanar su herida.
—Lo sabemos, chiquillo —le tranquilizó Sexto Cala—. Es el tal Hurza el causante de semejante alboroto. Según cuentan las leyendas era capaz de robar el poder de sus enemigos muertos.
—Mató a Denéstor —murmuró dama Desgarro. Ella también había oído esas historias—. Y a Esmael —añadió—. ¿Cómo vamos a detenerlo si les ha robado el poder a ambos? —preguntó desesperanzada.
Dama Serena sacudió la cabeza. No era bueno para sus planes que cundiera el desánimo.
—Yo también conozco esas historias —apuntó mientras miraba al decrépito guerrero—. Y todas coinciden en lo mismo: para robar el poder a sus enemigos, Hurza necesita comerse sus ojos. Y no tuvo oportunidad de conseguir los de Esmael. El ángel negro se hundió en el foso de Rocavaragálago antes de que pudiera atraparlo.
Los golpes a la puerta arreciaron. Sedalar Tul miró hacia allí con los ojos repletos de bruma. Un tropel de estatuas golpeaba la madera con puños, garras y zarpas. Se hacinaban de tal modo que trepaban unas sobre otras para alcanzar al portón. Era evidente que éste estaba reforzado con hechicería o ya se habría venido abajo. El escándalo era atronador. De pronto recordó que no sólo había estatuas fuera del panteón. Se giró hacia la que ocupaba el centro del vestíbulo, alarmado, pero ésta permanecía inmóvil en su trono erizado.
—La naturaleza del Panteón Real impide que la magia del exterior se cuele dentro —le dijo dama Acacia. Estaba acuclillada junto al guerrero caído, curando sus heridas con musgo que arrancaba de su propia corteza—. Nadie dará vida a nuestras estatuas, demiurgo, y menos con la intención de azuzarlas contra nosotros.
—¿Qué está pasando? —preguntó alguien a gritos para hacerse oír sobre el estruendo. Era Natalia.
Apareció casi a la carrera por uno de los pasillos, seguida de cerca por Marina y Héctor y una pareja que Sedalar no conocía, un hombre castaño ataviado con una larga túnica y una mujer violeta con los labios cosidos.
—¿Qué es este escándalo? —quiso saber Héctor cuando llegó hasta ellos—. ¿Nos atacan?
—Lo intentan, muchacho, lo intentan —comentó Sexto Cala.
—Hurza ha dado vida a todas las estatuas y gárgolas de Rocavarancolia y las ha lanzado contra nosotros —contestó Sedalar—. Nos tiene atrapados aquí.
—Eso no es correcto —anunció dama Serena—. Hay pasajes subterráneos que comunican el panteón con distintos puntos de la ciudad. Caminos secretos que sólo unos pocos conocen —aseguró—. Ya sabes lo que pienso, dama Desgarro. Debemos actuar cuanto antes.
—Esmael dejó claro que el Panteón Real es el único lugar seguro para nosotros… —le recordó dama Desgarro. Entendía la urgencia de la situación, pero también tenía claro que era una temeridad actuar sin pensarlo convenientemente.
—Esmael está muerto —le recordó la fantasma con acritud—. No cometas el error de seguir sus consejos ahora cuando no lo hiciste mientras vivía.
Héctor se acercó a la puerta y al momento dejó de escuchar la discusión de las dos mujeres. La madera retumbaba, pero no parecía dañada por la lluvia de golpes que le propinaban desde fuera. El ángel negro colocó la palma de la mano contra el portón. La apartó al instante, impresionando por la violencia de aquellas criaturas. Hurza les había dado vida. Aun estando débil como dama Serena aseguraba, aquel ser había hecho bajar de sus pedestales y tejados a todas las gárgolas y estatuas de Rocavarancolia. ¿Qué podría conseguir si recuperaba todo su poder?
Héctor pensó en el demiurgo traidor, en Varago Tay, aquel hombre había animado una ciudad entera para defender el bosque de Ataxia. Recordó a los gigantes de piedra y forja que volaban por los cielos, entre dragones y tiburones alados, en los ejércitos cercando la torre…
«Camino por tierra de leyendas», se dijo y de nuevo apoyó la mano en la madera. Los golpes resonaban contra su piel como latidos frenéticos. «Hace unos meses no era más que un niño pidiendo caramelos de casa en casa y ahora comparto asedio con prodigios y maravillas».
—¿Cómo va acabar esto? —murmuró para sí. Y el sonido de su voz le hizo estremecer.
* * *
Darío y Andras Sula cruzaron sus espadas por enésima vez. Quedaron inmóviles durante un instante, con las armas alzadas ante sus rostros, la una empujando a la otra en equilibrio perfecto. Su lucha les había llevado al patio exterior de un edificio con aspecto de templo, el suelo del mismo era un caos de grandes losas amontonadas. No flaqueaban. Ninguno de los dos había dado muestra de debilidad durante aquel duelo eterno. Se miraron fijamente entre las espadas entrecruzadas. Darío vio su reflejo en las pupilas del piromante y un escalofrío le mordió las entrañas. No era capaz de reconocer esos rasgos monstruosos; ese pelo enmarañado, esos ojos diminutos y esa boca torcida no eran suyos, no, no lo eran.
Darío rugió y redobló su empuje. No luchaba ahora con Adrián, luchaba contra el espanto que se asomaba en su mirada, ese monstruo que buscaba aniquilarlo, borrar su identidad y sustituirlo. Se preguntó qué vería Adrián en sus ojos.
Estaban tan inmersos en su odio que ninguno se dio cuenta de que el suelo retumbaba bajo sus pies. Tampoco vieron la sombra enorme que se les venía encima. Sólo cuando escucharon el tremendo siseo de algo que se abatía sobre ellos, reaccionaron. Miraron a la par hacia la izquierda a tiempo de ver una roca inmensa a punto de aplastarlos.
Darío saltó hacia atrás un instante antes de que la piedra impactara contra el suelo. El trasgo cayó, desequilibrado, envuelto en una lluvia de fragmentos de losa y roca. Rodó sobre sí mismo y se levantó de un salto. La piedra que había intentado aplastarlo era un puño gigantesco, y estaba unido al brazo de una criatura rocosa que les contemplaba con furia.
—¿Y de dónde demonios has salido tú? —escuchó preguntar a Adrián.
El brujo estaba subido en el puño del gigante, todavía medio hundido entre losas destrozadas. El rostro de aquella cosa se adelantó unos centímetros, como si quisiera observar mejor al insecto que le había trepado a la mano. Tenía la cabeza y los hombros cubiertos de excrementos de pájaro y unas diminutas alas inútiles creciéndole en mitad de la espalda. Frunció el ceño rocoso, abrió la mano y dejó caer al piromante.
La noche se pobló de sonidos extraños, una cacofonía enloquecida de aleteos y crujidos. Darío alzó la vista. Varias sombras se desgajaron de la tormenta y cayeron hacia ellos: eran gárgolas, al menos una veintena. No tuvo tiempo de prestarles atención. El gigante había comenzado a enderezarse y antes de completar su movimiento ya cargaba contra él. La piedra volvió a saltar por los aires, pero Darío se encontraba ya fuera del alcance del monstruo.
Las gárgolas se abalanzaron sobre ellos. Darío reconoció a más de una. No en vano las había visto durante meses, dispersas por los tejados de Rocavarancolia. Y ahora las tenía encima, intentando acabar con él. Tiró el arma que le había dado Adrián, desenvainó su espada mágica y dejó que asumiera el control. De un tajo cercenó el brazo de una gárgola reptilesca y, sin tiempo para sorprenderse por la facilidad con la que el filo cortaba la piedra, esquivó el ataque de otra gárgola mientras descargaba el arma contra una tercera.
Andras Sula observaba fascinado la lucha, en guardia, sí, pero sin intervenir. No tenía por qué hacerlo. Las gárgolas le ignoraban por completo, pasaban a su lado sin siquiera rozarlo: su objetivo era Darío, no él.
—¡¿Qué está pasando?! —le gritó el trasgo mientras se revolvía frenético intentando esquivar la lluvia de golpes y mordiscos—. ¡¿Es cosa tuya?!
—No tengo nada que ver con esto —contestó el otro.
Darío cercenó la cabeza de otro atacante mientras notaba crecer la sombra de la gárgola gigante a su espalda. Hasta el momento había logrado esquivarla, pero el resto de monstruos le estaba empujando contra ella. El aire silbó cuando primero un brazo y después el otro se precipitaron hacia él. Darío se tiró al suelo y rodó sobre las losas hasta ponerse a salvo del puño izquierdo, pero poco pudo hacer para esquivar el derecho cuando éste corrigió su trayectoria y voló a su encuentro. Andras Sula apareció de la nada para interponerse entre la muerte que llegaba y Darío. El aire vibró cuando el puño del coloso impactó contra el campo de fuerza que el piromante acaba de levantar alrededor de ambos. Un segundo después, una explosión de fuego carbonizó el pecho del gigante y lo hizo retroceder dando brazadas en el aire. Al verlo, Darío fue realmente consciente de que Adrián podría acabar con él cuando se le antojara.
Los engendros de piedra no se arredraron por aquello, rodearon la cúpula de energía y comenzaron a golpearla y patearla con saña. Del cielo llegaron más y más gárgolas.
—No es así como quiero que sea —gruñó Andras Sula. Mantenía ambas manos apoyadas en la esfera que ya comenzaba a dar muestras de fragilidad en forma de grietas y melladuras—. No es así como tienes que morir. No, no es así —le miró un instante y el odio que Darío vio en su mirada le hizo temer que fuera a matarlo allí mismo, no con la espada, no con su manos, sino con la misma magia que estaba usando para salvarle la vida—. ¡Maldita sea! —el piromante redobló la fuerza con la que sostenía la esfera. Había tantas gárgolas que ya no se distinguían unas de otras, eran una masa rebosante de garras y fauces—. No puedo contenerlas… —el sudor resbalaba por su frente encendida—. Hay demasiadas… Demasiada presión —le miró de nuevo—. Tenemos que salir de aquí —le dijo—: ¿Estás preparado? —preguntó.
El trasgo respiró hondo, como si estuviera a punto de zambullirse en el agua, y después asintió.
Andras Sula soltó una carcajada y apartó las manos del campo de energía. Al instante éste se disipó. Justo entonces, el dragón de Transalarada embistió contra el ejército de gárgolas. El espacio se aclaró por el flanco barrido por el animal y los dos muchachos aprovecharon para escapar del cerco. Aquel respiro duró poco, antes de que pudieran pensar siquiera en qué hacer, el círculo se estrechó de nuevo a su alrededor. La gárgola gigante volvió a la carga, humeando aún por el ataque del piromante. El dragón rugió y salió a su encuentro. Ambos rodaron entre las losas, reventándolas a su paso. El gigante no hacía nada por defenderse. Lo único que intentaba era incorporarse para unirse a las gárgolas que atacaban a Darío.
El trasgo jadeó. Era imposible que pudiera salir con vida de todo aquello. Marina se había equivocado a fin de cuentas y su profecía no llegaría a cumplirse. Soltó un grito y cargó contra las gárgolas más cercanas, con Andras Sula a su lado.
Ambos se convirtieron en dos figuras vertiginosas danzando entre monstruos, hombro con hombro en la vorágine. Las gárgolas seguían centrando sus ataques únicamente en Darío y aunque el piromante hacía lo imposible por mantenerlo vivo, era más que evidente que sólo era cuestión de tiempo que acabaran con él. El enemigo combatía desde tierra y aire y por cada estatua que caía otras tres ocupaban su lugar. Quizá el dragón habría decantado la balanza a su favor, pero éste estaba demasiado ocupado intentando detener el avance de la gárgola gigante.
Un engendro de piedra verde burló la guardia de Darío, Andras Sula lo detuvo, aferrándole del cuello con su propia mano y dando tiempo al otro para que lo partiera en dos de un mandoble. Darío retrocedió, sin aliento.
—Ven —dijo de pronto una voz a su oído. Era Marina.
Fue tal su sorpresa al oírla que falló al intentar esquivar el ataque de una gárgola y ésta le acertó con un puñetazo brutal en la mandíbula. Andras Sula la hizo retroceder con un chorro de llamas mientras Darío se recuperaba. El trasgo sacudió la cabeza y miró perplejo a su alrededor mientras detenía, esta vez sí, el golpe de otro enemigo. No había ni rastro de Marina, por supuesto. Cuando creía que no había sido nada más que un delirio, volvió a escucharla, con más claridad si cabe:
—Aquí estarás a salvo —dijo la voz. Y esta vez, Darío pudo ver de dónde provenía. Ante sus ojos volaba una pequeña criatura, una araña refulgente con alas de cisne—. Ven —repitió aquella cosa con esa voz que no era suya. Luego se alejó unos metros para, a continuación, girar en redondo y volar de regreso—. Ven —insistió.
Andras Sula contemplaba también a la criatura, con el ceño fruncido. No tardó en comprender qué era aquello:
—Bruno… —escupió con rabia mientras hundía de un golpe el torso de una gárgola—. Tus amigos te reclaman —le espetó a Darío—. Será mejor que hagas lo que dice. No podré mantenerte vivo durante mucho tiempo más —clavó la mirada en él. Sus ojos ardían—. Pero recuerda que esto no ha terminado.
—Eres consciente de que me salvas la vida sólo para poder matarme después, ¿verdad?
—Lo soy —dijo y convocó un torbellino de llamas que le abrió al trasgo un pasillo de escape—. ¡Y ahora vete! ¡Las entretendré mientras escapas!
El piromante no tuvo que repetirlo más. Darío echó a correr. Al momento las gárgolas fueron tras él. Se preguntaba cómo pensaba Adrián contenerlas cuando vio que su perseguidora más cercana se empotraba contra una barrera invisible al intentar darle alcance. El brujo había levantado otra barrera de energía, tan grande esta vez que ocupaba la mayor parte del patio. Darío había quedado fuera de ella, pero más gárgolas se acercaban desde el aire. Antes de que pudiera alcanzar la calle, escuchó gritar a Adrián:
—¡NO TE DEJES MATAR!
* * *
La noche apestaba a matanza.
En las alturas, la Luna Roja se asemejaba más que nunca a un coágulo de sangre; su lúgubre resplandor se derramaba por fachadas y azoteas. La tormenta, invocada por las grandes cantidades de magia puestas en juego en la ciudad, iba creciendo más y más, como un tumor maligno, cuajado de relámpagos, que pretendiera devorar los cielos.
Hurza contemplaba el caos en el que se había sumido la ciudad, estremecido aún por la locura insana de dama Ponzoña. Sin saberlo había ejecutado el mismo hechizo que, unos días antes, Esmael había llevado a cabo no lejos de allí. El nigromante había escupido en su mano y luego esparcido su saliva al viento, del mismo modo en que lo había hecho el ángel negro. Y al igual que éste, Hurza había contemplado cómo decenas de diminutas estrellas florecían entre las calles y edificios de Rocavarancolia, cada una de ellas indicando el lugar donde paraba uno de sus habitantes.
El ángel negro lo había hecho para comprobar cómo se encontraban los moradores de la ciudad. Hurza lo hizo para ver cómo morían.
Vio caer a Derende, el hechicero sin magia, cuando las gárgolas irrumpieron en la casucha subterránea en la que habitaba. Una de las estatuas quebró la espada que desenvainó al verse atacado, otra le partió el brazo, la tercera, de un solo golpe, hizo estallar su cráneo.
Vio morir a Crefala, el último hombre bestia, reventado a golpes por una estatua con cabeza de rinoceronte.
—Yo os condeno —musitó Hurza entonces. Y la boca se le llenó de rabia y hiel.
Vio cómo el gigante Barranta despertaba de su sopor, alertado por un violento batir de alas. Lo vio incorporarse a medias en su lecho de paja y mirar atónito el enjambre de gárgolas que se abalanzaba sobre él. No pudo defenderse. Las criaturas de piedra se arrojaron sobre su pecho, sobre su cara, algunas con tal potencia que se hundieron como proyectiles en la carne…
—Os condeno… —susurró de nuevo Hurza, con los ojos desorbitados y una carcajada enquistada en la garganta—. Por asesinos y traidores. Por adueñaros de un sueño que no os pertenecía. Os condeno por lo que sois… por lo que fuisteis… Aquí acaba vuestra historia. Aquí acaba Rocavarancolia.
Una a una, las estrellas del hechizo de localización fueron apagándose. Uno a uno, los últimos supervivientes de la guerra de Sardaurlar fueron encontrando la muerte a manos de la piedra viva.
* * *
Ujthan salió del castillo envuelto en una capa negra. La lluvia le caló hasta el alma nada más cruzar el portón. Echó a andar a paso ligero por el camino destrozado que atravesaba el patio. La manada le acompañó en el trayecto, aullando y gruñendo, contagiados por la locura que había tomado la ciudad. El guerrero se detuvo en mitad del patio y miró al este. Varios grupos de gárgolas se dirigían hacia las montañas, dispuestos a continuar la masacre allí. Sólo la servidumbre quedaría a salvo de su ferocidad, así lo había designado el loco al que Ujthan había jurado lealtad. Se preguntó si las gárgolas acabarían también con la manada y comprendió que sí. Lo harían, claro que lo harían.
—Me prometió una guerra… —balbuceó en la tormenta. Pero no era eso lo que se había desatado en Rocavarancolia. Aquello no era una guerra: era una vil matanza y no había honor en formar parte de ella. Ujthan necesitaba vérselas con un enemigo que plantara cara, que luchara con la misma intensidad y pasión con que él lo haría…
«Ojalá tengas una muerte indigna de un guerrero», le había escupido Esmael. Y al recordar aquella frase a punto estuvo de resbalar.
El frenesí de la manada no se había contagiado a dos de sus miembros. El macho gris, con la cicatriz cruzando en vertical su ojo, y la loba roja que tan sólo unos días antes había sido una niña humana, le contemplaban desde la distancia. Y en sus miradas rotas creyó leer recriminación.
—¿¡Qué habríais hecho vosotros!? —les espetó mientras agitaba un brazo en su dirección.
Ninguno de los lobos contestó, por supuesto. Ujthan sacudió la cabeza, comprobó la distancia que separaba a las primeras gárgolas del castillo y, tras soltar un resoplido, se acercó al macho gris que lideraba la manada. Ambos se miraron a los ojos. El lobo desnudó sus colmillos pero no gruñó, sólo quería demostrar al hombre inmenso que no le temía.
—Marchaos —les ordenó Ujthan con voz seca—. Sois libres, ¿me oyes? Dile a los tuyos que huyan. Buscad un lugar donde esconderos hasta que todo pase —la mirada gélida del macho le enfureció—. ¡Marchaos! —gritó, fuera de sí.
Se enderezó, respirando con dificultad. Los centinelas de la entrada a buen seguro que le habían oído delirar, aunque no dieran muestras de ello. No le importó. Volvió a mirar al lobo gris.
—¡He dicho que os vayáis!
El lobo entendió la urgencia de sus palabras. Agitó la testuz de un lado a otro. Habían sido designados para custodiar la entrada al castillo. Y, ahora, aquella orden quedaba revocada. Eran libres. Miró hacia la ciudad. Hedía a sangre, muerte y fuego. Y algo se aproximaba desde allí, algo peligroso. Soltó un corto aullido. Al momento, la manada se agrupó a su alrededor.
Ujthan no se quedó para ver qué hacían. Echó a andar a trompicones, mal envuelto en su capa. Aquel gesto no había calmado su conciencia, pero es que nada de lo que hiciera podría calmarla ya.
«Ojalá tengas una muerte indigna de un guerrero».
Llegó hasta la verja. Los dos centinelas que la custodiaban hicieron un gesto simétrico para flanquearle la salida. La lluvia repicaba contra sus yelmos con forma de dragón y sus armaduras doradas. Eran más altos que el propio Ujthan y el guerrero, incomprensiblemente, se sintió amedrentado por su presencia.
—Vuestra guardia ha terminado —les anunció, con la vista perdida en la distancia—. No podéis enfrentaros a lo que llega. Nada podrán vuestras armas contra la roca. Abandonad vuestros puestos, buscad un lugar donde esconderos y rezad a los dioses para que esos seres no os encuentren.
Los dos guardianes cruzaron una rápida mirada. No necesitaron más.
—Con el debido respeto, señor, ninguno de los dos abandonará su puesto —dijo el guardián de la izquierda—. Las puertas del castillo no deben quedar nunca desprotegidas, por destrozadas que estén. Ésa es la ley de Rocavarancolia.
—Vais a morir aquí —les advirtió Ujthan.
—Será un honor hacerlo —le aseguró el centinela de la derecha.
* * *
Un grito lejano hizo que dama Araña se aproximara a la ventana. El alarido procedía de la ciudad y se prolongó durante lo que se le antojó una eternidad. El silencio que lo siguió estuvo a punto de hacerle gritar a ella. En la distancia se vislumbraban sombras que en nada tenían que ver con la tormenta. Se asomó aún más a la ventana mientras hurgaba en su levita. Sacó un catalejo con alas de murciélago. Era una de las criaturas de Denéstor Tul, muerta ya, pero que seguía sirviendo a su propósito inicial. La había encontrado en una terraza y no había podido resistirse al impulso de conservarla: quería tener un recuerdo del demiurgo. Denéstor siempre la había tratado bien.
Dama Araña espió por el catalejo muerto. Criaturas aladas se aproximaban desde la ciudad. Eran gárgolas, docenas de ellas, una nube siniestra que portaba con ella su propia tormenta. No tardarían en llegar. ¿Las protecciones del castillo les impedirían entrar? Lo dudaba. El poder de la criatura llamada Hurza era demasiado grande como para que las barreras de la fortaleza pudieran salvar a sus habitantes.
Dedicó una mirada al lecho tras ella. En él, perdida entre las mantas, dormía dama Sueño. La anciana parecía poco más que un cadáver, una muñeca desgastada que alguien había dejado olvidada allí. Parecía tan frágil…
—Yo te protegeré, dama Sueño —le aseguró—. Nada te ocurrirá mientras yo siga con vida, lo prometo.
Bajó la vista. En el patio, los lobos corrían frenéticos de un lado a otro. Pero los ojos del arácnido apenas repararon en ellos, se centraron en Ujthan. Siseó furiosa. El guerrero se había acercado al macho gris que comandaba la manada y le hablaba haciendo grandes aspavientos. Dama Araña deseó que el lobo le destrozara la garganta. Ujthan se apartó de él y, medio tambaleándose, salió del patio tras intercambiar unas palabras con los centinelas. Dama Araña no pudo escuchar qué decían, pero fuera lo que fuera afectó sobremanera al guerrero porque retomó la marcha con paso aún más inseguro que antes.
Sus quelíceros entrechocaron al verlo abandonar el castillo, produciendo un ruido viscoso; un sonido gangoso que rozaba lo cómico. El odio la abrasaba. Nunca se había sentido así, eran sentimientos desbordantes, temibles. Una rápida sucesión de movimientos le hicieron mirar otra vez al patio. La manada se había puesto en marcha. Saltaron el muro destrozado y corrieron en tropel hacia uno de los caminos de montaña.
Dama Araña volvió a usar el catalejo. Las gárgolas estaban cada vez más cerca, batían sus alas en medio de la tempestad, creando torbellinos de lluvia. Se alejó de la ventana, sin dejar de frotar sus manos, nerviosa y alterada.
Ante la puerta se mantenía firme un miembro de la guardia. No mostraba ningún signo de inquietud aunque no apartaba la vista de dama Araña y su frenético caminar. En la estancia también se encontraba el mayordomo particular de dama Sueño, un criado pálido, de desmesurados ojos castaños.
Regresó a la ventana y se aferró al alféizar con las garras crispadas y la monstruosa boca entreabierta. Un brillo de acero destelló en sus ojos. Ella no entendía de conspiraciones ni de intrigas. Se limitaba a cumplir lo que le ordenaban. Siempre lo había hecho.
—Servir y proteger… —susurró. Las gárgolas ya estaban tan cerca que las veía sin necesidad de catalejo. La luz de la Luna Roja resplandecía sobre la piedra mojada—. Servir y proteger, ése será tu único designio de aquí hasta el fin de tus días —murmuró, enfebrecida. Esas palabras formaban parte de la ceremonia mágica con la que los arácnidos eran amansados y quedaban marcadas a fuego para siempre en sus mentes—. Servir y proteger al Consejo Real y Su Majestad el Rey. Servir a Rocavarancolia sobre todas las cosas. Estas serán tus órdenes desde este momento hasta el instante de tu muerte —cloqueó de nuevo y volvió a mirar a la hechicera dormida. Dama Sueño formaba parte del Consejo Real y, por tanto, daría la vida por ella. Era su deber.
Se quitó, uno a uno, los monóculos con los que adornaba sus ojos, los hizo estallar entre sus garras para luego dejar caer las esquirlas de cristal al suelo. A continuación hizo jirones la levita que llevaba y emergió de la ropa destrozada desnuda y terrorífica.
—Venid… —susurró a la noche mientras se le erizaban las púas que recubrían su cuerpo—. Venid, venid. Moscas pequeñas y deliciosas. Moscas tontas. Os enseñaré por qué nos temen. Os enseñaré por qué nos amansan… —el cloqueo se hizo más intenso—. Venid y os enseñaré la furia de la araña.
* * *
El hijo de Belgadeu descendió de la gárgola que montaba y se acercó con dejada parsimonia al piromante y su dragón. La singular pareja se encontraba rodeada de cascotes humeantes y de extremidades que reptaban por el suelo en busca de los cuerpos de los que se habían desprendido.
La horripilante criatura creada con huesos de cadáveres avanzaba desnuda, sin piel que la cubriera esta vez. La había dejado a buen recaudo, como hacía siempre que se avecinaba conflicto; aquel pellejo era su propiedad más preciada y no quería correr el riesgo de que se dañara más de lo que ya estaba.
El dragón clavó sus ojos amarillentos en él mientras preparaba una bocanada de fuego. El piromante lo observó acercarse y si le sobresaltó su aspecto no dio muestra de ello. Quizá le tomara por otra estatua. Un latigazo de fuego brotó de pronto de la garganta del dragón y envolvió en llamas al hijo de Belgadeu. Sí, sin lugar a dudas había sido un acierto dejar la piel del padre en el castillo.
—Fui creado para ser el mayor hechicero de todos los tiempos —gruñó mientras continuaba aproximándose envuelto en llamas y humo—. No me convertí en tal cosa, mi creador fracasó. Pero a cambio me hizo imparable e inmune a la magia —justo en ese instante un hechizo desintegrador explosionó sin consecuencias entre sus costillas—. Así que detén tu ímpetu, brujo. Guarda tus energías para cuando la ocasión lo merezca. No estoy aquí para hacerte daño. No esta vez.
El piromante entrecerró los ojos, trazó un semicírculo con una mano y al momento las llamas que rodeaban al esqueleto saltaron de regreso a su cuerpo. El fuego no había causado ningún daño al hijo de Belgadeu.
—¿Tienes algo que ver con esto? —preguntó Andras Sula mientras hacía un gesto que abarcó los cascotes humeantes que les rodeaban.
—Mentiría si dijera que no —contestó el otro. El dragón le respiraba en pleno rostro; era un hálito denso, carnoso—. Formo parte de este caos, sí. Y vengo a transmitirte un mensaje del hombre que lo comanda: mantente al margen, cachorro. No tenemos nada contra ti así que no te entrometas o nos obligarás a tomar medidas.
—¿Y en qué se supone que no debo entrometerme? —preguntó el piromante mientras miraba al hijo de Belgadeu con suspicacia.
—El poder cambia de manos en Rocavarancolia, un nuevo orden acaba de instaurarse y, como suele suceder, ese cambio traerá consigo un buen montón de cadáveres —si hubiera tenido lengua se habría relamido en ese punto—. La mayoría de los habitantes de esta ciudad no verá un nuevo día. Apártate de nuestro camino y sobrevivirás.
Andras Sula guardó unos instantes de silencio. Luego hizo una mueca de desprecio.
—Queréis mi dragón —dijo—. Pero sabéis que no podéis controlarlo sin mí.
—Eres ágil de pensamiento —dijo el esqueleto—. No te menospreciaré intentando engañarte. Lo que nos interesa de ti es el lazo que te une a la bestia que despertaste. Por eso respetaremos tu vida. Pero recuerda que no dudaremos en mataros a ambos si se os ocurre la mala idea de enfrentaros a nosotros.
—¿Y mis amigos? —quiso saber—. ¿Qué les sucederá a ellos?
—¿Amigos? —el hijo de Belgadeu se echó a reír—. Tú no tienes amigos. A no ser que te refieras a la chusma que te ha acompañado estos días, los guerreros tatuados y la giganta manca. Si es así, no me queda más remedio que anunciarte que correrán la misma suerte que el resto.
—No… yo… —negó con la cabeza. Por primera vez la seguridad de la que hacía gala se desvaneció. Parecía confuso—. ¿Y Darío?
—¿El trasgo con el que peleabas? Si no está muerto no tardará en estarlo.
—Pero es mío, no puede morir así… —en sus ojos hubo un atisbo del niño que había sido. Un niño al que le negaban algo que creía pertenecerle por derecho—. Soy yo quien debe matarlo… —se quejó.
—Bah… Eres joven. Tendrás la oportunidad de matar a muchos. Se ve a la legua que has nacido para asesino. Además, ¿qué tiene él de especial?
—Me mató —anunció Andras Sula.
—¿Eres un fantasma entonces? ¿La creación de algún nigromante? Porque de no ser así, algo se me escapa… —afirmó—. Olvida tu pendencia con él, no tiene sentido. Pronto será historia y tú le sobrevivirás, ¿qué mayor victoria que ésa? —las vértebras de su cuello crujieron al inclinar su calavera para mirar de soslayo al muchacho—. Oh, claro. No es tan sencillo. Ahora lo comprendo… Fue el muchachito que te apuñaló, ¿verdad? —el hijo de Belgadeu volvió a entrechocar sus dientes en aquella burda parodia de carcajada que era su risa—. ¿Le echas la culpa de haberte convertido en lo que eres? ¿Es eso? ¿Cuando no te soportas le culpas a él? —al ver la turbación que provocaban sus palabras en el piromante redobló su risa—. Yo también lo hice en mi tiempo. Sí. Maté a mi creador con mis propias manos y me vestí con su pellejo. Él me convirtió en el horror que ves. ¿Cómo no iba a hacérselo pagar? Niño, niño… cuánto nos parecemos.
—No tengo nada que ver contigo —gruñó el muchacho.
—¿Eso crees? Llevas el asesinato y la depravación marcados a fuego en el rostro. Ah. Hurza debería haberte reclutado para nuestra causa, pero tienes demasiada magia como para que se lo haya planteado siquiera. Qué lástima. Qué verdadera lástima.
* * *
Caleb se ocultaba entre las sombras; mantenía la mano izquierda apretada contra el pecho en un intento absurdo de refrenar los latidos de su corazón. En la derecha empuñaba el cuchillo. En el tiempo que llevaba al acecho del brujo de fuego nunca se había atrevido a acercarse tanto como hoy, estaba apenas a cinco metros de distancia, acuclillado entre un montón de cascotes. Se encontraba situado contra el viento, aunque era consciente de que éste podía traicionarlo en cualquier momento y conducir su olor hasta el dragón.
Había seguido al piromante y al trasgo durante su largo combate a través de la ciudad en ruinas. Cuando llegaron las gárgolas, Caleb, intuyendo que también corría peligro, se pegó al muro del patio y cerró los ojos con fuerza, como si con ese gesto disminuyera la probabilidad de que los seres de piedra dieran con él. Al terminar la lucha, descubrió que el dragón y el brujo continuaban vivos y que el trasgo había desaparecido.
Ahora, desde su escondite, escuchaba atento la conversación que mantenían el brujo y el hombre esqueleto. La voz de éste era espantosa, tanto que cada vez que hablaba le daban ganas de gritar.
—Ya te he dado el mensaje que venía a entregarte —dijo aquel engendro—. En tu mano está hacer caso a nuestra advertencia o no. Para serte sincero, me encantaría que te entrometieras —se acarició la mandíbula—. Hace mucho tiempo que no mato un dragón.
El hijo de Belgadeu, tras decir eso, inclinó la calavera, se acercó a su gárgola y montó en ella. El piromante le observaba con los puños apretados.
—No soy como vosotros —murmuró en voz lo bastante alta como para que el esqueleto lo escuchara.
Las lenguas de fuego que circunvalaban su cuerpo fueron todas a parar a su antebrazo izquierdo donde forjaron un guantelete de llamas. El hijo de Belgadeu le contempló con atención, iluminado por el resplandor del fuego. Aguardó unos instantes, inmóvil, retando quizá al muchacho a intentar algo, luego hizo castañear sus dientes con sorna y la gárgola alzó por fin el vuelo. En cuanto la oscuridad se tragó a la montura y su jinete, el guantelete ígneo del piromante se apagó. Nada más hacerlo, el brujo trastabilló, a punto de caer al suelo. Estaba agotado. Andras Sula se sentó sobre la pierna de una gárgola, con la cabeza apoyada en las manos y los codos en las rodillas, e intentó controlar su respiración.
En su escondrijo, Caleb sintió el pulso del destino latiéndole en las sienes. Llegaba el momento. Si sólo se separara un momento del dragón, se dijo.
Aferró el cuchillo con todas sus fuerzas.
Su mano ya no temblaba.
* * *
Darío atravesaba un laberinto de callejuelas estrechas y retorcidas. En más de una ocasión no le quedó más remedio que retroceder al toparse con un callejón sin salida. Aquellas calles eran una ratonera y ni siquiera la araña parecía capaz de guiarle a través de ellas.
Había estado tentado de trepar de nuevo a los tejados, pero aunque las alturas habían sido sus aliadas en el pasado, hacerlo ahora sería un suicidio. Sólo tenía que mirar hacia arriba para comprobarlo. Las gárgolas habían tomado los cielos, sus sombras se recortaban contra la Luna Roja mientras iban y venían, algunas arremolinadas en enjambres, en solitario otras.
Apretó los dientes y continuó corriendo. Unos metros más adelante volaba la araña y cada poco tiempo dejaba escapar la voz de Marina, siempre la misma secuencia: un «ven» seguido de un «aquí estarás a salvo».
El cansancio, tras la lucha contra Adrián primero y las gárgolas después, comenzaba a afectarle. Notaba las piernas pesadas y un dolor candente en las articulaciones que aumentaba a cada paso. Y no sólo le lastraba el agotamiento: el vacío de su estómago reclamaba otra vez su atención. El hambre había regresado.
Al fin la araña encontró la salida de aquel laberinto de callejas. Darío se acuclilló en la esquina y estudió lo que aguardaba más allá: un descampado sembrado de escombros y, a unos cien metros, una de las rampas que conducían al cementerio. ¿Era allí donde esa cosa pretendía llevarlo?
«Ven», repetía la voz de Marina. «Aquí estarás a salvo». Pero a Darío le bastó un solo vistazo para saber que la araña se equivocaba: de toda Rocavarancolia, aquel era, con toda probabilidad, el lugar más peligroso esa noche. Había más concentración de gárgolas allí que en ninguna otra parte de la ciudad.
Darío se incorporó, con una mano apoyada en la empuñadura de la espada, y echó a correr hacia la rampa. Sólo era cuestión de tiempo que las estatuas le descubrieran. Descendió la cuesta a trompicones, a punto de caer rodando en más de una ocasión. En cuanto llegó al cementerio corrió agazapado hasta el mausoleo más próximo y se pegó a la pared. El lugar era un pandemonio de voces muertas. Los enterrados aullaban y gritaban, casi se les oía patalear enfurecidos dentro de sus tumbas.
—¡Fuera de aquí! —exclamaban sus voces entremezcladas—. ¡Fuera! ¡Sois mentira y corrupción! ¡Infamia perversa! ¡No estáis vivas! ¡Sois un fraude! ¡Un espejismo! ¡Marchaos de aquí!
—Esto es una locura —murmuró Darío, impresionado por aquel caos. Se preguntó si la rabia de los muertos tenía que ver con la invasión del cementerio o con el hecho de que aquellas cosas les recordaban su verdadera naturaleza.
—Mantente alerta, muchacho —le recomendó un muerto cercano—. El enemigo está en todas partes. Ojos abiertos y pies rápidos. Eso necesitas.
Darío sacudió la cabeza. Se negaba a entablar conversación con un cadáver. Permaneció allí unos instantes, armándose de valor para continuar. Ahora venía la parte más peligrosa del trayecto. Avanzó de panteón en panteón, ocultándose entre las sombras, intentando fundirse con ellas. Aunque no era consciente de ello, no dejaba de olfatear el aire como una bestia furtiva, atento a cualquier olor extraño. Mucho antes de llegar al corazón del cementerio, pudo escuchar el estruendo de las estatuas allí reunidas. Era un martilleo constante, un ruido atronador que se imponía al griterío de los muertos hasta el punto de silenciarlo. Darío se detuvo a cien metros del lugar, agachado entre setos.
Había cientos de estatuas alrededor del Panteón Real. Una multitud de engendros rompía contra el gran edificio como un frenético mar de piedra viva. Estatuas y gárgolas se atropellaban en su ímpetu por acercarse a sus puertas. Era del todo imposible llegar hasta allí. Y como si se tratara de una broma ridícula, la araña se empeñaba en que tomara esa dirección.
—Ven —le pedía—. Aquí estarás a salvo —añadió, y la incongruencia de esa frase estuvo a punto de hacer que se echara a reír de pura histeria.
Aunque Marina estuviera dentro, no tenía la menor oportunidad de reunirse con ella. Lo que debía hacer era salir cuanto antes del cementerio y buscar un lugar donde refugiarse. Cuando se giraba, dispuesto a desandar el camino andado, descubrió una estatua a su espalda, observándolo con ávida fijeza. Era un ángel de piedra; tema la cabeza atravesada por una flecha y abría y cerraba la boca como un pez que se asfixia. La estatua echó a correr hacia él, dando bandazos de un lado a otro. Darío saltó a su encuentro y de dos mandobles acabó con ella, tan deprisa que cuando se acuclilló en el suelo aún tenía la esperanza de no haber sido descubierto.
Entonces llegó el dragón.
Su sombra se abatió sobre Darío, un charco de oscuridad que ensombreció aún más la noche. El muchacho se giró entre torbellinos de viento y lluvia y el batir de poderosas alas. Era un dragón negro, tan inmenso como la mayor de las construcciones del cementerio. Aterrizó sobre la cúpula del mausoleo que se levantaba frente a él y extendió sus cuatro alas con una majestuosidad que rayaba lo sobrenatural. Sobre su lomo montaba una segunda estatua, una mujer de endiablada belleza que le dedicó una sonrisa rebosante de colmillos. Darío se incorporó, sabedor de que ya era inútil toda precaución. Decenas de estatuas se aproximaban a él, corriendo unas, volando otras… Se tragó una maldición y retrocedió un paso mientras empuñaba la espada y buscaba una vía de escape.
En ese preciso instante las puertas del Panteón Real se abrieron de par en par, con tal potencia que parecieron a punto de salirse de sus goznes. Darío tuvo un atisbo de una chistera verde entre las estatuas antes de que una explosión sobrecogedora las desperdigara por todas partes; algunas chocaron contra los panteones y tumbas cercanas entre las quejas y aullidos de los muertos.
—¡Corre, Darío! —le gritó el demiurgo—. ¡Corre!
El muchacho había despejado un pasillo entre el trasgo y la entrada. Era una brecha mínima, pero mucho más de lo que había tenido hasta entonces. Marina estaba allí, al otro lado de la puerta, observándolo ansiosa, junto al demiurgo, el ángel negro y un puñado de desconocidos armados. Darío echó a correr hacia ellos, tan deprisa que perdió el equilibrio en la arrancada. El dragón saltó de la cúpula, se impulsó en el barro y fue tras él. La locura en el cementerio subió de grado cuando alguien gritó desde el panteón y, en respuesta, una miríada de sombras saltó sobre el dragón y las estatuas que amenazaban con cortar el paso de Darío. Una batalla campal estalló a las puertas del Panteón Real, una batalla entre gárgolas y tinieblas, entre engendros de piedra y criaturas de sombra.
Darío corría sin prestar atención a las embestidas con las que su arma mágica le iba abriendo paso sin hacer distinción alguna entre onyces y estatuas. Ya había recorrido la mitad del trayecto cuando una explosión demoledora en el vientre le arrancó del suelo y le hizo caer de espaldas. La boca se le llenó de sangre. Algo le acababa de atravesar de parte a parte. Trató de incorporarse y descubrió una barra afilada emergiendo de su estómago. Era un arpón. Le acababan de arponear, comprendió, alucinado. Y ahora le arrastraban por el barro, como si no fuera más que una pieza de pesca que alguien quisiera cobrar. Intentó girarse y el dolor fue tan brutal que, durante un breve lapso de tiempo, perdió la consciencia. Volvió en sí al momento para descubrir, a pocos metros de donde estaba, a un hombre rubio y fibroso que recogía la cuerda atada al otro extremo del arpón. Con cada tirón que el extraño daba, Darío sentía cómo se desgarraba por dentro.
Dirigió de nuevo la vista al panteón. Alargó una mano temblorosa hacia el grupo que se apiñaba en la entrada. Marina intentó salir en su ayuda, pero Héctor se lo impidió sujetándola por los hombros. Estaban tan cerca y a la vez tan lejos… Se revolvió en el suelo, respirando su propia sangre. La periferia de su visión era un caos de relámpagos y tinieblas y estatuas enfrentadas. Vislumbró a un hombre enorme, de cuerpo tatuado que corría hacia un grupo de sombras empuñando una espada bastarda. El mundo había enloquecido y él estaba a punto de morir arponeado en el barro.
Un centelleo de plata le envolvió de pronto. Cuando éste se apagó descubrió a un desconocido agachado junto a él. Llevaba el rostro cubierto por una máscara negra sin rasgo alguno y vestía un inmaculado traje blanco al que no parecía afectarle, al igual que a su capa, ni la lluvia ni el barro. El desconocido agarró la soga con la que tiraban de Darío y ésta se desintegró entre sus dedos. El arponero cayó al suelo, víctima de la inercia, mientras el trasgo, tras una sacudida, quedaba inmóvil, a medio sumergir en un charco.
—Aguanta la respiración porque esto va a doler —le pidió el enmascarado. A continuación extrajo el arpón de su vientre de un fuerte tirón. Darío se convulsionó, aullando de dolor. La sangre manaba a borbotones. Intentó taparse la herida con las manos, pero el desconocido se las retiró con rudeza y posó su propia palma sobre el vientre abierto mientras canturreaba un sortilegio de curación. Al momento la agonía comenzó a desaparecer. Ya iba camino de volverse tolerable cuando el mago interrumpió el hechizo, repentinamente tenso.
Una figura se aproximaba a ellos, caminando veloz bajo la tormenta. Era un hombre idéntico al que acababa de salvarlo, con el mismo traje y la misma máscara, aunque con los colores invertidos. El que llegaba extendió una mano y al instante una lluvia de magia maléfica se precipitó sobre ellos. El hechicero de la máscara oscura desvió todos los ataques con su brazo libre, luego, olvidándose de Darío, se incorporó, desenvainó una espada negra y saltó al encuentro del recién llegado. El arma de éste era de un blanco cegador.
Darío los perdió de vista en segundos, se convirtieron en dos borrones acelerados que desaparecieron entre las tumbas. El cementerio era un caos de sombras y estatuas, de gritos y golpes. El hombre que lo había arponeado danzaba entre criaturas tenebrosas que cambiaban de forma con cada ataque. Intentó incorporarse y para su sorpresa lo consiguió. Entrevió una estatua que se aproximaba, pero antes de que llegara hasta él voló en pedazos. El demiurgo estaba fuera del panteón, con las manos extendidas y unidas como si empuñara una pistola imaginaria. Los escalones eran un hervidero de combatientes. Distinguió a una mujer translúcida moviéndose entre ellos, y a un hechicero de pelo castaño que hacía retroceder a varias gárgolas a golpe de magia mientras se apuñalaba a sí mismo en el antebrazo. Cada vez acudían más estatuas a las puertas del mausoleo. Y a medida que su número aumentaba, el demiurgo y los suyos iban retrocediendo mientras las sombras intentaban contenerlas.
Darío reanudó el camino hacia allí tambaleándose, con las manos aferradas al estómago del que todavía manaba sangre. De nuevo, un destello plateado anunció la aparición del mago de la máscara negra. Se materializó un metro por delante, con la espada cruzada ante el rostro. Señaló a Darío y al instante el muchacho sintió cómo la magia lo impulsaba hacia las escaleras; prácticamente voló hacia allí. El hechicero corrió tras él, abriendo camino a golpe de sortilegio.
—¡Serena! ¡Desgarro! —aulló a mitad de las escaleras. Se había dado media vuelta, con las manos entrelazadas ante el pecho como si quisiera dar forma a una complicada sombra chinesca—. ¡Cae muerte del cielo y no puedo contenerla solo!
Por el rabillo del ojo, Darío vio vibrar el aire a su espalda. Una cortina luminosa flameó tras ellos, una barrera de protección para frenar lo que ya llegaba: por un momento pensó que se trataba de fuegos de artificio, torrentes de luces pardas y proyectiles ígneos volaban en su búsqueda.
Darío se preguntó si la barrera podría aguantar semejante embestida.
Luego todo explotó.
* * *
A Karim no le quedó más alternativa que dormir a Lizbeth. La agitación del exterior comenzaba a alterarla y no quería correr el riesgo de que saliera del círculo de protección que había trazado en torno a ellos. Acarició su encrespada testuz mientras murmuraba un hechizo suave de sedación que, poco a poco, la fue induciendo a un profundo sopor. Aquel sortilegio era la magia más agresiva que se atrevía a usar con ella. El equilibrio mental de la loba era tan inestable que cualquier mínima incidencia podría enloquecerla. Sonrió al pensar que ese estado también lo describía a él a la perfección. Se encontraba más lúcido de lo que había estado en meses, por supuesto, pero no se engañaba: la locura le rondaba. El haber recordado su nombre había obrado el milagro de tranquilizarlo, sí, pero su mente y su alma estaban tan castigadas que jamás recobraría del todo la cordura.
Una vez la loba cayó rendida, el cambiante recorrió el perímetro del círculo de protección para comprobar que las runas de amparo continuaran intactas. Nada más ver las primeras gárgolas en los cielos, Karim y Lizbeth se habían ocultado en unas viejas caballerizas situadas al sur de la cicatriz de Arax, muy cerca del anfiteatro. El cambiante no tenía claro qué estaba ocurriendo, pero no se le escapaba la gravedad de la situación.
Regresó al centro del círculo y se sentó junto a la loba, apoyando la espalda en su costado. La respiración de Lizbeth resultaba tranquilizadora, era un oleaje amable que mecía su cuerpo y calmaba su espíritu. El cambiante alzó la mirada, preso también de una repentina somnolencia. La techumbre sobre su cabeza estaba destrozada y le permitía contemplar el cielo y la lluvia precipitarse sobre ellos. Sonrió mientras las gotas de lluvia le corrían por el rostro. Agradecía aquel contacto tibio. Le hacía sentir bien. Le hacía sentir puro.
—¿Crees que algún día lloverá lo bastante para limpiar toda la sangre que mancha estas calles? —le preguntó a Lizbeth. La única respuesta que obtuvo de la loba fue su respiración sosegada—. ¿Quién sabe? Quizá el agua nos purifique a todos. Quizá limpie nuestros pecados y nos salve… —suspiró—. Lo sé, es una tontería. Una idea infantil, peregrina —sonrió con amargura. El hecho de plantearse la posibilidad de que existiera redención para ellos le hacía albergar la esperanza de que fuera cierto. Era un pensamiento paradójico, lo admitía, pero era lo único a lo que podía aferrarse. A eso y a su nombre.
El sueño le fue ganando poco a poco, cada vez le costaba más mantener los ojos abiertos. Quería continuar despierto y vigilante, pero la modorra terminó por vencerlo. En ningún momento se le ocurrió pensar que, al igual que él había hecho dormir a la loba, alguien le estuviera haciendo lo mismo a él.
Nada más cerrar los ojos, comenzó a soñar: se encontró de regreso en el patio del torreón Margalar, encarado hacia el muro que lo circundaba. La Rocavarancolia que se adivinaba tras ellos no tenía nada que ver con la real. Desde donde estaba, alcanzaba a distinguir minaretes de espléndida belleza, cúpulas diamantinas, torres de acabado magnífico… Karim se giró sorprendido. Había escuchado la voz de Alexander y, un instante después, en respuesta, la risa de Rachel. Pero el patio estaba desierto. Ni siquiera el rey arácnido se encontraba en su pedestal.
Caminó hacia la entrada del torreón. Se oía gente dentro. Eran ellos, los muchachos con los que había convivido durante tanto tiempo. Reconoció la voz de Lizbeth cuando la joven la alzó para reñir a alguien. Adrián se quejó y Maddie hizo un comentario despectivo que Alex remató con una broma. Natalia le insultó y Ricardo intentó poner calma.
Karim llegó hasta la puerta y contempló el pomo de la misma, indeciso. Quería ver a sus amigos una vez más. Necesitaba hacerlo. Necesitaba explicarles lo que había hecho y el porqué. Si le perdonaban, quizá él lograra perdonarse a sí mismo. Pero ¿y si no lo hacían?
La mano le temblaba cuando abrió la puerta. Las voces del interior cesaron en el acto. Vio siluetas fantasmales a lo lejos, sombras que se desvanecían.
—¡Esperad! —rogó—. ¡Soy yo! ¡Marco! ¡Marco!
Una figura comenzó a materializarse ante él. Fue como si un ovillo de hebras blancas hubiera estallado ante sus ojos, un caos de cuerdas e hilos que comenzaron a anudarse entre sí hasta formar una figura humana. Era dama Brisa, vistiendo el mismo aspecto que había tenido en el final del sueño en el que le había revelado su nombre: una niña morena con vestido azul. La expresión de la pequeña delataba un hondo pesar. En sus manos portaba algo envuelto en un pañuelo negro.
—Ha llegado la hora —comprendió. Intentó sonreír, pero no fue capaz de hacerlo—. Me devolviste mi nombre y a cambio me arrancaste una promesa. Vienes a exigirme que la cumpla, ¿no es así?
—Estás en lo cierto —admitió la niña con pesar—. Ojalá fuera de otro modo. Ojalá hubiera otra manera de dar este paso —le tendió el objeto envuelto en el pañuelo y Karim, sin alternativa, lo recogió. Nada más tocarlo supo qué contenía. Sintió un mordisco gélido en el estómago al notar la empuñadura y el filo de un puñal. Pero nada le preparó para lo que dama Brisa dijo después—: Debes entrar en el castillo y matar a dama Sueño —le ordenó.
—¡No! —exclamó él, horrorizado. Quiso dejar caer el cuchillo al suelo, pero el sueño se lo impidió—. Haré cualquier cosa, pero no me pidas que le haga daño a nadie…
—Te devolví tu nombre —le recordó dama Brisa con severidad. Mientras hablaba dejó de ser una niña para convertirse en una mujer adulta, de rostro severo—. Y me diste tu palabra de que cumplirías mi mandato. Sin preguntas. Sin quejas. Lo harás. Tienes que hacerlo.
—No lo haré —insistió él. Le temblaba la voz. No era más que un niño perdido, un niño asustado.
—Lo prometiste —insistió dama Brisa.
—Prefiero romper una promesa a quitar una vida. Mistral era un asesino, pero Karim no. Karim nunca le hizo daño a nadie. No puedes devolverme mi nombre para pedirme luego que lo manche de sangre. ¡No puedes hacer eso!
—Y precisamente eso estoy haciendo —terció de pronto una nueva voz junto a él—. Porque si no cumples la tarea encomendada, Rocavarancolia se convertirá, de verdad, en un reino de pesadilla. ¿Eso quieres, Karim?
Era dama Sueño la que se dirigía a él. Había aparecido de la nada, envuelta en un camisón blanco, arrugada y marchita.
—Tienes que matarme o todo estará perdido —le aseguró. La benevolencia de su mirada le desarmó por completo. Y aun así…
—No puedo hacerlo —balbuceó. Aquellas mujeres no parecían comprender la magnitud de lo que le pedían. Con su nuevo nombre podía fingir que sus manos no estaban teñidas de horror, vistiendo el cuerpo del muchacho que había sido podía mentirse a sí mismo y afirmar que no era un monstruo.
—Puedes. Yo te lo pido. Mírame, Karim. Si no me matas, Hurza triunfará y convertirá Rocavarancolia en un infierno. Es la hora del sacrificio, la hora de la expiación —sonrió, benévola y extendió los brazos—. Amigo mío, ha llegado el momento de poner fin a las pesadillas y alumbrar una nueva esperanza.
—¿Y conseguiré eso asesinándote? —quiso saber él, enardecido—. Me encantaría que me explicaras cómo, dama Sueño. Me encantaría saber por qué el camino de mi redención pasa sobre tu cadáver. Déjate de misterios y habla con claridad. ¡¿Por qué debo matarte?!
—Está bien —concedió ella. Poco importaba ya que el Comeojos pudiera hacerse con los recuerdos del cambiante y descubriera así sus planes. Si Karim fracasaba, todo estaría perdido—. Te mereces saber la verdad, te mereces saber por qué es necesario que hundas ese cuchillo en mi corazón —se estremeció al decirlo—. Todo empezó hace treinta años, durante la batalla en la que tanto se perdió…
El escenario que los rodeaba se fue diluyendo a medida que dama Sueño hablaba hasta que, de pronto, Karim se encontró en mitad de una plaza desconocida, rodeado de edificios fabulosos y estatuas de cristal. El cambiante escuchó atentó lo que la hechicera le decía, al principio sin prestar atención al nuevo escenario del sueño. No supo en qué punto de la explicación comenzó a llorar, ni en qué instante cayó de rodillas, demasiado afectado como para permanecer en pie. No hizo ninguna pregunta, se limitó a escuchar.
—¿Lo entiendes ahora? —quiso saber dama Sueño cuando terminó de hablar.
Karim asintió y miró en derredor. Contemplaba el mundo que le rodeaba a través de una película vibrante y húmeda. Las lágrimas eran constantes, continuas. Descubrió la estatua de un joven negro a escasos metros de donde se encontraba. En su interior revoloteaba una mariposa de luz. Su continuo aleteo emocionó a Karim más allá de las palabras.
—Lo entiendo —susurró—. Cumpliré mi promesa, dama Sueño. Iré al castillo y clavaré ese maldito cuchillo en tu corazón, aunque eso me condene al más oscuro de los infiernos.
Después despertó.
Se incorporó tan sobresaltado que perdió el dominio de su ser y buena parte de su cuerpo se convirtió en hilachas mal hilvanadas. Las lágrimas todavía corrían por su cara. Hipó y moqueó. La loba deforme había despertado mientras él dormía y, a pesar de sus temores, había permanecido a su lado, velando su sueño. Lizbeth apoyó el hocico húmedo en su pecho y le miró con sus ojos enloquecidos. Él se abrazó a su pelaje con fuerza. Al hacerlo un sonido amortiguado se escuchó justo a sus pies. En el suelo estaba el pañuelo que dama Brisa le había dado en el sueño. Lizbeth lo olisqueó con tanta fuerza que desenvolvió el puñal. Era pequeño, de un color gris uniforme tanto en la guarda como en la hoja. De hecho, todo parecía fabricado en un mismo material. En la empuñadura había una serie de palabras grabadas: las que debía recitar al hundir el arma en el corazón de la hechicera.
«Un cuchillo hecho de sueños», se dijo Karim mientras lo recogía. Apenas pesaba, pero le costó un notable esfuerzo alzarlo ante sus ojos. «Un puñal de sueños para terminar con las pesadillas».
* * *
Caleb empuñó el cuchillo con la fuerza desesperada del náufrago que se aferra a su única tabla de salvación.
El monstruo rubio estaba a apenas dos metros de distancia, de espaldas a él, indefenso. Se había levantado hacía sólo un instante para acercarse hasta un montón de piedras situado ante el escondrijo de Caleb. El muchacho desató el cordel de su pantalón y, poco después, comenzó a mear ruidosamente contra las rocas. Nunca tendría una oportunidad mejor. Era el momento. El dragón dormitaba con su enorme cabeza recostada sobre sus garras entrelazadas.
Tenía que matarlo de una sola puñalada. No tendría oportunidad de una segunda. Sabía dónde debía clavar el cuchillo: en la nuca, en el nacimiento del cuello, con toda la violencia de la que fuera capaz. Saber que iba a morir en los próximos segundos le infundió una calma extraordinaria.
Aunque triunfara en su empeño y matara al brujo, el dragón acabaría con él. Lo sabía y aceptaba. Su existencia había dejado de tener sentido tras lo ocurrido en el anfiteatro. Caleb había dejado de ser un hombre para convertirse en poco más que un arma, un proyectil que el destino había disparado justo en el momento en que el monstruo guio al dragón hasta sus niños. Y ahora ese proyectil, esa flecha disparada por el odio y la venganza, estaba a punto de alcanzar su destino. Redobló la fuerza con la que empuñaba el puñal y se incorporó, en silencio absoluto.
Sólo le separaban cuatro pasos del monstruo. Mientras los daba, despacio, tenso, recordó a una de sus hienas; había nacido en la última camada y era tan pequeña y enfermiza que ni siquiera le puso nombre, pensando en que no sobreviviría ni un solo día. Era demasiado débil, demasiado frágil. Pero lo logró. La vida se impuso a la lógica y la hiena se abrió camino. Aun así, Caleb nunca quiso darle nombre. Temía que al hacerlo algo terrible pudiera pasarle, como si corriera el riesgo de llamar la atención de la mala suerte. Aquel animalito estaba lleno de una incontenible alegría, todo él rebosaba ganas de vivir. Parecía entender que su existencia era un milagro y quería disfrutarla al máximo. Hasta que llegó el dragón.
Mientras Caleb daba el último paso, mientras alzaba el cuchillo, se dio cuenta de que, una vez él muriera, no quedaría nadie en la creación para recordar a esa pequeña hiena que vivió cuando debería haber muerto.
Luego asestó el golpe.
Andras Sula se revolvió, alertado quizá por el silbido del arma al buscar su cuello. La hoja se hundió en su hombro mientras se giraba, ya con la espada en la mano. Golpeó sin pensar. Lanzó una estocada brutal que entró por la boca del estómago de Caleb y salió entre sus omoplatos. Caleb se estremeció y cayó hacia delante. Por un momento pareció a punto de abrazar a su asesino. A continuación le escupió en la cara. Un salivazo ensangrentado que hizo que el muchacho reculara, todavía desconcertado por lo que acababa de ocurrir.
—Monstruo —le espetó Caleb; la voz le reverberaba debido a la sangre que inundaba su garganta—. Monstruo… —no dijo más. No lo necesitaba.
El odio que se asomaba a los ojos de Caleb era algo más que un sentimiento, estaba vivo, rabiaba. El odio de Caleb habría erosionado mundos y hecho apartar la mirada a los mismísimos dioses.
—Lo siento… —murmuró el muchacho. No era Andras Sula quien hablaba, era Adrián, un niño que había actuado sin pensar, un niño superado por los acontecimientos, por aquella mirada que lo juzgaba y condenaba. Un niño que había olvidado que conocía magia capaz de restañar heridas—. Lo siento, lo siento. Creía que eras el maldito esqueleto… creía que eras…
En ese momento, el dragón escupió un chorro de llamas sobre ambos. Alguien había atacado a su hermano de fuego y él actuaba en consecuencia. El muchacho aulló, indemne a la llamarada, al ver cómo Caleb se consumía entre sus brazos. Absorbió deprisa el fuego, pero ya era tarde. El cuerpo, reducido a una tosca caricatura de ser humano, cayó sobre él, rígido y humeante.
El piromante resbaló en su propia orina y cayó contra los escombros. El cadáver se le vino encima. En un intento desesperado de apartarlo golpeó la calavera ennegrecida. El cráneo cayó a sus pies mientras el resto del cuerpo rodaba de lado.
Desde el suelo, las cuencas vacías de la calavera continuaban mirándolo, ya sin odio, pero de alguna forma, de algún modo, aquel vacío, aquella negra oscuridad circunvalada de hueso carbonizado era aún peor que la mirada rabiosa de Caleb.