15: El bosque

XV

El bosque

—No funciona —murmuró Hurza mientras contemplaba la copa que sostenía. La voz le fluctuaba al hablar, como si dos identidades diferentes pugnaran por decir a un tiempo esas palabras—. ¿Por qué no funciona? —se giró hacia la arcada que separaba la terraza del cuarto del regente—. ¡Solberino! —croó—. ¡Llévate esta basura! ¡No hay nada que ver en ella!

En cuanto el náufrago salió, Hurza Comeojos le tendió el cáliz de forma tan brusca que, de no haber sido por la magia que lo protegía, el contenido se habría derramado; a continuación le hizo un gesto apremiante para que se alejara. No soportaba la proximidad de nadie, le enervaba de tal modo que había advertido que mataría a cualquiera que contraviniera la orden de no acercarse a él.

Se aferró a la baranda de la terraza, agachó la cabeza y resopló. La esencia de la bruja le había fortalecido, sí, pero, como había temido, su locura había hecho estragos en su mente. La realidad había perdido consistencia, todo se le antojaba maleable y sus pensamientos se perdían en extraños vericuetos y sinsentidos.

Solberino le habló desde la habitación mientras estudiaba con una ceja enarcada el cáliz.

—Sólo veo sangre. Nada más que sangre —murmuró dubitativo. Hurza asintió furioso y al hacerlo en la periferia de su visión florecieron diminutas flores de fuego azul—. Debería enseñarnos dónde se encuentra y quién es el nuevo Señor de los Asesinos, pero no muestra nada.

El Lexel blanco se acercó al náufrago y escrutó él también la copa.

—O nuestro futuro regente está protegido por magia en verdad poderosa o se encuentra en algún lugar en el que el cáliz no se puede adentrar —murmuró—. ¿En el Panteón Real quizá?

—¿Quién puede haber vertido más sangre que yo allí dentro? —gruñó Hurza.

—Una vieja loca cuida a un puñado de vejestorios agonizantes. ¿Quién sabe? Quizá uno de ellos sea el afortunado.

En el cáliz que Solberino sostenía se entremezclaba la sangre de buena parte de los que habían ostentado el cargo de Señor de los Asesinos a lo largo de la historia. La tradición disponía que al cumplir el primer mes en el puesto, su ocupante debía verter su propia sangre en aquella copa. La ceremonia era una forma de rendir homenaje a quienes le habían precedido y, además, servía para anular el sortilegio que permitía localizarlo a cualquiera que mirara en el cáliz.

—Todo debería estar medido, todo debería estar bajo control —Hurza gritó, frustrado y, acto seguido, la emprendió a puñetazos con la baranda—. ¡Maldita sea la magia mil veces! ¡Maldita la noche y el día! ¡Maldita la vida!

Le costó trabajo recuperar la compostura. Respiró hondo y se llevó una mano a la boca para comprobar por enésima vez que su lengua continuaba sin ser bífida. Tenía que hacer un gran esfuerzo para centrarse e hilvanar sus pensamientos con lógica. Esmael había muerto, eso era indudable, y con él fuera de juego no había nadie que pudiera hacerle frente. Que unas ridiculas leyes mágicas le hubieran privado de la regencia no significaba nada. Había vencido: Rocavarancolia era suya.

—Tal vez no sea regente —murmuró—, tal vez no tenga las joyas de la Iguana para refrendarme… Pero cuento con mi propia fuerza —apretó los dientes, las manos firmes ahora en la balaustrada. Desde aquella terraza tenía una visión magnífica de la ciudad. Y aun así potenció su vista hasta que no hubo centímetro de Rocavarancolia que no pudiera contemplar desde allí si se le antojaba—. ¡¿Me oís?! —exclamó con su voz alterada—. ¡Todavía no sabéis de lo que soy capaz! —se echó a reír. Y su risa no era suya, era la de dama Ponzoña.

Había llegado la hora de demostrar a Rocavarancolia quién había regresado de entre los muertos.

Sus ojos se posaron en la veintena de gárgolas que se inclinaban en el tejado del templo de los Suicidas Abnegados. La luz sangrienta de la Luna Roja les daba aire de depredadores al acecho. Aquél era un buen lugar donde empezar. Hurza invocó los poderes robados a Denéstor Tul. No era la primera vez que daba vida y estaba preparado para el estallido de dolor que le mordió las entrañas al hacerlo. Una gárgola salió bruscamente de su inmovilidad y a punto estuvo de caer del tejado al verse viva. Otra soltó de pronto el alféizar al que se aferraba y probó las toscas articulaciones de sus dedos, con la boca abierta de par en par. Una tercera se enderezó despacio, se llevó las garras a la soga de piedra que se le anudaba al cuello y la acarició, más despacio todavía. Pronto el tejado fue una algarabía de alas en constante agitar, de zarpas que se abrían y cerraban, de fauces mordiendo el aire…

La mirada potenciada de Hurza saltó al tejado contiguo; allí sólo había una gárgola, una criatura enorme esculpida en roca negra. La estatua se convulsionó cuando el nigromante le inyectó vida. Preso de la locura febril que le había contagiado dama Ponzoña, Hurza buscó nuevos soldados que añadir a su hueste.

En tejados, alféizares y terrazas, docenas de gárgolas fueron despertando a la existencia. La piedra tembló y retumbó, animada por la vida rabiosa que el Comeojos le insuflaba; sin corazón que latiera en su interior, sin mente que la gobernara, pero vida en definitiva. Centenares de alas que no habían sido pensadas para volar sirvieron a sus dueños para, contra toda probabilidad y lógica, alzar el vuelo y abandonar los tejados en los que habían pasado su existencia de roca inmóvil. Pronto una horda de siluetas aladas tomó los cielos.

La magia de nuevo colapsaba la realidad, la magia de nuevo hacía vibrar el mundo y convertía en posible lo imposible. Comenzó a llover. Un relámpago se abrió paso en las alturas. La tormenta había regresado.

—¡Yo os convoco! —exclamó el nigromante con los brazos alzados y la mirada encendida—. ¡Atended a mi llamada, piedra y roca, mármol y basalto!

La estatua de bronce de un dios con cabeza de toro abandonó el altar del templo donde había sido adorada durante siglos. Empuñaba un hacha en cada mano, las mismas hachas que usó para abrirse camino en el caos de madera y cascotes que bloqueaba la entrada.

En el patio del torreón Margalar la estatua de Su Majestad Arachnihentheradon, el tercer rey arácnido, se estremeció cuando la vida invadió su cuerpo. Alzó una mano ante su rostro y observó cómo la piedra que le daba forma comenzaba a oscurecerse bajo la lluvia. El arácnido contempló aquel fenómeno con los ojos muy abiertos, embelesado.

—¡Yo os convoco! —gritó Hurza, preso del frenesí—. ¡Atended mi llamada y sembrad de muerte Rocavarancolia!

En el Jardín de la Memoria las colosales estatuas que tanto habían impactado a los muchachos también se pusieron en marcha. Maronet, el hechicero, esculpido en piedra ingrávida, cruzó el báculo y el hacha que sostenía y aterrizó sobre el hombro del rey gigante de Esfronax, que se incorporaba despacio en toda su imponente estatura. Balderlalosa, el dragón vampiro abrió sus fauces y probó la fortaleza de sus patas mientras dama Irhina se afianzaba sobre su lomo; a una orden silenciosa de la primera reina vampiro de Rocavarancolia el dragón batió sus cuatro alas y remontó el vuelo dejando tras de sí un torbellino de aire y polvo. La propia estatua de Hurza despertó a la vida. Su sonrisa de piedra fue un calco preciso de la que, en aquellos mismos instantes, mostraban los labios del Hurza de carne y hueso en la terraza del castillo.

Por toda Rocavarancolia se repetía la misma escena. En los templos y plazoletas, en el cementerio, en los pasadizos del subsuelo… Por todas partes se obraba el milagro. Pronto cientos de estatuas vivas se congregaron en la ciudad en ruinas, tanto en aire como en tierra, aguardando expectantes las órdenes de la criatura que les había dado vida.

Hurza jadeó, estaba débil pero ni de lejos tanto como tras el combate con Esmael. Tomó aliento y se giró hacia la entrada de la terraza. Allí estaban todavía el Lexel blanco y Solberino, aún con el cáliz en las manos. En la habitación también se encontraban Ujthan y el hijo de Belgadeu, además de los cadáveres de dama Ponzoña y del regente. Dama Araña había desaparecido sin dejar rastro. No le dio importancia. Sus horas, como las del resto de habitantes del reino, estaban contadas.

—Ha llegado el momento —anunció Hurza.

El hijo de Belgadeu soltó un gruñido de honda satisfacción y frotó sus dedos esqueléticos.

—¿Actuamos según el plan previsto? —quiso saber Solberino.

Hurza asintió.

—Respetad a los sirvientes. Necesito vivos a la vampira y al ángel negro. También al piromante y a su dragón, pero si cualquiera de esos dos da el menor problema, disponed de ellos como se os antoje —se giró de nuevo hacia la terraza, hacia la ciudad en tinieblas, hacia el ejército que acababa de invocar—. Al resto de Rocavarancolia, ya sean hechiceros o no, los quiero muertos. Que no haya piedad. Que no os tiemble la mano. Te prometí una guerra, Ujthan: aquí la tienes. Ahora comienza.

* * *

No había nichos en los muros del pasillo por el que Héctor se adentró tras abandonar el refugio de dama Gato. La naturaleza del pasaje era muy diferente a lo que había visto hasta entonces. Estaba construido en una piedra porosa, de color blanco sucio, que al muchacho se le antojó antiquísima. Al fondo del pasillo se distinguía una apagada luz esmeralda que ondulaba de un lado a otro.

Héctor comenzó a notar un curioso hormigueo cuando ya llevaba recorrido la mitad del camino. La sensación era similar a la que sentía cuando fracasaba a la hora de lanzar un hechizo, sólo que en esta ocasión el cosquilleo procedía del exterior y no de él. Había magia allí, magia en grandes cantidades, y su cuerpo reaccionaba ante su proximidad como nunca antes lo había hecho.

No tuvo que llegar a la amplia arcada que ponía fin al pasaje para ver qué aguardaba al otro lado: era un bosque, un bosque incongruente de árboles oscuros y retorcidos. El muchacho no se había detenido a pensar en ningún momento qué podía encontrar dentro del panteón, pero, de haberlo hecho, ni por asomo habría pensado en algo semejante. La primera hilera de árboles nacía a apenas dos metros de la arcada; eran ejemplares de buen tamaño y tronco y ramaje negros. Héctor atravesó la arcada y sus pies pisaron tierra húmeda.

Levantó la vista y no pudo discernir si había techo sobre su cabeza o si se encontraba al aire Ubre. En las alturas flotaba una perezosa niebla esmeralda: la culpable del resplandor que había visto mientras avanzaba; lo que no había podido ver hasta entonces era la segunda capa de niebla que se entremezclaba con la primera: una miasma negra, de aspecto grasiento, que le recordó al humo de advertencia que dama Desgarro había instalado en su cabeza. La niebla más abundante era la negra, que se aferraba a la esmeralda con sus tentáculos sombríos como si pretendiera asfixiarla.

Los árboles alzaban sus ramas como si suplicaran clemencia. Los nudos y marcas de sus cortezas se asemejaban a bocas abiertas, a ojos desorbitados. No había un solo árbol que no tuviera algún dibujo en su tronco, en su mayoría figuras humanas y animales con aires de pintura rupestre, o en el que no hubieran incrustado algún objeto: rocas, cuentas de colores, pedazos de hueso o cristal… Las ramas podían estar desprovistas de hojas, pero no por eso estaban desnudas; de ellas colgaban cuerdas deshilachadas, collares y retales de ropa… Era como si alguien hubiera puesto todo su empeño en luchar contra el aire siniestro de aquel lugar, adornándolo con lo primero que encontrara a mano.

Durante unos instantes, Héctor permaneció indeciso entre la arcada y los árboles. Comenzaba a sospechar dónde le había conducido la llamada de Rocavarancolia y no sabía cómo interpretarlo ni qué pensar al respecto. Finalmente se internó en el bosque. No tenía sentido retroceder ahora.

La sombra de los árboles cayó sobre él, casi sintió cómo entraba en contacto con su piel al hacerlo: un toque tibio, sin fuerza. Intentó relajarse, tenía los nervios a flor de piel. No había dado dos pasos dentro del bosque cuando un movimiento furtivo le hizo mirar a su izquierda. No vio nada, sólo un destello de plata que, sin saber muy bien por qué, le sumió en una honda melancolía.

¿Qué hacía allí? ¿En qué aventura insensata se había embarcado? De pronto le invadió el pánico. ¿Y si aquella llamada no era más que una trampa para separarlo del grupo? De ser así había caído en ella como un estúpido; quizá en aquel mismo instante Hurza estaba masacrando a sus amigos en la entrada del mausoleo. Se giraba ya, dispuesto a correr de regreso, cuando recordó que nadie podía ejercer violencia alguna en el panteón. Allí estaban a salvo, se dijo con un alivio tan desmesurado que los ojos se le llenaron de lágrimas, Marina estaba a salvo. Nada más pensar en ella sintió tal necesidad de verla que le dolió respirar.

—¿Qué me está pasando? —murmuró.

Intentó tranquilizarse. Aquella avalancha de sentimientos no era natural, era el bosque, el bosque la provocaba. Se centró en seguir adelante; había dejado de escuchar la llamada nada más dejar atrás el primer árbol y sabía muy bien por qué: ya estaba donde debía estar, ya estaba donde Rocavarancolia le quería.

Héctor había visto antes un lugar parecido. Había sido en sueños, desde lo alto de la torre donde Castel, el rey trasgo, había derrotado a Varago Tay, el demiurgo traidor; allí, después de mostrarle el horror de la batalla y la ejecución de Varago, dama Sueño le había hecho mirar hacia el bosque de Ataxia, el lugar que había provocado la caída del demiurgo. Héctor sólo había tenido la oportunidad de contemplar aquel bosque durante un instante, ya que la hechicera había puesto allí punto y final al sueño. Ese bosque había contenido el alma de Ataxia, el alma de todo un mundo, y había sido, sin duda alguna, lo más hermoso que Héctor había contemplado en su vida.

Aquel bosque y en el que ahora se encontraba no se parecían en nada. El primero había sido un lugar de ensueño mientras el segundo tenía tintes de pesadilla, de grito contenido. Pero en esencia tanto uno como otro eran semejantes: el bosque del Panteón Real también contenía un alma: el alma de Rocavarancolia.

Y era un alma oscura, un alma terrible. La pesadumbre flotaba en el ambiente, tan sólida como los mismísimos árboles que se alzaban a su alrededor, con sus troncos encorvados y sus ramas retorcidas. Aquel lugar le superaba. Marchaba como en un sueño, a veces riendo otras llorando, sin ser consciente ya de lo que hacía. No pudo evitar pensar en Sedalar Tul, desequilibrado tras la salida de la Luna Roja.

Un nuevo movimiento fugaz, esta vez a su derecha, le hizo mirar hacia allí. Tuvo tiempo de ver una silueta femenina perdiéndose entre los árboles. La figura era transparente y su paso etéreo. Fantasmas, comprendió Héctor, el alma de Rocavarancolia estaba poblada de fantasmas.

Unos metros más allá se encontró con el espíritu de un anciano. Contemplaba con expresión entre incrédula y desconcertada la máscara de cobre que alguien había clavado en el tronco de un árbol. Su rostro apergaminado terminaba en una barbita cana que parecía más algún tipo de vegetal que vello.

—Conocí a la mujer que llevaba esa máscara —le confesó el espectro, sin girarse siquiera a él, cuando Héctor se detuvo a su lado—. Creo que estuve enamorado de ella y puede que ella me correspondiera. Ha pasado tanto, tanto tiempo y mi memoria siempre ha sido tan, tan nefasta.

—¿Por qué estáis aquí? —preguntó él.

—La voz ahoga la voz —respondió simplemente el fantasma. Y continuó la contemplación de la máscara clavada al árbol, sin prestar más atención a Héctor.

El muchacho prosiguió la marcha.

Poco a poco el paisaje a su alrededor fue cambiando. La negrura de los árboles se fue aclarando y, aquí y allá, comenzaron a verse brotes de verdor en ramas y troncos. El cambio se fue acelerando de manera progresiva: los árboles que salían a su paso cada vez parecían más llenos de vida y cada vez era mayor el número de hojas que adornaban sus ramas, hasta que, de pronto, Héctor desembocó a un paraje de verdor inusitado. El mismo suelo que pisaba aparecía cubierto por un manto de hierba y hojarasca. La sensación de vida y plenitud que se respiraba allí era difícil de describir. Héctor giró sobre sí mismo, extasiado. Aquel lugar era de una hermosura tal que le daban ganas de gritar de euforia.

Estaba en el corazón del bosque, comprendió, el centro del alma de Rocavarancolia. Respiró hondo y sus pulmones se llenaron de frescor. Unos metros más adelante se veía un pequeño lago, apenas un estanque, y, sentados a su orilla, dos personas: un hombre castaño ataviado con una simple túnica gris y una mujer con un vestido negro de cola larga.

El hombre se puso en guardia al verlo llegar, pero pronto su postura se relajó, tras valorar, quizá, que aquel muchacho no suponía ninguna amenaza. La mujer se giró a medias hacia Héctor y le miró con unos grandes ojos verdes. Tenía la piel violácea y los labios cosidos en zigzag con un fino hilo negro. De no haber sido por ese detalle macabro, habría resultado hermosa.

—No sois fantasmas —fue lo primero que les dijo cuando llegó hasta ellos.

—Al menos de momento —puntualizó el hombre y, acto seguido, se echó a reír—. Eres uno de los cachorros de Denéstor. Los dioses honren la memoria del viejo demiurgo —dijo mientras asentía efusivamente. Tenía una mandíbula prominente y los rasgos muy marcados—. Echó el resto en su última cosecha, vaya si lo hizo —se incorporó, arrastrando tras de sí una estela de verdor, y se acercó a él mientras extendía una mano enorme—. Un nuevo ángel negro para Rocavarancolia —el muchacho vio desaparecer su propia mano en la manaza de aquel sujeto—. Tu nombre humano tenía resonancias heroicas según recuerdo. ¿Cuál vistes ahora?

—Sigo usando el mismo —dijo—. Soy Héctor.

—Yo soy Laertes y ella Medea —se presentó el hombre—. Los brujos malditos de Rocavarancolia.

—¿Malditos? —preguntó, casi sin pensar.

—Así es. Los dones de la Luna Roja nos hicieron ganarnos ese adjetivo. Yo extraigo el poder de mi dolor. Tengo que hacerme daño para poder hacer magia —le explicó—. Ella domina su silencio, de él saca su energía. No puede decir ni una sola palabra. De hecho, si lo hace, la magia que atesora dentro la haría pedazos. ¿He saciado tu curiosidad?

Héctor asintió, asombrado por la sinceridad que acababa de demostrar aquel brujo.

—Entonces corresponde tú a la mía: ¿qué te ha traído al corazón del bosque?

—Rocavarancolia me ha guiado hasta aquí.

—Has oído la llamada —dijo Laertes y sonrió al ver asentir de nuevo a Héctor.

La mujer violácea se incorporó con un grácil movimiento, recogió la larga cola de su vestido alrededor de un brazo y se aproximó. Con la mano libre comenzó a dibujar trazos en el aire.

—Medea asegura que son muchos los que escuchan la llamada, pero pocos quienes responden a ella. Y de éstos, la mayoría tiende a malinterpretarla. Su Majestad Sardaurlar tomó aquí la decisión de comenzar su campaña de conquista que tan nefastas consecuencias trajo al reino, por ejemplo —la mujer seguía trazando palabras en el aire mientras su compañero las traducía para Héctor—: El rey Molor escuchó la llamada en sueños y a la mañana siguiente se presentó aquí con su séquito. Tras esa visita dedicó los últimos años de su reinado a la creación de obras de arte que glorificaran el nombre de Rocavarancolia. Eso dice Medea. Y eso te transmito yo.

—¿Por qué tiene la boca cosida? —preguntó Héctor.

—Un gesto de cobardía —murmuró el hechicero—. Al menos eso asegura ella. Yo no lo veo así. Se cortó la lengua y cosió sus labios para evitar el riesgo de decir palabra alguna. Por esa cobardía, retiró el «dama» de su nombre. Dice no merecerlo.

En ese momento dos fantasmas cruzaron entre los árboles. El primero era el espíritu de una mujer morena que caminaba veloz, seguida de cerca por el espectro de una niña pequeña. La mujer no les miró al pasar, mientras que la chiquilla, en cambio, no les quitó la vista de encima. Pronto desaparecieron entre los árboles.

—Muchos fantasmas acaban aquí —le explicó Laertes al ver la curiosidad de su mirada—. Son afortunados. Este bosque es buen lugar para ellos, mucho mejor que la estancia infinita del castillo. Esa habitación es una trampa, los atrae como la miel a las moscas y los mantiene encerrados para siempre. Pero aquí su llamada no surte efecto.

—La voz ahoga la voz —comprendió Héctor mientras miraba de nuevo en torno a él. La sensación de paz que transmitía aquel lugar era tremenda. Miró hacia arriba. Había esperado que sobre aquel círculo de verdor la niebla fuera únicamente esmeralda, pero allí también persistía la niebla oscura.

—Tus amigas están aquí —anunció de pronto el hechicero.

Héctor se giró a tiempo de ver cómo una mariquita de madera se acercaba volando hacia él. El insecto se posó sobre su hombro y frotó sus patas delanteras, satisfecho de haberlo encontrado. Poco después, Marina y Natalia irrumpieron en la zona verde del bosque. Las lágrimas de la bruja habían convertido las pinturas de su cara en chorretones negruzcos que le daban aire de salvaje adornada con pinturas de guerra. La vampira caminaba con una expresión de deleite y asombro tal que hacía que su rostro resplandeciera.

Héctor sonrió al verlas. Se alegraba de que estuvieran allí, se alegraba de poder compartir ese lugar con sus amigas. Marina se le acercó casi a la carrera; por un instante pareció a punto de abrazarlo y aunque al final se contuvo, la mirada que le dedicó le hizo estremecer.

—¿Dónde estamos? —preguntó, ansiosa—. ¿Qué lugar es éste?

—El alma de Rocavarancolia —contestó—. Eso es lo que es.

—No, Héctor. No nos tomes el pelo, no es el momento, ¿vale? —dijo Natalia y retrocedió un paso al ver que en la sonrisa de su amigo no había traza de burla—. No puedes hablar en serio.

—Estoy hablando en serio.

—No, no puedes —insistió la bruja—. ¿Estás diciendo que las ciudades tienen alma?

—Las ciudades no lo sé —confesó él—. Pero sí los mundos —sonrió al recordar la explicación que le había dado dama Sueño en la torre de Ataxia—: Todo lo que está vivo tiene alma; unas pequeñas, otras enormes, diminutos chispazos de luz o destellos cegadores… Tanto da. En el fondo todas son idénticas en lo que realmente importa.

—Esto se está volviendo muy raro —murmuró Natalia con gesto hosco.

—Sí, claro, porque hasta ahora todo lo que nos ha pasado en Rocavarancolia ha sido de lo más normal —dijo Marina de forma teatral.

—Calla, vampira mala —le espetó la bruja que ahora miraba con desconfianza a la extraña pareja que acompañaba a Héctor—. ¿Y éstos quiénes son? No parecen fantasmas…

—Medea y Laertes, los brujos malditos de Rocavarancolia —les presentó el ángel negro.

Medea le dedicó a Natalia una corta reverencia y luego sus manos dibujaron un rápido saludo en el aire. La bruja la miraba fijamente mientras se acariciaba los labios con dos dedos, como si estuviera sopesando cosérselos también.

—Vuestro amigo dice la verdad —dijo Laertes—. En otros tiempos el alma de Rocavarancolia estuvo repartida por muchas otras zonas del planeta. En lo alto del pico de los dioses, en la laguna Balda, en el Monte Rocalavadanta… Pero, poco a poco, esos fragmentos acabaron marchitándose y muriendo. Esto que veis aquí es lo que queda del alma del mundo que habitamos. El último rescoldo, de hecho.

—Da pena —dijo Natalia, quien al parecer ya había aceptado que le estaban diciendo la verdad.

—¿Pena? —preguntó Laertes, sorprendido—. El hecho de que haya resistido tanto es motivo de alegría, no de aflicción.

Marina se había acercado al estanque y contemplaba las aguas y los llamativos nenúfares que flotaban en su superficie, perdida en sus pensamientos. Héctor se preguntó si estaría buscando su reflejo en el lago, pero luego recordó que ella era incapaz de verse reflejada en nada.

—La pervirtieron —anunció Marina de pronto y apretó los puños, enfurecida—. Era un lugar bello. Un alma amable y brillante. Pero llegó la oscuridad y la contaminó. ¿Qué fue lo que le hicieron? —preguntó mientras se giraba hacia Laertes como si él fuera el responsable—. ¿Qué atrocidades han cometido en este mundo para que su alma se enturbiara tanto?

—Te equivocas, niña —dijo el brujo maldito—. Pero que no te pese: es un error común. Por lo que yo sé el alma de Rocavarancolia siempre ha estado cuajada de tinieblas. Negrura y negrura, sombra tras sombra… Desde el principio, desde su nacimiento. Esto que contemplas, este reducto de vida y luz fue mínimo en su origen y ha ido creciendo, poco a poco, a lo largo de los años. Tras la guerra languideció, se hizo nada… Fue con vosotros cuando comenzó a resurgir de nuevo.

—No lo enti… —Marina se calló a media palabra, con la comprensión brillando en los ojos. Buscó a Héctor con la mirada y éste asintió—. ¿Esto lo hemos provocado nosotros?

—Así es —les aseguró Laertes.

Natalia se acercó al lago y se acuclilló en la orilla. Contempló su reflejo extrañada, como si pusiera en duda que la persona que veía reflejada fuera realmente ella. Acercó una mano y acarició su imagen, al instante varios círculos concéntricos se expandieron por la superficie del agua.

—Rocavarancolia nos cambió —dijo. Se llevó los dedos húmedos a la cara y comenzó a trazar espirales en las manchas informes en que se habían convertido los dibujos con que se había adornado aquel día—. Desde el mismísimo momento en que Denéstor nos trajo, Rocavarancolia empezó a cambiarnos. Lo que no sabíamos, lo que ni siquiera podíamos imaginar es que mientras eso sucedía…

—Nosotros cambiábamos Rocavarancolia —terminó Héctor.