14: El Panteón Real

XIV

El Panteón Real

Las implicaciones de la muerte de Esmael eran tantas que, nada más pensar en ellas, dama Desgarro sintió cómo un sudor viscoso se extendía por su cuerpo. No era momento de aparentar debilidad, así que disimuló su turbación como bien pudo mientras dama Serena les relataba el enfrentamiento entre Hurza y el ángel negro y la traición de Ujthan.

—Sucia rata —rezongó Sexto Cala al escuchar aquello—. Ojalá una manada de perros sarnosos se dé un festín con sus tripas.

Dama Desgarro no había esperado que la muerte de Esmael pudiera afectarle tanto. Pero no se engañaba: sus sentimientos hacia él no habían cambiado, lo que la alteraba era el hecho de que el reino hubiera perdido a su principal valedor. Rocavarancolia nunca había estado tan indefensa. ¿Y si ella había contribuido a que aquello sucediera? Había interferido en la cosecha y eso siempre traía nefastas consecuencias.

—¿Qué se supone que vamos a hacer ahora? —preguntó Natalia, ignorante de que, en ese mismo momento, dama Desgarro se hacía esa misma cuestión.

—Esperar —contestó la custodia del Panteón Real tras unos instantes de silencio—. Es la única respuesta que puedo darte, chiquilla. Me temo que no nos queda más remedio que aguardar acontecimientos.

Héctor apenas prestaba atención a la conversación. La noticia de la muerte de Esmael lo había sumido en un profundo estado de confusión. ¿Qué debía sentir? ¿Tristeza? ¿Ira? Lo ignoraba. Estaba demasiado aturdido como para poner nombre a sus sentimientos o, simplemente, identificarlos. Encima, para acrecentar más su desconcierto, no dejaba de oír aquella insistente llamada; venía del interior del panteón y todo su ser le instaba a seguirla. Contempló los silenciosos pasillos que se adentraban en el mausoleo.

—Si al menos supiéramos qué quiere Hurza… —murmuró dama Desgarro—. ¿Conquistar Rocavarancolia? —de ser así, lo tema ya hecho—. ¿Destruirla?

—Quiere sembrar la creación de muerte —anunció Marina—. Eso quiere: lo vi en su sueño.

—¡Otra vez tu dichoso sueño! —estalló Natalia—. No haces más que hablar de él sin contarnos nada. ¿Qué fue lo que viste?

Marina la miró largo rato, su rostro no mostraba expresión alguna pero el brillo salvaje de sus ojos era tan intenso que Héctor no se sorprendió cuando Natalia desvió la mirada.

—Soñaba con un mundo infernal —comenzó la vampira—. Un lugar que hace que, en comparación, Rocavarancolia sea un paraíso. Había montañas de fuego, torbellinos de arena y humo, ríos de lava negra… Hasta el mismo cielo estaba hecho pedazos. Por todas partes se levantaban catedrales como Rocavaragálago, tan altas que atravesaban la atmósfera del planeta. Sus torres y muros estaban recubiertos de espinas y garfios, de lanzas y aguijones…, y empalados en cada una de esas cosas se retorcía un ser vivo. Hombres y mujeres, niños y ancianos… Y criaturas que no se parecían en nada a los humanos. Sobre sus cuerpos corrían insectos, bichos repugnantes que les arrancaban a mordiscos la carne de los huesos. Y a cada bocado que daban, la carne se curaba a sí misma…

—Magos —murmuró dama Serena, impactada a su pesar. El odio de Hurza hacia los hechiceros no conocía límite. ¿Ese era el destino que les tenía reservado?—. Magos forzados a regenerarse una y otra vez.

—Eso soñaba Hurza —dijo Marina—. Y de pronto se dio cuenta de que yo estaba en su cabeza y esa ciudad terrible se esfumó. Todo se volvió oscuro. Y la oscuridad era él y la oscuridad me buscaba… Antes de poder escapar, supe que esa cosa nos necesitaba a Héctor y a mí para convertir esa pesadilla en realidad… De algún modo formábamos parte de ese horror.

—Su grimorio —dijo dama Serena, consciente de que había llegado su oportunidad—. Para eso te busca, niña. Poco antes de morir, Hurza preparó un libro de hechizos. Quiere recuperarlo y por eso necesita un vampiro —explicó—. Por lo visto, tras la muerte del Comeojos alguien hechizó el grimorio para que sólo los de tu especie pudieran tocarlo sin ser destruidos.

Dama Desgarro asintió. Ese dato estaba recogido en el Compendio de Valcoburdo, el volumen que listaba la mayor parte de los grimorios conocidos y sus características.

—¿Puede estar ese libro en la torre Serpentaria? —preguntó Sedalar. Habló deprisa, emocionado al comprender que la corazonada que había tenido en la torre quizá fuera cierta. Dama Serena lo miró con el ceño fruncido y él se apresuró a añadir—: Las cubiertas parecen fabricadas con sangre y apesta a poder y magia diabólica. En cuanto lo vi supe que había algo extraño en él.

—Un sortilegio sangriento —murmuró la fantasma, pensativa—. Pudiera ser… —admitió. ¿Qué mejor lugar para esconder un libro mágico que donde hay cientos de ellos? El plan que había esbozado en su mente comenzó a clarificarse.

—No lo entiendo —señaló Natalia—. ¿Para qué quiere el grimorio? Hurza tiene que conocer de sobra los hechizos si él los escribió, no debería necesitar el libro para lanzarlos, ¿verdad?

—No es el libro en sí lo que busca —contestó dama Serena—, lo que quiere recuperar es el poder que dejó en sus páginas.

—¿Recuperar su poder? —Sedalar Tul negó con la cabeza—. Eso no tiene sentido. Hurza ha tenido siglos para recobrarse —estaba bastante familiarizado ya con el proceso de elaboración de grimorios. De igual modo que los demiurgos recuperaban de forma natural la esencia que usaban para dar vida a sus creaciones, los hechiceros regeneraban la energía mágica de la que se servían para confeccionar sus libros de magia.

—Puede que haya resucitado con las fuerzas mermadas —especuló dama Desgarro—. O que sus correrías por Rocavarancolia lo hayan debilitado…

—Esmael casi acaba con él —señaló dama Serena—. De no haber sido por Ujthan, el ángel negro habría terminado con el nigromante; lo tenía vencido, os lo aseguro. Ahora mismo, el Comeojos no es ni una sombra de lo que fue. Para eso necesita a la vampira: quiere recuperar la esencia que dejó en el libro.

—¿Y por qué me necesita a mí? —intervino Héctor.

—Lo ignoro —mintió la fantasma.

—Yo también —murmuró dama Desgarro—. Pero sé qué te hace especial para Rocavarancolia y quizá eso esté relacionado con su interés por ti: tu potencial es tremendo, muchacho. Supera con creces a todo lo que se ha visto en décadas. Con tiempo y dedicación podrías ser uno de los hechiceros más poderosos que han servido al reino.

—¿Un hechicero? ¿Él? —preguntó Natalia. Héctor entendía su asombro: a lo largo de los meses de lo único que había hecho gala era de una marcada ineptitud para la magia.

—¿Este ángel negro es el muchacho del que todos hablaban? —preguntó Sexto Cala acercándose a él—. ¿El niño de la esencia de reyes?

—Estupideces —gruñó dama Desgarro—. Siempre que aparece alguien con un potencial semejante al tuyo se dice que está revestido de esencia real. Que no se te llenen los oídos con esas necedades —advirtió a Héctor mientras lo miraba con alarmante fijeza—. Muy pocos de los que se dice tal cosa acaban sentados en el trono. Pero la mayoría terminan siendo grandes hechiceros.

—No quiero ser hechicero, ni grande ni pequeño… —murmuró él—. Y no tengo la menor intención de hacer magia.

—¿Perdona? —Natalia se le acercó de dos rápidos pasos—. ¿Qué acabo de oír? ¿Has olvidado el sermón que me soltaste cuando dije que no quería aprender magia?

—No es lo mismo —Héctor negó con la cabeza—. El precio que me exige la magia es demasiado alto. Y no estoy dispuesto a pagarlo.

—¡Vaya! ¿Y qué precio es ese si se puede saber?

—El asesinato —contestó con desgana. La mirada se le iba cada vez con más frecuencia a los pasillos que se internaban en el mausoleo. La llamada era cada vez más y más insistente.

—Es un ángel negro —intervino Sedalar—. Tú extraes tu energía de las onyces, Marina de la sangre y yo de los seres vivos que tengo cerca. Eso nos da fuerza y nos capacita para la magia. Héctor tiene que matar para conseguirlo. Cada vida que quita aumenta su esencia. ¿Comprendes?

Natalia guardó silencio durante unos instantes, pensativa.

—Que mate bichos. En Rocavarancolia hay muchos.

—No serviría —dijo Sedalar—. Tienen que ser especies superiores.

—Bueno, pues que mate a Hurza y asunto resuelto.

—No voy a matar a nadie —aseguró él.

—No creo que tengas que preocuparte por eso —le indicó el demiurgo—. Si Esmael no ha logrado hacerlo, dudo mucho que cualquiera de nosotros pueda conseguirlo —no podía olvidar la humillante derrota sufrida a manos del ángel negro. La idea de enfrentarse a la criatura que había vencido a éste se le antojaba una locura.

—Hurza está débil —insistió dama Serena—. Si tenemos alguna oportunidad de vencerlo es ahora.

* * *

La criatura exhausta que entró en los aposentos de Huryel, escoltada por buena parte del Consejo Real, no podía ser otra que Hurza Comeojos. El regente se echó hacia atrás en el nido de cojines que dama Araña había dispuesto para él en la cabecera de la cama y estudió al hechicero pardo. Le recordaba vagamente a alguien pero le resultaba imposible precisar a quién. El combate contra Esmael había debilitado en grado sumo al nigromante, sus movimientos eran desacompasados y su respiración agitada y bronca. Dama Ponzoña, el hijo de Belgadeu, el Lexel blanco, Solberino y Ujthan entraron con él. La presencia de tantos miembros del consejo bastó para que los centinelas que custodiaban la puerta se hicieran a un lado.

—Salid fuera —les ordenó Ujthan con sequedad y ambos cumplieron la orden de inmediato.

—Vamos a matar al regente —canturreó la bruja cuando la puerta se cerró tras ellos. Comenzó a bailotear con una de sus serpientes sobre los hombros y el vuelo de su vestido de novia alborotado—. A matarlo bien muerto, sí, sí, sí. Le arrancaremos los huesos y haremos con ellos una jaula para su triste corazón, sí, sí, sí.

Dama Araña observaba a los recién llegados con sus muchos ojos desorbitados. Se interpuso entre la cama del moribundo y ellos, pero un gesto de Huryel la hizo retroceder.

—Qué desagradable sorpresa —la firmeza y energía de su voz le sorprendió hasta a él. No era la de un hombre agonizante—. La corte de los traidores me honra con su visita. Disculpad que no me levante para recibiros, pero mis condiciones actuales me tienen bastante limitado de movimientos.

—Sí, sí, sí. El regente va a morir…

—Que los dioses te escuchen, bruja estúpida —dijo el aludido. El hijo de Belgadeu respondió a su comentario con una carcajada. Huryel lo ignoró y centró su atención en Hurza—. No hemos sido presentados pero vuestra fama os precede: Hurza Comeojos, fundador del reino y primer Señor de los Asesinos de Rocavarancolia.

Hurza asintió con desgana, se acercó a la cama y se aferró al respaldo de la silla situada ante ella. La lucha contra el ángel negro lo había llevado más allá del agotamiento y cuanto antes terminara con aquella charada antes podría hacerse con las joyas de la Iguana y recuperar fuerzas.

—Ése soy. Y estoy aquí para liberaros del yugo de la existencia y concederos el descanso de la tumba —le anunció—. Vengo a mataros, regente.

—Pocas veces encontraréis una víctima más agradecida que yo —replicó él. Hurza tenía ojos de fiera. Era una mirada atroz, pero no tuvo problema en sostenerla—. ¿Cómo habéis regresado a la vida? —quiso saber.

—Hurza resucitó en el cuerpo de Belisario —se apresuró a contestar Ujthan—. Es por eso que…

—No estoy hablando contigo, carroña —le cortó con frialdad. Luego volvió a dirigirse a Hurza—: Hacedme el favor de contener la lengua de vuestros lacayos. Sus ladridos me perturban.

Desde la ventana había sido testigo de la lucha a los pies de la fortaleza y había visto cómo Ujthan había tomado por sorpresa a Esmael. No sabía qué le había hecho la espada del guerrero pero había cambiado las tornas del combate. Sin la traición de Ujthan, Esmael habría vencido. Paradójicamente, de haber sucedido eso ahora mismo no se encontraría a las puertas de la muerte.

—Belisario… —murmuró mientras estudiaba de nuevo a Hurza—. Sí, sin duda hay algo en vos que me recuerda a él.

—Era el último de mis seguidores —le explicó Hurza. El nigromante se sentó en la silla en la que había estado apoyado. Le costaba trabajo respirar—. Y me ha sido fiel hasta más allá de la tumba. Honraré su memoria mientras viva.

—Una fidelidad remarcable —admitió Huryel—. No esperéis encontrarla en la caterva de miserables de la que os habéis rodeado —se estiró todo lo que pudo entre los cojines. Sentía una calma extraña, casi mágica—. Terminad con vuestra tarea aquí, os lo ruego. No tengo últimas palabras que pronunciar ni gana alguna de seguir viviendo.

—¡No, regente! ¡No! —dama Araña volvió a ponerse en marcha y de nuevo un gesto de Huryel la detuvo.

—Hace tiempo que debí haber muerto —dijo. Por un momento la ferocidad de los arácnidos había deformado aún más los monstruosos rasgos de la criatura araña—. Hace tiempo que mi alma debió sumirse en la oscuridad. Mi hora ha llegado. Y bendita sea.

—Os mataré en un minuto, no temáis —le aseguró Hurza—. Pero hay una última labor que me gustaría encomendaros en vuestra calidad de regente. Es una mera formalidad, una simpleza que hasta podríamos pasar por alto si tenemos en cuenta que buena parte del consejo me apoya…

—Os escucho.

—Es una cuestión delicada… —comenzó—. Permitidme que la aborde de manera directa: tengo pruebas irrefutables de que tanto dama Desgarro como Mistral han interferido gravemente en el desarrollo de la cosecha —explicó—. El día de la llegada de los muchachos, la custodia del Panteón Real hechizó a uno de ellos para sensibilizarlo a los peligros de Rocavarancolia, mientras que Mistral asesinó a un miembro del grupo, tomó su aspecto y ocupó su lugar. La cosecha está mancillada y según las leyes sagradas los culpables han de ser castigados. Dama Desgarro y el cambiante deben ser despojados de sus cargos y desterrados. ¿No estáis de acuerdo?

—¿A qué se debe esta pantomima? —se escuchó preguntar a Solberino—. ¿Por qué no mata al viejo de una vez?

—Sí… —susurró dama Ponzoña—. ¿A qué viene tanta cháchara? ¿A qué viene tanto despropósito?

—Pruebas irrefutables… —Huryel sacudió la cabeza. Había tenido bastante claro que la cosecha de Denéstor estaba recibiendo ayuda externa. No había querido confirmar sus sospechas, por supuesto, ya que, de haberlo hecho, no le habría quedado más remedio que obrar en consecuencia.

—Si es necesario someteremos al muchacho y a dama Desgarro a un hechizo de revelación para que no quede duda alguna del lazo que la magia trenzó entre ellos —indicó—. Y traeremos a Mistral ante vuestra presencia si así lo deseáis. Será sencillo hacerle confesar. Por desgracia tanto una cosa como la otra llevarán su tiempo. Y eso retrasará vuestra muerte.

—No será necesario. Estoy seguro de que esas pruebas son concluyentes. Y aunque me quedara alguna duda, como bien habéis dicho, contáis con suficiente respaldo en el consejo como para dar validez a cualquier prueba —hizo una mueca—. Así pues, decidme: ¿qué deseáis de mí?

—Que cumpláis vuestro deber como regente, simplemente eso. Las leyes sagradas han sido infringidas y los culpables deben ser desterrados.

—Pobre dama Desgarro. Ha pasado de pugnar por la regencia a ganarse el destierro… —sonrió con displicencia—. ¿Quién ocuparía el puesto que ella deja vacante? ¿Quién la sigue en la cadena de mando?

—Ujthan —contestó Hurza—. Él se convertiría en custodio del Panteón Real y comandante de los ejércitos del reino.

—Qué apropiado. Y sospecho que lo primero que hará tras su nombramiento será retirar su candidatura a la regencia.

—Es muy probable.

—Con lo que, a mi fallecimiento, el actual Señor de los Asesinos se convertirá en regente. ¿He de suponer entonces que habéis vuelto a ocupar ese cargo?

Hurza asintió:

—Esmael ha muerto. Y dudo que haya nadie en todo el reino que haya vertido más sangre que yo —gruñó—. Aunque eso bien poco debe importaros. Lo único que os pido es que sancionéis la falta de dama Desgarro y Mistral como la ley prescribe. Lo que ocurra después no os incumbe.

—No sólo debo castigarlos a ellos —señaló—. La cosecha está mancillada; del primero al último. Todos deben morir.

—Vayamos paso a paso —ahora le tocó a Hurza el turno de sonreír con condescendencia—. Primero sancionad el infame comportamiento de los dos traidores. Luego podréis disponer de la cosecha como se os antoje.

Huryel se echó a reír, sabedor de que su último acto en la vida sería condenar al destierro al cambiante y a dama Desgarro. Creía entender el sentido de la comedia que estaba teniendo lugar allí. El reino había traicionado a Hurza y a su hermano; con lo que Solberino había definido como pantomima, el Comeojos buscaba la restauración del daño.

Quería que una fuerza viva de Rocavarancolia legitimara su ascenso al poder, y aunque el voto del consejo le habría bastado para ello, quería que fuera precisamente él, la máxima autoridad del reino, quien le concediera las riendas del gobierno. Pero había un detalle que Hurza había pasado por alto, una nimiedad que daría al traste con su ambición. Por supuesto no pensaba sacarlo de su error.

—Sea pues —dijo en cambio—. Yo, Huryel Sao, regente de Rocavarancolia, en presencia de las alimañas más rastreras que ha concebido el reino —por vez primera miró directamente a los traidores del Consejo Real. Tan sólo Ujthan bajó la mirada—, condeno al destierro a dama Desgarro y a Mistral por quebrantar nuestras estúpidas leyes. Desde este mismo instante dejan de ser ciudadanos de Rocavarancolia. Deberán abandonar los límites de la ciudad antes de que el sol se ponga o cualquiera podrá darles muerte allí donde los encuentren —una sonrisa beatífica se dibujó en su rostro—. Y eso es todo, Hurza. Está hecho. Ya soy tan traidor al reino como ellos —suspiró—. Supongo que entenderéis que no os desee suerte en vuestra empresa…

—Es comprensible —murmuró Hurza.

—¿Puedo irme entonces?

—Podéis iros.

A continuación cerró su puño y el corazón del regente estalló; la piel azulada de su pecho se abombó como si hubiera recibido un puñetazo desde dentro y después se relajó. Huryel dio una última sacudida y cayó sobre los cojines apilados, con su última sonrisa fija en los labios.

Dama Araña soltó un grito y comenzó a gimotear en una esquina mientras intentaba cubrirse el rostro con los brazos.

El nigromante abrió la mano y contempló su palma extendida como si quisiera comprobar que no quedara allí rastro alguno del asesinato que acababa de cometer. Se levantó después, no sin dificultad, y se acercó al cadáver. Para acabar con Huryel había tenido que quebrar el sinfín de protecciones que lo guarnecían y ese último esfuerzo lo había puesto al límite de sus fuerzas.

Dama Ponzoña retomó su enloquecido baile. Se acercó a la cama, escupió al cadáver y retrocedió, riendo desaforada.

—¡Los ojos! —exclamó mientras señalaba con exagerados aspavientos al cuerpo de Huryel—. ¡Arráncale los ojos!

Hurza, a pesar de su extrema debilidad, no tenía intención de robar la esencia del regente. No quería correr el riesgo de que las enfermedades que habían doblegado a éste le afectaran de algún modo, no tenía sentido tentar a la suerte cuando estaba a punto de hacerse con las joyas de la Iguana. Poco a poco, los miembros del Consejo Real se dispusieron alrededor de la cama, como dolientes que procedieran a velar el cuerpo de un familiar recién fallecido. Solberino contemplaba el cuerpo con reluctancia, la muerte del Huryel no le había proporcionado satisfacción alguna, más bien al contrario.

—Sonríe… —susurraba para sí mientras apretaba los puños que colgaban como pesos muertos a sus costados—. No debería sonreír.

—Sufrió durante años, date por satisfecho con ello —le dijo Hurza.

—No es suficiente —y luego añadió en voz baja—: Jamás será suficiente.

El primer Señor de los Asesinos acercó la mano a la diadema que ceñía la cabeza del difunto. Era una fina cinta de oro blanco que se ensanchaba en su centro formando un pequeño óvalo. Gracias a los recuerdos que había ido robando desde su despertar, Hurza conocía bien la historia de aquellas joyas. A lo largo de los siglos, Rocavarancolia había ido haciéndose con los objetos mágicos más importantes y codiciados de los mundos que vinculaba; a veces los conseguía mediante el robo, en ocasiones por derecho de conquista, otras como tributo… En poco tiempo el arsenal mágico del reino no tuvo parangón posible con los de cualquier otro mundo. Fue durante el reinado de dama Iguana cuando se decidió vincular a perpetuidad los objetos más poderosos a la figura del soberano. Se tardaron años en hechizar la treintena de piezas que las formaban por aquel entonces.

—Las joyas de la Iguana… —murmuró el hijo de Belgadeu, asqueado. Sus cuencas vacías saltaban de joya en joya—. Daría hasta el último hueso que me sustenta por verlas consumirse en el fuego.

Hurza y la criatura del nigromante compartían un odio similar por todo lo que oliera a magia. Belgadeu había construido a su hijo con huesos de hechiceros muertos en un intento de crear al mago más poderoso de todos los tiempos, pero lo que había conseguido era una criatura inútil para la hechicería y que además la detestaba con todas sus fuerzas. Hurza no había necesitado prometer nada a aquel esqueleto aberrante para conseguir su lealtad, el hijo de Belgadeu había hecho suya la causa del primer Señor de los Asesinos: le ayudaría a desterrar todo rastro de magia de la creación.

—Llegará ese día —dijo Hurza—. Pero por desgracia, no será hoy —desvió la mirada hacia Ujthan—. Es la hora, guerrero. Haz los honores.

El aludido asintió y, tras tragar saliva, comenzó a hablar:

—Soy Ujthan Matalobos, custodio del Panteón Real y comandante de los ejércitos del reino. Aquí, con varios miembros del Consejo Real como testigos, reniego por propia voluntad de cualquier derecho que por mi cargo haya adquirido sobre la regencia —a medida que pronunciaba aquel discurso su voz se apagaba más y más—. No soy digno, no soy capaz. Que otro asuma el puesto. Que el Señor de los Asesinos dé un paso al frente. Que las joyas de la Iguana reconozcan su derecho y su privilegio a ser su portador y ser regente del reino. Soy Ujthan Matalobos y… —el sudor moteaba su frente y hacía destellar los tatuajes de las armas inscritas en su cara—… y no soy digno.

Sin poder contener un gesto de repugnancia, Hurza tomó entre sus dedos la tiara y tiró de ella. La joya no se movió; permaneció anclada en su sitio, firme, tenaz. Hurza redobló su fuerza pero la diadema siguió en su sitio, sin moverse un milímetro. Entrecerró los ojos. Lo intentó por tercera vez y obtuvo el mismo resultado. Dejó la tiara y deslizó sus manos sobre las de Huryel, eligió un dedo, tomó un anillo e intentó sacarlo. Pero las joyas de la Iguana permanecían inamovibles, pesadas como mundos.

—¿Qué está ocurriendo? —gruñó Hurza. La frustración se unió al agotamiento.

Fue el Lexel blanco quién contestó:

—Las joyas no os reconocen, Comeojos. Para ellas no sois el regente de Rocavarancolia y, por tanto, consideran que no tenéis derecho a usarlas.

—Eso es imposible —Hurza se apartó de la cama, furioso, y miró al hechicero de la máscara blanca—. Esmael ha muerto y Ujthan acaba de renunciar.

—Cierto es. Ujthan acaba de ofrecer la regencia en bandeja al Señor de los Asesinos. Pero, por lo visto, tú no eres tal.

Hurza le fulminó con la mirada.

—Llevo quitando vidas desde antes de que vuestro sol naciera —siseó—. Mis manos están tan rojas de sangre como la maldita luna que flota en las alturas.

—Sospecho que ahí, precisamente, radica el problema —el Lexel blanco ladeó la cabeza y el reflejo de Hurza en su máscara se escurrió hacia la izquierda, un manchón deforme y acuoso—. Las manos con las que habéis intentado tomar las joyas no son las vuestras: pertenecen al anciano Belisario, y ese buen brujo nunca fue un asesino a gran escala… Y para las joyas de la Iguana sois él, Belisario, no Hurza Comeojos. Les han enseñado a reconocer cuerpos, no los espíritus que los habitan.

Hurza entornó los ojos mientras asimilaba lo que el Lexel acababa de decir. Si estaba en lo cierto, y todo parecía indicar que así era, la regencia estaba vedada para él, sólo el custodio del Panteón Real o el Señor de los Asesinos podía reclamar aquel puesto y él no era ni una cosa ni la otra. Al morir el ángel negro, otro habitante del reino había ocupado su puesto, pero ese honor no había recaído sobre sus hombros. Contempló otra vez la sonrisa con la que había muerto Huryel y tuvo la certeza de que se estaba burlando de él desde el más allá.

—¿Quién? —se preguntó en voz baja, rabioso—. ¿Quién es? —se sintió desfallecer y buscó de nuevo el apoyo de la silla—. ¿Quién es el nuevo Señor de los Asesinos? —tardó un instante en recordar que había una forma sencilla de averiguarlo: un viejo artefacto mágico señalaría la identidad de la persona que acababa de hurtarle la regencia—. El cáliz de sangre, traedlo… —pidió—. ¡Traedlo ahora mismo!

Ujthan asintió y salió casi a la carrera de la estancia, agradecido de abandonar el lugar donde se había consumado de forma total su traición.

Hurza contempló sus manos extendidas. Temblaban. Resopló y un fuerte sabor a corrupción le subió al paladar. Estaba indefenso. De nuevo el azar y lo imprevisto habían venido a trastocarlo todo. No pensaba consentirlo. Había dispuesto medidas de seguridad para salvar cualquier eventualidad y había llegado la hora de poner en marcha la primera de ellas, demasiado pronto para su gusto, sí, pero no tenía alternativa.

Una serie de sonidos sofocados, mitad gruñidos, mitad quejidos, le hicieron mirar de nuevo hacia el lecho del regente. Allí, con la rodilla apoyada en la cama, dama Ponzoña tiraba con insistencia de uno de los collares de Huryel, el rostro denudado, la lengua fuera. La bruja mascullaba para sí y tiraba con todas sus fuerzas, ajena a lo imposible de su tarea.

—Dama Ponzoña… —murmuró Hurza. La bruja se estremeció y le dedicó una sonrisa culpable; por un momento pareció una niña sorprendida en plena travesura—. Sujetadla, por favor —ordenó.

La bruja le miró sin comprender. ¿Qué tenía que sujetar? ¿A qué se refería Hurza? Antes de que pudiera preguntar nada, el hijo de Belgadeu se aproximó veloz a ella y la inmovilizó desde atrás. Dama Ponzoña soltó un gritito que sonó como un cacareo.

—¿Qué? ¿Qué es esto? —preguntó, perpleja, mientras miraba primero a Hurza y después a todos y cada uno de los ocupantes de la estancia. Hasta, en el colmo de la incongruencia, a dama Araña—. ¿Qué es esto? ¿Una broma? ¿Me gastáis una broma? ¡No es el momento! ¡No es hora de juegos! ¡Soltadme!

—¿De verdad creías que una criatura tan deleznable como tú podía tener cabida en la Rocavarancolia de Hurza Comeojos? —preguntó el hijo de Belgadeu a la enloquecida mujer—. ¿De verdad creías que formabas parte real de sus planes? Lo único que le ha interesado de ti desde el principio ha sido tu esencia. ¿Y sabes por qué? Porque la esencia de los brujos es descomunal, tremenda… —a cada frase del espantoso esqueleto, la bruja replicaba con un «¿Qué?»—. Es por el dominio, ¿sabes? El dominio os hace deliciosos para los que son como él. Por eso te quería a su lado: por si alguna vez necesitaba tus ojos. Si no te ha matado antes es por lo repugnante que resultas.

—¿Qué? —insistía dama Ponzoña, incapaz al parecer de entender a qué se refería—. ¿Qué?

Hurza se levantó despacio de la silla. El hijo de Belgadeu tenía razón en parte. Era cierto que dama Ponzoña le repugnaba, pero no era ese el motivo por el que no le había arrebatado su esencia antes; no lo había hecho porque la bruja estaba loca y corría el riesgo de contaminarse con su locura si se alimentaba de ella.

Dama Ponzoña vio acercarse al fin a Hurza Come-ojos y la comprensión llegó de lleno a su castigado cerebro.

—¡No! ¡No! —luego rompió a aullar, pataleando y chillando, presa del abrazo de hierro del hijo de Belgadeu—. ¡No! —las serpientes de la bruja intentaban morderlo, pero sus colmillos se astillaban al clavarse en el hueso. En aquel ser no había sangre que envenenar—. ¡Me lo prometiste! —le recriminó a Hurza—. ¡Me prometiste que siempre estaríamos juntos!

—Y no mentí… —apenas le quedaba voz—. Estaremos juntos para siempre. Tu esencia y tus recuerdos vivirán eternamente en mí.

Dama Ponzoña dejó de debatirse cuando el fundador del reino llegó hasta ella. La mano parda del hechicero cogió su barbilla y la obligó a alzar la vista. Las lágrimas fluían sin parar de sus ojos aterrados, aquellos mismos ojos que a punto estaban de abandonar sus órbitas.

—Me vestí así para ti —confesó ella mientras agitaba su vestido de novia. Hurza no podía no conmoverse con esa revelación; aquellas palabras, estaba convencida, devolverían las aguas a su cauce, le harían ver la locura que estaba a punto de cometer.

Hurza asintió con desgana. Como si lo hubiera sabido desde siempre y le trajera sin cuidado. Esa frialdad le dejó claro a dama Ponzoña que estaba condenada. Hipó. Y en su miserable ser encontró el poco valor que tenía para, a las puertas de la muerte, interceder por lo único que realmente le había importado en la vida:

—Mis serpientes… —murmuró mientras miraba a las víboras que se enroscaban en sus brazos—. No hagáis daño a mis pequeñas, por favor —rogó—. Dejadlas vivir.

El hijo de Belgadeu soltó una desagradable carcajada mientras redoblaba su presa. Luego inclinó su grotesca calavera hacia la mujer para susurrarle:

—Las reventaré a golpes con tu propio cráneo. Eso haré, vieja loca, eso haré.

El alarido de la bruja se escuchó en todo el castillo.

* * *

Sedalar estaba sentado en uno de los bancos del Panteón Real. Estudiaba el collar que había dispuesto sobre el pañuelo extendido ante él con total concentración. Había animado dos minúsculas criaturas para que le ayudaran: una de ellas, una suerte de hormiga que cargaba una lupa a su espalda, analizaba la intensidad de la magia en distintas zonas del talismán, mientras la otra, una polilla con cabezas en cada extremo, estudiaba cómo se repartía la energía en el objeto. Gracias a ellas, Sedalar era capaz de dibujar en su mente un diagrama del funcionamiento del hechizo anclado en el talismán.

Mientras estudiaba las excéntricas ramificaciones que adoptaba la magia en los eslabones de la cadena, un brutal escozor en los ojos le hizo apartar la mirada. Pestañeó varias veces en un intento vano de contener las lágrimas. Había potenciado su visión para investigar el talismán a nivel microscópico y el cansancio estaba pasándole factura. Cerró los ojos con la intención de descansar la vista unos minutos. Mientras se hallaba sumido en esa placentera oscuridad, notó cómo alguien se sentaba a su lado y no le quedó más remedio que, a regañadientes, mirar hacia allí. Al instante, las dimensiones del panteón se dispararon, afectadas por el hechizo que modificaba su visión; la fantasma y dama Desgarro eran colosos perdidos en la distancia; los bancos se transformaron en edificios descomunales y la estatua cambiante en una montaña de la que sólo era capaz de distinguir las estribaciones rugosas de su pedestal. Se frotó los ojos para hacer regresar al mundo a su escala normal y descubrió a Marina junto a él, mirándolo inquieta.

—¿Va todo bien? —le preguntó ella.

—¿Qué? —por un instante no supo a qué se debía su preocupación, luego se percató de las lágrimas que le corrían por las mejillas—. Ah. El llanto y eso. No te preocupes. Es cosa de la magia. Estoy en mitad de algo.

—Siento interrumpirte pero… —la joven se frotaba las manos, entre nerviosa e impaciente—. Es importante… —él sonrió y la animó a continuar con un gesto. Marina suspiró mientras miraba de reojo la puerta del mausoleo—. No sabemos qué está pasando fuera y… bueno, me preocupan nuestros amigos: Lizbeth, Maddie… Darío. ¿Puedes hacer algo por ellos?

Sedalar Tul lo sopesó un instante.

—Maddie está en el castillo y no puedo llegar a ella de ningún modo —comentó—. Y tampoco se me ocurre cómo atraer a Lizbeth hasta aquí. Pero puedo intentarlo con Darío —a continuación sacó de su morral una araña tornasolada de cuyo abdomen nacían unas pequeñas alas de cisne. La alzó ante sus ojos—. Un hechizo de búsqueda y otro de regreso —murmuró mientras los anclaba—. Nada demasiado complicado. Y ahora un sortilegio de eco… —anunció mientras se acercaba el insecto a los labios, en el último momento cambió de opinión y se lo acercó a Marina—. Será mejor que Darío escuche tu voz y no la mía. Pídele que siga a la araña, dile que le guiará hasta lugar seguro.

Su amiga asintió e hizo lo que le pedía. Después Sedalar insufló vida a la criatura y la dejó marchar. Los dos la contemplaron volar, insegura al principio, decidida después, hasta el portón. Se coló por el exiguo hueco que quedaba entre ambas hojas y desapareció. Marina sonrió y luego hizo algo que tomó por sorpresa al demiurgo: se aupó en el banco y le besó en la mejilla.

—Muchas gracias —dijo.

—No tienes por qué darlas —murmuró, azorado. Las muestras de cariño seguían perturbándolo, no lo podía remediar—. De todas formas no creo que debamos preocuparnos por nuestros amigos, estoy seguro de que se encuentran bien. Que sepamos, Hurza no tiene nada contra ellos.

Los ojos todavía le escocían. Pestañeó despacio mientras miraba alrededor. Dama Serena y dama Desgarro seguían hablando ante la estatua cambiante, discutiendo quizá el mejor modo de plantar cara a Hurza; estaban relativamente cerca, pero ni esforzándose habría podido oír ni una palabra de lo que decían: ambas estaban protegidas por una campana de silencio que hacía del todo imposible que alguien pudiera escucharlas. Natalia estaba sentada en un banco cercano, charlando con la mujer herbosa; el corazón se le aceleró al preguntarse qué sentiría si fuera Natalia quien le besara. Apartó esa idea de su mente. Sexto Cala permanecía de pie cerca de las dos brujas, hablando con un hombre que Sedalar no había visto antes: un anciano guerrero que vestía una armadura de aire antiguo, sobre cuya pechera caía una intrincada barba cana.

—Vaya —murmuró el demiurgo, sorprendido—. No me había dado cuenta de que tenemos otro invitado.

Marina asintió mientras miraba hacia allí.

—No pidió permiso ni solicitó refugio, se limitó a entrar sin más —le explicó—. Se llama Argos y dice que ha venido a poner su espada a disposición de dama Desgarro, aunque cuando la ha desenvainado apenas la ha podido levan… —Marina se incorporó de pronto, con los ojos muy abiertos—. ¿Y Héctor? —preguntó al tiempo que miraba agitada a su alrededor.

Sedalar la imitó. Por ninguna parte se veía rastro del ángel negro.

—¿Dónde está Héctor? —preguntó la vampira, sin gritar, pero en voz lo bastante alta como para despertar ecos en la vasta sala.

* * *

Los pasillos que se adentraban en el mausoleo conformaban un laberinto tal que a Héctor pronto le quedó claro que no podría regresar sin ayuda. No se arredró y siguió adelante. La voz que no era voz tiraba de él, le obligaba a buscar su fuente. Y no podía resistirse a ella.

Los pasajes se cortaban unos a otros en todos los ángulos posibles y eran tan estrechos que difícilmente dos personas corpulentas habrían podido caminar una junto a otra; las paredes estaban compartimentadas en una multitud de nichos, todos con su placa de oro blanco indicando el nombre del ocupante de la tumba. En cada una de las encrucijadas y cruces se levantaba una estatua. Héctor pronto descubrió que también eran sepulcros: en ellos reposaban los restos de antiguos reyes.

Avanzaba consciente de que, en cierta forma, se estaba adentrando en la historia de Rocavarancolia. Caminaba entre sus muertos más venerados, entre los monarcas y héroes que habían construido la leyenda de aquel reino oscuro. Al contrario que los enterrados en el cementerio, allí todos yacían en respetuoso silencio. En ocasiones, Héctor leía los epitafios y nombres grabados en las placas de las lápidas y estatuas que encontraba en su camino.

«Vlad Laderian, el duque Lagarto», leyó en la placa de un nicho. «Escribió dos libros que nadie leyó, tuvo ocho hijos y mató a más enemigos de los que habría deseado matar».

En la siguiente encrucijada se topó con la estatua de una mujer que montaba un dragón negro. Héctor los reconoció a ambos. Había visto una estatua semejante, aunque a mayor escala, mientras exploraban la ciudad.

«Aquí reposan las cenizas de Su Majestad Sangrienta dama Irhina, junto a los de su dragón Balderlalosa», leyó en la placa de su base. «Unidos en la muerte como unidos estuvieron en vida. Que en la larga eternidad jamás conozcan la sed. Que la historia jamás olvide sus nombres».

Héctor conocía lo bastante bien Rocavarancolia como para sospechar que la mayoría de los que yacían en aquel mausoleo habían sido arrancados a la fuerza de sus propios mundos, y a pesar de todo habían consagrado sus vidas a la gloria del reino. Como lo había hecho Esmael. Y Héctor comenzaba a comprender sus motivos: la grandeza, la magia, las maravillas sin cuento que debían haber contemplado tanto en Rocavarancolia como en los mundos vinculados… Rocavarancolia era oscura, temible, y a la par…

Abandonó sus cavilaciones cuando comenzó a escuchar un murmullo creciente en la dirección que seguía. En un principio creyó que la llamada al fin había cobrado forma real, pero al aproximarse se dio cuenta de su error. Distinguió una voz de mujer y unos sonidos que, de entrada, no fue capaz de identificar. Sólo cuando dobló la enésima esquina del enésimo pasillo se dio cuenta de que eran maullidos.

Al poco tiempo, cuatro gatos le salieron al paso y comenzaron a frotarse contra sus piernas. A Héctor le costó trabajo caminar sin pisarlos ni tropezar.

La encrucijada en la que desembocaba el pasillo estaba ocupada por una suerte de campamento formado por varios camastros y dos tiendas de campaña, dispuesto todo alrededor de la estatua de una mujer desnuda. Había casi una veintena de camas, todas ocupadas, y varios gatos deambulando entre ellas como si fueran los dueños del lugar. Una mujer ataviada con una túnica verde estaba sentada en una mecedora junto a uno de los lechos. Al verlo llegar, se incorporó y se acercó apoyada en un báculo de madera; caminaba con paso lento pero firme. Era de apariencia humana, aunque en ella también había trazas de felino. Tenía los ojos irisados; las orejas, peludas y móviles; el hocico chato; y, por el movimiento que se intuía a su espalda, también contaba con cola.

—Una visita del todo inesperada a las entrañas del Panteón Real —dijo la mujer. Su voz tenía algo de ronroneo comedido—. ¿Qué te trae por aquí, pajarito?

—No lo sé —respondió con sinceridad—. Algo en este lugar me llama y necesito averiguar qué es… —de los cuatro gatos que habían salido a su encuentro sólo uno permanecía bajo sus piernas; los otros tres deambulaban en torno a la mujer maullando para reclamar su atención. Héctor miró a su alrededor—: ¿Qué es este sitio?

—Has venido a parar al refugio de dama Gato —anunció—. Aquí cuido de los que no pueden valerse por sí mismos, de los que no conseguirían sobrevivir en la ciudad sin ayuda. Yo soy dama Gato. Así me llamaron cuando salió la Luna Roja y así me quedé. ¿Tienes nombre, pajarito? —inclinó la cabeza y entrecerró sus ojos felinos con curiosidad.

—Me llamo Héctor. Ese era mi nombre antes de la Luna Roja y no tengo intención de cambiarlo —mientras hablaba estudiaba a los ocupantes de los camastros. Los pocos rostros que alcanzaba a distinguir estaban marcados por la vejez y la enfermedad—. ¿Cuidas sola de ellos?

—No podría aunque quisiera —respondió dama Gato tras soltar una risilla—. Dama Araña nos mantiene bien provistos de alimentos y pociones. Sin ella y sin la custodia del Panteón Real la mayoría de los que aquí ves habría muerto hace mucho —la mujer agitó la cabeza y le miró fijamente—: Ocurre algo fuera, ¿verdad? —su tono había cobrado seriedad—. Los gatos están tan inquietos que se subirían por las paredes si pudieran.

Héctor asintió mientras apartaba al macho negro con el pie. Éste volvió a la carga al instante.

—Un hechicero llamado Hurza ha tomado la ciudad —le explicó—. Mis amigos y yo nos hemos refugiado aquí.

Dama Gato suspiró.

—Hacía treinta años que no ocurría nada realmente interesante en el reino. Demasiado tiempo, demasiado tiempo —se frotó las manos—. Si crees que lo que estás buscando te ayudará a enfrentarte a ese Hurza, te equivocas.

—No me importa —dijo—. Sólo quiero saber qué es.

—Un pajarito curioso —canturreó ella—. Vas por buen camino. Eso que dices oír se encuentra sólo un poco más adelante —dijo mientras señalaba uno de los pasillos que confluían en aquella encrucijada—. No tiene pérdida. Héctor le dio las gracias y echó a andar hacia allí. Al pasar cerca de uno de los camastros, una mano le tomó del antebrazo. Se detuvo, más por la sorpresa que por la fuerza mínima con la que le sujetaban.

—¿Esmael? —preguntó el ocupante del lecho con un hilo de voz. Era un anciano decrépito; en otros tiempos debió de ser un portento físico, pero la edad y la enfermedad se habían ensañado con él. Sus ojos estaban velados por cataratas y Héctor comprendió que para él el mundo no era más que una conjunción de sombras y claroscuros—. ¿Sois vos? ¿El Señor de los Asesinos? —la voz le temblaba debido a la emoción. Intentó incorporarse, pero lo único que consiguió fue tirar la manta que lo cubría—. Qué honor que hayáis acudido a visitarnos. Qué inmerecido honor… —se lamía los labios temblorosos una y otra vez—. Es imposible que os acordéis de mí, pero en Almaviva luchamos codo con codo un instante… Coincidimos en la refriega, vos con vuestras alas y yo con mi hacha… —el guerrero comenzó a llorar de pronto—. Qué gran día fue ése… Qué gran día…

Dama Gato se acercó hacia ellos, con una sonrisa de disculpa dirigida a Héctor. La mujer tomó la mano del anciano y procedió a apartarla con delicadeza.

—No es…

—Descansa, guerrero —le interrumpió Héctor—. No recuerdo a todos los que combatieron junto a mí aquel día. Pero sin vosotros, la victoria no habría sido posible. Descansa. Bien saben los dioses que te has ganado el reposo.

Después de eso se apartó del hombre y la cama, asintió en dirección a dama Gato en señal de despedida y, perplejo, aturdido por lo que acababa de hacer, continuó su camino.

Rocavarancolia lo llamaba.