XIII
La magia y la furia
A su pesar, Sedalar Tul, el muchacho que una vez fue Bruno, soñaba de nuevo.
Era el sueño habitual, el que le había perseguido desde que tenía memoria. Estaba en el escenario de costumbre, y en la penumbra del patio de butacas se sentaban todos a los que les había robado su esencia; había más de treinta personas allí: sus padres, sus tíos, los niños del jardín de infancia… No dejaban de observarlo, sumidas en un silencio tenso, con los ojos muy abiertos. Alexander, Ricardo y Rachel estaban en la última fila, contemplándolo con la misma expectación que el resto.
Sedalar estaba aterrado. Podía ser el sueño de siempre, sí, pero él ya no lo era. La Luna Roja había matado a Bruno con la misma precisión con la que lo hubiera hecho una bala. A lo largo de su vida había construido un muro entre las miradas anhelantes de los muertos y su propia culpa, pero la transformación había derrumbado esa barrera y ahora se sentía perdido. Bruno había sido capaz de aguantar, noche tras noche, esas miradas ansiosas, pero a Sedalar le resultaba imposible. Si permanecía allí mucho tiempo se volvería loco.
Para su alivio, de pronto, un telón oscuro cubrió el patio de butacas. Dio un paso atrás, sorprendido. Aquel telón no formaba parte del sueño; era un elemento nuevo. Frunció el ceño. En la superficie del pesado cortinaje comenzaron a dibujarse formas y colores que, poco a poco, ganaron en profundidad. El escenario, hasta entonces vacío, también se fue transformando. Donde antes no había nada, aparecían ahora sillas, estanterías, mesas, alfombras y tapices. No tardó en reconocer el lugar: era la última planta de la torre Serpentaria.
Se encontró contemplando una estantería que había visto despierto decenas de veces. Casi todos los estantes y objetos que la ocupaban estaban en penumbra pero había uno en particular que aparecía iluminado con luz propia: una pequeña vasija blanca en una esquina. Se acercó despacio. Metió una mano dentro y sus dedos acariciaron los pequeños eslabones de una cadenita. La extrajo con cuidado. Era un medallón con forma de Luna Roja, y en su centro aparecía engastada una piedra similar a la de la gargantilla que había transformado a Lizbeth en el palacete.
Sedalar Tul contempló el collar con atención. Alguien le estaba haciendo soñar con él, era evidente, pero ¿por qué? La piedra de la medalla parecía un inmenso goterón de sangre fresca.
Mientras la estudiaba sintió una convulsión bajo sus pies. El sueño temblaba. Captó el crepitar de la magia sanadora un instante antes de oler su peculiar aroma a plata. Lo estaban curando, comprendió, le arrastraban de regreso a la consciencia. Sedalar no opuso resistencia y se dejó llevar, cualquier cosa era preferible a enfrentarse de nuevo a las miradas de los muertos.
En el mismo momento en que despertaba alguien lo besó desde el otro lado del sueño. Fue un beso corto en la mejilla, repleto de cariño y afecto. El demiurgo abrió los ojos para encontrarse de regreso en el torreón Margalar. Natalia estaba de rodillas junto a él, con trazos de magia sanadora todavía enroscados en la punta de los dedos.
—Me acaban de besar en sueños —murmuró. Estaba tan desorientado que no se detuvo a pensar lo extraño que podía sonar eso.
—Qué suerte la tuya —rezongó la bruja mientras se incorporaba—. Yo he soñado que me pateaba un cocodrilo.
Sedalar se sentó en el suelo e intentó centrarse. Héctor estaba de pie junto a Natalia y, un poco más allá, Marina miraba a través de la única ventana del cuarto, espiando el cielo. La tensión que se respiraba era sofocante.
—¡Esmael! —exclamó Sedalar al recordar lo sucedido—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está? —El ángel negro le había dejado fuera de combate como si no fuera más que un niño indefenso—. ¡Quería mataros!
—Cambió de idea —le explicó Héctor—. Aunque si lo que nos ha contado es cierto todavía estamos en peligro.
—Pero…, pero… —Sedalar necesitaba respuestas. Por necesidad de saber, sí, pero también por enterrar cuanto antes el recuerdo de los muertos que habitaban sus sueños—. ¿Por qué nos ha atacado? ¿Qué está…
Una potente voz procedente del exterior le interrumpió:
—¡Vuestro tiempo ya pasó! —era un grito de una sonoridad tremenda—. ¡Sois historia! —continuó la voz, tan alta que a Sedalar le costó reconocerla—. ¡Vuestro lugar es el pasado, el recuerdo, no el presente! ¡No tenéis derecho a volver! ¡Hurza! —el demiurgo miró a sus amigos, completa y absolutamente perdido, pero nadie le prestaba atención. Todos tenían la vista fija en la ventana—. ¡Te desafío! ¡Aquí y ahora! ¡Te desafío! ¡Uno de los dos tiene que morir! ¡En Rocavarancolia sólo hay lugar para un Señor de los Asesinos!
—Eso es lo que está ocurriendo —señaló Natalia cuando se hizo el silencio.
—¿Hurza? —preguntó Sedalar Tul mientras se levantaba. Negó con la cabeza—. ¿El fundador del reino? ¿Ese Señor de los Asesinos?
—Hurza es la oscuridad que nos amenaza —musitó Marina. El rostro de la vampira evidenciaba una seriedad terrible—. Entré en sus sueños y casi me volví loca —apartó la vista de la ventana y se dirigió hacia ellos—: Algo acaba de salir del castillo y viene hacia la ciudad —les informó—. Creo que es él.
—Tenemos que irnos —ordenó Héctor.
Natalia le tendió su báculo al demiurgo. Sedalar se lo quedó mirando como si no tuviera clara su utilidad. Volvió a sacudir la cabeza.
—¿Y dónde se supone que vamos? —preguntó.
—Esmael nos ha ordenado buscar refugio en el cementerio —le explicó Héctor—. Tenemos que llegar al Panteón Real y solicitar asilo. Por lo que dice, allí estaremos a salvo.
—¿Y te fías de él? —quiso saber el demiurgo. Natalia le encasquetó sin contemplaciones la chistera en la cabeza y lo empujó hacia la puerta—. Hace un momento quería matarte.
—Me fío más de dama Desgarro que de Esmael —aseguró Héctor mientras salían—. Y ella está en el cementerio. Quizá pueda contarnos qué está sucediendo. Además prefiero ponerme en marcha a esperar a que Esmael o cualquier otro venga a por nosotros. —Miró a Sedalar—. En el torreón ya no estamos seguros.
El demiurgo asintió, comprendiendo de pronto el alcance de las palabras de su amigo. Miró alrededor mientras bajaban la escalera. Habían vivido en el torreón durante meses, había sido el reducto del grupo en la tempestad, el único punto de la ciudad en el que se habían sentido a salvo. Aquel lugar había cumplido su cometido, pero había llegado la hora de dejarlo atrás. Siguiendo un impulso acarició la fría piedra verdosa de la torre cuando ya se acercaban al portón. Él mismo se encargó de abrirlo con un gesto mágico.
Marina se detuvo cuando avanzaban por el pasadizo que conducía fuera.
—¡Las cenizas de Ricardo! —exclamó—. ¡Las hemos olvidado! —Hizo ademán de regresar dentro, pero el demiurgo la tomó del brazo para impedírselo.
—Estarán a salvo pase lo que pase —le dijo. Y era cierto: los hechizos que había anclado en la vasija que las contenía la hacían prácticamente irrompible.
No había nubes alrededor de la Luna Roja y ésta brillaba cegadora, una circunferencia perfecta y sangrienta. Al contemplarla, Sedalar Tul recordó el medallón que acababa de ver en sueños.
A un gesto de Natalia, la noche se pobló de onyces. Por la expresión de la bruja al verlas, Héctor comprendió lo disgustada que estaba con ellas: las sombras los habían abandonado cuando ella cayó inconsciente. Se preguntó si ya le había quedado claro lo poco de fiar que eran sus mascotas o si precisaba de alguna prueba más.
—No voy con vosotros —anunció de pronto Seda-lar—. Necesito hacer una parada en la torre Serpentaria. Si todo va bien, os alcanzaré antes de que lleguéis al cementerio.
—¿Te parece buena idea separarnos? —le preguntó Héctor con el ceño fruncido.
—No. De hecho es una idea terrible. Pero hay algo en la torre que necesito. Seré rápido, lo prometo —hizo una mueca—. De todas formas, ya has comprobado lo útil que soy cuando nos enfrentamos a hechiceros de verdad.
—No era cualquier hechicero —le consoló Natalia—. Era el maldito Señor de los Asesinos de la maldita Rocavarancolia. Deberías estar orgulloso de haberle plantado cara.
Sedalar se encogió de hombros.
—No creo que el orgullo haya salvado muchas vidas.
—Chicos… —les interrumpió Marina. La muchacha miraba con suma atención al cielo. Un destello rojo sobrevolaba la ciudad a gran altura; un chispazo de luz que, mientras miraban, pasó sobre sus cabezas y puso rumbo a una pequeña silueta clavada entre las nubes: Esmael. Héctor se estremeció.
—Tenemos que marcharnos ya —anunció.
* * *
Eran pura magia desatada. Magia y furia.
Una sucesión de tremendas detonaciones marcó la trayectoria de ambos a través del cielo; la última no la provocó la magia sino la barrera del sonido al romperse. El escudo que Esmael había interpuesto entre él y los ataques de Hurza se resquebrajó en el mismo instante en que ambos se separaban. Esmael resopló. Un relámpago de luz viscosa salió despedido de las manos del ángel negro, un hechizo de consunción tan dañino que el aire a su paso ardió. Hurza lo colapso al momento, pero tuvo que recurrir a más energía de la que esperaba para lograrlo.
Cada ataque tenía su defensa, cada finta, su réplica. Tras los primeros compases del combate, Esmael supo que era más poderoso que Hurza. Pero su adversario equilibraba esa ventaja con una pericia que jamás había visto en ningún hechicero. Nunca en su vida había creído que pudiera existir alguien capaz de usar la magia con semejante habilidad. Además, recurría a hechizos de los que Esmael no tenía conocimiento, ramas de la hechicería que le resultaban del todo desconocidas. En más de una ocasión se encontró repeliendo ataques de una potencia demoledora sin saber muy bien qué daños podían provocar o cuál era su objetivo final.
Hasta la última criatura y objeto mágico de Rocavarancolia percibía el eco de aquella lucha: los grimorios temblaban en sus atriles y estantes, sortilegios anclados en los más diversos objetos y lugares vibraban con la magia desbocada en las alturas. La ciudad entera olía a leyenda. Aquella batalla estaba dando origen a una nueva era, a un nuevo ciclo en la historia de Rocavarancolia.
Lo que en aquellos instantes sucedía en los cielos iba a cambiar el mundo.
* * *
Las primeras explosiones provocaron que las sombras de Natalia huyeran en desbandada. La que transportaba a Marina se encabritó y pareció dispuesta a dejar caer a la vampira. Héctor se aproximó veloz, pero la muchacha no precisó su ayuda. Se afianzó a horcajadas en la sombra cambiante y la obligó a mantener el rumbo. A un grito de Natalia el resto de su escolta reapareció.
Reemprendieron la marcha. La bruja era quien la abría, seguida de cerca por Marina. La vampira se había negado a que fuera Héctor quien la llevara y él tuvo claro el motivo sólo con mirarla: estaba sedienta y no quería arriesgarse a tenerlo cerca.
Sobrevolaban Rocavarancolia rumbo al cementerio. Dejaban atrás zonas de ruinas y edificios intactos, pasaban sobre puentes, minaretes y templos. Era la enésima vez que Héctor tenía ante sí esas calles y plazas, pero, de alguna forma, todo resultaba nuevo a sus ojos.
Otra serie de explosiones cruzó las alturas y no bien su eco se desvaneció, Héctor creyó escuchar una voz que se dirigía a él. Se detuvo en seco y prestó atención.
—¿Dama Desgarro? —preguntó, aun a sabiendas de que no era ella.
Resultaba difícil precisar de dónde llegaba aquella llamada por el simple motivo de que parecía provenir de todas partes a la par. Y era del todo imposible comprender qué decía: aquella voz le interpelaba sin usar un lenguaje real, sin usar nada que se pareciera por asomo a las palabras.
Era la ciudad, comprendió de pronto. Era Rocavarancolia. Jadeó en el aire, asombrado.
No había voz que pronunciara palabra alguna, pero, a pesar de ello, Rocavarancolia hablaba: la propia urbe era adjetivo y verbo. Se dirigía a él con la disposición de sus calles, con sus lomas quebradas y sus ruinas dispersas. Rocavarancolia entera era un mensaje cifrado, un alfabeto hecho con torretas y puentes, con callejones y aceras maltrechas. Un alfabeto fabricado para él.
—¿Héctor? —le preguntó Natalia. La bruja había retrocedido y lo observaba intranquila.
El muchacho no reaccionó a la presencia de su amiga.
Era una voz dura, cruel. La voz de una ciudad que había crecido alimentándose de sangre y muerte. No lograba entender lo que intentaba decirle, sólo la urgencia, la terrible urgencia de su llamado.
—¿Qué quieres? —gruñó—. ¡¿Qué es lo que quieres?!
—Quiero que sigamos la marcha —le contestó Natalia en voz baja—. ¿Qué te pasa? ¿Te vas a volver loco tú también?
—¿No puedes oírla? —le preguntó, mirándola ansioso.
—¿Qué se supone que tengo que oír? —preguntó ella con los ojos entornados.
Héctor no tuvo oportunidad de contestar. Una nueva explosión se escuchó al oeste, tan potente que la onda expansiva que llegó hasta ellos los arrastró por el aire como la mano de un gigante invisible que pretendiera borrarlos de la faz de la realidad.
* * *
En paralelo al combate en el cielo, otro se desarrollaba en tierra. Y en él tampoco había tregua ni respiro. Las armas entrechocaban sin cesar, la danza se hacía eterna por las calles de Rocavarancolia. Andras Sula y Darío apenas se separaban el uno del otro, se habían convertido en un único ser, unidos por los filos de sus armas. Tan pronto llevaba la iniciativa uno como la conseguía el otro. Un ataque se convertía en una defensa improvisada, una embestida prometedora se trocaba en un desesperado intento por esquivar un contraataque imposible.
Subieron la escalinata ungulada de un templo derruido. Bajo su pórtico, Andras cobró repentina ventaja cuando el suelo se hundió bajo los pies de Darío. El trasgo se vio perdido. La espada del piromante lo buscaba y él, atrapado, se apoyó en la baranda de piedra y saltó sobre ella para esquivar el mandoble. Salvó los cinco metros de escalera que acababan de subir. Sus piernas absorbieron totalmente el violento impacto. Se rehízo y se giró hacia su adversario. Andras Sula ya volaba hacia él, lanzando un mandoble desde las alturas.
Darío tuvo que aferrar la espada con las dos manos para detener la acometida. Ambos quedaron frente a frente, con las armas cruzadas a la altura del rostro y mirándose a los ojos: toda la rabia de la creación parecía contenida en ellos. Los dos resoplaban, pero aun a pesar del tiempo que llevaban luchando no había traza de cansancio o debilidad en sus músculos. De ser necesario seguirían combatiendo hasta el fin de los tiempos.
* * *
Huryel, el regente moribundo, se despertó sobresaltado por un repentino estallido que hizo temblar la fortaleza. Abrió los ojos y se preguntó, esperanzado, si ese sonido traería al fin su muerte. Se escuchó otra explosión. Las detonaciones procedían del exterior y eran de indudable carácter mágico. Algo pasaba fuera. Y él, para su desgracia, continuaba vivo.
De pronto se percató de que las joyas de la Iguana estaban vibrando. Las cuarenta piezas que las formaban zumbaban en contacto con su carne: los anillos, pendientes, talismanes y collares habían vuelto a la vida. Era la primera vez desde que era su portador que eso sucedía, pero conocía muy bien lo que significaba: en las cercanías alguien invocaba ingentes cantidades de magia.
«Quieren salir a jugar», decía siempre Sardaurlar al sentir el vibrar de las joyas. Y ahora comprendía el porqué de las palabras del monarca. Las joyas de la Iguana parecían tirar de él, como si le exigieran participar en lo que fuera que estuviera sucediendo. La magia llamaba a la magia.
Le costó un gran esfuerzo mover la cabeza para mirar alrededor. Hacía tiempo que no sentía una debilidad tan extrema. Gimió y antes de que su quejido terminara, dama Araña apareció junto a la cabecera, contemplándolo con sus múltiples ojos. El regente alcanzó a distinguir su propio reflejo en uno de sus monóculos, y la visión de la criatura miserable que agonizaba en aquel lecho le hizo cerrar los ojos. Se negaba a sentir lástima por sí mismo.
—¿Se encuentra bien, su honrada excelencia? —preguntó la araña mientras se frotaba inquieta sus extremidades superiores.
—¿Qué sucede fuera? —quiso saber él, ignorando su pregunta.
—De nuevo es tiempo de portentos, honorable regente —le explicó con voz engolada. Se sentía orgullosa de ser ella quien le comunicaba la noticia—: Esmael combate contra el mismísimo Hurza, primer Señor de los Asesinos y fundador del reino.
La sorpresa de Huryel llegó a tal extremo que a punto estuvo de incorporarse en la cama. Sus castigados huesos protestaron ante el movimiento que no llegó a consumarse y un dolor sordo se extendió por su cuerpo.
—Eso es imposible, arácnido —murmuró.
—Del todo imposible, sin duda, sin duda —admitió dama Araña—. Pero eso es exactamente lo que está sucediendo ahí fuera. Esmael lo retó a gritos y su oponente no tardó en acudir a la llamada. Y ahora el cielo rebosa magia de combate y el mundo tiembla.
Las joyas de la Iguana vibraron de nuevo, más fuerte esta vez, como si pretendieran refrendar así las palabras de dama Araña.
—Acércame a la ventana —le ordenó Huryel.
La arácnida recibió la orden con perplejidad. Hacía mucho tiempo que el regente no abandonaba el lecho, tanto que le resultaba imposible recordar la última vez que le había visto hacerlo. Retiró con cuidado las mantas que cubrían a Huryel, dejando a la vista su cuerpo demacrado: sus piernas y brazos, de un fuerte color azul, eran apenas varillas a las que la misma piel parecía venirles grande.
Dama Araña tomó a Huryel entre sus cuatro brazos y lo alzó como si de un bebé se tratara. El regente estaba húmedo al tacto: un campo de magia lo cubría por entero, repleto de una fina película de agua en constante renovación.
—La ventana… —repitió. Su voz sonó herida, marcada por la agonía.
Pese a la delicadeza con la que dama Araña lo transportaba, el dolor era brutal. No había articulación ni terminación nerviosa que no lo torturara. Y a pesar de ello, el ademán de Huryel permaneció inalterable, lleno de una afectada dignidad que estaba lejos de sentir. Era el regente de Rocavarancolia y hasta a las puertas de la muerte se comportaría como tal.
Lo primero que vio cuando dama Araña lo llevó hasta la ventana fue la belleza inflamada de la Luna Roja. No recordaba cuándo había sido la última vez que la había visto. Hacía años, siete, ocho tal vez… Era tan hermosa como la recordaba. Aquel cuerpo celeste era la verdadera razón de la existencia del reino: era la fuerza motriz que había puesto en marcha Rocavarancolia. Meses atrás había soñado con dama Sueño y ésta le había asegurado que no moriría hasta ver de nuevo la Luna Roja. Huryel se preguntó si la hechicera había sido literal en sus palabras, si en verdad necesitaba contemplar la luna una vez más para que su agonía terminara. Era un pensamiento esperanzador, porque de ser así significaría que su muerte estaba próxima.
Ante la luna, en aquel preciso instante, floreció una lenta llamarada oscura. Brotaba de una figura alada. Una segunda presencia se abalanzó sobre la primera, envuelta en un resplandor nacarado. Las joyas de la Iguana vibraron de nuevo. Los dos contendientes se enzarzaron en un breve combate cuerpo a cuerpo que terminó con ambos retrocediendo, envueltos en humo y llamas.
¿En verdad sería Hurza Comeojos el hechicero con el que se enfrentaba Esmael? Las implicaciones de la resurrección de uno de los fundadores de Rocavarancolia se le escapaban. Y, para su desgracia, él nada podía hacer por intervenir en lo que quiera que estuviera sucediendo. En el fondo no era más que un lastre para el reino. Huryel debía haber abandonado el escenario hacía mucho tiempo. Ni siquiera tenía energías para valerse de las joyas de las que era poseedor.
El regente vio una tercera figura elevándose en el aire, cerca del castillo. Era dama Serena. La fantasma ascendía con lentitud, con la demora de alguien que se apresta a cumplir una obligación desagradable.
—Rocavarancolia es un lugar extraño —murmuró Huryel al verla—. Que mata a quienes ansían vivir y deja con vida a los que no deseamos otra cosa que la muerte.
* * *
El ala izquierda de Esmael encontró al fin carne que desgarrar. Hurza aulló y retrocedió con un vuelo acelerado mientras la magia curativa, murmurada de forma casi automática, restañaba la herida de su muslo. El ángel negro sonrió. Los ataques de Hurza habían perdido precisión conforme la lucha arreciaba. La balanza se estaba decantando a su favor: iba a vencer.
Esmael saltó sobre él, decidido a no dar ni un instante de respiro a su enemigo. Sus manos trenzaban hechizos de impacto mientras sus alas le catapultaban hacia Hurza. El Comeojos dio medio giro en el aire e interpuso una barrera elemental entre ambos. La superficie diamantina de la misma no tardó en agrietarse bajo la hechicería de combate.
Al otro lado del campo de fuerza, Hurza lo observaba con el rosto crispado, consciente él también de lo cerca que estaba de la derrota. Cuando la barrera se hizo añicos y su adversario se le echó de nuevo encima, Hurza se arrancó la punta de la lengua de un mordisco y la escupió hacia Esmael mientras gritaba un hechizo maligno tan antiguo como la misma magia. El aire en torno al ángel negro se endureció al momento. Quedó atrapado, inmovilizado como un insecto en ámbar: aquella prisión invisible comenzó a constreñirse a su alrededor como un puño colosal que quisiera descoyuntarlo. Esmael había anclado hechizos de protección y salvaguarda en todos y cada uno de los pequeños diamantes naturales que jalonaban sus articulaciones y la mitad de esos sortilegios, su última línea de defensa, se evaporó al instante, mitigando la potencia de aquella magia prehistórica y salvándole la vida en el proceso.
Apretó los dientes y empezó a invocar, uno tras otro, todos los hechizos de disipación que conocía. Hurza, por supuesto, no tenía la menor intención de aguardar a que se liberara. Se abalanzó sobre él con la celeridad del rayo, en sus manos apareció una espada de cristal que, sin frenarse, hundió de manera salvaje en el estómago del ángel negro. Luego giró la hoja y desgarró hacia arriba. Esmael no gritó al sentir el filo destrozándole las entrañas. Se limitó a mirar a Hurza y dedicarle una sonrisa asesina: había dado con el sortilegio adecuado para disipar la magia que lo mantenía preso. Lo primero que hizo al liberarse fue ejecutar otro hechizo, sin importarle en lo más mínimo la herida bestial que le abría el vientre.
Se escuchó una explosión en la distancia y, al momento, una sombra inmensa colapso los cielos. Hurza levantó la mirada instintivamente. Allí, ingrávida, flotaba la torre de piedra que, hasta un segundo antes, se había alzado en la Plaza del Estandarte. Tras un instante eterno, la torre cayó en picado sobre ellos, arrastrando tras de sí una estela de cascotes, rocas y guerreros petrificados.
Hurza se hizo intangible y, con él, la espada que se abría paso por las tripas de Esmael. El ángel negro se lanzó sobre su adversario mientras el edificio los atravesaba; hundió las manos, tan intangibles como el propio Hurza, en su pecho y lanzó el hechizo de impacto más demoledor que logró conjurar. El aullido de agonía del Comeojos se escuchó en toda Rocavarancolia. Sus ojos se pusieron en blanco y, a continuación, cayó en picado. Esmael fue detrás. Una lluvia mezcla de magia maligna y hechizos de combate se abatió sobre Hurza haciendo estragos en su cuerpo mientras se precipitaba a tierra. La torre que Esmael había arrancado de la plaza chocó brutalmente contra la azotea de dos edificios y se desplomó mientras éstos se venían abajo, arrastrando con ellos varias casas vecinas.
El nigromante impactó con tal violencia contra el suelo que rebotó dos veces antes de quedar inmóvil. Esmael aterrizó a unos metros, entre cascotes que caían y avalanchas de escombros, enseñó los dientes y se acuclilló, con una mano en el vientre abierto. Su cuerpo ya había comenzado a curarse pero el daño había sido tan severo que no le quedó más remedio que tomarse unos instantes para cerrar la herida con magia.
Hurza se convulsionó en el suelo, en un burdo intento de incorporarse. Esmael torció el gesto: el combate ya había terminado aunque su adversario parecía no tener la decencia de darse cuenta. Hurza parecía un muñeco roto, un pelele de miembros retorcidos, con la cabeza apoyada en un ángulo imposible sobre el cuello reventado. Esmael se levantó despacio.
—Mataste al demiurgo de Rocavarancolia, escoria —el sabor de su propia sangre en la boca le enardeció—. Te atreviste a matar al custodio de Altabajatorre… ¿De verdad creías que ibas a salirte con la tuya?
Hurza dio una nueva sacudida y se levantó a trompicones, envuelto en corrientes de magia sanadora. La cabeza había vuelto al ángulo correcto a medida que la hechicería restauraba su cuerpo. Siseó, miró a Esmael, rabioso y, un instante después, se desvaneció.
El hechizo de traslación no tomó por sorpresa al ángel negro. El Comeojos había utilizado un truco semejante para escapar en su primer encuentro. Pero ahora no se saldría con la suya. La magia de transporte era tan reciente y el hechizo tan apresurado que el destino del mismo todavía se podía leer en las hebras de magia que flotaban en el aire. Esmael saltó siguiendo su rastro sólo un segundo después de que Hurza desapareciera.
Lo primero que vio al materializarse fue la mole oscura del castillo de Rocavarancolia cerniéndose sobre ellos. La proximidad de la fortaleza lo puso instintivamente alerta; tenía muy poco sentido que Hurza huyera en dirección al castillo. Luego vio a su enemigo. Flotaba ante la muralla agrietada, dando gritos, dentro de la burbuja de energía esmeralda que lo mantenía preso en el aire.
—¡Lo tengo, Esmael! —le anunció una voz a su espalda.
Se giró y descubrió a dama Serena. Mantenía ambos brazos extendidos hacia la esfera y Hurza. Ujthan estaba a su lado, enarbolando un espadón verde recubierto de runas. Al contrario que la de la fantasma, su atención estaba fija en el ángel negro.
—¡Apareció de pronto! —exclamó con voz estridente. Daba la impresión de estar tan nervioso que a Esmael no le habría extrañado que rompiera a chillar.
Hurza gritó y el ángel negro apartó la mirada de Ujthan. El Comeojos había pegado las manos a la esfera y lo contemplaba lleno de odio. Esmael se había prometido a sí mismo conseguir la cabeza del asesino del Consejo Real antes de que se pusiera la Luna Roja y estaba a punto de consumar su promesa.
—¡Hazlo bajar! —ordenó a la fantasma. Había llegado la hora de convertirse en el brazo ejecutor de Rocavarancolia, había llegado la hora de allanar su camino al trono. Alrededor de su puño izquierdo se enredó un hechizo sombrío.
Las manos de Hurza comenzaron a relucir en contacto con el campo que lo retenía. El nigromante desnudó los colmillos. Tenía la cara plagada de negros hematomas y los ojos inyectados en sangre.
—¡Esmael! —aulló la fantasma—. ¡Va a liberarse! ¡No puedo contenerlo!
Fue la mirada de Hurza, aquella mirada furiosa y ensangrentada, lo que le alertó. Había estado fija en él, pero, por un instante mínimo, el hechicero desvió la vista para mirar algo tras el ángel negro. Y en esos ojos había una exhortación urgente, una orden silenciosa que debía ser acatada sin demora. Aquellos ojos ponían en marcha la traición.
La sombra de Ujthan cayó sobre Esmael. Escuchó el siseo de una espada al cortar el aire y se giró a tiempo de verla abatirse hacia él. Se movió con celeridad y saltó hacia atrás para esquivar el ataque. La espada de Ujthan apenas le rozó el cuello; fue un corte mínimo, una fina línea roja de la que tan sólo brotó una gota, minúscula, de sangre.
Fue suficiente.
Esmael sintió cómo el arma lo vaciaba. La espada succionó al instante toda la magia de su ser y la sensación fue tan brutal que creyó que su propio esqueleto estaba por salírsele del cuerpo.
El ángel negro se desplomó de rodillas, vacío, aturdido por su propia y repentina indefensión. Gritó en el mismo instante en que la esfera que aprisionaba a Hurza estallaba en mil pedazos. Dama Serena salió despedida por los aires, transformada en un cometa esmeralda que se perdió en las alturas.
—¡Me prometió una guerra! —aulló Ujthan y se lanzó hacia él, espada en mano.
Esmael se rehízo, detuvo el golpe con el ala izquierda y proyectó la derecha hacia el guerrero en un tajo transversal que buscaba decapitarlo. Pero algo se interpuso entre su ataque y su adversario, una barrera invisible contra la que impactó su ala. Intentó disipar aquel sortilegio, pero el hechizo se le murió en la punta de los dedos.
—Ujthan todavía me es útil —anunció Hurza. Caminaba hacia Esmael con toda la calma de la creación, sanándose a cada paso que daba—. No es mi deseo que muera y, por tanto, no morirá.
—Mal nacido bastardo —siseó el ángel negro—. Hijo de mil hienas…
—Tus insultos no me matarán. En cambio a mí me basta una sola palabra para acabar contigo —alzó el puño, envuelto en la misma magia turbia que Esmael había reservado para él—. Aquí acaba tu historia, ángel negro. Lo último que verás será mi mano arrancándote los ojos.
Esmael apretó los dientes mientras la magia vibraba alrededor de Hurza. Su instinto, su naturaleza, le instaba a luchar aun a sabiendas de que sus opciones de victoria eran nulas. Su destreza y su fuerza de poco le servían contra el nigromante. Estaba perdido. Un rayo de luz oscura hendió el aire e impactó contra él. El ángel negro salió despedido y quedó inmóvil a los pies de Ujthan. De su pecho brotaba humo y sangre.
Esmael jadeó. Los daños provocados por aquel hechizo fulminante eran menores de lo que deberían haber sido. A fin de cuentas todavía quedaba algo de magia en su cuerpo: los hechizos de defensa anclados a sus diamantes habían contenido el ataque.
—Me prometió una guerra —musitó de nuevo Ujthan, mirándole con el semblante descompuesto.
Esmael le devolvió la mirada, consciente de la barrera mágica que los separaba. El desprecio que sintió por el hombre tatuado no conocía límite. ¿Le estaba pidiendo perdón por su traición? ¿Intentaba acaso justificarse?
—Ojalá tengas una muerte indigna —le escupió con rabia—. Una muerte impropia de un guerrero.
Ujthan gritó aterrado, como si aquel deseo fuera una funesta profecía que, sin lugar a dudas, terminaría por cumplirse. Alzó la espada e intentó ensartar a Esmael. Pero el ángel negro ya no estaba allí: se había revuelto y puesto en pie.
A continuación echó a volar, tan rápido como fue capaz. Hurza dio un grito y fue tras él. Esmael se impulsó en la noche, al límite de sus fuerzas. Si aquél era en verdad el fin de su historia, al menos el privilegio de escribirlo le correspondería a él.
* * *
Sedalar les dio alcance cuando el cementerio ya aparecía en la distancia. Volaba aferrado a su báculo, con una mano firme sobre la chistera. Ni la aparición del demiurgo, ni el hecho de que no hubiera habido ningún tipo de explosión ni resplandor en los cielos en los últimos minutos, tranquilizó a Héctor. Además, la extraña llamada que venía escuchando desde poco después de salir del torreón no sólo persistía, sino que iba ganando en intensidad y urgencia.
—¿Encontraste lo que fuiste a buscar? —le preguntó a Sedalar cuando se unió a ellos.
El demiurgo asintió. En la mochila a su espalda llevaba el colgante con el pedazo de Luna Roja, cuidadosamente envuelto en un pañuelo. El talismán estaba en el lugar indicado por el sueño. Sedalar no se había detenido a examinarlo en la torre Serpentaria. Quería reunirse con sus amigos cuanto antes, más si cabe tras descubrir que alguien había abierto el libro ensangrentado. Que las páginas del mismo estuvieran en blanco no había menguado ni un ápice el desasosiego que sentía al mirarlo. Verlo abierto le hizo preguntarse si ese libro no estaría relacionado con lo que estaba sucediendo.
Sedalar hizo un gesto con la cabeza en dirección al cementerio y Héctor asintió. La larga hilera de onyces que los escoltaba había comenzado a descender, con Natalia al frente. La bruja había llamado a la práctica totalidad de su corte y ahora era tal la cantidad de sombras que los acompañaba que daba la impresión de que un río de tinieblas discurría sobre Rocavarancolia. Natalia las había convocado poco después de que aquella sobrecogedora explosión los desperdigara por los aires. Nadie había sufrido daño, pero la joven había decidido extremar las precauciones.
La charla de los muertos comenzó a oírse bastante antes de que aterrizaran ante el Panteón Real. Era un pandemonio de voces entremezcladas y aun en su delirio el mensaje de los enterrados era similar:
—¡Ya están aquí! ¡Han llegado! ¡Tocad a rebato!
—¡Las huestes del enemigo se han puesto en marcha! ¡Aprestaos a la batalla!
—¡Guerra! ¡Ensillad los dragones! ¡Afilad vuestras armas porque hoy anegaremos de sangre el mundo!
—¡Guerra! ¡El enemigo cabalga desde la tumba! ¡Montan en leyendas y portentos! ¡No retrocedáis!
Dama Desgarro ni siquiera había intentado acallarlos. La locura que se había apoderado del cementerio era imposible de contener y además la propia mujer, en cierto modo, se sentía partícipe de ella. Estaba convencida de que la batalla que los muertos auguraban era la misma que le había profetizado dama Sueño a Denéstor Tul.
Centenares de onyces descendieron del cielo, una riada de oscuridad que se derramó sobre las tumbas y panteones, sobre los senderos y plazoletas. La bruja que las comandaba desmontó de un salto y se acercó a grandes pasos hacia dama Desgarro. La vampira y el demiurgo aterrizaron después, la muchacha bajó con torpeza de otra sombra y el joven de la chistera la ayudó a equilibrarse.
Héctor fue el último en tomar tierra. Lo hizo con la soltura y la elegancia propias de un ángel negro. Plegó sus alas y la miró.
—Solicitamos asilo —pidió el joven, elevando la voz para imponerse a la algarabía de los muertos—. Esmael nos ha ordenado refugiarnos en el Panteón Real. Dice que nos dejarás pasar…
—¿Habéis hablado con él? —preguntó dama Desgarro. Su rostro estaba más demacrado que nunca—. ¿Sabéis qué está ocurriendo?
—Esperaba que tú supieras más que nosotros —gruñó él—. Lo único que sabemos es que un tal Hurza ha resucitado y que por algún motivo nos necesita a Marina y a mí.
—Esmael quería matarlos a los dos —le explicó Natalia—. Aunque al final cambió de opinión. ¿No puedes hacer que se callen? —preguntó cabeceando en dirección a una lápida—. No me oigo ni pensar.
—¡Ya llega! —exclamó entonces el ocupante de la tumba a la que acababa de señalar la bruja—. ¡Desde aquí puedo verlo! ¡Un Señor de los Asesinos está a punto de morir! ¡Un combate acaba y la batalla comienza! ¡No habrá espacio bajo tierra para albergar tanta muerte!
—¿Siempre son tan agradables? —preguntó Natalia.
—Augures —murmuró dama Desgarro mientras miraba despacio en torno a ella—. Son augures. La conciencia de los muertos se mezcla con la tierra sagrada y los hace sensibles al futuro por venir. De todas formas, están tan trastornados que no sirven como oráculos. En contadas ocasiones se expresan con claridad y cuando lo hacen suelen equivocar sus vaticinios.
Pero era muy diferente ahora y ella lo sabía. Aquel cadáver estaba profetizando la muerte de Esmael, estaba convencida, la muerte del ser más poderoso de toda Rocavarancolia. Hurza iba a vencer. Lo sentía en los huesos. Hurza comandaría los ejércitos a los que deberían enfrentarse.
—¡Ya llega! —gritó otro muerto, y su voz se elevó sobre el cementerio como un ave de mal agüero—. ¡Un Señor de los Asesinos muere y otro se alza victorioso! ¡Ya llega! ¡Sangre, fuego, roca y sombra! ¡Que hablen las espadas! ¡Que arda la magia! ¡Ya llega!
—Vamos dentro —murmuró dama Desgarro con la mirada perdida en el cielo—. Habéis solicitado asilo y éste se os concede.
* * *
«¿Cómo me recordará el futuro?», se preguntaba Esmael mientras forzaba sus alas más allá del límite. Notó cómo la izquierda se desgarraba, pero eso no mermó ni su rumbo ni su velocidad.
«¿Cómo me recordará la historia?», se preguntaba, desesperado, enloquecido, mientras al borde de la extenuación se aproximaba a Rocavaragálago, con Hurza a apenas unos metros de distancia. No habría regencia ni corona para él. Su ambición había quedado en nada. Dama Fiera había tenido razón.
Otro sortilegio ofensivo le acertó de lleno y de nuevo varios hechizos anclados en su propia carne se disiparon para contrarrestarlo. Hurza debía de estar también al límite de sus fuerzas; en circunstancias normales debería de haber podido derribarlo con facilidad.
«¿Cómo me recordarán? ¿El asesino que huyó? ¿El ángel suicida?». Fuera de los hechizos de defensa, no quedaba un ápice de magia en su cuerpo; el arma de Ujthan lo había secado por completo y la impotencia que sentía estaba más allá de toda descripción. Aquel maldito traidor lo había anulado, lo había reducido a nada. «¿Me recordarán? ¿O todo habrá sido inútil? Un apunte a pie de página, un nombre más en la lista de los que no llegaron a nada. Eso seré». Gritó de furia al darse cuenta de que sus restos ni siquiera reposarían en el Panteón Real.
No había dejado legado alguno. El tiempo lo condenaría al olvido.
Mientras volaba hacia la muerte, varios murciélagos flamígeros le salieron al paso para darle escolta. Eran apenas media docena y durante unos instantes revolotearon frenéticos alrededor del ángel negro, chillando alborozados ante su mera proximidad, como habían hecho tantas y tantas veces. Al siguiente ataque mágico de Hurza, el juego terminó; las alas de los animalillos se apagaron y cayeron, en una última pirueta, a tierra, girando despacio sobre sí mismos.
«Y sigo sembrando la muerte a mi paso», pensó Esmael, presa de la incoherencia, del horror, del vacío. Su última víctima iba a ser él mismo. Ésa era la única victoria que podía ambicionar: evitar que Hurza le robara sus capacidades y recuerdos.
«No era así como tenía que irme. No era así. Me merecía un final glorioso, un destello de gloria, no esto».
Los muros de Rocavaragálago estaban cada vez más cerca. El rojo cegador de sus paredes se le antojó una cascada de sangre que se precipitara desde el cielo. Una hemorragia pavorosa que iba a parar al foso de lava que rodeaba la catedral.
«No era así como debía morir».
Tras él, aulló Hurza, consciente al fin de cuál era el destino de Esmael. Los ataques se redoblaron; el nigromante invocó sus últimas energías para bajar al ángel negro del cielo.
El Señor de los Asesinos sintió desvanecerse el último sortilegio de defensa y un hechizo de consunción hizo estallar su ala y su brazo derechos. Cayó en picado, envuelto en sangre y pedazos de sí mismo. Pero ya no importaba: sin frenarse, sin dudar, Esmael se zambulló en la lava.
* * *
La llamada que Héctor había escuchado mientras volaban aumentó de grado al traspasar el portón del Panteón Real. Por unos instantes, no pudo prestar atención a nada que no fuera aquella voz sin voz. Sacudió la cabeza y observó a sus amigos, en busca de alguna señal que indicara que ellos también eran capaces de oírla, pero el estupor que se reflejaba en sus rostros se debía a un motivo diferente. Y pronto comprendió el porqué.
Las dimensiones interiores del Panteón Real no tenían nada que ver con su exterior. La sala a la que habían ido a parar ya sobrepasaba con creces el tamaño del edificio visto desde fuera, y de ella partían varios pasillos que se adentraban aún más en el lugar. Era una estancia de paredes, suelo y techo de impoluto color blanco. En el centro se levantaba una gran estatua, rodeada por un estanque de azulejo azul; representaba a un hombre de aspecto hosco, de barba poblada y ojos hundidos, estaba sentado en un trono plagado de tentáculos afilados y apoyaba en sus rodillas un hacha de doble hoja. Una finísima corona ceñía su frente.
Por el lugar se diseminaban varios bancos de piedra negra. En el más cercano a la entrada se sentaban dos desconocidos, uno de indudable aspecto humano y el otro una mezcla extraña de mujer y vegetal.
—Como podéis comprobar no sois los primeros en acudir en busca de refugio —les explicó dama Desgarro mientras se aproximaban al banco. La mujer se levantó al verlos llegar; era una anciana arrugada con la piel recubierta de musgo y corteza, su cabello estaba formado por hierbajos resecos—. Dama Acacia viene todos los años, siempre la noche antes de que salga la Luna Roja —la mujer hizo un gesto de saludo con la cabeza en dirección a los muchachos. Sus ojos eran de un verde movedizo—, y Sexto Cala apareció poco después de que Esmael se pusiera a llamar a gritos a Hurza.
—Veo venir las catástrofes de lejos —gruñó el hombre mientras se levantaba trabajosamente—. Y se aproxima una buena, cachorros, no me hace falta la cháchara de los muertos para saberlo. Y ya estoy mayor para correrías —era un anciano encorvado, de manos artríticas y mirada lúcida. Las variadas cicatrices que poblaban su rostro hablaban a las claras de un pasado violento—. Llamadme cobarde si os place, pero, con permiso de dama Desgarro, me cobijaré en el panteón hasta que escampe la tormenta.
—¿De verdad estamos a salvo aquí? —preguntó Marina mientras miraba reticente a su alrededor.
—Lo estáis —le confirmó dama Desgarro—. El panteón se encuentra protegido por una magia más antigua todavía que Rocavarancolia. Nadie puede ejercer ningún tipo de violencia entre sus muros ni recurrir a hechicería agresiva mientras se encuentre dentro.
—Por eso es uno de los lugares prohibidos para la cosecha —murmuró Sedalar. Seguía aferrado con fuerza a su báculo—. La criba no tendría sentido si parte de ella pudiera refugiarse aquí.
—Es cierto —corroboró la custodia del Panteón Real—. Además, no es necesario pedir refugio para conseguirlo, sólo se necesita traspasar el portón para beneficiarse de la magia de este lugar. Solicitar asilo es más una formalidad educada que una obligación.
—La estarna cambia de forma —anunció Héctor. El hombre del hacha había dado paso a una mujer de larga melena negra cuya frente estaba coronada por dos cuernos oscuros.
—La piedra viva talla los reyes pasados —les explicó la anciana herbal. Su voz tenía una cadencia melancólica, era el sonido del viento al acariciar las hojas de los árboles—. Dama Lanceta es quien aparece ahora ante vuestros ojos. Conquistó tres mundos, perdió siete y murió en la batalla.
—Eres una bruja, ¿verdad? —le preguntó Natalia. La observaba con tal intensidad que Héctor se sintió incómodo.
—Lo soy —a dama Acacia no parecía importarle el escrutinio de la muchacha—. La sangre corre verde por mis venas y las plantas cantan en mi honor —sonrió y, mientras lo hacía, una mariquita se dejó ver en la comisura de sus labios—. En otro tiempo fui grande, pero ahora no soy más que una vieja cansada cuyas fuerzas apenas le alcanzan para mantener con vida los jardines del cementerio.
—Yo domino un ejército de sombras —le explicó Natalia—. Te las enseñaría pero he preferido dejarlas fuera.
—Eso es lo que crees, niñita bruja. Pero donde quiera que vayas las sombras irán contigo. Las llevas dentro.
Natalia parecía a punto de replicar pero, de pronto, las puertas del panteón comenzaron a abrirse. Lo hacían despacio, como si fueran reacias a hacerlo. Todos miraban hacia allí, alertas a lo que fuera a aparecer al otro lado. Un destello verde comenzó a descender desde las alturas y por un momento pareció que una minúscula luna verde estaba abriéndose paso al interior del Panteón Real. Héctor sintió una punzada de inquietud al ver aquella esfera, por mucho que dama Desgarro asegurara que allí se encontraban a salvo. En la burbuja viajaba una figura humana: era dama Serena, la fantasma que durante tanto tiempo había creído responsable del hechizo que le hacía consciente de las zonas peligrosas de Rocavarancolia. La mujer descendió despacio, con los brazos cruzados ante el pecho y la expresión adusta.
—Aquí llegan malas noticias —rezongó Sexto Cala en baja voz—. A falta de pájaros de mal agüero tenemos fantasmas malditos para hacérnoslas llegar…
La burbuja que rodeaba a dama Serena se desvaneció nada más tomar tierra ante el pequeño grupo. Ni uno solo de los muchachos bajó la guardia, no podían olvidar que aquella fantasma había intercedido a favor de Roallen cuando éste les atacó. Dama Desgarro supo lo que la fantasma iba a decir antes de que ésta hablara:
—Esmael ha muerto —anunció.
—Esmael. Esmael.
Era una voz de mujer, y aunque le resultaba tremendamente familiar no lograba identificarla. Su mente parecía negarse en redondo a ello. Aun así esa voz despertó sensaciones olvidadas; recuerdos tan lejanos y difusos que bien podían formar parte de la memoria de otra persona.
—Esmael —repitió la voz y él volvió a ignorarla.
¿Y acaso importaba quién lo llamaba? Había sido derrotado. Estaba muerto. Hurza le había obligado a inmolarse en el foso de Rocavaragálago y la oscuridad que lo rodeaba era, sin duda, la muerte. Estaba convencido de ello, por mucho que sus sentidos le gritaran lo contrario, por mucho que su corazón se empeñara en seguir latiendo, Esmael se sabía muerto. No entendía qué espejismo era aquél. Quizá, se dijo, todo no fuera más que un último delirio, una fantasía urdida por su mente en el momento del fin.
—Te lo advertí, Esmael —dijo la voz—. Te advertí que no eras eterno, ¿recuerdas? Hecho de huesos que se podían quebrar y carne que podía sangrar…
Y ni su mente pudo esquivar ahora la identidad de quien hablaba:
—Dama Fiera… —murmuró. Aquel nombre sabía a dulce veneno, a asesinatos por amor y a pasión desbocada.
—Esmael, mi valiente guerrero —dijo ella—. No te mereces el final que has tenido, no mereces que tu leyenda se trunque a manos de esa alimaña de Hurza. Por eso estoy aquí. Vengo a ofrecerte venganza.
La oscuridad que rodeaba a Esmael se replegó y condensó hasta adoptar la forma de la mujer alada. La sutileza de su cuerpo, el reluciente rojo de sus alas a medio extender, la fuerza de su mirada, toda ella, en suma, se fue formando ante sus ojos, perfecta, maravillosa.
—¿Estamos muertos? —preguntó Esmael.
Dama Fiera se echó a reír. Y su risa era tan magnífica como la recordaba. Su risa, en cada carcajada, parecía a punto de crear un mundo nuevo donde todo fuera perfecto.
—Lo estamos, asesino —contestó—. Pero eso no va a detenernos. ¿No escuchas los tambores? ¿No oyes la canción de las espadas? Todo está dispuesto. Nuestros ejércitos y los suyos. Vuela conmigo, amor. Otra vez nos espera la batalla.