XII
El Señor de los asesinos
Enoch no era más que polvo.
Danzaba sobre Rocavarancolia inmerso en un alocado baile que lo llevaba de una racha de viento a otra.
Todos sus intentos por reintegrarse habían sido inútiles. Daba igual lo que intentara, no era capaz de lograrlo. Y era comprensible. El trono lo había despedazado, había sufrido tales daños que necesitaría mucho tiempo para recomponerse. Lo último que recordaba de aquella noche era a Hurza frente a él, arrancándole los ojos ante el Trono Sagrado. Luego, tras un instante de fulgurante dolor, llegó la oscuridad.
Al principio no había sido consciente de sí mismo, se había limitado a existir, pero al modo indiferente de la materia inerte. Luego llegó el pensamiento, deslavazado en un inicio y, con él, la conciencia de su propia identidad: era Enoch el Polvoriento, un vampiro nacido a la luz de la Luna Roja y asesinado por una leyenda resucitada.
Con los días, poco a poco, consiguió el suficiente dominio de su forma polvorienta como para poder moverse aunque de modo lento y laborioso. Se arrastraba por el castillo incapaz de llamar la atención de nadie, incapaz de hacerse oír:
—¡Hurza ha vuelto a la vida! ¡El primer Señor de los Asesinos ha regresado! —gritaba con la voz mínima del polvo—. ¿¡Alguien puede ayudarme!?
En su estado era capaz de oír, ver y sentir; el mundo podía haber cobrado unas dimensiones ciclópeas, pero aun así no perdía detalle de nada de lo que ocurría a su alrededor. Pronto descubrió que resultaba más sencillo desplazarse si se dejaba caer sobre los criados o sobre cualquier otro que deambulara por el castillo.
Fue la casualidad la que le llevó a precipitarse sobre dama Ponzoña la tarde en que la bruja acudía por vez primera a la sala secreta del castillo. Y así, Enoch acabó en el mismo epicentro de la conspiración, espiando desde el vestido de novia de la bruja. Allí permaneció hasta que el curso de los acontecimientos le obligó a ponerse en marcha. Pretendían matar a Denéstor. Querían asesinar al demiurgo de Rocavarancolia. Debía dar aviso, dar la alarma. Había llegado la hora de ser un héroe, un héroe de verdad, no el bufón en que la sed lo había convertido.
No había sido capaz de prevenir al demiurgo, todo lo que había intentado había sido inútil. Nadie prestaba atención al polvo.
Ahora las cosas habían cambiado. Con el paso del tiempo había ganado dominio de su nueva forma y ahora que la tormenta ya no bramaba sobre Rocavarancolia se sentía lo bastante seguro como para dejarse llevar por el viento.
Esmael lo escucharía, sí. Él sabría qué hacer. El ángel negro pondría a Hurza en su lugar.
Y el polvo siguió su danza sobre la ciudad en ruinas, en busca del Señor de los Asesinos.
* * *
Esmael se soñó de regreso en la batalla que supuso la caída del reino. Era un sueño que le asaltaba con cierta regularidad aunque a lo largo de los últimos treinta años su frecuencia se había ido espaciando. En los primeros tiempos no había habido noche en la que no volviera a combatir hasta la extenuación en esa batalla.
En el sueño revivió a la perfección, hasta en el detalle más nimio, uno de los episodios del tercer día de lucha: las horas previas a la caída de la última torre de guerra. El mundo ardía. Dama Fiera había muerto y la victoria enemiga parecía irremediable. Malazul lideraba el destacamento que protegía el bastión situado al oeste de la ciudad. Ambos habían combatido juntos en sinfín de ocasiones y el respeto que se profesaban lindaba con la admiración. Malazul era un guerrero curtido en mil batallas, un hombre pequeño, de aspecto frágil tras el que se ocultaba una fuerza descomunal y una inteligencia despiadada. Las huestes del enemigo se acercaban y defender aquella torre era primordial.
Esmael ayudó a Malazul a ultimar los preparativos para el combate antes de regresar al castillo donde tendría lugar la última defensa en el caso de que la torre cayera. En el momento de la despedida, Malazul lo llamó.
—Hay días en los que todo te recuerda a tu propia muerte —le dijo, impávido el gesto—. A la inevitable hora final. Hoy es uno de esos días. No hay victoria posible, Esmael. La vida hiede a muerte.
Y ese fue el instante en que Esmael despertó, con las palabras de Malazul resonando como un mal augurio en la cabeza. El ángel negro había dormido en los aposentos arruinados de un palacete situado al este de Rocavarancolia. Miró a su alrededor, con el ánimo enturbiado. La noche anterior había decidido cambiar de lugar de descanso, y, en un estúpido impulso nostálgico, había escogido aquel palacio. Allí, en esa misma estancia, cuarenta años atrás, un heraldo enviado por el Consejo Real le había traído la noticia de que se había convertido en Señor de los Asesinos.
—El cáliz de sangre proclama que nadie ha arrebatado tantas vidas como vos —le anunció el heraldo, arrodillado ante él, mientras le tendía el pergamino del consejo—. Sois el nuevo adalid del asesinato, el brazo ejecutor del reino. Sois el nuevo Señor de los Asesinos de Rocavarancolia. Que los dioses oscuros os guarden.
Dama Fiera estaba con él cuando recibió la noticia. Habían pasado la noche en una habitación de invitados en el palacete del duque Maradentra, tras la fiesta que había tenido lugar allí. Dama Fiera lo felicitó con voz, creyó Esmael, no exenta de envidia.
—Has llegado a lo más alto que puede aspirar un ángel negro, enhorabuena —le dijo—. Pero no olvides jamás que estás hecho de huesos que se pueden quebrar y carne que puede sangrar. No eres eterno. Y eso significa que, algún día, no existirás.
—Pero eso no será mañana —gruñó él.
Ahora, cuarenta años después, aquellas palabras, unidas a las de Malazul, se le antojaron un funesto presagio. Agitó las alas, malhumorado. Sólo había sido un sueño, nada más que un sueño. Sintió la imperiosa necesidad de salir de aquel lugar repleto de recuerdos. La fachada este de la habitación se había venido abajo y desde allí emprendió el vuelo. Distinguió a lo lejos la silueta del faro y no pudo evitar pensar en todas las ocasiones en las que, sentado en su tejado, había jugado con la idea de adentrarse en el mar y no regresar.
«Hay días en los que todo te recuerda a tu propia muerte».
—Basta —murmuró.
* * *
A Sedalar no le quedó más remedio que sumir a Marina en un sueño profundo para tranquilizarla y, aun así, la muchacha siguió agitándose durante largo rato. Hubo un instante en que, a pesar del hechizo, abrió los ojos de par en par y en su mirada se vislumbró tal pánico que el demiurgo miró sobresaltado sobre su hombro, como si esperara encontrar tras él la oscuridad anunciada por su amiga. Luego, poco a poco, la vampira se fue serenando hasta quedar inmóvil. Tras anclar un hechizo de vigilancia en el cuarto, Sedalar se reunió con los demás en la planta baja.
Resultaba extraño ver a Darío allí. Era alguien tan ajeno al torreón que costaba acostumbrarse a su presencia.
Su aspecto a medio transformar no ayudaba en absoluto; era complicado diferenciar dónde empezaba lo trasgo y dónde lo humano. Al muchacho se le notaba tan incómodo como a ellos. A pesar de haberse sentado en una silla amplia parecía comprimido en ella; todo en su postura denotaba tensión. Héctor aguardaba al pie de las escaleras. Natalia, sentada de mala manera en un butacón, no apartaba la mirada de Darío.
—Por fin descansa —contestó Sedalar a la mirada interrogante de Héctor—. Y si me preguntas si está mejor, no sabría qué decirte porque sigo sin la menor idea de qué diablos le pasa.
Darío ya les había contado que Marina había empezado a gritar de pronto, sin causa aparente, y que nada de lo que había hecho había servido para calmarla. Las únicas frases inteligibles que había pronunciado la joven habían sido las que le había dirigido a Héctor a las puertas del torreón.
—Viene la oscuridad —murmuró Natalia en tono lúgubre—. Y viene a por nosotros… —suspiró—. Dama Tragedias vuelve a la carga —se giró hacia Héctor mientras cruzaba las piernas sobre el butacón—: ¿De verdad te gusta esa chica? No lo entiendo. Es una mala noticia con patas.
Héctor la fulminó con la mirada mientras Darío se removía en su asiento.
Sedalar se acarició la barbilla.
—Recordad sus cuentos. De alguna forma, Marina es capaz de predecir el futuro. Y de ver el pasado —añadió al recordar el relato del náufrago y la farera.
—¿Eso hacen los vampiros de Rocavarancolia? —preguntó Darío, dubitativo. La confirmación de que Marina podía adivinar el futuro le había desasosegado profundamente. Había hecho más real si cabe ese sueño premonitorio en el que ambos se mataban el uno al otro.
El demiurgo negó con la cabeza.
—No que yo sepa. Pero hasta ahora las predicciones de Marina siempre se han cumplido. Lo que significa que…
—La oscuridad viene, y viene a por nosotros —repitió Natalia con desgana.
—… estamos en peligro —terminó Sedalar.
—El pelo se le ha vuelto blanco —dijo la bruja y luego se llevó una mano a su propio cabello—. ¿Qué tal me quedaría a mí el pelo blanco? —murmuró.
Sedalar Tul se giró hacia Darío:
—¿Hay algo más que puedas contarnos? —lo preguntó, más por hacerle partícipe de la conversación que por creer que tuviera información útil que aportarles—. Piénsalo —le animó—. Puede ser cualquier cosa. Algo de lo que hablarais, algo que tocara…
—Mencionó que llevaba tiempo con dolores de cabeza —comentó Darío. Su voz sonó en sus oídos más gutural que unos minutos antes—. Dijo que a veces tenía la impresión de que iba a estallarle.
—¿Tendrá algo que ver? —preguntó Natalia que seguía estudiando su pelo con atención.
Sedalar se encogió de hombros.
—No lo sé —se dejó caer en una silla—. Lo único que podemos hacer es esperar a que se recupere y nos cuente qué le ha pasado. Y ser más precavidos que de costumbre.
Héctor asintió. El demiurgo tenía razón. ¿Qué más podían hacer aparte de esperar y estar vigilantes? Se le pasó por la cabeza la idea de preguntar a Esmael. Tenían una cita fijada esa tarde para aprender las bases del combate en vuelo. Su relación con el Señor de los Asesinos era extraña, tirante, pero no estaría de más conocer su opinión. Y siempre estaba dama Desgarro, también podía acudir a ella.
—¿Y las lobas? —preguntó Sedalar—. ¿Irá también esa oscuridad a por ellas?
—Ordenaré a mis sombras que las vigilen de cerca —murmuró Natalia—. Lo último que sé es que siguen a salvo en el castillo y no creo que eso haya cambiado, ¿verdad? —su pregunta iba dirigida a un punto del torreón que en aquel momento era ciego para todos menos para ella. La respuesta que recibió no pareció gustarle—: ¿Qué? —preguntó mientras se incorporaba. Se escuchó un siseo y el rostro de la bruja se ensombreció todavía más—. ¿Desde cuándo? —una pausa, otro siniestro barboteo—. ¿Y no creísteis necesario contármelo? —rugió enfadada. Se giró hacia sus amigos—. La manada expulsó a Lizbeth hace unos días —les informó—. Desde entonces anda sola por la ciudad. Dicen que la están protegiendo.
Sedalar frunció el ceño. Había enviado a algunas de sus creaciones al castillo con el fin de ver cómo se encontraban sus amigas, pero las inmediaciones de la fortaleza le estaban vedadas. Había protecciones en marcha que impedían que tanto sus criaturas como su magia espiaran en la montaña.
—¿Y a Adrián? —preguntó entonces Héctor—. ¿Lo avisamos a él?
—¿Para qué? —quiso saber Natalia, parecía escandalizada—. ¿Y si es él quien nos amenaza? ¿No lo habéis pensado? —torció el gesto—. Está loco y tiene un dragón al que alimentar. A lo mejor está pensando incluirnos en su menú. Bruja asada y alitas de ángel negro.
Sedalar negó con la cabeza.
—Por muy loco que esté no nos haría daño sin provocación.
—No estoy tan seguro —gruñó Darío—. Yo preferiría no encontrármelo.
—¿Y te extraña, después de lo que le hiciste? —preguntó Héctor con cierta rudeza.
—Lo que la espada le hizo —apuntó el trasgo—. Sólo quería apartarlo de mi camino, ¿vale?
De pronto, Natalia se echó a reír. Todos la miraron perplejos, sin comprender qué podía haberle causado tal ataque de hilaridad. Sus miradas sorprendidas sólo consiguieron avivar la risa de la bruja.
—Lo siento, lo siento —dijo cuando logró calmarse—. Acabo de darme cuenta de que todos hemos intentado matar a Adrián. ¡Podríamos montar un club!
—No tiene gracia —dijo Héctor con el ceño fruncido—. Y te recuerdo que yo no he intentado matarlo.
—Yo tampoco —insistió Darío—. Al menos la primera vez…
Héctor observó al muchacho. Desde la última vez que lo había visto, había crecido más de medio metro y ése, por supuesto, no era el único cambio operado en él. Su piel era ahora de un tono verdoso y sus extremidades se habían alargado de modo desproporcionado. Pero lo más llamativo eran sus ojos: se habían empequeñecido y redondeado. A Héctor le recordaban a los de un tiburón.
—¿Por qué no te uniste a nosotros? —quiso saber.
Darío se giró hacia él. No se había esperado aquella pregunta. Meditó unos instantes la respuesta.
—Preferí ir por mi cuenta —contestó mientras se encogía de hombros. No creía necesario darles más explicaciones a ellos—. Supuse que así tendría más oportunidades de sobrevivir.
Héctor se preguntó qué habría ocurrido si Darío se hubiera unido al grupo. Las cosas habrían sido distintas, desde luego, pero ¿acaso mejores? Estaba claro que Adrián no habría resultado herido en aquella escalera y Alexander no hubiera muerto mientras buscaba una forma de curarlo. Y a pesar de la tragedia que había representado la muerte del pelirrojo, no podía olvidar que su sacrificio les había facilitado la entrada a la torre Serpentaria. Y sin la magia que el grupo había conseguido allí, era probable que todos hubieran muerto. El destino era demasiado caprichoso como para desenredarlo. Y allí estaba el propio Darío para demostrarlo: había sobrevivido por sí mismo, como se había propuesto, y sin más magia que la que al parecer contenía una espada dotada de voluntad propia.
—¿Y cómo lo has hecho? —le preguntó entonces—. ¿Cómo has conseguido sobrevivir durante todo este tiempo?
—No lo sé —contestó—. Ni siquiera yo lo tengo claro.
Durante más de una hora los muchachos hablaron de sus andanzas por Rocavarancolia. Darío les habló de las continuas noches sin dormir, de las decenas de alimañas a las que había tenido que enfrentarse, del horror del abismo bajo el puente y de la obstinada presencia que lo había seguido durante varios días, sin dejar de gritarle ni un instante. Ellos le contaron la pesadilla que habían vivido bajo tierra el día en que aquel monstruoso murciélago atrapó a Marina; le hablaron de la casa trampa que usaba tus recuerdos para atraerte y de la tarde terrible que habían vivido en el palacete.
—Os vi —dijo Darío—. Parecíais tan felices… Resulta extraño cómo puede cambiar todo de un momento a otro.
La soledad y la desesperanza se intuían en cada una de las palabras del trasgo. Darío se había enfrentado a Rocavarancolia solo, y esa soledad parecía marcada a fuego en su alma. Lo que ellos ignoraban era que la desesperanza la había traído consigo ya desde la Tierra.
—Tenías que haberte venido con nosotros —dijo Natalia mientras le estudiaba con divertida atención—. Las cosas habrían sido más interesantes contigo aquí. Eras mono y lo sigues siendo. La Luna Roja te está dando un aire interesante. Monstruoso, sí, pero interesante.
—Perdónala —le pidió Héctor—. Nunca piensa lo que dice. La mayor parte del tiempo su cerebro y su boca van por separado. Y cuando se unen es todavía peor.
—Pero estoy diciendo la verdad —señaló al trasgo con ambas manos—. Míralo. ¿No es mono? Ese pelo encrespado, esos ojitos… Hasta el color aceituna me gusta. ¿Nos lo podemos quedar?
Sedalar carraspeó sonoramente.
—Vale —dijo Darío, cambiando de postura en la silla—. Esta conversación me está empezando a resultar incómoda —el hecho de que alguien pudiera considerarlo «mono» en sus circunstancias actuales era desconcertante.
—Será mejor que lo dejemos, sí —murmuró Héctor dedicándole a Natalia una mirada de clara advertencia. Luego se giró hacia el demiurgo y el trasgo mientras buscaba cualquier otro tema de conversación. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba hambriento—: ¿Os apetece comer algo? —preguntó—. Soy un anfitrión horrible. Para una vez que tengo invitados y no os ofrezco nada…
Darío fue consciente de pronto de su propio apetito y, al serlo, éste se avivó. No lo bastante como para preocuparle mantenerlo bajo control, pero sí para recordarle que lo mejor sería marcharse cuanto antes.
—Debería irme —anunció—. Ya os he molestado demasiado.
—No estás molestando —le dijo Natalia—. Al menos no a mí, otra cosa es lo que pueda pensar Héctor…
—No le hagas caso —intervino el aludido—. De nuevo su cerebro y su boca van por separado.
—En serio… será mejor que me marche —murmuró Darío mientras se incorporaba para dejar claro que no pensaba discutir más sobre el tema.
Héctor no supo qué motivo lo llevó a acompañar al trasgo fuera. Quizá sólo fue un intento por quitar hierro a las palabras de Natalia.
—Creía que nunca iba a parar de llover —murmuró Darío con la vista alzada hacia el cielo una vez salieron.
Héctor miró también hacia arriba. Las nubes continuaban oscureciendo Rocavarancolia, pero no daba la impresión de que la tormenta fuera a volver. La Luna Roja seguía en las alturas, enorme, y aun así tuvo la impresión de que era algo más pequeña que el día anterior.
—Al final todo termina —murmuró.
Darío se quedó mirando fijamente a Héctor. La negrura ya teñía por completo el cuerpo del joven. Estaba desnudo de cintura hacia arriba y en su torso se distinguían sus músculos con tal claridad que parecían cincelados, como si alguien hubiera esculpido el cuerpo perfecto en un pedazo de mármol negro. Las alas rojas eran de una fría hermosura.
—Es increíble cómo has cambiado —le dijo—. No te pareces en nada al chaval blanco y fofo que vi en las mazmorras la noche en que llegamos.
—La culpa es de la Luna Roja, no mía —replicó Héctor. De pronto fue consciente de lo que acababa de decir Darío—. Espera… ¿Me viste en las mazmorras? Creía que había sido el único en despertar aquella noche.
Darío negó con la cabeza.
—Denéstor me durmió en la Tierra con un abracadabra de los suyos. No sé cuánto tiempo estuve desmayado, pero cuando desperté algo me transportaba por un pasadizo.
—¿Viste qué era?
—No pude verlo bien, pero por el modo en que me llevaba debía de tener más brazos de lo normal.
Héctor sonrió. Tenía una ligera idea de quién había cargado con Darío por la mazmorra.
—Aquella cosa me dejó sobre un camastro y allí terminé de despertarme. Iba a salir a explorar cuando una jeringuilla llegó volando, me pinchó en un brazo y me sacó un buen montón de sangre.
—A mí también me pincharon —dijo Héctor y torció el gesto al recordarlo—. Fue entonces cuando desperté. Tenía esa cosa enganchada al brazo, como un mosquito enorme…
—Salí tras ella cuando se marchó volando. Me moría de ganas de echar un vistazo a ese mundo que según Denéstor tanto me necesitaba. Buscaba una salida cuando te vi. Estabas en mitad del pasillo, medio desnudo, con un montón de ropa en las manos y la boca abierta de par en par. Te seguí, sin acercarme demasiado. No sabía quién eras y no me inspirabas mucha confianza —prefirió no hablarle del desprecio que sintió al verlo. Era evidente que aquel muchacho no había conocido nunca la privación—. Poco después escuché pasos que se acercaban y me colé en la mazmorra que tenía más cerca.
—Yo me metí en la de Marina —sonrió al recordarlo. ¿De verdad sólo habían pasado unos meses?—. Luego llegó la araña de la levita y me dejó inconsciente. Cuando volví a despertar ya era de día.
—Tuviste suerte. Te perdiste la segunda jeringuilla voladora. Yo fingía dormir cuando entró —se puso una mano en el pecho—. Se me posó aquí y me clavó la aguja hasta el fondo. No sé qué me sacó, pero dolió a rabiar.
—Lo que está claro es que en Rocavarancolia nunca te aburres. Nunca sabes qué vas a encontrarte en la próxima esquina —miró a Darío—. Oye… —dijo—. No sé qué puede ser esa oscuridad que se nos viene encima, pero lo mejor sería afrontarla juntos. Deberías quedarte. No tiene sentido que te vayas.
Darío se sorprendió al escuchar aquella propuesta. Dentro del torreón había tenido la impresión de que Héctor quería que se marchara cuanto antes. Y ahora le estaba ofreciendo quedarse con ellos.
—Yo… —dudó, pero luego sintió el latigazo del hambre en las entrañas y sus dudas se despejaron. Sacudió la cabeza—. No sería buena idea, créeme. Os pondría en peligro.
—¿De qué tienes miedo? —le preguntó Héctor.
—De mí mismo —contestó, sin dudarlo—. De lo que soy capaz de hacer —extendió los brazos y le mostró las palmas de sus grandes y grotescas manos—. De lo que sería capaz de haceros si no logro contenerme.
Héctor lo estudió durante unos instantes, con los brazos cruzados ante el pecho.
—No te conozco, no sé quién eres —dijo—. Durante un tiempo te odié. Por lo que le hiciste a Adrián, por la influencia que ejercías sobre Marina… Y tú nos salvaste la vida cuando Roallen nos atacó. Deja que intente equilibrar las cosas.
—¿Quieres salvarme? ¿Eso pretendes?
—Quiero que nos salvemos todos. Y sería más fácil si permaneciéramos juntos.
—¿Y si no quiero que me salven? ¿Has pensado en ello? ¿Y si prefiero morir siendo quien era, a vivir convertido en esta… en esta cosa?
—Sedalar está trabajando en eso —era la primera vez que llamaba por su nuevo nombre al demiurgo sin que éste estuviera presente—. Está convencido de que hay maneras de deshacer los cambios de la Luna Roja.
Durante un momento, Darío no fue capaz de articular palabra, demasiado sorprendido por lo que acababa de escuchar. No había pensado ni por un instante que las transformaciones pudieran ser reversibles.
—¿Podría volver a ser humano? —la expectación le enronqueció aún más la voz.
—Eso dice. Y confío en él. Si existe una forma de conseguirlo, la encontrará.
—Yo… —sintió removerse de nuevo el monstruo en sus entrañas. ¿Podía permitirse albergar esperanza?—. Lo pensaré, ¿de acuerdo? —dijo y, para su sorpresa, se dio cuenta de que de verdad pensaba hacerlo—. Pero por ahora será mejor que me vaya.
—Como quieras, pero recuerda lo que te he dicho —acto seguido refrendó sus palabras tendiéndole la mano. Darío se la estrechó sin dudarlo—. No tienes por qué enfrentarte solo a Rocavarancolia —dijo el ángel negro.
—Cuídala —le pidió el trasgo.
* * *
Enoch proseguía su viaje en brazos del viento. Debía ser precavido: de dispersarse mucho corría el riesgo de terminar transformado en polvo para siempre, sin esperanza de recobrar su antigua forma. Aun así no cejaba en su empeño, incluso a pesar del cansancio que comenzaba a hacer mella en él.
El vampiro tenía muy claro su objetivo, pero resultaba complicado dar con Esmael. Sobrevoló el torreón Margalar y al reconocerlo se llenó de orgullo. Allí se había enfrentado contra el monstruo sediento que anidaba en su interior y había salido victorioso. El capricho del viento lo hizo descender en perpendicular a los muros verdosos del edificio. Dos figuras hablaban al pie del puente. Un trasgo y un ángel negro. Pero no era Esmael, se trataba de uno de los muchachos, el que según Belisario contaba con sangre de reyes en sus venas, aquél al que Hurza quería utilizar para revivir a su hermano. No reconoció al trasgo, pero sin duda era otro cosechado. Vio a ambos darse la mano antes de tomar caminos diferentes, el ángel de regreso al torreón y el trasgo hacia el puente levadizo.
El polvo continuó su baile, esta vez rumbo al norte. No se había alejado doscientos metros del torreón cuando una silueta inmóvil entre dos edificios llamó su atención. Y si se había enorgullecido sólo con volar cerca del escenario en el que había logrado controlar su sed, lo que sintió al ver al muchacho al que a punto había estado de matar fue indescriptible. Aquel joven le había devuelto la dignidad.
—Vives gracias a mí —murmuró mientras revoloteaba a su alrededor—. Estás vivo porque decidí no matarte. No lo sabes, pero me debes la vida.
Andras Sula no prestaba atención al polvo que revoloteaba en torno a él. Miraba hacia la figura del trasgo que, poco a poco, se iba empequeñeciendo en la distancia. Su rostro era una máscara de furia. Las manos, convertidas en puños, ardían envueltas en llamas, como si las llevara enfundadas en guanteletes ígneos. Cuando el trasgo desapareció de su vista, miró hacia el torreón, sacudió la cabeza y echó a andar en dirección contraria.
* * *
Estaba en el aire.
Era un hálito de tempestad por llegar, de calamidad a punto de desatarse. Muchos lo presentían. Los carroñeros y demás alimañas abandonaron las calles y se refugiaron en sus madrigueras; presencias astrales que hacía años que no se dejaban ver comenzaron a aparecer por toda la ciudad, atraídas por el aroma a catástrofe. Las cúpulas arruinadas y las cornisas se llenaron de pájaros negros.
Los muertos del cementerio callaron al unísono, algunos a media frase. Dama Desgarro salió del Panteón Real poco después, sorprendida por el repentino silencio que se había abatido sobre el lugar. Recorrió los senderos del camposanto a paso rápido mientras acariciaba inquieta la cuenca de su ojo perdido. La calma del cementerio no presagiaba nada bueno; jamás lo hacía, pero esta vez la sensación ominosa de que algo estaba a punto de desencadenarse era más fuerte que nunca.
La manada en la montaña rompió a aullar. Roja unió su voz al resto. Ya no recordaba nada de su vida humana, apenas quedaba en ella rastro de Maddie. Aulló hasta que la garganta le dolió.
* * *
Esmael se posó sobre la espalda de una enorme gárgola, más inquieto de lo que lo había estado en años. No era ajeno a la atmósfera que campaba sobre Rocavarancolia. De pronto fue consciente del lugar al que había ido a parar. Estaba frente a lo que un día fue el torreón Sendar, uno de los torreones que habían acogido a las cosechas de los diferentes mundos.
Poco quedaba en pie del edificio, restos de la primera planta y el portón de entrada, sujeto por un solo gozne.
Allí, ante esa puerta, Esmael había matado por primera vez.
En los tiempos en que fue cosechado, la criba contaba con una característica peculiar de la que las cosechas posteriores a la guerra se habían librado: el hambre. La cantidad de alimentos que Rocavarancolia hacía llegar a los puntos de abastecimiento era siempre idéntica, sin importar el número de cosechados que albergaran las torres ese año. Eso se traducía en una lucha enconada por conseguir víveres, por lograr ser los primeros en llegar a ellos o por tratar de arrebatárselos a quienquiera que los hubiera conseguido antes. De esa manera Rocavarancolia intentaba que la criba fuera lo más efectiva posible.
El torreón al que Esmael fue a parar, el torreón Alborada, estaba repleto de inútiles. Había una veintena de cosechados procedente de su propio mundo y casi medio centenar de otros planetas. Durante los primeros días, nadie probó bocado y pronto el hambre y la desesperación comenzaron a hacer mella en ellos. No conseguían nada en los puntos de abastecimiento y sus peregrinajes por la ciudad eran siempre en vano. Al cuarto día vieron cómo un hombre de túnica blanca sacaba un cubo repleto de despojos de una torreta espigada. Era tal su desesperación que se acercaron sin esperar siquiera a que el hombre regresara al interior del edificio. Esmael estaba tan hambriento como el resto, pero fue el único al que se le ocurrió acercarse a aquel sujeto para preguntarle si lo que acababa de tirar era comestible.
El hombre sonrió y, tras mirar a izquierda y derecha, asintió levemente con la cabeza. El grupo llevó como bien pudo la carroña hasta el torreón; la mayor parte eran visceras, desperdicios en los que sólo un hambriento repararía. El hambre les hizo olvidar toda precaución. Y lo pagaron caro. Casi todos los que comieron de aquella carne murieron ese mismo día, sin parar de convulsionarse y vomitar. El propio Esmael estuvo a las puertas de la muerte.
Al poco de recuperarse, cometió su primer asesinato. Nunca supo el nombre de aquel joven y hasta le costaba recordar su cara. Era uno de los cosechados del torreón Sendar. Siempre conseguían víveres con facilidad, y era comprensible: entre ellos había varios muchachos versados en el uso de las armas y eso les facilitaba las cosas. A diario, un grupo de jóvenes aguardaba la llegada de las barcas de víveres, armados con arcos, espadones y hachas. Esmael los siguió una tarde en su regreso al torreón Sendar y un detalle en el edificio vecino llamó su atención: buena parte de la manipostería del pórtico estaba en mal estado; había varias piedras de gran tamaño sueltas, piedras que se podían empujar sin dificultad desde arriba. Al día siguiente la emboscada estaba dispuesta. Cuando el grupo armado pasaba bajo el pórtico de regreso a su torreón, varios chicos empujaron las piedras sobre ellos. El resto, Esmael incluido, aprovechó la confusión para atacar.
La lucha fue corta y brutal. La trampa cogió por sorpresa a los del torreón Sendar y no pudieron reaccionar a tiempo. Dos cayeron inconscientes bajo la avalancha, y el resto también dio con sus huesos en el suelo. No hubo estrategia ni planificación, todo fue caos. Esmael golpeaba casi a ciegas y la debilidad de su brazo la suplía con la desesperación de saber que estaban ante una de sus últimas oportunidades de sobrevivir. De pronto, se vio rodando por el suelo con un adversario encima que lo inmovilizó con facilidad. Era demasiado fuerte para él. Las manos de su enemigo le rodearon la garganta y comenzaron a estrangularlo. Esmael notó cómo la vida se le iba y lo único que pudo hacer fue bracear desesperado. Cuando ya daba todo por perdido, su mano topó, por simple azar, con un adoquín flojo. Lo terminó de arrancar y golpeó con él la cabeza de su contrincante una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez con más violencia. Las manos soltaron su cuello, el aire regresó a sus pulmones y él se sintió nacer de nuevo en el mismo instante en que el cráneo que golpeaba se abría con un crujido.
Cuando se incorporó, resollando enfebrecido con una mano en la garganta y la otra aferrada aún a la piedra, todo había terminado. Los suyos apenas habían tenido bajas. Algunos de sus adversarios continuaban con vida, aunque maltrechos y desmayados en el suelo.
—¡Matadlos! —ladró Esmael. Su voz sonaba ronca en su garganta lastimada. Un adversario muerto no empuñaría jamás un arma en su contra, un enemigo sin vida nunca buscaría venganza—. ¡Matadlos a todos!
Mientras sus compañeros le obedecían, las puertas del torreón Sendar se abrieron y varios muchachos salieron fuera. Nada más ver el modo en que empuñaban las armas, Esmael comprendió que no eran tan diestros como a los que se acababan de enfrentar. Y estaban asustados, conmocionados al ver cómo un grupo de desharrapados había terminado con los suyos. El que mucho tiempo después se convertiría en Señor de los Asesinos se encaró a ellos, sin más armas que aquella piedra manchada de sangre. Una flecha pasó cerca de su cabeza. Él ni se inmutó, se limitó a mirarlos, implacable. Y esa mirada bastó para hacerles retroceder. Siempre se preguntó qué fue lo que vieron en él para dar ese paso atrás, ¿quizá un atisbo de en lo que se iba a convertir o, simplemente, a alguien capaz de todo por sobrevivir? No se quedó a comprobar si recuperaban el valor, echó a correr hacia los suyos, recogieron a toda prisa las provisiones y huyeron hacia el torreón Alborada.
Ese mismo día, Esmael mató por segunda vez. Regresó a la torreta cuyos desechos habían diezmado a sus compañeros y se apostó allí hasta que vio salir al hombre de la túnica blanca. Se deslizó como una sombra tras él y, cuando entraba en una calleja oscura, le cortó el cuello. Se quedó a su lado hasta que murió, mirándole a los ojos mientras le cubría la boca con una mano para evitar que gritara. La satisfacción que sintió al verlo morir le hizo sentir inmenso; allí, en aquel callejón, con las manos manchadas otra vez de sangre, Esmael se sintió un dios.
Ése había sido, en esencia, su primer asesinato real. Pero fue aquella primera muerte, la del joven del torreón, la que le había hecho cobrar conciencia de su propia identidad. La Luna Roja podía haberle dado su forma definitiva, pero fue ante esa torre, con una piedra en la mano, cuando el Señor de los Asesinos de Rocavarancolia comenzó a gestarse.
Si no hubiera dado con ese adoquín suelto, la historia habría sido muy diferente. Y mucho más breve.
Esmael desplegó de nuevo sus alas y abandonó la gárgola para zambullirse en las tinieblas. Unos instantes después, el viento condujo hasta ese mismo lugar a una nube polvorienta que, tras trazar varias rápidas espirales, siguió el rumbo del ángel negro.
* * *
No quedaban alimañas en Rocavarancolia. O al menos esa impresión daba. Darío llevaba horas de caza y no había podido encontrar absolutamente nada. La ciudad estaba desierta. Los escasos rastros que encontraba terminaban en el subsuelo o en grietas o pasajes demasiado angostos para él. Cerca de la cicatriz de Arax captó una pista prometedora: un olor a bestia salvaje acompañado del de una criatura desconocida. Se dirigió hacia allí. En esa misma dirección se escuchó un portentoso aullido, pero él no aminoró el paso, al contrario: lo avivó.
A las puertas de una cabaña junto a la cicatriz se encontraban una grotesca loba y un niño de no más de doce años. La loba aullaba desaforada mientras el chico acariciaba su testuz. Darío los acechó durante largo rato. En su mente anticipaba el placer de la caza. Quebraría el cuello al niño para luego encargarse de la loba. Se relamió en las sombras mientras decidía a cuál de los dos devoraría primero, probablemente al pequeño, sí, su carne tier… Retrocedió asqueado, consciente de pronto de lo que estaba pensando. ¿Devorar a un niño?
Se llevó una mano al estómago para intentar apaciguar el ansia y se marchó de allí, horrorizado. ¿Cómo había podido siquiera sopesar la posibilidad de unirse a Marina y los suyos? Estaba perdido, irremediablemente perdido. Echó a correr, intentando, en vano, escapar de sí mismo.
Corría cerca de dos torres de granito verdoso, cuando una sombra se precipitó sobre él. Por un momento fue como si la mismísima noche se le estuviera viniendo encima, una noche plagada de escamas y colmillos. Luego vio que era un dragón lo que le embestía. De sus fauces entreabiertas brotaba humo negro. Su ala izquierda estaba desgarrada y se agitaba al viento de tal forma que parecía a punto de desprenderse.
Darío buscó la empuñadura de su arma, pero antes de poder desenvainarla, el dragón le golpeó con su ala rota en el pecho y salió despedido. Cayó sobre el adoquinado y, tras varios tumbos, chocó contra un muro. Se quedó inmóvil, aturdido. Entre la niebla de la semiinconsciencia alcanzó a escuchar el retumbar atronador del dragón aproximándose. Rodó sobre sí mismo un instante antes de que la zarpa de la bestia barriera el suelo e hiciera saltar varias hileras de ladrillos de la casa contra la que había chocado.
Darío se incorporó entre los cascotes que volaban y echó a correr. A unos doscientos metros de distancia descubrió una callejuela cuya entrada era demasiado estrecha como para que aquella mole pudiera atravesarla. El dragón bramó a su espalda y él miró sobre su hombro. El monstruo había abierto las fauces y estiraba el cuello hacia él. El humo y las llamas se enredaban entre sus colmillos y saltaban sobre su lengua bífida. Se escuchó un sonido a medio camino entre una detonación y un resoplido y, acto seguido, el dragón escupió un chorro de fuego. La llamarada pasó muy por encima de la cabeza de Darío. El joven se frenó en seco. El aire olía a mundos abrasados y a cuerpos en llamas. Resopló. No podía escapar, aquella llamarada había sido una advertencia, comprendió, si seguía corriendo el dragón no fallaría. No había huida posible. Se giró y desenvainó la espada.
La bestia se alzó sobre sus cuartos traseros y agitó las alas, tanto la inútil como la sana. Luego se dejó caer y el mundo tembló. El fuego se había replegado al fondo de su garganta; allí saltaba y burbujeaba, a la espera de ser invocado otra vez.
Pero no hubo más llamas, sólo una risa baja, procedente del jinete del dragón. Darío levantó la vista aunque ya sabía de quién se trataba. Montado en su lomo estaba Adrián. El joven se inclinaba hacia delante y lo observaba con aire burlón.
Darío había pensado muchas veces en cómo sería su siguiente encuentro con Adrián. Se había prometido a sí mismo que no habría violencia cuando tuviera lugar; trataría de ser conciliador, intentaría reconducir las cosas… Nada de lucha, no más sangre derramada. Aquello tenía que terminar. Pero estaba hambriento, acababa de dejar a Marina con Héctor, y Adrián le había atacado a lomos de un dragón. Darío dejó que el trasgo hablara:
—¿Cuántas veces voy a tener que matarte? —preguntó—. ¿Dos no es bastante?
Adrián le dedicó una sonrisa torva y descendió del dragón de un salto. Pequeñas lenguas de fuego corrían sobre su piel, como insectos incendiados.
—Eres más alto —dijo, observándolo de medio lado. Su voz sonó diferente.
—Y tú estás más loco —Darío cambió la espada de mano y dio un paso al frente. La sombra del dragón cayó sobre él.
—Hay un asunto pendiente entre nosotros. Algo que debemos zanjar de una vez por todas.
—Estoy de acuerdo —no había vuelta atrás. Había sido un ingenuo sólo con pensarlo. Levantó la espada y se colocó en posición defensiva—. Cuando quieras.
—Así no. Nada de armas mágicas esta vez. Juguemos limpio. Tú no usas tu espada y yo no uso ni el dragón ni el fuego. Un trato más que justo, ¿no crees?
—No tengo más espadas.
—Yo he traído dos —Adrián desenvainó una de ellas, la tomó de la hoja y se la ofreció por la empuñadura.
Darío la contempló con los ojos entornados. La guarda, de color pardo, tenía forma de cruz con los brazos curvados. Enfundó su acero, miró de reojo a Adrián y en un rápido movimiento se hizo con el arma que éste le tendía. El piromante retrocedió un paso. Darío sopesó la espada, era liviana pero transmitía una curiosa sensación de seguridad. Comprobó el filo de la hoja con la yema de un dedo y amagó un par de rápidos mandobles al aire.
Adrián sonrió, levantó un dedo pidiéndole tiempo y se acercó al dragón. Éste bajó la cabeza hasta ponerla a la altura del piromante. Adrián palmeó la frente del animal y le susurró algo que Darío no alcanzó a escuchar.
El monstruo se alejó unos pasos, arrastrando su peste a fundición con él. Darío se preguntó qué ocurriría si mataba a Adrián. Dudaba que aquel animal se mantuviera al margen. Descubrió que tampoco le importaba demasiado.
Su contrincante desenvainó la espada mientras se acercaba.
—Estoy listo —dijo Adrián.
—Estoy listo —dijo Darío.
Y cargaron el uno contra el otro bajo la mirada del dragón y la Luna Roja.
* * *
Esmael se detuvo en seco en pleno vuelo. Le había entrado algo en los ojos, en ambos al mismo tiempo. Pestañeó con fuerza y se los frotó con la mano. La molestia no sólo no desapareció, sino que aquel repentino picor se le extendió por cara y pecho.
Varias espirales de un polvo finísimo giraban a su alrededor, como diminutos anillos planetarios que lo orbitaran. Voló hacia delante y el polvo le siguió, obstinado. Comenzó a trenzar un hechizo de defensa, pero a medio sortilegio se detuvo, asaltado por una repentina sospecha.
—Por todos los infiernos —murmuró—. ¿Enoch? ¿Eres tú? —la nube se retiró y se deslizó en el aire en lo que bien podía tomarse como un asentimiento.
Enoch había quedado reducido a polvo a los pies del Trono Sagrado. Esmael, como todos, había pensado que ése había sido el final del vampiro, pero era evidente que no había sido así. Debía de haberse disgregado para escapar del suplicio del despedazamiento.
—Enoch, Enoch… Quién me iba a decir que algún día me alegraría de verte —tendió una mano hacia la nube difusa—. Necesito saber quién te mató. Necesito saber quién te obligó a sentarte en el trono.
La nube de polvo se agitó en un extraño contoneo. Esmael prestó atención pero no logró escuchar nada. Había sido un sinsentido siquiera intentarlo. ¿Cómo iba a hablar aquello?
—El polvo no tiene lengua —nada más decirlo la nube comenzó a moverse contra el viento. Y lo hacía en dirección sur. Era evidente que el vampiro quería que lo siguiera.
Esmael fue tras él, consciente de que todo aquello bien podía tratarse de una trampa. Pronto quedó claro lo tedioso que iba a resultar seguir a Enoch. El vampiro avanzaba despacio y a veces el viento conseguía apartarlo de su ruta. La paciencia de Esmael no tardó en agotarse.
Adelantó a su guía y lo obligó a detenerse. Miró en la dirección hacia la que habían estado avanzando; allí, a lo lejos, se distinguían los muros afilados de la catedral roja.
—¿Quieres que vaya a Rocavaragálago? Si es así, indícamelo de algún modo. Muévete, rueda sobre ti mismo, haz algo —el polvo no varió su lento ondular en dirección sur—. No quieres que vaya allí —Esmael hizo un repaso a los lugares reseñables que se encontraban en esa dirección—: ¿El edificio de las luces? ¿Las mazmorras? ¿El túnel de los poseídos? —tras cada pregunta guardaba unos instantes de silencio atento a la reacción de Enoch—. ¿La barbacana? ¿La torre Serpentaria?
Al mencionar la torre, la columna de polvo se desintegró al momento. Cada partícula que la formaba tomó una dirección diferente en lo que pareció una súbita explosión. Esmael se quedó contemplando el vacío dejado por lo que una vez había sido Enoch.
—La torre Serpentaria —repitió mientras el vampiro disgregado reaparecía ante él—. ¿La misma torre o un lugar cercano? —sacudió la cabeza. Era absurdo solicitar más indicaciones.
Trazó con sus manos un círculo en el aire y una esfera translúcida apareció de la nada. A un gesto de Esmael una racha de aire empujó a Enoch dentro de la burbuja. El ángel negro la tomó en sus manos.
—Ponte cómodo, polvoriento —murmuró antes de echar a volar.
Llegó a la torre en apenas cinco minutos. Detuvo su vuelo sobre la última planta, la que no casaba con el resto del edificio y miró alrededor. No había nada extraño, sólo la misma atmósfera cargada de premoniciones que flotaba por toda Rocavarancolia. Esmael contempló a Enoch en la esfera, el polvo se había adherido a las paredes cristalinas de la burbuja. El ángel negro la hizo estallar. Tras una leve vacilación, Enoch voló hacia una ventana de la torre. Estaba claro que lo que quiera que el vampiro quisiera mostrarle se encontraba allí.
Esmael se coló por la ventana tras comprobar que, efectivamente, la estancia estaba vacía. Las antorchas inextinguibles destellaron sobre la pedrería de su cuerpo y multiplicaron su sombra contra las paredes. El torreón podía estar vacío, pero la sensación de amenaza era constante.
Enoch flotaba en torno al grimorio de Hurza como una nube de insectos inquietos. Esmael se acercó a paso lento. Alguien había tapado el libro de mala manera con un tapiz; el ángel negro lo descubrió de un tirón y dejó caer la tela al suelo. Allí estaba el libro de hechizos del primer Señor de los Asesinos, con su cubierta sangrienta pulsando en la penumbra.
—¿Esto era lo que querías que viera? —preguntó al polvo.
Por toda respuesta, Enoch se derramó sobre la cubierta del libro para luego deslizarse entre las páginas cerradas. Cualquier otra cosa que no hubiera sido un vampiro hubiera muerto al tocar el grimorio, aniquilado por el hechizo de protección. Esmael hizo una mueca mientras se preguntaba cuánto cerebro podía tener el polvo. Enoch nunca había sido demasiado listo y era probable que su conversión hubiera limitado más si cabe su inteligencia.
—Enoch… —murmuró Esmael, en su voz se evidenció la impaciencia—. ¿Qué tiene que ver el libro de Hurza en esto? —preguntó.
El ángel negro escuchó el murmullo del polvo entre las páginas del grimorio. Susurraba al contacto con el pergamino. El libro dio una sacudida. Enoch estaba intentando abrirlo y, para sorpresa de Esmael, no tardó en conseguirlo: el volumen se abrió de par en par, y la casualidad quiso que lo hiciera por la página que explicaba el hechizo de resurrección breve que había usado para regresar a la vida al rey de dama Serena.
—¿Qué demonios tratas de decirme? —se inclinó hacia delante—. ¿El grimorio de Hurza tiene algo que ver con tu muerte?
El polvo resbaló por las páginas para trepar luego hasta el margen superior. A continuación se dejó caer en dos riadas paralelas. Esmael frunció el ceño. El polvo estaba intentando dibujar una palabra sobre el pergamino, una palabra de dos letras. El ángel negro intuyó cuál era antes de que Enoch consiguiera perfilarla como era debido.
—«Sí» —leyó. Sus ojos se convirtieron en dos rendijas reticentes—. No tiene sentido. No tiene ningún sentido. Nadie que no sea yo puede servirse de este libro. Sólo el Señor de los Asesinos es capaz de usarlo, para el resto no es más que un libro vacío.
El polvo volvió a chorrear sobre las páginas, formando una nueva palabra: «No».
—¿No a qué? —Comenzaba a desesperarse—. Ya era un verdadero calvario hablar contigo cuando tenías lengua. Ahora es todavía peor. ¿No a qué, maldita sea?
El polvo dibujó trabajosamente otra palabra.
«Hurza», leyó Esmael.
—¡Ya sé qué libro es, estúpido! —a punto estuvo de golpear las páginas abiertas con la palma de la mano. La retiró veloz, sin ni siquiera permitirse pensar qué hubiera ocurrido de ceder a ese impulso.
El polvo borró la palabra para volver a escribirla de nuevo. La borró y la escribió otra vez. Y otra. Esmael casi podía escuchar al polvo susurrar ese nombre: Hurza. Negó con la cabeza. Sabía lo qué intentaba decir Enoch, pero resultaba del todo imposible. Ni siquiera cuando el vampiro añadió una nueva palabra a la que con tanta insistencia se empeñaba en escribir, lo creyó.
«Es Hurza».
—Descerebrado. Vampiro sin seso —gruñó—. Hurza murió hace dos mil años. No puede ser él. No…
«Ha vuelto», escribió el polvo.
¿Y si fuera cierto? Hurza no sólo había sido el primer Señor de los Asesinos, había sido el primer nigromante del que se tenía noticia. Y si de algo sabían esos hechiceros era de burlar a la muerte; pero eran dos mil años de ausencia, demasiado tiempo como para creer aquella necedad. De pronto recordó el sobrenombre con el que se había conocido al hermano de Harex.
—Comeojos —murmuró. Esmael dio un paso atrás—. Por eso se llevaba las cabezas…
«Mis ojos», escribió el polvo entonces y lo escribió a grandes trazos, como si gritara: «Se comió mis ojos».
—Hurza —susurró Esmael. ¿A eso se enfrentaba? ¿Al pasado más pretérito de Rocavarancolia?—. ¿Por qué? ¿Por qué ha vuelto? No lo entiendo. ¿Qué busca?
El polvo cubrió de nuevo el pergamino, las frases se borraron con un siseo granuloso. Enoch estaba agotado: la búsqueda del ángel negro hacía tiempo que le estaba pasando factura. Había creído que sólo con mostrarle el libro, Esmael comprendería el alcance de la conspiración y que sabría cómo actuar, pero por lo visto necesitaba más información. Enoch maldijo su falta de lengua.
«Héctor», escribió. «Esencia de reyes», añadió después. Frases cortas, muy cortas, escritas cada vez con mayor esfuerzo ya que a cada segundo que pasaba más débil se sentía. «Hurza resucitó en Belisario». Despacio, muy despacio. «Harex resucitará en Héctor». Trazar cada palabra, cada letra, era una agonía. Y mientras escribía, mientras intentaba desgranar la conspiración de Hurza Comeojos, era consciente de que la impaciencia y la urgencia de Esmael crecían. Enoch estaba más allá del agotamiento y aun así se forzaba por seguir escribiendo consigo mismo sobre aquel libro maldito. «Vampira»; «Grimorio»; «Recuperar su poder»; «Tomar Rocavarancolia».
Se derrumbó. El polvo se vino abajo y a punto estuvo de precipitarse fuera del libro y el atril.
—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó Esmael. Sentía la imperiosa necesidad de ponerse en marcha cuanto antes—. ¡Contesta, Enoch! ¡¿Te falta algo por contarme?!
Era tal el cansancio del vampiro que le costó un ímprobo esfuerzo escribir la primera palabra de la corta frase con la que pensaba responder a esa pregunta.
«No», escribió, y, para su sorpresa y horror, Esmael apretó los puños, desplegó las alas y echó a volar antes de que pudiera añadir las dos palabras que completaban su respuesta:
«No está solo».
* * *
Marina volvió en sí a media mañana. Las sombras de Natalia y el hechizo de Sedalar informaron de ello casi al mismo tiempo. Natalia y Héctor se habían quedado dormidos la una junto al otro en un sofá mientras Sedalar se dedicaba obsesivo al estudio de un pequeño tratado sobre magia metamórfica. Cuando subieron a la habitación, se encontraron a Marina a medio incorporar en la cama, contemplando el mundo que la rodeaba con ansiedad. Al verlos, la preocupación se convirtió en alivio. Les sonrió, pero su sonrisa se desvaneció al instante.
—¿Y Darío? —preguntó. Por el tono de su voz parecía temer que algo le pudiera haber sucedido.
—Nadie le ha hecho nada, si eso te preocupa —le contestó Natalia mientras se sentaba junto a ella—. Hemos sido tan civilizados con él que no nos habrías reconocido.
Y a ti ¿qué te pasaba? ¡Gritabas como una loca!
—Pero ¿está bien? —insistió Marina—. ¿Seguro que está bien?
—Lo está —afirmó Héctor—. Al menos lo estaba cuando se marchó —la miró con severidad—. ¿Qué te ha pasado?
—¿Qué me ha pasado? —murmuró ella—. Fue un sueño… —por un instante dudó, como si no supiera por dónde empezar. Se llevó una mano al cabello para apartárselo de la frente pero la blancura de uno de sus mechones la detuvo. Contempló el pelo encanecido con expresión atónita. Luego miró fijamente a sus amigos—. No, no era un sueño. Era real. Escuchadme: hay algo terrible en Rocavarancolia.
—¿Sólo algo? —Natalia parecía a punto de echarse a reír pero la expresión de su amiga la contuvo.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Héctor.
Marina se sentó por completo en la cama. Sus ojos resaltaban lúgubres en la palidez de la cara.
—Entré en la mente de esa… de esa cosa —les explicó. Una criatura de Sedalar, una suerte de araña de múltiples patas, se acercó a la vampira. Ella la cogió con delicadeza y la depositó sobre su regazo—. No sé cómo lo hice. Se me apareció una mujer en sueños —Héctor frunció el ceño—. Dijo… dijo… que yo era algo nuevo, algo nunca visto antes. Una vampira, sí, pero una soñadora al mismo tiempo. ¿Tú sabes lo que es eso? —le preguntó a Bruno.
El demiurgo asintió.
—Una bruja onírica. He leído sobre ellas. Dominan los sueños, tanto los suyos como los ajenos.
Ahora fue Marina quien asintió, con la vista fija en la araña de Sedalar.
—Esa mujer me hizo algo —explicó—. Me obligó a soñar sueños que no eran míos. Iba de uno a otro y todo era una locura y nada tema sentido. Y de pronto me encontré dentro del sueño de esa criatura —negó con la cabeza mientras acariciaba la araña de forma maniática. Parecía tan afectada que daba la impresión de estar a punto de ponerse a gritar de nuevo—. No podéis imaginaros qué clase de sueños tenía. Mirara donde mirara todo era atrocidad y tormento. Nadie puede soñar eso y estar cuerdo. ¡Nadie! Lo que he visto, lo que he sentido… —miró a Héctor, desesperada—. Esa cosa nos quiere a ti y a mí. Nos necesita. Viene a por nosotros. Y no vamos a poder detenerla.
—'Tranquilízate —le pidió Héctor—. ¿Qué más puedes contarnos? ¿Qué era ese ser? ¿Cómo eran sus sueños?
—Créeme —dijo ella—, no quieres saberlo.
Sedalar Tul se puso rígido de pronto. La barrera de seguridad que rodeaba el torreón acababa de ser burlada. Alguien había atravesado las defensas como si éstas no existieran, haciéndolas pedazos a su paso. Héctor captó al momento la preocupación de su amigo y le dedicó una mirada interrogativa. Natalia se incorporó también. Las sombras siseaban fuera de la vista del grupo, inquietas.
—Tenemos compañía —anunció la bruja.
—¿Está aquí? —preguntó Marina con un hilo de voz que pronto se convirtió en un verdadero grito. La araña escapó de su regazo a la carrera—: ¡¿Está aquí?!
Héctor le hizo un gesto para que guardara silencio. En el torreón sólo se escuchaba el murmullo de las onyces. A un gesto de la bruja, varias se hicieron visibles. Una de ellas tenía el lomo encrespado y su faz monstruosa fija en la puerta; otra permanecía aferrada con un sinfín de extremidades afiladas al techo. Héctor miró de reojo a Sedalar y éste indicó con un cabeceo hacia el suelo. Había alguien en la planta baja.
Y en ese mismo instante, Esmael, el Señor de los Asesinos de Rocavarancolia, entró en la estancia, con paso lento, medido. Las sombras retrocedieron al verlo.
—¿Qué…? —alcanzó a decir Sedalar, demasiado sorprendido por la repentina aparición como para reaccionar. A punto estuvo de dejar caer el báculo.
—¿Esmael? —preguntó Héctor mientras daba un paso en su dirección. El alivio que había sentido al ver al ángel negro sólo duró un segundo. Algo marchaba mal y era tan evidente que se puso de inmediato en guardia—. ¿Qué haces aquí?
Esmael tardó un instante en responder.
—He venido a mataros a la vampira y a ti —explicó con desgana—. No te lo tomes como algo personal, por favor. Es una simple cuestión de estado.
—¿Qué? —Héctor retrocedió el paso que acababa de dar.
—Si las circunstancias fueran diferentes, ambos estaríais ya muertos —dijo, sin que el tono de su discurso variara un ápice—. Pero dada la relación que se ha establecido entre nosotros, al menos te mereces conocer la razón por la que vais a morir. Es lo justo.
Los cuatro muchachos observaban incrédulos al Señor de los Asesinos. La calma de la que hacía gala no tenía nada que ver con la tensión del momento. Todo tenía el aire de una espantosa broma.
—La cuestión es que una entidad de poder desmesurado ha hecho su aparición en Rocavarancolia —continuó Esmael—. Y, por lo visto, os necesita a vosotros dos para alcanzar sus objetivos. Debo impedir a toda costa que lo consiga. Pienso enfrentarme a él en breve, pero, dada la gravedad de la situación, no puedo permitirme el lujo de dejar cabos sueltos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Héctor—. ¡¿De qué diablos estás hablando?!
—Creo haber sido bastante claro —anunció Esmael—. Si te sirve de consuelo, la bruja y el demiurgo saldrán con vida de ésta. No tengo nada contra ellos.
—No voy a dejarme matar —gruñó el muchacho. Una rabia fría comenzaba a invadirlo. Y la certeza absoluta de que nada de lo que hiciera iba a servir para detener a Esmael—. Y no voy a dejar que mates a Marina.
—Contaba con encontrar resistencia —aseguró el Señor de los Asesinos. Suspiró apático—. Terminemos con esto cuanto antes, será lo mejor para todos.
Antes de que nadie se moviera, Natalia dio un grito y las onyces cargaron en tropel contra Esmael. Durante un segundo lo perdieron de vista, cubierto por completo por un torbellino de tinieblas vivas. Luego las alas del ángel negro se abrieron paso entre ellas, desmembrando y sajando como si sus atacantes no fueran más que papel pintado. Ni una sola llegó a rozarlo. Varias cayeron entre espasmos a sus pies y desaparecieron convertidas en humo graso.
Héctor miró a su alrededor, buscando una vía de escape. Se había enfrentado en suficientes ocasiones a Esmael como para saber que no tenía posibilidad de vencerlo.
—¡Héctor, atrás! —escuchó gritar a Sedalar.
Un haz de energía mística surgió del báculo del demiurgo y, a la vez, un hechizo fulminante brotó de las manos de Natalia. Esmael desvió el primero con un golpe de ala e hizo que el segundo regresara a su fuente con la potencia duplicada. Sedalar se interpuso en la trayectoria del rayo y recibió el sortilegio destinado a la bruja en pleno pecho. Salió despedido y chocó contra ella. Ambos cayeron al suelo, hechos un ovillo de brazos y piernas. Sedalar apretó los dientes. Sus talismanes de guarda habían mitigado la fuerza del hechizo, pero aun así el dolor era tremendo, sentía como si sus extremidades ardieran y el cerebro se le estuviera licuando.
—¡Quítate de encima! —le gritó Natalia con rabia, revolviéndose en el suelo.
Trató de incorporarse pero el cuerpo apenas le respondía. Su visión estaba descentrada y el caos de sombras que revoloteaba por la estancia no mejoraba la escena. Alcanzó a distinguir a Esmael, rodeado de una maraña de onyces que lo hostigaban. El ángel negro tejió dos hechizos de desmayo y los lanzó hacia ellos. El demiurgo los vio llegar sin fuerzas ni ocasión de repelerlos.
—¡No! —tuvo tiempo de gritar, desesperado. No quería dormir, no quería soñar, pero el hechizo se incrustó en su frente y la inconsciencia se lo llevó.
Héctor vio cómo Natalia y Sedalar caían desmayados el uno sobre la otra. Esmael apenas había necesitado unos segundos para dejarlos fuera de combate. Las sombras se replegaron siseando y desaparecieron veloces: al parecer la inconsciencia de su dueña había dejado en suspenso la orden de ataque. Marina continuaba en la cama, en la misma postura en la que le había sorprendido la entrada de Esmael. El ángel negro miró hacia ella. La magia crepitó al momento en torno a su mano diestra, y esta vez no se trataba de un hechizo adormecedor. La habitación hedía a muerte.
—¡Esmael! —aulló Héctor.
El Señor de los Asesinos se giró hacia él, muy despacio; ambos quedaron frente a frente. Se estudiaron durante unos instantes, midiéndose, como habían hecho tantas veces a lo largo de los últimos días. Esmael cerró el puño que rezumaba magia mortal y dejó que ésta se desvaneciera. Héctor era un ángel negro y no se merecía morir fulminado por un hechizo. Y no sería la única deferencia que tendría con él. Lo mataría en primer lugar, así le evitaría tener que ver morir a la mujer que amaba. Un recuerdo pugnó de pronto en su mente pero él le negó el paso. No era momento ni lugar. Afiló las alas.
Héctor resopló. No había falla en la guardia de su adversario ni punto débil que alcanzar. No podía vencer, lo sabía. Pero no pensaba dejarse matar sin luchar. Saltó hacia Esmael, sin más estrategia que la furia y la desesperación. Las alas de su adversario se abatieron sobre él, tan rápidas que ni siquiera fue consciente de que las tenía encima hasta que empezaron a cortar y desgarrar. No pudo ni siquiera amagar un golpe. Cayó de rodillas a los pies de Esmael, con la espalda inclinada hacia delante y las alas abiertas y extendidas en el suelo como una capa ensangrentada.
El Señor de los Asesinos se dispuso a asestar el golpe final. Estaba a un instante de convertirse de nuevo en el último ángel negro, el último de su especie otra vez.
Héctor sintió la misma impotencia que le había embargado tras enfrentarse a Roallen. Nunca conseguiría salvar a nadie. Jamás. Por más que lo había intentado no había hecho otra cosa que fracasar una y otra vez. Alzó la vista, si tenía que morir al menos lo haría mirando a los ojos a su asesino. Fue entonces cuando descubrió a Marina a la espalda del ángel negro, con una daga en la mano: debía de haber abandonado la cama durante la corta lucha y ahora se disponía a atacar por sorpresa a Esmael. Héctor no cometió el error de albergar esperanza. Antes de que Marina pudiera asestar su golpe, Esmael, sin mirarla siquiera, proyectó el brazo derecho hacia atrás y la aferró del cuello. El cuchillo cayó al suelo. El ángel negro mantuvo a la vampira apartada de él, con el brazo extendido en toda su longitud. Héctor gimió. No, nunca podría salvar a nadie. Y el ser consciente de ello fue tan demoledor que se vino abajo. E hizo lo único que le quedaba por hacer: rogar por la vida de Marina.
—A ella no… —murmuró. Hablar le dolía. Su voz no era más que un lastimero gemido—. Acaba conmigo, pero no le hagas daño a ella…
—Los ángeles negros no suplican —le replicó Esmael, como si todo aquello no fuera más que otra de sus lecciones. Y le asaltó otra vez el recuerdo que unos instantes antes había logrado reprimir. Esta vez no lo consiguió.
Y se vio a sí mismo treinta años antes, gritando horrorizado al ver caer a dama Fiera en la batalla, bañada en sangre de dragón, una estrella fugaz que caía a la muerte riendo a carcajadas: «¡Miradme!», aullaba «¡Soy un ángel rojo!». En aquel preciso momento, Esmael lo hubiera dado todo por cambiarse por ella, por ser él quien se precipitaba sobre la ciudad herida. El ángel negro siempre había despreciado el amor, era un sentimiento debilitador, algo que te lastraba, que te reblandecía por dentro…
Y su desprecio se basaba en el conocimiento, porque allí, ese día, había descubierto que amaba a dama Fiera. Y nunca se había sentido tan débil.
—Entonces no soy un ángel negro —concedió Héctor—. No quiero serlo. Mátame a mí, pero perdónale la vida a ella, por favor…
Esmael entrecerró los ojos. En su recuerdo seguía viendo caer a dama Fiera, envuelta en sangre. Y por primera vez en su vida dudó a la hora de matar. Gruñó. Negó con la cabeza, incapaz de creer lo que le estaba sucediendo.
«Somos lo que somos», le había dicho dama Fiera la noche en que le confesó su sueño de sentarse en el trono de Rocavarancolia, «criaturas salvajes, hechas para la sangre y la matanza, no para el gobierno con sus intrigas y sutilezas. Nuestro reino es el campo de batalla y así es como debe ser».
Cuando soltó el cuello de la vampira tuvo que reprimir el impulso de examinar la palma de su mano para comprobar que allí no había nada que lo hubiera obligado a liberarla. Marina cayó al suelo y se revolvió como una serpiente para atacarlo. La inmovilizó con un gesto.
A continuación apretó los dientes y se acuclilló junto a Héctor. Le bastó con un hechizo suave para que las heridas que él mismo había provocado comenzaran a sanar. El muchacho cayó hacia atrás, atónito ante el repentino cambio de actitud del ángel negro. La curación era indolora esta vez, un lento cosquilleo que recorría sus heridas y las iba cerrando. Lo siguiente que hizo Esmael fue liberar a Marina de su inmovilidad. Luego se dirigió a ambos:
—Escuchadme: quiero que vayáis al Panteón Real y solicitéis asilo allí —les ordenó—. A dama Desgarro no le quedará más remedio que concedéroslo. Es la ley. No salgáis del panteón hasta que yo regrese, ¿queda claro? Es el único lugar de toda Rocavarancolia donde estaréis a salvo. ¡Ocurra lo que ocurra, no salgáis!
—¿Qué está pasando? —quiso saber Héctor. Sentía un miedo atroz a que el ángel negro cambiara de nuevo de opinión y decidiera terminar lo que había empezado—. ¿Qué significa toda esta locura? —insistió.
—Una leyenda ha regresado de entre los muertos —contestó Esmael—. Hurza Comeojos, el fundador del reino nada más y nada menos. Y voy a darle la bienvenida que se merece.
* * *
Esmael se elevó como un obús sobre Rocavarancolia.
Atravesó un banco de nubes, dejando un rastro de vapor tras él. Tal vez estuviera cometiendo un error, tal vez debería haber seguido su primer impulso y haber acabado con Héctor y la vampira. Pero ya no importaba. Había llegado la hora de actuar.
Se detuvo a más de trescientos metros de altura y plegó las alas. Ya no las necesitaba, era la magia la que lo sostenía. Miró alrededor. Rocavarancolia era un caos de sombras y de luces mortecinas que se extendía entre las montañas y los acantilados; la fosforescencia de la cicatriz de Arax reptaba al norte, en el sur palpitaba el brillo sangriento de Rocavaragálago y su foso de lava, más allá del fulgor del barrio en llamas. Hurza Comeojos se ocultaba allí, en algún punto de Rocavarancolia, conspirando para traer de regreso a su hermano y conquistar la ciudad.
—¡Hurza! —aulló desde las alturas.
Aquel grito retumbó como una explosión en su pecho antes de abrirse camino con la potencia de un cañonazo por la ciudad. Bandadas de pájaros dormidos despertaron alarmados y rompieron a volar, sin graznidos ni carcajadas, mudos de miedo. Las alimañas alzaron sus cabezas y se echaron a temblar en sus escondrijos. La manada dejó de aullar. Sus ojos agrietados miraban hacia lo alto, hacia la distante silueta que gritaba.
—¡Hurza! —repitió el ángel negro. Su grito no era un grito, era el trueno que hacía estremecer los cimientos del mundo—. ¡Soy Esmael, el Señor de los Asesinos de Rocavarancolia! ¡Te desafío!
Los ecos de su llamada se multiplicaban, tomaban las calles y retumbaban entre los edificios. Andras Sula y Darío hicieron una pausa en su combate y miraron hacia arriba, pero sólo un instante; aquello, fuera lo que fuera, no tenía nada que ver con ellos. El piromante no tardó en volver a la carga y al trasgo no le quedó más remedio que centrarse en la lucha. Ambos sonreían, y sus sonrisas eran dos muecas dementes, sin rastro de humanidad. El dragón, muy cerca, estiró el cuello y contempló sin interés al diminuto mosquito que aullaba en las alturas.
—¡Hurza! —gritó por tercera vez Esmael.
Dama Desgarro miró al cielo, confusa. «¿Hurza?», pensó, «¿Qué locura es ésta? ¿A quién está llamando Esmael?». De pronto, la comandante de los ejércitos del reino recordó el sobrenombre con el que se conocía al primer Señor de los Asesinos. Se llevó la mano a su cuenca vacía y volvió a revivir la intensa lanzada de dolor que había seguido a la pérdida de su ojo.
—Hurza… —murmuró—. No, no es posible.
Uno de los enterrados eligió ese instante para romper el silencio en el que se habían sumido todos desde hacía largo rato: de sus labios surgió una única palabra: «Hurza», susurrada en voz tan baja que sólo pudieron escucharlo los enterrados en las tumbas vecinas. La repitieron. Otros muertos la oyeron y la pronunciaron a su vez. Era una palabra importante, una palabra que necesitaba ser oída.
—Hurza —gargantas que llevaban siglos muertas se unieron para desenterrar el nombre de la criatura que, dos mil años antes, había llegado a las costas de Rocavarancolia para cambiar la faz del mundo—. Hurza —la palabra iba de tumba en tumba, cada vez más audible, ganando en sonoridad; rotunda, perversa—. ¡Hurza! —era como si un corazón colosal estuviera naciendo bajo el cementerio y ladera al ritmo de esa única palabra, como si la propia Rocavarancolia invocara la presencia imposible de su fundador—: ¡HURZA!
Y en el cielo, Esmael volvió a gritar, hermanado con las voces de los muertos:
—¡Vuestro tiempo ya pasó! —giraba sobre sí mismo a la par que hablaba, intentando abarcar con su voz y su mirada la mayor extensión posible de Rocavarancolia—. ¡Sois historia! ¡Vuestro lugar es el pasado, el recuerdo, no el presente! ¡No tenéis derecho a volver! —se llevó las manos a la boca—. ¡Hurza! —gritó de nuevo—. ¡Te desafío! ¡Aquí y ahora! ¡Te desafío! ¡Uno de los dos tiene que morir! ¡En Rocavarancolia sólo hay lugar para un Señor de los Asesinos!
Un punto de luz emergió despacio sobre las montañas, en vertical al castillo; era un vibrante chispazo de luz roja que dejaba una diminuta estela a su paso. Esmael frunció el ceño. No había esperado verlo aparecer tan cerca de la fortaleza. La luz se tomó su tiempo para entrar en la ciudad, volaba en su dirección, pero de un modo deliberadamente lento. Poco a poco, el chispazo de luz se fue convirtiendo en una silueta humana.
El ángel negro observó al ser que se aproximaba en mitad de la noche; iba desnudo a excepción de varias tiras de vendas negras que aleteaban a su alrededor como pseudópodos absurdos. Nada recordaba a Belisario ya en aquel cuerpo. Hurza lo había hecho suyo, lo había moldeado a su imagen hasta convertirlo en una réplica casi exacta del cuerpo que había vestido dos mil años atrás, la única diferencia era el color pardo que teñía su piel, fruto de la ponzoña que le había dado a beber Rorcual. Aquel ser rezumaba oscuridad por todos los poros de su piel. El cuerno en espiral que nacía de su frente era idéntico al que Belisario había usado para quitarse la vida.
Se detuvo frente a Esmael, sus movimientos eran toscos y desagradables. Pero lo que más llamaba la atención de aquel ser era la profundidad de su mirada: era insondable, terrible; en ella se evidenciaba la verdadera edad de la criatura que miraba a través de esos ojos. Sólo con verlos, Esmael comprendió que nunca se había enfrentado a nada parecido. Sintió un ramalazo de euforia, un arrebato de insana felicidad que a punto estuvo de hacerle reír a carcajadas. ¿Cuándo había sido la última vez que se había enfrentado a un verdadero reto? ¿Cuándo se había sentido tan vivo como en aquel instante?
—Por fin nos encontramos —dijo Esmael con media sonrisa en los labios—. El fundador del reino, nada más y nada menos. Hurza Comeojos. El primer Señor de los Asesinos… No todos los días tengo la oportunidad de matar a una leyenda. Me siento abrumado.
—Como bien dices uno de los dos morirá esta noche —aseguró Hurza. Tampoco era la voz de Belisario la que surgía de esos labios. Era una voz antigua y despiadada—. Pero no seré yo. La historia está a punto de arrollarte, ángel negro. Estás asistiendo al final de una era.
—Puede ser —concedió Esmael—. Y tengo mucha curiosidad por ver qué nos deparará el futuro. Pero hay una cosa que tengo clara: tú no estarás en él. No deberías haber regresado —su tono se volvió severo—. Aquí no queda nada para ti.
—Te equivocas. Es ahora cuando llega mi momento. Tú y los tuyos habéis fracasado —extendió los brazos como si quisiera abarcar la realidad entera—. Mira a tu alrededor. Mira lo que habéis hecho con nuestro legado. Habéis destruido nuestro sueño, mancillado nuestro recuerdo. Es hora de que la historia retome su curso correcto. Es hora de proseguir con nuestra tarea. Y lo primero que haremos será enterraros.
—No te resultará sencillo —Esmael estaba disfrutando cada instante—. Podríamos seguir hablando durante horas, pero creo que ya está todo dicho.
—No. Todavía hay algo que debes saber. No sólo voy a matarte, ángel negro —Hurza apenas varió el tono de su voz mientras hablaba. Le parecía importante que Esmael comprendiera cuál iba a ser el alcance exacto de su derrota—. Me comeré tus ojos. Y cuando lo haga, te arrebataré todo lo que has conseguido hasta hoy: tus recuerdos, tu esencia, todo tu poder… Tu vida entera sólo habrá servido para alimentarme.
Esmael se encogió de hombros.
—Yo no soy tan ambicioso —dijo—. Me conformaré con matarte y clavar tu cabeza en una pica en Altabajatorre.
El ángel negro afiló las alas, invocó toda su magia y se preparó para el combate. Hurza dejó caer los brazos e inclinó la cabeza. La suerte estaba echada. La historia y la leyenda se daban cita en los cielos de Rocavarancolia.
Esmael fue el primero en atacar.