11: El principio del fin

XI

El principio del fin

Dama Sueño dormía. La realidad hacía tiempo que había dejado de tener sentido para ella. Para la anciana no existía la cama en la que reposaba, ni el criado que, sentado junto al lecho, velaba su sueño, ni el centinela que custodiaba la entrada. De lo único que era consciente, y de modo vago, era del hechizo de vigilancia que Esmael había colocado a la cabecera de la cama.

La hechicera, en el fondo, no estaba allí. Se encontraba inmersa en su sueño, escondida en lo más recóndito del mismo. Para ella su cuerpo no era más que un simple cascarón, un lastre necesario e incómodo con el que debía cargar. Habitaba en el sueño. Allí había levantado una segunda Rocavarancolia, una ciudad totalmente diferente a la real y, al mismo tiempo, la misma.

En esa ciudad soñada, en la balconada del palacete que dominaba la urbe, dama Sueño se sentaba a una mesa de cristal. En ella se hallaba dispuesto un tablero ajedrezado. La anciana no era tal en su sueño, había engalanado su presencia con la hermosura de la juventud: así era como le gustaba recordarse; esa licencia a la coquetería era una de las pocas cosas que le ayudaban a reconocerse como humana.

Miró más allá de la baranda. La ciudad se extendía a sus pies, espléndida, prodigiosa. La Rocavarancolia real había sido y era un caos total, un delirio de formas y arquitecturas dispares que se arracimaban sin orden ni concierto. En esta otra Rocavarancolia, en cambio, todo casaba a la perfección, las distintas zonas urbanas encajaban entre sí como melodías de una misma partitura. Mirara donde mirara todo era armonía.

Pero para dama Sueño lo más milagroso no era la ciudad; de lo que realmente estaba orgullosa era de las estatuas que se esparcían por la plaza y la avenida. Esa era su mayor obra. Allí, encerradas en sus réplicas de cristal, descansaban las almas de muchos de los que habían muerto por Rocavarancolia en los últimos treinta años. La mayoría había caído defendiéndola en la batalla final, pero había otros, demasiados, que habían sido víctimas de las circunstancias: los niños cosechados por Denéstor.

—Es una ciudad muy bonita —aseguró una voz. Dama Sueño se giró y se vio a sí misma entrar en la terraza. Una réplica infantil, de pelo plateado, con una larga trenza que le colgaba hasta media cintura. Llevaba una caja de madera en las manos. Se acercó a rápidos pasitos, dejó la caja junto al tablero y luego trepó a la silla—. Aunque yo hubiera hecho el cielo un poquito más azul…

—Si te portas bien quizá te deje colorearlo a tu gusto después —afirmó ella mientras se contemplaba con una sonrisa.

La niña suspiró y entrelazó las manos en el regazo. Su rostro se ensombreció como si las palabras de su representación adulta hubieran enturbiado su pensamiento.

—Pronto no habrá un «después». No nos queda mucho tiempo, ¿verdad?

Dama Sueño nunca estaba del todo segura de lo que iban a decir sus réplicas, pero la melancolía de su yo niña al hablar de su más que seguro fallecimiento la sorprendió. La tristeza de sus palabras era el reflejo de sus propios sentimientos.

—Hemos tenido muchísimo tiempo —dijo—. Más del que tiene la mayoría, más del que nos merecíamos. Y ha sido una buena vida —aseguró, en un intento de convencerse a sí misma.

La niña se revolvió inquieta.

—Pero aunque las cosas salgan bien no sabremos si el esfuerzo merecerá la pena. Ocurra lo que ocurra, nosotras no veremos cómo termina. ¿Y si nos equivocamos? ¿Y si al interferir empeoramos la situación?

Esas dudas eran suyas, aunque nunca las había expresado en voz alta. Sus representaciones infantiles actuaban a veces a modo de conciencia.

—Lo sé —dijo—. Pero merecerá la pena intentarlo, ¿no crees?

—Supongo… —murmuró la niña, poco convencida. Luego dedicó una mirada a la caja—. ¿Me dejas hacerlo a mí? —preguntó.

—Por supuesto —contestó ella.

La niña sonrió y metió las manos en la caja. Extrajo una figura de madera, pintada de verde y negro: la representación de un hombrecillo tocado con chistera, chaleco y gabán.

—El demiurgo. El niño vacío. Al principio me daba miedo, pero ahora le quiero un poquito —suspiró—. Me gustaría visitarlo en sueños y darle un beso, pero no duerme nunca.

—Si todo va bien, podrás hacerlo pronto.

La niña sonrió ante la perspectiva. Se irguió en la silla y contempló el tablero con atención. Asintió decidida y lo colocó en el centro, sobre una casilla negra. Nada más hacerlo, el mundo se deshizo: la terraza, la ciudad, el cielo, todo se fue destejiendo; las hebras del sueño se soltaron y comenzaron a trenzar un nuevo escenario en el que ellas no tenían cabida: una habitación donde un joven tocado con chistera leía un grueso tratado acodado en la mesa.

* * *

Sedalar Tul levantó la vista de El Códice de lo Imposible de dama Esmeril y miró a su alrededor con el ceño fruncido. Por un instante, había tenido la impresión de no encontrarse solo. Sus ojos se fijaron de inmediato en el extraño grimorio cubierto por el tapiz. En ocasiones había sentido que el libro, de algún modo, le espiaba. La mera proximidad de aquella cosa resultaba inquietante.

Si de él hubiera dependido, no habría entrado jamás en aquel cuarto, pero la mayoría de los libros que quería consultar estaba allí y, para su pesar, no había tardado en descubrir que muchos estaban hechizados de tal forma que resultaba imposible trasladarlos a cualquier otra habitación de la torre. Al intentarlo, una barrera mágica se interponía entre la puerta y él, impidiéndole pasar. Por lo visto, los libros se hallaban vinculados a la estancia en la que se guardaban.

Se centró en el libro que estaba leyendo. Por fin sentía que se encontraba en el buen camino, El Códice de lo Imposible era un catálogo de las alteraciones más extrañas producidas por la Luna Roja. Y el apéndice del mismo trataba sobre las provocadas por las joyas lunares.

«Estas joyas, encantadas en los primeros días de Luna Roja, tienen la capacidad de acelerar el cambio, aunque como contrapartida se pierde la pureza de la transformación natural y se corre el riesgo de destrozar la mente del hechizado», leyó.

En la mayor parte de los casos se habían limitado a matar al afectado, pero en ocasiones se había intentado curar a la víctima. La más significativa de esas excepciones había sido la de Correcta, hijo del rey Ban; al parecer una joya lunar lo había transformado en un engendro grotesco, una esfera de carne incapaz de moverse ni de comunicarse con el mundo, sin ninguna utilidad ni poder. De no haber sido hijo de quien era, habría terminado muerto, pero el rey no quería tal destino para su hijo y ordenó a sus hechiceros que lo restituyeran a su antiguo ser. Lo consiguieron, aunque el libro de dama Esmeril no especificaba cómo, lo único que mencionaba era que «la regresión se realizó con éxito».

—La regresión se realizó con éxito —murmuró Sedalar.

El reloj de su abuelo, que hasta entonces había deambulado a su aire por la estancia, saltó a la mesa. Seda-lar acarició la tapa con cariño. El día antes había anclado el hechizo de vida en el reloj, convirtiéndolo en un ser independiente por completo de él. Los libros hablaban del dolor terrible que provocaba el hechizo de vida permanente, pero aun así nada le había preparado para semejante agonía. Había creído morir. El reloj se frotó contra su mano.

—Eso es —le dijo—. Los cambios se pueden deshacer. Siempre que quieras deshacerlo, claro. Regresión. Ésa es la clave, querido amigo. —Extendió la mano y el reloj saltó a la palma—. Regresión —murmuró—. Ahora sólo queda averiguar cómo llevarla a cabo.

* * *

La última planta de la torre Serpentaria se desdibujó, perdió consistencia y realidad; las hebras del sueño se descosieron para volver a tejer el escenario anterior. Y la dama Sueño niña y la dama Sueño adulta se encontraron de regreso en el balcón de la ciudad soñada.

—No quiero que le pase nada —dijo la pequeña mientras miraba a la única figura dispuesta en el tablero—. No quiero que muera.

—Lo que deba ser, será. Tiene decisiones importantes que tomar. Mucho depende de él. Demasiado.

La niña apartó la mirada de la figura, no sin esfuerzo, e introdujo la mano de nuevo en la caja. Esta vez sacó una estatuilla femenina, de madera negra, que compartía peana con la sombra que se alzaba a su espalda en un gesto que podía tomarse como protector y amenazante al mismo tiempo.

—La bruja —murmuró la dama Sueño adulta—. Las onyces tratan de pervertir su alma. Sólo permanecer cerca de ellas la contamina. La oscuridad la llama.

—Pero ella es fuerte —aseguró la niña y, sin dudarlo, la colocó en una casilla negra cerca del demiurgo—. No abandonará a sus amigos.

Nada más posar la figura en el tablero, la ciudad se vino abajo como un decorado mal montado. Tras él apareció una nueva escena: la noche y la tormenta se daban la mano sobre la Rocavarancolia real. La Luna Roja pendía del cielo, como una descomunal gota de sangre. Natalia estaba acuclillada en la cúspide de un obelisco, indiferente a la tempestad. A excepción de sus amuletos y colgantes, iba completamente desnuda. Su cuerpo resplandecía bajo la lluvia. Una docena de sombras se aferraba con sus seudópodos neblinosos al obelisco; sus rostros atroces se elevaban hacia la chica como si estuvieran adorándola.

De pronto, la bruja se incorporó, alzó los brazos y adoptó la postura de una nadadora a punto de zambullirse. Flexionó las rodillas y se lanzó al vacío. Sonreía. Decenas de sombras la acompañaron en su caída. Cuando apenas faltaban diez metros para estrellarse contra el suelo, las onyces se desplegaron bajo ella y se unieron para adoptar la forma de una inmensa criatura alada. La joven se aseguró sobre su lomo, se agarró al nacimiento del cuello y gritó de euforia mientras las sombras la hacían volar sobre la ciudad en ruinas.

De nuevo las dos dama Sueño regresaron a la balconada. De nuevo introdujo la niña la mano en la caja. Extrajo la figura de un joven envuelto en llamas que llevaba puesta en la cara una sonrisa de loco.

—Y a él ¿dónde lo pongo? —preguntó la muchachita.

—No lo sé —contestó la anciana—. No lo sé…

* * *

Valga Melquíades se moría.

Una somnolencia pesada se cernía sobre él y sabía que una vez cediera a ella no volvería a despertar. Su tiempo estaba cumplido. No le daba miedo morir. Había aprovechado la vida lo mejor que había podido y además había visto un dragón cuando ya había perdido la esperanza de hacerlo. Únicamente quedaba algo por hacer, un último deseo que, de serle concedido, serviría de broche perfecto a su existencia. No se hacía ilusiones al respecto, pero no perdía nada intentándolo.

—¿Por qué quiere hablar conmigo? —escuchó preguntar al piromante mientras se aproximaba por el pasillo.

—Dice que se muere y que tiene algo que deciros, mi señor —le explicó una voz masculina, ronca y desgarrada—. No ha dicho nada más. —Valga no recordaba cómo se llamaba aquel sujeto, un feo guerrero con la mejilla plagada de cicatrices. Formaba parte del pequeño grupo que se había unido a ellos el día anterior. Eran tres veteranos del ejército de Rocavarancolia, los tres con la cabeza rapada y el cráneo tatuado de runas protectoras.

El piromante entró en el cuarto. Tenía la expresión sombría de alguien a quien molestan por una nadería. Arrugó la nariz ante el olor a enfermedad que llenaba la estancia y se acercó al lecho. El anciano no pudo ni incorporarse.

—Me has mandado llamar —dijo Andras Sula.

Valga asintió.

—Siento molestaros. Pero mi tiempo se agota y hay algo que deseo pediros —le costaba gran esfuerzo hablar; el aliento, la vida, se le iba en cada palabra—. Los dragoneros tenemos una antigua tradición para despedir a los nuestros. Significaría mucho para mí si tuvierais a bien cumplirla… —la expresión del muchacho era de una frialdad absoluta, pero Valga no se arredró—. Cuando uno de los nuestros muere se ofrecen sus restos a las llamas en presencia de un dragón. Aseguran que si éste devora el cuerpo antes de que el fuego lo consuma, el dragonero alcanzará sin dificultad la otra vida. Eso… deseo pediros.

—Que prenda fuego a tu cadáver para ver si el dragón se anima a comerte —resumió Andras Sula. En sus palabras no se dejó entrever rastro de burla o de crueldad y Valga se permitió albergar esperanza.

—Eso es, exactamente, lo que quiero.

El joven guardó silencio. El dragonero lo contempló, expectante. En el cuarto lo único que se escuchaba era la respiración rota del anciano. Después de lo que se le antojó una eternidad, Andras Sula asintió con desgana.

—Está bien —concedió—. Si eso quieres, haré una pira contigo. Lo que haga después el dragón será cosa suya.

El agradecimiento que sintió Valga al oírlo fue tal que por un instante temió que su corazón fuera a reventar de felicidad. Quería dar las gracias al muchacho, pero lo único que consiguió fue balbucear mientras sonreía sin parar. El piromante hizo una mueca y se apartó de la cama. Y hubo algo en su gesto, en la expresión de asco de su rostro, que el anciano, para su sorpresa, se encontró hablando de nuevo. La gratitud se vio sustituida de pronto por una pena inmensa, no por sí mismo sino por el joven que tenía ante él.

—Hay algo más… —era consciente del error que estaba a punto de cometer. Y aun así no se echó atrás, aunque eso significara que el muchacho le negara lo que ya le había concedido—. Algo que debéis saber.

Andras Sula se giró hacia él, sorprendido quizá por el repentino cambio de tono de voz de Valga.

—No sois el fuego… —comenzó el anciano—. No sois un dragón, aunque os hayáis otorgado el nombre del más grande de todos. Sois poco más que un niño. Y por mi alma, inmortal o no, os juro que no os estoy despreciando con estas palabras. Ser poco más que un niño es algo maravilloso. Algo único —tomó aliento aunque a decir verdad no le hacía falta. Las palabras salían solas de su boca, con una energía impropia—: Es un milagro.

—¿Vas a sermonearme? ¿Vas a darme un discurso en tu lecho de muerte? —parecía sorprendido—. ¿Eso pretendes?

—No es un sermón. Sólo os pido que no cometáis el mismo error que han cometido muchos antes que vos: no olvidéis quién sois. No os dejéis cegar por el poder.

»El fuego no es lo que os hace especial, el fuego no tiene mente ni sentimientos. Vos sí… Si alguna vez olvidáis que fuisteis un niño os convertiréis en el monstruo que muchos asegurarán que sois. No dejéis que eso pase. Porque si os empeñáis en ser el fuego, todos se apartarán de vos y, como el fuego, acabaréis muriendo solo. Escuchadme brujo, escuchadme… No olvidéis quién sois u os condenaréis a no ser nada más que miedo y cenizas… —La voz se le quebró en la última frase. Y Valga Melquíades fue consciente de que nunca volvería a pronunciar jamás palabra alguna. Había callado para siempre.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que Andras Sula no estaba en el cuarto. Y le resultó imposible precisar cuándo se había marchado. Probablemente antes de que terminara de hablar. Al menos lo había intentado, y si no le concedía su último deseo, tanto daba, prefería morir con la conciencia tranquila.

Cerró los ojos, ganado al fin por el agotamiento. No sentía dolor, sólo una tremenda sensación de plenitud. Todo estaba hecho, todo terminado. Sonrió. Su conciencia caía en lentas espirales, notaba cómo se iba diluyendo, era un repliegue, una huida hacia delante. Se preguntó si soñaría algo antes de que llegara el fin. Y nada más preguntárselo escuchó una voz de mujer, cálida y tierna, en su mente: «¿Qué deseas soñar?»

Sonrió. Sabía bien qué responder a esa pregunta: «Me gustaría soñar con mi padre —pensó en su sueño—. El día en que me llevó por primera vez con los dragones…»

La voz guardó silencio, pero el dragonero fue consciente de que, en algún lugar dentro de su sueño, alguien sonreía. Era un delirio a buen seguro, un rapto de locura propio de una mente que se apaga, pero aquella sonrisa, fuera real o no, resultaba consoladora. A continuación, Valga Melquíades se hizo pequeño, muy pequeño, un niño de no más de cinco años que caminaba por las calles de Rocavarancolia de la mano de su padre. El día era magnífico, y él tenía toda la vida por delante.

—Umbra Gala es el más grande y feroz de todos —le estaba explicando su padre, y su tremendo vozarrón le hizo estremecer—, pero ni siquiera él se atreve a acercarse a Dorcas desde que sus dragoncitos rompieron el cascarón. Las hembras son temibles a la hora de proteger a sus crías y esa dragona es todo un carácter. Pero a nosotros nos dejará acercarnos. No le damos miedo.

—¿Veré dragoncitos?

—¿Verlos? Podrás tocarlos si te atreves. ¿Te atreverías a acariciar a un dragón, Valga?

El corazón del niño latía desaforado. Había visto en infinidad de ocasiones dragones volando en la ciudad, desde luego, pero nunca había tenido la oportunidad de verlos de cerca.

Vio las torres a lo lejos, altas, rutilantes y hermosas, plagadas de bestias colosales que copaban el cielo con su envergadura. La sonrisa de Valga se hizo tan grande que le dolió en la cara. Miró a su padre y éste le sonrió. En aquel preciso y maravilloso instante, Valga Melquíades conoció la verdadera felicidad. Y no tenía nada que ver con los prodigios que rugían a unos metros de distancia, no tenía nada que ver con esas torres magníficas y las maravillas que las habitaban. La verdadera felicidad para él consistía en caminar por esa calle de la mano de su padre.

Y así, con la dicha plena que sólo los niños son capaces de alcanzar, Valga Melquíades, el último dragonero de Rocavarancolia, se perdió más allá del sueño.

* * *

—¿No vamos a traerlo con nosotras? —preguntó la niña.

—No —contestó la adulta—. Su papel en esta historia ya está cumplido. Se merece descansar en paz.

Las siguientes figuras que la niña sacó de la caja eran similares: dos criaturas aladas, una de menor tamaño que la otra. Las alas rojas de ambas estaban desplegadas de par en par. La niña, sin vacilar, colocó la figura pequeña sobre una casilla negra.

* * *

Le dolían las alas, pero Héctor no frenó su vuelo. Iba tan rápido que el mundo a su alrededor no era más que un borrón acelerado. Atravesó veloz las formas difusas de la ciudad, catapultado entre callejas y edificios. Cuando llegó a la cúpula que Esmael había fijado como meta, el Señor de los Asesinos ya estaba allí. Ni por un instante había creído poder vencerlo.

Héctor aterrizó trastabillado y la inercia le hizo avanzar a trompicones unos pasos. Consiguió detenerse a un metro escaso del ángel negro; estaba doblado por el agotamiento y jadeaba sin parar.

—No ha estado mal —comentó Esmael—. Has mejorado en mucho el desastre anterior. Ahora eres aceptablemente patético.

—Qué ilusión —trató de decir Héctor, pero sólo consiguió exhalar un silbido agotado. Se sentó en la terraza, con las alas desplegadas y las manos en la cintura. Intentó controlar la respiración como Esmael le había enseñado; «sudar el cansancio» llamaba el ángel negro a aquel ejercicio. Con cada toma de aire se fue sintiendo mejor.

Le había costado mucho decidirse a continuar su aprendizaje junto a Esmael después de que éste lo abandonara en la caverna de los niños besda.

—¡Podría haber muerto! —le espetó cuando el ángel negro voló a su encuentro al día siguiente de la encerrona. Héctor se debatía aún entre la rabia por lo que Esmael le había hecho y la euforia de haber conseguido volar.

—¿Y dónde reside la novedad? —preguntó sarcástico Esmael—. ¿Cuántas veces has estado a punto de morir desde que empecé contigo? —hizo una mueca—. Deberías estar orgulloso. Ha quedado claro que tienes más miedo de matar que de morir. Qué noble, qué estúpido —soltó un suspiro hastiado—. Te auguro una vida corta, muchachito, pero al menos te irás a la tumba con la satisfacción de haberte mantenido fiel a tus estúpidos principios.

La mayoría de los ejercicios que Esmael le había planteado en los dos últimos días estaban relacionados con maniobras de vuelo y a Héctor no le quedaba más remedio que reconocer lo mucho que estaba disfrutando con ellos. Esmael seguía igual de prepotente e insufrible, pero al menos, por fin, estaba aprendiendo algo.

—Alza las alas sobre tu cabeza todo lo que puedas —le pidió el ángel negro mientras se colocaba a su espalda—. Quiero ver si ya eres capaz de estirarlas al máximo. Cuanto antes lo consigas, más fácil se te hará maniobrar.

Héctor se aprestaba a cumplir su orden cuando un súbito fogonazo destelló en las alturas. Ambos miraron hacia allí. Una grieta colosal se estaba abriendo camino entre una agrupación de nubarrones. De pronto comenzó a ensancharse, a la par que un fulgor multicolor brotaba en torno a ella.

Un nuevo vórtice nacía sobre Rocavarancolia, y no uno cerrado como la mayoría de los que habían aparecido en los últimos días. Aquél era un portal activo: un camino a otro mundo.

—Por eso nos habéis traído —murmuró el muchacho mientras contemplaba cómo aquel desgarrón se iba consolidando en la realidad.

—Ése es uno de los motivos, sí —admitió Esmael. Era el tercer portal que aparecía en Rocavarancolia tras la salida de la Luna Roja. El segundo, al igual que el primero, había conducido a un mundo yermo—. Pero no el único —afirmó. A continuación echó a volar en dirección a la brecha en los cielos.

Héctor le siguió sin vacilar, y tuvo que esforzarse para mantener el ritmo del Señor de los Asesinos.

El vórtice medía unos siete metros de alto y dos de ancho. Era una abertura irregular, un desgarrón envuelto por luces fluctuantes que le daban aire de arco iris arruinado. El portal propiamente dicho estaba rodeado de una película de luz clara. Esmael estudió el resplandor.

—La atmósfera del mundo vinculado entra en contacto con la nuestra a través del vórtice —le explicó a Héctor mientras apoyaba la mano en la membrana de luz—. Fíjate bien en el color del portal: cuánto más oscuro sea menos respirable será el aire al otro lado. Nunca cruces un vórtice negro o morirás al instante.

—¿Vamos a atravesarlo?

—Yo sí. Tú puedes hacer lo que se te antoje.

No bien dejó de hablar, Esmael pasó al otro lado. La membrana de luz se agitó como si hubieran lanzado una piedra de gran tamaño a un estanque en calma. Héctor no se lo pensó dos veces y fue tras él.

La realidad parpadeó a su alrededor en cuanto entró en contacto con el vórtice. Al momento, una explosión de claridad le obligó a cerrar los ojos. Se sintió caer. Abrió las alas y se impulsó hacia arriba. La desorientación era total. Todos los estímulos que había estado recibiendo hasta una décima de segundo antes se habían visto sustituidos por otros completamente diferentes. El aire que respiraba ahora no era el mismo aire, llegaba a sus pulmones con una consistencia nueva, pura y límpida.

—Cambiar de mundo puede resultar perturbador. Cuesta acostumbrarse —escuchó decir a Esmael. Hasta su voz sonaba diferente, como si su naturaleza variara en aquella atmósfera.

Héctor se forzó a respirar con calma mientras miraba a su alrededor.

Bajo sus pies, a cientos de metros de distancia, se extendía una tupida selva, un intrincado vergel de helechos y árboles gigantes. Se escuchaba una algarabía de extraños sonidos procedentes de allí: graznidos, gruñidos y otros difícilmente identificables. Aquella selva rebosaba vida.

De pronto, Héctor fue consciente de todo lo que implicaba haber cambiado de planeta. Hacía apenas unos instantes había estado en otro mundo, en unas coordenadas espaciales diferentes por completo a aquellas en las que ahora se encontraba. Era exactamente lo mismo que había sucedido meses atrás, cuando Denéstor Tul le sacó de la Tierra, pero en esta ocasión había sido su propio gesto consciente lo que le había conducido allí. El torreón Margalar, en aquellos momentos, estaba tan lejos como su antiguo hogar y, al mismo tiempo, a un paso de distancia. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el portal que acababan de atravesar había desaparecido.

—¿Y el vórtice? —preguntó inquieto.

—Lo primero que se debe hacer al entrar a un nuevo mundo es anclar en el portal un sortilegio de invisibilidad. Es mejor no correr riesgos —le explicó—. Pero no te preocupes, sigue aquí. La perspectiva de pasarme el resto de la vida contigo en este zoológico me resulta tan desagradable como a ti.

—¿Cuántos mundos había vinculados a Rocavarancolia? —quiso saber.

—Durante el reinado de Sardaurlar hubo ochenta y cuatro —le contestó Esmael. Una bruma blanca recorría sus ojos y Héctor dedujo que estaba explorando la superficie del planeta—. En otros tiempos llegó a haber cerca de un centenar.

—Cien mundos… —hasta ese momento no se había detenido a pensar en las implicaciones que tenían los vórtices. Ahora comenzaba a verlo claro y la perspectiva era mareante: cien planetas diferentes unidos a través de Rocavarancolia…—. Pero esos portales estaban abiertos de forma permanente, ¿no es así? ¿Por qué no el de la Tierra? ¿Por qué ese sólo se abre una vez al año?

—Por precaución —dijo—. Tu gente no nos gusta.

—¿Qué?

—Durante siglos tu planeta fue un mundo vinculado más —le explicó—. En ocasiones se debatió la idea de conquistaros, pero el espíritu belicoso de los tuyos disuadió siempre al monarca de turno. Sólo había que veros: os masacrabais entre vosotros por la excusa más nimia y llegabais a extremos de crueldad inimaginables sólo porque vuestras creencias o el color de vuestra piel fueran diferentes. No tenía sentido arriesgarse con vosotros, no cuando había a mano mundos más accesibles a los que someter. Lo más sensato era dejaros de lado y limitarse a las incursiones en tiempos de cosecha.

»Hace unas décadas la cosa cambió. Vuestro desarrollo tecnológico se aceleró de manera brutal.

Descubristeis energías tan destructivas como la magia más virulenta y no dudasteis en usarlas unos contra otros. Fue entonces cuando se decidió adoptar ciertas medidas de seguridad con respecto a tu mundo. Se tomó la decisión de desvincularlo, aunque no totalmente. Al reino todavía le interesaba seguir echando sus redes allí una vez al año, vuestras cosechas nunca eran muy numerosas pero no era raro que apareciera en ellas algún ejemplar digno de verse.

Y no fue la única medida de seguridad que se tomó: el portal se hechizó de tal forma que los tuyos sólo pueden cruzarlo si no queda nadie al otro lado que los recuerde y, además, deben acudir aquí por propia voluntad, sin coacciones ni engaños. El contrato que firmasteis formaba parte del hechizo que os permitió atravesar el vórtice. Por suerte, a los cosechadores les resultó fácil retorcer las reglas para hacer su trabajo más sencillo.

—Espera un minuto… —Héctor no daba crédito a lo que oía—. ¿Estás diciéndome que nos tenéis miedo? ¿Me tomas el pelo? ¿El reino de las pesadillas tiene miedo a mi planeta?

—El rey que ordenó todo eso era un estúpido y un cobarde. El Trono Sagrado debería haber masticado sus huesos cuando ese malnacido se sentó en él, eso debió hacer… Rocavarancolia no teme a nada. De hecho, Sardaurlar ya había trazado planes para conquistaros. Pero antes de que pudiera ponerlos en práctica nos derrotaron.

»Cuando los enemigos del reino cayeron sobre nosotros, la Tierra era el único mundo vinculado de manera puntual. Por eso no cerraron el vórtice que nos une a tu planeta, en aquellos tiempos, simplemente, no existía.

—Volverá a abrirse, entonces —dijo Héctor, meditabundo—. Y según el contrato nos daréis la oportunidad de regresar si queremos hacerlo. ¿O eso también era una verdad a medias?

—¿Regresarías a un mundo en el que nadie te recuerda? —preguntó Esmael—. ¿Volverías convertido en un vampiro o en un trasgo? ¿En un engendro con alas?

—Y si a pesar de todo quisiera volver, ¿qué ocurriría?

—Que te lo permitiríamos, por supuesto —sonrió con malicia—. Te despediríamos con todos los honores que te mereces y te mataríamos en cuanto cruzaras el portal. Probablemente yo sería el encargado de hacerlo.

El muchacho sacudió la cabeza.

—¿Por qué no me sorprende la respuesta?

—Porque empiezas a conocernos —dijo Esmael.

* * *

La siguiente figura en salir de la caja fue la de un trasgo.

* * *

Darío hundió la punta de la daga en su muñeca y se cortó en vertical, sin que le temblara el pulso. La sangre comenzó a brotar, despacio primero, a borbotones después. La dejó fluir dentro de la jarra dispuesta sobre la mesa.

Sangre de trasgo, sangre de loco.

—Sangre hambrienta —murmuró en voz baja.

Llenó la jarra hasta la mitad. Luego apartó la mano y se vendó la herida de forma apresurada. Tomó la jarra y se encaminó a la habitación de Marina. Hacía dos días que estaba allí, hacía dos días que se había desgarrado la mano para darle a beber su sangre por primera vez. Había sido una estupidez, un impulso demencial al que no había podido resistirse. Ignoraba si su sangre era venenosa, por ejemplo, como ya sabía que lo era su mordisco tras lo ocurrido entre Héctor y Roallen.

Se había dejado llevar. Y no se arrepentía. Por mucho que viviera jamás podría olvidar lo que había sentido mientras Marina bebía su sangre. No había nombre para aquella locura, para aquella avalancha de sensaciones donde el placer, la pasión y el dolor se entremezclaban de un modo enfermizo y perfecto. No sabía cuánto tiempo había durado aquello y tampoco recordaba si había sido él quien se había apartado o ella la que había retrocedido, lo bastante saciada como para refrenar el ansia. Lo había mirado con esos ojos relucientes, con la barbilla empapada de sangre, y a duras penas había conseguido él resistirse a su propio apetito.

Ahora entraba otra vez en aquel cuarto, dispuesto a ofrecer de nuevo su sangre, aunque esta vez fuera en una jarra. Quería evitar en lo posible el contacto físico con Marina. De no hacerlo corría el riesgo de perder el control.

Ella estaba inmóvil sobre el lecho, pero sus ojos seguían con suma atención sus movimientos.

—Esto es una locura —murmuró. Sonaba hambrienta.

—No lo sé —dijo él—. Hace tiempo que no distingo la locura de la normalidad.

Le tendió la jarra y se sentó al borde de la cama. No miró mientras ella bebía. Permaneció con la mirada fija en la noche perpetua que se extendía tras la ventana. El sol continuaba con su discurrir diario por los cielos, pero no era más que una presencia inocua, un mero fantasma.

—He vuelto a ver a Héctor volando —dijo, no por verdadero deseo de informarle sino, simplemente, porque no sabía qué otra cosa decir.

Marina tardó en hablar.

—¿Está bien?

—Creo que sí —contestó. El interés de Marina por el ángel negro hizo que sintiera un rebullir de celos. La muchacha le tendió la jarra una vez terminada y él la dejó sobre la mesilla. La porcelana estaba tintada de sangre.

—Gracias —dijo Marina.

Darío asintió, apático, como si no concediera la menor importancia a su gesto, como si fuera algo cotidiano alimentar a alguien con tu propia sangre.

—¿Y tú estás bien? —quiso saber. La vampira parecía más demacrada que de costumbre.

Marina negó con la cabeza. Él la miró, interrogativo.

—No es la sed —dijo ella—. No es sólo la sed, al menos. Hay algo más y no sé cómo describirlo. Comenzó en el torreón y empeora cada día. Es una presión tremenda justo aquí —se llevó una mano a la frente—. A veces tengo la impresión de que va a estallarme la cabeza.

—Eso no va a pasar —dijo—. Recuerda que soy yo quien va a matarte. Nada de explosiones.

—Ese comentario no tiene ni pizca de gracia.

—Lo sé. Lo siento. Yo… —sintió un súbito calor en las mejillas. ¿Los trasgos enrojecían o era algo que la Luna Roja también le había arrebatado?—. La mitad de las veces no sé cómo comportarme contigo y la otra mitad no sé ni qué decirte.

—Háblame de ti —le pidió ella—. Eso debería resultarte fácil, ¿no? Apenas te conozco. ¿De dónde eres?

—De Sao Paulo —contestó. La joven lo observaba con atención y supuso que esperaba que añadiera algo más. Descubrió lo mucho que le avergonzaba hablar de su pasado—: Vivía en la calle, si es que se puede llamar vida a eso…

—¿Y tus padres? —preguntó Marina, espantada—. ¿No tenías familia?

Darío la miró fijamente. De verdad estaba interesada en su historia.

—Eramos ocho. Mis cinco hermanos, mis padres y yo. Vivíamos en la favela más miserable de la ciudad. Mi madre estaba loca. Mi padre era un borracho. Nos obligaban a robar y mendigar y nos pegaban si volvíamos a casa sin dinero. Un día mi padre me dejó medio muerto porque unos chicos me robaron lo poco que había conseguido. Cuando me recuperé me escapé para no volver. Tenía once años. Poco después a otro de mis hermanos también se le acabó la paciencia. Él no huyó, mató a mi padre a cuchilladas. Cuando lo supe robé una botella de licor y bebí hasta caer redondo. Quería celebrarlo. Quería celebrar que mi hermano había matado a mi padre. ¿No te parezco horrible?

—No. No me lo pareces. Yo… —parecía incómoda—. Ahora soy yo quien no sabe qué decir —confesó—. Lo siento. Lo siento muchísimo. No podía imaginarme que tu vida hubiera sido tan dura.

—¿De haberlo sabido no habrías preguntado? —Darío se encogió de hombros—. Eso es lo que soy. Siempre he tenido que valerme por mí mismo. Hubo un tiempo en que odiaba a la gente normal, ¿sabes? —murmuró. Casi estuvo a punto de añadir «a la gente como tú»—. Los veía pasar, bien vestidos, bien cuidados… ¿Cómo se atreven?, me preguntaba, ¿cómo es posible que alguien pueda vivir así mientras nosotros nos morimos entre basura?

—Aprendemos a no mirar —contestó ella—. Es lo que hacemos. Si no lo ves, no existe.

Darío volvió a encogerse de hombros. No quería hablarle del horror que era vivir en la calle, de la miseria, el hambre y la enfermedad. No quería describirle las atrocidades que había visto ni las que había cometido. Pero había algo que sí quería contarle.

—De vez en cuando alguien se para y mira. Y a veces hasta nos tienden la mano —se pasó los dedos por el pelo enredado—. Se llamaba Adelaida —la voz se le quebró al pronunciar ese nombre—. Era una anciana pequeñita, siempre de buen humor. Una vez por semana aparecía con un carrito lleno de pan y chocolate y nos daba un pedazo a todos los niños que nos acercábamos. Si llegabas tarde te ibas con la promesa de que la próxima vez te guardaría algo.

—A veces cuesta recordar que la buena gente existe —dijo Marina.

Él asintió con tristeza.

—No se mereció lo que le pasó. En aquellos tiempos yo estaba en una pandilla —dijo—. Éramos bastantes, veintitantos chavales… era una forma de sentirnos seguros, de protegernos —murmuró—. Un día a uno de los cabecillas se le ocurrió la brillante idea de que Adelaida debía de ser muy rica para compartir así su comida. Si era tan generosa estaba claro que era porque tenía muchísimo más de lo que nos daba, pensó… Hizo que uno de los pequeños la siguiera y averiguara dónde vivía. Esa misma noche asaltaron la casa. La mataron a golpes y le robaron lo poco que tenía. La mujer resultó ser casi tan pobre como nosotros… No me enteré de lo que planeaban. Me gusta pensar que de haberlo sabido habría intentado detenerlos. Pero no estaba, no recuerdo qué hacía ni dónde. Cuando regresé me los encontré jugando con el carro de Adelaida. Estaba lleno de tabletas de chocolate. Y se sentían tan orgullosos de lo que habían hecho… —sacudió la cabeza—. Ese mismo día me fui. Decidí que prefería vivir y morir solo.

—Es horrible —dijo.

—Unas semanas después llegó Denéstor. Eres especial, me dijo, te llevaré al lugar donde perteneces, insistió. Estaba tan harto que no me paré a pensar si sería un loco, un pervertido o… Me daba igual. Sólo quería escapar de aquel infierno. Y acabé aquí: en Rocavarancolia. Y al principio fue un cambio a mejor, te lo aseguro, pero ahora… ahora todo es diferente —dijo extendiendo sus monstruosas zarpas.

Marina apoyó la mano en su hombro, quizá en un intento de darle ánimos, pero lo único que consiguió fue avivar el hambre de Darío. Se giró hacia ella, con la voracidad pulsando en los ojos. Marina retrocedió, en guardia. ¿Cómo se podía luchar contra esa hambre y no enloquecer? ¿Cómo luchar contra el ansia que te devora cuando tienes ante ti lo que necesitas para saciarte?

—Tengo que irme —Darío se levantó con brusquedad—: No puedo estar aquí. Ahora mismo no puedo. Si me quedo te haré daño. Y no quiero hacerte daño.

No la miró al salir, ni siquiera cuando le llamó por su nombre:

—¡Darío! ¡Tenemos que parar esto! ¡Debemos detenerlo!

Él cerró la puerta con la escasa calma que fue capaz de reunir. No había modo de pararlo. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no irrumpir otra vez en la habitación y caer sobre Marina.

Saltó por una ventana del primer piso; quería alejarse cuanto antes de ella y la tentación que representaba. Aterrizó sobre el adoquinado, con las piernas flexionadas. Marchó agazapado durante unos metros, casi a cuatro patas, olfateando el aire. Captó un olor reciente. Un animal había pasado cerca no hacía mucho. El rastro quedaba oculto bajo la lluvia y los distintos olores que poblaban Rocavarancolia, pero una vez que había dado con él era difícil que lo perdiera.

Avanzó a la carrera. En pocos minutos el olor se hizo tan nítido que pudo hacerse una imagen mental de la criatura que lo desprendía: un mamífero de mediano tamaño, macho, de pelaje largo. El hambre lo espoleaba. No tardó en verlo. Una suerte de zorrillo que caminaba pegado a una pared, olisqueando el suelo, quizá él también de caza.

El trasgo se desplazó contra el viento, sin hacer ruido, y en apenas unos segundos le dio alcance. Saltó sobre él. La criatura intentó revolverse, pero no se lo permitió. Cogió su cuello entre las manos y, de un brusco giro, lo quebró. El zorro dio una sacudida y quedó inmóvil. Comenzó a devorarlo en el acto, su presa no debía enfriarse, era del todo necesario que conservara el calor mientras la devoraba. Eso era lo único que podía comer, lo único que lo alimentaba: carne recién muerta.

Aquel zorro era un triste sustituto de la carne que de verdad deseaba. Su ansia, como la de los vampiros, no se saciaba con animales inferiores. La carne que necesitaba era de otra naturaleza bien distinta.

* * *

La dama Sueño niña sacó esta vez dos piezas de la caja: una loba maltrecha y una figura sin rasgos reconocibles. Se las quedó mirando largo rato, con una expresión indescifrable en el rostro. La mano le temblaba cuando depositó ambas en una esquina del tablero.

Otra vez la realidad sustituyó al sueño.

* * *

La loba cojeaba por un callejón atestado de desechos. Tenía un ojo cerrado y el otro a duras penas abierto. Se detuvo y olfateó el aire. Era un milagro que no hubiera perdido el rastro, dada la peste a podredumbre que la rodeaba. La loba hedía a infección y a muerte. Su cuerpo se estaba viniendo abajo. Se moría.

Lizbeth no podía concebir la idea de que su final estuviera cerca, en su mente animal no había cabida para su propia extinción. El instinto la empujaba a buscar un lugar donde recostarse y descansar, de encontrarlo el dolor desaparecería, estaba segura. Pero no le servía cualquier parte, no, era de crucial importancia dar con el sido correcto. Había intentado regresar a la montaña para estar cerca de Roja, pero no había sabido encontrar el camino de regreso.

Ahora se movía a trompicones tras el rastro que se había topado unas horas antes. Era un olor nuevo, pero, de algún modo, le resultaba familiar aunque le fuera imposible precisar su procedencia o naturaleza. Necesitaba hallar la fuente de ese olor. Necesitaba encontrarla. Ignoraba qué iba a hacer cuando lo consiguiera. Eso no importaba. Tal vez allí estuviera el lugar que buscaba, un sitio donde descansar, o quizá se tratara, simplemente, de algo que debía matar… No lo sabía.

El olor se hizo más fuerte cuando, tras abandonar el callejón, se adentró en una zona en pendiente cortada por la cicatriz que dividía Rocavarancolia en dos. A través de su turbia mirada, la loba distinguió las osamentas de varias bestias espiándola en la brecha. Parecían aguardarla. Lizbeth desnudó sus colmillos mientras venteaba el aire. No supo por qué, pero aquellas miradas vacías le causaron pavor.

«Ahora nosotros somos tu manada», parecían decir. «Has encontrado al fin tu lugar».

El olor procedía de una construcción ruinosa, poco más que una choza, situada a orillas de la cicatriz. Se acercó. Cada paso era una agonía. Sólo importaba el olor. Los ojos descarnados de un sinfín de esqueletos la observaban aproximarse, cada vez más despacio, cada vez más insegura. Cuando apenas le quedaban unos metros, sintió cómo las patas traseras le fallaban. Se desplomó, sin fuerzas para continuar. Gimió bajo la tormenta.

De pronto, el olor se puso en marcha. Ahora era él quien se aproximaba. Entre tinieblas captó una silueta que se asomaba tras la puerta. Poco después, la sombra salió fuera y caminó en su dirección, despacio, alerta. Era un humano, un pequeño ser humano de piel cobriza. Y al olerlo de cerca, la loba se sintió inundada por la nostalgia. Había olvidado a aquella criatura que ahora se acuclillaba ante ella, pero el hecho de que alguna vez hubiera sabido quién era la reconfortó.

—Te recuerdo —dijo el muchacho mientras observaba al monstruo moribundo—. Eras Lizbeth. Tenías una sonrisa espléndida y una mirada que enamoraba —acarició con cariño la cabeza deforme de la loba. Esta intentó responder al contacto pero no pudo hacer otra cosa que gemir—. No sabes la suerte que tienes. Has olvidado lo que has hecho. Has olvidado a quién mataste —dijo apesadumbrado—. Ojalá pudiera olvidar yo también. Pero no puedo. Al menos he recordado mi nombre.

Lizbeth cerró los ojos. El humano olía a pasado y a calma, a abrazos y esperanza. Era agradable estar allí, bajo la lluvia, escuchándole hablar. Ahora podría descansar.

—Me llamo Karim. Y voy a cuidar de ti.

Y empezó a cantar.

* * *

La siguiente talla que sacó la dama Sueño niña fue la de una joven morena. Sus ojos eran de un rojo intenso.

* * *

Marina estaba de regreso en su habitación de París.

Inclinada sobre un escritorio repleto de muñecas vestidas de negro, escribía sin parar en un cuaderno. Lo hacía con tal velocidad y concentración que parecía irle la vida en ello. De pronto, la puerta del cuarto se abrió, pero ella ni siquiera miró hacia allí. Una niña de cabello plateado entró de puntillas, vestida con un camisón blanco lleno de mariposas bordadas. La joven continuó escribiendo con la misma intensidad. La intrusa se aproximó al escritorio bailando sobre las puntas de los pies. Cuando llegó junto a Marina, la cogió con suavidad del antebrazo. La muchacha dio un respingo, pero no dejó de escribir.

—¿Qué haces? —preguntó la niña.

—Escribo —contestó.

—¿Qué escribes? —quiso saber mientras intentaba leer sobre su hombro.

—Mis sueños. Así no tengo que soñarlos. Los escribo y luego los olvido.

—Pero no puedes mantener encerrados tus sueños. Tienes que dejarlos salir o te harás daño.

—No me importa lo que me pase. Soy mala. Soy un monstruo. Si te acercas mucho te mataré y me beberé tu sangre —le advirtió.

—No podrás. Esto es un sueño y aquí mando yo. No podrías hacerme daño aunque quisieras —dijo. Luego frunció un poco el entrecejo—. No quieres, ¿verdad?

—No, no quiero —Marina suspiró—. Pero no puedo dejarlos salir.

—¿Por qué no?

—Les tengo miedo —confesó. Por vez primera, miró a la niña, como si quisiera comprobar cómo reaccionaba a sus palabras, como si temiera que fuera a reírse de sus temores—. Veo cosas en ellos. Cosas que, a veces, se hacen realidad.

—Eres una soñadora —le explicó la niña—. Como yo. Bueno, no exactamente como yo. Además de soñadora eres vampira. A veces pasa. En ocasiones la Luna Roja mezcla cosas que no deberían ser mezcladas. Eres algo nuevo. Algo que no había existido antes. ¿No es maravilloso?

—¿Una soñadora?

—Eso es. Puedes jugar con los sueños de los demás, cambiarlos a tu antojo y hacer que sueñen lo que tú quieras. Y a veces serás capaz de ver los futuros probables mientras duermes.

—No quiero soñar —se mordió el labio inferior (en el sueño no tenía colmillos) y prosiguió escribiendo a tal velocidad que el papel se rasgó—. En el torreón, el día en que me marché… de alguna manera conseguí entrar en el sueño de Héctor. Le hice ver cosas… Y luego resultó no ser un sueño, al menos no del todo. Estuve a punto de matarlo.

—La sed te dio alas —dijo la otra—. Habías probado su sangre y seguiste su rastro —la voz de la niña fue cambiando a medida que hablaba del mismo modo en que lo iba haciendo su cuerpo. Pronto fue una mujer adulta la que estuvo junto a Marina—. Deja de escribir y sueña. Si no los dejas salir, tus sueños te destrozarán.

—No me importa. Si sueño ocurrirán cosas terribles porque yo soy terrible. Lo sé. Y no quiero hacer daño a nadie —continuó escribiendo, con más fervor si cabe—. No quiero hacer daño a nadie —insistió en un hilo de voz.

—Eso es muy noble por tu parte —dijo dama Sueño—. Pero harás todavía más daño a los que te rodean si no aprendes a controlar lo que eres —luego sonrió con tristeza—. Perdóname por lo que estoy a punto de hacer, niña vampira, pero es algo necesario. Del todo necesario.

A un gesto de la hechicera el libro estalló en llamas. Marina se levantó de un salto. Se giró hacia la mujer, pero ya no estaba allí. El cuaderno ardía y las llamas que lo consumían no despedían humo, sino las palabras que ella misma acababa de escribir: los caracteres, todavía reconocibles, saltaban furiosos, espoleados por el fuego, y rasgaban el sueño con sus bordes acerados. Lo hacían pedazos. La habitación se desmoronaba, las letras rasgaban paredes, techo y suelo, mostrando tras ellos una nada tan voraz que su mera contemplación era una invitación a enloquecer. Marina retrocedió hasta la pared y allí, a tientas, buscó la puerta del cuarto.

—Lo siento, niña —se escuchó. Era imposible precisar de dónde procedía la voz.

La joven tomó la manilla con ambas manos, la giró y se arrojó al otro lado en un desesperado intento de huir de la destrucción que provocaban sus propias palabras.

Fue a parar a un paisaje atroz, demencial, un inmenso campo de batalla que se extendía hasta donde abarcaba la vista, lleno de columnas de fuego y hordas enfrentadas. Muy cerca, un grupo de extrañas criaturas, mezcla de reptil y homínido, cargaban contra un pequeño grupo de hombres en mitad de una explanada agrietada. Había cadáveres por doquier. Marina reculó, atónita, cuando uno de aquellos seres reptilescos pasó a través de ella como si de un fantasma se tratara. El engendro enarbolaba una lanza serrada contra un hombre embutido en una complicada armadura negra. La joven se giró, dispuesta a huir, pero la puerta que acababa de atravesar había desaparecido.

—Se llama Torrado, un viejo guerrero que pasa sus últimos días al cuidado de dama Gato en el Panteón Real —anunció la voz de dama Sueño—. Las pesadillas lo atormentan cada noche. Siempre iguales en esencia. Sus antiguos camaradas y él se enfrentan a una fuerza superior que, irremediablemente, acaba derrotándolos. Torrado es siempre el último en morir. —Mientras hablaba uno de los guerreros cayó partido en dos por un brutal golpe de hacha. Una mitad del cuerpo fue a parar a los pies de Marina.

—¡Haz que pare! —gritó mientras se apartaba de aquel despojo—. ¡Detenlo!

Dama Sueño no contestó. Podía hacer lo que le pedía, por supuesto, pero las consecuencias serían nefastas. Era esencial que Marina estuviera allí ahora mismo, sufriendo el tormento de los malos sueños que poblaban Rocavarancolia.

«Si te saco de aquí, mañana estarás muerta», pensó la soñadora, «si te salvo ahora, mañana Esmael te romperá el cuello y todo estará perdido».

Vio cómo la joven corría, buscando una salida a esa pesadilla ajena. En mitad del caos distinguió una puerta blanca que se alzaba, incongruente y solitaria, en un claro en la batalla. La vampira corrió hacia allí, ignorante de que había sido su propio poder como soñadora lo que había convocado aquella salida. Se abalanzó hacia la puerta, la abrió de un tirón y, sin mirar lo que aguardaba al otro lado, la cruzó.

La vieja hechicera fue tras ella. Se deslizó entre sueños con la facilidad de un pestañeo.

Marina trastabilló en una calle mal empedrada. Miró sobre su hombro para descubrir que la puerta desaparecía ante sus ojos. Era noche cerrada, pero la oscuridad no le impidió distinguir una figura que corría en su dirección. Dama Sueño la escuchó jadear sorprendida al descubrir la identidad de la persona que se aproximaba: era la misma Marina, vestida con un traje de noche similar al que había llevado durante el baile en el palacete. La Marina del sueño corría aterrada, mirando frenética tras ella. Era otra pesadilla, la pesadilla que, en aquel mismo instante, sufría Darío en la habitación contigua a la de la joven. El trasgo había regresado de su caza y ahora se agitaba sumido en un sueño inquieto e insatisfecho.

La Marina soñada pasó junto a la Marina real, sin ser consciente de su presencia. Tenía el rostro desencajado por el miedo. Una silueta deforme apareció a su espalda. Era un trasgo, un trasgo monstruoso, de largos brazos y cabeza desproporcionada y deforme. Así se veía Darío a sí mismo, muchísimo más grotesco de lo que en realidad era. La Marina real dio un grito, tan aterrada como la que soñaba Darío.

Una nueva puerta apareció más adelante, en esta ocasión era de madera negra y estaba incrustada entre los ladrillos del callejón. La muchacha echó a correr hacia allí al mismo tiempo que la otra Marina tropezaba y caía sobre un montón de escombros. El trasgo se abalanzó sobre ella con un rugido de triunfo.

Marina no miró atrás. Se arrojó contra la puerta, la abrió y saltó al otro lado justo cuando los gritos de pánico de su otra yo se transformaban en gritos de agonía.

Dama Sueño se insistió a sí misma en lo necesario de todo aquello mientras contemplaba cómo la nueva soñadora se perdía de pesadilla en pesadilla. Ninguno de los que dormían en la ciudad en aquel momento parecía tener un sueño plácido que ofrecerle, al menos ninguno de los que iban jalonando su camino. Entró en la pesadilla de dama Desgarro, en la que la custodia del Panteón Real se soñaba enterrada viva, asfixiándose en un exiguo ataúd mientras los muertos del cementerio se burlaban de ella. La joven compartió encierro con dama Desgarro hasta que la tapa del ataúd se convirtió en una puerta por donde escapar.

No había pausa, ni respiro. Marina corría de horror en horror. Dama Sueño la vio atravesar la cubierta del barco donde Solberino, el náufrago, luchaba contra una horda de espantos idénticos al que había matado en lo alto del faro. Observó con una tristeza culpable el sueño de Huryel en el que el regente de Rocavarancolia se veía devorado por extrañas criaturas que nunca llegaban a darle muerte. De ahí pasó al mal sueño de Adrián, el piromante soñaba que se quemaba vivo en el barrio en llamas. Marina sintió también el mordisco del fuego; no era un dolor real, pero eso no restaba ni un ápice de angustia al momento.

Y entre el fuego apareció una puerta de mármol blanco, agrietada y maltrecha, con una manilla cenicienta con forma de cuerno. La joven, sin pensarlo siquiera, como ya había hecho tantas veces, abrió la puerta y cruzó al otro lado. Esta vez la anciana hechicera no fue tras ella. No quería ni imaginar qué clase de sueños soñaba la funesta criatura conocida como Hurza Comeojos.

* * *

Marina abrió los ojos de par en par en la oscuridad de su habitación, despierta al fin.

Luego comenzó a gritar.

* * *

—Ya está hecho —murmuró la anciana, de regreso a la terraza de la Rocavarancolia que había construido en el interior de sus propios sueños.

La niña sentada al otro lado de la mesa, colocó la figura de la vampira en una casilla negra. Lo hizo muy despacio y con sumo cuidado. Luego miró más allá de la baranda. Dama Sueño no pudo evitar fijarse en la expresión preocupada, casi de miedo, de su representación infantil. Aquella angustia era la suya por mucho que ella no la exteriorizase.

—Él está aquí —anunció la niña con un hilo de voz, la vista fija más allá del horizonte de la ciudad, más allá del horizonte del sueño.

La hechicera asintió.

—Está aquí.

* * *

El primer Señor de los Asesinos de Rocavarancolia estudiaba a la anciana desde los ojos del criado que velaba por ella. Parecía sumamente pequeña, poco más que una momia reseca. No podía quedar mucha vida en aquel cuerpo. Pero seguía siendo una soñadora, y Hurza sabía que cuanto más tiempo vivían estas, más imprevisibles resultaban. Y era indudable que una soñadora había rozado sus sueños. La invasión había durado apenas un instante, pero él había sido plenamente consciente de ella. Y no había más soñadores en Rocavarancolia que la que ahora contemplaba.

Aunque el criado no miraba hacia allí, Hurza era consciente del sortilegio de vigilancia que palpitaba sobre la cabecera de dama Sueño. Esmael lo había colocado en previsión de que intentara asesinar a la hechicera. Hasta aquel momento, Hurza no había tenido intención de hacerlo. Dama Sueño era una bruja poderosa, sin duda, y su esencia de buen seguro resultaría una contribución notable a la suya propia. Pero la anciana estaba loca y no había modo de hacerse con su poder sin contagiarse de su locura.

Pero eso no significaba que no pudiera matarla, por supuesto. La soñadora, como todos los de su clase, resultaba una incómoda incógnita. Gracias a los recuerdos robados a Denéstor, Hurza había visto y escuchado lo mismo que el demiurgo cuando éste visitó el sueño de la hechicera tras la muerte de Belisario. Conocía la profecía de guerra inminente y había escuchado a la soñadora asegurar que su intención era permanecer dormida y apartada hasta que todo terminara. Pero ¿y si había cambiado de opinión?

Hurza entró en el sueño de la anciana. No necesitó ningún brebaje, simplemente desgajó su conciencia de su propio ser y se coló dentro. En primera instancia notó cierta resistencia, pero ésta cedió enseguida. La hechicera le había permitido el paso sin luchar.

Allí todo era oscuridad y quietud. Nada se movía. Se escuchaba un llanto lejano, el lloriqueo bajo de alguien que no quería hacerse notar. Avanzó hacía allí. No había un suelo real en aquel escenario, pero aun así caminaba en dirección al sonido.

—No me hagas daño, por piedad, no me hagas daño —murmuró alguien en la negrura—. Aquí no hay nada. No hay nadie. Sólo sueños pequeñitos que no pueden molestarte. Te haré una guirnalda de ratones si me dejas vivir, tejeré un traje para ti con estrellas de mar y viento.

Distinguió una niña pequeña, aovillada en la oscuridad. No aparentaba más de doce años.

—Sabes quién soy —dijo Hurza. No era una pregunta.

—Eres el poder y la furia —dijo ella, atragantada de terror—. Junto a tu hermano levantaste Rocavarancolia y junto a él volverás a conducirla a la gloria. ¡Eres tan grande y yo tan pequeña!

—¿Por qué te adentras en mis sueños? —inquirió Hurza—. ¿Qué buscas en mi cabeza?

—¡No fui yo! ¡Lo juro por las cenizas del averno y el último ángel muerto! —el pánico que se veía en sus ojos complació sobremanera a Hurza—. Hay una nueva soñadora en Rocavarancolia. La niña sangrienta también cabalga sueños. Es algo nuevo, algo nunca visto.

Hurza frunció el ceño.

—Podía haber avisado de tu presencia hace tiempo —hipó la niña—. Podía haber entrado en los sueños de Denéstor y Esmael e indicarles la dirección en que debían mirar… —balbuceó—. No lo hice. No lo hice. Dejé que los fueras matando a todos.

—¿Por qué? —inquirió. No había curiosidad en su pregunta, sólo suspicacia.

—Porque no nos quedaba nada —aseguró la niña con la voz rota. Miró fijamente a Hurza. Aquel era un momento crucial. Debía convencerle de que no representaba el menor peligro para él. Y para conseguirlo no le quedaba más remedio que decirle la verdad y, aun así, quizá no bastara—: Estábamos condenados al olvido, a la oscuridad… No había futuro para nosotros —alzó una mano temblorosa ante sí como si palpara una pared invisible—. Entonces llegaron los niños… y sentí que llegaba la hora de tu resurrección y las corrientes del tiempo se pusieron de nuevo en marcha.

»Y en la oscuridad de mis visiones por primera vez hubo un resquicio para la luz. Rocavarancolia te necesita, Hurza. Rocavarancolia os necesita a ti y a tu hermano para alcanzar el destino que merece —mientras hablaba a su alrededor fue apareciendo una nueva ciudad, más perversa y oscura que la Rocavarancolia real.

Edificios tenebrosos se materializaron en mitad del sueño, grotescas construcciones que parecían hechas para mover al vértigo a quienes las contemplaran, estructuras erizadas, de almenas y salientes retorcidos. En la Rocavarancolia de Hurza no había una única Rocavaragálago: había decenas de ellas, a cada cual mayor, a cada cual más espantosa. La Luna Roja que flotaba en aquel cielo estaba terriblemente mutilada, marcada por cicatrices catastróficas. Ríos de lava discurrían por las calles y decenas de vórtices pulsaban por todos lados, como tumores gangrenados en el mismo tejido de la realidad.

Hurza no daba crédito a lo que veía.

—Rocavarancolia volverá a ser grande —anunció la niña, mirando anhelante al hechicero—. Gracias a vosotros Rocavarancolia alcanzará el destino que merece —no señaló, por supuesto, que la ciudad a la que se refería era bien distinta a la que le mostraba.

—Por eso estamos aquí —dijo él. Su voz sonó firme, sin que dejara entrever la profunda emoción que lo embargaba. La visión de aquella ciudad lo conmovía más de lo que nada lo había hecho en siglos—. Por eso fundamos Rocavarancolia. Es nuestro lugar. Nuestra obra. Vosotros la pervertisteis —la acusó—. Vosotros la convertisteis en una parodia de lo que debió ser.

—Y ahora llega vuestro momento —replicó ella. Debía apelar al orgullo de la criatura que tenía delante. Su vida, el propio destino del reino, dependía de ello—. Vuestro triunfo. Ahora, por fin, el orden se restaurará… —se le quebró por enésima vez la voz—. Haznos grandes, Hurza. Resucita a tu hermano y tráenos la gloria que no supimos conservar.

A Hurza le costó un gran trabajo apartar la mirada del prodigioso escenario que los rodeaba para fijar su atención de nuevo en dama Sueño. Era consciente de que aquella anciana, de haber querido, podría haberlo detenido. No lo había hecho. Los motivos que pudiera haber tenido para no hacerlo le importaban bien poco, lo que se preguntaba era qué podía hacer aquella mujer ahora. ¿Debía matarla? Sabía demasiado para correr el riesgo de dejarla con vida. La hechicera pareció leerle el pensamiento.

—¡No puedes matarme! —gritó, histérica. El pánico que sentía era real, no necesitaba fingirlo—. Esmael se te echaría encima. ¡Lo sabes! ¡¿Por qué arriesgarse?! ¿Por una vieja loca? ¿¡Qué sentido tiene!? Y una vez Esmael muera, ¿por qué deberías preocuparte por mí? ¿Qué podría hacerte yo? —rompió a llorar—. ¿Qué podría hacerte yo?

Hurza la contempló, meditabundo.

—¿Qué has visto? —preguntó entonces—. Dices conocer el futuro. ¿Qué me aguarda?

—La gloria —contestó.

—Para alcanzarla deberé enfrentarme a Esmael. Y ni con todo mi poder actual estoy seguro de poder vencerlo.

—Lo harás, lo harás… Mañana Esmael estará muerto —anunció—. Mañana Rocavarancolia será tuya.

Hurza contempló durante unos minutos la ciudad que la hechicera le mostraba. Aquel era su sueño, el suyo y el de su hermano. Convertirían Rocavarancolia en el epicentro de la destrucción, desde allí continuarían su labor y no cejarían con ella hasta que no quedara un ápice de magia en toda la creación. Dedicó una última mirada a la niña llorosa que, de rodillas, continuaba suplicando por su vida. Sonrió con desprecio. Aquella vieja no suponía ninguna amenaza para él. Replegó su conciencia y salió del sueño.

La hechicera permaneció largo rato inmóvil. Sentía un cansancio demoledor, asfixiante. No sabía si había superado la prueba, pero al menos había conseguido un respiro. Esperaba que fuera suficiente. Suspiró, borró con un gesto la ciudad terrible que la rodeaba y dejó que la Rocavarancolia de las estatuas de cristal ocupara su lugar. El suelo bajo ella se alzó para formar de nuevo la alta balconada que presidía la plaza. Ante sí apareció la mesa con su tablero.

Tomó la caja de madera y vació las figuras que quedaban. Luego, una a una, las fue depositando en su lugar. Por su mano pasaron dama Desgarro, Ujthan, Solberino, dama Serena…, todos y cada uno de los personajes que contaban con un papel importante en el drama por venir fueron disponiéndose en el tablero.

Cuando hubo terminado, miró más allá de la baranda y contempló las estatuas que se desperdigaban por la plaza. Un ejército dispuesto para la marcha.

—Mañana.

* * *

—¿Qué trae el viento? —murmuró bajo su tumba en el cementerio dama Calumnia, muerta de fiebres mágicas hacía más de doscientos años—. No sé qué es. No sé qué es.

No tiene peso pero me asfixia, marcha en silencio pero su estruendo me aturde. ¿Qué es lo que trae el viento?

—El fin del mundo —contestó un muerto sin nombre. Y, acto seguido, rompió a reír—. Otra vez el fin del mundo.

* * *

Andras Sula no apartó la mirada mientras el cuerpo de Valga Melquíades era consumido por las llamas. Tampoco la apartó cuando el dragón devoró el cadáver. Su rostro no mostró la menor expresión mientras cumplía la última voluntad del dragonero. La dureza de su gesto impresionó a la mujer y los tres hombres que lo acompañaban.

Una vez todo terminó, el piromante levantó la vista hacia el cielo.

—Ha dejado de llover —murmuró. Desde que había salido la Luna Roja no había dejado de hacerlo ni un solo instante.

—La luna se aleja —le explicó Ara—. Poco a poco se irá haciendo más pequeña y desaparecerá. Llega la calma, mi señor.

—La calma… —agitó la cabeza, como si despertara de un pesado sueño—. Voy a salir —les dijo—. Y será mejor que deje al dragón aquí. Hay algo que debo hacer y no quiero retrasarlo más.

* * *

Lo que primero alertó a Héctor fue el susurro de las onyces. Luego una suerte de extraña premonición le hizo dejar de lado el libro de hechicería que estudiaba y levantarse de la mesa para acercarse, casi a la carrera, hacia la puerta del torreón. Atravesó el pasillo de entrada y salió fuera. Para entonces ya había empezado a escuchar los gritos.

Una figura deslavazada apareció caminando a grandes zancadas por el puente levadizo. Llevaba a Marina en brazos. La muchacha no paraba de gritar y retorcerse. Héctor echó a correr hacia allí. Por un instante pensó que era Roallen, regresado de entre los muertos, quien cargaba con la joven. Pero no era él, por supuesto; era el muchacho de los tejados, el joven que había acuchillado a Adrián. Cuando estaba a punto de arrojarse sobre él, descubrió a Bruno a su lado. Y Natalia llegaba también, cabalgando una serpiente sombría de ojos descomunales.

—Comenzó a gritar —le explicó Darío. Le temblaba la voz—. Estaba dormida y de pronto empezó a gritar y no ha parado desde entonces.

Héctor no le escuchó. Sus oídos estaban repletos de los gritos de Marina, le taladraban el cerebro, le desgarraban por dentro; no podía evitar recordar a Alexander, chillando en el sortilegio de la puerta de la torre Serpentaria. No habían podido salvarlo. ¿Y si tampoco eran capaces de salvarla a ella?

Natalia aterrizó junto a él y, al momento, las sombras que había cabalgado se dispersaron.

—¿Qué ocurre? —preguntó. Tuvo que elevar la voz para hacerse oír sobre el griterío de Marina—. ¿Qué está pasando?

—¡Suéltala! —le gritó Héctor a Darío y, sin poder controlarse, intentó hacerse con ese cuerpo que se retorcía y chillaba sin parar. El trasgo retrocedió sorprendido por aquel repentino arrebato. Abrazó con más fuerza si cabe a Marina—. ¡He dicho que la sueltes! —casi sin pensar, afiló las alas.

—¡Héctor! —le gritó Sedalar—. ¡Ha venido a pedir ayuda! ¡Cálmate!

—¡Suéltala! —volvió a repetir él, ajeno a las palabras del demiurgo.

Darío, tras una leve vacilación, le tendió a la muchacha. Héctor cayó de rodillas con ella en brazos. Extendió las alas alrededor de ambos, creando una pantalla que los separaba del mundo. El pelo de Marina ya no era completamente negro, varias mechas canas jalonaban ahora su cabello. ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué le estaba ocurriendo? La vampira estaba tan fuera de sí que costaba trabajo mantenerla sujeta.

—Tranquila, tranquilízate. Estás a salvo —le susurró. No se dio cuenta de que había empezado a llorar hasta que no vio sus lágrimas caer sobre la joven—. Conmigo siempre estarás a salvo.

En ese momento los ojos de la joven se desorbitaron. Lo miró aterrada. Seguía gritando, pero ahora sus alaridos formaban palabras inteligibles:

—¡Viene la oscuridad! —aullaba—. ¡La he visto! ¡Viene la oscuridad y viene a por nosotros! ¡Nos devorará! ¡Nos devorará a todos!

De nuevo había reunión en la sala negra del castillo.

El único conspirador ausente era Alastor el inmortal, todos los demás se encontraban allí aun a pesar de la intempestiva llamada de Hurza. La urgencia de la convocatoria les había dejado claro que el fundador del reino tenía algo importante que comunicarles. No se anduvo con rodeos. En cuanto Solberino, el último en llegar, se sentó en su sitio, Hurza comenzó:

—Hay motivos para pensar que los acontecimientos se precipitarán pronto, quizá mañana mismo —les explicó.

—Por fin —murmuró Ujthan. El alivio que sintió al escuchar aquello fue indescriptible. No podía soportar ya tanta espera. Era hombre de acción, no de conspiraciones.

—¡Sí! ¡Matémoslos! ¡Matémoslos a todos! —canturreó dama Ponzoña mientras alzaba los brazos en una estúpida parodia de baile.

Dama Serena emitió un lánguido sonido que bien podía tomarse por un suspiro. Estaba de pie, tras la mesa, con los brazos cruzados bajo el pecho. Ella también se sentía aliviada. Aquella calma enfermiza se había prolongado demasiado.

Miró de reojo la caja que guardaba el cuerno de Harex.

—Esmael y los suyos creen que actúo en solitario —continúo Hurza—. Eso nos otorga cierta ventaja. Cuanto más tiempo logremos fomentar su error más beneficio sacaremos. Por eso quiero que permanezcáis en las sombras y que sólo actuéis a mi favor si la circunstancia es de verdad propicia.

—Seremos taimados —murmuró dama Ponzoña, meciéndose de atrás adelante mientras acariciaba la cabeza de una víbora—. Taimados y traidores.

—No. A ti te necesito cerca. Tú permanecerás a mi lado.

—¡Qué gran honor! —exclamó la mujer que comenzó a limpiar a manotazos su desastroso traje de novia, ensuciándolo y arrugándolo más en el proceso—. Seré su abanderada, mi señor —entrecerró los ojos y contempló al resto de conspiradores con desdén—. A la hora de la verdad ya veis a quién prefiere junto a él.

El hijo de Belgadeu soltó una carcajada burlona. Tenía una ligera idea del motivo por el que Hurza quería cerca a aquella estúpida bruja.

—En ti, dama Serena, recaerá la responsabilidad de capturar a la vampira y al ángel negro —dijo Hurza—. Eres la más adecuada para la…

De pronto llamaron a la puerta, con contundencia, tres rápidos golpes primero y, después, un cuarto. Se hizo el silencio. Dama Ponzoña soltó un ridículo gritito, y miró hacia allí con el rostro denudado.

—¿Qué? ¿Qué? —parecía incapaz de verbalizar su sorpresa. Miró a Hurza al borde de un ataque de pánico—. Nadie sabe que estamos aquí. Nadie lo sabe —balbuceó.

—¿Alastor? —conjeturó Ujthan.

—No está en el castillo —contestó Hurza.

Dama Serena no apartaba la vista de la puerta. No quedaba nadie fuera que conociera la existencia de la sala secreta y, por tanto, nadie podía llegar hasta ella y, menos aún, llamar a la puerta.

Lo hicieron por quinta vez.

Hurza se levantó despacio y, nada más incorporarse, lo hizo también Ujthan, de un salto, mientras extraía el hacha tatuada en su hombro izquierdo. El nigromante le hizo un gesto para que se tranquilizara y echó a andar hacia la puerta.

El hijo de Belgadeu soltó una risita y el guerrero le fulminó con la mirada.

—Ya comienza —le anunció el engendro esquelético. Su mandíbula asomaba en el desagradable corte que había sido la boca de su creador—. ¿No era lo que deseabais? Ya está bien de demora, ya está bien de charla. Que comience la matanza, que comience el griterío.

Hurza lo miró de soslayo. El hijo de Belgadeu tenía razón: la hora había llegado. Dama Sueño no había mentido.

Abrió la puerta y todos pudieron ver, inmóvil al otro lado, al Lexel de la máscara blanca. Tenía el puño levantado como si le hubieran sorprendido en el acto de reemprender la llamada a la puerta. Su máscara reluciente reflejaba las sombrías siluetas de los conspiradores sentados a la mesa.

—Se acerca tormenta —anunció mientras, sin aguardar a ser invitado, pasaba dentro de la estancia. Hurza cerró la puerta tras él—. Bulle en el aire, me quema en el aliento y me arde en la sangre. La tempestad me reclama y siguiendo su llamada he acudido aquí, a una habitación que no existe —por el giro de cuello y la nueva posición de la cabeza quedó claro que miraba a Hurza—. Pronto mi hermano sentirá también la corriente de lo inevitable y se alineará con vuestros enemigos. No sé qué queréis. Desconozco vuestro propósito y vuestras intenciones. Y no me importan en lo más mínimo. Lucharé a vuestro lado porque mi hermano luchará contra vosotros y así es como debe ser. Enfrentados siempre.

* * *

Dama Sueño cogió la figura del Lexel blanco y la desplazó a una casilla del mismo color que su máscara, adyacente a la que había estado ocupando.

—Allá vamos —anunció con voz queda—. Ahora toca el último acto. Mi última batalla. Por Rocavarancolia. Por lo que pudo ser. Allá vamos.