X
Ritos de paso
La Luna Roja se negaba a bajar del cielo.
Permanecía clavada en las alturas, tozuda, dispuesta a resistirse con todas sus titánicas fuerzas a los designios del universo que pretendía enviarla de regreso a la oscuridad del espacio.
Rocavaragálago se disparaba hacia las alturas, empequeñeciendo a las figuras a sus pies; hasta el dragón que en aquellos momentos bebía lava del foso parecía ridículo en comparación con la obra de Harex.
Andras Sula se cruzó de brazos mientras contemplaba los muros de aquel edificio siniestro.
—Parece más real que la propia ciudad —murmuró impresionado.
El dragonero asintió. Estaba sentado en una roca e intentaba, en vano, recuperar el resuello. El piromante había querido visitar Rocavaragálago y, aunque la catedral estaba cerca de la mansión donde se alojaban desde el día anterior, el camino hacia allí había sido una tortura. Llevaban unos minutos detenidos, pero lejos de recuperar el aliento notaba un peso cada vez mayor en los pulmones, era como si la cercanía de la catedral le estuviera arrebatando el poco aire que le quedaba. Alzó la cabeza; el rojo de los muros, torretas y pináculos de Rocavaragálago, intenso de por sí, aparecía inflamado ahora. El obelisco de Cuanlampar, el edificio más cercano, era brumoso en comparación, como si fuera menos denso que la obra de Harex, menos real. El piromante tenía razón, por supuesto. La catedral había ganado en solidez. Era por la Luna Roja, su presencia insuflaba energía a Rocavaragálago.
—Es… —rompió a toser al intentar explicárselo. El dragonero sentía que los pulmones querían salírsele del pecho. Se llevó un puño a la boca, intentando frenar el ataque pero lo único que logró fue mancharse la mano de hebras de sangre.
—Bebe —le ordenó Ara mientras le tendía un odre de agua que se apresuró a aceptar. Tardó unos instantes en poder beber, pero cuando lo consiguió sintió un alivio inmediato. El agua, tibia y amarga, debía de tener alguna propiedad curativa.
Devolvió el odre a la mujer e intentó sonreírle en muestra de agradecimiento, pero a sus labios sólo acudió una mueca dolorida. La mirada de Ara era de una dureza implacable.
—Te vas a morir pronto, viejo —le advirtió.
Valga asintió con desgana. La tos había cesado, sí, pero notaba un silbido en el pecho, una suerte de respiración ajena, como si algo se le hubiera colado en los pulmones y estuviera sirviéndose de ellos para su propio provecho.
—El frío se me ha metido en los huesos y no me lo quitaré de encima jamás —murmuró. «Sólo la muerte logrará que entre otra vez en calor», se dijo.
Ara se había unido a ellos el día antes. Era una mujer enorme, de casi dos metros y medio de altura; su físico dejaba claro que tenía sangre de gigante en las venas. Iba envuelta en pieles sucias, tenía el rostro picado de viruelas, mirada triste y la nariz enorme y quebrada. Le faltaba el brazo izquierdo, arrancado de cuajo por una de las bestias de Rocavarancolia. La misma bestia que había devorado a sus hijos y a su compañero. Había acudido a ellos por el dragón, como Valga Melquíades, y lo primero que había hecho había sido conducirlos hasta un nido de alimañas semejantes a la que había acabado con su familia. El dragón se había dado otro festín con ellas.
—¿Hay algún modo de entrar? —quiso saber Andras Sula mientras cabeceaba en dirección a Rocavaragálago—. No se ven puertas ni ventanas.
Ara negó con la cabeza antes de contestar.
—Es maciza, mi señor. Un bloque de Luna Roja al que Harex dio forma de edificio.
—Yo he oído otra cosa —anunció Valga—. Historias antiguas que cuentan que Harex y su hermano pasaban largo tiempo dentro de Rocavaragálago, dedicados a sus oscuros quehaceres. Se dice que ellos eran los únicos que conocían el modo de entrar en la catedral.
—¿Nadie ha intentado nunca atravesar sus muros? —preguntó el piromante. Su tono de voz evidenciaba lo mucho que le sorprendería una respuesta negativa.
—Claro que lo han hecho —contestó Ara. Se frotó el labio superior con su única mano—. Y no han encontrado otra cosa que piedra allí dentro. Olvide las necedades del dragonero, mi señor. Rocavaragálago es un pedazo de luna. Ni más ni menos.
El dragón rugió y los tres miraron en su dirección. El enorme animal estaba junto al foso de lava, con la vista fija en los pináculos que se alzaban en las alturas. Rugió de nuevo y dio una potente sacudida de alas; la izquierda, la herida, quedó retorcida en una postura antinatural que le hizo sisear de dolor. Quería volar, pero aquella ala se lo impedía.
—Un dragón atado a tierra es un animal lastrado —comentó Valga con pesadumbre—. Necesitan de las alturas para sentirse vivos… —recordó las torres dragoneras, plagadas de ellos, y se estremeció—. Las calles no son su lugar.
—Dijiste que volvería a volar.
—Y lo hará, tenedlo por seguro, pero le llevará tiempo. Recordad que hace sólo unos días que le devolvisteis a la vida. Tened paciencia y volará.
Andras Sula contempló al dragón, meditabundo. El piromante ya no tenía aire de mendigo. Ahora vestía una elegante casaca roja y unos pantalones negros ajustados que le daban aire aristocrático. Había hechizado los ropajes para hacerlos resistentes al fuego.
El joven desvió la mirada hacia la fortaleza que se levantaba en las montañas.
—Y si el dragón es tan importante para el reino como dices, ¿por qué no ha venido nadie a hacerse cargo de él?
—El dragón os ha escogido a vos, mi señor —se apresuró a contestar Ara. Siempre que se dirigía a él lo hacía con exagerado respeto; y al piromante parecía agradarle ese trato—. Nadie os podrá separar en contra de vuestra voluntad sin que el dragón haga lo imposible por detenerlo.
—No he preguntado eso —le cortó—. Donde quiera que vaya el dragón, iré yo; eso es algo que tengo claro. Lo que no entiendo es por qué no han mandado a alguien que pueda tratar sus heridas mejor que un viejo idiota.
—Porque en todo el reino no hay nadie mejor que este viejo idiota para cuidar dragones y en el castillo lo saben —murmuró Valga Melquíades en tono cansado. No le importaban ni las maneras del piromante ni sus insultos. De hecho estaba más que acostumbrado al desprecio, ése era el trato habitual que los bendecidos por la luna dispensaban a los simples mortales—. Dediqué la mayor parte de mi vida a cuidar dragones y he aprendido dos o tres cosas sobre ellos. Quizá cuando yo falte, el Consejo Real mande a alguien a proseguir mi tarea.
—El Consejo Real… —murmuró Andras. Luego se giró hacia ellos—. ¿Qué van a hacer con nosotros? —quiso saber—. ¿Qué va a ocurrir ahora?
—¿Ocurrir? —preguntó Ara—. No os comprendo, mi señor.
—Sí. La Luna Roja ya ha salido. ¿Qué se supone que pasa a continuación? ¿Nos van a tener vagando por la ciudad hasta que se harten? ¿Qué va a ser de nosotros?
—Yo… —Ara desvió la mirada hacia Valga Melquíades, confusa. El dragonero asintió y recogió la pregunta.
—No sé la respuesta —anunció de entrada y al ver la mueca del piromante alzó una mano en un intento de refrenar su lengua. Para su sorpresa lo consiguió—. Y no la sé porque los tiempos que vivimos son nuevos para todos. Es la primera cosecha que llega a buen puerto en treinta años y esta Rocavarancolia no tiene nada que ver con la de antes de la guerra. Pero puedo explicaros qué pasaba en aquel entonces…
»En los días siguientes a la salida de la Luna Roja, el Consejo Real se reunía para decidir el destino de los cosechados. Su tarea consistía en encontrarles el mejor acomodo posible dentro del engranaje del reino, dar con el puesto idóneo para cada uno de ellos. Los distintos gremios y torres intentaban por todos los medios interferir en su decisión; todos querían contar con la bruja o el mago más poderoso de la cosecha en sus filas… A veces la rivalidad era tan enconada que asesinaban a cosechados sólo por no verlos en algún gremio que no fuera el propio.
»Mientras el consejo decidía su destino, los nuevos habitantes de Rocavarancolia intentaban familiarizarse con sus transformaciones. Unos pocos eran apadrinados por bendecidos de cosechas anteriores, pero a la mayoría no le quedaba más remedio que bregar en solitario con su cambio. Era rara la cosecha en la que un muchacho no moría consumido por su poder, o en la que antiguos amigos no se asesinaban entre ellos, enloquecidos por sus nuevos apetitos…
—Yo no me consumiré —aseguró Andras Sula—. Ni dejaré que me maten.
—No he insinuado eso en ningún momento —replicó Valga—. Sólo respondo a vuestras preguntas. Nada más. Queríais saber que ocurre tras la salida de la Luna Roja y eso os estoy contando —tomó aliento antes de continuar—: Ahora es el tiempo del acomodo. La hora de los ritos de paso. Y muchos cosechados cometían el error de creer que lo peor ya había pasado. No es así. Tras la salida de la Luna Roja las posibilidades de morir se multiplican. Ya no existe la ley de no interferencia, por ejemplo, y cualquiera puede asesinar a un cosechado por el motivo más nimio o por simple capricho. Los piromantes, por ejemplo, eran presas codiciadas en otros tiempos… Sus órganos internos, igual que los de los dragones, son el ingrediente fundamental de potentes hechizos de magia roja, y había hechiceros que no reparaban en medios para hacerse con ellos.
El joven frunció el ceño al oír aquello.
—No debe tener miedo, mi señor —intervino Ara en tono amigable—. No quedan hechiceros rojos en Roca…
—¿Miedo? —le interrumpió Andras Sula—. Yo no tengo miedo a nada. Hubo un tiempo en que era un pelele estúpido, un niño asustado. Pero eso quedó atrás —sus ojos azules centelleaban—. No, ya no tengo miedo —anunció—. Ahora tengo un dragón.
* * *
Más allá de Rocavaragálago, oculto tras un murete lejano y solitario, Caleb espiaba al piromante y su dragón. Tenía la misma expresión de furia contenida con la que había salido del torreón Margalar. La rabia no se había suavizado con el paso del tiempo. Seguía igual de viva, igual de intensa. Su determinación de matar al muchacho no había disminuido. Aferró el cuchillo con fuerza. La mano le temblaba. No podía evitarlo. Intentó controlarse, pero lo único que logró fue que aquel temblor, aquel espasmo, le trepara por el brazo.
Era débil. Lo sabía. Siempre lo había sido. Tampoco era listo. Lo admitía. Nunca había estado capacitado para más tarea que la de cuidar a sus niños. Aquel cometido había bastado para dar sentido a su vida y al arrebatárselo le habían dejado vacío.
Se apartó las lágrimas con el dorso de la mano y continuó con su vigilancia. Tarde o temprano llegaría su oportunidad. Estaba convencido. No sabía si el destino le permitiría cumplir su objetivo, si lograría matar a aquel monstruo o moriría en el empeño. Lo único que sabía era que, llegado el momento, su mano no temblaría.
* * *
El segundo día, Esmael también escogió los tejados para sus lecciones. Héctor creyó que iba a ser una repetición de las carreras y saltos con los que había terminado la jornada anterior y, aunque no se equivocó, había una diferencia importante. Antes de empezar, Esmael le tendió una bolsa de cuero repleta de baratijas: collares, tobilleras y pulseras, todas plagadas de campanillas. El ángel negro le hizo ponerse hasta la última de aquellas cosas. Un tintineo constante punteó cada uno de sus movimientos. Y precisamente eso era lo que debía evitar. No sólo tenía que correr de tejado en tejado, debía hacerlo en silencio.
—Si escucho el menor campanilleo, comenzarás de nuevo —le advirtió Esmael—. Una de las principales bazas de los ángeles negros es el sigilo. Y a estas alturas ya deberías ser capaz de manejarte lo bastante bien como para moverte en silencio sin importar lo que lleves encima.
Sus primeros intentos se saldaron con un rotundo fracaso, le resultaba imposible dar un paso sin que las campanillas tintinearan como locas. Esmael le aconsejó concentración. Según él, ahí residía la clave.
—Olvida las campanillas —le dijo—. Tú eres quien las controla: ellas dependen de ti, no al revés. Mide tus pasos, acompasa el movimiento. Tienes que ser consciente de hasta dónde puedes llegar sin que suenen. Una vez lo consigas, todo será más fácil.
Pero ningún consejo servía de ayuda. Héctor no lograba ni siquiera acercarse al alféizar donde el ángel negro había situado el punto de partida del ejercicio. Las campanillas tintineaban hiciera lo que hiciera; ni siquiera inmóvil conseguía mantenerlas en completo silencio. Se sentía ridículo, un estrambótico árbol de Navidad plagado de adornos. A medida que los fracasos se acumulaban, la frustración del muchacho iba en aumento. Y también la del ángel negro. Esmael no alcanzaba a comprender a qué se debía tal inutilidad. No había esperado un éxito inmediato, aunque sí cierta progresión. Pero se estaba dando el progreso contrario: Héctor iba de mal en peor.
La rabia de Esmael no era sólo culpa del muchacho. También tenía que ver mucho con su propia inutilidad. Se había jurado encontrar al culpable de las muertes en el consejo antes de la puesta de la Luna Roja, pero, por el momento, no había avanzado lo más mínimo en esa dirección. La única pista tangible con la que contaba eran las escasas palabras que Denéstor había entrevisto en el pergamino robado a Belisario. Pero nadie parecía saber siquiera en qué idioma estaban escritas y, mucho menos, su significado. Y luego estaba la muerte de la arpía. Ni dama Serena ni dama Desgarro habían podido precisar si la muerte había sido accidental o no. Esmael había intentado localizar a Alastor, pero aquel despojo parecía estar bien protegido contra hechizos de búsqueda. Y eso no tenía sentido: ¿quién intentaría ocultar la cabeza del traidor? ¿Y por qué?
Por enésima vez, Héctor se acercó al alféizar envuelto en un repiqueteo constante. El sonido de los cascabeles trajo de regreso a Esmael al mundo real. El muchacho soltó una maldición y el Señor de los Asesinos decidió dar por finalizada la jornada.
Estaba rabioso. Y muy cansado.
—Vuela o cae —le dijo a Héctor mientras le empujaba sin contemplaciones al vacío. El joven cayó desde lo alto del edificio, rodeado de un ridículo ruido de campanillas que terminó abruptamente al estrellarse contra el suelo.
* * *
Lizbeth aulló al sentir en el costado la dentellada, tan brutal que los colmillos del colaespina arañaron el hueso.
Se revolvió e intentó alcanzar a su atacante, pero éste la esquivó con facilidad. En condiciones normales, la loba habría sido más rápida, pero los dos días vagando a solas en la ciudad habían hecho mella en ella. Estaba agotada, hambrienta y llena de heridas. Los cuatro colaespinas a los que se enfrentaba no eran las primeras alimañas contra las que se las tenía que ver desde que la habían expulsado del castillo.
El animal más alejado sacudió la cola y dos de los huesos afilados que se arracimaban en su extremo salieron despedidos para clavarse en el lomo de Lizbeth. El dolor la enloqueció; se revolvió hacia su atacante y, justo en ese momento, otro se acercó a la carrera y le mordió. Cuando se giró para repeler el ataque, la criatura ya se había puesto fuera de su alcance. El círculo a su alrededor se iba estrechando más y más. Atacaban, huían, y ella no podía hacer nada más que revolverse rabiosa.
De pronto, las sombras irrumpieron en la lucha. Descendieron por la tormenta entre siseos y susurros. Docenas de ellas; espectros turbios plagados de garras y aguijones, con bocas rebosantes de cuchillas. Las onyces saltaron sobre los colaespinas. No eran del todo sólidas, pero sí lo bastante como para causar daño al cargar en buen número. Los colaespinas se vieron superados por aquel repentino ataque. No intentaron defenderse, huyeron al trote, hostigadas por varias sombras.
Lizbeth ni siquiera se dio cuenta de que sus atacantes habían escapado y continuó embistiendo a cuanto la rodeaba. Las sombras danzaban alrededor de la loba, disfrutando de su confusión. Algunas llegaron al extremo de adoptar la forma de colaespinas y hostigarla del mismo modo en que lo habían hecho las verdaderas, aunque sin llegar a tocarla. Los ojos de Lizbeth estaban desorbitados; no pensaba, no había ni un ápice de racionalidad en su cerebro trastornado.
Las onyces reían mientras se dedicaban a aquel macabro juego. Su dueña les había ordenado proteger las vidas de sus compañeros y de ningún modo podían desobedecerla. Pero sí podían dilatar su intervención, retrasarla todo lo posible y actuar sólo cuando el peligro de muerte fuera inminente. Como lo habían hecho en aquella ocasión y en tantas otras con la loba estúpida a la que ahora azuzaban. Aunque su dueña les había prohibido hacer daño a sus amigos, no había dicho nada sobre que no pudieran divertirse a su costa.
La criatura que una vez se llamó Lizbeth bailaba al ritmo que marcaban las onyces. Tenía las fauces manchadas de espumarajos y sangre y su corazón latía a tal velocidad que no había separación apreciable entre latido y latido. Después de un torpe salto, las patas le fallaron y se desplomó sobre al adoquinado. Quedó inmóvil, los ojos abiertos pero sin consciencia tras ellos.
Las onyces alzaron el vuelo al momento, dejando a la loba tirada en el callejón. Unas cuantas permanecieron en las cercanías, aferradas a las fachadas de los edificios o colgando de los alféizares, sus ojos fijos en el cuerpo quieto. El resto se fundió con la noche y la tormenta.
El tercer día, Esmael lo llevó a los restos del anfiteatro.
No tomaron la rampa que descendía a los sótanos. En vez de eso, el ángel negro lo hizo bordear una zona en ruinas para colarse en lo que antes fue la arena. Sólo quedaba en pie una porción de las gradas, el resto estaba reducido a escombros. El ángel negro le hizo detenerse en mitad de aquel desastre. Héctor se preguntó qué había llevado a Esmael a escoger aquellas ruinas. Ignoraba que en aquel mismo lugar, hacía más tiempo del que el ángel negro quería recordar, dama Fiera le había impartido la misma lección que estaba a punto de impartirle a él.
Esmael alzó una mano en un gesto tan elegante que, por un momento, Héctor temió que fuera a ponerse a bailar. Los dedos del ángel negro aletearon en el aire, primero hacia arriba y luego en rápido descenso hacia el punto de origen del movimiento. Pronto el olor a plata quemada de la magia lo inundó todo. Aquel aroma le provocaba un profundo desasosiego. No por la magia en sí, sino por lo que debería hacer si quería servirse de ella.
Esmael terminó el hechizo y, de pronto, tras un brusco crujido, una espada transparente apareció de la nada. La tomó por la empuñadura antes de que cayera al suelo.
—Magia aérea —le explicó mientras comprobaba el arma. Era tosca, como una espada dibujada por un niño de escaso talento, pero de una solidez evidente—. He condensando una porción de aire para crearla —continuó—. No te fíes de su apariencia, puede resultar frágil a la vista, pero no lo es. Un arma de aire nunca se quiebra si está bien forjada. El único problema es que se desintegra al poco tiempo —comprobó el equilibrio de la espada dando un par de mandobles al aire. Asintió satisfecho para después señalar con la cabeza a Héctor—. Desenvaina —le pidió.
—¿Dónde quedó eso de que es un sacrilegio desenvainar la espada si no vas a derramar sangre?
—Por eso no debes preocuparte —dijo Esmael—: habrá sangre.
Héctor empuñó la espada con un movimiento rápido. Tenía una idea bastante clara de cuál iba a ser el ejercicio de aquel día. Esmael cruzó el arma aérea ante su cara y Héctor le imitó.
—Obsérvame —le pidió el ángel negro. Su espada emitía un leve fulgor—: Trata de encontrar mis puntos débiles mientras luchamos. Busca mis zonas vulnerables e intenta alcanzarlas. Quiero que intentes matarme —le pidió—. Sin contemplaciones. Suelta esa oscuridad que dices llevar dentro. Usala contra mí —sonrió con malicia—. Y no te preocupes. Si consigues matarme, merezco estar muerto.
—No voy a contenerme —le advirtió Héctor. Tuvo que reconocer que la idea de luchar contra Esmael le atraía.
—Perfecto, porque yo tampoco pienso hacerlo —señaló a Héctor con la espada—. Hay un sinfín de puntos donde puedo herirte sin causarte heridas mortales. Vamos a comprobar cuánto dolor soportas. ¿Estás preparado?
Héctor asintió. Y no había acabado de mover la cabeza cuando Esmael se le echó encima. Ni siquiera lo vio venir. La espada silbó en el aire y se hundió en su pantorrilla. El joven reculó, tomado por sorpresa tanto por el ataque del ángel negro como por el mordisco del arma. Mientras retrocedía, Esmael le hirió tres veces más: en el pecho y en cada una de sus muñecas. Héctor correspondió a cada herida con un grito. El arma cayó de su mano.
—¡No! —aulló Esmael, furioso—. ¡No retrocedas! ¡Eres un ángel negro, por todos los infiernos! Si te atacan, devuelve el ataque. Si alguien te hiere, devuelve el daño centuplicado. ¡No te eches atrás!
Héctor gruñó. Se inclinó para recoger la espada. Y en cuanto la tuvo en su mano saltó hacia delante. Esmael le esperaba con la guardia alta. Detuvo sus golpes, girando a izquierda y derecha. Tras cada bloqueo, con cada movimiento, lo hirió con la misma facilidad con la que esquivaba sus acometidas. Esta vez Héctor no se detuvo; a pesar del dolor siguió embistiendo, sin más técnica que la rabia, sin más impulso que el sufrimiento. La espada de Esmael trazaba brillantes signos en el aire que iban a terminar en su cuerpo. La furia lo embargó. Redobló su ataque. En su mirada florecieron las mismas lunas rojas que había visto cuando corrió en pos de Roallen.
De pronto, no tuvo sólo que defenderse de la espada de Esmael. Su adversario había afilado las alas y éstas se le venían encima también como si de cimitarras brutales se tratara. Héctor, a su pesar, retrocedió, superado por aquel triple ataque.
Esmael apretó los dientes. No se iba a contener, ya se lo había advertido a aquella parodia de ángel negro.
Mientras hería una y otra vez a Héctor, recordó la noche en que dama Fiera y él entablaron un combate similar al que estaba teniendo lugar allí. La furia de Esmael había conseguido igualar la contienda; no pudo doblegar a dama Fiera pero sí forzar tablas. Logró derribarla para ir a caer después extenuado sobre ella, ambos empapados en sangre. La Luna Roja, como hoy, flotaba en los cielos. No había nadie en las gradas del anfiteatro pero se escuchaba por doquier el pulso de la ciudad soliviantada por aquel cuerpo celeste: la tormenta, el rugido de bestias en las sombras, el vuelo de los dragones, canciones de borrachos en la distancia… Se habían mirado a los ojos, enfebrecidos y, con aquella mirada, se lo habían dicho todo. A pesar del agotamiento, encontraron fuerzas para amarse de forma desesperada sobre la arena, con la pasión desmedida, brutal, de los que conocen la oscuridad y no temen a la muerte.
Aquellos recuerdos lo enfurecieron todavía más. La criatura que tenía ante él no merecía ser llamado ángel negro.
—¡Afila las alas! —gritó sin parar de atacar, con más ímpetu si cabe.
Héctor resopló sangre. Desde que había estado a punto de matar a Marina no había afilado sus alas y, en aquella ocasión, había actuado por instinto, sin ser consciente de lo que hacía. No había intentado repetirlo desde entonces; la idea de que una parte de su cuerpo se pudiera convertir en un arma le repugnaba. Pero eso no lo detuvo. Notó cómo la consistencia de sus alas cambiaba, las desplegó y las lanzó sobre sus hombros intentando frenar a Esmael. Pero su contrincante desarbolaba cada uno de sus golpes con tal rapidez que era como si no existieran. Héctor no supo cuánto tiempo duró aquello. Las alas y la espada del ángel negro sajaban y cortaban, a veces eran heridas profundas, otras cortes superficiales, pero siempre encontraban el modo de clavarse en su carne.
De pronto todo acabó.
Las alas de Esmael cortaron de forma simultánea ambas rodillas de Héctor mientras el arma aérea se colaba de nuevo en su pecho, tan profunda esta vez que el muchacho sintió la hoja atravesar su espalda. Se derrumbó. La última estocada de Esmael había hecho un daño terrible en su organismo.
Esmael contempló con desprecio al despojo ensangrentado que yacía en el suelo.
«Miradme. Soy un ángel rojo» había gritado dama Fiera cuando cayó ensangrentada en la batalla, hermosa aun en la muerte. Y él, lejos de ella, no pudo hacer nada más que verla caer y morir. Ni siquiera había tenido la oportunidad de vengarla.
—Por hoy es suficiente —sentía un vacío atroz en el pecho, y un sentimiento enrevesado forjado a la par de nostalgia y de desprecio a sí mismo por sentirla—. Llama a tu demiurgo o a la bruja para que te curen las heridas.
—Y hazlo rápido si no quieres morir. Yo hoy no estoy para buenas acciones —dijo.
Héctor lo maldijo mientras se llevaba la mano al collar de Bruno, en busca de la piedra de llamada. Esmael echó a volar, y él quedó inmóvil sobre la arena, en el centro de un mar de sangre que se iba extendiendo a su alrededor.
* * *
—Todo está perdido, muchacha —susurraba el vacío con la voz demoledora del que dice la verdad definitiva, la única verdad que importa—. No hay nada que puedas hacer y lo sabes. Si ni siquiera eres capaz de controlarte ahora, ¿cómo lo harás cuando seas una vampira completa? Matarás a tus amigos. Sabes que no miento, sabes tan bien como yo que sólo te queda una salida si pretendes salvarlos.
Marina apoyaba sus manos en la barandilla del puente, con la vista fija en la insondable oscuridad de abajo.
—Saltar —dijo el abismo—. Esa es tu única opción, la única salida valiente: sacrificarte por ellos.
Ella asintió despacio y comenzó a trepar la baranda. La lluvia empapaba los barrotes y resultaba complicado afianzarse entre ellos.
—Ven a la oscuridad —le animaba la voz—. Aquí no habrá dudas, ni hambre. Aquí no podrás hacer daño a nadie. Éste es el único final feliz al que puedes aspirar.
La vampira desvió un instante la mirada para observar el revoloteo de un escarabajo de Bruno.
—No te preocupes por el demiurgo. No llegará a tiempo. Y las sombras de la bruja no intentarán salvarte porque será tu propia voluntad la que te guíe. Salta, niña. Pon fin a la pesadilla.
Ella se alzó al fin en el último tramo de baranda. No lloraba, pero las gotas de lluvia que corrían por sus mejillas bien podían ser lágrimas. Extendió los brazos.
En el mismo momento en que sus pies se despegaban de la barandilla, Darío salió de las sombras, la atrapó de la cintura y la lanzó sin contemplaciones de regreso al puente. Luego se apartó todo lo que pudo. Quería alejarse de Marina para que no viera el horror en que se estaba convirtiendo, pero no podía arriesgarse a irse muy lejos por si intentaba saltar otra vez.
—No le escuches —gruñó con su nueva voz de trasgo—. Se alimenta de desesperación y muerte. No le escuches…
—¿Qué? ¡¿Qué?! —Marina retrocedió en el suelo ayudándose con los codos, mirando alternativamente a la barandilla desde la que había estado a punto de saltar y al ser que se acuclillaba a unos metros de distancia.
—¿Por qué ese empeño en retrasar el final? —preguntó el abismo y su voz sonó tan razonable que Darío estuvo tentado de escucharla—. ¿Acaso no veis que no hay salida? ¿No os dais cuenta de que es un sinsentido luchar contra lo inevitable? Matarás a tus amigos, vampira, si ellos no te matan antes.
—Cállate —dijo Darío, la vista fija en Marina.
—Y tú, trasgo ¿cuánto crees que podrás resistirte a tus propios apetitos? Pronto el ansia será tan fuerte que no podrás soportarlo. Enloquecerás, como Roallen… Y ya viste de lo que es capaz un trasgo loco —bajo el puente se escuchó una risilla, un sonido de ultratumba—. Sería paradójico que acabaras matando a la mujer que acabas de salvar, a la mujer que amas —Marina, que hasta ese momento había estado mirando atónita más allá de la barandilla, desvió la mirada hacia Darío al escuchar aquello.
—¡Cállate! —aulló el trasgo.
Darío se acercó a Marina, consciente de lo grotesco que debía parecer a sus ojos. Las manos, grandes, deformes, sus ojos empequeñecidos y la cabeza hinchada. Había crecido más de cuarenta centímetros en los últimos días y se sentía torpe al caminar.
—¿Eres tú? —preguntó ella, con los ojos muy abiertos—. Darío… Bruno me dijo tu nombre. ¿De verdad eres tú?
Él no supo qué responder, no tenía muy claro quién era. Se limitó a tenderle la mano intentando no mirar esos dedos largos y fibrosos.
—Vámonos de aquí —dijo—. El puente te hechiza con su palabrería.
—No… —sacudió la cabeza—. Tiene razón. No tengo fuerzas. No puedo soportarlo más.
—Eso quiere que creas. Escarba en tu debilidad. Se aprovecha de ella. No lo dejes ganar. No abandones. No abandones así.
Ella lo miró fijamente. Sus ojos eran perturbadores. Era una mirada ansiosa, sedienta. Sin dejar de mirarlo, Marina cogió la mano que Darío le tendía. Estaba helada pero poco le importó al trasgo. Había soñado muchas veces con hablar con ella, con tenerla cerca, pero nunca con tocarla. Su mano en la suya era un milagro que, en comparación, eclipsaba la magia de la Luna Roja. Y aunque sabía que Marina estaba a punto de atacarlo, aunque sabía que en apenas unos segundos debería enfrentarse a ella, al sentir el contacto frío de aquella mano, Darío, por primera vez, creyó en el calor.
Luego, la mano de Marina se transformó en una garra y la vampira se abalanzó sobre él. Darío la sujetó de los antebrazos con energía, manteniéndola apartada. Ella se revolvía, con el rostro desencajado, la boca abierta y los colmillos relucientes de saliva. No era la sed lo que la impulsaba ahora: era la desesperación. Quería apartarlo de su camino para llegar al puente.
—No voy a soltarte —le advirtió él. Acercó su rostro al suyo, sin ponerse al alcance de sus colmillos, para que viera la determinación en su mirada—. No vas a saltar, ¿me oyes?
—Y a ti qué te importa lo que haga —gruñó ella.
—Ya has oído al abismo —su voz sonó resignada, acababa de aceptar el destino del que durante tanto tiempo había intentado huir—. Te quiero y no voy a dejar que te hagas daño.
Marina no respondió. Se limitó a mirarlo con una intensidad dolorosa, como si intentara escrutar su interior y comprobar si lo que decía era cierto. Luego, sin previo aviso, una cortina de oscuridad veló su mirada; la vampira trastabilló y cayó hacia delante. Darío la acogió en sus brazos para evitar que fuera a parar al suelo. La lluvia daba bandazos a su alrededor, el viento murmuraba en su lengua insensata. El trasgo estrechó el cuerpo desmayado contra el suyo. Fue consciente de su peso, de su suavidad. De su fragilidad. Aspiró hondo el olor de la muchacha, repleto de matices. Se llenó los pulmones del aroma de su cabello, luego, sin poder contenerse, se inclinó para oler su piel. La carne de Marina exhalaba un aroma fragante, embriagador. Darío posó los labios en la curva de su cuello y se llenó de ese aroma dulce. Algo se removió en su interior, algo perverso y nauseabundo que le animaba a morder aquella carne. Apartó la cabeza de Marina, asustado de sí mismo.
—Mátala —le aconsejó el abismo—. Es tu oportunidad. Mírala, rendida a tus brazos. Muerde y desgarra, trasgo. Aliméntate. ¿Cuánto tiempo podrás contenerte? ¿Cuánto tiempo crees que podrá contenerse ella? Vuestra historia acabará mal. No puede hacerlo de otro modo.
El saber que la oscuridad no decía otra cosa que la verdad hacía la situación aún peor. Estaban condenados. La Luna Roja los había condenado a ambos. El trasgo alzó a Marina entre sus brazos y echó a andar con paso lento, inseguro, como un monstruo deforme que arrastrara a la doncella desmayada a su guarida.
* * *
La cuarta jornada con Esmael como maestro fue otro día de pesadilla.
Héctor entró cojeando en el torreón. No recordaba haber estado tan cansado en su vida; era una debilidad total, tanto mental como física. Aquella tarde, Esmael le había hecho caminar por una soga tensa tendida entre edificios y había perdido la cuenta de las veces que se había precipitado al vacío. Ni en una sola ocasión había llegado al otro extremo.
Y ser consciente de que podía morir con cada fracaso no le ayudaba a concentrarse. La situación había cobrado pronto tintes surrealistas: caer una y otra vez; sentir su cuerpo reventar contra el suelo; la magia de Esmael, recomponiéndolo de ese modo salvaje que, aunque sanaba, dolía muchísimo más que la caída; y, a continuación, sin tiempo de recuperarse, de regreso a la cuerda floja.
No le había quedado claro cuál era el sentido del ejercicio, no sabía si la intención de Esmael era mejorar su equilibrio, hacerle volar por desesperación o, simplemente, matarlo. El ángel negro había estado muy parco en palabras, se había comunicado lo justo para corregir su postura o intentar enseñarle a caer en condiciones para tratar de reducir los daños. Tras la enésima caída, Héctor anunció que ya no podía más, aquel ejercicio estaba más allá de sus capacidades. Había esperado un estallido de furia por parte de Esmael, pero éste había accedido tan rápido a dejar la cuerda que Héctor intuyó que algo marchaba mal.
Habían finalizado el día combatiendo, empleando únicamente las alas. Y Esmael se había aplicado con tal ferocidad que Héctor no tardó en comprender que aquello no era una lección más: era un castigo por haber fallado con la soga. Después de una arremetida particularmente violenta, Héctor cayó al suelo, con profundos cortes en el pecho, la cara y los antebrazos. Fue entonces cuando Esmael dio por finalizada la jornada.
Héctor se dejó caer en un butacón del torreón. Estaba mareado. Roto. Esmael había curado una y otra vez sus heridas, pero el recuerdo del dolor sufrido estaba muy presente. Eso era en mayor medida lo que le lastraba. Eso y la impresión de estar fallando constantemente. Los últimos días lo único que había conseguido con Esmael era frustrarse.
A los pies del asiento descubrió uno de los libros de magia que estaba estudiando: Magia perdida y magia encontrada.
Lo tomó y comenzó a hojearlo, más por distraer su mente que por verdadera intención de aprender algo. La cabeza le palpitaba.
De pronto, dos onyces aparecieron de la nada; habían adoptado la forma de gigantescos ofidios y reptaban por el suelo sin dejar de murmurar. Héctor las contempló con desgana por encima del libro. Unos segundos después, el portón se abrió y Natalia entró seguida de un nutrido cortejo de sombras. La bruja llevaba el lado izquierdo del rostro embadurnado de hollín y había añadido a su colección de collares y amuletos el esqueleto de un diminuto roedor.
—Tienes mal aspecto —le dijo en cuanto se aproximó a él.
—Me siento mucho peor —dijo Héctor. Y era cierto. Se incorporó todo lo que pudo, sin llegar a levantarse. La expresión de la joven le inquietaba.
—Pues, sintiéndolo mucho, no vengo precisamente a alegrarte el día —comentó ella, confirmando sus temores—. Tengo noticias de Marina que he creído que debías sa… ¡Tranquilo! ¡No le ha pasado nada! ¡Está bien! La cuestión es con quién está.
* * *
—¿Estás enamorado de mí? —le preguntó Marina al poco de recuperar la consciencia.
Darío se irguió en la silla. Se había pasado horas sentado allí, contemplándola dormir. Estaban en uno de los dormitorios del acuartelamiento que el muchacho había convertido en su refugio.
—Lo estoy —le confesó. Hubiera sido absurdo negarlo—. Por tonto que suene te quiero desde la primera vez que te vi —se sentía tan incómodo, tan torpe…; se sentía como una bestia estúpida que intentara expresar en voz alta sus sentimientos sin dominar siquiera los rudimentos del lenguaje—. Fue en la plaza, el primer día. Estaba escondido tras una esquina y no podía dejar de mirarte. Te reconocí aunque no te hubiera visto nunca… Supe que… que tú… que yo… —la miró con los ojos muy abiertos, implorando su ayuda, su comprensión.
—Supiste que tu futuro y el mío estaban unidos —murmuró ella. Y Darío se estremeció al oírlo, no por la frase que describía a la perfección lo que había sentido, sino por el modo en que la había pronunciado—. Te entiendo —le aseguró—. Te entiendo porque yo sentí lo mismo cuando te vi en aquel tejado.
Darío guardó silencio. En otras circunstancias ese comentario habría desatado la alegría en su pecho, pero tanto el rostro de Marina como su tono eran demasiado sombríos como para albergar esperanza.
—Por eso te disparé —continuó ella—. Por eso intenté matarte. No por lo que le hiciste a Adrián, te disparé porque te reconocí. Sé quién eres. Lo sé. En la Tierra soñé contigo —lo miró fijamente y a él le costó un gran esfuerzo no apartar la vista de aquellos ojos fulgurantes—. No fue amor lo que sentiste al verme: fue predestinación. Nuestros destinos están unidos. Eso sentiste.
—No lo entiendo… —confesó él.
Y entonces ella le habló de sus cuentos, de esos relatos que había creído imaginarios y que habían resultado ser reales en Rocavarancolia.
—Esos cuentos se me ocurrieron en sueños —le explicó—. Y fue en un sueño donde te vi por primera vez. Yo también aparecía en él. No recuerdo los detalles, están borrosos… supongo que porque intenté olvidarlo…, aunque me quedé con lo esencial. Pensé que algún día podría escribir un relato sobre él. Era la historia de dos seres malditos que se enamoraban en Delirio; cada uno de ellos estaba poseído de un apetito insaciable que lo empujaba a querer devorar al otro. Tenían que luchar contra esa ansia, contra esa locura… y debían hacerlo cada segundo de sus vidas, pero se amaban y ese amor equilibraba la voracidad que los consumía. No llegué a escribir el cuento. No me atreví.
—¿Cómo terminaba?
—Terminaba mal. Se mataban entre sí —lo miró con sus ojos terribles—. Nos matábamos el uno al otro. Porque el amor se acaba pero el hambre es eterna.
Era lo mismo que había profetizado el abismo, lo mismo que él temía que fuera a suceder. Darío agitó la cabeza, se negaba a creer que el destino estuviera escrito, se negaba a creer que estuvieran abocados a destruirse, aun a pesar del ansia que notaba en el estómago cada vez que miraba a Marina, a pesar del hambre que intuía en sus ojos cuando ella lo miraba.
—Me reconociste —se apresuró a decir—. Dices que me reconociste en el tejado… Yo no tenía este aspecto entonces —buscaba desesperado argumentos con los que zafarse de aquel destino y lo único que conseguía era balbucear de manera patética—. En tu sueño no podía ser el monstruo que soy. De haberlo sido, no me hubieras re…
—Cambiabas de forma —le cortó ella con desgana—. Unas veces eras un ser humano y en ocasiones otra cosa. Un ser grotesco. No lo recuerdo bien. Sé que el monstruo que aparecía en mis sueños tenía dedos largos y afilados… —Darío no pudo evitar mirar de soslayo sus propias manos—. Tengo que irme, eso es lo que tengo que hacer. Si me quedo aquí nos ponemos en peligro los dos.
—¡No! —exclamó, furioso. Ella lo miró con los ojos sumamente abiertos. Intentó calmarse, no quería asustarla ni reforzar sus argumentos con un ataque de rabia—. Me niego a creer que estemos condenados a matarnos. Por mucho que lo hayas visto en un sueño estúpido, por mucho que tus cuentos se hayan hecho realidad. No… —se dejó caer y acabó sentado, apoyado contra la pared, las piernas arqueadas y una mano en la frente—. Nada está escrito. Nada.
—Debería irme —insistió ella.
Negó con la cabeza. Pero no era a su marcha a lo que se negaba. Era a lo ineludible, al destino que los condenaba. Marina hizo ademán de levantarse pero antes de poder abandonar la cama volvió a derrumbarse sobre ella.
—Estás muy débil —le dijo él mientras se incorporaba. Una calma fría le dominó de pronto—. Y no tiene sentido que te vayas. Ahora mismo no corremos peligro… —su voz sonó apesadumbrada—. Por el momento estamos a salvo…
—Ahora soy yo la que no entiende lo que dices —aseguró ella—. ¿Qué significa eso?
—Según tu sueño nos pasaremos años luchando contra el ansia, ¿no es así? —dijo—. Todavía ni hemos empezado. No sientes nada por mí. Eso no cuadra con tu historia —desenvainó la daga que llevaba al cinto y se cortó con rabia la muñeca izquierda. Marina lo observó entre horrorizada y ávida—. Tu sueño nos protege —aseguró Darío mientras fluía la sangre—. Podemos hacer lo que se nos antoje. Correr cualquier riesgo —se acercó a ella, con el brazo extendido, ofreciéndole la herida abierta de la que no dejaba de manar sangre. Ella encontró fuerzas para incorporarse, se abalanzó sobre su antebrazo y hundió los colmillos en la carne abierta—. Estamos a salvo —repitió Darío y cerró los ojos.
* * *
Esmael le esperaba acuclillado sobre uno de los unicornios de piedra que decoraban las escalinatas del edificio en cuya azotea habían luchado el día antes. Era una estatua de tamaño natural, imponente en su postura encabritada.
—Apestas a furia —fue lo primero que le dijo cuando llegó a su altura.
Héctor no contestó. No estaba de humor para los ataques verbales de Esmael.
—¿Es por tu amiguita? —insistió éste mientras saltaba del unicornio—. ¿Te preocupa que le guste más la sangre de trasgo que la tuya?
—Métete en tus asuntos —replicó Héctor, incapaz de contenerse. Esmael sabía cómo hacer el mayor daño posible con el menor número de palabras. Resultaba demoledor.
—Un trasgo —murmuró, implacable—. Nada menos que un trasgo. Eso debe de hacerlo todavía peor, ¿verdad?
Por toda respuesta, Héctor bufó y avanzó hacia la puerta del edificio, con el ánimo cada vez más sombrío. Sentía la necesidad de liberar a golpes la rabia que llevaba dentro. Necesitaba emprenderla a golpes con el mundo. La perspectiva de luchar contra Esmael le resultaba tremendamente atractiva. Debió suponer que el ángel negro no iba a concederle tal alivio.
—Cambio de planes —anunció con sequedad—. Tenía una excursión prevista para los próximos días, pero creo que ha llegado el momento de hacerla —dijo—. Sígueme —le ordenó mientras bajaba ya las escaleras—. No vamos lejos.
Héctor apretó los puños, soltó una maldición y fue tras él.
Atravesaron las calles desoladas de Rocavarancolia hasta adentrarse en una barriada oscura, desconocida para Héctor. Los edificios allí eran de piedra gris, sin la menor abertura en su superficie, ni puertas ni ventanas ni nada similar. Sin previo aviso desembocaron en una zona arruinada; varias casas se habían venido abajo, arrastrándose unas a otras hasta formar una montaña de escombros. Los cimientos de los edificios al derrumbarse habían reventado la calzada y, justo ante ellos, a los pies de los restos, se veía uno de los muchos pasajes subterráneos que cruzaban Rocavarancolia.
Héctor frunció el ceño al ver a Esmael saltar dentro. Al parecer su destino estaba bajo tierra. Adentrarse en las entrañas de la ciudad no le hacía mucha gracia; no había olvidado la odisea sufrida allí cuando aquel engendro alado había raptado a Marina. Dudó un instante, luego se encogió de hombros y saltó a la galería.
Esmael lo miró, sonrió y continuó su marcha hacia las profundidades. Héctor no tardó en acostumbrarse a la oscuridad. Sabía que su visión nocturna había mejorado pero hasta no estar inmerso en aquellas cerradas tinieblas no supo hasta qué punto. Veía prácticamente igual que a la luz del día, con algo menos de profundidad quizá, envuelto todo en una monótona escala de grises.
El ángel negro lo guio entre el caos de encrucijadas que se desplegaba bajo tierra. Aquellas galerías se encontraban igual de pobladas de espantos que las que habían recorrido en su día. Héctor los veía con toda claridad: seres grotescos que acechaban en las sombras, desesperados y hambrientos. No se atrevían a aproximarse, aunque en esta ocasión no era la luz lo que les disuadía: era Esmael.
—Deja que te plantee un pequeño dilema ético —anunció éste de pronto. El sonido de su voz en aquellos pasadizos sonaba más lúgubre que de costumbre—. El planteamiento es sencillo. Escucha: tenemos a dos personas modélicas en actitud y comportamiento. Ambos son virtuosos, generosos, siempre dispuestos a ayudar a sus semejantes o a sacrificarse por el bien común. Ambos son ejemplos de rectitud y decencia. Dos verdaderas joyas. Pero echémosles un vistazo de cerca, ¿de acuerdo?
Una sombra gruñó desde un pasaje cercano y algo blancuzco poblado de tentáculos y aguijones dio un paso hacia ellos. Esmael miró hacia allí y eso bastó para hacer retroceder a la criatura. Luego continuó hablando:
—La bondad del primero es innata. No le cuesta trabajo seguir el camino recto: ha nacido para el bien. En cambio, el segundo… —resopló de manera teatral—. Entraría dentro de eso que tú llamas monstruo, al menos lo es de pensamiento. Su mente está llena de atrocidades, sus impulsos lo arrastran a la oscuridad, a hacer el mal, a ser dañino. Es una criatura perversa, nacida para la violencia. Pero se niega a ceder a esos impulsos y su vida es una lucha constante contra su naturaleza. ¿Me entiendes?
—Por el momento todo está bastante claro.
—La cuestión que te planteo es la siguiente: ¿quién tiene más mérito? ¿El santo por naturaleza o el demonio que se resiste a sus impulsos? ¿Cuál de los dos te parece más noble?
Héctor sopesó su respuesta. Estaba convencido de que había alguna trampa en esas preguntas. La respuesta era demasiado obvia:
—El monstruo que pese a todo sigue el camino recto —contestó—. Él lo tiene más difícil y aun así no cede. Es evidente que tiene más mérito.
Esmael soltó una carcajada.
—Tu monstruo es un hipócrita, y hay pocos pecados mayores que la hipocresía —contestó—. Luchar contra lo que eres es de débiles, de cobardes. El valor reside en aceptarte y hacerlo con todas sus consecuencias.
—No estoy de acuerdo —replicó Héctor—. El valor reside en ser quien quieres ser, a pesar de lo que dicte la naturaleza, a pesar de por dónde te quieran llevar los demás, a pesar de todo…
—Eres un necio —escupió—. No estás de acuerdo porque te ves reflejado en tu buen monstruo: eres un hipócrita que no acepta en qué se ha convertido, eso eres.
—Si lo que pretendías era insultarme podrías haber sido más directo.
—El insulto es un arte, aunque muchos lo menosprecien. Los mejores insultos requieren su tiempo de elaboración, como los buenos guisos —Esmael señaló hacia un ramal de la galería antes de adentrarse en él. Esta vez Héctor dudó un instante antes de seguirlo. Acababa de darse cuenta de lo furioso que estaba Esmael. Y él era la causa.
Un movimiento a su espalda le hizo mirar atrás. Una figura caminaba encorvada tras ellos, casi a la carrera, tan pegada a la pared que era difícil discernir qué era. Pronto otra criatura se unió a la primera. Hasta el momento, los seres que se habían topado en su camino se habían limitado a vigilar su paso, aquéllos eran los primeros en reunir suficiente valor para seguirlos. Pero más sorprendente fue descubrir de qué clase de criaturas se trataba: eran mujeres, demacradas, bestiales, pero mujeres en definitiva.
Mientras miraba, dos hombres se unieron a ellas. El aire de salvajismo que despedían era abrumador. Sucios y esqueléticos, de una palidez casi translúcida, repletos de llagas y con la ferocidad grabada a fuego en sus rasgos. Un quinto hombre apareció desde una bifurcación de la galería, tenía el cuerpo plagado de costras y una cicatriz enorme partiéndole el pecho. Tras él apareció otro. Y otro más, con un brazo cubierto de sanguijuelas. Emitían sonidos perturbadores, mitad gruñido, mitad gimoteo.
—Hombres bestia —anunció Esmael con repugnancia—. Pueden parecer humanos, pero no te engañes: son alimañas. Son los descendientes de los esclavos a los que Eradianavela introdujo almas animales hace dos siglos. Su meta era crear especies híbridas, pero no al modo de los genemagos, que mezclan partes de diferentes seres para obtener criaturas nuevas ni, por supuesto, a la manera natural en que los crea la Luna Roja. Lo que pretendía era intercambiar el espíritu de unas especies con otras, soñaba con crear gigantes con alma de dragón, quimeras con la inteligencia de los altos hechiceros…; era un visionario, y como la mayoría de los visionarios fracasó. Los esclavos enloquecieron, lo asesinaron y durante días sembraron el caos por toda la ciudad. Dieron caza a la mayoría, pero unos cuantos lograron refugiarse bajo tierra.
—¿Es que nunca pasa nada agradable en esta ciudad? —preguntó Héctor.
Como contestación, Esmael señaló de forma enérgica el ramal que se escindía hacia la izquierda. Nada más tomar ese camino la algarabía de gruñidos aumentó de grado. Era evidente que los hombres bestia no querían que siguieran esa dirección. La inquietud de Héctor crecía por momentos.
El nuevo pasaje terminaba unos metros más adelante, en una arcada natural que conducía al interior de una gran gruta. La luz era diferente allí, tenía un matiz distinto, como si parte de ella proviniera del exterior. Esmael se detuvo antes de llegar a la entrada y le indicó a Héctor que pasara delante. El muchacho entornó los ojos. El hedor era insoportable. Aquel lugar apestaba a podredumbre. En vez de obedecer al ángel negro, se detuvo y miró atrás. Ahora eran decenas las criaturas que se apiñaban al otro extremo de la galería, formando una pared compacta que cortaba el camino. Si querían regresar por él, no les quedaría más remedio que abrirse paso luchando. Y a cada segundo que transcurría llegaban más, empujándose unas a otras.
—¿Dónde me has traído? —pregunto Héctor en un murmullo apagado.
—Entra y lo verás —se limitó a ordenar Esmael.
Héctor lo fulminó con la mirada pero obedeció.
Fueron a parar a una gruta de gran tamaño, de paredes cenicientas y forma ovalada. El techo estaba muy dañado; grandes porciones del mismo se habían desprendido sembrando el suelo de cascotes, y el resto estaba tan agrietado que resultaba sorprendente que no se hubiera venido abajo. A través del techo se veía la ciudad, con la Luna Roja en lo alto. Un edificio se inclinaba peligrosamente hacia ellos, como si espiara las profundidades a las que tarde o temprano iba a ir a parar.
En otras condiciones el aire allí debería haber sido más fresco que en la red de pasadizos, pero no era así. La caverna apestaba. Y a Héctor no le costó trabajo averiguar el motivo. En el centro de la caverna había dos cadáveres, uno sobre el otro; el de arriba era el cuerpo de un murciélago similar al que había raptado a Marina, el de abajo se encontraba en un estado tan deplorable que resultaba imposible distinguir a qué especie pertenecía. Ambos estaban parcialmente devorados. Había esqueletos y huesos roídos por toda la caverna.
—Carroñeros —murmuró el joven mientras se llevaba la mano a la espada. Por el rabillo del ojo captó un movimiento rápido. Una silueta sombría corrió a ocultarse tras unas rocas. Algo gruñó. Escuchó ruidos de pasos a la carrera pero cuando volvió la vista no vio nada. Había sombras por todas partes.
—No son carroñeros —le anunció Esmael—. Es un nido de hombres bestia. Aquí almacenan a su progenie para mantenerla a salvo de depredadores. Por eso están tan nerviosos allí fuera. A ningún padre le gusta que dos desconocidos se cuelen en el cuarto de sus hijos.
Héctor miró alrededor, horrorizado. Esmael no mentía: la caverna estaba repleta de niños, había más de medio centenar disperso por el lugar, algunos no aparentaban tener más de un año, los mayores rondarían los diez. Los veía ahora con toda claridad; agazapados, a la espera, mostrándoles los dientes en una pose de advertencia animal. Estaban tan desnudos y demacrados como sus progenitores, pero resultaba todavía más terrible contemplar la ferocidad de su mirada, de sus gestos. Y aun así seguían siendo niños.
Una muchachita de no más de seis años le bufó como un gato. Estaba acuclillada junto a los cadáveres y por la inmundicia que chorreaba de su barbilla era evidente que la habían sorprendido alimentándose. No pudo evitar recordar a su hermana Sarah.
En la entrada se agolpaban los adultos, sin dejar de gruñir, divididos entre enfrentarse a los extraños que habían invadido su nido y el terror que les provocaba Esmael. Una mujer echó a correr hacia ellos, pero a medio camino se frenó y retrocedió, siseando de impotencia y rabia mientras miraba a un niño escuálido.
De pronto, Esmael echó a andar hacia la arcada, alzó un brazo y, tras un fulminante resplandor, buena parte del techo se derrumbó. Los niños bestia huyeron dando gritos. Cuando la polvareda se disipó, Héctor pudo ver que Esmael había bloqueado la entrada. Del otro lado, los hombres bestia proferían alaridos y aullidos enloquecidos a los que respondían desesperados los niños de dentro. Sólo entonces fue consciente Héctor del alcance de la prueba a la que estaba por someterle el Señor de los Asesinos de Rocavarancolia.
—¡Maldito bastardo! —gritó, fuera de sí—. ¡Son niños! ¡No puedes hacerme esto! ¡Son sólo niños!
—Mata o muere —se limitó a decir Esmael.
Pretendía abandonarlo allí. Iba a dejarlo a merced de los niños bestia. Fuera los padres se lanzaban contra las piedras, los escuchaba apartarlas desesperados por llegar al otro lado.
—Son sólo niños —repitió Héctor. Le resultaba incomprensible que Esmael no comprendiera la bestialidad de lo que le estaba proponiendo. Le resultaba imposible que necesitara más argumentos que aquellas tres palabras para convencerle de la locura que le pedía cometer.
—Estoy harto —dijo Esmael con desprecio—. No eres un ángel negro. Nunca lo has sido. Y no eres un ángel negro porque te niegas a serlo. Reniegas una y otra vez de tu naturaleza. Y no estoy dispuesto a perder más tiempo contigo. Por eso estamos aquí. Es hora de que tomes una decisión. Es hora de que aceptes lo que eres. O de que mueras.
Héctor miró alrededor. Unos cuantos niños habían corrido hacia el derrumbe y arañaban las piedras, mientras proferían lastimeros gemidos llamando a sus padres. Pero la mayoría seguía atenta a ellos, observándolos con rostros hambrientos.
—Con matar uno debería ser suficiente —le dijo Esmael—. Un solo cachorrito te dará bastante poder para salvar la situación. Podrás recurrir a la magia para salir de aquí. Y estoy convencido de que ya manejas los hechizos suficientes como para escapar sin matar a ninguno más.
—No puedes hacerme esto —dijo Héctor.
—Evidentemente puedo. De hecho lo estoy haciendo. Y no esperes que las sombras de las brujas vengan en tu ayuda: ellas nunca bajan aquí.
Héctor se llevó la mano al collar que le había dado Bruno. Siempre le quedaba la alternativa de llamar al italiano. Pero ¿llegaría antes de que lo mataran? La noche en que Esmael lo había abandonado desangrándose en el anfiteatro apenas había tardado unos minutos. ¿Conseguiría mantenerse vivo durante tanto tiempo?
Esmael desplegó las alas y levantó el vuelo. Héctor gritó al verlo elevarse. El ángel negro se frenó a apenas dos metros de tierra.
—Sólo uno, Héctor —dijo, sin mirarlo—. Sólo uno y conocerás de verdad qué es el poder.
El muchacho apretó los puños. Esmael remontó altura, con calma, sin mirar atrás. Y antes siquiera de que el ángel negro llegara hasta las grietas del techo, los niños bestia cayeron sobre Héctor, aullando enfebrecidos. Aferró la piedra del demiurgo y la apretó con fuerza.
—¡Esmael! —gritó, aun a sabiendas de lo inútil de su llamada. Soltó la piedra e intentó repeler la acometida. Pero eran tantos…
Se revolvió entre manos que arañaban y bocas que trataban de morderlo. Todo su ser le impelía a afilar las alas y dar rienda suelta al salvajismo que le corroía por dentro, pero se negaba a ceder a ese impulso. Eran niños, sólo niños. Uno de ellos le saltó encima y le mordió con saña el hombro. Le cogió del cuello y lo lanzó lejos. Eran tantos que se estorbaban unos a otros, pero su número y su rabia les otorgaba una ventaja contra la que Héctor no podía luchar. De un puñetazo tumbó a un muchacho de no más de cuatro años que se revolvió en el suelo, se aferró a su pantorrilla y le mordió con fuerza. Otro saltó sobre su espalda.
Héctor aulló. Abrió las alas y al momento un montón de manos desesperadas se aferraron a ellas. Volvieron a morderlo. Dos. Tres veces. Notaba cómo la oscuridad le reclamaba mientras luchaba desesperado por su vida.
«Deja de luchar. Me necesitas», murmuraban las tinieblas. «Estás incompleto sin mí. Ríndeme pleitesía y te haré inmortal. Mata, Héctor. Vive».
Volvió a gritar, furioso con Esmael por haberlo abandonado allí; furioso consigo mismo por ser débil y albergar tantas dudas; furioso con la creación entera, por ser un lugar hostil y terrible, por no dejar resquicio a la esperanza. Embistió hacia delante y las manos lo soltaron, incapaces de contener toda la potencia que era capaz de generar su cuerpo. Se giró, libre al fin, aunque sólo fuera por unos instantes. Sangraba por decenas de heridas y tenía la certeza absoluta de ir a morir en los próximos minutos. Bruno no iba a llegar a tiempo. Se imaginó al italiano irrumpiendo en aquella gruta para encontrar su cuerpo a medio devorar en el suelo. Aquella visión lo enloqueció. Los niños volvieron a la carga y Héctor, más allá de la desesperación, saltó hacia ellos, hacia esa locura y ese horror que se le venía encima. No, no podía luchar contra lo inevitable. Había sido un estúpido por intentarlo. Abrió las alas. Endureció su filo.
Lo siguiente que supo fue que estaba en el aire, a más de dos metros de altura. Sus alas le impulsaron primero hacia delante, luego hacia arriba. Se elevó aún más, con torpeza, inseguro. La gravedad tiraba de él de regreso a tierra, pero Héctor la evitaba a golpe de pura adrenalina. Sentía como si de pronto hubiera encontrado un interruptor oculto en su organismo, una nueva forma de poner en marcha los músculos y tendones que unían su espalda a las alas. Volaba, estaba volando. Y, nada más ser consciente de ello, se desprendió del aire y cayó a tierra. Rodó por el suelo, pero antes de que los niños bestia pudieran retomar su ataque, se incorporó, abrió las alas y se impulsó hacia arriba.
Salió despedido, gritando de puro alivio. Sus alas partían el aire, lo rasgaban y lo acercaban a las grietas del techo. Nuevas fuerzas, hasta entonces sólo intuidas, se le desvelaban ahora, y eran magníficas. La euforia lo poseyó mientras el viento aullaba: hacía sólo unos segundos que había estado convencido de ir a morir y ahora volaba. Volaba. Los niños bestia estaban cada vez más lejos, la oscuridad quedaba atrás y Héctor, libre, más vivo de lo que se había sentido nunca, atravesó como una exhalación el techo destrozado y se adentró en un mundo nuevo.
La Luna Roja lo recibió en las alturas. Y él, ya por fin entero, rio a carcajadas mientras volaba, cada vez más alto, cada vez más rápido. Las calles se fueron desdibujando hasta dejar de ser calles y convertirse en meros trazos en la tierra; el mundo se iba haciendo cada vez más pequeño y él más y más grande. Cerró las alas de golpe y miró a su alrededor, extasiado. Estaba entre nubes de tormenta, salpicado de lluvia y de su propia sangre y, a su alrededor, volaban varios murciélagos flamígeros.
Alargó la mano hacia uno de ellos y, al mismo instante, un trueno retumbó a lo lejos y él comenzó a caer de regreso a tierra. Se dejó arrastrar, dejó que aquellas fuerzas que acababa de burlar tomaran otra vez el control de su cuerpo. Los murciélagos caían junto a él, como estrellas fugaces, como meteoros vivos que trazaban espirales alrededor de su cuerpo. Héctor decidió que había llegado el momento de volar de nuevo y desplegó las alas.
Descendió en picado, de regreso a la ciudad, seguido de cerca por los murciélagos. Vio a Esmael, en lo alto de la cúpula redondeaba que remataba una torreta. Tenía los brazos cruzados y desde la distancia no pudo precisar si era una sonrisa lo que se dibujaba en sus labios o una mueca de desprecio. Daba igual. No importaba.
Volaba.
—¡¿Héctor?! —escuchó a su espalda.
El muchacho se giró, tan deprisa que trazó un círculo completo y acabó mirando de nuevo en la misma dirección. Se dio la vuelta otra vez, con más calma ahora. Bruno estaba a unos metros de distancia, suspendido en el aire, con el báculo entre las manos y una expresión de absoluto pasmo en la cara.
—¡¿Estás bien?! —le preguntó—. ¿Qué…? ¿Qué te ha pasado? Pero… ¡Estás volando!
—¡¿No me digas?! —se aproximó como una exhalación hasta el demiurgo y trazó dos rápidos círculos a su alrededor sin dejar de reír—. ¡Lo he conseguido! ¡Vuelo! ¡Nunca me había sentido tan bien! ¡Tengo alas y sé usarlas!
—¿Eres consciente de lo mucho que estás sangrando y de que es más que probable que tengas una severa conmoción?
—¡La tengo! —admitió él—. ¡Y estoy en shock! Pero no importa. ¡Mírame, Sedalar! ¡Vuelo! ¡Estoy volando!
Ambos se contemplaron en las alturas. Alrededor del demiurgo revoloteaban insectos de madera; en torno al ángel negro una docena de murciélagos en llamas. Héctor sonrió. Era la primera sonrisa real y sincera de los últimos meses. La sonrisa de un niño que, maravillado, ha descubierto un nuevo juego.
Acto seguido se alzó en la tormenta, cada vez más alto. Los murciélagos fueron en su persecución.
—¡Atrápame si puedes! —aulló.
El demiurgo lo contempló elevarse, convertido en una silueta recortada contra la Luna Roja. Sonrió también. Era la primera vez que Héctor lo llamaba directamente por su nuevo nombre. Su sonrisa se hizo mayor al ver las piruetas demenciales de Héctor y los murciélagos. Sus propias creaciones parecían ansiosas de unirse a ellos. Se echó a reír, sacudió la cabeza y decidió dejarse arrastrar por la locura de Héctor. Era probable que no tardara en arrepentirse pero, por un rato, iba a olvidarse de sus investigaciones, de la magia y el mundo oscuro que los rodeaba.
Sedalar Tul echó a volar dispuesto a ser, por primera y, quizá, última vez, un simple niño que juega con un buen amigo.