9: Lecciones

IX

Lecciones

Sedalar Tul contempló asombrado cómo la trampilla se iba delineando en el techo. Había empezado a aparecer de pronto, al poco de retomar la búsqueda, como cada día, de la manera de acceder a la última planta de la torre Serpentaria. Primero pensó que era una alucinación producida por la falta de sueño, pero pronto quedó claro que el fenómeno era real. La portezuela no tardó en quedar completa. Era una trampilla laboriosa y recargada, llena de filigranas doradas, runas y tallas. Saber a dónde conducía le alteraba casi tanto como la salida de la Luna Roja.

La magia le aguardaba allí arriba. Una magia hasta entonces vedada.

—Una puerta secreta… —murmuraba sin dejar de retorcerse las manos—. ¿Una puerta temporal que sólo se abre en determinada fecha? ¿O siempre ha estado aquí, oculta a mis ojos? Pero de ser así ¿por qué puedo verla ahora?, ¿qué ha cambiado?, ¿yo?, ¿habrá finalizado mi transformación?

Puso las manos a ambos lados de la trampilla. Se moría de ganas de abrirla; no podía pensar en otra cosa. Pero conocía demasiado bien Rocavarancolia como para no extremar las precauciones. De su morral extrajo un detector de magia: una piedra ovalada sensible a todo tipo de sortilegios. Luego sacó una salamandra fabricada con cubiertos a la que todavía no había dado vida. Con una navajita talló en una cuchara de madera un hueco del tamaño del detector que a continuación fijó en la oquedad con una pizca de masilla.

Acarició la salamandra y al transmitir parte de su esencia a aquella amalgama de tenedores, tijeras y cucharas sintió un frío mordisco en las entrañas; una punzada de dolor intenso que le hizo encogerse aun a pesar de estar sobre aviso.

La salamandra se alzó sobre sus patas traseras y contempló el mundo con los espejos incrustados en los ojos de la tijera que era su cabeza. El demiurgo no sólo le había conferido vida, también un propósito: explorar, indagar; estaba programada para acercarse a todas las fuentes mágicas que encontrara y analizar su naturaleza. Sedalar la dejó en el techo y la criatura se afianzó a éste con sus patas dentadas. Luego echó a caminar hasta la portezuela.

El demiurgo retrocedió y cruzó su báculo ante sí cuando la salamandra, a fuerza de empellones, abrió la trampilla y se coló dentro. No sucedió nada, ni el menor atisbo de magia. Sedalar aguardó, expectante, con varios hechizos defensivos preparados. La salamandra continuaba viva. De haberle sucedido algo, lo sabría. A cada segundo que transcurría sin recibir malas noticias de la exploradora, más confiado se sentía. Aun así se obligó a esperar. Contó hasta cien. Luego hasta mil. Al fin se decidió. Abrió la trampilla con cuidado y coló la cabeza por ella, alerta a cualquier movimiento, sonido o reverberación mágica.

Lo primero que vio fue a dos guerreros cruzando sus espadas a unos metros de distancia, embutidos ambos en llamativas armaduras estriadas. No tuvo tiempo de alarmarse, la inmovilidad de los combatientes era demasiado marcada. Torció el gesto al comprender que estaban disecados.

Se aupó fuera y miró con cautela a su alrededor. Sedalar llevaba meses deseando entrar en aquella estancia, pero no pensaba precipitarse. Vio una mesa amplia, arcones y cajas, estantes repletos de libros, redomas y cachivaches extravagantes… Se respiraba poder allí arriba.

La salamandra deambulaba por una estantería, tan plagada de libros que parecía a punto de reventar. El demiurgo se acercó con el báculo cruzado ante el pecho. Examinó los títulos, con una avidez bien distinta a la frialdad con que estudiaba los libros en la biblioteca de su abuelo. Los cien reyes de Rocavarancolia. Dama Korma: Grimorio y Testamento. Ingeniería demiúrgica. El tejido del universo: uso y destrucción. Cada vez que leía un título sentía una intensa emoción, como si acabara de descubrir un nuevo idioma, una nueva lengua que a punto estaba de abrirle las puertas de un mundo hasta entonces prohibido. La salamandra correteaba sobre los lomos de los libros, dando su visto bueno a la magia contenida en ellos. Sedalar guardó el báculo y comenzó a sacar volúmenes del estante. Su peso entre las manos les confería una realidad aplastante. Los fue llevando a la mesa de estudio. Transformación y transmigración. Nuestra Señora la Tuna Roja. Nigromancia y Necromancia, el arte de tratar con muertos.

Abrió uno al azar, incapaz de resistir por más tiempo la tentación. Leyó el primer párrafo en que se posaron sus ojos:

«Si tomamos en su verdadera medida los hechos acontecidos en la villa de Rábana podemos afirmar que lo que unos consideraron matanza no fue más que un ejercicio artístico extremo; la forma en la que el poeta descuartizó a esa familia no puede, de ninguna manera, ser tachada de atrocidad, sino de poesía. Val no era un asesino, era un artista».

Sedalar hizo una mueca y saltó a otro volumen. De nuevo leyó el primer párrafo que le deparó el azar:

«El rey Badaret cometió tres errores el día de su entronización, errores que años después le costarían primero la corona y después la vida: confió su espada y su ejército a Latro, el hombre que le decapitaría; otorgó un puesto en el Consejo Real a Gideón, el nigromante que haría bailar su cadáver por las calles de Rocavarancolia; y, el peor de todos, entregó su corazón a dama Estrella, la mujer que se lo haría pedazos».

Durante unos minutos curioseó en la vida de los monarcas de Rocavarancolia. Leyó sobre los reyes arácnidos y su desmedida crueldad; encontró un pasaje en la biografía de Castel, el octavo rey trasgo, que mencionaba a Varago Tay, el demiurgo traidor… Pero poco le duró a Sedalar el interés por la historia. Cerró el libro y, ansioso, saltó sobre otro, un tratado sobre magia nivea. Era tal la cantidad de información que tenía ante sí que se sintió sobrepasado, como un hambriento que tras muchas privaciones se halla de pronto en mitad de un banquete colosal y no sabe por qué manjar decidirse. Así, enloquecido, febril, fue de libro en libro, sin pausa, sin respiro. Y cada poco tiempo regresaba a las estanterías en busca de más, insaciable.

Pronto su búsqueda, aunque errática, fue definiéndose. Había tanto que ansiaba saber: vampiros, transformaciones, demiurgos…, tantas preguntas, tantas cuestiones que resolver. Pronto la mesa fue un maremágnum de libros que versaban sobre demiurgia, transformaciones y sobre la Luna Roja.

«La premisa básica del demiurgo, el único mandamiento que debe seguir es sencillo en planteamiento y difícil en ejecución: si eres capaz de concebirlo, debes ser capaz de crearlo. El único límite del buen demiurgo debe ser su imaginación. Si puedes idearlo pero no llevarlo a cabo, no eres demiurgo: eres titiritero».

Sedalar acarició el libro que tenía ante él, Ingeniería demiúrgica. Era un grueso volumen, repleto de consejos, diseños y biografías de los más renombrados demiurgos. Aquel libro podía resolver la mayor parte de sus dudas sobre su propia naturaleza. Durante unos instantes caviló sobre la posibilidad de centrarse de una vez y estudiar ese libro con detenimiento. Finalmente decidió que podía esperar, había otras preguntas que le acuciaban más.

«La Luna Roja nos hace grandes», leyó a continuación en un libro titulado Al filo de la luna, «la Luna Roja nos convierte, nos transforma, pero nunca debemos olvidar que las criaturas espléndidas que emergen bajo su luz seguimos siendo nosotros mismos, los que siempre hemos sido, pero sin cadenas ni restricciones, puros y libres. La Luna Roja nos muestra lo que había estado oculto, nos saca de las tinieblas: nos despierta».

—Y lo que despierta la luna, ¿puede volver a dormir otra vez? —se preguntó Sedalar, deslizando la mirada por el texto—. Lo que se ha hecho visible, ¿se puede volver a ocultar? ¿Hay algún modo de deshacer la metamorfosis?

Siguió hojeando el libro, pero no encontró nada que hablara del tema. A continuación contempló el caos de volúmenes que se desplegaba a su alrededor y, mientras decidía cuál iba a ser el siguiente en abrir, un súbito dolor en el vientre le lanzó contra la mesa.

Por un momento creyó tener una garra hundida en las entrañas, un pedazo de hielo ardiente que le abrasaba por dentro. Se incorporó jadeando, con la mano izquierda en el estómago y la derecha ya en su báculo, dispuesto a repeler cualquier agresión. Pero nadie le atacaba, no a él al menos. Miró a su espalda. La salamandra acababa de morir, y su muerte había sido la causa del intenso dolor. Sus restos retorcidos estaban al pie de un monstruoso atril situado entre dos estanterías. Sedalar se aproximó despacio, todavía no recuperado de la repentina lanzada de dolor. Dar vida dolía, pero sentirla morir dolía aún más.

—Perdóname… Lo siento, lo siento tanto —dijo sin apartar la vista de lo que había sido su criatura—. Te he creado sólo para morir…

Tomó aliento y contempló el atril a cuyos pies había muerto la salamandra. Era ocre, tallado en hueso y terminado en una mano enorme, de ocho largos dedos sobre los que reposaba un libro cerrado. La cubierta del mismo era de un rojo brillante y parecía confeccionada en algún material a medio camino entre el estado sólido y el líquido. ¿Podía ser sangre?, ¿sangre a medio coagular? Sedalar olfateó el libro. En los últimos días se había familiarizado con el olor de la sangre y era idéntico al que desprendía aquella cosa. Había sido aquel libro lo que había matado a su criatura, no le quedaba ninguna duda.

En la portada se veían espirales en movimiento, un constante rebullir sangriento. Cuanto más miraba, más velocidad tomaba aquel hipnótico vaivén. Cuando iba a apartar la vista, una súbita revelación le detuvo. Había una pauta en ese movimiento, una suerte de patrón que si lograba descifrar, comprendió, le daría la solución a todos sus problemas, a todas sus dudas. Aquel libro lo encerraba todo. Todo el saber de la creación estaba contenido en sus páginas: la respuesta exacta a cualquier pregunta que alguien hubiera formulado de palabra o pensamiento alguna vez. Allí se explicaba el modo de regresar a la Tierra y de recuperar la inocencia, en aquel libro se escondía el secreto con el que conquistaría el corazón de Natalia y restablecería, de una vez por todas, su cordura.

Sin ser consciente de lo que hacía, Sedalar se acercó al libro. La atracción era demasiado fuerte. Una parte de su ser le gritaba que era una trampa, pero nada podía hacer por remediarlo. Lo que le llamaba era, en definitiva, un libro, y los libros habían sido sus únicos amigos durante mucho tiempo.

Sedalar se veía reflejado en la cubierta: un manchón de oscuridad enmarcado en sangre. Acercó decidido la mano al libro, dispuesto a acariciar su superficie, a probar la textura de esa tétrica encuadernación. En el preciso instante en que iba a tocarla, el reloj de su abuelo, hasta entonces en un bolsillo de su gabán, le saltó a la cara y le golpeó con saña. Sedalar trastabilló, roto el hechizo que le empujaba hacia la cubierta. El reloj le enredó la cadena alrededor del cuello y tiró hacia atrás, estrangulándolo. Sólo cuando se apartó del atril aflojó su presa. Sedalar gimió, demasiado aturdido como para comprender qué había ocurrido. El reloj correteaba ahora frenético sobre sus hombros, dando latigazos con su cadena.

El joven contempló con ojos nuevos aquel libro. La sangre de la cubierta seguía agitándose, intentando atraerle otra vez, pero ahora estaba prevenido. No sabía qué magia contenía aquella cosa, y no tenía intención de averiguarlo. Se aproximó a la pared más cercana, arrancó el tapiz que colgaba de ella y lo arrojó sobre el atril y el libro.

* * *

Héctor observó el arpón con un nudo en la garganta. El arma estaba profundamente clavada en la pared, en un lateral de la mancha renegrida que una vez fuera sangre. Según el cuento de Marina, el náufrago había matado allí a la criatura con la que se había estado comunicando a base de destellos y notas durante años, la misma de la que estaba enamorado.

El arpón se le antojó algo obsceno, terrible; la rotunda confirmación de lo que ya sabía: el amor no valía nada en aquella ciudad maldita. El amor no había conseguido salvar a la farera y al náufrago, como tampoco había logrado salvar al rey que transformó a su amada en fantasma. Y tampoco los salvaría a ellos.

—Llegas tarde —escuchó tras él. Se giró mientras desenvainaba la espada—. Y no me extraña si te paras a contemplar embobado cada mancha de sangre que encuentras en tu camino.

Esmael estaba apoyado en la pared, con su sempiterna sonrisa burlona en los labios. El sigilo del ángel negro resultaba inquietante.

—¿Tienes que acercarte siempre así? —le preguntó con hostilidad. Levantó la espada, aunque no lo bastante para resultar amenazador.

—Guarda tu arma. En ciertos círculos se considera un sacrilegio desenvainar si no vas a derramar sangre —le advirtió. El Señor de los Asesinos llevaba el torso desnudo y un pantalón largo de cuero con un delgado cinto escarlata.

Héctor envainó la espada, sin dejar de mirarle con los ojos entrecerrados.

—Todavía no tengo claro por qué he venido —dijo.

—Por necesidad. Necesitas aprender y yo puedo enseñarte —señaló—. Y hay algo que debe quedar claro: soy mal profesor. No soy simpático ni resulta agradable tratar conmigo. Estoy aquí para enseñarte a lidiar con lo que eres, no para ser tu amigo. Y será duro. Sobre todo porque no tengo ninguna intención de perder mucho tiempo con esto. Seré directo, cruel y desagradable. Y ahora que estás advertido, eres libre de marcharte. Decídelo, pero hazlo rápido.

Héctor se mordió el labio inferior. No podía rechazar la oferta de Esmael, necesitaba aprender cuanto antes a manejarse en su nuevo cuerpo, conocer de qué era capaz y, quizá, cómo controlarse. Se negaba a ser víctima de sí mismo.

—Estoy de acuerdo —concedió—. No eres simpático ni resulta agradable tratar contigo. Y yo tampoco tengo intención de ser tu amigo.

Esmael le dedicó una sonrisa perversa.

—Ese es el camino —dijo—. Ahora que los dos tenemos las cosas claras podemos ponernos en marcha. Sígueme. Cuanto antes empecemos antes acabaremos.

Le dio la espalda y entró en la cúpula de la linterna. Héctor fue tras él. El ángel negro saltó sobre la barandilla y se encaramó con facilidad al tejadillo del faro. El muchacho se acercó a la baranda y miró abajo. Las sombras ocultaban el mar, pero era capaz de percibir la espuma de las olas al romper contra el acantilado y las formas difusas de los barcos naufragados. Recordó los tiempos en los que el vértigo le habría impedido acercarse a la barandilla. Hizo una mueca al darse cuenta de lo absurdo que era sentir nostalgia por sus debilidades pasadas. Se apoyó en la baranda y se impulsó hacia arriba. Las tejas estaban resbaladizas pero no tuvo problemas en caminar por ellas.

El ángel negro aguardaba cerca del borde, con la mirada perdida en el horizonte. Héctor se preguntó si hacerle subir allí arriba era alguna clase de prueba. No lo creía. No daba la impresión de que Esmael fuera dado a los retos sencillos y aquel, en definitiva, lo era. Miró a su alrededor. La vista desde el faro era espectacular. Desde allí Rocavarancolia era un caos de brumas y resplandores, sombras y centelleos. Alcanzó a distinguir en la distancia el brillo de varios vórtices muertos. La Luna Roja pendía del cielo y daba la impresión de estar al alcance de la mano.

De pronto tuvo a Esmael a su lado, de forma tan sorpresiva que no pudo evitar sobrecogerse.

—Te enseñaré a volar —le dijo—. Es sencillo. No luches contra la gravedad, imponte a ella. Abre las alas y siente al aire. Eres un ángel negro. El viento es tu dominio, las nubes tu estandarte.

Héctor extendió las alas. Se sintió inmenso y magnífico como la criatura que tenía a su lado.

—Y ahora vuela —le ordenó ésta.

—No es tan sencillo… —murmuró mientras contemplaba la impresionante caída que se abría a sus pies—. Si lo fuera, no estaría…

—Tal y como lo veo, ahora mismo sólo cuentas con dos alternativas —le cortó Esmael—. Volar o caer —y nada más decir aquello, le empujó sin contemplaciones.

Fue un golpe seco que lo lanzó más allá del tejado y, de allí, al vacío. Héctor intentó buscar un asidero pero no había nada a lo que aferrarse. El mundo se transformó en un caos de sombras que subían aceleradas a su encuentro.

Y de ellas emergieron el mar enloquecido, los arrecifes y los barcos encallados, cada vez más reales, cada vez más cercanos y sólidos. Caía. Y era tal su horror que ni por un segundo pensó en sus alas. Quien caía no era un ángel negro, era un niño que aullaba al encuentro de la muerte. El choque contra el agua fue demoledor. Héctor estalló por dentro. Sintió sus huesos quebrarse y sus órganos ceder en su interior. Gritó con la boca desencajada y sus pulmones se llenaron de agua. En ese instante, una mano le aferró del pecho y lo arrastró hacia arriba.

Y él de nuevo se sumió en el dolor y la oscuridad. De nuevo se encontró perdido en un universo forjado a golpes y agonía. Y cuando se preguntaba qué sueño enloquecido soñaría ahora, qué nueva visión delirante se le mostraría, la realidad se montó otra vez ante sus ojos. Estaba de regreso en lo alto del acantilado y la Luna Roja brillaba en las alturas. Las nubes que la escoltaban se le antojaron aves carroñeras ansiosas de darse un festín con sus restos. Escuchó una letanía cercana y giró la cabeza en esa dirección. Notaba los pulmones encharcados, el cuerpo roto y deshecho. La boca le sabía a sangre, a agua salada y a hueso.

Esmael estaba acuclillado junto a él. La magia culebreaba entre sus dedos. Le estaba curando, pero aquel hechizo poco tenía que ver con los de Bruno, era más rápido que los del italiano pero también más agresivo. En cuanto tuvo oportunidad, Héctor se revolvió e intentó atacar a Esmael. El ángel negro lo detuvo sin miramientos, le plantó una mano en el pecho para inmovilizarlo y continuó la cura. Tardó una eternidad en hacerlo y en ese tiempo el dolor no hizo otra cosa que aumentar. Héctor lo miraba transido de odio. Luego la agonía, simplemente, desapareció.

Esmael apartó la mano que lo mantenía sujeto y él trató de desenvainar su espada, pero el arma no estaba allí, había desaparecido con la caída.

—¡Bastardo! —gritó. La boca se le llenó de agua y sangre. Tuvo que escupir antes de continuar hablando—: ¡Me has tirado por el acantilado! ¡Estás loco!

—Te dije que no sería sencillo.

—¡Podría haber muerto!

—Es cierto. Y de haberlo hecho no habría podido hacer nada por ti. La nigromancia no está entre las artes que domino.

Héctor se incorporó e hizo lo imposible por controlarse. Los segundos de puro horror que había vivido mientras caía y la agonía atroz de su cuerpo descoyuntado estaban tan vividos en su mente que se moría de ganas de gritar. Esmael lo contemplaba entre divertido y curioso y Héctor a duras penas logró contener el impulso de saltarle encima. Ya le había avisado de que no iba a resultar sencillo, pero aquella primera lección había superado con creces las peores expectativas. Todavía estaba a tiempo de echarse atrás, todavía estaba… Se llevó la mano a la boca y descubrió que ya no le quedaban dientes humanos, debían de habérsele roto en la caída y el hechizo de curación los había sustituido por piezas pequeñas y afiladas, colmillos de ángel negro.

Se giró hacia Esmael.

—¿Por qué no puedo hacer magia? —preguntó.

—¿Quién te ha dicho que no puedes? —si le sorprendió el repentino cambio de actitud y tema no lo demostró.

—Lo he intentado mil veces —contestó Héctor. Le mostró las manos como si sostuviera en ellas las pruebas de sus fracasos—. Y da igual lo fácil que sea el hechizo, se me muere siempre en la punta de los dedos —dijo—. Y está claro que los ángeles negros son capaces de hacer magia.

—Si no fuera así ahora serías carnaza para peces.

—¿Y por qué no puedo? ¿Todavía no estoy preparado? ¿Tendré que esperar hasta que la transformación acabe?

—Eres perfectamente capaz de hacer magia. Lo has sido desde el día en que llegaste.

Héctor frunció el ceño. Eso confirmaba las sospechas de Bruno.

—Entonces hay algo más, ¿verdad? Algo que debo hacer. Marina necesita sangre… ¿Qué necesito yo?

—Matar.

—¿Qué? —sacudió la cabeza. Había oído bien, pero se negaba a creerlo—. ¿Matar? ¿Qué significa eso?

—No es una palabra que tenga tantos significados como para inducir a la confusión. Ya me has oído: necesitas vidas para poder hacer magia —Esmael sonrió—. Tu esencia por sí misma no es capaz de generarla. Tienes que matar. Cada vida que arrebates aumentará tu caudal de poder.

Héctor no dijo nada durante un rato. Se quedó observando al ángel negro mientras asimilaba lo que acababa de explicarle. Recordó la furia que le había embargado en tantas ocasiones a lo largo de los últimos tiempos. Había tambores oscuros alojados en su cerebro, una llamada acuciante a la muerte, a hacer daño, a destruir.

—Matar… —murmuró con voz enronquecida.

—Se te revuelve el estómago, ¿no es así? Pobre niñito, lo han arrojado a un mundo demasiado cruel. Ya sabes la verdad. Es la muerte lo que nos da poder, es la muerte lo que nos da fuerza. Para desarrollar tu potencial deberás mancharte las manos de sangre. Y tarde o temprano lo harás, créeme. Eres un ángel negro, y matar es lo que mejor se nos da.

—Yo no soy como tú —dijo.

Esmael se echó a reír.

—Te equivocas. En esencia lo somos. Que no lo admitas es parte del problema. Pero va siendo hora de que comiences a despertar. Te aconsejaría que empezaras cuanto antes a aprender magia. Memoriza los conjuros, los gestos y las palabras aunque no seas capaz de usarlos. Así estarás preparado cuando llegue la ocasión.

—No soy como tú —insistió.

—Pero lo serás —le advirtió Esmael—. Para eso estoy aquí. Para encargarme de ello.

—Después me tuvo corriendo durante horas por los tejados —le estaba contando a Bruno mientras daba cuenta de un plato de carne. Estaba hambriento—. Siempre el mismo recorrido, una y otra vez; me hacía saltar de edificio en edificio y además tenía que hacerlo con las alas desplegadas. Para acostumbrarme a ellas, dijo. No paró hasta que me caí de una azotea. Tuve suerte —hizo una mueca al recordarlo—, sólo me rompí las dos piernas.

—No tienes por qué seguirle el juego —le aconsejó Sedalar. El demiurgo había asistido asombrado al resumen que Héctor había hecho de su primer día como pupilo de Esmael—. No necesitas a ese tipo. He encontrado un par de libros sobre ángeles negros. Pueden ayudarte a comprender en qué te has convertido.

Héctor gruñó mientras daba un bocado a un pedazo de carne. Se olvidó de la educación y rompió a hablar mientras masticaba. Sentía una agitación casi febril.

—¡Hasta me hizo recorrer ese circuito de azoteas con los ojos vendados! —anunció—. ¿Puedes creerlo? ¡Tenía que ir a ciegas! —sonrió al recordar lo impresionante que había sido correr a oscuras bajo la lluvia. No había dudado ni un instante. Había sabido en todo momento cuándo debía acelerar y cuándo saltar. Mientras avanzaba en las tinieblas, el mundo había cobrado una dimensión nueva, se había hecho más real, más rotundo. Cuando se quitó la venda y vio que había alcanzado la meta se sintió exultante. Curiosamente en el siguiente intento, con los ojos descubiertos otra vez, fue cuando cayó. No le hizo falta ver la expresión de Esmael para captar el mensaje: «No te confíes. No te confíes nunca o Rocavarancolia te matará».

—¿No me estás escuchando? —preguntó Bruno—. No tienes por qué pasar por eso si no quieres.

Héctor se recostó en la silla y miró al demiurgo, consciente por primera vez de lo que estaba proponiéndole.

—¿Libros? —lo meditó un instante—. Sí, gracias. Pueden servirme, claro… Pero seguiré con Esmael —se limpió la boca sucia de grasa con el antebrazo. Bruno le contemplaba con desconfianza, como si hubiera algo equivocado en su comportamiento. Intentó tranquilizarse—: Es una locura, lo sé, pero voy a seguir hasta el final con esto. Lo necesito. Quiero averiguar qué soy pero también necesito comprender qué es Esmael.

—¿Para saber en qué te vas a convertir?

—Al contrario. Para no ser jamás como él.

Por muy empeñado que estuviera el Señor de los Asesinos en modelarlo a su imagen, Héctor no pensaba consentirlo. Comenzaba a intuir el verdadero alcance de la locura de Esmael, se entreveía en su ego desmedido y en su desprecio absoluto por los demás. Esmael se sabía un monstruo, y lo aceptaba, de hecho hacía gala de ello siempre que podía; llevaba su monstruosidad como una insignia, como algo de lo que enorgullecerse. Esmael no habría refrenado el golpe con el que Héctor había estado a punto de decapitar a Marina. De hecho, el Señor de los Asesinos lo habría disfrutado.

De pronto cayó en la cuenta de que no había preguntado por su amiga desde que había llegado. Aquel olvido le parecía imperdonable.

—¿Cómo está Marina? —preguntó.

El demiurgo tardó un instante en responder. No le gustaba mentir a Héctor, pero decidió que lo más correcto era ocultarle la verdad. No necesitaba saber que la noche antes Marina había intentado entrar otra vez en el torreón y que sólo los hechizos de protección de Sedalar se lo habían impedido.

—Sigue viva y sigue bien —dijo mientras observaba las idas y venidas del reloj sobre su brazo—. Las sombras de Natalia y mis criaturas no la pierden de vista, así que no tienes de qué preocuparte —se acarició la ceja izquierda con un dedo—. Lo que me recuerda que tengo algo para ti —murmuró antes de sacar de un bolsillo de su chaleco un collar de piedras policromadas que procedió a tenderle a Héctor.

—¿A qué viene esto? —Héctor lo contempló sin mucha curiosidad. Había ocho piedras en total, todas de diferente forma y tamaño, todas con una runa grabada en su superficie. No era un adorno demasiado estético—. Ni es mi cumpleaños ni creo haber hecho nada para merecerme una cosa tan horrible.

—Es mi regalo de despedida —dijo Sedalar—. Voy a instalarme en la torre Serpentaria, al menos un tiempo. No tiene sentido que me pase el día de un lugar a otro.

—Te vas —murmuró Héctor, con la mirada fija en el collar—. Tú también te vas…

—He anclado un hechizo en cada piedra —le explicó—. La mayoría son detectores de magia, zumbarán cuando estés cerca de un hechizo peligroso, así que si lo hacen, ya sabes, aléjate deprisa. Las piedras negras son disipadores, si eres blanco de algún sortilegio nocivo rebajarán su intensidad. La piedra roja es importante. Si estás en peligro sólo tienes que presionarla. Al momento sabré que andas en problemas y acudiré en tu ayuda.

Héctor se sumió en un silencio meditabundo, sin dejar de contemplar el collar.

—Todos me abandonan —murmuró—. Y a ti ni siquiera he intentado matarte…

Sedalar sonrió.

—Lo tradicional es que la cosecha abandone las torres de acogida cuando sale la Luna Roja —le explicó. Aquella tarde también había tenido tiempo de familiarizarse un poco con las costumbres de Rocavarancolia. Uno de los libros que había encontrado hablaba largo y tendido sobre las cosechas—. Es algo simbólico. Abandonas las torres para empezar a formar parte real de la ciudad.

—Pues yo por el momento no tengo otro lugar donde ir —comentó Héctor—, así que espero no molestar a nadie si rompo la tradición y me quedo aquí un tiempo.

—No creo que le importe a nadie. Sospecho que las tradiciones del reino sufrieron un duro revés con la guerra —señaló. Luego cabeceó en dirección a la escalera—. Voy a seguir preparándome para marchar. Dejaré aquí la mayoría de mis libros, pero todavía tengo que decidir cuáles me llevo —el reloj dejó de correr por su brazo para saltar a su hombro. El demiurgo lo acarició con cariño—. ¿Estás bien? —le preguntó a Héctor.

El muchacho asintió con desgana. De un modo vago se sentía traicionado. Sabía que no era así, que eran las circunstancias las que se habían confabulado para dejarlo solo, pero no podía evitar pensar que todos lo abandonaban. Pronto sólo le quedarían las sombras de Natalia.

—Bruno —llamó cuando su amigo estaba a medio camino de la escalera. El demiurgo no contestó a su llamada y Héctor corrigió al momento—: Sedalar —ahora sí, el italiano se giró, con una sonrisa en los labios—. No te arrepientes de haber venido, ¿verdad? —le preguntó—. No te arrepientes de haber aceptado la propuesta de Denéstor.

—No —contestó Sedalar al momento. No tenía ninguna duda al respecto—. Pero ya sabes que mi vida en la Tierra no fue precisamente feliz. No me arrepiento en absoluto. ¿Y tú?

—No lo sé —contestó—. Me cuesta ser objetivo… cada vez que intento responder a esa pregunta no dejo de pensar en todo lo que he perdido. Mi familia, mi hogar, mis amigos… Todos los que han muerto aquí… Pienso en toda la angustia y el horror que hemos vivido, en la locura del cambio, en la maldita oscuridad que me bulle dentro. Con todo eso, debería tener la respuesta clara, ¿verdad? No tendría que tener dudas. Pero aun así…

—Si no hubieras venido a Rocavarancolia no habrías sabido que la magia es real —dijo el demiurgo. Sobre su hombro el reloj cabeceó adelante y atrás, como si subrayara sus palabras—. No habrías tenido el privilegio de conocerme. Ni de conocer a Marina. No habrías perdido a Rachel ni a Alex ni a Marco ni a Ricardo, por la sencilla razón de que nunca los habrías encontrado.

Cuando Bruno/Sedalar le dejó solo, Héctor se levantó de la silla, suspiró, y miró a su alrededor. La planta baja del torreón Margalar era un caos de muebles y desorden, pero en poco se parecía al desastre con el que se habían topado cuando entraron en el torreón por primera vez. Héctor, de pronto, se sintió invadido por la nostalgia al recordar ese día: por aquel entonces no eran más que un puñado de niños metidos en una aventura que les venía grande. Todavía no sabían lo que les aguardaba. Qué ingenuos e inocentes eran.

Recordó cómo habían limpiado y ordenado aquel lugar bajo la dirección de Lizbeth. Sonrió con amargura. Tenía una imagen muy clara de sí mismo aquel día, intentando armarse de valor para acercarse a Marina y hablar al fin con ella mientras Alex no paraba de gastar bromas. Se preguntó qué pensaría de él el pelirrojo si pudiera verlo ahora. Se preguntó si le reprocharía el haberle fallado. «Sálvalos, Héctor. Puedes hacerlo», le había pedido mientras agonizaba ante la torre Serpentaria. «Mantenlos unidos». Pero él no había podido hacer ni una cosa ni otra.

Vio algo en una mesa que todavía le entristeció más. Se acercó con paso lento allí. En el centro estaba la urna que contenía las cenizas de Ricardo, a la espera de que el mar se tranquilizara lo bastante como para cumplir en condiciones el deseo del muchacho de que fueran esparcidas allí. Héctor acarició la vasija. No, no se habían ido todos.

—Tú sigues conmigo, compañero —murmuró, con un nudo en la garganta. Ricardo había soñado siempre con ser un héroe, pero Roallen no le había dado la menor oportunidad. Había querido salvarlos a todos, pero ni siquiera había conseguido salvarse a sí mismo. A él también lo habían superado las circunstancias.

En la misma mesa de la urna descubrió un libro manoseado. Era uno de los primeros libros de magia que Bruno había conseguido. Llevaba por título Magia negra, roja y ámbar: La esencia del caos.

Héctor lo tomó entre sus manos y lo abrió al azar. Eran hechizos de combate, agresivos en su mayoría; Bruno había garabateado notas junto a buena parte de ellos. En muchos casos se reducían a una fecha en el encabezado: el día en que el italiano había dominado el sortilegio. Héctor se guio por esas anotaciones para buscar los más sencillos, considerando que debían de ser los que Bruno había aprendido primero.

Después se sentó en un gran butacón y comenzó a estudiarlos, atento, absorto, como si la vida le fuera en ello.