VIII
Monstruos
El portal conducía a un mundo muerto.
Ante los ojos de Esmael, dama Serena y los Lexel, se extendía una tierra cuarteada, jalonada de montañas retorcidas que se asemejaban a colmillos de piedra. En el cielo centelleaban tres portentosos soles. Su luz era deslumbrante.
—No hay rastro de vida —murmuró la fantasma con desidia—. Ni lo habrá jamás. Esta tierra es un yermo.
El consejo se había reunido la noche antes, poco después de que aquel vórtice se abriera, para discutir cómo encarar la exploración de los nuevos mundos que fueran apareciendo en Rocavarancolia. Con la muerte de Denéstor habían perdido también a sus exploradores. Al final se optó porque fueran ellos los encargados de explorar los vórtices dado que eran los más capacitados para sobrevivir en cualquier ambiente.
—Y se abrirá a un erial desolado donde nunca podrá haber vida —recitó un Lexel, con los brazos cruzados ante el pecho. Se giró hacia su hermano—. Me debes tu alma, dos besos a las puertas de la muerte y una noche de masacre. Los he ganado en buena lid.
—Tuyos serán —contestó el otro con frialdad.
—Pero es un principio —murmuró Esmael, ajeno al diálogo absurdo de los gemelos—. Es la primera puerta, pronto se abrirán más. Y tarde o temprano alguna conducirá a una tierra útil.
Algo en el tono de Esmael hizo que dama Serena lo mirara con atención.
—¿Optimismo? —preguntó—. ¿Un ángel negro optimista? ¿Qué maravilla es ésta?
—No es optimismo, es simple estadística —sonrió. Hacía tiempo que no estaba de tan buen humor—. Ya ha pasado lo peor, dama Serena. Hemos sobrevivido. Ya no estamos aislados en la oscuridad. Lo intentaron, pero no pudieron con nosotros. Ahora es cuando nos toca resurgir. Y nadie nos volverá a parar. Jamás.
«No, bastardo del infierno», pensó ella. «Lo peor está por llegar. Ahora viene Hurza y nos arrastrará a todos a la destrucción».
* * *
Héctor estaba recostado en un butacón en el patio. Era noche cerrada y una suave brisa hacía susurrar las hojas secas que se amontonaban en el suelo. Héctor se preguntó de dónde habrían llegado, pero no concedió importancia a aquel misterio. Si le daban a escoger entre que llovieran hojas o arañas prefería mil veces las primeras. Se tumbó en el butacón, con la vista fija en el cielo estrellado. Por fin había dejado de llover y en el patio todo era calma. Era como si Rocavarancolia se hubiera decidido a concederles una tregua.
—¿Duermes? —preguntó una voz a su espalda.
Marina estaba en la puerta del torreón, convertida en poco más que una sombra a contraluz. Lo único que se distinguía era el brillo de sus ojos.
—No. Dejo pasar el tiempo, sin más —contestó él, con una sonrisa. Y aun a pesar de hallarse envuelta en sombras, Héctor adivinó que Marina sonreía a su vez. La tensa situación en el puente levadizo había quedado ya olvidada. La oscuridad, aunque sólo fuera por unos instantes, había sido vencida.
—¿Puedo sentarme contigo? —le preguntó ella—. ¿O estás haciendo una de esas cosas que se deben hacer solo?
—Mejor en compañía —Héctor se incorporó para dejarle sitio.
La silueta de la muchacha se fue dibujando poco a poco a medida que se acercaba, provocando a su paso remolinos de hojas secas. Héctor contuvo la respiración. Marina vestía un camisón blanco, tan liviano que era como si no llevara nada encima. Su cuerpo se reveló a sus ojos de manera clara, perfecta. Se sintió desfallecer.
—Hace una noche espléndida —susurró la joven. Se estiró apenas a un paso de él, arqueó la espalda y respiró hondo, con una mano en la cadera y la otra acariciándose el cuello—. Quita el aliento, ¿no crees? —le miró con sus ojos relucientes.
Asintió, incapaz de articular palabra.
Marina se sentó a su lado y apoyó la mejilla en su hombro. Héctor esperó notar el frío glacial de la joven, pero lo único que sintió fue un calor sofocante.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella. En el tono de su voz quedó patente que sabía muy bien lo que le estaba ocurriendo. Se apretó aún más contra él mientras pasaba una mano por su espalda, subiendo despacio, una a una, las vértebras de su columna. Alzó la cabeza para susurrarle—: ¿Estoy demasiado cerca?, ¿es eso? ¿Me aparto un poco?
—No —contestó él—. No lo hagas —dijo y luego añadió—: Si no quieres…
—¿Tú crees que pienso en alejarme? —hablaba tan cerca que Héctor respiraba su aliento y tenía el sabor de las cerezas maduras, de los sueños cumplidos y del mar embravecido… Los labios de Marina rozaron su mejilla, fue un toque liviano, una caricia lenta—. Me he vestido así para ti, ¿te gusta? —le preguntó. Héctor escuchó el sonido de la seda al rozar contra la seda cuando Marina subió las piernas a la butaca. El camisón no era suficiente barrera entre sus cuerpos y, por un instante, sintió el de ella con mayor rotundidad que el suyo propio.
—Es el blanco —dijo, sin aliento—. Se me hace raro verte de blanco.
—¿Eso es lo que te pone nervioso? —Hizo un mohín, decepcionada. Se echó hacia atrás y se llevó las manos al vuelo del camisón—. ¿Quieres que me lo quite? No hay problema —comenzó a subírselo, resuelta y decidida. Héctor se apresuró a detenerla cuando a punto estaba de rebasar sus caderas. La sujetó con firmeza de las muñecas.
—No es el camisón lo que me está matando —dijo y tiró de ella hacia delante. La muchacha cayó sobre él.
La abrazó por la cintura y la miró a los ojos. En ellos ardía un fuego más allá del control de piromantes y dragones, un fuego que consumía infiernos y soles en cada parpadeo.
—¿Y qué es? —preguntó ella. Hablaban boca contra boca. Los dientes de Marina eran de un blanco inmaculado.
—Lo sabes.
—Pero quiero oírlo. ¿Qué te está matando?
—Tú. Me estás matando tú —e incapaz de contenerse, se lanzó hacia delante y la besó en los labios. Cerró los ojos y se perdió en ese beso y en las manos que se enredaban en su pelo.
Una nueva fiera se desató en su interior y ni podía ni quería detenerla. La besó con ansia, con furia, y ella respondió a sus besos con la misma pasión. Sus bocas se abrían la una en la otra, sus manos buscaban los lugares más recónditos de sus cuerpos y se deshacían en caricias que los electrizaban. Marina gimió. Lo besó en la boca, le mordió el lóbulo de la oreja y luego descendió hasta el cuello. Una cálida oleada de placer estalló en su garganta, ahí donde Marina le besaba en ese instante. Era una agonía irresistible, absoluta y tremenda, una agonía exquisita. Cerró los ojos y se dejó llevar.
Entonces despertó.
Y se encontró en la cama, con Marina montada a horcajadas sobre él y sus colmillos hundidos en la garganta. Los ojos de Héctor se abrieron de par en par. Estaba a punto de morir. Llegaba el final, una ola lo arrastraba, una ola que estaba a punto de arrasarlo todo. La vampira lo desangraba con tal rapidez que notó el ímpetu de la sangre al abandonar su cuerpo. Reaccionó por instinto. Se revolvió y le propinó una rabiosa patada en pleno vientre que la lanzó despedida de la cama. Ella profirió un grito terrible. Cayó de pie y siseó, furiosa. Héctor se irguió, dispuesto a atacar. El velo rojo había regresado a su mirada. No pensaba. No era nada. Sólo furia. Y Marina no era más que un adversario que destrozar. Saltó hacia ella, ciego de ira, incapaz de contener el fuego que ardía en sus venas al igual que había sido incapaz de contener su pasión en el sueño.
Sus alas se afilaron a una orden mental que ignoraba haber dado. Las desplegó y lanzó la derecha hacia Marina en un golpe sesgado que cortó el aire con un silbido penetrante. En el último instante, Héctor recordó a dama Moreda suplicando por la vida de Marina. «No la mates», le había pedido desesperada, «no la mates». Héctor vaciló, pero sólo una fracción de segundo, luego culminó el golpe. El ala sajó el cuello de la joven de parte a parte.
Héctor replegó sus alas y el espacio entre ambos se pobló de perlas sangrientas. Y de pronto fue realmente consciente de lo que acababa de suceder, de lo que acababa de hacer… La conmoción le hizo caer de rodillas, fulminado por sentimientos más allá del horror.
Marina retrocedió un paso, con una fina línea roja marcada a fuego en el cuello, y cayó también de rodillas. El instante mínimo de vacilación al recordar a la arpía había evitado que le separara la cabeza del tronco.
Los ojos de la muchacha rebosaban oscuridad. Parecía estar despertando de un profundo trance. Gimió. Se llevó las manos a la herida abierta en su garganta, al tajo brutal que rodeaba su cuello como un truculento collar. Era tan profundo que poco había faltado para decapitarla. La sangre brotaba mansa por esa brecha y Héctor sintió una frialdad execrable al darse cuenta de que esa sangre era, en definitiva, suya.
Marina lo miró, perpleja, sin comprender qué hacía allí ni qué estaba ocurriendo. Cuando descubrió el cuello desgarrado de Héctor un relámpago de comprensión cruzó sus ojos.
—Me alimentabais con tu sangre… —susurró, horrorizada.
—Marina —la llamó. O al menos creyó hacerlo, pero de sus labios no brotó el menor sonido. Comenzaba a desfallecer. No se resistió al desmayo, al contrario, se abrazó con todas sus fuerzas a él. Cualquier cosa era mejor que contemplar aquella herida, aquel tajo que él mismo había abierto y que ponía fin a tantas cosas.
* * *
Héctor abrió los ojos con la absoluta seguridad de que no había pasado más de un segundo inconsciente. Se incorporó deprisa, pero en vez de encontrar a Marina ante él, se topó con Bruno, que lo miraba preocupado. Y no era el único cambio de escenario. Lo habían trasladado a otra habitación.
Tras Bruno estaba Natalia, el gesto tan sombrío como el del demiurgo.
—¿Marina? —preguntó Héctor. Se encontraba tan débil que le costaba trabajo hablar—. ¿Dónde está Marina?
Intentó levantarse, pero Bruno se le acercó y le obligó a permanecer tumbado. Su mareo empeoró. Tenía náuseas y el mundo parecía no estar fijo a su alrededor.
—¿¡Dónde está!? —se temía lo peor. «La he matado», se dijo, «como Lizbeth mató a Rachel, como Roallen mató a Ricardo…».
—Tranquilízate —le pidió Sedalar mientras lo sujetaba de los hombros—, no quiero que te exaltes. No sabes lo cerca que has estado de morir.
—No, no, no… —negó con la cabeza—. No me pidas que me tranquilice. No me pidas que me calme —se abalanzó hacia él y lo aferró del chaleco, aunque no tuvo fuerzas para más—. ¿¡Dónde está Marina!?
—Se ha ido —le contestó Natalia desde la puerta.
Héctor soltó al demiurgo y la miró, aturdido.
—¿Qué?
—Que se ha ido. Se ha marchado del torreón.
El alivio de saberla viva sólo duró un instante.
—¿Habéis dejado que se fuera?
—Estaba decidida —le contestó Sedalar—. Y dadas las circunstancias quizá sea lo mejor. Discúlpame, Héctor, en parte lo sucedido es culpa mía. Debí haber supuesto que podía ocurrir algo así. Al alimentarla con tu sangre creamos un vínculo entre su apetito y tú. Cuando tuvo hambre fue instintivamente hacia ti.
Héctor no le escuchaba.
—Qué locura —musitó—. ¡Habéis dejado que se vaya! —comenzaba a recuperar las fuerzas. Su metabolismo de ángel negro se había puesto en marcha—. ¿Qué os pasa? ¡¿Os habéis vuelto locos?!
—Marina sabe cuidarse sola —le replicó Natalia—. No dejes que te cieguen tus sentimientos, ¿vale? Como te pongas en plan protector de damas desvalidas me liaré a patadas contigo.
—No me haces gracia.
—Ni tú a mí tampoco.
Héctor negó con la cabeza. Natalia no sabía de qué estaba hablando. Ella no le había cortado la garganta a Marina, no había visto su mirada de horror al descubrir lo que se habían hecho el uno al otro. No podía dejarla sola, no en aquellas condiciones.
—Tengo que verla —dijo—. Tengo que ir con ella. ¿Dónde está?
—La curé y se marchó —le explicó Sedalar—. Va bien provista de talismanes y mis criaturas y las onyces la vigilan. Estará bien.
—¡No te he preguntado eso! —se levantó de la cama. El demiurgo frunció el ceño pero no intentó detenerlo. Héctor se tambaleó al recuperar la vertical, se apoyó en la mesilla y se giró hacia Natalia—. Dile a tus sombras que me lleven hasta ella —le ordenó.
Natalia parpadeó, tomada por sorpresa por el tono autoritario de su voz.
—Lo siento pero no voy a hacer eso —dijo—. Ella no quiere verte.
—Va a necesitar tiempo…
—¡A la mierda con el tiempo! —le espetó—. ¡Casi la mato! ¡Tengo que verla! —todavía estaba débil, pero eso no iba a detenerlo.
—Y ella casi te mata a ti —le recordó Natalia.
—Voy a buscarla —murmuró mientras se aproximaba a ella—. Apártate de la puerta o te aparto yo.
Natalia lo fulminó con la mirada, pero se hizo a un lado.
—Las haré volver —le aseguró Sedalar cuando Héctor ya salía—. A ella, a Maddie y a Lizbeth. Encontraré el modo de deshacer lo que hizo la Luna Roja.
—Deja de engañarte —dijo él desde la puerta—. No hay vuelta atrás. Somos monstruos. Y eso no va a cambiar jamás.
* * *
Cuando Lizbeth saltó sobre la loba negra, Roja tardó en reaccionar. Quizá fue la sorpresa o tal vez porque estaba tan harta de refrenarla que, inconscientemente, quería que todo acabara. Fuera como fuera, cuando se puso al fin en marcha era tarde: ambas lobas rodaban por el suelo enzarzadas en una pelea brutal. El resto de la manada, que había estado dormitando al resguardo de los muros se levantó al momento, alterada por la trifulca; muchos desnudaron sus colmillos y gruñeron quedamente. Todos los gruñidos iban dirigidos a Lizbeth.
Roja había perdido la cuenta de las veces que había contenido a Lizbeth. No había habido lobo contra el que no hubiera querido arremeter, hasta en una ocasión, en el colmo del absurdo, había intentado atacar a Gris. No es que Lizbeth tuviera problemas para adaptarse, era, simplemente, que estaba loca, a eso se reducía todo.
La loba negra se llamaba Éter y era la hembra preferida de Gris. Por eso, cuando Roja vio al enorme macho levantarse y aproximarse a trote rápido, supo que Lizbeth estaba perdida; la paciencia del lobo había llegado al límite. El instinto le decía que no se inmiscuyera, pero el vínculo de lealtad que la unía a Lizbeth era demasiado fuerte. Cuando iba a echar a correr hacia Gris, Azur se interpuso en su camino.
«Os matará a las dos», dijo. «Olvídala. Está muerta. Ayúdala y tú también lo estarás».
Roja se quedó donde estaba, con el lomo encrespado y los colmillos a medio mostrar.
Gris separó a las lobas a empellones. Éter retrocedió, cojeando de una pata; Lizbeth se revolvió rabiosa; la locura desorbitaba sus ojos. El macho se abalanzó sobre ella. Prácticamente la arrolló. En comparación con él, Lizbeth parecía un cachorro lisiado. No tenía la menor oportunidad. Roja de nuevo sintió el impulso de correr en su auxilio, pero consiguió dominarse. No podía hacer nada. No podía salvarla. Logró mantenerse firme hasta cuando los gruñidos feroces de la loba dieron paso a unos terribles chillidos de dolor. Aguantó la respiración, con la vista fija en los ojos de Azur. No pensaba mirar.
De pronto, la manada entera, Roja incluida, levantó la cabeza al unísono. De la tormenta se desgajó una sombra, un borrón de oscuridad del que comenzaron a brotar garfios y espolones. La onyce cayó sobre Gris, hendió sus erizadas extremidades en su lomo y lo alzó en volandas, apartándolo de Lizbeth, que gemía en el suelo. El lobo soltó un gruñido y, lejos de amedrentarse ante aquel nuevo contrincante, se revolvió en el aire y le soltó un mordisco. Sus mandíbulas se llenaron de tinieblas. La sombra siseó y cayó a tierra, con Gris firmemente afianzado en su cuerpo oscuro.
Ambos se revolcaron furiosos por el patio. La onyce no era lo bastante sólida como para poder rasgar la carne del lobo, pero sí lo suficiente como para golpearlo. El lobo mordía con saña a su adversaria. La lluvia se llenó de retazos oscuros, goterones de una sangre turbia que más que sangre parecía humo. Un remolino de oscuridad sobrevolaba la escena. Había más sombras en el aire, todas expectantes, todas alerta. El resto de la manada se puso en movimiento, dispuestos a intervenir de ser necesario.
Tras la verja los dos centinelas contemplaban el creciente pandemonio con desinterés. Las sombras se camuflaban en las tinieblas de la falsa noche y lo único que podían ver era que la manada estaba más agitada de lo habitual.
Gris se irguió, entre sus colmillos colgaba un desgarrón de oscuridad del que rezumaba icor negro. En el suelo ante sus patas se veían varios jirones más, deshechos y humeantes. El lobo escupió un pedazo de tiniebla y gruñó satisfecho. Sangraba de una oreja, tenía un ojo medio cerrado y golpes por todo el cuerpo, pero la victoria lo engrandecía bajo la tormenta. Echó a andar hacia Lizbeth que durante la lucha no se había movido del suelo. La loba se levantó como pudo y le enseñó los dientes. Le temblaban las patas y ofrecía un aspecto lamentable. Las sombras descendieron y se posaron entre el lobo y ella, formando una compacta barrera oscura. Gris volvió a gruñir, dejando claro que no le importaba cuántas sombras se interpusieran entre su presa y él: pensaba acabar con todas hasta llegar a ella. Y no estaba solo, el resto de la manada comenzó a aproximarse también.
Roja se decidió a actuar. Corrió hacia Lizbeth que a duras penas lograba mantenerse en pie tras las sombras que la protegían. La golpeó con la testuz para hacer que se girase hacia ella.
«Quiero que te vayas», dijo. «Quiero que te marches. Este no es tu lugar. Vete. Estás loca. Te matarán y harás que me maten. ¡Vete!».
«Eres mi manada», murmuró Lizbeth. Ahora que la tenía delante, Roja podía ver los estragos que el ataque de Gris había causado en ella. Tenía el hocico destrozado y la oreja izquierda le colgaba apenas unida a la cabeza por finas tiras de carne. «Mi manada», insistió la loba en lo que sonó como un patético ladrido. «Dónde tú vas, voy yo; dónde tú estás estoy. Si te quedas me quedo, si te vas me voy».
«¡No!». Antes siquiera de darse cuenta de lo que estaba haciendo, saltó y mordió a Lizbeth en plena faz, con saña, con rabia. «No somos nada», dijo mientras se apartaba. La boca le sabía a sangre. Lizbeth reculó, atemorizada ante su embestida. «Reniego de ti. Reniego de tu locura. ¡Vete! ¡He dicho que te vayas! ¡Si te quedas yo misma te mataré!».
Lizbeth sacudió la cabeza. Tenía una decena de heridas abiertas en el cuerpo, pero la turbación de su mirada dejó claro que lo que más le dolía era la traición de Roja. Retrocedió unos pasos.
«Vete o te mataré», insistió con un gruñido. «Lo juro por la luna y por el suelo que piso». Mentía, sabía que si Lizbeth se negaba a irse no podría cumplir su promesa. Pero Gris la cumpliría por ella, aunque hasta la última sombra y el último lobo acabaran muertos. Le enseñó los dientes. «Vete o te mato». Avanzó un paso.
Lizbeth retrocedió, con el rabo entre las patas. Tan aturdida que era incapaz de oler la mentira en sus palabras. La sangre corría por su faz, manchaba su pelaje y goteaba al suelo.
Agachó la cabeza, se dio media vuelta y echó a andar hacia una de las muchas grietas de la muralla. De un salto salió fuera. Roja se quedó donde estaba, respirando pesadamente bajo la lluvia. Sintió una punzada en el pecho al verla marchar. Era lo mejor. Lo mejor para ambas.
Alzó la mirada y aulló a la inmensa luna. Luego corrió de regreso junto a los suyos. Azur le dio la bienvenida con una sacudida de cabeza y ella gruñó satisfecha. Había hecho lo que debía. Miró atrás, al lugar por donde había desaparecido Lizbeth y pensó en lo mucho que le costaba recordar cómo era su vida antes de que la Luna Roja cambiara el mundo. Tenía recuerdos vagos de esa vida, nada concreto, sólo sensaciones ambiguas, como si hubiera vivido un sueño antes de que la luna la despertara a la vida real. Y tenía la impresión de que pronto esos recuerdos difusos también se desvanecerían. No le importaba. El pasado, como Lizbeth, quedaba atrás.
Y ella estaba donde debía estar.
* * *
Héctor marchaba a paso vivo por los senderos embarrados del cementerio. Estaba convencido de que Marina se ocultaba allí, aquel cementerio era su lugar preferido. ¿Qué mejor sitio para buscar refugio? ¿Dónde podía encontrarse mejor una vampira que entre tumbas y criptas?
No podía recordar las veces que se había perdido en el trayecto hacia el cementerio. Rocavarancolia, más que nunca, se le había antojado un lugar cruel y oscuro. En algunos momentos había tenido la impresión de avanzar a través del organismo de un enorme ser vivo, las venas transmutadas en calles arruinadas y sucias, los órganos vitales convertidos en edificios destartalados. Agitó la cabeza bajo la tromba de agua; le costaba gran esfuerzo pensar. Habían intentado matarse. No había excusa que suavizara aquel hecho.
Los muertos no dejaban de hablar, unos pocos le interpelaban, preguntándole qué había ido hacer allí o insultándolo por el mero hecho de estar vivo, pero la mayoría de los enterrados se limitaba a delirar con monólogos destinados más a sí mismos que al mundo que los rodeaba.
—Tanto tiempo esperando, tanto tiempo deseando… —murmuró una voz desde una tumba que apenas era un montón de tierra—. Y cuando estaba a punto de conseguirlo, cuando casi la tenía en mis brazos, ella me mató.
—Callaos —gruñó Héctor. Apenas fue un susurro lo que salió de entre sus labios.
—Vi una luz en las alturas, un destello indescriptible por lo bello y por lo puro —le llegó desde una tumba a la izquierda—. Vi legiones de ángeles abriéndose camino por esa brecha milagrosa. Venían a salvarnos. Y los matamos a todos.
—¡Callaos! —Héctor retrocedió, sorprendido por su propio grito.
Caminaba sin rumbo. El recuerdo de lo sucedido le asaltaba a cada paso: la intensidad del sueño, el brusco despertar con Marina montada sobre él. Se estremeció al recordarlo, pero fue un estremecimiento de placer lo que sintió; había disfrutado de los colmillos de Marina en su garganta, de dejarse devorar por la oscuridad que ella representaba. Era una locura, un sinsentido.
Se detuvo al escuchar un ruido furtivo. Entrecerró los ojos. En una fracción de segundo pasó de estar a punto de perder la cabeza a la alerta absoluta. Vio salir a un muchacho del mausoleo de Rachel, apenas a unos metros de distancia. No era nadie que conociera. Era un joven bajo, de rasgos árabes, moreno de tez y cabello, vestido con una túnica oscura. Y aunque Héctor no lo conocía había algo en sus movimientos que le resultaba tremendamente familiar.
Fue tras él, en silencio, como un depredador que acecha a su presa. Al pasar junto al mausoleo de Rachel echó un rápido vistazo dentro y, entre las telarañas apelmazadas por la lluvia, alcanzó a distinguir un ramillete de rosas negras sobre el sepulcro.
«¿Quién eres?», pensó Héctor. «¿Por qué estoy tan seguro de que te conozco si no te he visto jamás?». En ese mismo instante el árabe se detuvo en seco como si hubiera captado sus pensamientos y miró sobre el hombro. Sus miradas se cruzaron y de nuevo una terrible sensación de familiaridad estremeció a Héctor. Lo siguiente que hizo el desconocido fue echar a correr.
—¡Espera! —gritó Héctor y aceleró el paso.
El joven dobló veloz un recodo del sendero y quedó oculto a su vista por un monumento plagado de gárgolas. Para cuando Héctor llegó allí no encontró ni rastro del muchacho. Parecía haberse desvanecido en el aire. Levantó la mirada hacia los techos de los mausoleos pero tampoco allí vio nada, sólo gárgolas de piedra observándolo con rudeza. Por un instante, creyó ver a una moverse, pero debió de ser un espejismo provocado por la lluvia.
Héctor gruñó, furioso. Estaba harto, harto de sí mismo, de su inutilidad. Daba igual lo que se esforzara, daba igual lo que intentara hacer, fracasaba una y otra vez.
Y como muestra palpable de su inutilidad sintió el peso muerto de sus alas a la espalda. Todo sería más sencillo si pudiera usarlas, todo sería más sencillo si pudiera buscar a Marina desde el cielo, pero lo único que había conseguido con aquellas cosas era degollarla.
Se tragó otro grito y miró alrededor. Muy cerca había una tumba alta, de piedra negra, colocada en un desnivel del terreno de tal forma que había una considerable caída desde la cúspide de la lápida al suelo. Héctor se acercó y trepó a ella. Una vez arriba, flexionó las rodillas y, de un potente salto, se lanzó al vacío mientras agitaba las alas con furia. Cayó a plomo sobre la tierra húmeda y rodó de mala manera cuesta abajo. Su rodilla izquierda golpeó contra una piedra, pero apenas sintió dolor. Se incorporó y desplegó las alas otra vez. Su sombra se proyectó contra un panteón. Y era, sin duda, la sombra de un monstruo.
Regresó a la carrera hacia la tumba.
—Te rogaría que dejaras de saltar desde mi sepultura, niño —le pidió una voz bajo tierra—. Para serte sincero resulta tan molesto como humillante.
—Cállate —le espetó Héctor.
—¡Maleducado! ¡Si supieras quién soy no te atreverías a hablarme así! ¡Soy Alarad, el príncipe desplazado! ¡Yo vencí a las huestes de Desdémona en el mundo de Cáliz! ¡Yo conquisté…!
—No eres nada. Sólo un muerto que habla.
«Y yo soy un monstruo», pensó Héctor.
Se aupó a lo alto de la lápida sin hacer caso a la algarabía de voces subterráneas que se habían unido a la primera para recriminar su actitud. Volvió a extender las alas y saltó otra vez. Por un instante creyó que volaba, pero sólo estaba cayendo. Esta vez la caída le dejó aturdido y mareado. Se sacudió el barro, tomó aliento y volvió a encaramarse a la tumba.
Antes de saltar por tercera vez, una voz le interpeló desde las alturas:
—Si lo que quieres es suicidarte, te aconsejaría buscar un punto más alto.
Alzó la mirada. El ángel negro que había decapitado a Roallen se sostenía en el aire con una elegancia insultante, parecía fundido en la tormenta. Contemplar a la criatura en la que pronto se convertiría le atenazó las entrañas. Sus alas rojas y la negrura terrible de su carne no hacían otra cosa que recordarle su humanidad perdida.
—Estás interfiriendo con la cosecha —dijo con voz estrangulada mientras desenvainaba la espada. Seguía aturdido tras la caída y su gesto no resultó tan amenazador como le hubiera gustado—. Lárgate de aquí.
—¿Esa rabia también es regalo de la Luna Roja?
Entrecerró los ojos. No pensaba dejarse amilanar.
—No. Es por arrancarme de mi casa y traerme a este infierno. Es por asesinar a mis amigos y convertirme en una cosa horrenda.
—Asumo la responsabilidad que me corresponde en tu venida y en la muerte de los otros cachorros, formo parte de Rocavarancolia y no puedo eludir esa carga. Pero te equivocas en tu tercera acusación: nadie te ha convertido en una cosa horrenda.
Héctor se echó a reír. Desplegó de nuevo las alas y alzó su mano oscura.
—¿No tienes ojos en la cara? —preguntó—. Esto no soy yo, soy una rareza —lanzó un puñetazo rabioso contra la lápida—. ¡Un monstruo!
—¿Un monstruo? —con un recio golpe de alas, el ángel negro aterrizó sobre la tumba. Le sacaba más de medio metro de altura, pero más que su envergadura era su presencia lo que resultaba imponente—. Lo que nos convierte en monstruos es lo que hacemos, no nuestro aspecto. ¿Has cometido alguna monstruosidad en los últimos días? —preguntó—. Es eso, ¿verdad? Has hecho algo que te reconcome y por eso insultas a los muertos y a todo lo que se cruza en tu camino. ¿Buscas a alguien en quien descargar la culpa?
—¿Qué quieres? —quiso saber Héctor—. ¿Qué has venido a hacer aquí?
—Antes permíteme que me presente —contestó—. En nuestro anterior encuentro no hubo tiempo para formalidades. Soy Esmael, el Señor de los Asesinos de Rocavarancolia, hasta hace poco era el único ángel negro que volaba sobre esta ciudad.
—Y lo sigues siendo —rezongó él—. Yo no vuelo sobre nada —contempló a Esmael con reticencia—. ¿Y qué quiere de mí el Señor de los Asesinos de Rocavarancolia?
—Darte la bienvenida a la familia, por expresarlo de algún modo —Esmael extendió los brazos como si quisiera dejar claro que no tenía nada que ocultar—. Para serte sincero, me alegra dejar de ser el último ángel negro del reino. Era un honor que pesaba demasiado sobre mis hombros.
A Héctor se le ocurrió más de un comentario hiriente, pero prefirió guardárselos.
—Familia… —se limitó a decir.
—Nos guste o no, así es: ahora estamos hermanados —Esmael remontó el vuelo y fue a posarse en lo alto del obelisco junto a la tumba. Allí se agazapó, como un insecto enorme—. La Luna Roja y Rocavaragálago nos han unido. Eso no habría significado nada en otro tiempo, pero ahora, al menos para mí, tiene importancia. Y quiero ayudarte.
—¿Cómo?
—Enseñándote qué eres. Y mostrándote lo que eres capaz de hacer.
—Ya sé lo que soy. Y sé muy bien de lo que soy capaz —dijo mientras recordaba cómo sus alas habían estado a punto de acabar con Marina.
Esmael negó con la cabeza. Comenzaba a perder la paciencia.
—Todavía no tienes ni idea de en qué te has convertido —le dijo—. Te ofrezco mi guía y, por difícil que resulte de concebir, la ofrezco de buena fe —Esmael miró de reojo hacia una zona en sombras del cementerio. La luz de las antorchas no iluminaba aquel lugar—. ¿Lo has oído, vieja Desgarro? Hasta yo puedo actuar de buena fe —dijo—. ¿Qué me dices de ti? Acechando en las tinieblas como un vulgar ratero… ¿no tienes vergüenza? ¿Acaso no te queda dignidad?
Héctor escuchó cómo el murmullo de los muertos bajo tierra cesaba. Casi creyó oírles contener la respiración cuando de entre las sombras surgió dama Desgarro, con su paso vacilante y torpe, tan monstruosa como de costumbre. Le faltaba el ojo izquierdo.
—Dama Desgarro y Esmael —murmuró un muerto—. Se avecina tempestad.
La custodia del Panteón Real se acercó a la tumba.
Y le dedicó a Héctor una sonrisa ennegrecida.
—Mi dignidad está a buen recaudo, Esmael —dijo después, mirando de reojo al Señor de los Asesinos—. Tú nunca te has preocupado por la tuya porque siempre has carecido de ella.
—Cuánto rencor, cuánto veneno en tan pocas palabras —murmuró el ángel negro sacudiendo la cabeza—. ¿Éste es el ejemplo que queremos dar a las nuevas generaciones? Podrías haberte presentado para participar en nuestra conversación, en vez de dedicarte a espiar. De hecho tu punto de vista podría resultar interesante. Hablábamos de monstruos. ¿Cuándo te convertiste en uno, vieja? —preguntó, burlón.
Y para sorpresa de Esmael y de la propia mujer, dama Desgarro se encontró respondiendo a su pregunta, aunque en ningún momento miró al ángel negro. Mantenía la vista fija en Héctor.
—Fue en la batalla de Ardid, en el reino de Faza, hace cuarenta años —dijo—. Allí me convertí en monstruo, aunque hacía tiempo que ya lo era de aspecto —se aupó en la tumba y se sentó en ella. El olor a musgo rodeó al instante a Héctor—. Me ordenaron arrasar una de las principales ciudades de ese mundo para demostrarles que su única salida era aceptar el dominio de Rocavarancolia. Sardaurlar no quería supervivientes. «Que no quede nada vivo. Que no quede nada en pie», me ordenó. Y yo cumplí. No hubo piedad ni misericordia. Dirigí a las huestes de espantos a esa ciudad y la borré del mapa a sangre y fuego. Hicimos… hice cosas terribles.
—¿Disfrutaste, dama Desgarro? —le preguntó Esmael.
—¿Disfrutaste tú cuando Sardaurlar te ordenó volar al reino de Iin y asesinar a toda la familia real?
—Lo hice. Y mucho. Soy malvado, lo reconozco. Ahora contesta a mi pregunta.
—No, no disfruté —respondía a Esmael, pero era a Héctor a quien miraba—. En lo único que podía pensar era que toda aquella carnicería tendría un sentido si el resto de Faza se rendía sin luchar. No pensaba en la gente que estaba asesinando, pensaba en todos los que podía evitar que murieran masacrando a esos desdichados —dama Desgarro suspiró.
—Nunca serás un monstruo de verdad. Eres blanda. Blanda y llorona.
—Tu opinión me importa un bledo, Señor de los Asesinos. Y mis manos están tan manchadas de sangre como las tuyas. No lo olvides. Que yo no haya encontrado placer en derramarla no cambia lo que hice.
Esmael soltó una carcajada.
—¿Se rindieron o no? —preguntó Héctor mientras se sentaba junto a ella—. ¿Sirvió de algo?
Dama Desgarro negó con la cabeza.
—De nada. Recrudeció la resistencia todavía más. Esa ciudad se convirtió en un símbolo para ellos. Lucharon hasta el último aliento, hasta la última gota de sangre.
—Aquellos sí que eran buenos tiempos… —el ángel negro gruñó y se estiró en lo alto del obelisco—. Tanta charla emotiva me produce náuseas. Me retiro. Héctor: te espero mañana al amanecer en lo alto del faro. Allí comprobaremos lo fuertes que son tus alas.
—No he aceptado tu ayuda.
—Mañana al amanecer —insistió—. Si no acudes, no volveré a perder el tiempo contigo. Deberás seguir el camino lento.
El joven lo contempló desvanecerse en la noche con los ojos entrecerrados. No sabía qué le crispaba más los nervios: la arrogancia de aquel engendro o lo impresionado y amedrentado que se sentía en su presencia.
—No quiero convertirme en eso —murmuró, tajante—. No quiero ser como él.
—¿Y por qué deberías serlo? —preguntó dama Desgarro—. Esmael es un depravado, un asesino sin conciencia… No tienes por qué terminar así.
Héctor se sumió en un pesado silencio. La vista fija en la mano oscura que tenía sobre las rodillas. Aquella fue toda su respuesta. Dama Desgarro no necesitó más.
—No fue la Luna Roja quien convirtió a Esmael en un ser despreciable —dijo—. Fue el propio Esmael quién decidió seguir esa senda. Tú no tienes por qué imitarlo.
De nuevo sintió un frío arrebato de furia en sus entrañas. Quería girarse hacia esa mujer horrible y gritarle que había estado a punto de asesinar a la joven que amaba y que una parte de su ser todavía se arrepentía de no haberlo hecho. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para contenerse.
—Casi la mato —confesó. Y poner en palabras aquella terrible verdad obró el milagro de tranquilizarlo—. Me desperté y ella… estaba sobre mí. Bebiéndose mi sangre… —se llevó las manos al cuello, al punto exacto donde los colmillos de Marina habían penetrado en su carne—. Intenté matarla. No lo pensé… No… —mientras hablaba se sentía profundamente avergonzado, como un niño que confiesa una travesura que se le ha escapado de las manos—. Y ahora se ha ido y yo… yo quería matarla… —miró a dama Desgarro—. ¿Y os atrevéis a decir que no soy un monstruo? Alguien capaz de hacer daño a quien ama no merece otro nombre.
—Todavía está viva —le recordó ella—. Puedes ponerte todo lo tremendo y dramático que quieras. En cierto modo tienes excusa, pero no te dejes arrastrar por la culpabilidad. Sigue viva. Y tú también. No ha ocurrido nada definitivo. Todavía.
—Voy a buscarla —dijo Héctor y de un salto bajó de la tumba.
—Si se ha ido por su propia voluntad deberías respetarla. Tu amiga es una vampira y ahora está descontrolada. Y aun así me sorprende lo bien amueblada que tiene la cabeza, demuestra tener más seso que tú. Sabe que ahora no podéis controlaros. Poniendo distancia de por medio os hace un favor a todos. ¿No te das cuenta?
—No —Héctor apretó los puños—. Podemos controlarnos. Claro que podemos…
—¿Con esa luna en el cielo? Ni lo sueñes. Estáis en pleno cambio y eso significa que sois más vulnerables que nunca.
—¡Podemos hacerlo! —insistió—. Si nos apoyamos los unos a los otros… si estamos juntos, si no nos ren… —se calló de pronto. ¿A quién pretendía engañar? Había estado a punto de decapitar a Marina. Y ella de desangrarlo. Y Bruno y Natalia habían saltado sobre Adrián y sólo un milagro había evitado que la rusa lo degollara—. No, no podemos —admitió—. Pero no quiero que sea así —dijo—. No quiero… Tengo que hablar con ella. No puedo permitir que esté ahí fuera y que lo último que recuerde de mí sea que intenté matarla. Tengo que pedirle perdón.
—Me repito: esa chica es mucho más inteligente que tú. Te conoce. La conoces. ¿Crees que no sabe que te arrepientes de lo que pasó? ¿Crees que no se arrepiente ella?
—Necesito decírselo —aseguró.
—Vamos mejorando. Lo necesitas. Eso es: tú lo necesitas. Es tu debilidad lo que te arrastra tras ella.
Héctor guardó un hosco silencio. Volvía a sentirse pequeño y frágil, y, de pronto, se dio cuenta de lo mucho que le reconfortaba tener a dama Desgarro cerca. Contempló aquel rostro marchito, las cicatrices y úlceras que se abrían en su piel, el hueco oscuro de su ojo izquierdo y, por primera vez, no sintió repugnancia al mirarla. Resultaba difícil concebir que hubiera sido alguna vez algo diferente al horror llagado y pálido que era ahora.
—¿Cómo fue para ti? —quiso saber.
—¿Para mí?
—Que te sacaran de tu mundo y te trajeran a Rocavarancolia. El cambio. La salida de la Luna Roja. ¿Cómo fue?
—Oh. Eso —apartó la mirada del muchacho. No era una pregunta sencilla. Guardó silencio, perdida en sus recuerdos—. Eran otros tiempos… Y aunque te cueste imaginarlo, Rocavarancolia era aún más peligrosa que ahora. Los cosechados no sólo teníamos que enfrentarnos con una ciudad hostil, también teníamos que vérnoslas con sus habitantes. Muchos no podían contenerse y olvidaban la ley de no interferir para satisfacer sus apetitos con nosotros. Su hambre, su lujuria, sus ansias de hacer daño… —señaló hacia el oeste—. Yo pasé mi tiempo de criba en el torreón Auralar, la mayor de las torres de acogida. Ahora no queda nada de ella. Eramos ciento veinte y la mitad no sobrevivió al primer mes. Vi morir a muchos de ellos. A muchos. Y eso te cambia casi tanto como la Luna Roja… —Héctor asintió despacio. No podía estar más de acuerdo—. Para cuando salió la luna apenas continuábamos treinta con vida —prosiguió dama Desgarro—. Caí sumida en un estado de letargo similar al de tu amiga y cuando desperté era esto que ves. Me había convertido en una bruja. ¡Qué afortunada! ¿Sabes cuál es mi campo de dominio? Mi propio cuerpo.
»Mi propia magia me descompone. No puedo evitarlo. Y debo usarla a diario para mantenerme viva, lo cual me pudre cada día más. Mis heridas no cicatrizan, mi sangre apenas corre por mis venas y cada mañana tengo que hechizar mi cerebro para pensar con claridad. ¿Una bruja? No, la Luna Roja no me convirtió en bruja… Soy una semimuerta, un engendro horrible como los que reviven los nigromantes para ponerlos a su servicio.
Dama Desgarro guardó silencio, con la vista fija de nuevo en las tinieblas que anegaban el cementerio. Héctor se removió incómodo. No sabía si la mujer esperaba que dijera algo y él tampoco sabía muy bien qué decir dado el caso, ¿que lo sentía?, ¿que no comprendía cómo había permitido que le hicieran lo mismo a más muchachos? Antes de que pudiera decidirse, dama Desgarro retomó su historia:
—Los primeros días fueron una pesadilla —le relató—. No soportaba mi cuerpo y estaba tan perdida, tan confusa que… me hacía daño a mí misma. Me odiaba. Me odiaba con todas mis fuerzas. Y por eso no podía parar de golpearme y cortarme con todo lo que tenía a mano… Odiaba la forma en la que se enlentecían mis pensamientos, odiaba mi propio olor… Habría terminado matándome. Estoy segura. Pero llegó Marea y me salvó.
»Marea pertenecía a la cosecha del año anterior. La Luna Roja lo había transformado en un hombre bestia. Era grotesco. Jorobado, asimétrico y cojo… Su cabeza era la de un jabalí deforme, recubierta de cerdas… Me encontró tirada en un callejón… En mi enésimo arrebato me había golpeado contra la pared hasta caer desmayada. Recuerdo verlo cernirse sobre mí, gigantesco, y mirarlo agradecida al pensar que había venido a terminar lo que yo había empezado. Pero no hizo eso. Se limitó a mirarme. «Estás viva. Pero si sigues ahí tirada pronto dejarás de estarlo. Alguien te matará para vender tu cuerpo a los nigromantes o para dar de comer a las bestias», dijo. «Que me maten. Es lo que quiero», dije yo. Lo animé a que lo hiciera él. Se me quedó mirando largo rato, como si estuviera sopesando de verdad hacer lo que le había pedido. En vez de eso, me ayudó a levantarme y me llevó a caminar por Rocavarancolia, bien agarrada para que no me cayera.
»Dos monstruos en la ciudad de los monstruos. No guardo gran recuerdo de aquella noche ni de lo que hablamos, pero nunca olvidaré la calidez que me transmitió en aquellas horas. Puede que me hablara del batallón donde le habían destinado al finalizar su transformación… O de las tardes en las que luchaba en el circo, matando hombres y bestias para ganarse un nombre. No lo sé. Sólo recuerdo el reconfortante sonido de su voz, su compañía, su fortaleza… Y… recuerdo también que hubo un momento en que pensé, y lo sé, es un pensamiento terrible, que Marea era tan espantoso que yo, en comparación, resultaba hermosa.
»A1 día siguiente volvimos a encontrarnos. Y al siguiente. Yo acudía a nuestros encuentros con los brazos desgarrados, con arañazos en la cara y la carne magullada. El nunca lo mencionó. A la cuarta noche me llevó a ver los dragones. Las dragoneras eran como lanzas alzadas ante las montañas, pobladas de criaturas fastuosas, bestias de una perfecta hermosura. Marea sonreía al verlos. Quería cabalgar dragones, me confesó, nada le gustaría más que montar un dragón. Y luego, después de contarme cuál era su sueño, hizo algo maravilloso, magnífico:
»Marea cantó.
»Era una canción sobre un guerrero y su dragón, sobre el vínculo que los unía y cómo al morir el jinete el dragón veló su cuerpo durante años. Era una canción hermosa, por la letra y la melodía, por la historia, pero, sobre todo, por la voz de quien la cantaba. La voz de Marea era un milagro.
En ese momento los muertos interrumpieron su historia.
—¡Que cante la perla, dama! —le pidió uno—. Muéstrale al niño insípido de lo que era capaz Marea.
—¡Haz cantar a la perla y te librarás de canciones de cuna hasta que la Luna Roja abandone el cielo!
Dama Desgarro frunció el ceño en gesto vacilante. Se removió en la tumba y, tras mirar de soslayo a Héctor, sacó de un bolsillo de su gastada túnica una pequeña concha marina. Héctor sólo necesitó ver el cuidado y el cariño con el que trataba a la concha para darse cuenta de lo mucho que significaba aquel objeto para ella.
—No se parece en nada a oírle cantar de verdad —le advirtió—. Grabó esta canción para mí, la grabó en una perla encantada… —sus dedos abrieron no sin dificultad la concha y, al momento, una voz melodiosa surgió de ella.
Y el cementerio, dama Desgarro y Rocavarancolia entera se desvanecieron para Héctor. Aquella voz resultaba embriagadora, terrible en su perfección, hasta dolorosa. Cantaba en una lengua extraña, pero a Héctor no le importaba no entenderla. De hecho no le hacía falta hacerlo. De alguna forma la voz que surgía de la perla no necesitaba del lenguaje para hacerse comprender. Cada verso trascendía las palabras que lo formaban para explicarse a sí mismo. Héctor sabía que la canción hablaba de pérdida y, a la par, de esperanza; de oscuridad y, a la vez, de luz. En ella alguien moría y alguien encontraba el sentido de su vida en algo mínimo, en algo común y cotidiano que había pasado por alto durante mucho tiempo. La canción no duró demasiado, apenas un par de minutos, pero aunque lo hubiera hecho, aunque se hubiera prolongado durante horas, no habría sido bastante. La eternidad entera no habría sido suficiente para hacerle justicia.
Cuando dama Desgarro cerró la concha, Héctor se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Se las limpió con disimulo, sintiéndose algo estúpido y, al mismo tiempo, orgulloso de que una canción pudiera todavía emocionarlo.
—Es el único recuerdo que conservo de él —dijo dama Desgarro—. Al poco de darme la perla desapareció. Nunca pude averiguar qué le ocurrió. Pero esto es Rocavarancolia. La gente desaparece. Muchos mueren sin que sus cuerpos sean jamás encontrados. Sea como fuere, la ciudad se llevó a Marea. Y al milagro de su voz con él —entrecerró los ojos. La cuenca vacía parecía todavía más siniestra—. Pero aquella noche… ante las dragoneras, la noche que cantó por primera vez para mí, fue como si la Luna Roja hubiera salido de nuevo. Marea me cambió de una manera tan total y definitiva como ese astro. No fue sólo la canción, no, fue lo que dijo después.
«Lo que importa no son los dragones ni sus dragoneras», me dijo. «Lo que importa no es la canción ni mi voz. El verdadero milagro, dama Desgarro, lo que de verdad importa es que, aquí y ahora, tú me has escuchado cantar. Y si hubieras muerto en aquel callejón jamás podrías haberlo hecho».
Dama Desgarro guardó de nuevo la concha y bajó de la tumba.
—No sé si eso responde a tu pregunta —dijo, sin mirar a Héctor. Escuchar la voz de Marea siempre la sumía en un incómodo estado de melancolía—. Pero es lo único que puedo darte. La Luna Roja me convirtió en lo que soy y un monstruo me ayudó a aceptarlo con una frase melodramática, pero era la frase que necesitaba, la frase justa que me ancló de nuevo, que me hizo poner los pies en tierra. Avanzamos a trompicones, Héctor, tú, yo, el más sabio de los sabios y el más estúpido entre los estúpidos; avanzamos a tientas en la oscuridad y a veces una frase, tonta o no, te centra durante un rato, o un repentino resplandor o una mirada te señala el camino.
Héctor se reclinó en la tumba y cerró los ojos. Por primera vez en mucho tiempo sintió algo parecido a la calma. Era agradable notar la lluvia y el viento en la cara.
Todavía resonaba en sus oídos la increíble canción que acababa de escuchar.
—No la buscaré —anunció, casi al mismo tiempo que tomaba la decisión—. Dejaré que siga su camino y regrese cuando esté preparada.
Dama Desgarro asintió. Le habría gustado tranquilizar más al muchacho diciéndole que procuraría mantener un ojo siempre sobre su amiga, pero ya sólo le quedaba uno y lo necesitaba para desentrañar su propio y confuso camino.
—¿Acudirás a tu cita con el Señor de los Ególatras?
Héctor sonrió al oír llamar así a Esmael.
—No lo sé —contestó—. No me fío de él.
—En otras circunstancias te diría que confiaras en tu instinto y te apartaras del ángel negro. Pero vivimos tiempos extraños y creo que lo mejor será que te familiarices cuanto antes con tu nuevo ser. Aprende todo lo que puedas, pero no cometas el error de confiar en él.
—¿Y en ti puedo hacerlo?
Dama Desgarro se echó a reír.
—Soy blanda y estúpida. Ya lo has oído —dijo—. Pero ya llevas el tiempo suficiente en esta ciudad como para saber que aquí no te puedes fiar nunca de nada ni de nadie.
Héctor asintió, con una sonrisa en los labios. No, no se fiaría de dama Desgarro, no completa ni ciegamente al menos. Pero aún así…
—Gracias —dijo.
—¿Gracias? —dama Desgarro se volvió hacia él. No había esperado un «gracias»—. ¿Por qué?
«Porque sin ti no habríamos sobrevivido ni un solo día», pensó Héctor. «Por permitir que Alex muriera en calma, por brindarle el consuelo de esa última caricia. Porque aunque tus motivos para hacerlo quizá sean oscuros y egoístas nos has ayudado a seguir vivos».
—Por la canción —se limitó a decir.