7: El fulgor

VII

El fulgor

Un crepúsculo violáceo se coló entre la tormenta y la Luna Roja, borrando del cielo al sol. La noche se hizo más profunda.

En el patio del castillo, Lizbeth despertó y alzó su monstruosa cabeza para gruñir a la oscuridad, como si fuera una enemiga que le anduviera al acecho. Roja, a su lado, soltó un lento bostezo y se incorporó. El mundo era una magnífica sinfonía de aromas y colores atenuados por la lluvia. De pronto, un fuerte olor a carne cruda llegó del castillo. La manada entera miró hacía allí, ansiosa. Dos criados salían por una puerta lateral llevando entre ambos un gigantesco perol.

La manada se aproximó veloz a los hombres pálidos que no dieron muestra de inquietud al verlos llegar. Sólo Gris permaneció inmóvil, ajeno a la agitación de los suyos, mirando fijamente al cielo. La loba que una vez fue Madeleine se detuvo; estaba hambrienta y su instinto la empujaba hacia el montón de carne que los criados acababan de volcar, pero lo que perduraba de humana en ella le instó a detenerse. Siguió la mirada del lobo.

Allí, en lo alto, entre la ciudad y la Luna Roja, pulsaba un diminuto chispazo blanco, una luz que no había estado allí antes.

«El fulgor», gruñó Gris y la miró con sus penetrantes ojos. «Llega el fulgor».

«¿Qué es el fulgor?».

«Agujeros en el aire», contestó, «caminos entre mundos».

* * *

Héctor tomó aliento y echó a correr tras una salida explosiva. Desplegó las alas al llegar al final de la muralla, se dio impulso y saltó. La gravedad lo reclamó al momento. Intentó frenar la caída aleteando de forma desesperada, pero el suelo se aproximaba a él a una velocidad de vértigo. Rodó sobre los adoquines y tras soltar una sonora maldición se incorporó de un salto.

Sacudió la cabeza y escupió un cuajaron de sangre. Se había mordido la mejilla al caer llevándose por delante un buen pedazo de carne. Daba igual, volvería a crecer. Subió de nuevo las escaleras, con el gusto metálico de la sangre en la boca. Pensó en Marina y en lo familiarizada que debía de estar ya con ese sabor.

Rocavarancolia se extendió ante su vista al llegar a lo alto del muro, un compendio de sombras apiñadas bajo la luna gigantesca. Una brillante luz en las alturas captó su atención. Se encogió de hombros: sería una estrella más, otro vórtice muerto que se abría en los cielos o algo maligno deseoso de matarlos. Tanto daba.

Gruñó y escupió otro buche de sangre al foso. Había perdido la cuenta de las veces que había intentado volar sin conseguir nada más que golpes y decepciones.

Se aproximó al borde del muro y se concentró en la dirección del viento. Desplegó las alas y se irguió, con las manos apoyadas en los hombros. Intentó visualizar hasta el último músculo que entraba en funcionamiento en su cuerpo al mover las alas. Luego saltó.

Por un momento creyó que volaba, pero sólo fue un segundo. Algo más denso que el aire le había recogido a medio salto y ahora lo arrastraba hacia delante entre susurros y risillas. Se revolvió desconcertado. Era una onyce. No volaba, comprendió, cabalgaba un jirón de niebla que se burlaba de su inutilidad. El tacto de la sombra era repugnante, cálido, viscoso, sin resultar del todo sólido. Saltó a tierra, asqueado. La criatura le dedicó una grotesca carcajada y trazó una espiral a su alrededor antes de salir despedida hacia las alturas.

—¿Te diviertes? —preguntó Héctor.

Natalia estaba apoyada en el pedestal de la estatua del rey arácnido, observándolo sonriente. Sobre la gigantesca araña de piedra se agazapaba otra onyce.

—No demasiado —contestó risueña—. Sólo quería ahorrarme el espectáculo de verte rodar por los suelos otra vez. Empezabas a resultar patético.

—Así me siento —murmuró él, malhumorado—. ¿De qué me sirven las alas si soy incapaz de volar?

—Nadie nace enseñado. Date tiempo, ya aprenderás.

—Tiempo —gruñó—. Ése es el consejo de moda. Vale para todo. «Tómate tu tiempo. Ten paciencia». Empiezo a hartarme —sonrió a su amiga y le acarició el hombro con cariño—. Anoche no viniste a dormir.

—Pues no te veo muy preocupado. Imagino que los bichitos de Bruno os mantienen al tanto de mis movimientos —Natalia también era incapaz de llamar al italiano por su nuevo nombre. Le había confesado que le parecía ridículo, aunque al menos había tenido el tacto de no decírselo a él a la cara.

—Por lo que me ha contado no funcionan así —dijo Héctor mientras miraba a su alrededor. Descubrió un escarabajo de madera y dos libélulas revoloteando cerca del pozo—. Dice que son sólo una medida de protección. Si te encuentras en peligro nos avisarán, por lo visto no se fía mucho de tus sombras.

—Ni tú tampoco.

—Yo me fio todavía menos —admitió y miró de reojo a la que se encaramaba en la estatua. Por un instante sus miradas se cruzaron y Héctor fue consciente de todo el odio y el desprecio que sentía por él aquella criatura. La ignoró—. ¿Y dónde estuviste anoche, si se puede saber? —le preguntó a Natalia.

Ella se encogió de hombros.

—Por ahí —contestó—. Me dediqué a vagabundear. Y cuando me entró sueño me metí en la primera cosa con techo que encontré —miró a Héctor y sonrió—. Durante un tiempo no volveré al torreón —anunció—. Prefiero ir donde me lleve el viento —se echó a reír, como si hubiera dicho algo sumamente gracioso.

Héctor estudió a su amiga. Nunca había sido aficionada a llevar joyas o adornos, pero la Luna Roja también se había encargado de alterar esa costumbre. Ahora iba cargada de gargantillas, anillos y pulseras, y era raro el día en que no aparecía con adornos nuevos. Iba añadiendo a su colección todo lo que encontraba: anillos de hueso, pendientes de metales inidentificables, collares hechos de colmillos, nada era demasiado extravagante para ella. Además seguía con la desconcertante costumbre de dibujarse figuras extrañas en la piel. El efecto que causaba a la vista era perturbador.

—¿Pero por qué lo haces? —le preguntó la tarde en la que se presentó con el cabello adornado de lo que parecía ser un sinfín de huesecillos de pájaro.

—Es un impulso —le contestó—. Es mi forma de gritar al mundo que estoy aquí y que no podrán moverme. Mi manera de hacerle ver al universo lo especial que soy.

—Para eso no te hacen falta huesos en el pelo. Te bastas por ti misma.

—Qué halagador te has vuelto —rio ella—. Pero a mí no me tienes que piropear, ¿recuerdas? Me prometiste algo, ¿te refresco la memoria?

—No hace falta. Lo haré. Y lo haré pronto —le aseguró.

No había día que no estuviera a punto de decirle a Marina lo que sentía, pero nunca terminaba de decidirse. Y no era por falta de valor, simplemente la veía tan confusa por lo que estaba sucediendo que no se atrevía a hacerlo. A pesar de lo que pensara Natalia, Héctor dudaba que declararse ahora sirviera para algo que no fuera confundirla todavía más. No se le escapaba la paradoja que representaba que ahora que él estaba dispuesto a decirle que la quería, ella no parecía preparada para oírlo.

Natalia y Héctor pasaron dentro del torreón. Marina aguardaba allí, sentada con las piernas cruzadas en un butacón. La planta baja estaba iluminada con antorchas pero la luz parecía no molestarle ahora. Se levantó al verlos.

—Hola, preciosa —dijo Natalia—. ¿Cómo te encuentras?

Ambas se abrazaron brevemente.

—Mejor —contestó Marina cuando se separaron. Tenía buen aspecto, dentro de la palidez exagerada que era ahora norma en ella—. Así que supongo que debe haber anochecido ya —sus ojos relucieron como los ojos de un gato en la penumbra.

Héctor las contempló charlar mientras recordaba las frecuentes discusiones que ambas habían sostenido en el pasado. Aquello había quedado atrás. La Luna Roja también había obrado el milagro de unirlas. O al menos había sofocado su animadversión.

—Traigo noticias —dijo Natalia, adoptando de pronto un tono repentinamente serio—. Y no son buenas, os aviso.

—¿Adrián? —preguntó Héctor.

La bruja estaba utilizando a sus onyces para detectar posibles amenazas en la ciudad, además de para mantener controladas a las que ya conocían. Era su modo de intentar convencerlos de que las sombras podían serles útiles, punto que Héctor ni discutía ni pensaba discutir, estaba convencido de que podrían servirles de ayuda, por supuesto, del mismo modo en que estaba convencido de que los traicionarían en cuanto tuvieran oportunidad.

—No, Adrián se está portando bien —contestó Natalia—. Sigue con su dragón y con ese viejito tan gracioso que se les ha unido. Mis onyces han encontrado al tipo de los tejados —les informó.

Héctor sintió el súbito ataque de celos acostumbrado.

—¿En qué se ha convertido? —fue lo primero que preguntó Marina.

Natalia miró de reojo a Héctor antes de contestar:

—De eso quería hablaros —anunció—. Su cambio todavía no ha terminado. Es… —se mordió el labio inferior—. Es un trasgo. Como Roallen.

—No. —Marina retrocedió un paso, con una mano en el pecho y los ojos muy abiertos. El recuerdo de la lucha terrible contra el trasgo hizo que Héctor se estremeciera; se acarició la mano derecha con la izquierda. Aquel monstruo casi había terminado con él.

—Un trasgo, sí. Aún está a medio transformación y… por lo que me cuentan está sufriendo mucho. No debe de ser un cambio agradable. —Marina la contemplaba horrorizada—. He pensado que quizá deberíamos… debería hacer que mis sombras… —tragó saliva.

—¿Quieres matarlo? —preguntó la vampira.

—No es que quiera. Pienso que es lo que más nos conviene, que es diferente. Recordad a Roallen. —Sus ojos por un instante se fijaron en la urna que contenía las cenizas de Ricardo.

—Lo recuerdo bien, y recuerdo que ese chico nos salvó la vida —dijo Marina—. Roallen nos habría matado de no ser por él.

—Y también apuñaló a Adrián.

—Y tú estuviste a punto de cortarle el cuello —le recordó Héctor con voz desabrida. Un trasgo, nada menos que un trasgo—. No mataremos a nadie —gruñó aunque una parte de él hubiera estado encantada de ceder a la idea de N ataba.

—Sabía que dirías eso —la bruja sonrió mientras lo miraba de reojo. Se acarició la barbilla, pensativa, había algo que aún le quedaba por contar y era evidente que no sabía muy bien cómo hacerlo—. También han encontrado a tu amiga, la arpía loca —por el tono de su voz estaba claro que había decidido ser directa—: Bueno…, han encontrado lo que quedaba de ella.

* * *

«Otra muerte más», pensó de forma lúgubre Esmael mientras salía del nido de dama Moreda, «si esto continúa así, acabaré gobernando un reino deshabitado».

Dama Araña había preferido aguardar fuera. Había sido ella quien había encontrado el cadáver cuando, como venía haciendo una vez por semana desde meses atrás, había llegado al nido con provisiones para la arpía. Dama Moreda, ayudada por Alastor, siempre había sido capaz de procurarse alimento, pero en los últimos tiempos su deterioro se había hecho tan evidente que el Consejo Real había decidido aprovisionarla desde el castillo, como se hacía con tantos otros habitantes de Rocavarancolia. Dama Araña suspiró, se quitó un monóculo y lo limpió en el faldón de su levita. Ya no haría falta que acudiera a aquel nido nunca más. Uno a uno, todos iban cayendo: Dama Moreda, Denéstor Tul, Enoch, Rorcual, Belisario…

—Pobre dama Moreda —lloriqueó la araña—. No se merecía terminar así.

—No, no se lo merecía —dijo Esmael. La lluvia hacía brillar la negrura de su cuerpo de tal forma que parecía recubierto de oscuridad viva—. Debería haber muerto en la batalla, junto a sus hermanas. La vida que ha llevado desde entonces no ha sido vida: ha sido un insulto a su memoria… Y encima en compañía tan deleznable —Esmael torció el gesto y añadió con dureza—: no, dama Moreda no se merecía estos años de indignidad.

Dama Araña agitó la cabeza. Era cierto que las facultades mentales de la arpía habían quedado mermadas tras la batalla, pero describir su vida como indigna era un error. Dama Moreda había vivido sus últimos años completa y absolutamente enamorada, y el objeto de su amor no se había separado nunca de ella en todo ese tiempo. Dama Araña estaba segura de que muchos la envidiarían. Pero no podía compartir aquellos pensamientos con el ángel negro, no sólo porque Esmael jamás llegaría a comprenderlo sino porque, en el fondo, ella tampoco lo entendía demasiado bien. Había sentimientos que se escapaban a su comprensión y el amor era uno de ellos. Sabía de su existencia y conocía la manera en que afectaban a otros seres, pero no terminaban de encajar en su propia concepción del mundo.

Esmael miró de reojo la construcción a su espalda, mientras se preguntaba si aquella muerte podía tener alguna relación con los asesinatos del consejo. Dado el estado en que los carroñeros habían dejado el cuerpo, le había resultado imposible averiguar cómo había muerto dama Moreda. Quizá no había sido más que un accidente o alguna alimaña envalentonada con la Luna Roja. Dejaría que otros esclarecieran aquel punto.

—Lleva el cadáver a dama Desgarro —le pidió a la arácnida—. Y que ella y dama Serena averigüen la causa de la muerte. De entrada no será necesario convocar al consejo.

Se disponía ya a abandonar la azotea cuando dama Araña preguntó:

—¿Y la cabeza de Alastor, Esmael? ¿Intentarás encontrarla?

—¿Ese despojo? —El ángel negro hizo una mueca—. Algún carroñero habrá dado cuenta de él. A estas alturas no debe de ser más que una calavera roída tirada en… —se interrumpió, consciente de pronto de que aquella no era la primera muerte en Rocavarancolia en la que desaparecía una cabeza.

Entró de nuevo en el nido, maldiciéndose por no haberse percatado antes de algo tan obvio. Se acuclilló ante los restos y los examinó otra vez, con más detenimiento ahora. Recordó el cuerpo decapitado del criado asesinado junto a Belisario; las sirenas sin cabeza que habían servido de cebo para atraer a Enoch al salón del trono; el propio vampiro convertido en polvo; Rorcual tan despedazado tras ser obligado a sentarse en el trono que su cabeza bien podría haber desaparecido sin que nadie se percatara; y, por ultimo, el cadáver de Denéstor Tul perdido para siempre en las profundidades del mar. Y ahora Alastor.

—Maldita sea. Se lleva las cabezas, pero ¿para qué? —se preguntó en voz alta—. ¿Son un trofeo o hay algo más? No… —murmuró—, si fuera así también se habría llevado la de Belisario y la de dama Moreda. Algo se me escapa.

Esta vez dama Araña sí le había seguido al interior del nido y lo observaba sin comprender. Las pinzas de sus mandíbulas se movían de un lado a otro.

—¿Esmael? ¿Qué es lo que pasa?

El ángel negro la ignoró por completo, sumido en sus pensamientos.

Quizá no se tratara más que de una casualidad, se dijo. ¿Pero y si no era así? ¿Y si el asesino de Denéstor había actuado de nuevo? Las preguntas se atropellaban en su mente. ¿Y si dama Moreda no era su objetivo?, se preguntó, ¿y si a quien buscaba era a Alastor? Se levantó con un gruñido de frustración. Antes de seguir especulando debería conocer la causa exacta de la muerte de dama Moreda.

—¿Esmael? —preguntó dama Araña, inquieta por su largo silencio.

—Haz lo que te he dicho —le ordenó con sequedad—: lleva el cuerpo a dama Desgarro y que ella y la fantasma averigüen cómo murió. Y hazlo ya. No te entretengas levantando mausoleos.

Y sin esperar a comprobar si la arácnida se disponía a cumplir su orden, salió y levantó el vuelo. Había tenido la intención de regresar a su cúpula, pero el recuerdo del cuerpo deshecho de dama Moreda le perseguía. De pronto, un súbito impulso le hizo frenarse. La ciudad le rodeaba, silenciosa y oscura.

Tomó altura, impulsado esta vez por un hechizo de levitación, hasta que el contorno completo de Rocavarancolia se dibujó ante sus ojos. Se detuvo entonces, escupió en la palma de su mano derecha y, tras dibujar en la saliva una estrella de siete puntas, entonó un hechizo de localización general. Agitó la mano y la saliva, convertida en luz, se precipitó sobre la ciudad. Pocos segundos después, una diminuta chispa de luz blanca brilló sobre todos y cada uno de los habitantes de Rocavarancolia, al menos sobre todos los que no estaban protegidos contra un hechizo tan débil. Había muy pocas luces allí abajo. La mayoría concentradas en el castillo. No se detuvo a contarlas, pero no debían de llegar a los dos centenares. Se dejó caer, con las alas plegadas, un proyectil de oscuridad hendiendo la noche. Un murciélago de alas flamígeras se unió a él en su caída; el único que se había atrevido a desafiar a la Luna Roja desde que ésta había salido. Sus alas apenas ardían bajo la lluvia pero se mantenía tenaz en el aire.

Cuando apenas faltaban unos metros para llegar a la primera línea de tejados, Esmael detuvo su zambullida con un brusco desplegar de alas y voló hasta un pabellón de piedra. Desde un ventanal espió dentro, acuclillado como una gárgola que mirara en la dirección equivocada. El pabellón estaba en penumbra, pero pudo distinguir la voluminosa figura del monstruo que vivía allí. Barranta estaba tirado sobre un montón de paja; su respiración enferma reverberaba en el lugar como un trueno. Barranta era una mole inmensa, una criatura humanoide del tamaño de un mamut de combate. Era el último gigante vivo de Rocavarancolia. Barranta dejaba transcurrir los días dormitando, tan débil ya que no podía soportar su propio peso si se levantaba. Esmael lo observó con expresión inescrutable, luego regresó al exterior, con el murciélago revoloteando en torno a él.

Durante casi tres horas el Señor de los Asesinos voló por la ciudad, comprobando que todos los súbditos de aquel reino malherido se encontraran a salvo. Visitó a Crefala, el último hombre bestia, a Melgor, el anciano hechicero que vivía en una cueva en las montañas… Espió también a Mistral, que todavía vestía la forma del niño que había sido hacía tanto tiempo. Lo vio caminar por las calles, con aire furtivo, como si realmente creyera no ser más que un muchacho perdido en una ciudad encantada. Esmael se preguntó si habría recordado al fin su nombre y si eso había terminado de enloquecerlo.

El «último» cambiante, el «último» gigante, el «último» hombre bestia… Esa había sido otra señal inequívoca de la degeneración del reino: la aparición de ese adjetivo definitivo precediendo siempre a la especie de la que se hablaba: Roallen, el último trasgo, muerto bajo su mano; Denéstor Tul, el que durante tanto tiempo fuera el último demiurgo, perdido en las profundidades del mar; y él mismo, hasta hacía poco, el último ángel negro.

Pero eso había terminado con la Luna Roja; la cosecha había sobrevivido y había desterrado, al menos de momento, aquel calificativo. También los visitó a ellos, por supuesto, sus cambios podían no ser todavía completos pero ya eran, en esencia, ciudadanos del reino: sobrevoló el torreón Margalar, donde se encontraban la vampira, el ángel negro y la bruja; espió al nuevo demiurgo mientras retomaba la exploración de la torre Serpentaria tras vagar durante horas por la ciudad; contempló, imperturbable, el sufrimiento del muchacho que se transformaba en trasgo; y, finalmente, se dejó caer sobre el alero de una torre de vigilancia, frente al templo en el que se guarecían el piromante, su dragón y el viejo dragonero.

Recordó lo poco en serio que se había tomado las esperanzas del Consejo Real cuando Denéstor les mostró las mediciones de la esencia de los cosechados. Qué distinto era todo ahora. Miró hacia el cielo, hacia el punto de luz blanquecina que se abría camino en la oscuridad.

—Empieza de nuevo —murmuró. El murciélago flamígero revoloteaba a su alrededor, incansable.

«Rocavarancolia resurge al fin», pensó sin apartar la mirada del fulgor blanco que centelleaba en lo alto. «Y seré yo quien la gobierne. Seré yo quien la lleve a una nueva época de gloria».

—Háblame de los dragones —le pidió el piromante.

El dragonero se inclinó sobre la hoguera para observar mejor al muchacho sentado al otro lado. Tras él, se recostaba el dragón de Transalarada, adormilado.

—¿Acaso os he hablado de algo que no fueran dragones en este tiempo? —preguntó Valga Melquíades.

Se encontraban en el pórtico techado de un edificio colosal, sentados entre las columnas que sostenían el altísimo techo. Aquella había sido la entrada al templo de oración de los gigantes de Hecatombe, una impresionante construcción que había dominado el noroeste de Rocavarancolia y de la que sólo permanecía en pie el pórtico.

—Eso no es cierto —dijo Adrián—. También me has hablado de piromantes.

Valga Melquíades soltó una risotada que le provocó un violento acceso de tos.

—Muchos os dirán que un piromante no es más que un dragón con forma humana —dijo en un murmullo cuando dejó de toser—. Pero está bien —concedió—, hablemos de dragones… —tomó aliento mientras contemplaba a la inmensa bestia dormida en busca de inspiración. No tardó en hallarla—: Ya os hablé de Balderlalosa, el coloso negro, el primer dragón vampiro; y de Godar Lenta, el Aliento del Mundo y la Devastación del Cielo. Bestias de leyenda que forman parte de la historia de Rocavarancolia. Permitidme ahora que os hable de otra criatura legendaria. No tuvo la relevancia de los anteriores en el devenir del reino, pero puedo aseguraros que es el dragón más célebre que se conoce: dejad que os hable de Andras Sula.

El muchacho asintió, con los ojos brillantes, atento a cada palabra, a cada gesto del dragonero.

—Andras Sula, el dragón blanco. Su nombre, en un antiguo dialecto, significa: «el volcán que camina» —asintió con la cabeza mientras ordenaba sus pensamientos para proceder a contar la historia—. Antes de comenzar, he de poneros en antecedentes. ¿Habéis oído hablar de los destructores?

Adrián asintió.

—He leído sobre ellos —frunció el ceño al hacer memoria—. Son una desviación que puede darse en cualquier raza de dragones, una mutación o algo por el estilo.

—Eso es —confirmó el dragonero—. Su aparición es un fenómeno muy raro, sólo uno de cada diez mil dragones se convierte en destructor. Son fáciles de identificar: de cachorros son extremadamente nerviosos, con cambios de humor constantes… y son capaces de generar fuego mucho antes que sus hermanos. Una vez se detecta un destructor, debe ser sacrificado sin demora. Las consecuencias pueden ser nefastas si alcanzan la edad adulta —señaló la hoguera que ardía entre ellos—. Es el fuego —anunció—, el fuego los vuelve locos…, la llama que arde en su interior es demasiado intensa como para que puedan soportarla, hace que les hierva la sangre y los convierte en bestias imprevisibles.

»Y eso es algo que debe quedaros claro, piromante: el fuego es peligroso, por mucho que creas tenerlo bajo control es siempre él quien te domina. Y el fuego no tiene mente ni conciencia.

—Déjate de sermones, viejo, y háblame de Andras Sula —le espetó Adrián con brusquedad.

Valga Melquíades se revolvió incómodo y carraspeó para aclarar su garganta antes de continuar:

—Ocurrió en Querenia —comenzó—, un mundo vinculado hace más de mil años. No era un lugar demasiado llamativo, pero era idóneo para la cría de dragones: Querenia estaba infestada de volcanes y eso, como quizá sabéis, acelera su ciclo reproductor. Por eso vincularon a Rocavarancolia un mundo tan intrascendente como aquél. Se levantó un pequeño asentamiento cerca del vórtice y se trasladó allí un centenar de dragones de cría. Durante mucho tiempo todo funcionó a la perfección y cada pocos años una nueva remesa de dragones pasaba a engrosar las huestes del reino desde aquel mundo.

»Hasta que llegó Andras Sula. Es imposible saber a ciencia cierta cuáles fueron las circunstancias que facilitaron la aparición de aquel destructor. Quizá el culpable fuera un dragonero que cometió la locura de mantener con vida a una cría que debería haber matado. Puede que pensara que sería capaz de dominarla o tal vez pretendiera enriquecerse con ella; oh, sí, los hechiceros están dispuestos a pagar fortunas por los despojos de un destructor. Cuentan que su sangre, debidamente tratada, concede la vida eterna y que aquel que mira en sus ojos puede ver en ellos el futuro con la misma claridad con la que ve el presente con los suyos.

»La primera noticia de que algo ocurría en Querenia llegó a Rocavarancolia cuando la nueva hornada de dragones no atravesó el vórtice el día previsto. Se envió un emisario a través del portal para averiguar la razón del retraso, pero de él nunca más se supo. Fueron más precavidos en la segunda tentativa de establecer contacto, esta vez se mandaron varios enjambres de exploradores, las criaturas que los demiurgos usan para averiguar qué se esconde tras los nuevos vórtices que se abren en Rocavarancolia.

—Y para buscar muchachos que cosechar —murmuró Adrián con frialdad.

El anciano asintió dubitativo y tras guardar unos instantes de silencio por si el piromante quería preguntar o añadir algo más, continuó su historia:

—Muy pocos exploradores regresaron, pero los que lo lograron trajeron consigo información suficiente para saber qué tipo de horror se había desencadenado en Querenia.

»Todos los dragones y dragoneros estaban muertos. Andras Sula los había matado. Sólo quedaban cenizas; hasta el mismo suelo se había licuado por la potencia de su llama. Y en medio de aquel caos estaba el destructor: un dragón blanco perlado, no mayor que un potro, un dragón que no podía tener más de unos meses de vida y que ya tenía fuego suficiente como para causar tal estrago.

»El destructor dividió al Consejo Real que por aquel entonces asesoraba a Su Majestad Jeremías, el inacabado. Unos argumentaban lo arriesgado que era mantener un vórtice abierto entre Rocavarancolia y aquella criatura y aconsejaban cerrarlo de inmediato, pero era una opinión tan minoritaria que ni se tuvo en cuenta. La mayor parte del consejo opinaba que debían intentar sacar provecho del dragón. Los demiurgos pretendían estudiarlo. Los nigromantes y hechiceros se decantaban, en cambio, por matarlo, unos para esclavizar su alma y otros para usar los restos en sus hechizos. Dama Aérea de la Espada Hambrienta se ofreció a cabalgar a través del portal y traer la cabeza de la bestia para colgarla en el salón del trono. Un piromante afirmó que sería un sacrilegio matar a una criatura tan perfecta y aseguró que él sería capaz de domarla y ponerla al servicio del reino.

»La única decisión que tomó Jeremías fue la de mantener el vórtice abierto. «Si alguien quiere la cabeza del dragón que cruce el portal y la traiga», señaló. «Si alguien quiere su alma que vaya él mismo a buscarla». Como única medida de precaución se dispuso un hechizo en el vórtice que impedía atravesarlo desde Querenia si antes no se había estado en Rocavarancolia; así, ocurriera lo que ocurriera, Andras Sula nunca sería capaz de entrar en nuestro mundo.

»Fueron muchos los que cruzaron el portal en aquellos primeros días: magos, piromantes, brujos y guerreros… Todos movidos por el ansia de gloria, todos deseosos de doblegar a la bestia para convertirse en leyenda. Pero lo único que encontraron fue la muerte. Sólo las criaturas ideadas por los demiurgos para estudiarla lograban sobrevivir y únicamente porque las mandaban en tal número que siempre lograba regresar alguna con vida.

»Nada podía contra el dragón blanco. Del mismo modo que no puedes derribar el cielo o partir en dos en sol, así de imposible era vencer a Andras Sula.

»Los escritos cuentan que era magnífico, hermoso como sólo lo que es capaz de matarte puede serlo. Se bañaba en el interior de los volcanes y se alimentaba de magma. No dormía jamás y el fuego que brotaba de su garganta era de un blanco tan puro como el de sus escamas. Con el paso del tiempo creció hasta superar con creces a cualquier otro dragón conocido. Y el planeta, como no podía ser de otro modo, comenzó a notar su influencia. El cielo de Querenia no tardó en arder envuelto en llamaradas blancas, la fuerza de su aliento colapsaba las montañas y secaba los mares. Andras Sula pronto dejó de ser un dragón para convertirse en una fuerza de la naturaleza, en un dios destructor con poder suficiente para cambiar la faz del mundo.

»Los reyes de Rocavarancolia se sucedieron uno tras otro y el portal a Querenia se mantuvo abierto. Hubo monarcas que ignoraron por completo la presencia de aquella bestia, otros, en cambio, intentaron aprovecharse de ella. No fueron pocos los que se libraron de prisioneros y enemigos arrojándolos a través del vórtice. Su Majestad Balente, por ejemplo, hizo entrar en aquel portal a todos los habitantes de Estraz, una ciudad fortificada de otro mundo cuya resistencia a la conquista había sido épica. Y aunque parezca imposible, de cuando en cuando todavía alguien se creía lo bastante poderoso o afortunado como para intentar acabar con Andras Sula. Ni uno solo regresó con vida.

»Y llegamos a los tiempos de Orestes, el loco. Ha pasado a la historia por su sentido del humor, retorcido y cruel, y por su afición desmedida a los juegos sangrientos.

Fue él quien mandó construir el anfiteatro de Rocavarancolia. Para su divertimento se enfrentaban en la arena los monstruos y guerreros más despiadados. Orestes gustaba de hacer todo tipo de apuestas, a cada cual más estrafalaria, mientras asistía a los combates: a un guerrero aldarkense le prometió un mundo vinculado entero si derrotaba a doce colosos de Arfes; a un hechicero le entregó en trofeo la calavera del cíclope Leviatán por acabar con una cohorte de muertos revividos.

»Una tarde llevó su locura al límite, después de asistir a un espectáculo particularmente sangriento prometió el trono de Rocavarancolia al único superviviente de la masacre, un brujo guerrero curtido en mil combates; sólo puso una condición para que pudiera reclamar el premio: debía entrar en Querenia y regresar con vida. Todos pensaban que el brujo no aceptaría el reto, pero, para sorpresa de todos, aceptó. Dijo que había llegado su hora, su momento de gloria, que nunca tendría una oportunidad semejante y que bien merecía la pena jugarse la vida por ella. El brujo descansó esa noche y al día siguiente atravesó el vórtice a Querenia. Se estipuló que debería permanecer allí media jornada para tener derecho a reclamar lo prometido.

«Transcurrido ese tiempo, el brujo regresó. Oh, ni que decir tiene que no llegó a ser rey. Orestes le cedió la corona, sí… y acto seguido le obligó a sentarse en el Trono Sagrado que, ignorante de promesas, lo despedazó. Pero eso no cambiaba el hecho de que el brujo había regresado con vida. Pronto quedó claro el motivo:

»Ya no había mundo al otro lado del vórtice. El portal se abría a un campo de asteroides donde el brujo había sobrevivido gracias a su magia. El vacío del espacio resultó un enemigo más benévolo que la fiera con la que se hubiera topado en Querenia. Pero Andras Sula ya no estaba, y era evidente que había sido él quien había reducido el planeta a piedra y polvo. El dragón blanco había acabado con el mundo que lo vio nacer.

»Y es probable que eso también causara su final, sí, es posible que Andras Sula sucumbiera a su propio poder y muriera con Querenia. Pero hay quien dice que no sucedió así y que la destrucción de aquel mundo simplemente liberó al dragón. Cuentan que Andras Sula, majestuoso y eterno, vuela todavía en el vacío sideral, consumiendo todas y cada una de las estrellas que salen a su paso. Hay quien asegura que será él quien provoque el fin de la creación: irá apagando sol tras sol y devorando planeta tras planeta hasta que no quede nada más que fuego y oscuridad. Sólo entonces, Andras Sula quedará satisfecho, sólo entonces se detendrá y, según profetizan, será tal su satisfacción que estallará de puro gozo. Y la explosión que lo destruya será tan salvaje que de ella nacerá un nuevo universo.

»Así todo acabará en Andras Sula y todo volverá a comenzar con él.

Valga Melquíades guardó silencio. Durante unos instantes sólo se escuchó el aullido del viento, el siseo de la lluvia y la respiración bronca del anciano, agotado tras tan larga historia. El dragonero observó al piromante. Parecía curiosamente abstraído.

—Andras Sula —murmuró. En sus labios aquel nombre sonó a plegaria. Levantó las manos con las palmas abiertas hacia él y al instante se poblaron de llamas—. Gracias, viejo —dijo, sin apartar la mirada de las lenguas de fuego que recorrían sus dedos.

Valga Melquíades entrecerró los ojos; en todos los días que llevaba con el muchacho era la primera vez que mostraba agradecimiento o algo semejante a amabilidad.

—¿Gracias? —quiso saber—. ¿Me dais las gracias por la historia? Os he contado muchas mejores a lo largo de…

—No —le interrumpió—. La historia no vale nada, como todas las tuyas. Te doy las gracias porque me has dado un nombre: Andras Sula. Así será cómo me haré llamar a partir de ahora. ¿Sabes una cosa? Yo también invoqué el fuego cuando era pequeño, como ese dragón blanco. No necesité a la Luna Roja para conseguirlo. Sólo mis manos —seguía mirándolas, hipnotizado por el ir y venir de las llamas—. Incendié las caballerizas. Mis padres dijeron que no había sido yo, que había sido un accidente, un cortocircuito tal vez… Pero fui yo. Incendié los establos con las puntas de mis dedos. No necesité más. Lo había olvidado —asintió complacido como si aquel recuerdo recién recobrado fuera un preciado regalo—. Lo había olvidado —repitió.

—Puede ser… —murmuró Valga—. A veces los poderes de los piromantes se manifiestan en su infancia, no es normal que ocurra pero tampoco extraño, lo raro es que esos episodios se repitan con frecuencia —pero el muchacho no le prestaba atención.

—Andras Sula —murmuró de nuevo sin dejar de contemplar el fuego que bañaba sus manos y que encontraba su eco en el brillo enloquecido de sus ojos.

* * *

Sedalar Tul levitaba bajo el techo de la penúltima planta de la torre Serpentaria, con las manos apoyadas en la piedra y la cabeza pegada a ellas. Podía olería. La magia rebosaba allí arriba, a escasos centímetros de distancia, y sentía tal frustración por no poder alcanzarla que se tenía que morder los labios para no gritar.

Frunció el ceño al notar una repentina corriente de aire. Luego escuchó el siseo de las sombras de Natalia y supo que la bruja acababa de entrar. El demiurgo se dejó caer, con el gabán ondeando alrededor. Natalia estaba en el centro de la estancia, escoltada por varias onyces, con los brazos cruzados bajo el pecho y expresión sombría, más marcada si cabe por las espirales y dibujos que adornaban su rostro. Sedalar, al verla, se sintió deslumbrado.

—Deja de hacerlo, Bruno —le pidió la joven. Su voz era gélida, tajante—. Deja de mandarme tus bichos. Empiezas a cansarme.

—Siento haberte molestado —sobre sus hombros se posaron el escarabajo que le había mandado horas antes y dos libélulas de alas de papel—. Pero mi única intención es protegerte.

—Pues yo no quiero que lo hagas, ¿vale? Mis sombras y yo nos bastamos para mantenerme a salvo.

—No lo dudo, pero nunca está de más extremar las precauciones —insistió él. Se quitó la chistera, sacudió la cabeza para desenredar sus rizos y luego miró a Natalia. La intensidad de su mirada hizo sonrojar a la muchacha; sólo fue un instante, pero a Sedalar no le pasó desapercibido—. No te equivoques. No estoy haciendo esto por lo que pueda sentir o no por ti. Me dejaste claro que tenía que olvidar mis sentimientos y en ello estoy —y aquella mentira sonó en sus labios como si fuera la única verdad que hubiera pronunciado en su vida.

—No me gusta que me espíen —insistió ella. Parecía realmente enfadada.

—Y no lo hago. Estoy seguro de que existen modos de mirar a través de los ojos de mis criaturas, pero todavía no los conozco.

—¿No? —preguntó sarcástica—. ¿Me estás diciendo que no pueden contarte qué estoy haciendo?

—No, no pueden. Natalia, te lo repito: no te estoy espi…

—¿Y si no puedes comunicarte con ellas cómo se supone que van a avisarte si me pasa algo, listillo? —le cortó ella sonriendo maliciosa.

—Hay un modo —le informó él—. Si corres peligro, mis criaturas se quitarán la vida. Cuando mueren no importa dónde estén ellas o dónde me encuentre yo: lo siento al instante. Es como si me retorcieran por dentro. Así sabré que algo ocurre. Y así podré ir ayudarte.

—¿Se matarán? —preguntó, pasmada—. No hablas en serio, ¿verdad?

Sedalar asintió con desgana.

—Claro que hablo en serio. ¿Tienes algún problema con ello? —le preguntó con exagerada frialdad—. No parecen gustarte, así que qué te importa la suerte que corran.

—Una cosa es que no me gusten y otra que se maten por mí y no me afecte. ¿Qué bestia sin sentimientos crees que soy?

—Todos morimos —dijo él y su voz sonó idéntica al Bruno de antaño—. Al menos así su muerte tendrá sentido —se puso la chistera y echó a andar hacia la puerta. Las sombras siseaban a su paso—. Si no te importa, tengo que irme. Se ha hecho tarde y no quiero que Héctor y Marina se preocupen por mí. Si tienes algo más que reprocharme, hazlo rápido.

—No sé a qué estás jugando, Bruno, pero no me gusta.

—No estoy jugando a nada —le dijo—. Y, por favor, deja de llamarme Bruno. Ahora soy Sedalar —señaló mientras se ajustaba con brusquedad la chistera—. Sedalar Tul.

A duras penas logró contener el impulso de echarse a reír cuando la escuchó insultarle a su espalda.

Héctor estaba curioseando uno de los libros de magia de Bruno cuando Marina bajó las escaleras. No la oyó llegar, pero fue capaz de intuir su presencia. Se giró y se sorprendió al verla a menos de un metro de distancia; llevaba puesto un grueso blusón con capucha y el arco y el carcaj colgados al hombro.

—Voy a salir —susurró. Con la mano derecha se masajeaba las sienes, como si intentara sofocar una migraña—. Hoy no se me quita ni la sed ni el dolor de cabeza —dijo—. Tengo que hacer algo —Héctor se levantó e hizo ademán de acercarse. La joven retrocedió y él se detuvo. No lo quería cerca, era evidente—. Con suerte puede que cace algo —murmuró insegura.

—Bruno no tardará en regresar —dijo él, con un nudo en la garganta—. Si le esperas, seguro que podrá ayudarte —se sentía restablecido de la sangría de aquella mañana, y aunque la idea de ponerse de nuevo bajo la jeringa le daba náuseas lo haría si no quedaba alternativa.

Marina negó con la cabeza.

—No es eso —murmuró—. Al menos no es sólo eso… No puedo quedarme aquí día tras día sin hacer nada. Necesito saber que puedo ayudarme a mí misma.

—Y no vas dejar que te acompañe, ¿verdad? Porque esta es una de esas estupideces que uno debe hacer solo y todo eso.

—Exacto —sonrió con desgana—. Pero te dejo acompañarme hasta el puente si quieres. No tienes que preocuparte tanto por mí. Además, mira, llevo protección —tras meterse la mano en el bolsillo le mostró la diminuta araña de miga de pan y palillos que Bruno había hecho para ella—: Tengo un bichito de demiurgos, ¿lo ves? Estaré bien —le aseguró—. Si me meto en problemas, la araña avisará a Bruno y acudirá al rescate…

—Por si acaso no te metas en líos —dijo él—. Bruno todavía no está en sus cabales.

Echaron a andar hacia el portón, con Héctor siguiendo de cerca a la muchacha. Algo había cambiado también en la forma de caminar de Marina, ahora parecía más etérea que nunca, dotada de una gracia especial.

Fuera continuaba lloviendo. Marina alzó el rostro un instante para recibir la lluvia en pleno rostro, pero no tardó en apartarlo, como si el contacto del agua le resultara repugnante. Se puso la capucha y aceleró el paso.

En el reloj de la fachada el símbolo de la Luna Roja continuaba su desplazamiento. Ya había llegado a la altura de las dos y, según los cálculos de Bruno, alcanzaría a la estrella en un mes.

Cuando llegaron al puente, Héctor se detuvo.

—Aquí me quedo —anunció Marina. Se giró hacia él, envuelta en un repentino torbellino de ascuas rojas. Por un instante Héctor vio cómo le sonreía, pero de pronto la sonrisa se vino abajo y fue sustituida por un rictus voraz.

El vello de la nuca se le erizó. El hambre de Marina, en aquel momento, la superaba. Héctor sentía la mirada de su amiga atravesándolo de parte a parte. La oscuridad se asomaba en esos ojos y la oscuridad era roja y brutal. Y él, de pie ante ella, notó una oscuridad similar removiéndose en su interior. Todos sus músculos se tensaron. Por un instante, un instante eterno, parecieron dispuestos a saltar el uno sobre el otro, hasta que, de pronto, Marina parpadeó, retrocedió un paso y volvió bruscamente en sí. La expresión con que ahora lo miró fue de perplejidad.

Un relámpago rasgó el cielo en ese preciso momento y el trueno que le siguió fue de tal calibre que dio la impresión de que la misma realidad se tambaleaba.

—Nos vemos en un rato —le aseguró Marina con voz trémula cuando el estruendo se disipó. Luego huyó a la carrera.

Héctor la vio desvanecerse entre las sombras, inmóvil, aturdido, sin comprender muy bien qué acababa de suceder. La oscuridad se convulsionó en su pecho, era una fuerza despiadada que le impelía a ir tras ella y despedazarla. Dio un paso atrás, soltó un gruñido más animal que humano y, dando la espalda a la noche y a sus instintos, regresó al torreón.

* * *

Hurza Comeojos permanecía acuclillado en la azotea de un edificio de piedra negra, envuelto en su hechizo de opacidad. Desde allí, fue testigo del tenso momento vivido entre Héctor y Marina. La muerte de cualquiera de los dos retrasaría sus planes de manera indudable, pero ni por un instante se le pasó por la cabeza intervenir. De hacerlo, Esmael caería sobre él antes de que tuviera tiempo de pronunciar su nombre.

Cuando vio cómo la muchacha echaba a correr bajo la lluvia, se deslizó en su persecución. Pronto le dio alcance. La vampira marchaba ahora a paso vivo, ignorante de la presencia que la acechaba. Se detuvo al poco tiempo, se limpió las lágrimas con la manga del blusón y comenzó a murmurar insegura un hechizo de rastreo. Era nueva en la magia y tuvo que recomenzar el sortilegio varias veces hasta dar con el tono adecuado. Finalmente consiguió invocar un tenue hilo de claridad que se fue desenredando despacio en dirección norte. Marina contempló con sorpresa aquel diminuto rastro, como si hasta a ella le asombrara haberlo conseguido. A continuación echó a andar siguiendo el hilo plateado.

* * *

Sobre el castillo en las montañas flotaba dama Serena, encarada hacia el brillante fulgor que titilaba en el cielo. Aquella luz marcaba el punto final de una época, era la señal inequívoca de que la rueda giraba de nuevo, con todas las consecuencias que eso acarreaba. La fantasma estudiaba el fulgor con cierta extrañeza, preguntándose qué sentimientos se habrían despertado en ella si el devenir de los acontecimientos hubiera sido diferente. ¿Se sentiría feliz de contemplar aquella luz si no hubiera vendido su alma, todo lo que tenía, todo lo que era en suma, a un monstruo? ¿Se sentiría esperanzada de ver cómo Rocavarancolia retomaba el camino que nunca debería haber abandonado? No lo sabía, no podía saberlo.

A sus pies, en el castillo, la vida continuaba, ajena a la fantasma y a la llamarada blanca que se abría camino en los cielos. Los pálidos criados se arrastraban por los pasillos, con la oscuridad de Hurza pulsando en sus sienes. La escasa guarnición de la fortaleza permanecía de guardia en sus puestos. En el castillo todo era silencio y penumbra.

En sus estancias de la torre norte, los hermanos Lexel se sentaban frente a frente a una mesa de mármol ajedrezada. Sus posturas eran simétricas, hasta el vuelo de sus capas al caer era idéntico. Las máscaras que portaban no tenían orificio alguno para facilitar la visión, pero aun así, se miraban con una tensión y un odio tan atroz que quedaba patente en todos y cada uno de sus músculos.

Los hermanos Lexel no eran hermanos. En el pasado habían sido un único ser, un cosechado más. Había sido la Luna Roja la que los había escindido en dos criaturas separadas, completamente autónomas y, a pesar de ello, dependientes. No podían vivir el uno sin el otro, se necesitaban con la misma ansia y furia con la que se aborrecían. Sus corazones latían en sincronía, cuando uno exhalaba el aliento de sus pulmones el otro inhalaba.

Los dos miraron de pronto y al unísono hacia el ventanal de la torre. A través de él se alcanzaba a distinguir el fulgor que había aparecido entre las nubes.

—Se abrirá esta noche —dijo el gemelo de la máscara blanca—. Y conducirá a un mundo magnífico, un mundo lleno de vida que retorcer y torturar. Apuesto mi alma, dos besos a las puertas de la muerte y una noche de masacre.

—Se abrirá esta noche —dijo el gemelo de la máscara negra. Su voz era idéntica a la de su hermano—. Y se abrirá a un erial desolado donde nunca podrá haber vida. Apuesto mi alma, el llanto de un niño muerto y un día aciago.

En el cielo, el fulgor se hizo todavía mayor.

* * *

El dolor no acababa.

Darío se retorcía en el suelo, entre la mugre y el polvo. La habitación apestaba a matadero. No había parte de su cuerpo que no fuera un tormento. Sentía que se estaba descoyuntando, que los huesos de su esqueleto se soltaban unos de otros para soldarse con sus vecinos, sin orden, sin coherencia, sólo por el placer de torturarlo. Las convulsiones a veces eran tan fuertes que el muchacho golpeaba el suelo y las paredes con tal fuerza que la piedra se resquebrajaba.

Si hubiera tenido fuerzas se habría matado. De haber podido habría empuñado la espada y le hubiera dejado quitarle la vida. Pero lo único que podía hacer era retorcerse, muerto de miedo, muerto de dolor, y desear que en una convulsión se le rompiera el cuello y pudiera descansar por fin.

«Mírame bien», escuchaba decir a Roallen entre los alaridos de su cabeza, «porque esto será lo que veas en el espejo cuando salga la Luna Roja». Y por eso, sólo por eso, mantenía los ojos cerrados, se negaba a ver en qué se estaba convirtiendo, no quería tener el menor atisbo de ese cuerpo que ya no era suyo.

Estaba tan aturdido, tan perdido en su agonía, que tardó tiempo en darse cuenta de que alguien hablaba junto a él.

—No sé si lo estoy haciendo bien —decía la voz, rota y desolada—. Es la primera vez que intento un hechizo de curación… No sé si funciona, no sé si sirve para algo…

Por un momento pensó que el muchacho de la chistera había regresado, pero de ser así sus palabras no tenían sentido. Bruno conocía bien los hechizos de curación, y además… además no era una voz de hombre la que oía. Era una mujer. Entreabrió los ojos y las tinieblas lo deslumbraron.

Creyó ver a un hombre desnudo, acuclillado ante él, de piel parda, con un cuerno en la frente, pero pronto aquella imagen se desvaneció y se encontró con Marina, arrodillada a su lado. La joven apenas era una sombra en la oscuridad, pero era indudablemente ella. Sus ojos refulgían como faros, como soles gemelos que hubieran bajado del cielo para consolarle con su luz. Nunca había estado tan pálida, nunca había estado tan hermosa.

Quiso hablarle. No le importaba si lo que tenía ante él era un espejismo. Necesitaba explicarle que no era culpa suya, que no existía hechizo que pudiera salvarlo porque no había heridas en su cuerpo que sanar. Era la Luna Roja la que lo retorcía por dentro y por fuera y contra ella nada podían hacer. Quería decirle tantas, tantas cosas… Quería contarle que, por estúpido que pareciera, se había enamorado de ella nada más verla, que sólo necesitó mirarla una vez para saber que su futuro y el suyo, de alguna manera incomprensible, mágica, estaban ligados. Pero no encontraba palabras. Y ella estaba ahí, tan cerca que podía olería sobre el hedor que despedía su propio cuerpo.

Hizo un supremo esfuerzo para frenar los temblores y alargó una mano hacia ella, una mano de dedos largos y retorcidos. Al verlos se vino abajo; y aun así encontró fuerzas para hablar. Sabía muy bien qué debía decir. Sabía muy bien lo que tenía que pedirle:

—Mátame… —le rogó. Las lágrimas comenzaron a verterse por sus mejillas imposibles. No reconocía su propia voz, ni la geografía de su cuerpo, pero reconocía a la muchacha que lloraba ante él. Y eso, en aquel momento, era suficiente—. Mátame… —repitió.

Ella sacudió la cabeza, trató de incorporarse, tropezó y cayó al suelo. Se llevó una mano a la boca. ¿Se había relamido? Eso había creído ver. Su mano todavía la señalaba, suspendida en el aire.

—Mátame…

Marina negó por enésima vez con la cabeza, se levantó y echó a correr hacia la puerta. Él mantuvo la mano alzada, aquel horror ajeno, señalando en dirección al sonido de pasos que se desvanecía por la escalera.

—¡Mátame! —gritó.

Pero ella ya no podía escucharle.

* * *

La tormenta crepitó en torno al vibrante fulgor que había aparecido en mitad de la noche. La oscuridad alrededor de la luz se vino abajo y el espacio se quebró y crujió. El fulgor, tras un brusco estallido, aumentó su potencia, se llenó de matices, de tonos rojizos y violáceos. Y aquella extraña mancha de luz floreció, comenzó a girar más y más rápido, hasta que la brecha, rodeada de luz cambiante, se hizo mayor.

Y el primer nuevo vórtice en treinta años se abrió en Rocavarancolia.