VI
Sedalar Tul
La aguja encontró más dificultades que nunca para atravesar la carne y entrar en la vena; en cuanto lo logró las extremidades articuladas de la enorme jeringa se afianzaron alrededor del antebrazo de Héctor y la sangre comenzó a brotar. El joven torció el gesto. Aquel cruce entre araña y mosquito se parecía poco a la jeringuilla que le había extraído sangre en su primer día en Rocavarancolia, pero aun así ambas tenían cierto aire de familia. Toque de demiurgos, supuso.
La sangre fluía por el interior de la jeringa e iba a parar al ánfora de cristal alojada en su base. Era tan roja como de costumbre aunque a Héctor no le habría sorprendido verla cambiar de color de un día para otro. Rocavarancolia seguía bajo el embrujo de la Luna Roja. Aquel enorme astro no llevaba ni una semana sobre sus cabezas, y a él ya le costaba reconocerse. Su cuerpo iba adoptando un tono cada vez más oscuro, aunque todavía lejos del negro rotundo de su mano derecha; su piel era más dura a cada jornada que pasaba, de ahí las dificultades de la aguja para atravesarla; y aquellas diminutas piedras cristalinas engarzadas a su carne aparecían cada vez en mayor número, concentradas sobre todo en las articulaciones.
La sangre, brillante y roja, llenó la redoma unida a la jeringuilla.
—Bruno —llamó y su voz le sonó extraña—, esto ya está.
El demiurgo estaba de pie, con la chistera y el gabán puestos, apoyado contra el muro en la postura tensa de alguien que lleva largo rato queriéndose marchar de donde está. Al oír a Héctor se acercó, con el ceño fruncido.
—Lo has vuelto a hacer —le advirtió, malhumorado, mientras cambiaba el ánfora llena por una vacía—. Me has vuelto a llamar Bruno. ¿Tanto te cuesta recordar mi nuevo nombre?
—Lo siento. Cuesta acostumbrarse, llevo meses llamándote Bruno —hizo una mueca cuando la aguja se clavó de nuevo en su vena—. Debes reconocer que es raro.
—Pues ponle empeño —le dijo—. Es importante para mí, ¿vale? Quiero dejar atrás el pasado y necesito que me ayudes no recordándomelo una y otra vez.
—Está bien. Intentaré enmendarme —y después de hacer una pausa añadió—: Sedalar…
—Eso es —el demiurgo sonrió complacido, sin percatarse del tono burlón con el que Héctor había pronunciado el nombre—. Sedalar Tul. Ese soy yo. Nada de Bruno.
Héctor sacudió la cabeza y suspiró. ¿Después de todo lo que estaba ocurriendo qué importancia tenía un cambio de nombre? Bruno era Sedalar ahora y por lo que Natalia le había comentado ella también estaba pensando cambiárselo. Y la noche antes Marina le había dicho que esa idea también comenzaba a rondarle por la cabeza.
—Ya no somos quienes fuimos —había asegurado—. Y es inútil fingirlo.
Pero él no pensaba hacerlo, se negaba a cambiar el nombre que había sido suyo durante toda su vida. Hacerlo sería condenarse al olvido, borrar su pasado y todo lo que contenía. Seguía siendo Héctor, en lo que realmente importaba seguía siendo él. Al menos quería creerlo.
Bruno miraba fijamente la aguja clavada en su antebrazo como si así la sangre fuera a fluir más rápido. Héctor se reclinó hacia atrás, con las alas desplegadas sobre el respaldo de la silla, y soltó un suspiro agotado. Era la tercera ánfora de la mañana. Ya el primer día había quedado claro que una no iba a ser suficiente para alimentar a Marina, y aunque durante las jornadas siguientes había parecido que con dos bastaba, el día anterior la muchacha había preguntado si era posible conseguir más. Aquella mañana era la primera vez que subían la dosis a tres.
—Terminado —anunció el demiurgo y procedió a retirar con celeridad tanto la jeringa como la redoma.
Héctor permaneció sentado mientras Bruno le lanzaba un hechizo vigorizante. Casi ni lo notó. Apenas se sentía sólido. Le zumbaban los oídos y su propia realidad se le escapaba. Acababa de perder más de dos litros de sangre y estaba pagando las consecuencias.
—¿Estás bien? —oyó preguntar a Bruno. Su voz sonó distante, como si se dirigiera a él desde un continente lejano.
—No —contestó—. Estoy mareado y tengo náuseas. Pero se me pasará, no te preocupes, lárgate si quieres.
El italiano soltó un bufido.
—No me está gustando esto, Héctor. Estamos llevando tu cuerpo al límite. Tu organismo regenerara la sangre a gran velocidad, sí, pero la pérdida es tan constante que no sabemos qué consecuencias puede traerte…
—No quiero discutir eso ahora, ¿vale? Hablamos luego, Bruno, Saladar o como diablos quieras llamarte —apenas podía pensar.
No necesitó abrir los ojos para ser consciente de la mirada reprobatoria de Bruno. Resultaba paradójico que a veces echara de menos la frialdad de su amigo, era más fácil ignorarlo entonces. Hizo un gesto para indicarle que podía marcharse y se recostó aún más en la silla, con las alas tan retorcidas que dolían. Escuchó, entre el persistente zumbido de su cabeza, cómo el demiurgo abandonaba el torreón y suspiró aliviado al verse solo.
La tranquilidad duró poco. Apenas se habían apagado los ecos de los pasos de Bruno cuando escuchó a Marina llamarle. Hizo el tremendo esfuerzo de enderezarse en la silla y aunque el movimiento le mareó más de lo que ya estaba, lo consiguió. Los días anteriores no había tardado mucho en restablecerse, pero ignoraba cuánto tiempo le costaría tras subir la dosis.
—¿Héctor? —insistió Marina desde arriba—. ¿Hola? ¿Hay alguien?
Se tomó unos segundos antes de contestar. Quería que su voz sonara firme.
—Estoy aquí —anunció mientras se levantaba como podía de la silla mirando hacia la escalera. La muchacha no estaba a la vista, pero a juzgar por el sonido de su voz no debía de encontrarse lejos. Hizo un supremo esfuerzo por no aparentar debilidad—. ¿Quieres algo? —preguntó. La periferia de su visión giraba y giraba.
Ella también demoró su respuesta y él no pudo evitar pensar que los silencios de ambos eran mucho más elocuentes que sus palabras.
—Yo —contestó al fin. Había un matiz ansioso en su voz—. Sólo me preguntaba… —no terminó la frase. No hacía falta. Héctor miró las ánforas, alineadas en el suelo, repletas de sangre.
—Dame un minuto y subo —dijo—. Bruno acaba de marcharse y me ha dejado al cargo.
Ella dijo algo que él no logró entender, ¿quizá un «no tardes»?, y luego la escuchó encaminarse hacia su cuarto. Héctor respiró hondo. ¿Hacia dónde se dirigían?, se preguntó, ¿qué iba a ser de ellos? Había momentos en los que no veía resquicio alguno a la esperanza, momentos en los que no podía pensar en otra cosa que no fuera el cuento de la farera y el náufrago y la premonición de la arpía.
Guardó las tres redomas en un morral y subió las escaleras despacio. Los oídos todavía le zumbaban, pero comenzaba a sentirse lo bastante fuerte como para fingir encontrarse bien.
Marina había regresado a la cama. Llevaba puesto un camisón negro y un pañuelo rojo al cuello. Pálida y hermosa se irguió en el lecho. Sus ojos refulgían. El tintineo de las redomas en la bolsa fue el único sonido que se escuchó en la habitación.
«Antes de hacerte daño, me mataría. Antes de hacerte daño, dejaría que me mataras», pensaba Héctor mientras se acercaba.
Sacó las redomas y las colocó en la mesita junto a la cabecera. Cuando terminó miró a Marina y sonrió.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó. Se moría de ganas de sentarse al borde de la cama, pero se refrenó: no quería mostrar ningún síntoma de debilidad.
—Igual que ayer, como si me hubieran dado una paliza… —se incorporó lo suficiente para apoyar la espalda en la cabecera—. Me duele la cabeza y la luz me deslumbra —dijo, a pesar de que la estancia estaba en tinieblas. Durante el día, Marina siempre se encontraba débil y desconcertada. Sólo comenzaba a sentirse bien cuando el sol se ocultaba—. ¿Tú cómo estás? Tienes mala cara.
No le costó trabajo mentir, al menos en lo esencial.
—Es Bruno —dijo—. Me saca de quicio. Es imposible vivir con él, con sus ataques, sus rabietas y sus cambios de humor…
—Todos estamos igual. Dale tiempo.
—¿Qué remedio me queda? —dijo, y al mirar hacia ella vio cómo sus ojos buscaban ansiosos las ánforas alineadas en la mesilla. Sintió una punzada en la boca del estómago. Era aprensión, y repugnancia y un extraño sentimiento de orgullo por su sacrificio que le hizo sentirse miserable. Era hora de marcharse. Héctor no quería ver lo que estaba a punto de suceder ni Marina deseaba que él estuviera allí cuando ocurriera. No habían necesitado palabras para llegar a ese acuerdo.
—Estaré abajo si necesitas algo —dijo, con un nudo en la garganta.
—Gracias —contestó ella, de forma automática, más atenta a las ánforas que a él.
Héctor asintió, incómodo y se marchó de la habitación con paso firme. En cuanto llegó a las escaleras buscó el apoyo del muro y se dejó resbalar poco a poco por él.
* * *
Sedalar Tul caminaba bajo la lluvia y la noche perpetua que se cernía sobre Rocavarancolia desde que la Luna Roja había aparecido. El sol podía haber salido ya varias veces desde entonces, pero su presencia pasaba inadvertida en aquella oscuridad turbia.
—Sedalar Tul —murmuraba al caminar. Marchaba con su mochila al hombro y el báculo cruzado entre las correas de la misma—. Sedalar Tul, ése es mi nombre y no otro. Bruno está muerto. La Luna Roja lo mató. Bien por ella —mientras avanzaba no dejaba de tallar un pequeño pedazo de madera. En pocos días había ganado una habilidad notable—. Me llamo Sedalar Tul —repitió—, y no me llamo de ningún otro modo.
Sabía que su estado mental distaba mucho de ser normal. Nunca lo había sido, pero ahora, al menos, era consciente de ello. Durante toda su vida había estado trastornado, perdido, había sido una caricatura de ser humano.
La Luna Roja lo había salvado de sí mismo. Su hechizo no le había transformado, no, era algo más profundo: había renacido.
Pero todavía quedaban promesas por cumplir y gente a la que salvar. Los cambios de Marina, Maddie y Lizbeth habían sido brutales y debía hacer lo imposible por revenirlos. Se lo debía. Héctor estaba sobrellevando bien su transformación, al menos todo lo bien que era posible dadas las circunstancias y en cuanto a Natalia… Pensar en ella y perder el hilo de sus pensamientos fue, como de costumbre, todo uno. El torbellino emocional en el que se hallaba sumido enloquecía todavía más sólo con pensar en la rusa. Todo se entremezclaba: amor, tristeza, esperanza, el dolor de haber sido rechazado…
Y, por extraño que pareciera, agradecía esa vorágine. Prefería mil veces el sufrimiento de un corazón roto a la apatía que había sido norma a lo largo de su vida, a contemplar el mundo y no sentir más que indiferencia. Sedalar se preguntaba si ésa sería también otra muestra de locura.
—Prefiero que me rompan el alma a no sentir nada —murmuró. Y le gustó tanto el sonido de la palabra «alma» que la repitió una y otra vez mientras caminaba, saltando de charco en charco.
Le costó trabajo apartar su mente de Natalia y retomar el hilo de sus pensamientos: la manera de revertir los cambios provocados por la Luna Roja. Estaba convencido de que debían existir formas de hacerlo. La única prueba con que contaba era, a su modo de ver, irrefutable: Lizbeth se había transformado sin que la luna estuviera presente, su cambio se había visto acelerado por el colgante que habían encontrado en el palacete. Y si aquel artefacto era capaz de acelerar el cambio, ¿por qué no podía existir otro que lo invirtiera? Sólo tenía que dar con él. Y si no lo conseguía, si no existía algo semejante… él lo crearía.
—Porque soy un demiurgo. Sedalar Tul, ése soy —se detuvo en una encrucijada de caminos, sin dejar de tallar la madera; en vez de escoger una de las callejuelas que partían desde allí, echó a andar en el aire.
Era un demiurgo. Pero poco sabía aún sobre sus habilidades, y ésa era otra búsqueda en la que se hallaba embarcado: entender su propia naturaleza, conocer sus límites y el alcance de sus poderes. Le habría gustado hablar de ello con Alastor, pero el inmortal no había vuelto a aparecer y los hechizos de localización que había probado para dar con él no habían surtido efecto. Sedalar sospechaba que la actitud de Héctor le había espantado. Y era una lástima. Aquel singular personaje era el único habitante de Rocavarancolia que se había acercado a ellos desde la salida de la Luna Roja.
Siguió su camino rumbo a la torre de hechicería. Esa era siempre la primera y la última etapa en su exploración diaria de la ciudad. Pasaba largo rato allí, intentando encontrar la manera de acceder a la última planta del edificio. Por el momento había fracasado en todos sus intentos, pero no pensaba claudicar; si había algún lugar en el que estaba convencido de poder hallar respuestas era allí.
Aunque era invisible a los ojos, Sedalar sintió el campo místico que rodeaba la última planta cuando aún faltaban más de cien metros para llegar a ella; era una sutil vibración, una bolsa de aire tibio centrada en la cúspide del edificio. Si la atravesaba, el hechizo que lo sostenía cesaría y caería a plomo, como ya le había sucedido semanas atrás. Aquella burbuja impedía que la magia, al menos la que él era capaz de generar, permaneciera activa tras ella. Descendió por debajo del nivel de la barrera y atravesó el muro de la torre.
Fue a parar a una pequeña habitación de la segunda planta, repleta de estantes y libros que ya tenía más que hojeados. Todos estaban escritos en lenguajes incomprensibles, pero lo curioso de ellos, y era algo que no había podido detectar hasta que la Luna Roja lo había cambiado, era que estaban vivos. No sabía si eran obra de demiurgos, o que algo en ellos, ya fuera la tinta, el papel o, quién sabe, la encuadernación, tuviera vida propia. Acarició el lomo de todos los libros que encontró en su camino mientras salía de la estancia. Desconocía el nivel de consciencia con que contaban, pero le gustaba pensar que de, algún modo, esa caricia les reconfortaba.
Secó sus ropajes empapados con un gesto y se adentró en la torre. Se detuvo junto a la escalera. Tras una pequeña vacilación decidió bajar por ella. Poco importaba por dónde empezar a investigar. En los últimos cuatro días había registrado el edificio con tal exhaustividad que, prácticamente, no quedaba ya piedra por remover. Aquella torre sólo tenía un secreto para él: cómo acceder a su última planta.
De pronto un temblor incontrolable de sus manos le hizo detenerse. La madera que tallaba cayó escaleras abajo y él se tambaleó, a punto de seguirla en su caída. Metió las manos bajo las axilas para frenar el temblor y cerró los ojos. No era la primera vez que le ocurría aquello. Sabía muy bien qué era: agotamiento, puro y duro agotamiento, no en vano llevaba casi una semana sin dormir. No había dormido ni un solo minuto desde que había salido la Luna Roja, y no pensaba hacerlo nunca más. Se negaba a enfrentarse otra vez a las miradas de los muertos, a ese patio de butacas donde se sentaban todos a los que les había robado la vida. No, no pensaba dormir jamás.
El temblor fue remitiendo, pero la fatiga se le anudó como una cuerda a las articulaciones. Se sentó en un escalón y lanzó sobre sí mismo un hechizo de vela. Lo hizo despacio, balbuceando el sortilegio; al sentir una repentina quemazón en la frente, hizo intangibles sus dedos y los introdujo en su cráneo, justo donde el hueso ardía. Cuando los extrajo tenía sujeta entre ellos una esfera gomosa de color pardo. La aplastó contra la palma de su mano y luego restregó la porquería en la escalera. El cansancio desapareció al instante.
—Sin sangre ni sueños —murmuró Sedalar—. ¿Qué nos estamos haciendo, Héctor? ¿En qué terminará esto? —no quiso ni preguntarse qué habría ocurrido si aquel ataque de debilidad le hubiera sobrevenido mientras caminaba por los cielos—. Ya lo veremos, ya lo veremos. El camino sigue y sigue… Y ya no somos las mismas personas que lo comenzamos, como tampoco seremos los mismos que ahora somos si llegamos al final.
Se incorporó, ya restablecido, y bajó los escalones hasta dar con el pedazo de madera. Volvió a sentarse y se dedicó a terminar la talla. Era el cuerpo abombado de un insecto, con aire de escarabajo. Practicó ocho incisiones en él, cuatro a cada lado del abdomen, e introdujo en ellas las patas, fabricadas con juncos. Las alas que prendió del lomo eran alargadas y tan brillantes como los pedazos de vidrio que le colocó por ojos.
Una vez hubo terminado su obra, Sedalar insufló vida al insecto. Sintió un súbito espasmo al hacerlo, una lanzada eléctrica que le recorrió el vientre y que terminó en un pinchazo breve a la altura del pecho.
La primera noche, con el reloj de su abuelo, había actuado por impulso. La Luna Roja le hervía en la sangre y era su luz la que lo guiaba. Tomó el reloj entre las manos, enloquecido. Sabía qué debía hacer y cómo, pero desconocía el objetivo final de todo aquello. El dolor que sintió fue tremendo y tan inesperado que lo siguiente que supo fue que estaba gritando en el suelo. El reloj cayó junto a él, con la tapa abierta y la cadena enroscada alrededor. Y de pronto se movió: vivía, el reloj vivía. Fue en ese momento cuando supo en qué se había convertido. Desde entonces el reloj había muerto en dos ocasiones. Y en ambas había vuelto a animarlo. Tenerlo cerca le consolaba.
—Dar vida duele… —murmuró, todavía no sobrepuesto del aguijonazo. Observó al escarabajo recién animado. No podía saber a ciencia cierta cuán longevo iba a resultar, pero por el dolor que había sentido estaba seguro de que sería más de un día.
El insecto agitó las alas, con renuencia al principio y con remarcable seguridad después, y echó a volar ante el demiurgo. Sus ojos de cristal miraban a todas partes, desorbitados, alucinados.
Sedalar sonrió, se reclinó en el escalón y acarició el pico del escarabajo con la yema del dedo.
—Ve con ella —le pidió—. Dile que me llamo Seda-lar Tul. Sedalar por el demiurgo que intentó devolver la vida al corazón de su amada muerta. Tul por el que me trajo a Rocavarancolia. Díselo. Dile que Bruno ha muerto. Dile que aquí ya no queda nada de él. Y dile que Sedalar la ama.