V
El ansia
—La sangre lo es todo para un vampiro —dijo Bruno mientras pasaba las páginas del libro que tenía delante con la misma celeridad con la que su mirada se deslizaba por lo escrito—. Es lo que le da esencia y forma, y puede enloquecer si pasa demasiado tiempo privado de ella.
Estaban en la planta baja, con el italiano parapetado tras la mesa en la que había desperdigado los libros que había traído de arriba.
—No dudará en atacar a quien sea por obtenerla —continuó—, amigos, seres queridos, da igual, nadie estará a salvo si la sed lo ciega. Nadie —suspiró antes de añadir, abatido—: Nos va a dar problemas. Nos va a dar muchos problemas. Su naturaleza, su misma alma… han cambiado —explicó con voz temblorosa—. Ya no es la Marina que conocíamos.
Héctor, aturdido, se apoyó en un estante; se sentía alejado de todo y de todos. No podía apartar de su mente aquellos ojos cuajados de oscuridad.
—¿Nos puede convertir en vampiros si nos muerde? —preguntó Natalia.
Como siempre que ella preguntaba algo, Bruno se tomó su tiempo antes de responder:
—No funciona así, al menos no en Rocavarancolia —abrió otro libro y lo leyó durante unos instantes, con exagerada concentración—. La buena noticia es que ahora Marina podría hacer magia si quisiera, antes no era capaz por la sencilla razón de que su cuerpo no estaba preparado. Por lo visto los vampiros extraen de su sangre la energía necesaria para la magia —miró a Héctor fijamente—. No estaría de más tratar de encontrar algún libro sobre ángeles negros, ¿verdad?
Héctor hizo un movimiento con la cabeza que nada significaba. Aun a pesar de su aturdimiento sabía a qué se refería Bruno. El italiano obtenía la energía para la magia de la esencia vital que robaba, Marina de la sangre, Adrián del fuego y Natalia, probablemente, de aquellas siniestras sombras suyas. Era obvio que Bruno se estaba preguntando de dónde la conseguían los ángeles negros. No pensó mucho en ello; no era el momento.
—¿Entonces los vampiros son magos? —preguntó Natalia.
—Lo son. Pero muy limitados. Dependen exclusivamente de la energía que extraen de su corriente sanguínea y eso debilita mucho sus capacidades. Además existe otro problema: el proceso mediante el cual metabolizan esa energía es muy agresivo… de hecho destruye su sangre, los seca casi por completo. Por eso se ven obligados a alimentarse de sangre ajena.
—¿Hay algún modo de detener el proceso? —preguntó Héctor.
—Ninguno —contestó Bruno—. Su cuerpo lo realiza de forma automática. No se puede detener al igual que nosotros no podemos evitar que nuestro corazón lata —señaló el diagrama que ilustraba la página que tenía delante: un esquema de un cuerpo humanoide surcado por un entramado venoso; las únicas zonas coloreadas del mismo se situaban en el pecho y la cabeza—. Y aun así un vampiro nunca se vacía por completo. Por lo visto cuentan con reservas de emergencia situadas en el corazón y el cerebro. Esa sangre no circula por el cuerpo, se encuentra retenida en esos órganos y es lo que los mantiene vivos en tiempos de escasez.
—Por eso está tan fría… —murmuró Natalia.
—Y por eso para matar a un vampiro hay que clavarle una estaca en el corazón o cortarle la cabeza… —añadió Héctor. De nuevo se imaginó con una estaca en las manos, sólo que ahora no era la escalera del faro la que subía, sino la del torreón Margalar.
—Piensas en lo que te dijo la arpía, ¿verdad? —Bruno le observó con interés.
Él asintió de manera desganada. Pensaba en ello, sí, y en la advertencia de dama Desgarro que ahora cobraba una dimensión nueva. ¿Conocía aquella mujer cuál iba a ser el destino de Marina? Quizá. ¿Era de eso de lo que intentaba prevenirle? Lentamente Héctor fue volviendo en sí. Se había venido abajo al contemplar la transformación de Marina, pero necesitaba rehacerse; salir de aquel pozo. Respiró hondo. Se negaba a ceder a la fatalidad. No sin luchar.
—¿Con qué frecuencia necesitaría beber sangre? —preguntó.
—No lo sé —contestó Bruno—. De manera habitual, eso seguro. ¿Cuánta cantidad? Ni idea. Supongo que dependerá de la energía que consuma.
—¿Y si no consigue sangre, morirá? —preguntó Natalia.
—No, no morirá. Pero la sed la volverá loca.
—Os recuerdo que tenemos unas bonitas mazmorras justo aquí debajo —comentó la joven, ganándose una furibunda mirada de Héctor—. ¿Qué pasa? —preguntó—. Hasta ella misma lo ha dicho.
—No vamos a encerrarla —replicó él—. Encontraremos el modo de alimentarla, eso haremos. Rocavarancolia está plagada de alimañas. Cazaremos para ella si no puede hacerlo por sí misma.
—No funcionaría —dijo Bruno—. La sangre de animales inferiores es un mal sustitutivo. Puede bebería si no le queda otro remedio, pero no le servirá más que para engañar la sed.
—Entonces la alimentaré con mi sangre —dijo Héctor y aunque en un principio sus palabras fueron fruto de la desesperación, no tardó en darse cuenta de que no era una idea tan descabellada—. ¡Claro! ¿Por qué no? ¡Me creció una mano anoche! Mi cuerpo no puede tardar mucho en recuperarse de esa pérdida de sangre, ¿verdad?
Bruno se encogió de hombros.
—No lo sé. Tu naturaleza es un completo misterio para mí, aunque lo que propones tenga su lógica —pareció sopesar por unos instantes las posibilidades de aquel plan y terminó asintiendo—. Puede funcionar, puede funcionar, pero deberemos ser cautos, ¿me oyes? Desconocemos qué efectos secundarios puede tener sobre ti una pérdida constante de sangre. Y no habrá hechizos de curación que valgan para ayudarte —señaló—. No estamos hablando de heridas, golpes o enfermedades, estamos hablando de pérdidas masivas de sangre y no conozco hechizo que la regenere.
—Saldrá bien. Estoy convencido —su cuerpo se curaría a sí mismo, ahí estaba su nueva mano para corroborarlo. La cerró con fuerza y la vitalidad encerrada en ella le llenó de optimismo. «Nadie morirá. Nadie matará a nadie», pensó.
—¿Vas a darle de beber tu sangre? —preguntó Natalia, incrédula—. ¿Te das cuenta de lo macabro y asqueroso que suena eso? —sacudió la cabeza—. Estáis locos. Tú por semejante idea y tú por alentarlo. Pero allá vosotros, yo no quiero saber nada. Me lavo las manos, me lavo las manos…
—¿Se te ocurre algo mejor? —quiso saber Héctor.
—No, pero eso no cambia que sea mala idea —arrugó la nariz—. Dejadme que os dé un consejo, ¿vale? Ni se os ocurra decirle de dónde sacáis la sangre. Contadle un cuento, el que queráis, decidle que hay un hechizo capaz de convertir el agua en sangre o yo qué sé… Pero no le digáis la verdad. Sería una idea espantosa, ¿lo comprendéis?
Héctor no tuvo que meditarlo mucho para darse cuenta de que Natalia tenía razón. Lo mejor para Marina era ignorar la procedencia de la sangre.
—Y por el mismo precio otro consejo, pero este sólo para ti —observaba a Héctor de tal modo que el muchacho se puso a la defensiva de inmediato—. Habla con Marina, tienes que contarle lo que sientes; no te lo guardes más —dijo—. Dile que la quieres, ¿me oyes?
Héctor la contempló atónito, incapaz de creer lo que acababa de oír. Bruno dejó caer el libro que tenía entre manos y la miró boquiabierto también.
—Natalia, no sé que… —comenzó él, pero la rusa lo interrumpió antes siquiera de que tuviera claro qué iba a decir.
—No vas a darle ninguna sorpresa, te lo aseguro. Ella lo sabe; lo sabe muy bien. Pero tienes que decírselo. Va a necesitar que lo hagas real, ¿comprendes? Díselo. No hoy, no con todo lo que le está pasando. Pero no esperes mucho o lo echarás todo a perder.
—No es tan sencillo.
—¿No? —puso los brazos en jarras—. Tú la quieres y no eres tan bobo como para no darte cuenta de que ella siente algo por ti. Ya ves: el mundo está lleno de bobas. Así que, ¿dónde está el problema? —entornó los ojos, retándole en silencio a que se explicara.
—Mira: no voy a… declararme —insistió él—. Da igual lo que sienta. No es el momento ni el lugar.
—Cuando creo que no puedes ser más idiota, te superas —dijo Natalia y después intentó imitar, con más que considerable acierto, su voz—: «No es el momento ni el lugar». ¡Ja! ¿Y a qué momento y lugar esperas? ¿A que todo sea perfecto y maravilloso? ¿A estar de regreso en la Tierra? ¿A que nuestros amigos resuciten? —bajó la voz—. Deja que te cuente un secreto: nada de eso va a pasar. —Héctor intentó hablar, pero ella lo detuvo con un violento ademán—. El amor tiene sentido por sí mismo, da igual las circunstancias, da igual cómo estén las cosas… —sacudió la cabeza—. ¿Cómo te atreves a pedirme que luche contra la oscuridad si tú no haces otra cosa que rechazar la luz?
Héctor abrió la boca para replicar y la cerró de inmediato, perplejo al darse cuenta de que no tenía nada que decir. Ahora mismo todos los argumentos que había usado para poner freno a sus sentimientos se le antojaban ridículos. Excusas y sinsentidos. Y de pronto recordó la luz del talismán que los alumbró a Ricardo y a él bajo tierra, cuando el mundo se derrumbó sobre ellos y todo eran tinieblas y espantos. ¿Qué había estado haciendo?
—Es en la oscuridad donde más brilla la luz, por minúscula que sea —murmuró—. Y es cuando más la necesitamos.
—Me lo pediste —le recordó Natalia—. Antes de desmayarte en la plaza, ¿recuerdas? Me pediste que no dejara que la luz se apagara. ¿Quieres que luchemos contra la oscuridad? De acuerdo. Lo haremos. Pero lo haremos todos. ¿Estás conmigo?
—Estoy contigo, bruja del demonio.
—Le dirás que la quieres.
—Se lo diré —y se sintió liberado al decidirlo, ingrávido, capaz de las mayores proezas. Sonrió y en un súbito arrebato abrazó con fuerza a Natalia. La joven gruñó y le golpeó en el estómago sin contemplaciones hasta conseguir que la soltara.
—A mí no. A ella —dijo mientras se apartaba—. Y después de meterme donde no me llaman, me voy —indicó. De pronto parecía incómoda—. Necesito aire fresco después de todo lo que ha pasado —se llevó la mano al pómulo embadurnado de suciedad y la expandió por todo su rostro.
—Ten cuidado —le advirtió Héctor—. No te confíes por mucho que tengas un ejército de sombras.
—No te preocupes, papá. Seré buena bruja y no me meteré en líos —dijo con una sonrisa.
De repente, Bruno salió de detrás de la mesa y se plantó ante ellos.
—Natalia… —se quitó la chistera—. Antes… antes de que te vayas, hay algo que debo decirte. Lo que has dicho… Lo que acabas de decir… Me ha hecho pensar y creo… creo…
Ella lo miró intrigada, pero Bruno no continuó hablando, se limitó a hacer girar la chistera entre las manos, de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda. El ceño de Natalia se fue frunciendo más y más mientras aguardaba.
—No sé cómo decir lo que me muero por decir —continuó Bruno al fin—. Nunca… nunca he tenido la oportunidad ni la necesidad de hacerlo. Pero es que nunca pensé, nunca imaginé que se pudiera sentir algo semejante —levantó la vista y la miró fijamente, y en sus ojos brillaban la expectación y el miedo—. Te quiero —confesó.
—¿Me tomas el pelo? —le preguntó Natalia, atónita, perpleja.
—No. Estoy enamorado de ti. Lo estoy desde el momento en que te vi, desde el día en que apareciste en aquella plaza con Ricardo y Héctor, con tu jersey enorme y la cara tiznada. Durante meses me pregunté qué podía ser ese calor sofocante que sentía al mirarte… Ahora lo sé. La Luna Roja también me ha enseñado eso. Te quiero.
Ella lo miró fijamente durante un instante. Luego hizo algo que cogió a Héctor desprevenido por completo: se echó a reír. Fue una risa cruel, una risa de verdadera bruja; más hiriente todavía que la que le había dedicado a Caleb. Bruno detuvo el girar de la chistera y la contempló horrorizado.
—¡Está hablando en serio! —exclamó ella entre carcajadas. Lloraba de risa—. ¡Es en serio! ¿Lo has oído, Héctor? —respiró hondo antes de seguir hablando—: Mira, Bruno… No quiero engañarte. No siento nada por ti, ¿comprendes? No me gustas, nunca me has gustado y nunca me gustarás —Héctor cerró los ojos. Hubiera deseado estar en cualquier otro lugar en aquel momento. No quería escuchar eso. Y Natalia no parecía satisfecha con esa rotunda negativa. Seguía hablando y con cada una de sus palabras, Bruno se hundía más y más—: Siempre me has parecido raro. Sé que no es culpa tuya, que no has tenido una vida normal y eso… pero aun así. Es que… todo lo que haces y cómo lo haces… me pone los pelos de punta —negó con la cabeza—. La mera idea de que tú y yo… de que tú y yo…
La mirada de Natalia se cruzó entonces con la de Héctor y lo que debió de leer en ella fue suficiente para hacerle comprender que estaba yendo demasiado lejos. El regocijo en su rostro dejó paso a la vacilación. Natalia estaba siendo cruel a propósito; y Héctor creía conocer el motivo. No podía ni imaginar el esfuerzo que le debía haber supuesto aconsejarle que confesara sus sentimientos a Marina. Quizá Natalia ya no estuviera enamorada de él, pero eso no cambiaba lo mucho que había sufrido al saber que él prefería a otra cuando sí lo estaba. Sus ilusiones se habían hecho pedazos y ahora pretendía hacer lo mismo con Bruno. Quería hacerle sufrir del mismo modo en que había sufrido ella.
—Oh —el italiano se dejó caer en una silla, con las rodillas muy juntas y la espalda erguida—. Está bien. Siento haberte molestado.
—No, tranquilo. Has hecho bien en decírmelo. Estas cosas cuando antes se aclaren mejor —Natalia había relajado el tono, pero ya era tarde: el daño estaba hecho.
—Sí… —admitió él con una calma inusitada.
—Buen chico —dijo ella—. Yo… —estaba claro que se sentía más que cohibida por lo que acababa de suceder—. Me marcho ya, ¿vale? Mis sombras andarán cerca. Si me necesitáis, llamadlas y me irán a buscar —miró fugazmente a Bruno que contemplaba sus manos y su chistera con expresión inescrutable—. Y no os preocupéis por mí, ¿de acuerdo? Estaré a salvo. Estaré bien.
Héctor asintió y la vio alejarse deprisa, abrir la puerta de un fuerte tirón y cerrarla tras ella. Varias sombras la siguieron y, para su sorpresa, en esta ocasión sí se dejaron ver; algunas se filtraron bajo el portón en pos de su dueña; otras se escurrieron por las pequeñas troneras de la planta baja. La última de ellas, un retorcido jirón de oscuridad, se detuvo ante la puerta y soltó una insidiosa risilla antes de empezar a hablar, con voz burlona:
—Uno, dos, tres… —con cada cifra recitada una nueva boca se abría en su tallo, una hendidura que escupía el siguiente número de la serie para luego ceder la palabra a la siguiente boca—… ocho, nueve, diez —remató la secuencia con una carcajada, idéntica a las de Natalia; luego desapareció.
Héctor se giró hacia Bruno.
El italiano permanecía inmóvil en la silla, con la vista perdida en el fondo de su chistera. Ahora lloraba sin cesar. Contaba una y otra vez hasta diez, en voz lo bastante alta como para que Héctor pudiera oírlo sin esforzarse. Se pasó una mano por el cuello y torció el gesto. Lo mejor que podía hacer era dejarlo solo y subir a ver a Marina; ella debía ser su prioridad, ahora lo sabía, aunque debería haberlo sabido siempre. Echó a andar hacia la escalera, pero el sonido monótono y desesperanzador de la secuencia repetida le impidió llegar a ella.
Bruno se pasaría horas allí, vencido por el dolor, sin dejar de repetir aquellos números, convertidos ya en simple ruido sin sentido. Resopló. El peso asfixiante de todo lo que estaba ocurriendo ya era lo bastante abrumador como para encima tener que soportar el lastre de un corazón malherido. No, no podía dejar a Bruno así. No dejaría a nadie a merced de la oscuridad; quizá las cosas habrían sido diferentes si alguien hubiera hablado con Adrián antes de que perdiera el control.
—¿Sabes una cosa? —preguntó en tono jovial y, sin esperar respuesta, continuó hablando—: No me preguntes por qué, pero estaba convencido de que estabas enamorado de Maddie. Deberías haberte visto bailar con ella en el palacete… Estaba seguro de que ella te gustaba. Me ha sorprendido lo de Natalia.
Bruno tardó en reaccionar; de hecho continuó con su triste recitar hasta que, de pronto, sin previo aviso, lo miró con el ceño fruncido, como si hubiera sido consciente en ese preciso instante de lo que acababa de decir.
—¿Maddie…? —alcanzó a preguntar.
—Sí. Maddie.
—No, no… Yo nunca… —bajó la mirada, volvió a alzarla y la bajó de nuevo—. Madeleine es mi amiga, mis sentimientos no… —giró la chistera; sólo fue un giro, pero a Héctor le pareció buena señal—. Mis sentimientos por ella son… diferentes —señaló—, son los mismos que puedo sentir hacia ti o hacia Marina. Me… me incomodaba tenerla tan cerca, sólo eso. Me hacía sentir extraño.
—Lo entiendo. En eso las pelirrojas son expertas —arrastró una silla hasta colocarla frente a la de Bruno y se sentó en el borde para no aplastar las alas contra el respaldo.
—No me quiere —se quejó el demiurgo con amargura—. Y nunca me querrá. Lo ha dicho. ¿Qué hago?, ¿cómo supero esto?, ¿cómo consigo que deje de doler?
—No tienes que superar nada —dijo. Le cogió la chistera de entre las manos y se la colocó en la cabeza—. Lo que tienes que hacer es no rendirte, ¿vale?
—Se ha reído de mí, Héctor. Se ha burlado de mí.
—Eso ha sido cruel, es cierto. Pero tienes que olvidarlo. La Luna Roja nos ha vuelto locos a todos y a veces hace que nos comportemos… ya sabes cómo. Ya lo has visto.
—¿Le saltamos al cuello a la gente a las primeras de cambio?
—Algo así —sonrió, conciliador—: No era el momento. Sólo eso. Te has precipitado, la has cogido por sorpresa y ha reaccionado como la bruja que es.
Bruno le miró atentamente. Tenía el rostro embadurnado de lágrimas.
—¿No era el momento? —pareció dudar, luego negó con la cabeza—. ¿No has oído lo que ha dicho? Lo ha dejado claro: ni ahora ni nunca.
—Se equivoca. No puede estar segura de eso por un sencillo motivo: no te conoce. No sabe quién eres. ¿Cómo lo va a saber si ni siquiera lo sabes tú? —Bruno le miró con suspicacia, pero atento a sus palabras—. La Luna Roja no sólo te está convirtiendo en demiurgo, te está transformando en una persona totalmente diferente. El viejo Bruno ha muerto, y del nuevo apenas sabemos nada. Ella no te conoce.
—Ella no me conoce —repitió.
—Nadie te conoce —añadió Héctor.
—Ni yo mismo me conozco —sus labios esbozaron una sonrisa. De pronto, durante un fugaz instante, pa-recio a punto de echarse a reír—. No me conozco —dijo, mientras se limpiaba las lágrimas—. No tengo ni idea de quién soy. Ella no tiene base para decidir si me quiere o no. ¡Soy un extraño para todo el mundo!
—Eso es —sonrió al ver cómo Bruno se levantaba decidido de la silla. Lo que le tomó por sorpresa fue verlo avanzar con paso igual de firme hacia el portón—. ¿Qué haces? —le preguntó, alarmado, temeroso de que fuera a cometer alguna estupidez—. ¿Dónde se supone que vas, loco?
—Ella no puede amar a Bruno —contestó. Levantó un brazo y su báculo acudió al vuelo—. Pero es que Bruno ya no existe. Tú mismo lo has dicho: murió con la Luna Roja. El pobre idiota ya no está con nosotros —sonrió como si aquella fuera la mejor noticia que hubiera recibido nunca—. No sé quién soy, Héctor. No sé qué me deparará el futuro ni qué será de mí. Pero sí sé una cosa: necesito un nuevo nombre, un nombre que ella pueda amar. Y sé dónde buscarlo. Alastor nos lo dijo.
A continuación salió del torreón, dejando a Héctor solo y perplejo. Aquel súbito arrebato de Bruno le había cogido desprevenido. Se preguntó si debería ir tras él y decidió que no era necesario. Bruno podía cuidarse solo. Luego desvió su mirada a las escaleras. Allí arriba sí había alguien que lo necesitaba.
* * *
A pesar de las tinieblas, no tuvo problemas en distinguir a Marina; estaba tumbada en posición fetal en la cama, toda ella en tensión. La puerta se encontraba abierta, pero Héctor creyó que lo más oportuno era anunciar su presencia y llamó con suavidad. Marina se removió en el lecho, pero no dijo nada.
Héctor respiró hondo y entró en el cuarto. No había dado más que dos pasos cuando pisó los cristales. Bajó la mirada para encontrar a sus pies los restos de un espejo de mano hecho añicos. Apartó con el pie las esquirlas y siguió adelante.
—No puedo verme en los espejos —le anunció Marina en ese momento, la voz cansada y rota—. No es como cuentan las historias: sí me reflejo, simplemente no consigo verme. Sólo alcanzo a distinguir una sombra donde debería estar mi cara —se incorporó despacio, girándose hacia él en el mismo movimiento—. No es un sueño —dijo.
A Héctor se le aceleró el corazón aun a pesar de verla envuelta en sombras; no sólo fue por su belleza, que ahora había cobrado una dimensión nueva, un aura peligrosa y salvaje, fue, más que nada, por la decisión que Natalia le había empujado a tomar. Todo era diferente después de eso. El mundo había cambiado otra vez, y en esta ocasión la Luna Roja no había tenido nada que ver. De pronto tuvo miedo, miedo de echarlo todo a perder, miedo de que fuera demasiado tarde.
Se acercó a la cama y se sentó en el borde, mirando de frente a Marina. Esta vez no tuvo problema alguno en sostener su mirada. Cogió su mano y la apretó con cariño. Estaba igual de helada que antes, pero poco le importó.
—En el torreón tenemos libros sobre vampiros. Nos ayudarán a entender en qué te has convertido —hablaba con delicadeza, siempre con una sonrisa—. Sé que tienes miedo. Lo entiendo, pero no olvides que estamos aquí y que te ayudaremos.
Ella se soltó de su mano; lo hizo de forma brusca, y a Héctor le impresionó la energía contenida en aquel gesto. Estaba claro que la fuerza física de su amiga se había incrementado con la Luna Roja.
—Soy una vampira —murmuró ella—. Nadie puede ayudarme, porque nadie puede cambiar eso. Ni siquiera debería estar aquí: debería estar abajo, encerrada —se dejó caer en la cama, y se tapó el rostro con el antebrazo—. Ese es mi sitio… Soy una sanguijuela. Un monstruo, eso es lo que soy.
Héctor, como única respuesta, abrió sus alas de par en par. El sonido que produjeron al desplegarse resonó en la estancia como un latigazo descomunal. Marina se incorporó y las contempló admirada.
—Mírame —le pidió Héctor. Se sentía inmenso en aquella habitación—. Soy un ángel negro, un demonio. Mírame —repitió mientras alzaba la mano derecha ante ella, la mano que había sustituido a la cercenada por el trasgo—. Esto es sólo el principio —dijo—. La oscuridad pronto me cubrirá por completo. Tú no puedes verte en los espejos y pronto yo no seré capaz de reconocerme cuando me mire.
La muchacha se arrodilló en la cama e hizo ademán de tocar sus alas. En el último momento retiró la mano, turbada y lo miró indecisa. Héctor asintió y ella repitió el gesto, llevándolo esta vez hasta el final. Él se estremeció al sentir sus dedos acariciar el reborde del ala izquierda. Fue consciente de lo cerca que estaban el uno del otro. Era capaz de distinguir el contorno de su propio rostro inscrito en el brillo rojo de su iris. Se preguntó qué ocurriría si la besaba. Sus labios atesoraban algo de color, apenas un atisbo. ¿Estarían tan fríos como su mano? Se olvidó de los consejos de Natalia. Tenía que besar esos labios; se moría por hacerlo. Tenía que decirle que la amaba. No podía esperar más. Pero de pronto el hechizo se rompió. Marina pareció darse cuenta de la intensidad con que la miraba y se apartó de él y sus alas, incómoda.
Héctor dio un respingo. Tenía la impresión de haber realizado un largo viaje en los breves instantes en que se había perdido en los labios de Marina.
—La oscuridad está en todas partes —murmuró, en un intento de retomar el hilo de lo que había estado diciendo—: Y no soy sólo yo. Ya nos ves… —susurró—. Te has convertido en vampira, sí; y el resto somos hechiceros, locos y demonios, en algunos casos todo al mismo tiempo —se inclinó y acarició la mejilla de Marina con una ternura que hasta a él le sorprendió—. No estás sola —le aseguró—. Todos vamos en el mismo barco. Y no nos va a quedar más remedio que ayudarnos unos a otros si no queremos volvernos locos.
—Maddie ya no está en ese barco —señaló ella. Héctor plegó las alas y la observó con atención—. Sabía que podía ser peligrosa para nosotros y se marchó —le miró de soslayo—. Y yo también puedo serlo —apuntó—. Ya la siento, Héctor —se llevó las manos al estómago—. Es una punzada en el vientre, un vacío lleno de electricidad… Es ansia. Pura ansia. Y está viva. Es como si me creciera un animal dentro. Por el momento puedo controlarlo, pero va a ir a más. Lo presiento. Va a ir a más. Y si eso ocurre nadie estará a salvo.
—Confía en mí —le pidió Héctor—. Mantendremos a ese animal a raya, te lo prometo —le aseguró.
—Sólo hay un modo de hacerlo —dijo ella.
Él asintió. Sabía a qué se refería.
—Confía en mí —repitió. No quería entrar en detalles hasta acordar con Bruno qué mentira iban a contarle sobre la procedencia de la sangre con la que iban a alimentarla.
—Confío en ti —le aseguró ella—. Es en mí en quien no lo hago. No sé lo que puedo ser capaz de hacer… —lo miró de nuevo a la cara—. Ni siquiera sé… —hizo un gesto hacia el espejo destrozado en el suelo—. Mis ojos… ¿cómo son? —la ansiedad se adivinaba tanto en sus palabras como en su postura—. ¿Qué les pasa? ¿Cómo son mis ojos? Descríbemelos. Y no me mientas, por lo que más quieras; dime la verdad.
Héctor sonrió. Sólo había una posible respuesta a esa pregunta:
—Son los ojos más hermosos del mundo.