IV
El despertar
Bruno sacó a Caleb de su sopor con un toque leve en la frente. El hombrecillo se incorporó de golpe en el butacón donde el italiano le había dormido y miró alrededor, desorientado. Su cabellera enmarañada y la larga barba le daban el aspecto de alguien que ha pasado décadas sumido en un profundo sueño. Un repentino brillo de espanto en su mirada dejó claro que acababa de recordarlo todo. Tomó a Bruno por los hombros y comenzó a sacudirlo sin dejar de llorar y preguntar a gritos por sus niños.
—Lo lamento —contestó el italiano, abatido—. Llegamos tarde. No pudimos hacer nada.
Caleb dejó de zarandearlo. Se quedó rígido un instante, con las manos crispadas y el rostro convertido en una máscara desesperada. A continuación se apartó de Bruno, asintió despacio y se levantó del butacón.
—¿Lo matasteis? —quiso saber, ansioso—. ¿Matasteis al monstruo?
—¿Al dragón? —preguntó Bruno.
—No. Al niño horrible, al asesino del fuego… ¿Acabasteis con él?
—No, no lo hicimos. —Fue Natalia quien contestó—. Discutimos, peleamos, pero no fuimos más allá…
—Hay que matarlo —insistió Caleb—. Hay que matar al monstruo —los miró uno por uno, sin dejar de asentir, como si pretendiera contagiarles con ese gesto de la urgencia de su afirmación—. Debe morir. Por lo que hizo. Por lo que es… ¡Debe morir!
—No podemos hacer eso —comenzó Héctor—. Queramos o no, Adrián es de los nuestros. Matarlo no es una opción —tenía un nudo en la garganta. ¿Acaso no era lo que habían intentado hacer en el anfiteatro?
—Mató a mis niños… —se quejó Caleb con el tono de voz de un muchacho resentido al que llevan la contraria.
—Y no sabes cuánto lo sentimos —le aseguró Héctor—. Pero aquí nadie va a matar a nadie —otra vez resonaron en su mente las palabras de dama Moreda.
Caleb asintió de nuevo, con más decisión si cabe. Pero no era, por supuesto, para aprobar las palabras de Héctor sino para reforzar la decisión que acababa de tomar:
—Lo matará Caleb —anunció. Y echó a andar hacia la puerta. Las piernas le temblaban tanto que tuvo que apoyarse en todos y cada uno de los muebles que encontró a su paso—. Lo hará Caleb, sí… —iba diciendo—. Él matará al niño del fuego.
Natalia se echó a reír y su risa fue tan cruel que Caleb se giró hacia ella tan sorprendido como si le acabaran de abofetear.
—¿Y cómo piensas matarlo? —le preguntó la joven con sorna—. ¿Silbarás con tu silbato hasta que muera? —soltó otra carcajada. Y aunque en aquel momento no había ni una onyce a la vista, el torreón se llenó con el murmullo de sus risas.
Caleb sacudió la cabeza, vacilante. Alzó la mano hacia el silbato que le colgaba de la cuerda anudada al cuello, sin llegar a tocarlo. Ya nadie acudiría a su llamada. No era más que un pedazo de madera inútil; madera muerta. Intentó sin éxito contener las lágrimas.
—Yo… —murmuró—. Caleb no sabe cómo matará al monstruo… Pero sabe que no puede vivir si él vive. Uno de los dos debe morir. Si muere el monstruo, mis niños serán vengados; si es Caleb quien muere, será feliz porque se reunirá otra vez con ellos.
Se irguió, asintió de nuevo y salió del torreón, dejando la puerta abierta a su espalda.
—Pobre desgraciado —dijo Natalia cuando el eco de sus pisadas quedó oculto por el bramar del viento—. Adrián lo va a hacer pedazos.
—¿Y si hablamos con él? —propuso Bruno—. Si está avisado quizá pueda manejarlo sin hacerle daño.
—¿Crees que nos va a hacer caso después de lo que ha pasado? —le preguntó Natalia. Bruno masculló algo ininteligible mientras se dejaba caer en una silla. Parecía hundido—. Olvídalo —dijo ella—. Si Caleb se le acerca, Adrián no se lo va a pensar dos veces: lo matará.
—¿Eso piensas? —preguntó Héctor—. No estamos hablando de hienas o de monstruos que arden. Estamos hablando de un ser humano. ¿De verdad crees que será capaz de matarlo? —le resultaba difícil imaginar que Adrián pudiera cruzar esa línea.
—Pregúntaselo al tipo de los tejados —contestó ella—. Cuando salía a buscarlo no era precisamente para invitarlo a tomar el té. Esta ciudad sabe cómo sacar lo peor de la gente. Fíjate en nosotros y lo diplomáticos que hemos sido con Adrián. Le hemos saltado al cuello sin pensarlo dos veces.
—No quería matarlo —dijo Bruno, apesadumbrado, mientras sacaba los dos hombrecillos de madera de un bolsillo y los depositaba sobre la mesa—. Quería darle una lección, pero de pronto todo se me escapó de las manos.
—No fue sólo a ti —dijo Natalia—. Tenía el cuchillo en su cuello y sólo podía pensar en lo mucho que me gustaría ver correr la sangre…
Héctor se dejó caer en el mismo butacón en el que había estado tumbado Caleb; tuvo que desplegar las alas sobre la cabeza para que no le molestaran.
—Es la Luna Roja —murmuró mientras contemplaba la mano negra en la que terminaba su brazo derecho—. Nos cambia por dentro y por fuera…
—Tú también te estás volviendo oscuro —comprendió Natalia.
—A veces la furia me consume —confesó—, me roe por dentro —soltó un gruñido. Resultaba complicado poner en palabras aquellos sentimientos—: Es como si estuviera lleno de tinieblas y quisieran tomar el control.
—¿Y si sólo estamos retrasando lo inevitable? —Natalia lo miró fijamente—. ¿Y si luchar es inútil?
—¿De verdad crees eso? —preguntó Héctor. La idea era aterradora. No quería convertirse en un títere de las circunstancias, se negaba a que la sombra oscura que crecía en su alma lo dominara.
—Sí… —la rusa se encogió de hombros y suspiró—. No. No lo sé. Todo esto me confunde, ¿vale? Pero piénsalo un momento, ¿de verdad sería tan trágico ceder a lo que llevamos dentro? ¿Si la oscuridad habita en nuestro interior por qué luchar contra ella?
—¿Te arrepientes de no haberle cortado el cuello?
—No me arrepiento —contestó ella con rapidez. Había limpiado con los dedos la suciedad incrustada entre las losetas del suelo y ahora dibujaba una curva oscura en su pómulo derecho—. Por ahora —añadió—. Pero no has respondido a mi pregunta: ¿sería tan malo dejarse llevar?
—Lo sería.
—Es una batalla perdida —intervino Bruno y su voz sonó tan fría como antaño—. Seremos lo que la Luna Roja quiera que seamos y no podremos hacer nada para remediarlo.
—Me niego a creerlo —insistió Héctor—. Soy lo que soy, con Luna Roja o sin ella. Eso no va a cambiar. Para perder una batalla primero hay que lucharla. Y ésta todavía no ha terminado.
—Pero el resultado será… —Natalia se interrumpió de pronto. Se llevó un dedo a los labios para pedir silencio y miró en dirección a la escalera, alerta. No había transcurrido ni un segundo cuando un jirón de tinieblas descendió por ella—. Es Marina —anunció mientras se levantaba; nada más oír aquel nombre, el corazón de Héctor se disparó—. Ha despertado.
* * *
Marina estaba encorvada en la puerta de la habitación. Se cubría los ojos con una mano mientras con la otra se aferraba a la pared. Parecía tan débil que Héctor se preguntó cómo se las había ingeniado para llegar allí desde la cama. La muchacha miró hacia ellos en cuanto escuchó sus pasos, aunque ni por un instante se apartó la mano de la cara.
—¿Chicos? —preguntó con un hilo de voz que dejó claro que estaba al borde de un ataque de nervios. Las ascuas rojas flotaban a su alrededor como una quieta llovizna de sangre.
—Somos nosotros, tranquila —anunció Bruno. El italiano era otra vez víctima de sus emociones y se acercaba a ella desbordado por las lágrimas. En cuanto Marina fue consciente de su proximidad, se soltó de la pared, se abrazó a él y enterró el rostro en su pecho. Héctor sintió una insensata punzada de celos y se preguntó cuántos monstruos moraban en su interior.
—¿Por qué hay tanta luz? —preguntó la joven; temblaba de pies a cabeza. Héctor miró alrededor, confuso. El pasillo estaba en penumbra.
—¿Marina? —preguntó mientras daba un paso en su dirección. Tenía el corazón en un puño—. ¿Estás bien?
—¡Héctor! —exclamó ella al oírle hablar. Levantó la cabeza para mirarlo, con los ojos prácticamente ocultos tras la mano inclinada. Y aunque no pudo distinguir su mirada con claridad, algo en ella, un chispazo rojo que antes no había estado allí, le hizo sentir una angustia terrible—. ¡Has despertado! ¿Pero dónde estás? ¡No te veo!
—Estoy aquí —no hubo ni un ápice de firmeza en sus palabras. Sentía como si el andamiaje del mundo se estuviera desmoronando a su alrededor, como si la realidad entera se fuera desarmando poco a poco para adoptar una nueva forma, horrible, dantesca. La atmósfera del torreón rebosaba malos presagios.
Marina se apartó de Bruno con los ojos cerrados y alargó una mano hacia Héctor, tanteando el vacío en su búsqueda.
—Estás vivo… —dijo, ajena a su desasosiego, ajena a la mirada inquieta de Bruno y al semblante sombrío de Natalia—. Sabía que lo conseguirías. Estaba segura…
Él la tomó de la mano y a punto estuvo de soltarla al notar su frialdad. Ni el cadáver de Rachel había estado tan frío. Dudó si abrazarla o no y, en ese instante de vacilación, perdió la oportunidad de hacerlo.
—La luz duele… —murmuró Marina—. ¿Podéis apagarla?
Natalia hizo un gesto y sus sombras se dejaron ver de nuevo. La mayoría había adoptado la forma de murciélagos grotescos, de grandes alas y cabeza deforme. Y fue al verlas con ese aspecto cuando Héctor supo en qué se había transformado su amiga. La frialdad de la mano que sujetaba se expandió por su ser como una corriente helada que congelaba todo a su paso: corazón, cerebro, pensamiento y alma. En su mente se vio a sí mismo subiendo la escalera del faro, al igual que el náufrago, sólo que él no llevaba un arpón sino una estaca. Aquella visión le hizo soltar bruscamente la mano de Marina.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, asustada al verse otra vez sola. De nuevo, Héctor tuvo un atisbo del resplandor sangriento en su mirada—. ¡¿Qué pasa?! ¡¿Por qué hay tanta luz?!
A una orden de Natalia las sombras los rodearon como si de un cortinaje vivo se tratara. La única luz que quedó en el pasillo fue la de las ascuas que flotaban por doquier y que, a ojos de Héctor, se asemejaban más que nunca a una llovizna de sangre. Retrocedió un paso. Marina apartó al fin la mano de su rostro, pestañeó varias veces, abrió los ojos y los miró.
Héctor contuvo la respiración. Bruno, a su lado, emitió un sonido ahogado, una especie de silbido a medio atragantar. Los ojos de Marina habían cambiado tanto que eran irreconocibles. Sus ojos estaban repletos de oscuridad, de una negrura tal que parecía rebosar de sus párpados; sus iris eran dos círculos de color rojo brillante, sus pupilas dos pozos de tinieblas.
—Tus ojos —musitó Héctor y en esas dos palabras puso todo el horror y toda la angustia que había acumulado desde el instante en que había despertado en Rocavarancolia. Esos ojos representaban el fin de toda esperanza.
—¿¡Qué les pasa a mis ojos!? —chilló Marina, angustiada—. ¿Qué soy? ¡¿En qué me he convertido?! —se tocó la cara, pero su rostro era tal y como debía. De pronto se tensó—. ¿Qué tengo en la boca?
Se llevó una mano a los labios y al entreabrirlos pudieron ver sus dientes. Los colmillos superiores eran dos veces más largos que los inferiores, y descendían en vertical, afilados y rectos.
—¡¿En qué me he convertido?! —aulló, tan alterada que era incapaz de ver lo obvio.
—¡Marina! —Bruno, sin parar de llorar, intentó abrazarla, pero ella se revolvió con una fuerza endemoniada y lo apartó de un empellón. Y aun a pesar de su evidente debilidad, Bruno salió despedido y chocó contra la pared.
—¡¿Qué soy?! —gritó ella, furiosa. Sus ojos refulgían.
—Un vampiro —contestó Natalia, con una calma desconcertante, no exenta de crueldad—. Eso eres. Te has transformado en vampiro.
Marina la miró horrorizada.
—¡¿Qué estás diciendo?! —exclamó cuando logró sobreponerse a la tremenda impresión—. No, no, no… —sacudía la cabeza con cada negativa—. ¡Te equivocas! —se giró hacia Héctor—. ¡Dile que se equivoca! ¡Díselo! —le ordenó, pero lo único que consiguió de él fue estupor y silencio—. ¿Tú también? ¡No! ¡Bruno! —se giró hacia el italiano que lloraba desconsolado—. ¡Diles que es un error! ¡Diles que no soy…! Diles que… —se volvió de nuevo hacia Héctor, con la sorpresa en su rostro redoblada. Había descubierto sus alas.
Marina retrocedió hasta chocar contra la pared. Héctor intentó acercarse, pero ella negó con la cabeza.
Algo cedió en el interior de la muchacha. Sus músculos se relajaron y toda la tensión de su cuerpo desapareció. Héctor no pudo precisar si era obra del agotamiento o de la resignación. Marina apoyó la espalda en la pared y se dejó resbalar por ella.
—¿Eso soy? ¿Una vampira? —preguntó con un hilo de voz—. Es imposible…, yo estoy viva —miró alternativamente a Héctor y a Bruno—. No estoy muerta; ¿no se supone que los vampiros…? —se llevó la mano a la garganta, buscando el pulso—. No, no… —lo buscó en su muñeca, en su pecho, cada vez más angustiada. No era sólo su temperatura lo que fallaba: no tenía pulso—. Estoy muerta —anunció al fin.
Natalia se acercó de dos zancadas, se acuclilló a su lado y le cogió la mano sin delicadeza para buscarle el pulso.
—Aguarda un instante… —dijo—. Me ha parecido sentir un latido —tras una larga espera cabeceó afirmativamente—. Sí ¡Otro! Están muy separados pero… Buenas noticias: estás viva… o algo parecido.
Marina se llevó la mano libre a la garganta y esperó junto a su amiga. Las dos asintieron a un mismo tiempo.
—¿Lo has notado? —le preguntó Natalia.
—Sí —dijo Marina—, pero apenas late —miró a Bruno que se había acuclillado ante ellas—. ¿Qué significa eso? ¿Tú lo sabes?
—Debo…, debo investigarlo —dijo él. Había dejado de llorar aunque los ojos todavía le brillaban—. No sé cómo ha afectado la Luna Roja a tu organismo pero no tardaré en averiguarlo. Tengo libros que tratan… que tratan de…
—Vampiros… —finalizó Marina. Alargó una mano y le acarició la mejilla húmeda—. Soy una vampira. Y tú estás llorando y Héctor tiene alas…
—Y una mano nueva —señaló Natalia mientras se incorporaba—. Y Adrián controla el fuego y ha despertado a un dragón.
Marina parpadeó aturdida. Se pasó una mano por la frente como si intentara limpiarla de sudor.
—No puedo creerlo —dijo—. Me niego a creer que esto esté pasando. Estoy tan cansada… —suspiró—. ¿Nunca más volveré a ver el sol? —se preguntó—. Viviré en las oscuridad y me alimentaré de sangre… —abrió los ojos, aterrorizada—. ¡Las mazmorras! ¡Debéis encerrarme antes de que haga daño a alguien!
—No harás daño a nadie —le aseguró Bruno.
—¡Lo haré! Yo… —de repente su rostro se iluminó—: Es un sueño —anunció—. Tiene que ser un sueño… Eso es —asintió con decisión y se levantó del suelo, ayudándose en la pared—. Nada más que un sueño. Sólo tengo que echarme un rato y cerrar los ojos. Cuando los abra esta pesadilla habrá terminado y estaré de vuelta en casa. Marina echó a andar hacia la habitación. Héctor hizo ademán de ir tras ella, pero Natalia se lo impidió, cogiéndole del brazo.
—No —le susurró—. Tiene que hacerse a la idea de lo que le está pasando. Vamos a dejarla sola, ¿vale?
Héctor asintió aturdido mientras veía cómo Marina se dejaba caer en la cama, se aovillaba y cerraba los ojos. Luego siguió a la bruja, escaleras abajo, sin apartar la mirada de la habitación donde la nueva vampira de Rocavarancolia intentaba, en vano, despertar de un sueño que no era tal.
* * *
Valga Melquíades, el último dragonero de Rocavarancolia, aguardaba bajo la lluvia. Temblaba como un niño, y no era por el frío ni el aguacero, ni siquiera por el cansancio, era por la emoción de saber que, en esos mismos instantes, había un dragón a apenas unos metros de distancia. Hacía tanto tiempo que había perdido la esperanza de volver a ver uno vivo que la posibilidad de contemplarlo le llenaba de una alegría indescriptible.
Llevaba más de una hora vigilando el anfiteatro, a la espera de que el dragón y el piromante se decidieran a salir. En sus ansias por verlo había estado tentado de bajar al sótano, pero le bastó un solo vistazo a la rampa resbaladiza para darse cuenta de que no lograría llegar abajo, al menos no de una pieza. Optó por la prudencia y se sentó en una piedra a esperar.
El dragonero, a pesar de sus más de noventa años, se sentía un niño de nuevo, un niño al que le acaban de sorprender con el regalo que siempre ha deseado pero nunca se ha atrevido a pedir.
—Un dragón… —murmuraban sus labios amoratados de frío—. Hay un dragón en Rocavarancolia. Y podré verlo, sí, podré verlo…
Contuvo el aliento cuando al fin escuchó sus pasos, retumbando primero en el sótano y luego más amortiguados en la rampa. Valga Melquíades lo vio emerger bajo la lluvia, con las mandíbulas tiznadas de grasa y los ojos centelleantes. El dragonero se estremeció. Se llevó una mano al pecho e hizo un esfuerzo por tranquilizarse; a continuación, sacando fuerzas de flaqueza, se levantó de la roca.
«No lloraré», se dijo mientras echaba a andar hacia ellos. «Soy un dragonero. No recibiré a un dragón con lágrimas. No mancillaré el fuego con agua».
El muchacho no tardó en descubrirlo. Le observó aproximarse con curiosidad pero sin rastro de alarma. El dragón cabeceaba a su lado, satisfecho tras el festín; la lluvia no llegaba a tocarlo, se evaporaba a unos milímetros de su piel formando una sinuosat película de vapor a su alrededor.
Era un macho de buen tamaño que debía rondar ya el siglo de vida, y aunque ésa era una edad relativamente corta para un dragón de Transalarada, el tiempo transformado en piedra y las heridas lo habían avejentado terriblemente. Pero seguía siendo hermoso, tanto que si los dioses le hubieran arrebatado la vista en aquel instante, el dragonero habría aceptado su destino con la tremenda alegría de saber que lo último que iba a contemplar en vida iba a ser un dragón.
Cayó de rodillas ante el joven en cuanto llegó hasta él. Esa había sido su intención desde el principio, pero más que un gesto de reconocimiento fue una verdadera caída. Llevaba tres años sin salir apenas de los pequeños aposentos donde vivía, en una casona situada al norte de la cicatriz de Arax, y la larga caminata había agotado sus mermadas energías. Tardó unos instantes en articular palabra.
—Me llamo Valga Melquíades —se presentó, con la voz embargada de emoción—. Soy el último dragonero de Rocavarancolia. Me pongo a vuestro servicio y al servicio de vuestro animal.
El joven lo contempló con expresión huraña.
—¿De dónde diablos sales tú? —preguntó de mal cariz—. Hasta anoche esta ciudad era un cementerio y ahora no hace más que aparecer gente.
—Quedamos muy pocos —se apresuró a contestar él—. Apenas trescientos sobrevivimos a la guerra y más de la mitad han muerto desde entonces. No sé qué habrá empujado a salir al resto, puede que la Luna Roja o, quizá, como yo, sólo quieran ver al dragón.
—Yo lo desperté —dijo orgulloso.
—Y sólo por eso merecéis mi devoción —señaló él, mirando al fin al muchacho. Sí, era un piromante, no cabía duda. El brillo enloquecido, casi febril, de su mirada le recordó al instante a Arador Sala, el brujo que había incendiado buena parte de Rocavarancolia durante la última batalla—. Habéis hecho infinitamente feliz a un pobre anciano —aseguró—. Soy dragonero, como lo fue mi padre y el suyo antes que él. Los dragones han sido siempre mi vida. Y el enemigo nos los arrebató, los dioses los maldigan.
—¿Qué diablos es un dragonero? —preguntó el chico—. ¿Montabas en dragón o algo así?
Valga Melquíades notó cómo la sangre le subía a las mejillas. Negó con la cabeza. Sólo en sus sueños se había permitido imaginar que volaba en dragón.
—Nunca… nunca hubiera osado… —señaló—. Los dragoneros nos encargábamos de cuidarlos, sólo eso. Los manteníamos limpios y bien alimentados, con sus arneses siempre dispuestos. Sólo los bendecidos por la luna pueden cabalgar dragones. Yo, pobre de mí, sólo apaleaba sus excrementos y abrillantaba sus escamas. No hay criatura más maravillosa que un dragón. Ninguna. Ni los leviatanes de Ur pueden comparárseles… Ni siquiera los majestuosos unicornios de Alsabara.
El muchacho le dedicó una larga mirada. Valga Melquíades era consciente del aspecto deplorable que ofrecía a la vista. Los años le habían tratado mal y se había acabado convirtiendo en un anciano calvo, esquelético y desdentado; con el ojo derecho velado por cataratas. Para empeorar más aún su aspecto iba vestido con su uniforme de gala de dragonero, tan castigado por el tiempo como él mismo. Aquel uniforme había sido su orgullo y, a pesar de su estado, había querido ir al encuentro del dragón vistiéndolo.
—¿Y quieres ponerte a mi servicio, dices? —preguntó el piromante en tono dubitativo—. ¿Para cuidar mi dragón? No tienes pinta de poder cuidar de nada; ni siquiera de ti mismo. Mírate: eres viejo y estás enfermo.
—Soy viejo, sí; y no es la enfermedad lo que me ronda: es la muerte. Y moriré agradecido por haber visto de nuevo un dragón.
Continuaba de rodillas y hasta la última de sus articulaciones le dolía por mantener aquella postura tanto tiempo. Había esperado que el muchacho le pidiera que se levantara, pero a la vista de que no parecía tener intención de hacerlo, Valga Melquíades se levantó por propia iniciativa. Le costó conseguirlo, pero el chico no hizo amago de ayudarle. Cuando al fin logró recuperar la vertical, jadeante, continuó hablando:
—Pero que mi aspecto no os confunda —señaló—. Todavía puedo resultar útil. Mis manos y mis piernas tiemblan, pero mi cerebro sigue funcionando. Sé mucho de dragones, muchísimo.
De nuevo, el joven lo estudió con la mirada, aquella mirada de puro fuego.
—¿Sabes cómo curarlo? —preguntó mientras cabeceaba en dirección al dragón—. Lo he intentado pero mis hechizos no funcionan.
—Sólo la magia sanadora de alto nivel es capaz de curar a un dragón —dijo Valga—. Pero no hay por qué preocuparse. Acabará sanando por sí solo. Tardará tiempo, pero sus heridas se curarán.
—¿Volverá a volar?
—Por supuesto que volverá a volar —le aseguró—. Aunque puede que yo no llegue a verlo. La vida se me escapa y no hay magia, por poderosa que sea, capaz de curar la vejez que me desarma —le miró, y todo él, postura, voz y mirada, se convirtió en una súplica desesperada—. Por favor, piromante, permitidme permanecer con vos. Aún puedo preparar ungüentos que aceleren la curación del dragón, y aunque las manos me tiemblen nada me gustaría más que abrillantar sus escamas y masajear la carne para facilitar el brote de las nuevas…
—Piromante… —murmuró el joven. Ni siquiera parecía haber escuchado lo que le había dicho a partir de esa palabra—. ¿Eso soy?, ¿en eso me he convertido?
—Eso sois —contestó él—. La Luna Roja os ha bendecido con el poder del fuego. Sois un piromante, un brujo de la llama y la ceniza. El primero que camina en Rocavarancolia tras la muerte de Arador Sala.
—¿Puedes contarme más cosas sobre mí? ¿Sobre lo que puedo hacer? —los ojos le brillaban con una luz nueva—. ¿Quién era ese Arador Sala? ¿Tenía un dragón como yo?
Valga Melquíades sonrió.
—Puedo contaros todo lo que queráis saber. He vivido noventa y tres años en esta ciudad y sé más cosas de las que podéis imaginar —asintió con decisión—. Os hablaré de piromantes, de dragones, de todo lo que se os antoje. Pero dejad que me quede junto a vos…
El joven hizo un movimiento ambiguo con la cabeza, algo que no terminaba de ser asentimiento ni negativa. Luego le dio la espalda y echó a andar. El dragón soltó un gruñido y lo siguió. Valga Melquíades se quedó inmóvil, absorto al contemplar cómo el dragón pasaba ante él. La sombra de la bestia lo envolvió como un sudario.
—Está bien, dragonero —dijo el piromante—. Acepto el trato. Me contarás todo lo que quiera saber y a cambio te dejaré jugar con la mierda del dragón.