3: El Dragón

III

El Dragón

Volaban rumbo al anfiteatro y, a pesar de las tinieblas de aquel día vuelto noche, podían ver claramente los estragos que la lluvia y los terremotos habían provocado en Rocavarancolia. Había zonas inundadas y verdaderos torrentes discurriendo por las callejas más estrechas y hundidas. Al menos divisaron media docena de edificios que se habían venido abajo; entre ellos una de las pocas torres de hechicería que aún aguantaba en pie. La Luna Roja se había hecho sentir con fuerza y Héctor se preguntó cómo había logrado Rocavarancolia sobrevivir a tantas noches como aquélla.

—Con magia —le dijo Bruno cuando planteó sus dudas en voz alta. Hablaban casi a gritos para hacerse oír sobre el estruendo del viento—. Pero no te fijes en los edificios caídos, fíjate en los que todavía siguen en pie después de tanto tiempo y tantas lunas. Los hechizos de protección que deben velar por ellos tienen que ser impresionantes.

Héctor se aferraba con fuerza a la cintura de Bruno mientras éste avanzaba sujeto a su báculo. Natalia marchaba más adelante, montada sobre una sombra. A Héctor no se le escapaba la paradoja que representaba que él, el único de los tres que contaba con alas, necesitara ayuda para volar.

La luna apenas se había movido desde la noche anterior. Era como si el tiempo hubiera quedado en suspenso. Héctor buscó el sol, pero no consiguió hallarlo. Sabía que estaba allí, en algún punto perdido entre las sombras y las nubes, pero resultaba imposible dar con él.

Tomaron tierra a cien metros escasos del anfiteatro. Natalia bajó de la sombra con una elegancia que Héctor estuvo lejos de alcanzar. Se apoyó en el hombro de Bruno para recuperar el equilibrio y contempló con aprensión el anfiteatro. La rampa que conducía a los sótanos se encontraba envuelta en la niebla de advertencia de dama Desgarro; bajo el continuo aguacero aquella bruma parecía más irreal si cabe. Héctor sonrió con amargura al contemplarla. Habían quedado atrás los tiempos en los que un puñado de hienas podían suponer una amenaza para ellos pero la advertencia seguía siendo acertada. Sólo que ahora el peligro que aguardaba dentro no provenía de las hienas, sino de uno de sus propios compañeros y de la criatura que había despertado.

Los tres echaron a andar hacia la rampa, con más de una docena de sombras deslizándose en el aire tras ellos. Bruno las miró y se detuvo, vacilante.

—¿Es necesario que llevemos tanta escolta? —preguntó—. ¿No resultará demasiado amenazador?

—Eso es lo que pretendemos —contestó Héctor—: ser amenazadores.

—Él tiene un dragón —le recordó Natalia.

Bruno se encogió de hombros y reanudó la marcha. Héctor observó a las sombras agitarse tras ellos con un nudo en la garganta. Sintió un punto de inquietud al recordar que habían dejado a Marina al cuidado de esos seres. Había tantas oscuridades diferentes en Rocavarancolia que resultaba complicado contabilizarlas todas, pero si había algo que comenzaba a comprender era que la oscuridad más peligrosa no era la que campaba fuera sino la que albergaban en su propio interior. Todavía estaba viva en su recuerdo la furia que lo había dominado durante su discusión con Natalia. Héctor desvió la mirada de las onyces al sótano, preguntándose por la envergadura de la oscuridad que los aguardaba allí y lo que podía suceder si decidían enfrentarse a ella.

«Pase lo que pase, debo mantener la calma», se dijo mientras enfilaban la rampa. «No puedo perder el control».

El olor a carne quemada que les salió al paso fue tan intenso que casi parecía sólido. Héctor torció el gesto. Bruno sacó un pañuelo y se cubrió la nariz y la boca. Natalia se limitó a entornar los ojos y a acariciar el lomo de la sombra que marchaba a su lado.

Bajaron por la rampa, despacio, alertas a lo que pudiera emerger de la penumbra. El último tramo de cuesta estaba cubierto por una capa de arañas muertas sobre la que se veían, delineadas con claridad, las huellas del dragón y la estela que había dejado el paso de su cola.

Lo vieron nada más atravesar la arcada. Era imposible no hacerlo. Su silueta no era más que una sombra entre sombras, pero su cabeza resaltaba como la luz de un faro. Estaba cerca de la zona de corrales y sus ojos, de color amarillo, cortados en vertical por una alargada pupila verde, no se apartaban de ellos. Las fauces del dragón despedían un intenso resplandor, y Héctor no tardó en comprender el motivo: estaban repletas de fuego. Sus mandíbulas se movían lentas, de arriba abajo y, a continuación, de izquierda a derecha: aquella prodigiosa bestia estaba masticando llamas.

Bruno titubeó al verlo, pero Héctor se apresuró a tomarle del brazo para que no diera la menor muestra de debilidad y lo hizo avanzar. Se adentraron en las tinieblas, seguidos por Natalia y sus onyces. La oscuridad estaba salpicada por los múltiples chispazos de ascuas rojas que flotaban por toda Rocavarancolia y por la temblorosa luz de docenas de fogatas; la mayoría no eran más que diminutas lenguas de fuego.

—Os habéis tomado vuestro tiempo en venir —se escuchó decir a Adrián desde algún punto cercano al dragón. Su voz era más ronca de lo que Héctor recordaba. Aunque sus ojos se estaban acostumbrando a una velocidad de vértigo a la penumbra, le resultó imposible dar con él.

—No queríamos molestar —dijo Natalia con voz engolada—. Por lo que nos han contado, tu amigo y tú os lo habéis estado pasando en grande.

—Hacemos lo que podemos —contestó él al cabo de un instante.

Bruno encendió el extremo de su báculo y al momento una claridad suave se extendió por el sótano. Por fin pudieron contemplar al dragón en su entera y maltrecha majestad. A Héctor le costó asimilar que aquella criatura era la misma que había visto tantas veces en la plaza. Allí había estado retorcida en una pose extraña mientras atacaba a los lanceros que la hostigaban, y su único color había sido el blanco de la piedra. Ahora, en cambio, el movimiento y los colores vivos la dotaban de una dimensión nueva. Sólo ver cómo su pecho se agitaba al ritmo de su tremenda respiración quitaba el aliento.

El dragón era verde claro, con delgadas ramificaciones amarillas en el pecho y en las alas. Muchas de las escamas del vientre habían desaparecido y dejaban a la vista grandes calvas de carne pálida, lo que le confería un aspecto enfermizo. Para aumentar más esa impresión, el ala derecha colgaba rígida a un costado. Y aun así no dejaba de ser un ejemplar impresionante. Y más impresionante resultaba contemplarlo allí, rodeado de hienas carbonizadas. La mayoría estaban esparcidas ante el dragón, como sacrificios recién realizados a un dios del fuego, como el recordatorio de lo que podía sucederles si tentaban a la suerte.

El dragón, sin apartar la vista de ellos, atrapó una hiena por una pata y la introdujo entera en el horno que tenía por boca. Masticó despacio su presa. Héctor se mordió el labio inferior al escuchar el crujir de los huesos y el crepitar del fuego que ardía dentro de las fauces del monstruo.

Adrián estaba sentado muy cerca de la cola verde y amarilla del dragón. La única prenda que vestía eran unos pantalones chamuscados. No se percibía cambio físico en él. Podía parecer humano, pero al igual que ocurría con Bruno y Natalia, resultaba evidente que había dejado de serlo. Héctor vio que tenía en las manos un pedazo de carne requemada. Entre sus dedos bailaban lenguas de fuego. El corazón de Héctor se disparó en su pecho. La carnicería del sótano no había sido culpa de aquella bestia, sino de quien lo había conducido allí.

«Se reía. El dragón quemaba a mis niños ¡y él se reía!», les había contado Caleb, histérico, fuera de sí, tirándose del pelo con las manos quemadas. A Bruno no le había quedado más alternativa que dormirlo para tranquilizarlo.

Héctor y Bruno se detuvieron a unos metros del dragón, pero Natalia continuó avanzando, seguida por la riada de sombras. El monstruo comenzó a devorar otra hiena y de nuevo el sótano se llenó con el sonido de huesos quebrándose.

—¿Queréis un poco? —les preguntó Adrián mientras alargaba el pedazo de carne abrasada hacia ellos—. Es lo más delicioso que he probado nunca, os lo juro. Mucho mejor que las manzanas aquellas que encontramos al poco de llegar —parecía entusiasmado—. Es por el fuego de dragón, ¿sabéis? Da a la carne un sabor especial.

Natalia fue la única en contestar y lo hizo con una sonrisa en los labios.

—No tenemos hambre, gracias —dijo—. ¿Sabes otra cosa que nos han contado? —preguntó después—: Que te has vuelto loco. Loco de remate, ¿te lo puedes creer? —le soltó en falso tono jovial.

—¿Loco? —Adrián soltó una carcajada, un sonido tan desagradable como el masticar del dragón—. Esto es absurdo —dijo antes de incorporarse de un brinco y acercarse a ellos. Llevaba dos espadas al cinto; las vainas de ambas estaban sucias de hollín y llenas de quemaduras—. ¡Miraos! —les gritó—. Deberíais estar dando saltos de alegría. ¡Habéis sobrevivido! Mírate, Héctor: ¡estás vivo y tienes alas! ¿No te parece un milagro? —se giró hacia Natalia—. ¿Y tú? ¡Fíjate! Estás más hermosa que nunca y tienes un ejército de sombras, y… bueno… —frunció el ceño mientras examinaba a Bruno—: No sé qué decir de ti —señaló—. Por lo visto la Luna Roja te ha convertido en un llorica.

Héctor miró a Bruno. El italiano contemplaba a Adrián con el rostro desencajado mientras las lágrimas no paraban de correr por sus mejillas. Tenía los puños apretados y los labios le temblaban. Héctor tardó unos instantes en darse cuenta de que su amigo estaba contando en silencio hasta diez.

—¿Por qué las has matado? —preguntó con voz enronquecida una vez terminó.

—Porque el dragón tenía hambre —contestó Adrián con calma—. Y no es de extrañar. Llevaba treinta años sin comer. Las hienas de ese idiota fueron lo único que se me ocurrió.

—Estaban vivas —Bruno se adelantó un paso. El dragón dejó de masticar y giró la cabeza hacia él, pero el italiano ni se inmutó—. Estaban vivas y eran importantes para alguien —continuó—. Y eso ya debería haber sido suficiente para impedir que les hicieras daño.

—Así no funciona el mundo —le replicó Adrián—. Necesitaba algo y lo cogí. Así de simple. Las hienas han muerto pero el dragón vive. Y os aseguro que hemos ganado con el cambio. ¿Y qué si alguien ha lloriqueado un poco por el camino? ¿Quién es ese tipo para nosotros? Nadie. Y podía haberle matado, ¿verdad?, pero no lo hice…

—¡Qué magnánimo! —exclamó Natalia y rompió a reír. Las sombras sisearon tras ella.

Adrián sacudió la cabeza.

—No os entiendo —dijo—. ¿A qué habéis venido? ¿A reñirme por portarme mal? —Héctor no pudo distinguir si su perplejidad era real o fingida. Adrián se giró hacia él—. ¿Esta conversación no la hemos tenido antes? —le preguntó—. Sí, en la plaza, después de que acabara con los desgraciados que llevaban años quemándose vivos. ¿Vienes a lo mismo? ¿A reñirme por ser malo?

—Sólo quería ver en qué te había convertido la Luna Roja —dijo—. Y no veo mucha diferencia con entonces. Sigues siendo el mismo monstruo. Me podía haber ahorrado el viaje.

—Oh. Pero es que sí hay diferencia, amigo. Una diferencia abismal —dio un paso hacia él y Héctor, automáticamente, se puso en guardia—. Antes era capaz de sentir el fuego… Rugía en mis venas. Me abrasaba. Pero eso ya pasó. Ahora es diferente: ahora yo soy el fuego.

—Estás enfermo —dijo Bruno. Recorrió con la mirada los cadáveres que se repartían por el sótano, con una mueca de asco creciente en el rostro—. Enfermo…

—Lo estuve. Pero ya estoy curado. Y más vale que os acostumbréis cuanto antes a la nueva situación. Nada de lo que nos enseñaron en la Tierra vale en Rocavarancolia. Olvidaos del bien y el mal y todas esas estupideces —Héctor, al ver la vehemencia con la que Adrián se dirigía a ellos, comprendió lo importante que era para él hacerse entender—. Eso no tiene sentido aquí, y debéis aceptarlo si queréis sobrevivir. ¡No seáis ciegos! ¡Sentid el poder! ¡Sentid el fuego! ¡Dejaos llevar!

—No debiste matarlas —insistió Bruno, con la mirada vidriada fija en el pequeño bulto de un cachorro carbonizado. Héctor se preguntó en qué estaría pensando: ¿en toda la gente que había muerto porque él, sin saberlo, les había robado su esencia?, ¿o quizá en lo sencillo que sería rendirse a esos poderes de la forma en la que Adrián insistía en que debían hacerlo?

—¡Basta de tonterías! —le gritó Adrián. Parecía a punto de perder los estribos. De pronto se sosegó y respiró hondo antes de hablar—: Es normal que estéis confusos, todo esto es nuevo para nosotros. Hemos cambiado tanto que ya no somos ni siquiera hu…

—¿El fuego? —le interrumpió Bruno—. ¿Dices que eres el fuego? —su rostro y su voz volvían a ser tan inexpresivos como antaño, pero se intuía en su mirada un brillo que Héctor nunca había visto antes. Adrián no respondió a la pregunta. Se limitó a mirarlo con los ojos entrecerrados—. Está bien… —continuó Bruno, y la frialdad de su comportamiento no presagió lo que estaba a punto de ocurrir—: Arde —anunció.

Alzó el báculo, gritó tres palabras y el mundo se volvió loco.

—¡No! —gritó Héctor, pero ya era inútil intentar detenerlo.

Un lanzazo de luz salió despedido de la punta del báculo hacia Adrián. El muchacho dio un grito y con un giro brusco de muñeca desvió el haz de energía antes de que él saliera despedido hacia atrás y el trallazo de luz hacia arriba. Adrián chocó contra una columna y su propio impulso lo hizo rebotar hacia delante mientras el relámpago de Bruno se estrellaba contra el techo. Una de las espadas de Adrián pareció saltar por voluntad propia de la vaina a su mano.

—¡No quiero esto! —chilló—. ¡No quiero luchar contra vosotros! —y había verdadera angustia en su voz.

—¡Déjate llevar! —le replicó Bruno lanzando una nueva descarga de energía que Adrián desvió con un golpe de espada y un contrahechizo apresurado.

—¡El dragón! —gritó Natalia.

Héctor se giró a tiempo de ver cómo la enorme bestia se levantaba en el mismo instante en que Bruno, enloquecido, se abalanzaba hacia Adrián. El dragón avanzó a la carrera, agitando su cabeza de un lado a otro. Héctor desenfundó la espada mientras se preguntaba cómo iba a sobrevivir a semejante locura. El sótano se llenó con los gritos de Adrián y Bruno, enzarzados en su duelo mágico, y los gritos de Natalia dando órdenes a las sombras.

El fuego de las fauces del dragón se avivó y de algún punto bajo su pecho llegó un sordo bramido. Estaba preparando su ataque, comprendió Héctor, pronto expelería un torrente de llamas. Por una fracción de segundo, el dragón desapareció de su vista cuando las onyces se interpusieron entre el monstruo y él. Un pandemonio de garras y colmillos de niebla negra se abatió sobre la criatura. El dragón bramó y se alzó sobre sus cuartos traseros, encorvado para no tocar el techo. Hizo pedazos a uno de sus atacantes con su garra derecha y partió a otro en dos de un mordisco antes de dejarse caer de nuevo a cuatro patas. A continuación proyectó su inmensa cabeza hacia delante, abrió la boca todo lo que daban de sí sus mandíbulas y lanzó un chorro de llamas en dirección a Bruno.

Héctor actuó por impulso. Desplegó sus alas y dándose media vuelta se interpuso en la trayectoria del fuego. La potencia de la llamarada estuvo a punto de derribarlo. Sintió una oleada de intenso calor y un dolor lacerante extendiéndose por su cuerpo. Se giró de nuevo cuando el chorro de llamas cesó. La espalda le dolía a rabiar, pero las alas, que habían recibido de lleno el impacto del fuego, no parecían haber sufrido daño.

Tenía al dragón a menos de un metro de distancia, rodeado de sombras que saltaban sobre él, le arañaban y se batían en apresurada retirada. Héctor lanzó un mandoble brutal contra el costado del monstruo. Fue igual que golpear un muro. La espada rebotó contra las escamas sin causar daño y Héctor retrocedió desequilibrado envuelto en onyces que iban y venían. La criatura escupió un nuevo latigazo de llamas, esta vez en dirección a los seres que la acosaban. El fuego trazó un espectacular arco en las alturas del que pocas sombras lograron escapar; la mayoría se desintegró bajo la llamarada, aullando de dolor.

Bruno y Adrián prestaban poca atención al dragón, sumidos ambos en una extraña danza hecha de resplandores y destellos, hechizos y contrahechizos. Héctor desconocía qué tipo de magia usaban, pero algo en sus poses y gestos le dejó claro que era Bruno quien llevaba la iniciativa. De pronto, el dragón dejó de lado a las sombras y cargó contra el demiurgo.

El italiano invocó una racha de fuerte viento que desplazó a Adrián hacia atrás y luego se encaró hacia el monstruo. Dibujó un rápido pentagrama con la mano izquierda mientras señalaba con la derecha hacia una columna caída. La columna se alzó entre crujidos y baldosas arrancadas y salió despedida hacia el dragón. Este, sin detenerse, la hizo trizas de un soberbio testarazo y se arrojó sobre Bruno, envuelto en esquirlas de piedra, llamas, polvo y sombras que arañaban y mordían. Por un momento, Héctor perdió de vista a su amigo, pero luego lo vio ascender en el aire, atravesando intangible las fauces de la bestia.

Héctor echaba a correr de nuevo hacia el dragón cuando Natalia saltó sobre la espalda de Adrián desde lo alto de una columna truncada. La muchacha lo inmovilizó con brazos y piernas, se inclinó hacia delante y le puso una daga en la garganta. La hoja se hundió en la carne, no demasiado, pero sí lo bastante como para que brotara sangre. Adrián dio un grito y los ojos del dragón dejaron de perseguir los vuelos de Bruno y las onyces para fijarse en él.

Adrián estaba inmóvil, con el cuchillo en el cuello y una mueca perpleja en la cara. Héctor sabía que de haber querido, se habría librado con facilidad de Natalia, pero parecía demasiado sorprendido como para reaccionar.

—¿De verdad te parezco hermosa? —le preguntó la rusa.

—Mucho —respondió Adrián, jadeando—. ¿Vas a matarme?

De nuevo se escuchó aquella detonación sorda procedente del pecho del dragón que anunciaba una nueva llamarada.

—No lo sé —contestó ella—. Depende de ti. Dile a tu perrito que se calme o te abro la garganta. Sin trucos ni magia, por favor.

Adrián miró al dragón y, aunque sus labios no pronunciaron palabra alguna, su mirada bastó para que el monstruo se detuviera. Retrocedió dos pasos y se agazapó en el suelo, con los ojos fijos en Adrián y Natalia. Las sombras se retiraron a una orden de la muchacha.

—¿Así te parece bien? —le preguntó Adrián.

—Me parece perfecto —contestó ella. De pronto la rusa se tensó. Entornó los ojos y se mordió la comisura de los labios. Por un instante, un instante que se hizo eterno, pareció decidida a degollar a Adrián y algo dentro de Héctor, algo oscuro y terrible, deseó que lo hiciera, aunque supiera que eso significaría tener que enfrentarse a la furia del dragón. Se sintió asqueado consigo mismo, pero no pudo evitar que una parte de él disfrutara con la perspectiva de que todo terminara en una matanza.

Finalmente, Natalia se apartó de Adrián. Lo hizo con brusquedad, como si quisiera apartarse cuanto antes, no de él, sino de la tentación de cercenarle el cuello. La muchacha se retiró el pelo de la frente de un manotazo y en ese instante Héctor pudo ver que la hoja del cuchillo había comenzado a fundirse. La hoja derretida comenzó a fluir sobre la empuñadura como mantequilla deshecha. Natalia arrojó el arma lejos antes de que le quemara la mano.

Adrián se giró despacio, frotándose la garganta. La sangre manaba lenta del arañazo y el gesto la esparció por su cuello. Bruno avanzó hacia él, dispuesto quizá a retomar la lucha, pero Héctor se apresuró a detenerlo. Le puso una mano en el pecho y le empujó hacia atrás.

Adrián contempló la sangre que manchaba su mano. Cuando habló lo hizo con voz estrangulada:

—¿Esto era lo que queríais? —preguntó. Nadie contestó—. Venís aquí… Mis queridos amigos vienen aquí y me insultan, me llaman monstruo, me escupen a la cara y luego… —les mostró la palma ensangrentada—, me atacan… Mis amigos. Mis propios amigos. Han intentado matarme. ¿¡Y se atreven a llamarme monstruo a mí!?

—Yo no… —comenzó Bruno.

—¡Marchaos! —aulló Adrián. Se enderezó y los fulminó con la mirada. Las llamas que corrían por su piel se avivaron, pero más impresionante resultaba la rabia que ardía en sus ojos—. ¡Fuera! —gritó. El dragón desnudó sus colmillos—. ¡Apartaos de mi vista antes de que olvide que fuimos amigos! ¡Marchaos o no habrá magia ni puñal que me impida reduciros a cenizas!

—Adrián… —comenzó Natalia.

—¡Fuera! —la cortó el muchacho y señaló hacia la puerta del sótano con la mano envuelta en fuego. El dragón comenzó a levantarse.

Héctor cruzó una mirada con sus compañeros y asintió. No tenían nada que hacer allí. ¿Y a fin de cuentas para qué habían acudido al anfiteatro? Sabían que ya era tarde para salvar a las hienas de Caleb. ¿Intentaban acaso salvar a Adrián de sí mismo? Si esa había sido su intención, no habían hecho nada por conseguirlo, más bien al contrario. Bruno echó a andar hacia la puerta, con los labios fruncidos en una expresión inidentificable. Al verlo pasar a su lado, Héctor se preguntó si no habrían acudido allí simplemente para ver qué les deparaba el futuro. Siguió a su amigo y Natalia, tras un momento de duda, fue con ellos. Ninguno miró atrás.

—Fuera… —escucharon repetir a Adrián cuando salían. Ya no había rabia en su voz, sólo la fragilidad de alguien que parece a punto de romper a llorar. Pero quizá hasta esa muestra de humanidad no fuera más que un espejismo provocado por la acústica del anfiteatro, el murmullo de la lluvia o la simple necesidad de creer que todavía quedaba esperanza para Adrián y para ellos.

* * *

Dama Desgarro bajó la escalinata del Panteón Real y echó a andar por el camino embarrado, a grandes pasos, con su corazón marchito encogido más que nunca en el pecho. Los muertos continuaban con sus charlas, más delirantes si cabe desde que la Luna Roja había aparecido, pero ni dama Desgarro les prestaba atención ni ellos parecían tener interés en ella. La lluvia que se colaba por sus cicatrices pronto le provocó una desagradable sensación de pesadez, una sensación acorde con su ánimo. Ya no quedaba nada de la alegría que había sentido con la Luna Roja. Habían bastado tres palabras para hacerle perder toda esperanza:

—Lo sé todo —le había anunciado Esmael, oculto en una esquina en sombras en la mismísima entrada del Panteón Real. Dama Desgarro apenas distinguió su silueta cuando miró hacia allí, con la mente todavía rebosante de las imágenes que le mostraba su ojo izquierdo desde el pico del pájaro—. Sé que Mistral asesinó a uno de los cachorros para ocupar su lugar. Sé que Denéstor sabía que el cambiante estaba contaminando la cosecha y aun así lo permitió, si no fue el propio demiurgo el instigador de tamaño sacrilegio —cada una de las palabras del ángel negro resonaba en su imaginación como los martillazos que hundían los últimos clavos del ataúd de Rocavarancolia—. Y aunque ahora mismo no puedo probarlo estoy convencido de que tú también estás implicada en la conspiración —añadió Esmael—. Y si no es así, si me equivoco y resulta, oh, sorpresa, que no tienes nada que ver, bueno, eso en esencia no cambia nada, ¿verdad? La cosecha está mancillada y sabes lo que eso significa.

Dama Desgarro sintió extenderse una execrable frialdad por su interior. ¿Así era cómo terminaba? ¿Ahora que estaban a las puertas de conseguirlo, venía Esmael a echarlo todo a perder? El destino no podía ser tan cruel.

—No sé de qué estás hablando —le aseguró con una firmeza que ni de lejos sentía. Los ojos del ángel negro fulguraban en las sombras—. Y no me interesa oír tus desva…

—Debería interesarte, querida, debería interesarte mucho —guardó un instante de silencio antes de continuar—: Porque sabes tan bien como yo lo que implica la traición de Mistral. Si lo delato, el regente ordenará la ejecución de los cachorros de Denéstor, y ése, sin duda, será nuestro final. Pero hay algo que puede impedir que dé ese paso, hay algo que puede comprar mi silencio —Dama Desgarro supo a lo que se refería aun antes de que hablara—: Renuncia a tus aspiraciones de ser regente —le pidió—. Habla al consejo y renuncia a ocupar el puesto de Huryel. Deja que sea yo quien dirija esta nueva Rocavarancolia y los niños vivirán…

—¿Dirigirla? ¿Tú? ¿Y hacia qué abismo piensas conducirnos? —estuvo a punto de soltar una carcajada, pero se contuvo a tiempo—. No —sacudió la cabeza con tal fuerza que las cicatrices de su cuello se abrieron y cerraron—. Me niego a creer tamaña insensatez, me niego a creer que prefieras ver Rocavarancolia destruida a que yo sea regente.

—Contigo al mando, Rocavarancolia también estaría perdida, con niños o sin ellos. Prefiero un final digno a una agonía inmerecida en manos de una inepta. ¡Por todos los infiernos, mírate! No tienes las condiciones necesarias para gobernar. Eres patéticamente blanda, tu capacidad de liderazgo es nula, no sabes hacerte respetar y lo único que inspiras es lástima. Ni siquiera deberías ser comandante de los ejércitos del reino. Si ostentas este cargo es porque todos los que te superaban en escalafón han muerto. No puedes ser regente, dama Desgarro. Y ahora menos que nunca.

Ella miró con desprecio a la esquina en sombras, más si cabe porque ideas semejantes a aquellas, si bien expresadas de forma no tan cruda, eran las que pasaban por su mente siempre que consideraba la posibilidad real de ponerse al cargo del reino. La regencia le venía grande, lo admitía. Pero también estaba segura de otra cosa: el ángel negro era todavía menos adecuado que ella para el cargo.

—Y tú sólo sirves para matar —le dijo, e intentó que en cada sílaba de cada palabra quedara patente el desprecio que sentía por él—. Y hasta tú lo verías si no estuvieras tan pagado de ti mismo… Contigo todo sería dolor, todo sería muerte y oscuridad.

—Si fuera tal y como me describes, ¿estaría aquí ofreciéndote este trato?

—¿Trato? —dama Desgarro soltó una carcajada—. ¡No me estás ofreciendo ningún trato! Me estás chantajeando.

Esmael se echó a reír.

—¿Ves lo equivocada que estás? Esto no es chantaje: es política —dio un paso al frente y salió de las sombras. Y verlo emerger de pronto de la oscuridad, bello y salvaje, fue estremecedor. «Los monstruos no deberían ser hermosos», pensó dama Desgarro. «Los monstruos deberían ser como yo. O como dama Araña»—. Quiero el poder —siseó Esmael—. Quiero Rocavarancolia. Apártate de mi camino y sobreviviremos, sigue empeñada en interponerte y será el final para todos.

—¿Y si pienso igual? —le espetó ella—. ¿Y si prefiero el final antes a ver qué Rocavarancolia puede construir un loco como tú?

Esmael la evaluó con la mirada, tratando de averiguar si dama Desgarro hablaba en serio. Estuvo tentado de compartir sus sueños con ella, de hablarle de la Rocavarancolia que tenía en mente. Una ciudad que se cimentaría sobre el legado de Sardaurlar y el resto de reyes conquistadores, y que, tarde o temprano, ocuparía el lugar que se merecía en el engranaje de la creación. Él no pensaba cometer los errores de sus predecesores; no, no pensaba dejarse cegar por la ambición, como había hecho Sardaurlar, cuando fue doblegando mundo tras mundo, sin asentar realmente su dominio en ninguno de ellos. Todo sería diferente con él al mando. Quizá no viviera para ver la Rocavarancolia que soñaba, pero sus sucesores sabrían sin ningún género de dudas que había sido él quien había sembrado la semilla de la futura grandeza del reino.

—Recapacita bien tu respuesta —le advirtió—. Y para que tengas una nueva muestra de mi crueldad, voy a darte tiempo de sobra para que lo hagas. Tienes hasta la última noche de Luna Roja para pensártelo. Antes de que se ponga la luna querré tu respuesta y obraré en consecuencia —ése era exactamente el plazo que se había dado a sí mismo para encontrar al asesino del demiurgo. La renuncia de dama Desgarro le abriría el camino hacia la regencia, y la cabeza del asesino de Denéstor despejaría todas las dudas que cualquiera pudiera tener sobre su validez como dirigente.

—¿Y si Huryel muere antes de que acabe el plazo? —quiso saber ella. Faltaban casi cuarenta días para que la Luna Roja abandonara Rocavarancolia y en ese tiempo podían suceder muchas cosas.

—Mi plazo morirá con él —contestó Esmael—. Lo primero que deberás hacer a su muerte será anunciar tu renuncia o no me dejarás más alternativa que desvelar los tejemanejes de Mistral y Denéstor ¿Está claro?

Por desgracia para ella lo estaba. O la extinción o el horror. Esas eran las únicas alternativas que le dejaba Esmael.

—Si estás tan seguro de que eres tú quién debe tomar las riendas de Rocavarancolia… —comenzó dama Desgarro, mirando con los ojos entornados al ángel negro—, ¿por qué conformarte con ser un simple regente? Si es tu destino, ¿por qué no das un paso adelante y te sientas en el trono?

—Te aseguro que tarde o temprano lo haré —le dijo.

—Daría mi vida por verlo.

Esmael sonrió aviesamente.

—Ten cuidado con lo que deseas —y nada más decir eso, dio media vuelta, desplegó sus alas y de dos potentes sacudidas se alzó en la noche, dejándola perpleja y furiosa.

Su deambular sin rumbo por el cementerio la llevó al mausoleo donde reposaban los restos de Rachel. Los muros de telaraña se habían apelmazado por las fuertes lluvias y la torre había perdido consistencia, ahora parecía más un cono de engrudo que una verdadera torre, pero la construcción de dama Araña seguía cumpliendo su cometido de impedir que el agua llegara al sepulcro de la niña. Dama Desgarro apretó con tal fuerza los puños que sus uñas le desgarraron las palmas.

¿Y si se habían equivocado al ayudar a los cachorros? Las leyes sagradas habían sido uno de los principales pilares de Rocavarancolia durante siglos y, de ellas, la que prohibía interferir en la cosecha, una de las más importantes. Tanto como para que sólo en última instancia, cuando ya se veían abocados al final, se hubieran atrevido a quebrantarla. ¿Pero y si habían cometido un error al hacerlo?

Se preguntó qué habría ocurrido si Mistral y ella no hubieran ayudado a los muchachos y lo evidente de la respuesta la desalentó todavía más. Sin ellos, sin su interferencia, la mayoría habría muerto en sus primeros días en Rocavarancolia y el resto no habría tardado en seguirlos. ¿Pero y si eso era lo que debía ocurrir? ¿Y si ése era su destino y al rebelarse contra él sólo habían logrado empeorar la situación? ¿Acaso sería Esmael el precio que debían pagar por interferir? ¿Sería la Rocavarancolia del ángel negro el fruto de su traición? Recordó que en alguna parte, en un libro de historia antigua quizá, había leído que una cosecha contaminada podía llegar a mancillar el alma del reino. Dama Desgarro resopló, llena de dudas. En torno a ella, los enterrados del cementerio hablaban sin parar de tiempos pasados, de guerras legendarias, de las traiciones que los habían conducido a la tumba, de los amores que dejaron atrás…

Dama Desgarro se giró para dar la espalda al mausoleo de Rachel y justo entonces algo explotó en su cabeza. Fue un estallido de dolor puro que esparció relámpagos de hielo por su cerebro. Retrocedió entre alaridos. Tropezó y cayó al suelo. Su brazo izquierdo se desprendió del hombro, su cadera derecha se abrió en canal y su cabeza salió dando tumbos.

La cuenca vacía le latía con fuerza y a cada latido el dolor se redoblaba. Los dedos de la mano perdida se crisparon en el suelo mientras comenzaban a arrastrar penosamente el brazo hacia el cuerpo del que se había desprendido. La agonía no le dejaba pensar. Su ojo izquierdo, algo le había sucedido a su ojo izquierdo; algo terrible, definitivo. Lo último que había podido ver a través de él era una panorámica de Rocavarancolia vista desde la azotea donde el pájaro estaba posado, luego una sombra súbita se había cernido sobre el ojo y el ave, y cuando ésta se disponía a escapar, todo había terminado. Dama Desgarro intentó dar con el cauce de comunicación que mantenía siempre abierto entre su mente y el pájaro, pero allí tampoco había nada, era como buscar a tientas en un túnel anegado de oscuridad. Lo que había destruido su ojo había terminado también con el regalo de Denéstor.

Dama Desgarro, despedazada en el cementerio, gritó bajo la lluvia.

* * *

Hurza se relamió en las alturas mientras se sacudía de las manos las esquirlas metálicas del pájaro que acababa de destruir. El ojo de dama Desgarro sabía a musgo y a noche, a árboles cargados de lluvia y a cosechas agostadas. Había tenido la vaga esperanza de que devorarlo le hubiera concedido algún tipo de enlace con ella, semejante al que mantenía con los criados del castillo, pero lo único que había logrado era un puñado de recuerdos fragmentarios. Daba igual. No era conveniente que aquel ojo anduviera a sus anchas por los cielos. Además, aquella noche, por primera vez desde su resurrección, había acabado con una vida sin concederse el placer de saborear los ojos de su víctima, así que se tomaba aquel bocado imprevisto como una suerte de compensación que el destino había tenido a bien concederle.

El primer Señor de los Asesinos de Rocavarancolia voló hasta el ventanal donde había dejado, a resguardo de la lluvia, la cabeza de Alastor. El inmortal sólo consiguió verlo cuando apenas le faltaban dos metros para llegar a la ventana; ésa era la distancia mínima a partir de la cual era efectivo el hechizo de opacidad que convertía a Hurza en una sombra brumosa en mitad de la lluvia. A los ojos de Alastor fue como si Hurza acabara de materializarse ante él y, para vergüenza del inmortal, la impresión le hizo soltar un gritito de sorpresa muy poco digno.

Alastor había aceptado sin dudar la propuesta de Hurza y no se arrepentía de ello, ni siquiera después de ver cómo mataba a dama Moreda. De hecho, en su opinión, la arpía era la única responsable de su muerte. Era ella quien, en un arrebato de estupidez, había atacado a Hurza. A Alastor le había sorprendido la furia con la que la arpía se había abalanzado sobre él, completamente enloquecida, fuera de sí, pero nada había podido hacer contra el hechicero. Hurza esquivó su embestida para luego quebrarle el cuello al mismo tiempo que le hundía la espada recién desenvainada en el estómago. Dama Moreda cayó al suelo, desmadejada y rota, con la cabeza en un ángulo imposible y las alas retorcidas. El inmortal sintió una punzada de congoja al contemplar cómo el brillo de los ojos de la mujer se apagaba.

—Yo no te pedí que me amaras —le susurró Alastor. Lo que le dolía no era la muerte de dama Moreda, lo que realmente le apenaba era que con su fallecimiento había muerto la devoción que ésta le profesaba.

Hurza, por una vez, no había hecho honor a su sobrenombre y había dejado los ojos de la arpía intactos en su rostro. No dudaba de que tanto los poderes proféticos como los recuerdos de su víctima habrían podido serle de utilidad, pero dama Moreda estaba loca y no quería arriesgarse a que se le contagiara su demencia.

El nigromante tomó la cabeza de Alastor entre sus brazos, luego echó a volar, paladeando aún el sabor a otoño cansado del ojo de dama Desgarro. Levantó la mirada y contempló la gigantesca Luna Roja. Hurza sonrió. En el ecuador se distinguían con claridad los desgarros que había provocado Harex en su superficie. Sí, su hermano siempre había sabido dejar huella. Y pronto volvería a caminar por Rocavarancolia, vistiendo un cuerpo nuevo.

En pocos días la úlima cosecha de Denéstor Tul alcanzaría la madurez; pronto sus cambios serían completos. En un principio en sus planes sólo habían tenido cabida el ángel negro y la vampira, pero las cosas habían cambiado cuando el piromante despertó al dragón. El muchacho se había vuelto, de pronto, sumamente interesante, un valor a proteger: no quería correr el riesgo de que su muerte descontrolara a esa magnífica bestia.

Aquella criatura sería un regalo de bienvenida perfecto para su hermano. Harex, el fundador de Rocavarancolia, el primer monarca del reino, el asesino de hechiceros, regresaría de entre los muertos montado a lomos de un dragón resucitado.