II
El Poder
—Tiene un dragón —eso fue lo primero que dijo Natalia al entrar al torreón poco después de que dama Moreda y Alastor se marcharan. Entró escoltada por dos onyces; ambas con forma de reptil—. El niño tiene ahora un dragón…
Bruno, que estaba ensimismado tallando un muñequito de madera con un cuchillo, dio un respingo al verla y dejó caer el muñeco al suelo. El primero que había hecho y al que ya había dotado de vida se llevó espantado las manos a la cara y se precipitó al borde de la mesa para comprobar qué había sido de su compañero.
—Lo sabemos —Héctor miró de reojo a las sombras que acompañaban a Natalia, caminaban agazapadas, con aire de fiera a punto de saltar—. Hemos tenido visita y nos han puesto al tanto de la nueva mascota de Adrián —le informó mientras dejaba en un cesto un talismán ya cargado y cogía otro.
Antes de la salida de la Luna Roja, cargar aquel tipo de talismanes le costaba sus buenos treinta minutos, pero ahora era capaz de hacerlo en segundos. Al menos en ese aspecto había mejorado, porque en lo que se refería a la magia seguía siendo un inútil. Había probado suerte después de ver cómo Bruno ponía orden en el caos de la planta baja con un simple cántico, pero tras fracasar una y otra vez con los hechizos más sencillos no le quedó más remedio que rendirse. Aquello, por supuesto, no contribuyó a mejorar su ánimo. No podía sacarse de la cabeza el extraño ruego que le había hecho dama Moreda: «No la mates», le había pedido. ¿Qué debía de haber visto la arpía para pedirle que no hiciera algo que chocaba de forma tan demoledora con lo que él era? Se quitaría la vida antes de hacer daño a Marina.
—No le des más vueltas —le aconsejó Bruno—. Recuerda que Alastor nos dijo que un hechizo le había trastocado la cabeza. Si le queda algún don profético seguro que no funciona como debe.
Pero Héctor no podía dejar de pensar en ello. Era inevitable. Y no sólo por las palabras de la arpía. Dama Desgarro le había advertido que se aproximaban tiempos difíciles y que era probable que tuviera que tomar decisiones realmente duras, decisiones que podrían implicar la muerte de alguno de sus compañeros. Hasta las sombras le habían pedido a Natalia que matara a Adrián antes de que fuera tarde. Era como si la realidad entera se confabulara para traerle malos augurios.
La joven bruja se sentó cansinamente en una silla tras dedicar una significativa mirada a las alas de Héctor. Natalia estaba empapada por la lluvia, pero no parecía importarle.
—¿Visita dices?, ¿cómo es eso? —quiso saber. Llevaba los labios pintados de negro y se había dibujado una pequeña espiral del mismo color bajo el ojo izquierdo.
—Han venido a darnos la bienvenida… —murmuró Héctor—. Por lo visto dentro de nada nos convertirán en hijos predilectos de Rocavarancolia —comentó con sorna. A continuación, le contó a grandes rasgos la visita de la arpía y Alastor y la curiosa petición que éste le había hecho a Bruno.
—¿Y vas a hacerle ese cuerpo?
Bruno parpadeó aturdido cuando Natalia se dirigió a él. Se la quedó mirando con la boca entreabierta, como si el hecho de que ella le hablara fuera un acto milagroso, algo en contra tanto de las leyes de la ciencia como de la magia. Héctor miró alternativamente a uno y a otro. La rusa todavía no se había percatado de la turbación del italiano ya que, tras formular su pregunta, se había levantado la falda mojada hasta medio muslo y ahora andaba concentrada en masajearse los pies descalzos.
Héctor carraspeó, incómodo por el largo silencio de su amigo, lo que significaba y lo embarazosa que se podría volver la situación si Natalia se daba cuenta. La muchacha frunció el ceño, extrañada por la tardanza de Bruno en contestar y alzó la vista. Justo entonces, el italiano comenzó a hablar:
—Le he dicho que lo pensaría aunque no tengo intención de hacerlo —habló de golpe, como si hubiera tenido todas esas palabras atoradas en la garganta. Luego se agachó para recoger el muñeco caído—. No me fío de nadie en esta ciudad y menos aún de una cabeza parlante. Además hay otros asuntos que tienen prioridad. Ahora que Héctor se encuentra bien, pretendo explorar la ciudad como es debido —Bruno seguía bajo la mesa, alargando en lo posible la búsqueda del muñeco—. Y quiero averiguar si los cambios de la Luna Roja son reversibles.
—Pues te deseo suerte —Natalia observaba con divertida curiosidad las evoluciones de Bruno en pos del muñeco—. Pero si encuentras algo ni se te ocurra probarlo conmigo —le advirtió—. Me gusta cómo soy ahora, ¿vale?
El italiano regresó al fin a la silla, con el rostro enrojecido y el muñequito en la mano.
—Vale —dijo—. Pero… no es por ti… ni por mí. Es por Lizbeth. Y por Maddie. —Estudió con atención el muñeco, como si quisiera comprobar que la caída no le había causado daños. Estaba claro que era una pantomima para no mirar a Natalia—. Le prometí que encontraría el modo de evitar que se convirtiera en un monstruo. Y puedo haber fallado a mi palabra, pero eso no significa que vaya a rendirme. Haré lo imposible para que vuelvan a ser humanas.
«Si es que ellas quieren volver a serlo», pensó Héctor.
—Bravo por ti —dijo Natalia y Bruno enrojeció todavía más. La joven guardó silencio, pensativa. Tabaleó con sus dedos en la mesa. Sus uñas también estaban pintadas de negro—. Creo que anoche vi a vuestra arpía en la plaza —señaló—. Sí. Seguro que era ella. Llevaba algo en las manos pero ni me fijé en qué era. Estaba demasiado ocupada viendo a Adrián en acción —se inclinó en la silla y apoyó los codos en la mesa—. Deberíais haberlo visto. Fue increíble. El dragón comenzó a resquebrajarse mientras él le cantaba sin parar. De pronto la piedra estalló ¡y allí estaba esa cosa! ¿Sabéis qué fue lo primero que hizo? ¡Escupir un chorro de llamas sobre Adrián!
—Y sobrevivió… —dijo Héctor. Acababa de recordar a los dragones que habían combatido alrededor de la torre de Ataxia y la potencia de sus llamaradas.
—¿Que si sobrevivió? ¡Estaba encantado! Sus ropas ardieron pero el fuego no fue más allá —aseguró—. Se quedó allí, desnudo delante del dragón. Los dos mirándose fijamente…
—¿Qué pasó después? —preguntó Bruno.
—Se marcharon. Adrián echó a andar, y el dragón fue detrás… No parecía en buenas condiciones. Cojeaba y arrastraba un ala. Los seguí un rato, luego me aburrí y me marché.
—¿Hablaste con Adrián?
Natalia se encogió de hombros.
—¿Para qué? No me cae bien y no tenía nada que decirle. A las onyces tampoco les hace gracia. Insisten en que deberíamos haberlo matado antes de que despertara al dragón.
—¿Y qué has estado haciendo por ahí desde entonces? —le preguntó Héctor con curiosidad. Natalia había vuelto a masajearse los pies.
—Bueno… —bajó la voz, como si no estuviera muy convencida de cómo se iban a tomar lo que iba a decir a continuación—, la verdad es que sólo he hecho tonterías… —se puso a jugar de manera distraída con un mechón de pelo—. Quería ver lo alto que me podían llevar las sombras —les confesó—. Lo sé, no es algo muy inteligente, pero… No he podido evitarlo. Me puse a caminar con ellas por el cielo, cada vez más y más alto… No os podéis imaginar lo bien que se respira allí arriba. Y entonces me puse a bailar en la tormenta, con mis sombras y los relámpagos… —los miró sonriente, con los ojos luminosos—: Creo que al fin me he vuelto loca de veras, ¡y me encanta!
—No estás loca —se apresuró a decir Bruno.
—¿No?
—En absoluto. Creo que… —vaciló, miró a Héctor, como si estuviera hablando con él y no con Natalia—. Es como una fiebre. Yo también la siento. Es la Luna Roja. El cambio…
Natalia negó con la cabeza.
—Te equivocas. Es el poder —soltó una carcajada como si creyera haber dicho una majadería—. Es como si pudiera hacer todo lo que quisiera. Me siento capaz de arrancar las montañas de cuajo…, de cambiar el mundo de órbita… Sé que es mentira… Pero eso no hace que la sensación sea menos real.
Héctor no dijo nada. No sentía esa embriaguez de la que hablaban, al menos no al mismo nivel. Cruzó los brazos y estudió a sus amigos. De ellos sólo Natalia había cambiado físicamente, y habían sido cambios leves, sutiles: el pelo se le había oscurecido y sus rasgos se habían hecho más marcados, nada más. En definitiva, ambos seguían siendo humanos, pero resultaba evidente que algo había cambiado sustancialmente en ellos, algo que los hacía trascender a su propia humanidad. Quizá fuera ese poder al que se refería Natalia.
Héctor abrió y cerró su nueva mano, meditabundo, mientras Natalia seguía masajeándose los pies y Bruno retomaba la talla del muñeco. Los cambios que se estaban produciendo en él eran principalmente físicos. Sus alas, su nueva mano… Estudió su brazo, la piel parecía más oscura, y no cometió el error de achacarlo a su imaginación o a la luz del torreón. Recordó la celeridad con la que Maddie había ido cambiando mientras hablaban en la mazmorra. Era evidente que la velocidad del cambio no era igual para todos. Marina seguía arriba, sumida en ese profundo sueño que tanto se asemejaba a la muerte. Héctor se preguntó en qué se estaría convirtiendo el chico de los tejados e, inmediatamente después, se preguntó en qué se habrían transformado Alex, Marco, Rachel y Ricardo de haber sobrevivido.
—Me gustaría saber si Maddie y Lizbeth están bien —murmuró Bruno. Por lo visto, los pensamientos de su amigo habían discurrido paralelos a los suyos.
—Por lo que me han contado están teniendo problemas de adaptación —dijo Natalia—. Pero no te preocupes. Estarán bien —y sonrió enigmática—. Ya me encargo yo de eso.
* * *
Roja, la loba que una vez fue Madeleine, trepó por la escarpada ladera hasta que los patios y jardines arruinados del castillo quedaron muy abajo, apenas visibles entre la bruma. Lizbeth intentaba seguirla, pero si ya le resultaba complicado mantener su ritmo en llano, poco podía hacer en aquella pendiente. Roja no se detuvo a esperarla, de hecho Lizbeth era el principal motivo por el que había comenzado el ascenso. Necesitaba alejarse de ella y su locura.
Finalmente, la inclinación de la montaña hizo imposible continuar subiendo y no le quedó más remedio que detenerse en un saledizo. Miró abajo, con las zarpas delanteras apoyadas al borde de la plataforma rocosa. Lizbeth se hallaba a medio camino, luchando con denuedo por alcanzarla, pero todavía le llevaría tiempo conseguirlo. Mucho más abajo se encontraba el castillo, convertido en una mole oscura incrustada en la lluvia. Desde aquella altura los once lobos de la manada no eran más que manchas deslucidas, pero a pesar de ello no tuvo problemas en identificar la silueta de la enorme bestia que lideraba el grupo. Era el único que permanecía inmóvil bajo la lluvia, cerca del tronco retorcido de un árbol muerto. A pesar de la distancia, la loba supo que estaba vigilándolas.
«Mi nombre es Gris», se había presentado aquel lobo poco después de que Lizbeth y ella entraran en el patio tras atravesar una de las grietas que salpicaban la muralla del castillo. Era un lobo inmenso, con una cicatriz marcando en vertical su ojo derecho. El resto de la manada permanecía a unos pasos tras su líder, observando a las recién llegadas.
«Gris», repitió ella, más por escuchar de nuevo el sonido de aquel nombre que por confirmarlo. El lenguaje de los lobos era conciso, sin florituras ni adornos. Y aunque estaba formado únicamente por gruñidos, los vestigios de su antigua humanidad los convertían en palabras en su mente.
«Y tu nombre será Roja», añadió el lobo y ella agitó la cabeza en señal de aprobación. Aquel nombre no era una imposición ni un capricho. Roja era su nombre de loba, como Madeleine había sido su nombre humano. Y siempre lo había sido.
«¿Y ella?», preguntó mientras cabeceaba en dirección a Lizbeth. Su compañera estaba algo retrasada, contemplando suspicaz tanto al gran lobo como a los que aguardaban tras él.
«No merece nombre. No es de los nuestros. No es hija de la luna. Es hija de la magia».
«Tiene nombre. Es Lizbeth. Pertenecía a mi vieja manada. Viene conmigo».
Gris la miró fijamente. Era con mucho el ejemplar más grande del patio, medía metro y medio de alzada y dos de largo. La cicatriz que marcaba su ojo le daba un aspecto maléfico.
«Se llama Lizbeth», insistió Roja, temerosa de que la obligaran a separarse de su amiga. «Viene conmigo».
El lobo permaneció largo rato inmóvil, y de no haber sido por el fulgor de sus ojos y el retumbar de su respiración, habría parecido esculpido en piedra. Lizbeth gruñía por lo bajo. Gris tardó mucho tiempo en hablar:
«Puede quedarse. Pero no será parte de la manada ni tendrá nombre de loba. Y la mataré si da problemas».
«No lo hará», le aseguró Roja, sin saber lo poco que iba a tardar en averiguar lo equivocada que estaba.
En las escasas horas que llevaban allí, Lizbeth ya había provocado dos peleas. La primera, poco después de llegar. Había saltado sobre uno de los machos por el mero hecho de que éste se hubiera acercado demasiado a Roja. No hubo ni aviso ni advertencia, simplemente se abalanzó sobre él y ambos rodaron por el suelo, lanzándose fieras dentelladas hasta que Roja logró interponerse entre ambos y poner fin a la pelea. Tras ese primer encontronazo, la mirada de Gris no se apartó de ellas durante largo rato, y aunque el lobo no dijo nada la amenaza era evidente.
Fuera donde fuera Roja, allí iba siempre Lizbeth, gruñendo a cualquiera que hiciera amago de acercarse. Para la loba todo era una amenaza de la que defenderse o un adversario al que intimidar. Roja intentó hacerle comprender que aquellos lobos no les deseaban mal alguno y que debían permanecer con ellos, pero todo era inútil. Lizbeth no parecía entender el lenguaje de la manada y eso hacía casi imposible comunicarse con ella.
Lizbeth no tardó en enzarzarse en otra pelea. Esta vez el blanco de su ira fue una pequeña loba parda y no medió más provocación que la de un cruce casual de miradas. La loba se defendió con fiereza, aunque en cuanto tuvo oportunidad prefirió escabullirse a continuar la lucha. Se puso a salvo saltando primero a un árbol del patio y, de allí, a lo alto de la muralla. Lizbeth trató de seguirla, pero todos sus intentos de saltar del árbol al muro fueron en vano.
«Gris la matará», dijo un lobo junto a Roja. Se había acercado aprovechando que Lizbeth continuaba hostigando a la otra loba. Era el primero al que había atacado, un macho escuálido que atendía al nombre de Azor, de pelaje negro, con mechones claros en la espalda. «No es como nosotros», dijo. «Loba sin seso. Loba loca».
«Era de mi vieja manada», insistió ella.
«Ya no estás con tu vieja manada. Debe irse. Si no, Gris la matará. Y te matará a ti si intentas impedirlo».
Fue poco después cuando Roja comenzó su ascenso por la montaña. No podía soportar la mirada acusadora del lobo gris, ni la presencia constante de Lizbeth, dando vueltas a su alrededor.
Roja se llenó los pulmones del aire de las alturas. Las montañas olían a lluvia y quietud. Más allá se divisaban las sombras truncadas de los edificios. Su vieja manada seguía allí, en algún lugar de esa urbe en ruinas, y aunque ya comenzaba a olvidar sus rostros y sus voces, en su mente permanecían nítidos sus olores. Algo estaba ocurriendo con sus recuerdos; tenía la impresión de que comenzaban a diluirse, a fragmentarse, como si ellos también tuvieran que amoldarse a la nueva mente que los cobijaba. La idea de que tarde o temprano llegaría a olvidar que había sido humana le provocó cierta inquietud y a la par un fuerte deseo de que sucediera cuanto antes.
Tras un tiempo considerable, Lizbeth logró alcanzarla. Llegó con la lengua fuera, agotada. Se acercó despacio, mirándola implorante, como si tuviera miedo de que volviera a abandonarla. Bajo la lluvia parecía más un cachorro que una verdadera loba. Pero esa imagen lastimosa no le llevó a engaño. La manada tenía razón: Lizbeth no era una de ellos, era otra cosa. Hasta su olor era diferente, había algo equivocado en él, un regusto a plata sucia que no debería estar allí. Pero por mucho que le pesara, existía un lazo entre ambas.
Y eso Roja no podía cambiarlo, aunque quisiera. Lo único que podía hacer era intentar explicar otra vez a Lizbeth lo importante que era para ellas quedarse allí.
«Éste es nuestro lugar», dijo. «No quiero irme. No quiero que te vayas. No quiero que te maten. Tenemos que quedarnos. ¿Me entiendes?, ¿me entiendes?».
Lizbeth, como única respuesta, intentó lamerle el hocico. Ella se apartó y le enseñó los dientes. La otra loba retrocedió desconcertada.
«Tenemos que quedarnos», insistió Roja. «Los necesitamos».
Y para su sorpresa, Lizbeth habló, de forma entrecortada, pero clara.
«No», dijo. «No los necesitamos. Tú y yo. Solas. Sin nadie más. Tú y yo y la luna y la oscuridad». Miró hacia el patio y las brumosas siluetas que caminaban entre la lluvia. «Los mataré. Desgarraré sus gargantas con…».
«¡No!», exclamó ella y, sin pensarlo, le lanzó un furioso mordisco que la otra no vio venir. No llegó a hundir los colmillos en la carne, pero lo inesperado del ataque hizo que Lizbeth se apartara sobrecogida. La miraba sin comprender y Roja supo que daba igual lo que dijera: no había modo de razonar con ella, entendiera el lenguaje de la manada o no. Roja pasó a su lado sin mirarla y comenzó a descender la ladera. Lizbeth lanzó un lastimero aullido y echó a correr tras ella, aun a pesar de encontrarse más allá del agotamiento.
Gris la mataría, o las mataría a ambas. Ése era el destino que las aguardaba abajo. La bajada era muchísimo más complicada que el ascenso, y hasta Roja tuvo problemas para asegurarse sobre las rocas mojadas. No habían dado una veintena de pasos, cuando escuchó a Lizbeth resbalar. Se giró a tiempo de verla caer pendiente abajo entre aullidos y piedras que rodaban. Pasó a su lado dando tumbos, hipando y gruñendo, lanzando bocados a la montaña como si pretendiera anclarse a ella con la fuerza de sus mandíbulas, pero pronto salió despedida de la ladera y cayó al vacío.
Una extraña sensación, mezcla de alivio y espanto, embargó a Roja al verla caer. El tiempo se detuvo, sólo fue un instante, un parpadeo en el que la loba pareció flotar ingrávida entre oleadas de lluvia y viento, antes de caer a plomo hacia la muerte. De pronto, varias sombras se desgajaron del cielo y planearon hacia Lizbeth; eran poco más densas que nubes, pero se deslizaban por el aire con evidente inteligencia. La loba desgarró de un mordisco el ala membranosa de la primera criatura que llegó hasta ella, pero el resto no se arredró, se agruparon veloces a su alrededor, frenaron su caída con sus propios cuerpos y comenzaron a arrastrarla de regreso a los riscos. Y aun a pesar de estar salvándola, Lizbeth no dejó de luchar, mordiendo y pateando a las sombras mientras éstas la devolvían a la montaña. Roja las recordaba de sus tiempos de humana. Olían a alquitrán y devastación, a matanza y agua estancada.
Cuando finalmente lograron poner a salvo a Lizbeth, la loba no pudo evitar sonreír. Su vieja manada, a fin de cuentas, todavía velaba por ellas.
* * *
Dama Serena caminaba perdida en un mar de fantasmas.
Los millares de espectros contenidos en la habitación infinita deambulaban todos en la misma dirección, sin acabar de llegar nunca a ninguna parte. Aquel espacio imposible, creado por la hechicería para contener a los fantasmas que de otro modo vagarían por toda Rocavarancolia, estaba inscrito en una esmeralda engarzada a una pared del castillo. Allí el tiempo no tenía relevancia. El presente se dilataba, se hacía eterno. Dama Serena llevaba allí desde poco después de la salida de la Luna Roja, compartiendo el encierro de sus congéneres, sin dejar de pensar en la truculenta historia que Hurza le había contado. Tras conocerla, el Comeojos había cobrado una dimensión nueva a sus ojos. Al menos ahora entendía qué era lo que le motivaba.
—¿Quieres saber qué soy? —le había preguntado Hurza aquella noche. La fantasma todavía se estremecía con el hechizo de dominio que el nigromante acababa de hacerle aprender—. Está bien, te lo contaré. Te hablaré de mi pueblo: de los sin nombre. Te hablaré de los aesín. Te hablaré del dolor.
»Era el principio de los tiempos, y todo era nuevo. Las constelaciones aún no estaban alineadas y la luz de los soles recién nacidos comenzaba a abrirse paso en la oscuridad.
»Los sin nombre habitábamos un planeta al borde de una nebulosa roja. Compartíamos mundo con otra especie. Se llamaban aesín y eran majestuosos. A sus ojos no éramos más que bestias. Habitábamos en los pantanos que rodeaban sus ciudades, y nos alimentábamos de sus desechos, ¿cómo podían considerarnos otra cosa que alimañas? Los aesín se creían dioses y no puedo culparles. Vivían vidas tan largas que rozaban la inmortalidad, y su inteligencia, belleza y gracia superaban toda medida. Se sentían los dueños de la creación. Y no entendían por qué no podían modelarla a su voluntad.
»Por aquel entonces el universo era un lugar ordenado; todo tenía su espacio y férreas reglas lo gobernaban todo. Nada estaba dejado al azar porque el azar no existía. Pero era un universo joven, y eso lo hacía frágil. En cierta manera, el universo aún estaba naciendo. Y los aesín buscaban la manera de participar en esa creación. Imagina la realidad como un inmenso tapiz que se teje desde la nada, como una vasta alfombra que poco a poco lo cubre todo. Los aesín eran capaces de distinguir los bordes de la realidad, allí donde las nuevas hebras urdían esa alfombra. Por muchos y diversos medios intentaron influir en esas hebras para retorcerlas a su antojo, pero todos sus intentos fracasaron. El universo se cuidaba muy mucho de que ninguna injerencia externa interfiriera en su desarrollo. Pero ellos no cejaron en su empeño. Hasta que dieron con una de las claves que modelan el mundo, uno de los motores de la realidad:
»El dolor.
»Lo descubrieron por casualidad. Los aesín, en un nuevo intento por cambiar la faz del universo, idearon un descomunal ingenio energético que apuntaba hacia los confines de la creación. Era invierno en mi planeta, un invierno cruel que estaba causando estragos entre mi pueblo. La noche anterior a la puesta en marcha del artefacto, una de nuestras partidas de caza, huyendo de una brutal ventisca, buscó refugio en las proximidades de la máquina. Cuando al día siguiente los aesín la activaron hasta el último de ellos murió. La sangre les hirvió en las venas. De alguna forma, su dolor acompañó a la energía proyectada desde nuestro mundo hasta los límites de la existencia.
Y algo ocurrió allí, los aesín detectaron una fluctuación, una vibración nunca vista. Repitieron el proceso pero esta vez las lecturas no mostraron nada. No tardaron mucho en comprender qué había ocurrido. No fue la lanzada de energía lo que hizo estremecer la realidad: había sido la agonía de los míos. El universo reaccionó a su dolor.
»Para nuestra desgracia, los aesín se fijaron al fin en nosotros. Nos volvimos útiles para ellos. Construyeron máquinas de tortura, artefactos ideados para generar dolor y proyectarlo, y nos forzaron a introducirnos a centenares en ellos. Mi pueblo se convirtió en materia prima, en combustible. Nos confinaron en granjas de cría, nos arrebataron todo lo que teníamos, todo lo que éramos. Sus máquinas sólo se detenían para sustituir los cadáveres de su interior por más carne viva que torturar. Mujeres, niños, recién nacidos… No hacían distinción. Los aesín enfocaban nuestra agonía a los confines de la existencia y el universo, horrorizado por lo que podía llegar a contener, se rebelaba contra sí mismo.
»Y un día los aesín lograron su objetivo: alteraron la realidad, aunque no del modo en que esperaban. Una grieta se abrió en el tejido del universo, una mínima brecha que duró abierta un periodo de tiempo tan insignificante que fue como si no hubiera existido. Pero durante ese lapso de tiempo la realidad se colapso: no hubo norma alguna, sólo caos y desorden. Entonces apareció la magia. Eso es, fantasma: la magia es fruto de nuestro dolor y de la ciega ambición de los aesín. Yo estuve presente cuando el universo cambió. Yo gritaba de agonía, empapado en mi sangre y en la sangre de mis hermanos, cuando la magia primordial irrumpió en el mundo.
»La magia es desorden. La magia es caos, es una fuerza capaz de retorcer lo posible. Y así los aesín se convirtieron en los primeros hechiceros de la existencia. Las máquinas de tortura se detuvieron. Ya no eran necesarias. Habían encontrado una forma mejor de alterar la realidad. Gracias a la magia, los aesín podían transformar el mundo por sí mismos, podían tomar la urdimbre de la creación y retorcerla. Las máquinas se detuvieron, pero eso no significó la liberación de mi pueblo. La magia, como sabes, no surge de la nada, necesita energía que la nutra, una fuerza motriz que la ponga en marcha. Seguía siendo necesario un sacrificio. Y por eso nuestro papel en esta historia no cambió: continuamos siendo las víctimas. Unas veces era nuestra sangre lo que precisaban para sus hechizos, otra nuestras lágrimas… Nuestros gritos. Nuestro miedo. Nuestro dolor.
Y nosotros les dábamos todo eso, no podíamos evitarlo.
»Pero había algo que los aesín desconocían: ignoraban nuestra verdadera naturaleza. Sí, estábamos familiarizados con la muerte. Pero también con la reencarnación. Nuestra esencia, nuestra alma, reside en los cuernos que adornan nuestras frentes, y tras la muerte allí permanece aletargada a la espera de que alguien nos facilite un nuevo cuerpo. Ese es el modo en que mi especie protege a sus individuos más valiosos, así preservamos la vida de los más capaces. De haber conocido nuestra capacidad de resurrección, los aesín habrían destruido ellos mismos nuestros cadáveres, no nos habrían encargado a nosotros la tarea de arrastrarlos a los hornos crematorios. Desconocían que haciendo eso estaban fraguando su perdición. Antes de arrojarlos a las llamas, arrancábamos a nuestros hermanos muertos los cuernos donde reposaban sus almas.
»Perdí la cuenta de las veces que morí a sus manos. Pero regresé más fuerte con cada una de mis muertes. Sí. Volvíamos de la oscuridad más sabios y poderosos de lo que habíamos sido en nuestras vidas anteriores. Porque mientras gritábamos en los altares del sacrificio, mientras nuestros asesinos profanaban nuestra carne una y otra vez, sin que se percataran de ello, fuimos aprendiendo los rudimentos de la magia.
»Fue un aprendizaje largo, lento… Frases captadas al paso. Libros entrevistos en mitad de la tortura. Estábamos ávidos por aprender, pero nuestro tiempo era tan escaso…
Aun así nunca han existido alumnos tan aplicados. Desde el momento en que nos hacinaban en las jaulas para trasladarnos a las torres de hechicería, permanecíamos atentos a todo y a todos, ansiosos por vislumbrar el más mínimo atisbo de magia para analizarlo y memorizarlo.
»Las décadas pasaron sin que aquella rutina de horror y muerte variara. Los aesín inventaron distintas ramas de la magia: la necromancia, la hechicería de portales, la magia nivea y la oscura… Mientras tanto, nosotros, seguíamos con nuestro lento aprendizaje. Llegó un momento en que fuimos capaces de generar nuestros propios hechizos, simples juegos de manos al principio, pero más y más poderosos a medida que transcurría el tiempo. Yo mismo sacrifiqué a dos niños para comprobar que podía devolverles la vida y ponerlos a mi servicio.
»Y llegó el día de la rebelión. No nos vieron venir. Durante siglos no habíamos sido más que dóciles reses que conducir al matadero, pero de pronto los corderos se transformaron en lobos sedientos de sangre. La batalla que supuso el final de los aesín fue larga, terrible, pero en ningún momento dudamos de nuestra victoria. No era sólo el poder lo que nos respaldaba: era la furia y la justa venganza. Sus ciudades ardían y nosotros avanzábamos entre las llamas como demonios rabiosos. Decir que los aesín fueron derrotados es quedarse cortos: los exterminamos. Borramos su civilización por completo. Sin dejar nada.
»Pero la venganza no fue suficiente. No cuando el fruto de nuestro dolor campaba libre por el cosmos. No puedes ni imaginar la rabia que sentimos al saber que había otros seres aprovechándose de él. Los aesín no eran los únicos magos. Había más, muchos más… El universo entero se había infestado de magos y hechiceros, de brujos y demiurgos; parásitos y alimañas que se servían de nuestro dolor, de nuestro sufrimiento. Escupían sobre nuestros muertos cada vez que realizaban sus sucios trucos.
«Entonces lo decidimos. No descansaríamos hasta que la magia fuera aniquilada, hasta que no quedara rastro de ella en toda la creación, aunque para ello tuviéramos que arrasar civilizaciones enteras. Seguíamos sin tener nombre, pero al menos teníamos un propósito.
»No te voy a aburrir con el relato de nuestra odisea. Durante siglos nos enfrentamos a la magia allí donde la encontrábamos, a veces en guerra abierta, otras con sutileza. En ocasiones salíamos victoriosos y otras derrotados. Mi pueblo acabó diseminado por buena parte del universo gracias a la magia de los portales, esa hechicería capaz de horadar el tejido de la realidad y de la que Harex era un maestro, la misma hechicería que impregna las piedras de Rocavaragálago y que convierte Rocavarancolia en un maravilloso cruce de caminos a otros mundos.
«Durante siglos viajamos de sol en sol, en busca de magia que destruir. Hasta el día en que casi nos aniquilaron. Habíamos reunido al grueso de nuestras fuerzas para enfrentarnos a un enemigo inusualmente poderoso y, aun así, sufrimos la peor derrota que puedes concebir. No recuerdo el nombre del planeta ni de la especie que lo poblaba, pero su magia superaba a la nuestra. La superaba con creces. No nos quedó más alternativa que huir. Ellos desataron el infierno sobre nosotros. Abrimos a la desesperada portales por donde escapar. Huimos por tierra, mar y aire, enloquecidos, moribundos. Derrotados.
»El destino quiso que el barco en el que escapamos Harex y yo terminara en este mundo. Ya sabes qué ocurrió después. Fuimos traicionados, asesinados por las serpientes que dejamos medrar en nuestro seno. Pero la muerte, para nosotros, no es más que un lugar de paso. Pronto mi hermano estará otra vez a mi lado y entonces retomaremos nuestra sagrada misión: erradicar la magia de la creación y exterminar a todo aquel que haya osado invocarla…».
Dama Serena todavía se estremecía al recordar la emoción con la que Hurza había relatado su historia. Tenía un vivido recuerdo de la furia del primer Señor de los Asesinos, del modo en que se le torcía el gesto al hablar de los aesín y del sufrimiento de su pueblo. La fantasma no podía ni imaginarse cuánto tiempo había transcurrido desde que Hurza y los suyos habían vencido a sus torturadores, pero el odio del Comeojos seguía intacto, como si no hubiera transcurrido ni un solo día desde entonces.
¿Qué ocurriría cuando Hurza y Harex revivido se pusieran de nuevo en marcha? ¿Cuántos mundos sufrirían? ¿Cuánta gente, hechiceros, magos y brujas, morirían? Intentó pensar en un universo sin magia y la idea de que ésta desapareciera la consternó. Y el hecho de que ella estuviera ayudando a que eso pudiera suceder resultaba descorazonador.
Y a pesar de ello no pensaba echarse atrás.
En el universo la oscuridad era dueña absoluta. Siempre había fuerzas terribles intentado dominar o doblegar la existencia. Siempre existiría un Hurza conspirando. Daba igual lo que hiciera ella. Su tiempo había pasado. Sólo quería descansar.
* * *
El muñequito de madera contemplaba admirado el mundo que lo rodeaba. El asombro que reflejaban sus toscos rasgos resultaba conmovedor, sobre todo por su simpleza, por su pureza: aquel ser estaba asombrado por el mero hecho de estar y saberse vivo, nada más y nada menos.
Resultaba impresionante contemplar la facilidad con la que Bruno daba vida. Había algo indescriptible en ello, algo primordial. El italiano había tocado sin más la cabeza inerte del muñeco y éste, tras una rápida convulsión, había despertado a la existencia, con un brillo de indudable inteligencia asomando a las cabezas de aguja que Bruno les había puesto por ojos.
—Para darles vida debo prestarles parte de mi propia esencia vital —les explicó. El reloj de su abuelo había trepado a su hombro y dormitaba allí, enroscado sobre sí mismo como un incongruente lagarto—. Y hacerlo duele, es como si me rompiera por dentro.
—¿Puedes dar vida a todo lo que quieras? —le preguntó Natalia, que no apartaba la mirada de los hombrecillos de madera. Bruno miró fugazmente a la rusa con la misma expresión de embelesada conmoción con que venía haciéndolo desde que la había visto entrar.
—No…, no lo sé —acarició la cabeza de una de sus creaciones, que se lo quedó mirando con exagerada expresión de sorpresa—. Mi información sobre la demiurgia es fragmentaria e incompleta. Necesito aprender más. Mirad estos hombrecillos, por ejemplo —dijo—, les he cedido parte de mi esencia, ¿pero es un préstamo temporal o algo permanente? Voy a ciegas en esto.
—Todos estamos igual —murmuró Natalia—. Pero aprenderemos, estoy convencida.
Héctor contempló con recelo a las sombras que acompañaban a su amiga. Una de ellas no se había movido del barril al que había saltado nada más entrar, pero la otra no dejaba de deambular de un lado a otro, como un jirón caprichoso de niebla. Y a buen seguro debía de haber más dispersas por el torreón aunque se mantuvieran ocultas. Natalia no había preguntado en ningún momento por Marina y Héctor estaba convencido de que si no lo había hecho era porque estaba al tanto de su situación.
Las onyces le ponían los pelos de punta. El resto del grupo había tenido semanas para acostumbrarse a ellas, pero él no había dispuesto de ese tiempo. Cuando las veía no podía dejar de recordarlas jaleando a Roallen. De pronto la imagen de Ricardo muerto se le presentó de nuevo, nítida y cruel, en la memoria.
—¿Cómo podemos saber que esas cosas son de fiar? —preguntó. El malhumor que le había rondado durante todo el día había vuelto a aparecer, más vivo que nunca.
Natalia se removió en la silla y lo miró fijamente. La espiral bajo su ojo pareció pulsar durante un instante.
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Una que me preocupa, y mucho.
—Ya te he dicho que las controlo. ¿Por qué no vas a fiarte de ellas? Las domino, Héctor. Hacen lo que yo digo, creía que había quedado claro.
—Vaya… —la miró con dureza—. Qué pronto has olvidado lo mal que te lo hacían pasar, o cómo se reían de nosotros mientras Roallen nos destrozaba.
—Lo que hayan hecho o dejado de hacer me trae sin cuidado. Lo que realmente impo…
—¿¡Que te trae sin cuidado!? —le cortó con brusquedad. Sintió un punto de inquietud al reconocer la semilla de un inminente ataque de cólera, pero no podía resistirse a ella—. ¿Te has vuelto loca? ¡Ricardo murió por su culpa! —exclamó, aun a sabiendas de que eso no era cierto. Señaló a la sombra del barril. Se había erguido y le contemplaba con el lomo erizado. La sombra que sobrevolaba la estancia aterrizó cerca de la primera y, por el rabillo del ojo, vio aparecer otras tres, avivando su rabia al confirmar su sospecha de que había más ocultas en el torreón—. ¿¡Nos querían muertos y me vienes con ésas!? ¡¿Te has olvidado de cómo nos azuzaban al trasgo?!
—Eso ya pasó —le respondió con frialdad—. De haber podido, me habrían matado, lo sé, y no hace falta que venga un listillo a iluminarme. Pero ahora todo es diferente. Ahora las domino —Natalia le miró con suspicacia—. ¿O es que estás dando vueltas otra vez a eso de que me he vuelto oscura? ¿Te preocupa saber si mis sombras son de fiar o si lo soy yo?
—¡Quizá sea eso! ¡Quizá no sepa si me puedo fiar de alguien que se va tan alegremente con criaturas como ésas! —Se levantó de la silla, fuera de sí, con las alas desplegadas. Necesitaba sacarse de encima la furia que se le acumulaba dentro. Y para bien o para mal, Natalia era el blanco perfecto.
En ese momento, llamaron de nuevo a la puerta del torreón. Y la urgencia del golpeo era tal que dolía escucharlo; era una llamada angustiosa, un sonido que sólo podía traer malas noticias. Héctor y Natalia se observaron, perplejos ambos, más por la violencia de la situación que ellos mismos habían provocado que por los golpes que acababan de interrumpirla. Héctor se dio cuenta de que tenía la mano en la empuñadura de la espada. La soltó como si quemara. ¿Qué habían estado a punto de hacer?, se preguntó. Los golpes continuaban, más y más fuerte, más y más angustiosos.
Bruno abrió el portón con un giro de su báculo.
Allí, desesperado, presa de un ataque de llanto, estaba Caleb, el hombrecillo de las hienas. Era la viva estampa de la devastación. Los miraba suplicante con los ojos inundados de lágrimas. Les mostró las palmas de sus manos, cubiertas de quemaduras y ampollas supurantes, como si estuviera convencido de que ese gesto bastaría para explicarles qué le había llevado allí.
Y al menos, Héctor sí lo comprendió.
—El dragón —murmuró. Y se sintió vacío.
—Prometisteis no hacer daño a mis niños… —alcanzó a decir Caleb con un hilo de voz. Las rodillas se le doblaron, tuvo que aferrarse al quicio de la puerta para no caer—. Me lo prometisteis… —balbuceó—. No os volverán a atacar, os dije… Nunca atacarán a los cachorros de Samhein, os dije. Y vosotros me prometisteis. ¡Lo prometisteis! Y ahora… ahora… Los están matando a todos… Vuestro amigo y su dragón… Mis niños, mis pobres niños…
* * *
—Malnacidos niñatos —gruñó Alastor en brazos de dama Moreda mientras ésta se arrastraba por los cielos—. ¿Con quién creen estar tratando? ¡Me deben respeto! ¡Respeto! ¡Malditos sean! ¡Malditos sean mil veces! Los trato con educación, con deferencia, ¡¿y qué consigo?! ¡Desprecio y cuchicheos! La culpa es del ángel negro, dama Moreda, no te equivoques, suya y nada más que suya. Ya tenía convencido al demiuuuu… —no le quedó más remedio que callar, su garganta reseca y sus cuerdas vocales acartonadas no le permitían hablar a voz en grito durante mucho tiempo. Y eso lo enfureció todavía más.
Dama Moreda graznó y continuó su vuelo. Cada batir de alas le causaba un dolor insoportable, cada metro que ganaba era un tormento para sus huesos. Pero Alastor quería que volara y ella volaba, con la obediencia insensata que da el amor ciego.
Alastor era por completo indiferente al sufrimiento de la arpía. Llevaba tantos años deseando un nuevo cuerpo que su desesperación por lo que consideraba un fracaso no conocía límites. Por supuesto nunca se le había pasado por la mente pedirle un cuerpo a Denéstor, ¿por qué iba a hacerlo cuando sabía que el demiurgo se negaría a ello? La ciudad entera lo despreciaba. Y era de entender: Alastor Borodín había sido el único en toda Rocavarancolia que había cambiado de bando durante la batalla que puso punto y final al imperio de Sardaurlar. Resultaba paradójico que en un reino tan dado a las traiciones, hubiera sido el único en traicionar a Rocavarancolia en la última batalla.
Alastor había sabido que todo estaba perdido nada más ver aparecer los primeros ejércitos enemigos a través de los vórtices y no le había quedado más remedio que obrar en consecuencia. En cuanto tuvo oportunidad se escabulló en medio del caos y no paró hasta dar con un oficial enemigo al que rendirse y jurar lealtad.
—La victoria es indudablemente vuestra —le aseguró—. Pero yo puedo acelerar las cosas y evitaros bajas innecesarias.
Alastor reveló al enemigo la ubicación de los túneles secretos que comunicaban todas y cada una de las torres de guerra que se repartían por Rocavarancolia y que tanto esfuerzo les estaba costando doblegar, así como el modo de esquivar los hechizos que las protegían. Alastor tuvo que poner a prueba muy pronto su nueva lealtad cuando, poco después de rendirse al enemigo, le ordenaron guiar un destacamento a través del laberinto de galerías subterráneas para tomar la torre Mediasangre, el principal bastión defensivo al oeste de la ciudad. El ataque a traición tuvo éxito y Mediasangre sucumbió, lo que aceleró todavía más la inevitable derrota de Rocavarancolia y le convirtió a él en uno de los personajes más odiados del reino.
Nunca se había arrepentido de su traición. Tal y como él lo entendía, Alastor Borodín sólo se debía lealtad a sí mismo. ¿Podía haber algo más valioso en toda la creación que la vida de un ser inmortal? Lo dudaba. Era un milagro, algo maravilloso que había que preservar a toda costa. Y ése era su deber: hacer lo imposible por sobrevivir.
Y todo habría salido a pedir de boca de no ser porque tuvo la mala suerte de toparse con un nutrido grupo de defensores de la ciudad, encabezados por el mismísimo Esmael, cuando guiaba otro contingente enemigo por las entrañas de Rocavarancolia. La batalla bajo tierra fue brutal. Igual que su enfrentamiento contra el Señor de los Asesinos. Alastor luchó como una fiera acorralada. La magia del ángel negro podía haber desequilibrado la balanza, pero junto a Alastor combatían varios magos enemigos cuyo único cometido fue contener la hechicería de Esmael. Justo cuando creía que la victoria estaba por sonreírle, el ángel negro le cercenó el brazo de la espada con el ala derecha para luego decapitarle con la izquierda. Para rematar su mala fortuna, su cabeza fue encontrada el día después de que sus aliados abandonaran Rocavarancolia, cerrando los vórtices tras ellos.
Nunca olvidaría las palabras del ya regente cuando lo alzó ante su rostro, sujetándolo de mala manera por el pelo apelmazado.
—Ni siquiera merece el esfuerzo de acabar con él —dijo y el alivio que sintió Alastor al oír aquello hizo que rompiera a llorar. Por suerte para él, Huryel malinterpretó sus lágrimas, creyó que eran de horror ante lo que le esperaba cuando eran de alegría al saber que iba a evitar la muerte—. Sí… —continuó Huryel—, matarlo sería un acto de misericordia que no se merece. Es un despojo y así debe ser tratado. Que se lo coman las alimañas, si alguna tiene estómago para ello.
Y después de escupirle en la cara lo arrojó a su espalda. Esta vez el destino sonrió a Alastor: su cabeza cayó dentro de un barril donde permaneció durante dos años, a salvo de carroñeros. Lo que quedaba de su cuerpo, en cambio, no corrió tanta suerte: fue pasto de los gusanos de la cicatriz de Arax. Y él, que había sido grande, que había sido un héroe en decenas de batallas, quedó reducido a carroña olvidada. Quizá otro hubiera enloquecido en tales circunstancias, pero Alastor, en definitiva, había conseguido su propósito: sobrevivir, sin importar el coste ni el modo. Y cuando ya había asumido que pasaría la eternidad en aquel barril, llegó dama Moreda para rescatarlo.
La arpía estaba buscando comida, pero lo que encontró fue mejor: alguien capaz de pensar por ella. Para cuando Rocavarancolia supo de su reaparición, su relación con la arpía era tan estrecha que nadie se atrevió a separarlos, y no por consideración a él, por supuesto, sino por el perjuicio que causarían a dama Moreda al privarle de aquella servicial cabeza. Alastor no tuvo muchos problemas en hacerse con la mujer pájaro, la arpía era mentalmente poco más que una niña pequeña y él la gobernaba a su antojo y capricho. Pero desde hacía ya varios años, la decrepitud de dama Moreda le preocupaba, más que nada porque sabía que no podía esperar piedad de los habitantes de la ciudad cuando ella muriera.
Pronto quedó a la vista la torreta en la que vivían. Era la única superviviente de las doce que habían protegido los acantilados de posibles ataques desde el mar. La fachada occidental del edificio todavía estaba oscurecida por las llamas de Umbra Gala, el dragón de Basa que había muerto defendiendo esa posición. La arpía había construido en la azotea un gran nido a base de cascotes, cubierto por una techumbre improvisada con tablones y alfombras. Alastor contaba con un lugar de honor dentro de aquel nido, justo en el centro, sobre un pedestal hecho con una columna rota.
La cercanía del nido hizo que dama Moreda redoblara sus esfuerzos, aun a pesar de que el dolor era ahora tan intenso que tenía la impresión de que se le iban a romper las alas. La visión de su hogar resultaba reconfortante. A veces se pasaban días y días sin salir del nido; la cabeza en el pedestal y ella a sus pies, dejando transcurrir el tiempo simplemente mirándolo o escuchando sus historias, sus recuerdos de otros tiempos… La arpía era capaz de escuchar a Alastor durante horas, aunque sólo entendiera una palabra de cada diez, el sonido de su voz era música para sus oídos.
Cuando la arpía se posó en la azotea y echó a andar hacia el nido, un escalofrío premonitorio le mordió la espina dorsal. Fue una visión fugaz, un ramalazo de oscuridad sobre la que se recortó la imagen de una mano humana, de color pardo, con largas uñas empapadas de sangre. La visión fue todavía más intensa que la del ángel negro haciendo trizas con sus alas a la niña vampira. Miró asustada en torno a ella y aceleró el paso hacia el nido, abrazando la cabeza de Alastor contra su pecho. La sensación de peligro era mareante. En el nido estaría segura, allí nada malo podía ocurrir. En esa plácida oscuridad sólo había espacio para ella y su amado.
Justo cuando llegaba a la abertura que hacía de entrada, la visión se repitió, con tanta fuerza que se estremeció, tropezó y, por primera vez en veintiocho años, dejó caer a Alastor.
El inmortal soltó un patético quejido al chocar contra el suelo y luego rodó dentro del nido. Dama Moreda se precipitó tras él, aterrada. La premonición batía con fuerza demoledora contra sus sienes, pero ella no le prestaba atención. Había perdido a Alastor y, fuera lo que fuera lo que pretendía mostrarle la visión, no podía ser peor que aquello. Irrumpió en la penumbra del nido, chapoteando en el agua de lluvia. Dama Moreda sólo tenía ojos para la cabeza que boqueaba en el suelo y por eso tardó en darse cuenta de que había alguien sentado con las piernas cruzadas en el centro del nido. Era un hombre pardo, con un cuerno en la frente. La cabeza de Alastor había ido a detenerse junto a su rodilla. El desconocido alargó la mano, la misma mano que dama Moreda acababa de ver en su mente, tomó la cabeza de Alastor del cuello y la alzó ante él.
—Alastor Borodín —murmuró girando la cabeza para poder mirarle a los ojos—. El inmortal… O el despojo traidor, como muchos te conocen.
Alastor contempló al extraño con ojos desorbitados. El porte de aquel ser era intimidante. Podía haber vivido más de doscientos años, pero los ojos que ahora le contemplaban parecían más antiguos que el mismo tiempo. Intentó hablar pero lo único que consiguió fueron unos hipidos patéticos.
—Soy Hurza Comeojos —se presentó el desconocido, balanceando a Alastor en la palma de la mano. En su aturdimiento no consiguió recordar de qué le sonaba aquel nombre—. Y tengo curiosidad en saber qué es lo que desea una cabeza inmortal… ¿Qué puede ser? ¿Una muerte rápida que acabe con su sufrimiento? ¿Venganza? —Hurza sonrió—. Comparte conmigo tu mayor deseo, Alastor, y yo te lo concederé.