I
El demiurgo
En el reloj del torreón Margalar era ahora la estrella la que permanecía inmóvil en lo alto de la esfera, mientras la diminuta Luna Roja comenzaba a recorrer el camino que a su compañera le había costado meses realizar. Héctor lo descubrió cuando cruzaba el puente de regreso al torreón bajo la tormenta, con el labio roto y su orgullo maltrecho después del calamitoso fracaso con el que se había saldado su primer intento de vuelo. Tras desplegar las alas y saltar desde el pedestal fue a dar de bruces contra el suelo; había sido un golpe doloroso y humillante, más si cabe cuando, todavía aturdido, había escuchado reír a una de las sombras de Natalia. Además del labio roto y varios arañazos, Héctor regresaba con una lección bien aprendida: una cosa era tener alas y otra diferente saber usarlas.
Se encontró a Bruno sentado junto a la cama de Marina, con los hombros hundidos y la mirada perdida; tenía la chistera entre las manos, retorcida con tal saña que parecía cualquier cosa menos un sombrero. El italiano abrió los ojos de par en par en cuanto Héctor entró. Se le acercó veloz; a medio camino se detuvo en seco, contempló espantado la chistera destrozada y la recompuso con un gesto. Suspiró con exagerado alivio y luego ya prestó toda su atención a Héctor. Su rostro mudó de expresión al instante.
—¿Qué te ha pasado en la… —Retrocedió un paso, con la cara desencajada ahora por el más absoluto pasmo. Héctor pensó que si el italiano continuaba comportándose así acabaría añorando al Bruno inexpresivo de antaño—. ¡Tienes alas! —exclamó entusiasmado—. ¡Te han salido alas!
—¡¿No me digas?! —le soltó con sorna, intentando con poco éxito imitar su tono de voz.
Sin hacer caso a su burla, Bruno se colocó tras él para examinar sus alas. Héctor suspiró con amargura y le dejó hacer mientras le ponía al corriente de su charla con Natalia y de la obsesión de sus sombras por matar a Adrián. Cuando le contaba su frustrado intento de vuelo, Bruno soltó algo parecido a una risilla. Sonó como un graznido desafinado.
—¿Qué pasa? —le preguntó mirándolo de reojo—. ¿Te hace gracia que me parta los dientes o qué?
—Lo siento, lo siento —se apresuró a contestar el italiano, aunque por su tono era evidente que no lo sentía en absoluto—. Es que… —volvió a soltar su risita graznido—, te acabo de imaginar estrellándote y me ha resultado una imagen muy cómica.
—Qué simpático —gruñó él.
Bruno se centró de nuevo en las alas. Héctor comenzaba a sentirse como una atracción de feria. Se pasó una mano por la cara. Notaba un leve escozor en las magulladuras de su rostro; era un lento bullir, semejante al que había sentido en el muñón de la mano al despertar. Sospechó que ese picor indicaba que las heridas estaban sanando. Según dama Desgarro la capacidad de regeneración de los ángeles negros era fabulosa y al parecer estaba asistiendo a una demostración.
—¿Te importaría extender las alas, por favor? —le pidió Bruno. Héctor las desplegó y a continuación las alzó sobre su cabeza.
—Tienen un ligero parecido a alas de murciélago aunque más estilizadas y grandes, por supuesto —dijo Bruno. Parecía hablar consigo mismo más que tratar de explicarle lo que veía—. Extendidas deben medir cerca de metro y medio. ¿Me permites tocarlas? —Héctor se encogió de hombros—. El tacto es curioso, como tela. Y dan la impresión de ser muy endebles. Lo que resulta curioso si tenemos en cuenta que tu congénere fue capaz de decapitar a Roallen con ellas… ¿Qué notas cuando te toco?
—Que me tocas. Y me pone nervioso —rezongó él.
Se cruzó de brazos y depositó su mirada en Marina. Su amiga parecía aún más pálida que antes. Le habría gustado preguntarle a dama Desgarro cuánto tiempo iba a pasar en ese estado, pero el pájaro metálico llevaba mucho sin dar señales de vida. Aun con aquella palidez cadavérica encima, Marina estaba preciosa; recordó entonces que lo había besado cuando yacía inconsciente en la cama del cuarto contiguo. Se acarició los labios, sin importarle el dolor de sus heridas, buscando la huella de esa otra boca en la suya.
«Me besó».
—Estás enamorado, ¿verdad? —preguntó de pronto Bruno.
Héctor se giró en redondo y debió de ser tal su expresión de perplejidad que el italiano retrocedió, alarmado.
—¡Lo siento! —dijo—. No quería molestarte. Hablo sin pensar; la mayor parte del tiempo no sé ni lo que digo. Lo siento, lo siento mucho… —sus ojos se humedecieron.
—¡No! —exclamó. Se negaba a asistir a un nuevo ataque de llanto—. Me has cogido por sorpresa, ¿vale? Hay ciertas cosas que no se deben soltar así sin más… —Recordó a Ricardo y la conversación que habían mantenido en el riachuelo instantes antes de que Natalia los sorprendiera y averiguara que estaba enamorado de Marina. El repentino recuerdo de su amigo muerto le hizo vacilar.
—Perdóname —balbuceó Bruno. Se apoyó contra la pared y resbaló por ella hasta quedar sentado—. Soy un estúpido. Un estúpido… —golpeó la cabeza suavemente contra el muro. Lo hizo tres veces, a la segunda la chistera cayó al suelo, a la tercera rompió a llorar.
—Deja de hacer eso —le suplicó Héctor. Se acuclilló frente a él—. Tienes que tranquilizarte, ¿vale? No permitas que tus sentimientos te arrastren. Contrólalos…
—¡¿Y cómo lo hago?! —preguntó Bruno, desesperado—. ¡¿Cómo lo hago?! No puedes comprenderlo. Todo se me ha echado encima esta noche. Todo. ¡De golpe! —y como si quisiera subrayar sus palabras dio un cuarto cabezazo contra la pared, bastante más fuerte esta vez. Después se inclinó hacia delante y añadió, bajando la voz—: Siento como si hubiera venido una ola y me hubiera revolcado por mi propio interior. No hago más que pensar en mis padres, en mi abuela… En Alexander, en Rachel… En todos los que han muerto por mi culpa.
—Tú… tú no tuviste la culpa de esas muertes. Métete eso en…
—¡¿No me escuchas?! —le cortó en un súbito arrebato de furia que cogió a Héctor desprevenido. Por un momento, Bruno pareció a punto de ir a saltar sobre él e, inconscientemente, se preparó para repeler la agresión—. ¡Fue por mi culpa!, ¡por mi culpa! —bramó. A continuación le miró a los ojos y le preguntó con voz ronca—: ¿Sabes lo que soy? ¿Sabes en qué me ha convertido la Luna Roja?
Héctor negó con la cabeza. Vigilaba a Bruno con atención, alerta a cualquier movimiento que supusiera una amenaza. El italiano sacó el reloj de su abuelo de un bolsillo de su gabán y se lo mostró. El reloj caminaba por la palma de su mano, abriendo y cerrando la tapa; de vez en cuando miraba indeciso hacia abajo, como si sopesara los riesgos que correría de saltar al suelo.
—Soy un demiurgo —le anunció Bruno con un hilillo de voz—. Soy capaz de dar vida. Yo, que tanto daño he causado, yo que he crecido rodeado de muerte, ahora doy vida… Qué paradoja, ¿verdad? —las lágrimas no dejaban de correr por sus mejillas mientras observaba el deambular del reloj—. Antes de nacer ya robaba la esencia de los que tenían la desgracia de estar cerca de mí —continuó—. Era igual que los talismanes que cargamos: me llenaba de la energía de los demás, sólo que ellos no me la cedían voluntariamente. Yo se la robaba, aunque no supiera que lo hacía, aunque fuera de manera inconsciente…
»La robaba. Y creo que… de algún modo, esa fuerza, esa energía, es lo que nos mantiene vivos. Es…, es lo que nos hace seguir adelante —se limpió las lágrimas con el antebrazo—. Cuando cargamos talismanes les cedemos energía, pero no tardamos en recobrarla. Ella misma se restaura, se regenera. Pero no sucedía así conmigo. Yo la robaba de manera permanente; dejaba secas a mis… a mis víctimas. Y esa carencia las hacía más propensas a morir —sorbió sonoramente por la nariz—. Por eso siempre he sido el más poderoso, Héctor. No por mí, no por mí mismo. Es por todos a los que les robé la vida. A mis padres, a los criados, a mis tutores… A todos los que murieron por mi culpa. A todos los que salen en mis sueños.
—¿Y eso lo has averiguado esta noche? —le preguntó, asombrado. Bruno era un demiurgo, como aquel que se había presentado en su cuarto hacía tanto tiempo, como Varago Tay, que se había enfrentado al octavo rey trasgo de Rocavarancolia en un mundo lejano.
Su amigo asintió con desgana.
—Hoy he atado los cabos sueltos que me han martirizado toda la vida —señaló—. Esta noche, por fin, he podido acceder a esa energía robada; acceder de verdad, no de la manera incompleta con que venía haciéndolo hasta hoy. Antes era capaz de hacer magia… lo que puedo hacer ahora ni siquiera sé si tiene nombre —sonrió con tristeza—. La Luna Roja me ha completado. Denéstor tenía razón: en la Tierra nunca habría conseguido alcanzar mi destino.
Héctor lo observó en silencio. De nuevo aquellas palabras, tan parecidas a las que ya había oído en boca de Maddie y Natalia. ¿Sería verdad? ¿La Luna Roja los había transformado en monstruos o simplemente había sacado a la luz lo que guardaban en su interior? Desvió la mirada hacia Marina y, sin dejar de mirarla, preguntó:
—¿Todavía sigues robando esa… energía a los que están cerca?
Bruno se encogió de hombros.
—No lo sé. Aunque sospecho que algo ha cambiado en los últimos tiempos. Creo que ahora el proceso no funciona igual, o puede que haya llegado al tope de energía que puedo almacenar. O tal vez vosotros sí sois capaces de regenerar la esencia que os quito. No lo sé, son sólo especulaciones. Me queda mucho por aprender de mí mismo.
—No sólo a ti —dijo él con un deje de amargura. Se incorporó y le tendió una mano para ayudarle a levantarse. Bruno la tomó tras una leve vacilación.
—Lo siento, Héctor —repitió. Parecía a punto de romper a llorar otra vez—. Lo siento tanto. Quizá de no haber sido por mí Alexander, Ra…
—¡Ni se te ocurra empezar otra vez! —le advirtió—. Tenemos que hacer algo para que te controles. No puedes seguir así.
Bruno lo miró sin pestañear, con la chistera de nuevo en la cabeza. La llevaba torcida y Héctor tuvo que reprimir el impulso de enderezársela. Tenía aspecto de pájaro asombrado.
—¿Por qué no cuentas hasta diez antes de ponerte a llorar o a abrazar a la gente como si nunca más fueras a verla? Suena ridículo, lo sé, pero quizá te ayude mientras te acostumbras a…
—Que cuente hasta diez… —murmuró con desdén—. ¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¿Me tomas el pelo?
Héctor frunció el ceño.
—Oye, soy nuevo en esto de aconsejar a alguien cómo debe sentir. ¿Acaso me puedes enseñar tú a volar?
Bruno pestañeó varias veces y, tras una larga pausa en la que Héctor vio cómo sus labios contaban en silencio del uno al diez, le preguntó:
—¿Has probado a agitar las alas?
* * *
La oscuridad se hizo eterna.
Las horas pasaban sin que se percibiera cambio alguno en las tinieblas del exterior, todo era negrura tintada con el rojo espeso de la luna. La tormenta había dejado paso a una lluvia violenta que restallaba sobre el mundo. Los temblores de tierra habían cesado y, a medida que fue transcurriendo la madrugada, se hizo cada vez más raro oír derrumbes.
Bruno y él charlaron durante horas, sentado uno en la silla junto a la cama, de cara al respaldo para dejar libres las alas, y el otro en el suelo. Era la conversación más larga que habían mantenido nunca. El italiano le habló de sus años vacíos, de la biblioteca atestada en la que había pasado la mayor parte de su existencia, de la frialdad de una vida sin cariño, sin amor, y de cómo, poco a poco, se había ido replegando dentro de sí mismo. Héctor escuchó más que habló. Le resultaba tan sorprendente y mágico ver batallar a Bruno en aquel nuevo mundo de sentimientos como su conversión en demiurgo. El que su amigo llorara, riera o se asombrara, era un milagro a la altura de las alas que le habían crecido a la espalda, del reloj viviente o de las onyces de Natalia.
Poco a poco, los silencios entre ambos se hicieron más y más largos hasta que, al fin, dejaron de hablar, perdidos ambos en sus propios pensamientos. Durante largo rato, lo único que se escuchó fue el repiqueteo de la lluvia, la acometida del viento y, muy de cuando en cuando, a Bruno llorar, pero ya no de la manera incontrolada de antes; ahora era un llanto manso, tranquilo, un llanto que sanaba heridas en vez de hacerlas más profundas.
Héctor trataba de poner orden en su cabeza, pero resultaba inútil, los acontecimientos de las últimas horas eran demasiado brutales como para racionalizarlos. Por más que lo intentaba, sus pensamientos escapaban a su control y se convertían en torbellinos de sinsentidos en los que todo se entremezclaba: la batalla en la torre de Varago Tay; dragones que caían del cielo; la fugaz vislumbre de un bosque; el beso de Marina; sus alas; su nueva mano, negra y terrible y magnífica; Maddie transformada en medio bestia avanzando encorvada, con Lizbeth tirando feroz de su cadena; Natalia y su corte de sombras… Y en aquella vorágine de imágenes también aparecía Ricardo, desplomándose sin vida, atravesado por su propia espada. Para el resto del mundo podían haber transcurrido semanas, pero para él todavía era dolorosamente reciente. Bruno le había enseñado la urna que contenía las cenizas de su amigo. Estaba colocada abajo, en una mesita alta, y aunque había acabado en el suelo por culpa de los movimientos de tierra, ni la vasija ni su contenido habían sufrido daño. Bruno había anclado varios hechizos de protección en la urna para mantenerla a salvo de cualquier incidencia. Él también, le confesó entre lágrimas, se había encargado de reducir el cuerpo a cenizas. Su intención había sido cumplir el deseo de Ricardo y lanzarlas al mar de Rocavarancolia, pero habían decidido esperar a que éste estuviera en calma para hacerlo.
El amanecer no fue más que un engaño; el sol que emergió del horizonte era un sol sin fuerzas, un sol derrotado que no podía hacer otra cosa que flotar convertido en una mancha pálida en la noche interminable.
Héctor se estaba preguntando si sería buena idea intentar conciliar el sueño cuando, de pronto, se escucharon golpes en la puerta del torreón. Se levantó de un salto y se tambaleó hacia atrás, tomado por sorpresa por el peso de sus alas. Bruno también estaba de pie ya, con la cabeza girada en dirección a la escalera. Cruzaron una mirada de extrañeza. Los golpes se detuvieron, pero pronto volvieron a escucharse, en rápida ráfaga, antes de detenerse de nuevo.
—¿Quién puede ser? —preguntó Héctor.
—Sea quien sea no es de los nuestros —señaló Bruno—. El hechizo de reconocimiento le abriría las puertas —hizo un pase con la mano, musitó una sarta de palabras ininteligibles y, al momento, se formaron dos vaporosas nubes blancas en torno a sus pupilas.
—Vale, la veo —indicó entornando sus ojos hechizados—, es una mujer feísima; de hecho llamarla mujer es un insulto al género femenino —hizo otra pausa mientras entornaba aún más los ojos—. Y mira por dónde, no soy el único en perder la cabeza —murmuró antes de echar a andar hacia la puerta. De camino hacia allí, alzó la mano en dirección a su báculo, que permanecía apoyado contra la cama, y éste voló hacia él. Bruno lo atrapó al vuelo y salió del cuarto con el gabán ondeando a su espalda y Héctor pisándole los talones.
Los golpes en la puerta se reanudaron en cuanto llegaron abajo, más apremiantes si cabe. Héctor hizo una seña a Bruno para que no abriera todavía y buscó a su alrededor hasta dar con una espada entre el desorden de muebles caídos y porcelana rota. La desenvainó, miró a Bruno, y señaló hacia la puerta. El italiano la abrió sin tocarla, con un brusco giro de su báculo.
Una monstruosa mujer pájaro apareció en el vano.
Y fue tal la impresión que le causó a Héctor verla allí, semidesnuda y grotesca, que tardó unos instantes en darse cuenta de que sostenía una cabeza decapitada. La mujer, como bien había dicho Bruno, era horrible; calva por completo, con un gigantesco pico de buitre que ocupaba casi la totalidad de su rostro y unos inmensos y acuosos ojos castaños que lo miraban todo con tremenda ansiedad, como si temiera que el mundo fuera a desintegrarse de pronto y quisiera memorizar hasta el último detalle antes de que eso sucediera. Los pechos le colgaban arrugados como odres secos entre las marcas de sus costillas. Las piernas eran humanas de las caderas hasta medio muslo, después se convertían en patas de ave rapaz, acabadas en zarpas; sus alas en poco se asemejaban a las suyas, las de aquella cosa se encontraban en un estado deplorable: las plumas estaban desordenadas y tan mugrientas que era imposible discernir su color original. Para completar aquel cuadro estaba la cabeza que la criatura llevaba en brazos, con el mismo cuidado que si se tratara de un bebé. Pertenecía a un hombre adulto, con barba rizada pelirroja, ojos verdes y nariz chata. La cabeza estaba viva. Y hablaba:
—Os ruego disculpéis el modo salvaje con el que mi compañera acaba de aporrear vuestra puerta. Lo único que pretendemos es da… a… a… —su voz gangosa se convirtió en un gemido ahogado. Abrió la boca varias veces y torció el gesto, como si se estuviera ahogando, pero no consiguió articular ni palabra ni sonido alguno.
—Aggrrua —graznó la criatura pájaro por él y, sin aguardar a ser invitada, entró en el torreón llevando su siniestra carga a cuestas. Miró fijamente a Bruno y repitió—: Aggrrua.
El italiano asintió, pasó veloz junto a Héctor y regresó al cabo de un momento con una jarra. Se la tendió a la criatura que en vez de aceptarla profirió un graznido, se acercó a una mesa y dejó a su grotesco acompañante allí. Después recogió un plato del suelo y lo colocó ante la cabeza, que continuaba gesticulando con la boca abierta.
La mujer pájaro arrebató entonces la jarra a Bruno y vertió el agua en el plato. Acto seguido extrajo una pajita de madera de la bolsa que colgaba de su sucio faldellín y la introdujo entre los labios resecos de la cabeza. Esta comenzó a sorber con fruición, poniendo los ojos en blanco. Héctor no pudo dejar de advertir la mancha de humedad que se iba extendiendo alrededor del cuello cercenado a medida que bebía.
—¿Cómo se supone que sorbe por la pajita? —le susurró Bruno al oído—. No tiene pulmones.
—¿Me estás diciendo que eso es lo que más te llama la atención? —preguntó él.
La cabeza decapitada dejó escapar un suspiro satisfecho y soltó la pajita cuando ya apenas quedaba líquido en el plato.
—Disculpadme… —dijo. Su voz reverberaba de forma desagradable, como si para llegar a ellos tuviera que atravesar capas y capas de mucosa—. Hemos venido volando desde el barrio de la Bocanada y me he tragado todo el polvo del mundo por el camino. El agua me ayuda a desengrasar la garganta.
Pestañeó varias veces, arrugó la nariz y los miró fijamente, primero a uno y luego al otro, aunque Héctor se percató de que sus ojos se demoraban en Bruno más tiempo que en él.
—Permitidme que me presente: mi nombre es Alas-tor Borodín —señaló—, y tuve el grandioso honor de que la Luna Roja me bendijera con la inmortalidad hace ya doscientos ochenta años, una transformación tan rara que en el último milenio sólo se ha dado en otra ocasión. Aunque ahora mismo la inmortalidad, como podéis observar, no representa una gran ventaja para mí —con un rápido movimiento de cejas señaló a la mujer pájaro—. La criatura que viene conmigo es mi fiel compañera en la adversidad: dama Moreda, la última de las siete arpías oráculo de Beteles —la mujer emitió una serie de graznidos que intentaban, en vano, formar palabras—. Y estamos aquí para daros la bienvenida al reino.
—¿Darnos la bienvenida? —preguntó Bruno, vacilante.
—Eso mismo. Nos habría gustado hacerlo antes, pero somos celosos cumplidores de las leyes sagradas y decidimos que lo más correcto era no mantener contacto con vosotros hasta que no hubiera salido la bendita luna —sonrió—. Ahora que sois ciudadanos del reino nos hemos permitido el placer de venir a conoceros.
Héctor no sabía qué decir. Miró hacia la puerta y se preguntó si no les esperaría un desfile de monstruos aquella mañana. Quizá trajeran regalos con ellos, bandejas de fruta y centros de mesa. Apartó esa ridícula imagen de su cabeza.
—Y ahora, mis jóvenes amigos —dijo Alastor—, ¿qué os parece si terminamos con las formalidades y nos decís vuestros nombres? ¡Ardo en deseos de oírlos!
Los dos muchachos cruzaron una mirada de total desconcierto.
—Me llamo Bruno —dijo el italiano. No miraba a la cabeza ni a la arpía, toda su atención estaba centrada en su amigo, como si aguardara una confirmación de estar haciendo lo correcto al presentarse—. Y él…, él es Héctor… —indicó.
—¡Oh! ¿Todavía usáis vuestros antiguos nombres? ¡Qué gracioso dislate! —la cabeza se echó a reír. No era un sonido agradable; si su voz reverberaba, su risa producía un repugnante burbujeo—. Os ruego me disculpéis —dijo cuando logró controlarse—. Se me presentan tan pocas oportunidades de reír en estos tiempos que procuro aprovecharlas. —Su gesto se suavizó—. Pero ahora que me paro a pensarlo es comprensible lo poco al tanto que estáis de los ritos y tradiciones del reino. En mi época sabíamos más de Rocavarancolia que vosotros, era natural dadas las circunstancias…
Alastor Borodín suspiró y un hilillo de una sustancia grumosa resbaló por la comisura de sus labios. Dama Moreda se apresuró a limpiarle la cara con un sucio pañuelo. Alastor la dejó hacer mientras componía un gesto de distraída altivez, luego continuó hablando:
—Recuerdo que estábamos tan ansiosos por elegir nuestros nombres que muchos sabíamos cuáles iban a ser semanas antes de que saliera la Luna Roja —dijo—. Yo escogí Alastor, el nombre del primer gran rey conquistador, y Borodín en honor al humilde guardia que llegó a convertirse en rey de Rocavarancolia hace más de mil años… —bajó la voz, como si estuviera a punto de compartir una confidencia particularmente maravillosa con ellos—: Hacedme caso: id cuanto antes a la Senda de la Perdición: es esa pequeña callejuela curva cerca de la Iglesia de los Descreídos. Allí se encuentra la única Capilla de los Nombres que quedó en pie tras la guerra. Dentro encontraréis consignados los nombres de los más ilustres varones y damas de Rocavarancolia. Estoy seguro de que encontraréis entre ellos alguno que os convenga. Creedme: os sentiréis mejor cuando lo hagáis.
—Yo… —Bruno frunció el ceño—. Ni siquiera había pensando en la posibilidad de cambiar de nombre —señaló pensativo—, pero…, no sé… quizá sea un buen modo de librarme del lastre que llevo encima. Un nuevo comienzo.
—¡Eso es! ¡Dejar atrás el pasado! ¡Qué rápido lo has entendido! ¡Ése es el espíritu de la tradición! —le explicó Alastor, mirándolo de nuevo como si se tratara de un bocado exquisito que estaba por llevarse a la boca.
Héctor no pudo contenerse más.
—No ha venido hasta aquí sólo para darnos una charla sobre tradiciones ¿verdad? —le espetó. Su tono de voz fue seco, cortante—. ¿Qué quiere? —la expresión de la cabeza decapitada no varió, pero bajo la sonrisa afable que esgrimía, Héctor vislumbró algo diferente, un arrebato de cólera mal contenida.
—¡Sin duda eres un ángel negro! —Alastor soltó otra carcajada, tan desagradable como la serie anterior—. ¡Directo a la yugular! ¡Bien hecho! Tienes razón, apreciado Héctor —sus labios tornearon una leve sonrisa al pronunciar su nombre—. Mi visita, aparte de social, tiene otra finalidad —dijo—. He venido a implorar un cuerpo al nuevo demiurgo de Rocavarancolia.
—¡¿Qué?! —Bruno dio un pequeño brinco al oír aquello—. ¿Un cuerpo? ¿Que yo le construya un cuerpo?
—Eso mismo —miró a Héctor con los ojos convertidos en dos estrechas rendijas—. ¿Me permites explayarme, muchacho? Haré lo posible por no aburriros.
Héctor no contestó, y Alastor pareció tomar su silencio como una respuesta afirmativa. La cabeza señaló a su compañera con un seco movimiento de ojos antes de hablar:
—Como podéis observar ambos somos seres incompletos —dijo—. Yo perdí mi cuerpo en la batalla de Rocavarancolia, pero dama Moreda perdió muchísimo más. Sus seis hermanas murieron y, para rematar su tragedia, un hechizo enemigo le destrozó la mente y prácticamente le arrebató su don de ver el futuro. Por eso permanecemos juntos, completándonos el uno al otro en la medida de nuestras menguadas posibilidades. Vaya pareja formamos, ¿verdad, compañera? —la mujer pájaro emitió una especie de trino compungido—. Pero aquí estamos. Sobrevivimos.
Dama Moreda me cuida, me trae y me lleva y yo pienso por ella. Pero desde hace algún tiempo soy consciente de su declinar, de los estragos que la edad está causando en mi buena amiga…, hasta ahora no me había preocupado en exceso de lo que me ocurriría una vez ella me faltara. Quizá porque creía, como todos, que estábamos viviendo los últimos tiempos de Rocavarancolia, un epílogo cruel tras la amarga derrota.
»Pero nos habéis devuelto la esperanza, niños. Al menos me la habéis devuelto a mí. Puede que me esté dejando llevar por el entusiasmo, pero todo indica que Rocavarancolia resurge y quiero ser algo más que una cabeza bien amueblada cuando eso ocurra. Por eso estoy aquí. Denéstor Tul se ofreció muchas veces a crearme un nuevo cuerpo y yo, necio, rechacé sus ofrecimientos. Pero ahora creo en Rocavarancolia —dijo con afectación—. Creo en vosotros. —Miró fijamente a Bruno—. ¿Podrías hacerme un cuerpo, niño demiurgo? ¿Podrías construirme un par de piernas, un torso y unos brazos, aunque sean de mala madera?
—Creo que… —Bruno se llevó la mano a la garganta y sacudió la cabeza en un gesto que no era ni una negativa ni una afirmación—. No lo sé… No hace ni un día que tengo estos… poderes o lo que sea… Yo… Ahora mismo no sabría ni por dónde empezar… —resopló con fuerza—. ¿Y por qué no se lo pide a Denéstor Tul si tantas veces se lo ha ofrecido?
—Porque Denéstor Tul ha muerto —dijo—. Y eso te convierte en el único demiurgo del reino.
Héctor se envaró al oír aquello. La noticia lo aturdió. Sólo había visto en dos ocasiones a aquel hombrecillo gris: la primera le había cambiado por completo la vida y la segunda le había salvado de morir a manos de Roallen. Los recuerdos de la lejana charla en su cuarto permanecían indelebles en su memoria. Hacía tiempo que no revivía aquella conversación. Y regresar a ella ahora, tras todo lo sucedido, era revelador; ahora las palabras del demiurgo cobraban una dimensión nueva. No, Denéstor Tul no había mentido aquella noche.
«Porque este mundo no es el tuyo», le había asegurado en la habitación inundada por el humo verde de su pipa. «Éste no es tu lugar. Y yo he venido a ofrecerte la posibilidad de escapar, de venir conmigo al único lugar de toda la existencia donde podrás ser quien realmente eres. He venido a invitarte a Rocavarancolia».
«Ser lo que realmente soy», pensó Héctor mientras contemplaba su mano negra, y sentía el peso de sus alas a la espalda.
—¿Qué…, qué le ocurrió? —quiso saber.
—Murió en la Bahía de los Naufragios. Por lo visto se acercó demasiado a algo a lo que no debía —respondió Alastor—. Era uno de los mejores demiurgos que ha tenido Rocavarancolia, creedme. Pero hasta los mejores nos abandonan —aseveró, aunque sin rastro de emoción, como si a fin de cuentas la muerte de Denéstor Tul le trajera sin cuidado. De nuevo su atención se centró en Bruno—. Un cuerpo —insistió—. ¿Acaso es mucho pedir? Un cuerpo con piernas con las que sostenerme, con manos con las que poder empuñar un arma… No me hace falta corazón, ¿para qué? ¡Puedo vivir sin ese sucio latir en mi pecho! —Bruno retrocedió abrazado a su báculo—. Quizá nunca llegue a ser el que fui, pero poco me importará si consigo servir de alguna ayuda al reino. No me importa no volver a ser el de Mascarada o Ataxia, no me importa no volver a ser aquel a quien el mismo Sardaurlar elogió tras la campaña de Almaviva. Oh, sí, creedme, fui grande una vez. Sobresalí en todas las batallas en las que participé, y fueron muchas… Pocos me igualaban en valor —Héctor hizo una mueca. Saberse inmortal le debía de haber ayudado a tener valor en combate, sin duda. De pronto cayó en la cuenta de algo que acababa de decir Alastor.
—Ataxia… —murmuró. Se estremeció al recordar la batalla que le había mostrado dama Sueño mientras yacía inconsciente—. El fin de Varago…
—¡Oh! ¿Conoces la historia del demiurgo traidor? —preguntó con extrañeza. Héctor asintió levemente—. Sí, le dimos su merecido aquel día. No fue sencillo, he de reconocerlo, pero el rey Castel nos condujo a la victoria.
Héctor frunció el ceño. Dama Sueño le había dejado claro qué tipo de criaturas habían acompañado al rey trasgo a aquel mundo: las más mezquinas y perversas del reino, aquellas a las que no podía afectar la belleza del bosque donde se ocultaba el alma de Ataxia.
—Lamentándolo mucho nos va a resultar imposible ayudarlo, lo siento. —Alastor le miró alarmado. La arpía graznó a su espalda—. Ahora mismo no nos encontramos en la mejor situación para ayudar a nadi…
—Creo que ayudarle o no es una decisión que me compete tomar a mí, ¿no te parece? —le interrumpió Bruno con rudeza. Héctor se lo quedó mirando como si se acabara de teletransportar a la planta baja por arte de magia. Gruñó, le cogió del hombro y se lo llevó a unos metros de distancia de la cabeza, que los contempló alejarse con mal disimulada suspicacia.
—Es cierto, te incumbe a ti —le susurró Héctor cuando consideró que ya estaban lo bastante lejos de Alastor—. Pero no me fío de él, ¿vale? No quiero que le ayudes.
—¿Es por eso del fin de Varago?, ¿un demiurgo traidor? —le preguntó Bruno—. He visto la cara que has puesto al mencionarlo. ¿Quién es ese Varago y de qué traición hablaba Alastor?
—Algo que leí no sé dónde… —mintió—. En los pergaminos de Ricardo o en uno de tus libros… No lo recuerdo —Bruno le miró con desconfianza—. En esa batalla Rocavarancolia mandó a luchar a lo peor de lo peor, a las criaturas más perversas del reino. Por eso no puedes ayudarlo. Si luchó en Ataxia, es que no es de fiar.
—Ni siquiera sé si puedo ayudarlo —lo miraba con dureza—. Pero ése no es el caso, Héctor… Piénsalo un momento: si dice la verdad, lleva casi tres siglos en Rocavarancolia. ¿Sabes lo que significa eso? ¿Sabes la fuente de información con la que nos acabamos de topar? Se acabaría el andar a ciegas…
Héctor resopló. Estaba convencido de que encontrarían fuentes más fiables que aquella cabeza, pero no quería decírselo abiertamente, al menos no en aquel momento.
—Pues dale largas… —dijo—. No te comprometas a nada…
—¿Y qué pensabas que iba a hacer? —le preguntó—. ¿Sacarme de repente un cuerpo del bolsillo, enroscárselo y dejar que se fuera? El hecho de que ahora pierda los papeles cada dos por tres, no significa que me haya vuelto estúpido.
—De acuerdo —admitió, consciente del error cometido—, me he precipitado…
—Tal vez también deberías empezar a contar hasta diez antes de comportarte como un idiota —apuntó Bruno—. Después de tu reacción va a resultar difícil hacerle confiar en nosotros.
Fue entonces, al mirar de reojo hacia la mesa y la cabeza, cuando se dio cuenta de que no había rastro de la mujer pájaro en la planta baja.
—¿Y la arpía? —preguntó alarmado a Alastor—. ¿Dónde está la arpía?
—Subió las escaleras mientras os confabulabais en mi contra —gruñó malhumorado—. Pero no te inquietes, ángel negro. Dama Moreda se hinchó a ratas anoche. No se comerá a nadie a no ser que resulte especialmente apetitoso a la vista.
Héctor empuñó con más fuerza si cabe la espada y corrió hacia las escaleras.
—¡Quédate con la cabeza! —le gritó a Bruno cuando se dio cuenta de que se disponía a ir tras él.
—Ah… El ímpetu de la juventud —escuchó murmurar a Alastor mientras subía a toda velocidad los escalones—. ¡No me la mates o tendrás que ser tú quien me lleve de paseo! —le advirtió.
Encontró a la arpía de pie ante el lecho de Marina, inclinada hacia delante y con las manos entrelazadas a la altura del pecho. Su postura y las alas encogidas le conferían aspecto de jorobado doliente. Apartó medrosa la mirada de Marina en cuanto Héctor entró espada en mano, dispuesto a saltar sobre ella. Pero la expresión de desamparo de la arpía frenó su carrera. No había traza de hostilidad en ella, ni en sus gestos ni en su pose, lo único que transmitía era una deprimente tristeza. Dama Moreda graznó algo que no logró comprender y volvió a fijar su atención en Marina cuando él bajó la espada. Héctor se acercó despacio.
—No deberías estar aquí —le dijo, en el tono con el que se habría dirigido a una niña pequeña que estuviera haciendo algo peligroso.
—Herrrrmosa —graznó dama Moreda y le miró fijamente con sus ojos acuosos—. Herrrmosa —despedía un fuerte olor a excrementos y podredumbre, pero a Héctor no le importó. No lograba entender por qué, pero de pronto aquella criatura despertó en él una gran ternura.
—Sí, es hermosa… —convino. Estaba junto a la arpía, contemplando ambos a Marina. La serenidad de sus rasgos resaltaba en su rostro con una majestuosidad nueva. Recordó la primera vez que la había visto, en las mazmorras donde habían despertado, dormida ella en el lecho de piedra y él, tan atontado al contemplarla como ahora. Se estremeció. ¿Era posible que lo único que había permanecido inmutable en él desde su llegada a Rocavarancolia hubieran sido sus sentimientos por Marina?
Dama Moreda graznó de nuevo, mirándolo con devastadora ansiedad. Héctor se dio cuenta de que la arpía estaba haciendo un gran esfuerzo para comunicarse con él. Intentaba formar palabras con sus grotescos graznidos. Escuchó con atención, esforzándose por entender lo que dama Moreda decía:
—Yo…, yo… una vez yo… —cloqueó desesperada, sacudió la cabeza y por fin logró escupir la palabra que aunque antes había sido capaz de pronunciar ahora parecía resistirse a salir de su garganta. Tal vez porque ahora se refería a ella—: fui heerrrrmosa —y Héctor comprendió que aquello no era jactancia ni nostalgia de tiempos mejores. Dama Moreda se estaba disculpando ante él por ser lo que era. Le estaba pidiendo perdón por ofrecer un aspecto tan deplorable a sus ojos—. Herrrmosa… Fui herrrrmosa.
—La Luna Roja puede ser muy cruel —murmuró, incómodo. No sabía qué otra cosa decir. No sabía qué esperaba aquella criatura de él.
Dama Moreda negó rotunda con la cabeza.
—Herrrrrmosa… —le cogió del antebrazo. Parecía importante para ella que Héctor entendiera lo que quería decirle—. No antes… Fui herrrmosa después… Después de la Luna Rrrroja —señaló a Marina y aumentó la presión con la que le apretaba el brazo. Sus ojos eran inmensos como mundos, mundos en los que él se reflejaba, pequeño y ceniciento—. No… la mates… —dijo dama Moreda—. No la mates…
Héctor sintió como si su interior se hubiera convertido de pronto en quebradizo hielo.
* * *
Cuando regresó a la planta baja vio que los ojos de Bruno estaban rodeados de niebla mágica y comprendió que no se había perdido detalle de lo sucedido en la habitación. ¿Aquel hechizo le permitiría también escuchar a través de las paredes? El italiano estaba inclinado hacia delante, frente a la cabeza de Alastor, con las manos apoyadas en la mesa y la chistera inclinada. Héctor se llevó una mano al estómago, se sentía revuelto, mareado. Las siete arpías oráculo de Beteles… Maldijo en voz baja.
—Creo que deberías escuchar esto —le dijo Bruno cuando llegó hasta él, sin percatarse al parecer de su turbación—. ¿Le importaría repetir lo que acaba de contarme?
La cabeza de Alastor Borodín observó a Héctor con el ceño fruncido.
—Oh, por supuesto que no… ¿Por qué me iba a importar? —sonrió de forma exagerada—. Decía que las señales son claras, evidentes: Rocavarancolia vuelve por sus fueros. Y para ilustrar eso contaba que anoche tuve la suerte de poder contemplar un milagro cuando creíamos que éstos ya habían acabado para nosotros. Oh… Qué magnífico momento, qué indescriptible maravilla. Lo vimos con nuestros propios ojos, dama Moreda y yo, desde la torre norte de la plaza… Vimos cómo vuestro piromante despertaba al dragón.