A menudo Aitor regresaba al lugar secreto en el que tantas veces se había bañado con su madre. Ya no volvían juntos; él tenía trece años y hacía tiempo que se higienizaba por su cuenta. Pero le gustaba volver, y, cuando lo hacía, se sentaba sobre la piedra que dominaba el salto y observaba la espuma que se formaba cuando la cascada irrumpía en el manso arroyo. Si avistaba un pez o una raya, preparaba el arco, colocaba la flecha contra la cuerda y apuntaba. Rara vez fallaba, lo mismo con su honda. Recuperaba la presa del agua, le quitaba la flecha y le ataba una fibra de güembé o de bejuco, que ellos llamaban ysypo paje, y se la colgaba al hombro. De regreso en la doctrina y dependiendo de su humor, se la regalaba a su madre, a su abuela o a su tío Palmiro.
En ocasiones, aunque avistase peces o rayas, se quedaba quieto, la vista fija en el agua, absorto en sus pensamientos. A veces, se acordaba del hombre blanco que, tantos años atrás, había descubierto oculto en el helecho. El helecho seguía ahí, pero el hombre nunca había vuelto. Lo recordaba con claridad, sobre todo su cabello del color de la paja y el azul de sus ojos, que lo estudiaban con interés. Él nunca había visto ojos de esa tonalidad. En un primer momento, había creído que se trataba del Jasy Jateré, el enano rubio con bastón de oro y sombrero, que se les presentaba a los niños para llevarlos al monte, de donde nunca regresaban. Lo desestimó enseguida, porque ese era un hombre, no un enano. Igualmente, él no le tenía miedo al geniecillo rubio; tampoco al hombre de los ojos azules, porque no lo observaba con malicia, ni con odio. Él conocía ese tipo de miradas, sobre todo cómo lo hacían sentir, porque era el modo en que lo miraba Laurencio —hacía tiempo que no lo llamaba ru ni con la voz, ni con el pensamiento— cada mañana cuando se topaban en la enramada para desayunar. Entonces, moviendo apenas los labios y sin emitir sonido, Aitor se daba ánimos repitiendo los versos que le había enseñado el padre Ursus: «Como un lapacho atacado por fuertes hachas/ En los negros bosques de la selva/ Pasando por pérdidas y heridas/ Del mismo hierro recibe energía y vigor». De inmediato se sentía mejor. Le había incorporado algunos arreglos, como por ejemplo cambiar encina —no las había en el Paraguay— por lapacho, y Álgido —no tenía idea de dónde quedaba ese sitio— por selva, que era su lugar favorito en el mundo.
No, definitivamente el extraño en el helecho no lo miraba con mal gesto, por el contrario. ¿Quién habría sido? Tal vez nunca lo descubriría, y esa posibilidad lo entristecía porque le habría gustado que volviese a mirarlo de esa manera, con admiración. Su madre, cuando estaban solos, lo miraba con cariño, en ocasiones con tristeza. El padre Ursus, cada vez con más frecuencia, lo hacía con el entrecejo fruncido, porque en los últimos tiempos le daba la impresión de que todo lo que hacía lo fastidiaba. «¡Aitorrrrr!», lo llamaba para endilgarle un sermón o tirarle de la oreja. Él no tenía la culpa si la escuela lo aburría soberanamente, o si le costaba sentarse a repasar las letras y los números, o si era imperioso moler a puñetazos a un compañero que lo miraba con desprecio o lo llamaba luisón. Uno de sus sobrinos, el hijo mayor de su hermano Bartolomé, solo unos meses menor que él y que se llamaba Laurencio en honor al abuelo paterno, se mostraba muy hostil en los últimos tiempos y lo provocaba. Tal vez se tratase de la maldición del nombre, había reflexionado días antes en el instante previo a abatirse sobre su sobrino y darle una tunda. Lo tenía cansado. Además, siempre estaba revoloteando en torno a Emanuela, y eso era peor que la ocasión en que le robó el arco y le cortó la cuerda con un cuchillo. Nunca lo castigaban, y era él quien terminaba ligando una penitencia y una amonestación. Lo fastidiaba que se presentase a menudo en su casa para visitar a los abuelos y a Emanuela, y le daba dentera que Laurencio lo tratase con tanto cariño y le regalase objetos que construía en la herrería; sobre todo le envidiaba un cuchillo que le había fabricado para cazar, con un mango muy bonito de hueso; él no tenía cuchillo y no se animaba a pedirle que le hiciera uno por temor a que le dijese que no. Sospechaba que eso de llenar de obsequios a Laurencio lo hacía para mortificarlo; a él nunca le había regalado nada de nada. No obstante, por mucho que su padre lo hostigase, él jamás dejaría la casa familiar, y no hacía mella en su determinación que Vaimaca y Ñezú insistiesen en que fuese a vivir con ellos. Él no se alejaría de Emanuela, por mucho que Laurencio le sacudiese la badana y le lanzase vistazos aviesos.
Anhelaba llevarla a conocer el lugar secreto, pero Malbalá, sospechando sus intenciones, le había rogado que no se aventurase en la selva con Emanuela, ni con Bruno; todavía eran pequeños. Emanuela se lo pedía con insistencia, que la llevase con él, pero Aitor se negaba, pues, por más que lo sedujese la idea de enseñarle todo lo que sabía acerca del bosque, lo aterraba que algo malo le ocurriese. En compensación, le traía pequeños presentes: una flor, un fruto delicioso, una conchilla especialmente bonita, un par de escarabajos peloteros —a ella y a Bruno les encantaban—, y a veces no tan pequeños, como había ocurrido pocas semanas después del octavo natalicio de Emanuela, cuando encontró a esa macagua tirada en el camino, con el ala rota, y se le presentó el rostro de ella, nunca supo por qué.
De regreso en el pueblo, la tomó de la mano y, sin pronunciar palabra, la condujo a la parte trasera del cementerio de los hombres, un sitio al que solía ir cuando tenía ganas de estar solo. Bruno intentó seguirlos, pero se detuvo cuando su hermano se volvió, le clavó los ojos como soles y le indicó con la mano que no siguiera avanzando.
La pequeña ave rapaz yacía sobre el césped, donde él la había depositado para ir en busca de Emanuela. Aitor la recogió con delicadeza.
—La encontré en el camino —explicó—. Tiene el ala rota.
Emanuela asintió y se quedó mirando al animal.
—Tiene miedo —susurró la niña—. Mucho miedo.
—¿Cómo lo sabes, Jasy?
—No lo sé. Pero tiene miedo —insistió—. Y le duele el ala.
—¿Quieres cargarla?
Emanuela negó con un gesto rápido de cabeza. Jamás apartó los ojos de ella, en tanto la niña miraba con fijeza al ave. Sus ojos se desviaron hacia las manitas de Emanuela, que se movieron con lentitud para cubrir el ala rota. Pocos segundos después, percibió un calor que le trepó hasta el codo, y no tuvo duda de que provenía de ella. La macagua se rebulló, estiró el ala que instantes atrás había presentado un ángulo antinatural, le arañó la muñeca al presionar las garras y salió volando. Aitor admiró las figuras y destrezas que el ave ejecutaba sobre sus cabezas, como si desease impresionarlos. Era un ave magnífica, con el lomo gris oscuro, el pecho y la cabeza blancos y plumas negras en torno a los ojos. Con la cabeza aún echada hacia atrás, Emanuela rompió a reír, y Aitor devolvió su atención a ella; la risa de Jasy era el sonido que más le gustaba en el mundo, más que el violín de su hermano Juan o el órgano de la iglesia. Sin pensarlo, la atrajo hacia él y la apretó entre sus brazos.
—¡Jasy! —le dijo al oído, aturdido, asustado, feliz.
Sabía que acababa de suceder algo muy extraño y que nadie debía saberlo. Si los hombres de la Quirisición, o como fuese que se llamara, se enterasen de lo que Emanuela acababa de hacer, vendrían a apresarla por hereje, lo que fuera que eso significaba; lo había asegurado el padre Ursus, y por eso las gentes la habían dejado en paz.
La aferró por los hombros para hablarle.
—Jasy, escúchame. No debes decirle a nadie lo que has hecho, ¿me entiendes?
—¿Qué he hecho, Aitor?
—Curaste a la macagua, Jasy, eso hiciste. La tocaste y le curaste el ala rota. Jamás, nunca, debes decírselo a nadie, pues vendrán unos monjes malos, no como los pa’i, sino malos, y te llevarán para matarte. —Los ojos de la niña se abrieron con desmesura—. Yo no lo permitiría, Jasy —la confortó—. Ellos jamás podrían apartarte de mi lado. Pero tendríamos que irnos del pueblo para siempre y escondernos en la selva.
—¿Y no volvería a ver a mi sy? —Aitor sacudió la cabeza—. ¿Ni a mi pa’i Ursus, ni a Bruno, ni a mi ru?
—A nadie —confirmó, celoso de que a ella la angustiase la idea de separarse de su familia y amigos.
—Está bien, no diré nada. Te lo prometo.
La macagua finalizó su despliegue aéreo y se posó sobre el hombro de la niña, del cual no volvió a apartarse. Ñezú les informó que se trataba de un macho, y lo bautizaron Saite, porque era muy arisco e indomable.
El recuerdo de la curación de Saite le producía sentimientos opuestos; por un lado, se enfadaba consigo por habérselo llevado a Jasy; por el otro, lo hacía feliz conocer ese secreto acerca de ella, un secreto que la unía a él más que al resto de la gente.
Suspiró con aire de resignación y abandonó la piedra sobre la cascada. Caminó por la trocha que se abría paso entre los muros de selva a paso tranquilo, la vista, el olfato y los oídos atentos, como le había indicado Palmiro. Esa habilidad, la de reconocer el lenguaje de la selva a través de sus sonidos, olores y escenas, se había convertido en una parte esencial de su índole, lo mismo que respirar. Desde sus primeras cacerías, cuando Aitor era apenas un crío, Palmiro Arapizandú había insistido en que nada tenía que escapar a su gobierno; en caso contrario, una alimaña o un cazador de indios podían lanzarse sobre él y asesinarlo o entregarlo a los paulistas para convertirlo en esclavo.
Próximo a la doctrina, llegó a una bifurcación del sendero y tomó por el que conducía a una parte del Yabebirí muy frecuentada por las mujeres para lavar la ropa. Como no quería delatar su presencia, se sirvió de lianas y de las raíces del isipoi para trepar a una cañafístula y espiarlas desde la altura; con suerte, alguna se quitaría el tipoy para darse un baño y él podría verla desnuda.
Las típicas flores amarillas del árbol habían desaparecido para convertirse en las vainas negras que su taitaru Ñezú tanto valoraba porque las empleaba para curar varios males. Cortó algunas; se las entregaría como un presente. En tanto arrancaba los frutos, echaba vistazos a la reunión de abajo. Unas mujeres abatanaban la lana de las ovejas esquiladas hacía poco con golpes enérgicos; otras lavaban la ropa usando las semillas del ybaro o las raíces de la mandioca, las cuales, agitadas sobre los tejidos húmedos, producían mucha espuma. Hablaban al unísono, y Aitor se preguntaba cómo se las ingeniaban para entenderse. Esa era otra cosa que le gustaba de Emanuela, que hablase poco. A veces le daba tirria que hablase tanto con Bruno, y lo hacía porque creía que estaban solos; no sabía que él la espiaba. Se expresaba en voz baja y semblante serio, como si estuviese confiándole un secreto de la mayor importancia. ¿Le habría referido lo de la curación de Saite? Estaba seguro de que no. Otra de sus virtudes era que mantenía la palabra empeñada.
El corazón le dio un golpe en el pecho al verla aparecer junto a su hermano menor; cargaba un lío de ropa, a Libertad sobre el hombro derecho, y a Saite sobre el izquierdo, que clavaba sus garras en la hombrera de cuero que Patricio, el talabartero, confeccionó para que no la lastimase. Kuarahy iba montado en la cabeza de Bruno, y Timbé caminaba a la zaga; todavía no se había acostumbrado a la pata nueva que le había hecho Palmiro. Como estaban en invierno, Emanuela se cubría con un poncho que Malbalá le había tejido en tonalidades naranjas, rojas y amarillas, y que a él le gustaba mucho. Llevaba el cabello castaño recogido en dos trenzas gruesas que le alcanzaban la mitad de la espalda; suelto, casi le rozaba la cintura. Lo serenaba observar a su madre cepillar los rizos de Jasy por las noches. Era la cabellera más hermosa, abundante y extraña de la misión.
Bruno, Emanuela y los animales se aproximaron a Jesuila, la esposa de su hermano Bartolomé, que se inclinaba sobre una piedra para refregar unos pantalones. La mujer los saludó con simpatía y se movió para darles espacio. A poco, apareció su hijo mayor, Laurencio nieto, al que Aitor no había divisado antes. Emanuela se puso de pie para saludarlo, y Aitor sonrió con malicia al comprobar una vez más que, pese a tener ocho años, era casi tan alta como su detestado sobrino.
Con la rapidez que le daba la práctica, Aitor tomó una piedra del bolsillo de sus calzones, la cargó en el cuero de la honda, apuntó con el ojo izquierdo cerrado y la arrojó a una serpiente que se escurría hacia la orilla del arroyo, en dirección a Emanuela y a su hermano menor. La cabeza del reptil explotó, y el sonido quedó ahogado por el rumor de las mujeres y del agua que corría entre las rocas. Aitor soltó un silbido largo y agudo, y la macagua voló hacia él, lo cual atrajo la atención de los de abajo. Con el ave posada en el antebrazo izquierdo y una mueca traviesa, Aitor aguardó la reacción de la gente. Algunas mujeres se persignaron. Otras le gritaron que se fuese, que les traería mala suerte. Jesuila le echó un vistazo poco amigable, lo mismo que su hijo Laurencio. Bruno lo contempló con desinterés. Emanuela, en cambio, le sonrió, una sonrisa amplia en la que mostró los dientes blancos que contrastaban con su piel oscurecida por el sol. Aitor le sonrió a su vez, una sonrisa similar, grande y generosa, la que solo ella le inspiraba.
Le habló a la macagua en un susurro.
—Saite, ¿ves al pie del árbol? Allí hay una serpiente que acabo de matar. Ve y cómetela.
El animal se arrojó en picado para regresar al hombro de Emanuela. Aitor sacudió la cabeza con resignación: ella les susurraba, y los animales cumplían sus órdenes sin chistar. A él, en cambio, ninguno le hacía caso. Al menos, se consoló, el ave había respondido al silbido con el que estaba entrenándolo para cazar.
—¡Baja, Aitor! —le pidió Emanuela, y él negó con la cabeza—. ¿Puedo subir para estar contigo? —El niño volvió a negar—. ¿Por qué no?
—¡Manú! —la llamó Laurencio—. ¿Quieres subirte conmigo a esa roca? Veremos las rayas que se juntan allí, en el pozo.
—¡No, Emanuela! —Aitor se puso de pie en la rama y le gritó con autoridad—. ¡Aléjate de ella, Laurencio!
—¡Quiero ir, Aitor! —suplicó la niña—. Se ven muy bonitas las rayas desde allí.
—¡Yo también quiero ir! —anunció Bruno.
—¡No, Emanuela! Esa roca es resbaladiza. Podrías caer y te sería muy difícil volver a trepar por ahí. Y sabes que las rayas tienen espolones venenosos.
—¡Déjala ir! —terció Jesuila, y Aitor sofrenó el impulso de colocarle un piedrazo entre ceja y ceja—. Nada malo le sucederá.
—¡No, Emanuela! —insistió en vano, pues la niña, Bruno y Laurencio ya enfilaban hacia la roca.
Comenzó a descender a gran velocidad, lo que lo hizo trastabillar un par de veces y rasparse los pies. Habría caído si no hubiese reaccionado deprisa y aferrado una liana. A poco de tocar el suelo, un alarido lo traspasó con la precisión de una flecha. Se giró, y no vio a Emanuela sobre la roca. En cambio, Laurencio y Bruno, de rodillas, se inclinaban en el vacío y estiraban los brazos. Las mujeres gritaban e intentaban acceder por el arroyo al pozo con las rayas, pero un grupo de rocas les dificultaba el acceso.
—¡Emanuela! —gritó Aitor.
En ese instante, otro alarido lo paralizó, y no tuvo duda: una raya la había arponeado. Corrió hacia la roca, y tanto Laurencio como Bruno tuvieron el buen tino de hacerse a un lado. Espantó a Libertad y a Saite, que, desesperados, sobrevolaban en torno a Emanuela, antes de lanzar tres flechazos en veloz sucesión y dejar fuera de combate a unas rayas. Se arrojó al pozo y sujetó a Emanuela. Presionó los pies en unas salientes de la roca que encontró tanteando bajo el agua y calzó la mano libre en una depresión que formaba la piedra.
—¡Trata de aferrarte a la roca! —le pidió con voz forzada, mientras la ayudaba a trepar.
La niña gritó de dolor cuando el arpón de la raya, que le traspasaba la parte más carnosa de la pantorrilla, raspó contra la pared de roca y se movió dentro de la herida. Laurencio la recibió y la ayudó a recostarse en la cima. Aitor trepó con agilidad y se acuclilló a su lado.
—¡Aitor! —lloriqueó la niña—. Me duele mucho.
—Déjame ver.
El espolón, una especie de espina enorme de un palmo de longitud y color blanquecino, le atravesaba la pantorrilla. No todas las rayas eran ponzoñosas; sin embargo, su tío Palmiro le había comentado que últimamente había avistado algunas de la especie cuyo arpón estaba impregnado de un potente veneno. Jesuila y otras mujeres habían alcanzado la cresta de la roca y hablaban a porfía para dar instrucciones de cómo proceder. Con gusto, Aitor las habría empujado al agua para que las rayas les perforasen las lenguas.
—Laurencio, sujeta a Emanuela. Voy a quitarle la espina.
Hubo voces de protesta, pero Aitor las desestimó. La arrancó con un jalón. El grito de Emanuela se propagó y pareció acallar los sonidos eternos de la selva. La vio empalidecer y desmadejarse en los brazos de su sobrino. Echó el espolón en su carcaj antes de levantarla en brazos y correr hacia la orilla del arroyo donde había avistado un lodazal de caolín. Palmiro le había explicado que los mborevi, o tapires, como los llamaban los pa’i, después de comer ciertas hojas venenosas, ingerían ese barro para neutralizar la ponzoña. Se llenó las manos de la sustancia blancuzca y la untó en los dos orificios de la pantorrilla, por donde había entrado y salido el espolón.
Emanuela se removió y abrió los párpados. Se echó a llorar apenas distinguió a Aitor, que la contemplaba con un gesto ansioso que ella no le conocía. Eso la asustó, la preocupación de él, que nunca le temía a nada y que siempre solucionaba los problemas.
—Vamos, te llevaré al pueblo. Rodéame con tus piernas y con tus brazos, así será más liviano.
—Sí —farfulló la niña, y hundió el rostro en el hombro de él.
Aitor corrió por el camino y nunca se detuvo para recuperar el aliento. Lo seguían Bruno, Laurencio, Jesuila y algunas de las mujeres, que se ofrecían para cargar a la niña unas varas; él ni siquiera les contestaba. La pobre Timbé, que arrastraba la pata nueva, quedó muy a la zaga y llegó a la casa de los Ñeenguirú cuando a Emanuela ya la asistían el padre Johann y su abuelo, el paje Ñezú.
Durante el último trayecto, Emanuela no dominaba la pierna herida, por lo que oscilaba al costado del cuerpo de Aitor.
—No puedo levantar la pierna —se disculpó.
—No importa —resolló él, y siguió corriendo por la avenida principal. Se desplomó junto al camastro de la niña una vez que la hubo depositado. Le temblaban los músculos de los brazos y de las piernas, y estaba sin aliento para contestar las preguntas de Malbalá.
—Manda buscar a mi taitaru y al padre Bansué —fue todo lo que dijo.
* * *
A una orden de Ñezú, Malbalá lavó las heridas de Emanuela con agua caliente —Ñezú había insistido en que la dejase borbotear en el fuego lo que durase rezar tres credos— y un jabón que el paje preparaba y al que le agregaba cenizas de barrilla. El padre van Suerk no objetó.
—¿Qué es esa costra blanca? —preguntó el jesuita, y señaló la herida.
—No lo sé —admitió el paje.
Aitor, tenso a los pies de la cuja, dijo:
—Es caolín. —Clavó la vista en su abuelo para explicar—: Palmiro me dijo que los mborevi lo chupan después de comer hojas venenosas. ¿Hice mal, taita? ¿No debería habérselo puesto?
—Hiciste bien, Aitor. Tal vez la espina de la raya sea venenosa.
—Es esta. —Aitor la extrajo del carcaj y se la entregó al anciano, que la estudió y luego se la pasó a van Suerk.
Malbalá terminó de limpiar las heridas y se retiró para llevar fuera la vasija. Vaimaca, sentada a la cabecera, acunaba la cabeza de Emanuela y le pasaba los dedos sarmentosos por la frente para calmarla; había llorado mucho.
A sugerencia de van Suerk, le pusieron aceite de tomillo. Ñezú preparó un emplasto con corteza de ceibo machacada y clara de huevo y la aplicó en ambos orificios. El jesuita no sabía qué había de bueno en la corteza de ese árbol que abundaba en la región, pero lo cierto era que ciertas heridas, sobre todo las causadas por los animales, sanaban muy bien y no se envenenaban.
—No cubriremos la herida.
—¿Crees que es lo mejor, Ñezú? —dudó el holandés.
—Sí, pa’i, es lo mejor. Con el emplasto es suficiente. Vaimaca, dile a Malbalá que prepare una infusión de ipecacuana, para que la haga sudar y saque fuera toda la pudrición de la herida.
La mujer abandonó su sitio en la cabecera del camastro y marchó hacia la enramada. En la puerta, se topó con su bisnieto Laurencio, que le preguntó cómo estaba Emanuela. Al sonido de su voz, Aitor giró la cabeza con un movimiento brusco y lo perforó con una mirada, que pareció contar con el poder de congelarlo, porque, cuando Aitor cruzó la habitación con el comportamiento resuelto de un depredador, Laurencio no se movió.
—¡Vete de aquí! —Lo empujó fuera poniéndole las manos sobre el pecho—. ¡No vuelvas a acercarte a ella!
Laurencio abuelo, a quien habían ido a buscar a la herrería para avisarle del accidente de Emanuela, se interpuso entre su hijo y su nieto.
—¡Déjalo! —le ordenó a Aitor—. ¡No te atrevas a tocarlo!
El odio acumulado tras años de maltrato y desprecio sumado a la ansiedad y a la impotencia que le causaba la imagen de Emanuela tirada en una cama resultaron una combinación difícil de controlar, en especial para una personalidad como la de él. Profirió un rugido, que hizo trastabillar aun a Vaimaca, y se abalanzó sobre su padre, que terminó sentado en el suelo. En un movimiento sin pausa, muy veloz y elástico, derribó a su sobrino y lo aferró por el cuello para sacudirle la cabeza contra los ladrillos del piso de la enramada.
—¡No vuelvas a acercarte a ella, Laurencio nieto! ¡Y cuídate cuando haya luna llena, porque me convertiré en luisón e iré a buscarte para arrancarte el corazón con los dientes!
Una fuerza indescriptible lo jaló hacia atrás. Dos brazos de negro lo envolvieron y le impidieron seguir luchando.
—¡Basta! —tronó la voz del padre Ursus—. ¡Quédate quieto, Aitor! ¡Basta!
—¡Por culpa de ese malnacido Emanuela cayó al pozo de las rayas! ¡Por su culpa, pa’i! ¡Déjame matarlo! ¡Voy a matarlo!
Ursus giró con Aitor pegado a su pecho y lo arrastró hacia la casa de los padres. El niño clavaba los talones, al tiempo que se rebullía para escapar de la sujeción del sacerdote. Las gentes reunidas en la enramada de los Ñeenguirú abrieron un corro más para ponerse fuera del alcance del niño lobisón que para darles paso.
—Cada vez más se le nota el luisón que habita en él —comentó Jesuila.
—Sabíamos que llegaría este momento. No deberíamos haberlo dejado crecer —comentó otra mujer.
—Y ahora ese demonio ha amenazado a mi hijo —sollozó Jesuila—. Dios me lo guarde.
* * *
Ursus golpeó la puerta con el pie, y Tarcisio abrió. Se apartó con la silenciosa eficacia de costumbre, y el jesuita trastabilló dentro con su renuente carga entre los brazos. Hinojosa, que escribía en la mesa, levantó la vista y frunció el entrecejo.
—Basta, Aitor —ordenó Ursus, sin levantar el tono, pero con una decisión que pocos se habrían sentido inclinados a desobedecer. Aitor era uno de esos pocos, y siguió luchando—. Sé que te enfurece que te haya sacado de allí a la rastra, pero estabas por hacer algo muy malo y no iba a permitírtelo.
—¡Suéltame, pa’i!
—Lo haré si me das tu palabra de hombre de que te serenarás. —El niño se mantuvo quieto y resollando—. Dame tu palabra de hombre, Aitor. Solo así te soltaré.
—Te doy mi palabra. Ahora suéltame, pa’i.
Los brazos del jesuita se aflojaron lentamente. Una vez libre, Aitor giró y lo fulminó con una mirada que afectó a los tres adultos, a Ursus, a Hinojosa y a Tarcisio. El niño los miraba con un odio que se reflejaba en el destello fulgurante de sus ojos inyectados.
—¿Por qué te sangran los dedos de los pies? —preguntó Hinojosa.
Aitor se los miró.
—Ven aquí —dijo Ursus, y trató de aferrarlo por el hombro. El niño se sacudió la mano y caminó hacia atrás—. Tarcisio, tráeme esparadrapos, agua caliente, jabón y la botella con bálsamo de Tolú, esa que el padre Johann guarda en su recámara. Y tú —amenazó a Aitor con el índice—, si no quieres terminar con el culo al rojo, siéntate allí. —El jesuita se arremangó y plantó una rodilla en el suelo, frente al niño, y le examinó los pies—. ¿Con qué te los has raspado? Veo que la mano también.
—Me los raspé con la roca, tratando de sacar a Emanuela fuera del agua. Era muy empinada y resbaladiza.
—Ya veo. ¿Cómo trajiste a Manú hasta el pueblo?
—La traje en brazos. Corrí lo más rápido que pude.
—¡Olé tus cojones, Aitor! —lo aduló Hinojosa, y como lo había expresado en castellano y el niño lo contemplaba con desconfianza, Ursus le explicó:
—El padre Santiago está diciéndote que eres muy valiente.
Aitor asintió, solemne. Desde esa posición, se hallaban a la misma altura y se miraban a los ojos. «Dios mío», reflexionó el sacerdote, «qué fuerte es para haberla cargado todo ese trayecto ¡y con los pies lastimados!». O qué fuerte era el sentimiento que lo unía a la niña. Lo estudió sin comedimientos, y Aitor le devolvió la mirada sin incomodarse.
El cabello, larguísimo, negro como la pez y muy lacio, le colgaba a los costados de la cara y acariciaba la superficie de la silla. Desde la vez en que hubo que raparlo a la fuerza porque tenía piojos, nadie había conseguido disuadirlo para que se lo cortase a una altura aceptable; ni siquiera permitía que Vaimaca le mondase las puntas. Malbalá le había sugerido a Emanuela que le pidiese que se lo cortara, a lo que la niña se había negado arguyendo que a ella le gustaba así.
Por supuesto que la creencia de que Aitor era un luisón le resultaba absurda, pero admitía que la naturaleza, al haberlo dotado de un físico tan espléndido, le había hecho un flaco favor dadas las circunstancias; casi parecía que se había ensañado con él para exacerbar la animosidad que provocaba entre los del pueblo. Para su edad —trece años—, era alto; de hecho, había alcanzado a su padre, y eso que Laurencio Ñeenguirú era un hombre de elevada estatura para un guaraní. Además, tenía las espaldas anchas, y los brazos y las piernas, delgados y fibrosos de tanto trepar árboles y lanzar flechas. Sus ojos, con ese amarillo que atraía y repelía al mismo tiempo, habían cobrado intensidad con los años, no tanto a causa de las largas y oscuras pestañas, sino de las peculiares cejas triangulares, que se habían engrosado y vuelto muy negras. Sus labios habían perdido la inocencia de los primeros años para adquirir una voluptuosidad que, Ursus sospechaba, reflejaba la naturaleza lujuriosa que se le despertaría en poco tiempo, no más de un año, calculó. Sin embargo, Aitor presentaba dos características que convencían a todo el pueblo de que en él habitaba un ser espeluznante: sus dientes caninos y el vello que comenzaba a despuntarle en las piernas y en los antebrazos.
A los colmillos, muy acusados y puntiagudos, se los había visto pocas veces, porque rara era la vez que Aitor sonreía ampliamente. La primera ocasión en que los había avistado pensó que se confundía, que había visto mal. En la segunda oportunidad se dio cuenta de que sus ojos no lo engañaban. Por supuesto, otros habían notado la peculiaridad, por lo que las habladurías se descontrolaron al punto de alcanzar a otros pueblos, incluida la Candelaria, lo que derivó en una carta del padre superior preguntándole qué era ese asunto del niño lobisón.
El otro aspecto desconcertante de Aitor, el que tuviese pelo en las piernas y en los antebrazos —Ursus temía que lo desarrollaría también en el pecho—, alimentaba todavía más la leyenda del luisón. Si algo diferenciaba a los blancos de los indios era el vello; los primeros eran peludos, los segundos, lampiños. Le había escrito al padre Almada, quien, dos décadas atrás, había intentado reducir a los abipones —de hecho, Almada le había enseñado los rudimentos de la lengua abipona—, para preguntarle si los hombres de ese pueblo se caracterizaban por la pilosidad en el rostro y en los miembros. La respuesta había sido categórica: el varón abipón no tenía barba, es más, la detestaba porque la asociaba con el español, su peor enemigo, a quienes llamaban «los hombres barbados». A continuación, sin embargo, le comentó que, entre las razas guaycurúes, de la cual los abipones eran parte, existía otra, la guarayú, que presentaba una característica fuera de lo común y que nadie sabía explicar: a los hombres les crecía la barba. Y añadía: «Además de ser bastante altos, poseen una larga barba bien poblada, que podría compararse con la de la raza europea si no fuese porque es lacia en lugar de rizada». ¿Correría sangre guarayú en las venas del niño? Era la única explicación que existía.
Terminó de limpiarle las heridas de los pies y de la mano y las untó con el bálsamo de Tolú. Las cubrió con bandas de algodón.
—¿Duele?
—No, pa’i.
—¿Me contarás qué fue lo que le sucedió a Manú?
—Laurencio nieto la llevó a la roca del arroyo, esa desde donde se puede ver el pozo con las rayas. Yo le dije que no, porque es muy peligrosa, la roca —aclaró—. Ella fue lo mismo, porque Laurencio nieto y su sy le insistieron. Se resbaló y cayó al agua. Una raya la atacó.
Ursus asintió con seriedad.
—Y tú, ¿dónde estabas?
—Trepado en un árbol. Estaba bajando cuando Emanuela cayó al agua.
—Y tú la sacaste del agua —dijo, y aplicó una ligera inflexión interrogativa a su tono.
—Sí, pa’i.
—Bien hecho, hijo. Ya hablaré yo con Manú. No tendría que haberte desobedecido.
—No quiero que la reprendas, ni que la golpees con la férula, pa’i.
—No, hijo, no —musitó, e intentó disimular el efecto que esas palabras le causaron, emoción y algo de embarazo por haberse asomado a la intimidad del niño para descubrir el sentimiento infinito que profesaba por Emanuela.
Aitor había formado parte del grupo que halló a la recién nacida y a su madre sobre el río Paraná. La había protegido desde aquellos primeros días, cuando, con apenas cuatro años, permaneció junto a la vasija de barro donde yacía Emanuela atento a sus gestos, a sus sonidos, sonriendo si la niña abría los ojos, inquietándose si la niña lloraba. Y así había sido siempre: Aitor, una presencia silenciosa y estable, callada y taciturna, constante y fiel, tras la pequeña e inculpada Emanuela.
Llamaron a la puerta. Era Bruno, todavía pálido y turbado a causa del accidente.
—Bendición, pa’i.
—Dios te bendiga, Bruno. ¿Qué sucede?
—Manú pide por él. —Señaló en dirección a su hermano Aitor, que se puso de pie de un salto, olvidado de las heridas de sus pies.
—Iré contigo, Aitor. Todavía no he visto a Manú.
De camino a lo de Ñeenguirú, Ursus dijo:
—Aitor, no quiero escándalos con tu padre, ni con tu sobrino Laurencio.
—Como tú digas, pa’i —contestó, y a Ursus le dio mala espina que se mostrase tan manso.
* * *
Durante dos días, Emanuela ardió de fiebre, al punto de pasar la mayor parte del tiempo inconsciente. Agitada y sudada, sacudía la cabeza y farfullaba incoherencias. Una palabra, sin embargo, la pronunciaba con claridad: «Aitor», por lo que el niño no se movía de su lado. A una indicación de Ñezú, él se ocupaba de aplicarle las hojas frescas de tabaco sobre las sienes y la frente para bajar la temperatura, y la abanicaba. La sostenía medio incorporada para que Malbalá le diese sorbos de la bebida refrescante que Vaimaca le preparaba con las bayas del aguaribay y también la infusión de ipecacuana, para que sudase la calentura. La lavaba con un trapo que humedecía con agua en la cual su madre había hervido pétalos de franchipán. A veces, cuando Emanuela cesaba en su continua inquietud, se quedaba mirándola con fijeza, mientras en su interior bramaba: «¡Jasy! ¡Jasy, no me dejes! ¡Jasy, no me dejes aquí solo!», hasta que caída rendido de sueño y se dormía en el piso, junto al camastro.
La pantorrilla de Emanuela se tornó de un color rosado, más tarde rojo, para pasar a un púrpura y por último volverse azul. Van Suerk temía que se gangrenara; Ñezú aseguraba que no y sostenía que, gracias al caolín, gran parte de la ponzoña se había neutralizado; era el residuo lo que provocaba la reacción. En lugar de la cataplasma de ceibo, la trató con extracto de sándalo rojo, al que llamaba yuquiripei, y la inflamación comenzó a ceder. Entonces, le aplicó un emplasto de flores, hojas y corteza de ayui —el padre van Suerk creía que se trataba de una especie de incienso o laurel salvaje—, y la pierna fue cobrando normalidad hora tras hora.
Emanuela, aturdida por los efectos de la fiebre, se despertó al amanecer muy sedienta. Llamó a Malbalá con voz desfalleciente, pero esta, agotada tras días de congoja y de labores, más tranquila porque la fiebre había cedido, dormía profundamente. Aitor, que lo hacía en el suelo, junto al camastro, se incorporó bruscamente, tanto que se mareó y, por unos instantes, vio todo con puntitos de colores.
—Jasy, aquí estoy. —Le apretó la mano y la niña giró hacia él—. ¿Te duele algo?
—La cabeza. Y tengo mucha sed, Aitor.
La ayudó a incorporarse y le acercó el filo de una calabacita con agua fresca.
—¿Quieres más?
La niña asintió, y él volvió a llenar el recipiente. Emanuela terminó de beber y le pidió a Aitor que se recostase junto a ella. La cama era pequeña, por lo que ya no cabían como antes. Aitor se puso de lado y se sostuvo la cabeza con la mano. Guardaron silencio mientras se miraban fijamente. Aitor le buscó la mano en la cama y entrelazaron los dedos.
—¿Me perdonas?
—¿Por qué?
—Por haber subido a la roca cuando tú me decías que no lo hiciera.
—Sí, te perdono. Además, no fue tu culpa, sino de Laurencio nieto, que es mucho mayor que tú. Él insistió en que subieses y después no te protegió, el muy cobarde.
—Tú me sacaste del agua —dijo, y había orgullo en su declaración.
—Sí, yo te saqué.
—¿No tuviste miedo de las rayas? ¿De que te picasen a ti también?
—Tenía miedo por ti, Jasy. Por mí, no.
—Nunca más volveré a ponerme las sandalias. Me resbalé por culpa de las sandalias. No quiero usarlas. Le diré al pa’i que son peligrosas. No entiendo por qué el pa’i quiere que vaya calzada a todas partes. A mí me gusta ir descalza.
—Porque los blancos siempre van calzados. Jamás andan descalzos.
—Pero yo no soy blanca, Aitor. Soy como tú. ¿Por qué debería ir calzada como los blancos?
Aitor le recorrió el rostro con ojos intensos. Le costaba entender que Jasy no se diese cuenta de que no era guaraní cuando sus facciones no semejaban en nada a las de su gente. Cierto que la piel se le había oscurecido desde aquellos primeros días en que la tenían en la vasija, bajo las plumas de pato. ¿Quizá nunca había visto su reflejo en el agua del arroyo o en el vidrio de la ventana de la casa de los padres? Él estudiaba a menudo su imagen y la de los demás, por eso sabía que Jasy poseía rasgos que él jamás había visto entre las niñas guaraníes, sin mencionar el color de sus ojos, como el del cielo cuando salía el sol.
—Porque tú eres blanca, Jasy.
—¿De veras? —susurró, con acento desfallecido y los ojos muy grandes y brillantes.
—Sabes que sí. ¿Por qué crees que el pa’i te enseña español, que es la lengua de los blancos?
—También les enseña a otros niños —tentó, con voz quebrada.
—A muy pocos, a los hijos del corregidor y a los de otros caciques importantes. Además, a ti te enseña especialmente. A ti te enseña a hablar la lengua de los blancos y a ser blanca. Por eso duermes en una cama y no en una hamaca.
—¿Por qué? —preguntó, y Aitor percibió el miedo de la niña al preguntar.
—Porque algún día, tu familia blanca, la familia de la Emanuela que está en el cementerio, vendrá a buscarte para llevarte con ellos.
—¡Yo no quiero ir con ellos, Aitor! —Se abrazó al cuello del niño y rompió a llorar. A Aitor, la amargura de Emanuela lo ahogó en la impotencia. La apretó con suavidad y le prometió al oído:
—Yo nunca les permitiré que te alejen de mí, Jasy. Nadie te alejará de mí.
* * *
Al alivio que significó la noticia de la sanación de la niña santa, le siguió un pequeño festejo en la enramada de los Ñeenguirú en el cual se asó el tapir que Palmiro Arapizandú había cazado la noche anterior. Ninguna carne le gustaba tanto al guaraní como la del mborevi, ni la de vaca, ni la de chancho, ni la de oveja, ni la de las gallináceas; el tapir era su favorita. Como resultaba difícil cazarlos, cada vez que alguien se aparecía por el pueblo con uno al hombro, se organizaba una celebración.
Ursus se presentó en casa de los Ñeenguirú sumido en una tormenta de fuertes pasiones: alegría por saber que la niña se restablecería por completo; alivio porque no tendría que escribirle al superior de las misiones, ni al provincial, para avisarles que había perdido la pierna o muerto —se le ponía la piel de gallina de solo pensarlo—; culpa por retenerla en un ambiente como la selva, que podía ser letal, y que era tan ajeno a su verdadera índole; y miedo de enfrentar la realidad: algún día tendría que dejarla partir, volver con los suyos, aunque no fuesen de su sangre, pero sí de su raza. Ese miedo, el de soltar la mano de Emanuela, superaba a los demás, los sofocaba, los acallaba, y él miraba hacia otro lado, como un niño caprichoso y no como el jesuita que era.
Tomó unos mates en la enramada, comió unos bocados de tapir y entró para saludarla. No lo extrañó verla en la cama rodeada de sus animales —la macagua, la lechucita, la cerdita y el mono— y de sus hermanos de leche; estaban todos, aun los más grandes. Aitor, como sucedía cuando los Ñeenguirú acaparaban a Emanuela, la contemplaba desde un rincón en pose beligerante —las piernas ligeramente separadas, los brazos cruzados bien arriba, las manos calzadas bajo los sobacos y la vista atenta—. Era como si diese por sentado que alguno le haría daño, por lo que él se preparaba para saltarle al cuello.
—¡Pa’i! —lo saludó Emanuela, y fue un placer verla animada, si bien sus mejillas lucían descarnadas y pálidas.
—Buenas tardes, Manú. —El sacerdote se inclinó para besarla en la frente—. ¿Cómo te sientes?
—Bien, pa’i.
—Qué susto nos diste, mi niña.
—Aitor me salvó, pa’i.
El jesuita notó que los hermanos intercambiaban miradas incómodas.
—Lo sé, Manú. Se ha convertido en el gran tuvichaitéva.
—¿Qué quiere decir tuvichaitéva, pa’i?
—Tú conoces esa palabra en castellano, Manú. Quiere decir héroe. ¿La recuerdas?
—Sí, pa’i —contestó, de pronto apagada.
Los hermanos Ñeenguirú saludaron al jesuita, acariciaron a la niña y se fueron. Junto al camastro, permanecieron los animales, Bruno y Aitor, que se aproximó cuando se despejó el espacio. Evitó hacer contacto visual con el pa’i Ursus porque si bien no lo había castigado por haber golpeado a su sobrino y empujado a Laurencio días atrás, sospechaba que lo haría ahora, que Emanuela se había curado. Por eso lo desconcertó que el jesuita declarase:
—Tengo una sorpresa para ustedes tres. Cuando Manú se reponga por completo y pueda abandonar esta cama, se la mostraré. Sé que les gustará.
—¡Queremos la sorpresa ahora, pa’i! —rogó la niña.
—Sé paciente, Manú. La paciencia es una gran virtud, mi niña. Tienes que ponerla en práctica. Todo llega, con la bendición de Nuestro Señor.
* * *
En la reducción de San Cosme y San Damián, el padre Buenaventura Suárez, un jesuita criollo de Santa Fe, había levantado un observatorio. Con sus alumnos guaraníes, acababa de construir dos telescopios, un péndulo astronómico y un cuadrante. Como le debía un gran favor a Ursus —como unos matreros habían robado gran parte del rodeo de San Cosme, San Ignacio Miní le había regalado cientos de vacas y siete toros—, le envió como presente uno de los telescopios, que el jesuita mandó colocar sobre un trípode en la torreta del baptisterio, a la cual se accedía por una escalera externa de piedra.
De acuerdo con la indicación del padre Ursus, Malbalá llevó a Aitor, Bruno y Emanuela a la casa de los padres después de la cena. Era domingo al día siguiente, por lo que los niños no debían forzosamente acostarse temprano.
—Gracias por traerlos, Malbalá. Yo mismo los llevaré de regreso en un rato.
—Sí, pai. Mis niños, sean juiciosos —les pidió antes de marcharse.
Bruno tomó en brazos a Timbé, y Ursus a Emanuela, lo que provocó aleteos nerviosos en Libertad y en Saite y chillidos en Kuarahy, y la condujo escaleras arriba. Había perdido mucho peso, y sus mejillas aún estaban sumidas, lo que le exacerbaba el rostro de por sí largo y flaco. La niña le rodeó el cuello y lo besó en la mejilla, justo encima de la barba que le orlaba la mandíbula. Era muy cariñosa y demostrativa, y lo regocijaba contar entre las personas a las que la niña amaba especialmente.
—¿Cuál es la sorpresa, pa’i?
—Paciencia, Manú. —Suspiró, no por cansancio, sino porque le pesaba la conciencia: violaba tantas reglas, criterios y principios al demostrar parcialidad por esos dos, sus adorados Emanuela y Aitor, que de haberlo sabido el padre provincial, lo habría enviado a trabajar a Roma o a las antípodas.
—¿Por qué suspiras, pa’i?
—Porque eres muy pesada, Manú.
—¡No, pa’i! —rio Bruno—. Mi ru dice que Manú es liviana como una pluma. Y Laurencio nieto dice que sus piernas parecen juncos, tan largos y delgados son.
A Ursus no le pasó inadvertido el escupitajo que soltó Aitor a la mención de su sobrino. Era rencoroso, un defecto poco común entre los guaraníes, y no le perdonaría fácilmente que hubiese inducido a Emanuela a trepar a la roca. ¿De qué modo se tomaría represalia? Porque no dudaba de que lo haría, tarde o temprano.
—Eso que acabas de hacer, Aitor Ñeenguirú, es de pésima educación. Que no se repita.
—Sí, pa’i.
Entraron en la torreta, y Ursus ubicó a Emanuela en una de las cuatro sillas en torno al telescopio.
—¿Qué es eso?
—Esto, Manú, es un telescopio. —Lo dijo en castellano, pues desconocía cuál era la palabra en guaraní, y Emanuela y Bruno repitieron a coro. Aitor estudió de cerca el instrumento, sin tocarlo.
—¿Para qué sirve? —quiso saber la niña.
—Sirve para observar la luna —explicó el jesuita, y esperó la reacción de Aitor, cuya conocida fascinación por el astro servía para seguir avivando las creencias acerca de su índole de lobisón. Desde la ventana del refectorio de la casa de los padres, desde la cual se tenía una buena visión de la plaza de armas, a veces lo descubría observándola en plena noche. ¿No lo espantaba estar solo, en la oscuridad? Ursus debía admitir que, en esas ocasiones, el niño lucía sereno con la luz de la luna que le bañaba el rostro, y resultaba difícil imaginarlo en la actitud de buscabroncas que desplegaba durante el día.
—¿La luna, pa’i? —repitió Bruno, y se asomó a la ventana de la torreta y la señaló.
—Sí, Bruno. Podrás verla de cerca, como si estuviese al alcance de tu mano.
—¡Veamos la luna, pa’i! —suplicó Emanuela.
Además de la luna, identificaron a Venus y a las constelaciones de la Cruz del Sur, de Centaurus y de la Musca. No obstante, cuando tocaba el turno a Aitor, él siempre acomodaba el instrumento para volver a la luna; las estrellas lo tenían sin cuidado, y ni siquiera los relatos mitológicos con los que Ursus enriquecía la visión lo seducían. Esa era otra violación a una regla de la Compañía, ya que en el libro sobre pedagogía jesuita, el Ratio Studiorum, se desalentaba la enseñanza de las leyendas de los dioses de la Antigüedad.
—¿Por qué la luna a veces está más grande y otras más pequeña? —se interesó Emanuela.
—Porque esa es la voluntad de Dios —contestó el sacerdote.
—No es así —intervino Aitor, y habló por primera vez en lo que iba de la sesión astronómica—. La luna va creciendo a medida que va girando y el sol va iluminándole más partes.
—¿Cómo sabes eso? —se escandalizó el jesuita.
—Me lo dijo el pa’i Santiago —contestó Aitor—. ¿Es mentira, pa’i?
—Seguro que no, hijo. Pa’i Santiago no miente. Si él te lo ha dicho, así ha de ser. Yo no conozco mucho de esta cuestión. Sé identificar algunas constelaciones y nada más.
—La luna es oscura, me dijo el pa’i Santiago. Es el sol quien le presta la luz.
—Así parece —murmuró el jesuita, con aire reflexivo, al tiempo que planeaba sostener una conversación con su amigo del seminario. No quería que esparciese ideas raras entre sus indios y que la Inquisición terminase metiendo la nariz en su doctrina.
* * *
Desde hacía semanas estudiaba sus movimientos, como cuando salía de caza con Palmiro Arapizandú y seguían el rastro de un venado o de un chancho del monte, y se quedaban horas observándolos en absoluto silencio, sin moverse.
—Debes conocer las costumbres y los hábitos de tu presa, Aitor —le había enseñado su tío—. Cuáles son sus debilidades y dónde está su fuerza. Solo de ese modo podrás atraparla porque sabrás cuándo está más vulnerable.
No sería fácil enfrentarlo a solas, siempre andaba con alguno de sus hermanos o de sus primos. Le preocupaba el cuchillo, el que le había fabricado Laurencio Ñeenguirú y del que rara vez se separaba; andaba ostentándolo en la faja que le ajustaba los calzones. Sin embargo, existía un momento del día en que se lo quitaba: para visitar la letrina antes de meterse en la hamaca por la noche.
Las construcciones que albergaban los baños, que contaban con una docena de letrinas separadas por tapias francesas, se ubicaban en los extremos de cada bloque de viviendas, una para los hombres y otra para las mujeres. Se erigían en una parte del terreno cuya inclinación favorecía el drenaje del agua de lluvia que, entubada, llegaba desde los techos del templo, los talleres y la casa de los padres para limpiar las instalaciones. Arrastraba las heces y la orina y, de nuevo canalizada, corría bajo tierra hasta alejarse al menos una legua del pueblo.
Aitor no se presentó a la hora de la cena, comportamiento que los Ñeenguirú tomaron con indiferencia ya que, en los últimos tiempos, desaparecía con frecuencia para perderse en la selva, aun de noche. Había ido juntando lo necesario para llevar a cabo su plan y lo había escondido en un sobrado construido en las ramas de un cedro casi ahogado por un isipoi, donde solían pasar las noches con Palmiro a la espera de que se presentasen tapires, chanchos salvajes o, con suerte, un yaguareté o un puma.
Se trepó al sobrado usando las raíces adventicias del isipoi y comenzó a prepararse con una inquietud que no identificaba con el miedo, sino con la anticipación por verle la expresión a su presa cuando lo asaltase.
Se cubrió la cara con el tizne de una vasija que su jarýi usaba al fuego —se la había pedido días atrás y la anciana se la había entregado sin hacer preguntas—, incluso los párpados superiores, el bozo y los labios, en especial el bozo y los labios. También se tiznó el cuello, y luego se dibujó rayas horizontales en la frente y en las mejillas con caolín, que, una vez seco, adquiriría una tonalidad blanca fulgurante. Se ajustó al cuello un collar de dientes de yaguareté y zarpas de oso hormiguero y descendió del árbol. Una vez abajo, se echó encima la piel de puma que le había prestado su tío Palmiro, ajustó la cabeza del animal a la de él y se la ató bajo el mentón. Pensó en correr al arroyo para echarse un vistazo y lo desestimó enseguida: estaba ansioso y quería terminar con su venganza. Tenía que llevarla a cabo ese día, cuando la luna brillaba en todo su esplendor. Al salir al camino, se detuvo para observarla. No podía olvidar la noche en que su pa’i Ursus los había invitado a conocer el telescopio. Ese instrumento mágico, que atrapaba a jasy y la colocaba tan cerca que se le veían hasta las arrugas de la superficie, lo tenía hechizado. Había intentado volver a usarlo, pero la puerta de ingreso a la torreta permanecía cerrada con llave.
Retomó la marcha hacia el pueblo, arriesgándose a transitar por los caminos principales, más iluminados que las trochas que surcaban el corazón de la selva, atento a los espías que merodeaban los lindes y alertaban de cualquier peligro. Una vez en el pueblo, se escondió cerca de los baños para hombres, en una posición que también le permitía vigilar la casa de su hermano Bartolomé. Esperó tan silencioso e inmóvil como cuando iba de caza y de eso dependía que se hiciesen con la presa. La luna llena iluminaba la plaza de armas con un matiz frío y le arrancaba destellos al gnomon y a la cruz del rollo. Si bien el pueblo aún no dormía, no había nadie en las calles, y las ventanas comenzaban a oscurecerse.
A pesar de la piel de puma que le cubría la espalda y la cabeza, y de su camisa y sus pantalones, estaba temblando. Detestaba esa falta de control sobre sus miembros. Los espasmos se detuvieron de manera súbita cuando escuchó un rechinar de goznes, y a continuación se abrió la puerta de la casa de su hermano Bartolomé. Laurencio nieto salió con un fanal. Aitor lo siguió con la mirada y, cuando juzgó propicio, comenzó a moverse hacia el ingreso de los baños apretando el cuerpo contra la pared de piedra. Antes de que su sobrino alcanzase la entrada, imitó el rugido del yaguareté, un sonido que, cada vez que lo escuchaba en la selva, le confería sensación de poder y admiración, porque la bestia capaz de hacer temblar a un adulto valiente como Palmiro Arapizandú merecía su respeto. Le habría gustado convertirse en ese animal magnífico para matar a sus enemigos.
Laurencio nieto se detuvo de golpe y levantó el fanal para iluminar el sector de donde provenía el rugido. Aitor se hundió en la oscuridad y sonrió con malicia al percatarse de que la luz oscilaba en la mano insegura de su sobrino. El niño reinició la marcha con menos decisión, echando vistazos hacia uno y otro lado. A un paso de la entrada, se detuvo de golpe ante otro de esos bramidos espeluznantes.
Aitor rugió de nuevo y saltó sobre Laurencio. El fanal rodó por el piso, y la vela se apagó. El niño cayó de espaldas con un golpe seco, que lo dejó sin aire. Levantó las cejas en una mueca de horror al descubrir la bestia que se le echaba encima. Aitor le tapó la boca y le sujetó una muñeca antes de acercarle el rostro para que su sobrino apreciase de cerca sus colmillos blancos, que refulgirían en contraste con el tizne. Laurencio comenzó a sacudirse, desesperado por quitárselo de encima, y, con la mano libre, le asestaba golpes en la espalda, aunque desde un ángulo que le impedía hacerlo con fuerza.
—Laurencio —lo llamó, y su voz, con la cual había estado practicando durante días, brotó como después de un largo sueño, rasposa, con cierto tintineo acuoso—, Laurencio nieto —dijo otra vez—, hoy es noche de luna llena y te voy a arrancar el corazón como te prometí. —Bajo la mano de Aitor, se distinguían los alaridos sofocados del niño—. Y después de arrancártelo, me lo comeré.
Se distrajo un momento al percibir un calor contra la pierna y después un líquido tibio que le escurría entre los dedos de los pies. Le llevó unos segundos comprender que su sobrino se había orinado encima. La víctima aprovechó ese instante de distracción y lo empujó con la mano libre. Aitor perdió el equilibrio y cayó hacia un costado. Laurencio caminó hacia atrás sobre sus asentaderas, saltó de pie y corrió hacia su casa profiriendo tales alaridos que despertaron a medio pueblo.
Aitor echó a correr sin mirar atrás, y no se detuvo hasta alcanzar el sobrado en el cedro. Esperó bastante hasta que el corazón cesó de tamborilearle en el pecho y en el cuello, donde el golpe era muy doloroso y lo obligó a quitarse el collar de dientes y garras y la capa de puma. Superada la excitación, se animó a descender. Quería lavarse la cara en el arroyo y quitarse la orina de ese cobarde de los pies. Su tío Palmiro lo habría disuadido. Teniendo en cuenta que a los yaguaretés les encanta el agua, darle la espalda a un posible ataque del felino era, cuanto menos, poco sensato. Pero su tío Palmiro también le había enseñado la inutilidad de cazar durante las noches de luna llena: ningún animal se habría acercado al arroyo o a los barreros o lambederos, como llamaban a los lodazales de barro salitroso, sin la protección de la oscuridad.
De regreso en el sobrado, más cómodo sin el pegote de caolín y tizne y sin el hedor de la orina, se echó encima la capa a modo de manta y se quedó dormido.
Se despertó con el ululato de una lechuza. Se estiró para recuperar la flexibilidad y se restregó los ojos. Tenía hambre. Guardó el collar en la faltriquera de sus calzones y bajó del sobrado sin acarrear nada con él. Devolvería la tinaja y la piel de puma más adelante, cuando se le presentase la ocasión. Una claridad débil comenzaba a ganarle a la noche, lo que le permitió regresar por las trochas. En el camino, arrancó unos pacurís y fue comiéndoselos, relamiendo el jugo dulce que le chorreaba entre los dedos.
Redujo el paso y aguzó los sentidos en las inmediaciones del pueblo. Se preguntó con qué se encontraría. Su sobrino había escapado gritando como un mono aullador y, de seguro, había despertado a medio mundo para contar que el luisón lo había atacado. Quizás habían formado grupos de guardia para recibirlo a golpes. Se escondió tras una maleza que se hallaba cerca de los talleres y fue aproximándose a la plaza luego de comprobar que no había nadie cerca. El pueblo aún dormía porque los gallos no habían cantado, ni las campanas sonado.
Entró en su casa con el sigilo de una serpiente y se deslizó bajo la colcha en el camastro de Emanuela, que cambió el ritmo de la respiración, se giró de costado y siguió durmiendo. Aitor le pasó un brazo por la cintura, la acercó a su cuerpo y soltó un suspiro al percibir su calidez. Hundió la cara en el cabello salvaje y abundante de la niña, que, como siempre, olía al jabón que fabricaba su madre. Volvió a quedarse dormido.