Se despertaban con el canto del gallo, y, mientras Tarcisio encendía las velas de sebo en la sala y el fogón en la cocina, los padres y el hermano Pedro se lavaban y se enfundaban en las sotanas negras. Luego visitaban al Santísimo y, de regreso, hacían los ejercicios de devoción según la regla de la Compañía. Para cuando terminaban, había empezado a clarear y debían prepararse para la misa.
Aun antes de salir de la casa para dirigirse a la sacristía, sentado en la sala, inmerso en sus meditaciones, Ursus percibía el despertar del pueblo. Se filtraban el canto del pregonero que instaba a sus hermanos a abandonar las hamacas, el sonido de las campanas invitando al rezo del ángelus y los ruidos que hacían las mujeres en las enramadas al encender el fuego familiar. Esos sonidos, a los que él convertía en imágenes si cerraba los ojos, siempre le insuflaban energía, como una bocanada de aire fresco y fragante. Allí radicaba su fuerza, la que le daban sus indios al despertar para enfrentar otra jornada.
Ese día, 12 de febrero del año de la Salvación de 1741, se sentía especialmente feliz; Emanuela cumplía cinco años. Bajó los párpados, exhaló con calma y sonrió. Después de cinco años, su niña todavía estaba con él. Había argumentado infinidad de veces para que le permitiesen tenerla en la misión en tanto encontraban a su familia. Dos años atrás, habían vivido unas semanas de tensión cuando el nuevo superior de las misiones expresó su intención de llevarla a vivir a la Candelaria. Juzgaba inapropiado y peligroso —esa palabra había empleado— que los indios de San Ignacio Miní la hubiesen erigido en una especie de deidad viviente. Al Santo Oficio lo ponía nervioso la aparición de milagreros y santones, y si bien la historia de Emanuela todavía no había llegado a oídos de los inquisidores, ¿cuánto tardaría en hacerlo? Por aisladas que estuviesen las doctrinas, la comunicación con el mundo exterior existía, y solo bastaba que una epístola cayese en las manos equivocadas para convertirse en la chispa que encendiese la hoguera.
Por fortuna, el superior se dio cuenta de que la fama de Emanuela alcanzaba aun a las doctrinas del otro lado del río Uruguay y desistió de su propósito; era en vano arrancarla de la familia de la cual se sentía parte si en la Candelaria la esperarían como a la Virgen María en un 8 de diciembre. Exigió, no obstante, que Ursus tomase el control de la situación y acabase con esa idea ridícula de la niña santa.
Ursus recordó las palabras de Aitor en aquella oportunidad.
—Si el pa’i de la Candelaria quiere llevarse a Emanuela, yo me la llevaré primero lejos de aquí, para que él no pueda quitármela.
—¿De veras? ¿Y adónde la llevarás si tan solo tienes ocho años? —se burló Ursus.
—A la selva, pa’i. Mi tío Palmiro está enseñándome a cazar. Y ya sé cómo encender el fuego. Mi abuelo Ñezú me enseñó.
—¿Y le construirás una casa? —El niño lo miró con esa expresión rabiosa que le imprimía a su rostro cuando se veía en un aprieto; detestaba no contar con una solución para todo—. ¿Sabrás construirle una casa, Aitor? Ella querrá una casa, te lo aseguro.
—Le pediré a Fernando que construya una para ella y para mí —resolvió al cabo, y hablaba de su hermano, que era maestro mayor de obra—. Él tampoco quiere que se la lleven a la Candelaria. Se lo dijo a mi sy, yo lo escuché.
Debía de angustiarlo profundamente la idea de que lo apartasen de Emanuela; solo la desesperación lo habría conducido a pedirle un favor a su hermano. Con ninguno había establecido un vínculo, ni con los más grandes —Bartolomé, Andrés, Fernando y Juan—, que ya habían abandonado la casa paterna y formado sus propias familias, ni con Marcos y Teodoro, con los que prácticamente no cruzaba palabra y, cada tanto, Ursus se enteraba de que habían zanjado sus cuestiones con una pelea a puño limpio. Al único que parecía tolerar era al pequeño Bruno, y estaba seguro de que lo hacía por el simple hecho de que Emanuela jamás se apartaba de su hermano de leche; si deseaba estar con ella, que era lo que más anhelaba en la vida, tenía que soportar al menor de los Ñeenguirú.
—¿Tú quieres que se la lleven, pa’i? —lo había interrogado con un semblante de pronto apacible, que a un descuidado habría engañado, pero no a él, que lo conocía del derecho y del revés. Casi estuvo tentado de contestarle afirmativamente para verlo enfurecer y arrojarse como un animal salvaje y arreglar por la fuerza lo que no conseguía en primera instancia con palabras —la persuasión pacífica no contaba entre sus virtudes—, porque no se arredraría a causa de la diferencia pasmosa de tamaño. Arremetería contra Ursus, un gigante de casi siete pulgadas, con manos enormes y pesadas como ladrillos, sin pensarlo dos veces, simplemente por una razón: Aitor Ñeenguirú no conocía el miedo, ni sabía de imposibles. Esa era su ley, la de tomar lo que le apeteciera con uñas y dientes, porque estaba seguro de que a él nada se le concedería sin luchar, ni nada le resultaría fácil. No podía culparlo: antagonizado desde pequeño por su propio padre y por la mayoría del pueblo, se había convertido en un niño belicoso, que creía que no existía mejor defensa que el ataque. El hombre era su enemigo natural, y no mostraba mucha confianza en el género humano. Se había convencido de que en él residía una fuerza inconmensurable, y con ella se disponía a obtener cuanto desease.
—No, hijo, no —se apiadó el jesuita—. No quiero que se la lleven. ¿Cómo crees eso? —Para aplacarlo, le acarició la coronilla, sabiendo que él era uno de los pocos, junto con su madre, su abuela y Emanuela, que podía tocarlo sin que el niño reaccionase con una agresión.
La respuesta complació a Aitor al punto de hacerlo sonreír, acción tan infrecuente en él que Ursus no acertaba a definir si le agradaba; no le iba a su cara, a su expresión eternamente endurecida, a su gesto bilioso. El niño elevó las comisuras, estiró los labios y le mostró las encías peladas, en las que apenas asomaban los dientes nuevos. Entonces, Ursus rio, porque a veces se olvidaba de cuán pequeño y vulnerable era su Aitor.
—Haré lo posible para que Manú se quede con nosotros. Nadie quiere que abandone el pueblo.
Nadie lo había querido, en especial él, que nutría un amor por Emanuela y por Aitor que se daba de bruces con lo que le habían instilado sus profesores, porque ese amor lo ataba y lo volvía dependiente. El desapego tan encomendado por San Ignacio en sus Constituciones como virtud del misionero había desaparecido de su disposición desde que había puesto los ojos en Aitor y, años más tarde, en Emanuela. Eran sus grandes amores, los hijos que su condición de sacerdote le había negado, y los amaba como a nadie. Solo pensar en no volver a verlos lo inquietaba al punto de quitarle el sueño y provocarle taquicardia.
Ese 12 de febrero, quinto año de vida de Manú —así la había bautizado su hermano Bruno cuando balbuceaba, y así la llamaban todos, excepto Aitor—, dejaría de lado sus demonios y disfrutaría de esa bendición de Dios. Los monaguillos terminaron de vestirlo y, al sonido del órgano, cruzó la sacristía y entró en el altar. Era domingo, único día en el cual los indios tenían obligación de oír misa. Las tres puertas del templo permanecían abiertas pues hasta había gente en el atrio. Las naves rebosaban. Los jarrones parecían a punto de perder el equilibrio bajo el peso de las flores —orquídeas de varias especies y colores, varas de aguapés, las blancas patas de buey, ramas con flores de lapacho negro, entre otras—. En el corredor central, colocados a intervalos de dos metros, los arcos, que se usaban en las procesiones, formaban una cúpula de vegetación fragante y exótica. Los habían adornado con las hojas y las flores de la pasionaria, a la que los indios llamaban mburukuja, y con las de la enredadera de San Juan; también les habían colgado los frutos del aguaí, cuyo perfume inundaba la iglesia, de la pitanga, que los indios conocían como ñangapiry, y mamones del monte, o yacaratia, cuya visión provocó que las tripas de Ursus aullaran, porque no desayunaban sino después de la misa.
En tanto aguardaba que el coro terminase de entonar el Kyrie eleison, paseó la mirada por su iglesia y experimentó orgullo. Daba la impresión de que esta le hubiese dado la bienvenida en su seno a la selva, que con esa fertilidad descarada y prepotente, la había colmado de colores, aromas y vida. Las mujeres habían comenzado a decorarla el día anterior y debían de haberse levantado antes del canto del gallo para terminarla. Nada de la exuberante creatividad ni del trabajo lo sorprendía pues era común en el día del natalicio de la niña santa. Por mucho que luchase contra la devoción que le profesaban, no conseguía mayores resultados. Cierto que habían dejado de inundar la enramada de los Ñeenguirú con ofertas y votivas y ya no le besaban los pies ni le tocaban el ruedo del tipoy si se la cruzaban en la plaza de armas o en la iglesia, y lo había conseguido cuando, después de explicarles qué era la Santa Inquisición y dónde terminaban aquellos que caían en sus manos, les aseguró que vendrían a buscar a Emanuela por hereje.
Detuvo la mirada en Emanuela, que se hallaba en la primera fila con su familia, incluso la rodeaban los hermanos mayores con sus esposas e hijos; no faltaba ninguno. Malbalá siempre la tenía de punta en blanco, y ese día la había embellecido especialmente con una guirnalda de flores de franchipán que le descansaba sobre la frente y le había dejado el cabello suelto. La había vestido con un tipoy que ella misma le había confeccionado y teñido en una tonalidad azul pavo real que realzaba el color cobalto de los ojos de la niña. Ursus le miró los pies, y apretó los labios para no sonreír: estaba descalza. No importaba cuánto la reprendiesen Malbalá o él, siempre iba descalza. La niña siguió la línea visual del sacerdote y dio con sus pies desnudos. Levantó la vista y le mostró todos los dientes en una sonrisa, porque así como era infrecuente en Aitor, parecía el gesto natural de la niña. Siempre sonreía, siempre reía, siempre saltaba y cantaba.
Casi sucumbió a la risotada cuando descubrió a Timbé, la chanchita nacida meses atrás en la porqueriza de la comunidad sin una pata trasera. Débil y entorpecida, no lograba amamantarse, por lo que el encargado había decidido sacrificarla. Antes, sin embargo, le pidió a la niña santa que fuese a ver al desdichado animal; era vox populi la relación sobrenatural que la unía a las bestias. Emanuela entró en el chiquero —si Ursus hubiese estado al tanto de esa imprudencia lo habría prohibido, amén de reprender con dureza a Ignacio, el encargado de la piara tupâ mba’e, porque la chancha se mostraba muy agresiva y celosa de sus crías—, se acuclilló junto a la cabeza de la madre, recostada en el barro mientras alimentaba a la camada, y le habló con voz mansa, casi inaudible. Ignacio y Bruno la observaban del otro lado de la empalizada; Aitor, en cambio, había entrado con ella y se mantenía a unos palmos, con una tacuara en alto, listo para asestarla en el lomo de la cerda en caso de que atacase a la niña.
Sin cambiar la posición, la chancha resopló, y Emanuela sonrió. Se puso de pie, se hizo de la chanchita renga, alejada de las tetillas de la madre, y abandonó la porqueriza. La llevó en brazos hasta su casa. Malbalá, que le cebaba mates a Vaimaca en la enramada, los vio acercase y se puso de pie al descubrir lo que la niña cargaba contra su seno.
—¿Qué eso, Manú?
—Es Timbé, sy. Mira qué ñatita tiene la nariz.
—Le falta una pata —apuntó Bruno, sin atreverse a mirar a su madre.
—¿Quién te la dio?
—Se la pedí a su mamá y me dijo que la cuidara. Ella no puede.
—¿Qué quiere decir esto, Manú? ¿Que te harás cargo de la chanchita renga? —La niña asintió con una sonrisa—. No, Manú. No permitiré que metas un chancho en mi casa.
—Pero sy…
—Nada de peros, Manú. ¿Dónde piensas poner a la chanchita?
—Timbé me necesita, sy.
—Lo mismo me dijiste del kinkajú y después de la caburé. ¿No te bastan esos dos? —Los animales, un mamífero trepador, mezcla de mono y de hurón, y una pequeña lechuza estaban montados, el primero, en el hombro de Bruno, la segunda en el de Emanuela.
—Timbé la necesita, sy —intervino Aitor, a quien la chanchita le importaba muy poco, pero no toleraba que los ojos azules de Emanuela comenzasen a brillar.
Laurencio, que volvía de la herrería, se detuvo al encontrarse con la pequeña reunión familiar.
—¿Qué sucede aquí?
—Manú quiere ocuparse de esa chanchita —expuso Malbalá, con voz seria y dura.
—Mírala, ru —dijo la niña—, qué bonita es. Toda rosita.
—Le falta una pata —insistió Bruno.
—Ya veo —musitó Laurencio—. ¿Quieres quedártela, Manú?
—¡Sí, ru! Me necesita.
—Está bien. Puedes quedártela.
Malbalá soltó un resoplido y volvió a la enramada, donde se sentó de mal genio. Vaimaca sonreía, mientras se ocupaba de cebarle un mate a su yerno, a quien Malbalá lanzó un vistazo poco amigable; no lograba determinar si su esposo le daba el gusto a la niña porque era sabido que no podía negarle nada o para vengarse de ella, porque ya no le concedía sus favores.
—¡Emanuela! —se descargó—. ¡Mírate los pies! ¡Un chiquero entre los dedos, eso es lo que tienes! ¡Ve a lavártelos al arroyo!
—Ahora mismo, sy.
—¡Y tú también, Aitor!
Intentaron alimentar a Timbé con leche de vaca, de cabra y, a sugerencia de Vaimaca, de burra; no toleró ninguna, y, a ojos vistas, se apagaba. A una orden de Emanuela, regresaron a la porqueriza. De nuevo entró escoltada por Aitor, que blandía una tacuara, y de nuevo se acuclilló junto a la chancha madre, que dejó de ronzar en el barro cuando Emanuela le levantó la oreja para hablarle. Al cabo, mientras acariciaba la cerviz del animal, la niña dijo:
—Aitor, ordeña a la chancha, por favor.
—¿Qué? No, Jasy —se negó en un susurro—. Ni lo sueñes. —Agitó la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Sí, Aitor. Ordéñala, como cuando ordeñas las cabras de jarýi Vaimaca para tomar su leche. Timbé la necesita, Aitor.
Golpeó el suelo lodoso con la tacuara y espantó a unos chanchos. Recibió de mal modo la vasija de barro que le alcanzó Ignacio y, en cuclillas, ordeñó la chancha. Sus manos se movían con el vigor de su enojo y de su humillación, aunque con destreza, y la leche producía un sonido cantarín al golpear el recipiente. Emanuela lo observaba con una sonrisa, mientras tranquilizaba a la chancha con caricias y susurros que nadie alcanzaba a escuchar.
—¡Ordeñar una chancha! —exclamó Ignacio cuando terminaron, y se echó a reír, ansioso por contárselo a todo el mundo.
—Volveremos mañana —anunció la niña a la chancha, y así lo hicieron durante semanas, hasta que Timbé aceptó comer pan de maíz remojado en leche de cabra y ya no precisaron de su madre.
Palmiro Arapizandú, hábil ebanista, talló una patita de cedro para Timbé, en tanto Patricio, el talabartero, le confeccionó un arnés para ajustársela. La tarde en que Emanuela, con su nueva mascota a la zaga, cruzó la plaza de armas, aun el padre Santiago de Hinojosa, siempre absorto en sus libros y escritos, salió para ver el espectáculo de la chanchita con la pata de palo.
Ursus rememoró la historia sin apartar los ojos de la pequeña y poco desarrollada Timbé, quieta y obediente a los pies de su ama. Se preguntó dónde estarían Libertad, la lechuza caburé, y Kuarahy, el kinkajú, a quien Emanuela había llamado «sol» por la tonalidad dorada de sus ojos; no muy lejos, de seguro, ya que rara vez se apartaban de ella. Incluso debía soportarlos en el salón de clases. Pero, al igual que a Laurencio, a Ursus le costaba decirle que no, actitud que el padre Johann y el hermano Pedro le reprochaban. Santiago de Hinojosa se limitaba a reír y a sacudir la cabeza; a pesar de que habían pasado varios años, el exiliado seguía entre ellos, y después de redactar el opúsculo con el cual había dado por tierra con las acusaciones esgrimidas en contra de la Compañía de Jesús, se embarcó en un proyecto ambicioso: Historia de la Provincia Jesuítica del Paraguay. Viajaba a menudo a las otras doctrinas, más allá de que, para él, San Ignacio Miní era su hogar.
Ursus buscó a Aitor entre los Ñeenguirú, y lo divisó alejado, apoyado sobre el costado derecho contra una columna, una rodilla flexionada, los brazos cruzados sobre el pecho, lo mismo que el arco que él mismo había construido bajo la guía de Ñezú con madera de palmera mbocaya y tripa de zorro; una honda le colgaba al cuello. La juzgó una actitud demasiado desvergonzada e insolente para un niño que aún no contaba con diez años. Estaba más serio que de costumbre, el entrecejo muy apretado, la cicatriz en la ceja, bien marcada. En realidad, lucía malhumorado, y Ursus no dudó de que lo enfurecía que Laurencio hubiese acaparado a Emanuela y la mantuviese junto a él, sus manos en los hombros de la niña. Tal vez lo único que compartían Laurencio Ñeenguirú y Aitor era su amor por Emanuela, aunque ese sentimiento, más que acercarlos, ampliaba el abismo entre ellos. Nunca había existido una posibilidad de que esos dos hicieran las paces; Laurencio no le perdonaba su existencia, y Aitor no le perdonaba su desamor. En los últimos tiempos, en los que Aitor había adquirido más fortaleza física y seguridad, enfrentaba a su padre y le faltaba el respeto. Había tenido lugar una escena muy desagradable durante los festejos navideños cuando Laurencio, con algunos tragos encima, golpeó a Aitor. Este usó su cuerpo a modo de ariete para derribarlo y, cuando su padre cayó de espaldas al suelo, lo amenazó apuntándolo con la flecha a unas pulgadas del corazón, la cuerda del arco tensa, a punto de saltar. Aitor respiraba con dificultad por la boca, mientras le caían gotas de sangre por la nariz; sus brazos temblaban de ira.
Ursus, advertido por el hermano Pedro con un codazo en las costillas, vio caer por tierra a Laurencio y a Aitor sacar una flecha del carcaj a su espalda, calzarla en la cuerda con una rapidez y precisión inauditas para alguien de nueve años, y apuntarla hacia su padre. Levantó el ruedo de la sotana y corrió sorteando gente, que festejaba en la plaza de armas.
—Hijo —le habló Ursus con acento tranquilo, para no espantarlo—, Aitor, hijo —volvió a llamarlo—. Aleja la flecha de tu padre, por favor.
—Él no es mi padre. ¡Él no es mi padre!
—Aleja la flecha, hijo. No querrás cometer un pecado mortal tan grande. Por favor. Quitar la vida a alguien… Pues eso no se olvida jamás, Aitor. Lo llevarás en tu corazón como un gran peso toda tu vida. Hazme caso, hijo. Aleja la flecha. Es tu pa’i quien te lo pide.
—Me golpeó.
—Lo sé.
—Lo odio —aseguró, y, con un movimiento veloz, ante el cual Ursus no atinó a reaccionar, quitó la flecha de la cuerda y se alejó corriendo por la avenida principal hacia la entrada del pueblo. Segundos después, había desaparecido en la selva.
Del grupo de curiosos, dieron un paso adelante el alguacil mayor y el alcalde de barrio, que ayudaron a Laurencio a ponerse de pie y, a un gesto de cabeza del superior, lo condujeron a la prisión. Ursus levantó las manos y gesticuló para que los demás volviesen a la plaza de armas, donde la orquesta se aprestaba para tocar una misa en fa mayor del padre Doménico Zipoli, cuyas partituras le habían enviado de regalo desde Córdoba al padre Santiago. A él, por su parte, se le habían esfumado las ganas de dirigir la orquesta; tampoco deseaba participar de los festejos; tenía el alma por el piso. No obstante, seguiría adelante pues los indios habían esperado ese día con gran entusiasmo y trabajado con denuedo en los preparativos.
En tanto la orquesta templaba los instrumentos, Ursus acomodaba las partituras en el atril y pensaba de qué modo apretar las empulgueras para que Laurencio abandonase el vicio de la bebida. No sabía dónde la escondía, ni cuándo la preparaba. Estaba cansado de hacerlo azotar y mandarlo a prisión. A veces lo encerraba para mantenerlo sobrio, y ya no le importaban la herrería, ni los trabajos pendientes. Por fortuna, sus hijos Bartolomé y Andrés habían adquirido maestría en el oficio y cumplían con los pedidos en fecha, pese a que la carga de trabajo se duplicaba sin la habilidad de Laurencio. A veces, Ursus visitaba a un enfermo en el hospital muy entrada la noche, y, de camino, distinguía la luz rojiza que emergía del taller, donde Bartolomé, Andrés y los aprendices aún trabajaban al calor de la fragua.
No supieron de Aitor durante dos días, y Ursus creyó que perdería la cordura, lo mismo Malbalá. A la mañana siguiente de la pelea, después de enterarse de que el niño no había pasado la noche en su hamaca, envió a Damián, el tapererepura, a buscarlo, y también a Palmiro Arapizandú, que siempre lo llevaba a cazar. Volvieron con las manos vacías.
—¿Cómo es posible que no lo hayan encontrado? Ustedes son grandes baquianos, conocedores de la selva, ¿y no han hallado a un niño de nueve años?
—Yo le enseñé a Aitor todo lo que sé acerca de la selva, pa’i, y él aprendió muy bien. Sabe cómo esconderse para que nadie lo encuentre. Se funde con la selva mejor que yo. Yo lo llamo urutaú.
—¿Urutaú? —preguntó Santiago de Hinojosa.
—Es un ave, pa’i. No podrías descubrirla cuando se posa en una rama porque ella misma se convierte en una. Su plumaje se confunde con el árbol y forman una misma cosa.
—Tal vez esté dentro de la raíz de un isipoi —sugirió Damián, y Ursus no tuvo necesidad de preguntar de qué se trataba; conocía los llamados «agarrapalos» o higuerones, unas enredaderas epifitas cuyas gigantescas raíces adventicias moldeaban formas exóticas en torno al árbol sobre el cual se desarrollaban y que, con el tiempo, ahogaban.
—¿Y si está herido? —se atormentó—. ¿Qué tal si un yaguareté lo atacó?
—¡Oh! —Malbalá ahogó un sollozo.
—Volverá, pa’i —aseguró Vaimaca—. No puede estar lejos de Manú por mucho tiempo.
—¿Y si desea volver, pero algo se lo impide? Es un niño de nueve años, Vaimaca. ¡Solo nueve años!
—Vamos a rezarle a Tupá para que lo devuelva pronto —sugirió la anciana.
Aitor regresó al pueblo durante la noche del día siguiente. Arrojó en la enramada las presas que había cazado —dos loros, una suruma y un tucán, de los cuales su madre no solo aprovecharía la carne, sino las plumas para confeccionar vestidos y capas— y se deslizó dentro de la casa sin producir un sonido. Caminó, ebrio de cansancio, hacia la cuja de Emanuela —ella dormía en una cama, como las que usaban los padres, por orden de pa’i Ursus que, por alguna razón, prohibió que lo hiciese en una hamaca—, se quitó el arco que le cruzaba el pecho, el carcaj también, los depositó en el piso de tierra apisonada y se recostó junto a ella. La abrazó, y la niña parpadeó varias veces antes de despertarse por completo.
—Jasy —susurró él, y Emanuela sonrió antes de volver a dormirse.
* * *
En tanto el coro, conducido por la batuta de Juan Ñeenguirú, cantaba un salmo compuesto por el padre Zipoli, Ursus contempló con insistencia a Aitor, mientras rememoraba la mañana en que se había enterado de que el niño había regresado al pueblo. Tentado de zurrarlo, se dijo que el desdichado había recibido suficientes palizas para esa vida y la eternidad, por lo que se conminó a guardar la calma. Cuando lo vio aparecer en el salón de clase, con el aire de uno que no da explicaciones y con el arco cruzado sobre la camisa y la honda al cuello, sintió una alegría inefable, y su enojo se desvaneció. Se miraron a través del espacio de la sala, y mientras una sonrisa pícara hacía temblar las comisuras de Aitor, Ursus lo contemplaba con ojos blandos.
Debía admitir que la escena desagradable del día de Navidad había servido para poner las cosas en claro: Laurencio no atormentaría a Aitor sin esperar una reacción violenta, y esta revelación puso paños fríos en la relación. Lo entristecía pensar que, con determinadas personas, funcionaba mejor el mal trato que el bueno.
Por fin, Aitor apartó sus ojos del perfil de Emanuela y los volvió hacia el altar. Tentado de indicarle con un ademán que se pusiera derecho, Ursus se limitó a observarlo para no convertirlo en el centro de atención y avergonzarlo. Mostraba un lado especialmente agresivo si se creía objeto de burlas, pues su orgullo no conocía límites. La semana anterior, un compañero del catecismo lo había llamado jagua ne, perro hediondo, en referencia a su condición de lobisón, y Aitor saltó encima del pupitre desde donde se lanzó, con la flexibilidad de un gato, sobre el niño, que recibió varios puñetazos en el rostro antes de que el hermano Pedro de Cormaner interviniese. Ambos habían sido castigados con la férula y obligados a darse la mano en señal de reconciliación, intento que quedó en la nada cuando Aitor, fijando sus ojos amarillos en los del niño, le mostró los dientes y le gruñó. El otro pegó un grito e intentó arrancar la mano de la sujeción de Aitor, pero este, que era mucho más fuerte, lo atrajo de un jalón para mostrarle más de cerca los dientes y gruñirle en la cara.
—¡Aitor! —se enfureció Cormaner—. ¡Fuera del salón! Y te quedas de pie junto a la puerta. Ajustaré cuentas contigo más tarde.
Ursus había soltado una carcajada durante el almuerzo cuando el hermano Pedro le refirió los hechos e imitó a los niños, uno, al borde del soponcio; el otro, haciéndoselas de perro cimarrón.
—¡No deberíais tomarlo a broma, padre Ursus! ¡Aun a mí, mayorcito como estoy, me dio miedo verlo mostrar los incisivos y gruñir! ¡Y con esos ojos ardientes! Su gruñido no parecía humano.
—Es un gran imitador de los sonidos de la selva —explicó Ursus, entre los últimos espasmos de risa—. Su tío Palmiro le enseña a imitar a los animales para atraerlos y cazarlos. Sabe gruñir igual que un yaguareté.
—¡Dios nos proteja! —masculló el hermano Cormaner.
—Después de tantos años de tolerar que lo llamen luisón y lobisón, y toda esa sarta de sandeces —intervino el padre Johann van Suerk—, creo que Aitor ha resuelto la situación de la manera más inteligente. Tal vez se lo piensen dos veces antes de volver a molestarlo con esa ridícula idea.
Aun en un momento solemne como la misa, recordar la imitación del hermano Pedro le provocó ganas de carcajear. Acordaba con la opinión del práctico van Suerk, y, en vez del castigo que finalmente se vio obligado a impartirle —varios azotes en el trasero—, estuvo a punto de apretarle la mano y decirle: «Bien hecho, hijo mío. Así se hace», porque de una manera magistral había vuelto las tornas convirtiendo un escarnio que siempre lo había atormentado en un arma que lo protegería de sus agresores. En lugar de despreciarlo, ahora le temerían.
En menos de dos meses, Aitor cumpliría diez años, aunque parecía mayor, tal vez porque era alto para su edad, o quizá por la severidad de su expresión, o la desconfianza que reflejaban sus ojos, que parecían haber visto demasiado; en él no se advertía nada de la inocencia de un niño. Ni siquiera llevar el pelo al ras le quitaba la traza de montaraz. No había resultado fácil cortárselo el día en que su madre le descubrió piojos. Malbalá pidió ayuda en la casa de los padres, quienes se presentaron en lo de Ñeenguirú y sujetaron al niño en una silla para que Tarcisio, que hacía de barbero de los sacerdotes, lo dejase casi pelado. El niño resoplaba como un toro en la lidia, y, si bien había cesado de luchar, se mantenía tenso como la cuerda de un arco. Laurencio no ayudaba riéndose a carcajadas. Al final, se relajó cuando Emanuela se sentó a sus pies y apoyó la cabeza sobre sus piernas. Se quedó mirándola fijamente, no parpadeó una vez; parecía haberse olvidado de que estaban quitándole una pertenencia que él valoraba como símbolo de hombría y fortaleza. Tampoco se movió mientras su madre le untó el cráneo con un cocimiento asativo de hojas de tabaco para matar los piojos y las liendres.
A Ursus le partía el alma verlo quebrado y sometido, pero no podía permitir que los piojos anidasen en las cabezas de los cientos de niños que habitaban la misión y se convirtieran en una epidemia.
Malbalá acabó de colocarle la decocción y se retiró en silencio hacia la enramada, seguida de su esposo, que ya no reía. El hermano Pedro y Ursus soltaron al niño, que se inclinó para hablarle a Emanuela, aún sobre sus rodillas; nadie escuchó lo que le susurró. La niña se incorporó y se detuvo frente a él para estudiarlo. Le sonrió, y una mueca tensa, que intentaba ser una sonrisa, despuntó en las comisuras de Aitor. Se cruzó el arco sobre el pecho, se colgó la honda al cuello y salió a la enramada. Lanzó un vistazo furioso a Laurencio antes de dirigirse a su madre.
—Nunca vuelvas a hacer eso —dijo, y echó a correr en dirección a la selva.
Ursus suspiró en tanto se dirigía al púlpito, agobiado por el recuerdo: nada resultaba fácil con Aitor. En aquella oportunidad, temió que el niño se resintiera con él para siempre por haber sido cómplice de la vejación, y solo después de haberle explicado que los piojos saltaban de cabeza en cabeza y que, con seguridad, aterrizarían en la de Emanuela, su gesto de ira se ablandó.
—¿Habría que pelarla a ella también, pa’i?
—Pues claro, hijo. Imagínate si los piojos se apoderasen de la cabellera de tu hermana, que es tan espesa y rizada. Tendríamos que cortársela al ras. Aitor, hijo, no pienses que las decisiones que tomamos y que a ti no te agradan son para perjudicarte o fastidiarte. Son siempre por tu bien. Pero a veces eres tan testarudo…
—Pa’i —lo interrumpió—, Emanuela no es mi hermana.
—No, claro que no —balbuceó el jesuita, tomado por sorpresa, y se quedó observándolo mientras el niño se alejaba a la carrera. Lo vio frenar de golpe frente al reloj de sol, ubicado en una de las esquinas de la plaza de armas, y fijar la vista en el gnomon. Hacía poco él mismo le había enseñado cómo funcionaba, y el niño no perdía oportunidad para aplicar su nuevo conocimiento.
Desde esa posición elevada, mientras comentaba el evangelio a los indios, los ojos del jesuita iban y venían, y cada tanto se detenían en Aitor, de nuevo completamente absorto en el perfil de Emanuela y para nada interesado en la homilía. Laurencio le habló al oído a la niña y la besó en la sien, y el semblante del niño se oscureció con el mismo efecto drástico de una nube oscura posada sobre una montaña. Además de la tonalidad de sus ojos, a Ursus siempre le había llamado la atención el diseño de las cejas de Aitor, pues a mitad camino se elevaban sobre la frente para formar un triángulo. Debía admitir que lo dotaban de un aspecto inquietante, por no decir, satánico. La cicatriz que le partía la ceja izquierda le acentuaba la catadura de perdonavidas.
Ursus finalizó el sermón y abandonó el púlpito para regresar al altar. A propósito había evitado mencionar el natalicio de Emanuela o el aniversario de la muerte de su madre para desalentar la devoción que el pueblo profesaba por las dos. Sin embargo, después de la misa, una vez que volvió a vestir con la sotana, se acercó al cementerio, donde la multitud que había oído la misa cantaba en torno a la placa de Emanuela madre, como la llamaban, y depositaban ramos y guirnaldas de flores.
Emanuela le sonrió al verlo y lo aferró de la mano. Era muy dulce y cariñosa, y el jesuita experimentó un gran amor hacia ella. No sabía si la niña, en sus cinco años recién cumplidos, entendía qué estaban haciendo, o si se daba cuenta de quién yacía bajo esa placa de piedra, que solo rezaba: Emanuela (m. 12 de febrero 1736). Él le había contado la historia de la joven hallada a orillas del Paraná, suavizando los aspectos macabros e idealizando otros, y Vaimaca le había dicho que su madre se había convertido en una flor de aguapé y que flotaba en las orillas de los ríos y de los arroyos de la región. Cada tanto, la niña le pedía que le repitiese la historia de su sy Emanuela y que le mostrase de nuevo el vestido y los botines que él conservaba en la caja con canela y clavos de olor; con los años, había agregado una bolsita de espliego que su hermana Ederra le había enviado de regalo.
—Algún día, cuando tu familia venga a buscarte, te pondrás su vestido y sus zapatos —le aseguraba el sacerdote, y era de las pocas ocasiones en las que los ojos de Emanuela, azules como la genciana, se apagaban.
Los cantos acabaron, y, mientras Ursus pronunciaba una oración en guaraní por el eterno descanso de Emanuela, los indios dejaron de depositar ofrendas y rozar la lápida. Un silencio apenas quebrado por el gorjeo de las aves se apoderó de la pequeña multitud. Ursus miró de reojo a la niña y la descubrió con la vista fija en la lápida. Lucía adorable con la guirnalda de flores de franchipán y el cabello suelto, algo inusual, pues Malbalá invariablemente se lo recogía en dos trenzas.
—Pa’i —dijo la niña—, ¿qué significa Emanuela?
En una cultura como la guaraní, en la cual la palabra se considera un don divino y los nombres adquieren una importancia clave en la vida de la persona, la pregunta no lo sorprendió. No obstante, el jesuita se puso nervioso; la respuesta solo serviría para avivar las mentes sensibles de esas gentes.
—Emanuela significa…
—¿Qué, pa’i?
—Dios con nosotros.
—¿Dios con nosotros? —repitió la pequeña—. Qué extraño —murmuró.
A los demás no les resultó extraño, más bien les confirmó lo que tanto habían sospechado: madre e hija eran criaturas especiales, enviadas por Tupá para protegerlos. De hecho, con la llegada de Emanuela a la doctrina, no habían vuelto a sufrir epidemias de viruela, ni de sarampión, ninguna cosecha se había perdido y las intenciones del vecino Aña memby, hijo del diablo, de hacerse con una parte del territorio de la misión habían quedado en la nada; el gobernador de Buenos Aires, Miguel de Salcedo, y la Audiencia de Charcas desestimaron su demanda.
—¡Y ahora vayan a festejar el día del Señor! —vociferó Ursus, y batió las palmas, y el gentío se dispersó envuelto en un murmullo.
* * *
Vespaciano de Amaral y Medeiros aumentó el ritmo de las embestidas cuando presintió que estaba a punto de alcanzar el clímax entre las piernas de Nicolasa. A pesar de sus aires de santulona y de su rosario con cuentas del perdón que llevaba a todas partes, no había resultado difícil seducir a la esposa de su amigo, el coronel de Calatrava. Al principio y para evitarse problemas, se había contentado con Florbela, hasta que la melancolía se hizo presa del carácter de su esposa y terminó por cansarlo; entonces, empezó a buscar nuevos horizontes. No la culpaba, bien sabía él que la pobre tenía el corazón destrozado. Después de Lope, había vuelto a quedar embarazada en cinco oportunidades, todas fallidas: tres abortos y dos niños nacidos sin vida. Como su hermano Edilson insistió en que consultasen con un médico de la ciudad, Amaral y Medeiros la llevó a Buenos Aires en su barco. El viaje por el Paraná devolvió el color a las mejillas cenicientas de Florbela y puso brillo en su mirada apagada. No obstante, después de revisarla, el médico declaró que un nuevo aborto sería fatal; las profusas pérdidas de sangre habían debilitado su cuerpo irremediablemente.
Se trató de un golpe duro para él porque ansiaba como pocas cosas otro hijo varón. Lope, que ya contaba casi diez años, era una criatura canija y miedosa. Además, se orinaba de noche. Había intentado varios escarmientos para quitarle el vicio, desde golpearlo hasta humillarlo mencionando su problema frente a la tímida Ginebra. Nada había conseguido; incluso en una oportunidad en que lo sermoneaba duramente, Lope se había hecho encima en su despacho.
A veces recordaba al niño de ojos amarillos que había visto con la india, su india, como la llamaba, todo seguridad y coraje, y envidiaba al padre, aunque fuese un indio de la misión, sin cultura, sin dinero y sin conexiones. Le envidiaba ese vástago, que, con tan solo cuatro o cinco años, había nadado con la destreza de un adulto y corrido tras el mono caí, y que se había enfrentado a él con la calma de alguien que está convencido de su poder. No sabía por qué, pero lo que más le había gustado del pequeño guaraní era que no lo hubiese delatado con la india, su madre probablemente. «Y sí», caviló, «de una potranca como esa india tenía que nacer un potrillo como ese».
En parte porque hacer el amor con una mujer que lloraba en lugar de gozar le hacía perder las ganas y también porque temía dejarla encinta de nuevo —Edilson le cortaría las pelotas si Florbela moría por su culpa—, Vespaciano dejó de visitarla por las noches. Su primer instinto fue volver al recodo del Yabebirí donde había conocido a su india. Se arrepentía de no haberle hablado en aquella oportunidad, pero la presencia del niño lo había retraído. Después de pasarse varias tardes sentado en la roca a orillas del arroyo, decidió abandonar la espera inútil y pasar a la acción; sentía una calentura entre las piernas que le agriaba aún más el humor y no le permitía pensar con claridad. Se sirvió primero de unas indias encomendadas que su capataz, Domingo Oliveira, le llevó a su recámara. Pero enseguida lo cansó que se comportasen como conejitos asustados. Necesitaba un desafío. Por eso, desvió la mirada hacia doña Nicolasa de Calatrava, que, para esa época, había cimentado una amistad con Florbela y parecía muy a gusto en Orembae. Incluso, las dos hacían planes para cuando Lope y Ginebra contrajesen matrimonio.
Al principio, Amaral y Medeiros rozaba con fingida inocencia a su huésped, la contemplaba con insistencia durante las comidas y le sonreía cuando sus ojos se encontraban. Una tarde particularmente bochornosa, a la hora de la siesta, mientras los niños y Florbela descansaban, Amaral y Medeiros arrinconó a Nicolasa contra la pared y la besó. La mujer luchó hasta perder bríos y separar los labios para darle la bienvenida a la lengua de su protector.
—No —se quejó un instante después—. No puedo hacerle esto a Florbela.
—Florbela no tiene por qué enterarse. Seremos discretos. Y veo que tú lo necesitas tanto como yo.
Después de diez años de una castidad impuesta por el presidio de su esposo, Nicolasa se daba cuenta de que satisfacerse solo con las manos no bastaba para acallar el deseo febril con el que, cada vez más seguido, se despertaba por las noches. Cometía un pecado mortal, lo sabía, pero le resultaba imposible abstenerse. En un principio, había pensado en su esposo, Hernando, mientras se acariciaba; con el tiempo, el rostro del gallardo militar se había desdibujado, y el de don Vespaciano había tomado su lugar. Por eso, la tarde en que el hacendado la arrinconó contra la pared, no encontró la voluntad para negarse y se concedió a él. Después, la asaltó una necesidad imperiosa de confesarse, pero, si bien vivían rodeados de misiones en manos de curas jesuitas, estos tenían prohibida la entrada en Orembae, sobre todo un tal padre Ursus, de San Ignacio Miní, que tiempo atrás había sido confesor de Florbela. Las ganas de pedir la absolución por su pecado fue diluyéndose en tanto volvía a caer en él una y otra vez, y la intensidad de su arrepentimiento menguaba sin que ella nada pudiese hacer. Después de todo, era una mujer práctica, y para nada hipócrita. Por otra parte, se justificaba, si se negaba, Amaral y Medeiros, para vengarse —después de tantos años en el mismo techo ya estaba familiarizada con su índole egoísta y perversa—, no dudaría en expulsarlas y dejarlas a la buena de Dios. Los planes de matrimonio para Ginebra se esfumarían, y deberían volver a mendigar como en el pasado en Villa Rica.
Desde que se había convertido en la amante del patrón de la hacienda más grande de la región, Nicolasa soñaba despierta. Se imaginaba ama y señora de esa rica extensión de tierra, con cultivos de tabaco, caña de azúcar, algodón y yerba, además de rodeo de vacunos y de mulas, muy cotizadas en las minas del Potosí. Había cesado de escribir misivas a diestro y siniestro clamando piedad por su esposo. A veces, deseaba que llegase una carta desde Lima en la que le comunicasen que el coronel Hernando de Calatrava había muerto en prisión. A veces, deseaba que Florbela sucumbiera a su tristeza y una mañana ya no despertara. ¡Qué pronto se convertiría en la reina de ese lugar! La posibilidad de que algún día los que la habían humillado en Villa Rica tuviesen que llamarla marquesa o «excelentísima señora» la ayudaba a alcanzar el placer.
Amaral y Medeiros aceleró la respiración junto con los últimos embistes y, después de un instante de parálisis, gruñó de gusto al sentir el placer que le nacía entre las piernas. Cayó sobre el cuerpo a medio vestir de Nicolasa y luego se retiró hacia un costado. Se cubrió la cara con el antebrazo, mientras intentaba regularizar las inspiraciones. Nicolasa, que siempre se llenaba de energía después del coito, le acarició el tupido bello rojizo del pecho y le preguntó:
—Querido, si por fin te concediesen el título de marqués, tendrían que dirigirse a ti llamándote «excelentísimo», ¿verdad? —Eso aseguraba Florbela y ella quería confirmarlo.
—No. Me llamarían «excelentísimo don Vespaciano» si me lo concediesen con Grandeza de España. Pero eso no ocurrirá. La Grandeza se concede en contados casos. A mí podrán llamarme «ilustrísimo don Vespaciano».
—Yo te llamaré «excelentísimo», si me lo permites.
Amaral y Medeiros movió la cabeza para asentir sin quitarse el brazo de la cara. Tenía ganas de dormir.
—¿Y has tenido alguna noticia sobre la concesión del título? ¿No se han demorado demasiados años ya?
—Esas cosas tardan —adujo—. Mientras no me entere de que el virrey eligió a otro para apuntarlo como el destinatario, no pierdo las esperanzas. La Corona de España está muy necesitada de dinero, y veinte mil pesos no son poca cosa.
—¡Poca cosa! Qué eufemismo, querido. —Nicolasa calló porque, desde hacía semanas, notaba que su amante no estaba para bromas—. ¿Qué te sucede, Vespaciano? He advertido que tu disposición ha cambiado. ¿Acaso ya no me deseas?
—No es eso, mujer. Tengo muchos problemas. No te conviertas tú en uno de ellos haciéndome una escena.
—No, no, claro que no. Es que me preocupo por ti.
Él también se preocupaba porque, sin duda, lo del título nobiliario iba para los diez años y las esperanzas de conseguirlo se esfumaban. Junto con la dignidad de marqués, el rey le había concedido al virrey del Perú la posibilidad de señalar a cuatro notables de las Indias Occidentales para recibir un condado, un vizcondado y dos baronías. Sabía que los cuatro elegidos habían recibido sus títulos. Él seguía esperando. En respuesta a una carta enviada al virrey, este le había asegurado que la Corona de España tomaba grandes recaudos a la hora de otorgar un privilegio de la talla de un marquesado, por lo que las investigaciones, pedido de recomendaciones, tramitación de certificados de pureza de sangre y demás llevaban mucho tiempo. Vespaciano comenzaba a sospechar que los jesuitas estaban detrás de la demora. Ya había sufrido un duro revés cuando el gobernador de Buenos Aires y la Audiencia de Charcas le habían negado la procedencia de su reclamo de tierras, que la Compañía de Jesús consideraba parte de la estancia de San Ignacio Miní. Si bien era cierto que su apellido olía a portugués y que, por tanto, estaba sospechado de judaizante, circunstancia que entorpecía la obtención del certificado que exigían los estatutos de pureza de sangre, a él nadie la quitaba de la cabeza que su problema más grande lo constituía su enemistad con la poderosa orden.
—¡Maldita sea! —había exclamado a media lectura del memorial emitido por la Real Audiencia de Charcas.
—¿Malas noticias, don Vespaciano? —se había interesado Domingo Oliveira.
—Esos infelices de Charcas dieron lugar al reclamo presentado por la Compañía de Jesús en contra de mi demanda y dictaminaron que esas tierras, ¡que son mías!, pertenecen a la estancia de San Ignacio Miní. ¡Ojalá que caguen fuego! Lo mismo ese marica de Salcedo —se refería al gobernador de Buenos Aires—. Él se puso del lado de los jesuitas y por eso Charcas me pateó en contra.
—¿Por qué es el gobernador de Buenos Aires el que se ocupa de este asunto y no el del Paraguay? Después de todo —razonó el capataz—, tanto San Ignacio como Orembae se encuentran en la provincia del Paraguay.
—Ojalá fuese así, Oliveira. Tengo más conocidos de peso y amigos en Asunción, que en Buenos Aires. Pero desde el lío con los comuneros, por una Real Cédula del año 26, las doctrinas jesuíticas pasaron a depender, en lo que a cuestiones temporales compete, a la gobernación de Buenos Aires. Qué suerte tan putañera la mía —se lamentó.
* * *
Desde que Emanuela había cumplido tres años, todos los días, excepto los domingos, después del almuerzo, mientras los padres y el hermano Pedro descansaban, Ursus pasaba unas horas con ella. Era una condición impuesta en la que se mostraba inflexible, y a la que Malbalá jamás faltaba; incluso la aseaba y perfumaba con un ungüento que fabricaba con almizcle de yacaré y esencia de las flores del franchipán, y le rehacía las trenzas, que a esa altura de la jornada habían perdido todo viso de pulcritud. Conducía a Emanuela de la mano para evitar que corretease y volviese a despeinarse, y llamaba a la puerta con actitud comedida.
—Aquí te la traigo, pa’i —decía con aire sumiso, pero Ursus percibía cuánto le costaba dejarla, no porque temiese que algún daño cayese sobre la pequeña, sino porque esas horas con el jesuita formaban parte de la educación especial que Emanuela recibía por orden del provincial y que la distinguía de los niños de la doctrina; eran el recordatorio diario de que, algún día, su adorada Manú, su hija del corazón, partiría para reunirse con su familia de sangre.
Esa tarde, a pesar de que era el natalicio de la niña y domingo, Ursus le impartiría su clase puesto que el día anterior otras obligaciones se lo habían impedido. No la haría estudiar, ni le tomaría lección, después de todo era el día del Señor; se limitaría a conversar en castellano con ella y a corregirle las maneras. Abrió la puerta cuando Malbalá llamó con golpes como susurros.
—Pa’i, Manú no ha querido quitarse la guirnalda, ni ha permitido que le recogiese el cabello —expresó, más bien con acento comprensivo que acusatorio.
—Las flores no se han marchitado aún, pa’i —explicó la niña.
—Aún huelen bien —confirmó la mujer—. Además se ha dejado limpiar. Está muy bonita y aseada, mi niña. Y se ha calzado.
—No te preocupes, Malbalá. Por ser su natalicio, no haremos lío. —Guiñó un ojo a Emanuela, que se cubrió la boca para contener la risa—. ¿Y qué es eso que traes al cuello, Manú, además de la cola de Kuarahy?
—Yo lo hice para ella —declaró Aitor, y dio un paso adelante. Había permanecido oculto tras la columna del pórtico, y se asomó con el gesto de quien busca pelea; a él menos que a nadie le gustaba que Emanuela se educase para ser hijadalgo, como decía el hermano Pedro.
—Ya veo. —Ursus tomó el collar de conchillas y lo estudió; a la confección poco cuidada la compensaba la belleza de las pequeñas conchas, separadas unas de otras con un nudo del mismo hilo que las enhebraba.
—Yo lo ayudé a juntarlas en el río —proclamó Bruno.
—Tú no me ayudaste en nada —objetó Aitor—, solo me estorbaste.
—¡No es cierto!
—¡Niños, a callar! —les ordenó Malbalá entre dientes, avergonzada.
—Es muy bonito —admitió Ursus, molesto por alguna razón que no lograba precisar—. ¿Se fueron hasta el Paraná a buscarlas? ¿Solos? —preguntó, con simulado desinterés.
La doctrina se encontraba a poco más de media legua de la margen derecha del río, por un camino bien trazado y mantenido; no obstante, se les prohibía a los niños transitarlo sin la compañía de un adulto; los peligros de la selva que lo ceñía eran incontables. ¿De qué valía la prohibición, se preguntó Ursus, si Aitor, con nueve años, se había pasado dos días en esa espesura cargada de vida y misterios, pero también de muerte?
—No fuimos solos, pa’i —contestó Bruno—. Fuimos con nuestro taitaru Ñezú. Él juntaba para hacer medicinas y nosotros, para el collar de Manú.
Bruno no mentía. A diferencia de su hermano Aitor, que para salvarse de una penitencia esgrimía las argucias más ingeniosas, el pequeño Ñeenguirú siempre decía la verdad, a costa de su propio bien. Además, Ursus sabía que el viejo paje iba, de tanto en tanto, al Paraná para recoger conchillas, que luego desmenuzaba en el mortero hasta convertirlas en harina para elaborar un tónico que acababa con la acidez estomacal. Van Suerk, que aseguraba no tener idea de por qué el preparado funcionaba tan bien, se empeñaba en conseguir la receta. Por el momento, sus intentos no daban fruto; el paje se negaba a compartirla con él.
—Es un trabajo muy bonito el que han hecho.
—¡Solo yo lo hice! —se empacó Aitor. Más mesurado, añadió—: Mi tío Palmiro me enseñó a hacer los huequitos con una lezna para pasar el hilo.
—Es un hilo muy bonito —señaló Ursus, y admiró el carmín del tejido—. ¿Dónde lo obtuviste, Aitor?
—Yo se lo di, pa’i —intervino Malbalá—. Lo saqué de la lana del tupâmba’e, de la que uso para mi telar. Espero que no te moleste, pa’i. Era un retazo.
—No, hija, claro que no. El color es hermoso. ¿Lo has teñido tú, Malbalá?
—Sí, pa’i, moliendo las cochinillas disecadas, como nos enseñó el hermano Silverio, que Dios tenga en su gloria.
—Amén.
El jesuita notó que Malbalá cargaba a las espaldas una tacuarembó, una canastilla que las mismas guaraníes tejían con las fibras de la caraguatá, que la dotaba de una flexibilidad mayor que las confeccionadas con las del güembé; de hecho, uno de los productos de las misiones eran las cuerdas y estopa de caraguatá, que se vendían muy bien en los astilleros de Corrientes. Sostenía la canastilla de esa manera tan peculiar, propia de los pueblos de la región, con una banda de tela a la que llamaban apisama calzada en la frente.
—¿Qué llevas en la canasta, Malbalá? —se interesó Ursus.
—Cosas para ti, pa’i —dijo, y sonrió, algo poco usual.
Malbalá siempre hacía lo mismo: en el día del natalicio de Emanuela, lo halagaba con toda clase de regalos, y Ursus intuía que era su manera de agradecerle por haberles permitido quedarse con la niña. Al principio, cuando la mayoría aseguraba que los mismos pechos que habían alimentado al lobisón no podían alimentar a la niña santa, el pa’i Ursus la había protegido y hablado duramente desde el púlpito en contra de los herejes; así los había calificado. Tiempo después, cuando destetó a Emanuela, el pa’i luchó con uñas y dientes para que el provincial renunciase a la idea de entregarla a unos vecinos asuncenos. Dos años atrás, había vuelto a pelear con capa y espada para impedir que la trasladasen a la Candelaria con el fin de acabar con su fama de niña santa.
Ursus le devolvió la sonrisa, sin preocuparse en ocultar la tristeza que el asunto le provocaba; sospechaba que Malbalá albergaba la esperanza de que la niña viviese con ellos para siempre. Lo cierto era que él no sabía por cuánto tiempo podría resistir antes de que se la arrebatasen.
—Gracias, Malbalá. ¿Por qué te has molestado?
—No es molestia, pa’i. Lo hago con mucho cariño.
—Lo sé, hija. —La habría invitado a pasar, pero las mujeres mayores de catorce años tenían prohibido el ingreso en la casa de los padres—. ¡Tarcisio! —llamó—. A ver, Malbalá, ¿qué exquisiteces nos has traído en esta ocasión?
Tarcisio apareció en la puerta.
—Mande, pa’i.
—Ayúdame a recibir los obsequios de la buena de Malbalá.
Los regalos ocuparon las manos del cura y del sirviente: una camisa para usar bajo la sotana, cuyos botones de hueso provenían de la Candelaria; un poncho, muy útil en las mañanas frías de invierno; vasijas con encurtidos elaborados con los productos de la huerta que la propia Malbalá trabajaba y un vinagre que obtenía del fruto del aguaribay; dos tortas, las favoritas de Ursus, de patay con piñones y de maíz con pedazos de compota de aguaí y de mburukuja; y un tapete de lana con dibujos geométricos en colores marrón y blanco, típica obra del telar de Malbalá; Ursus habría reconocido su sello entre cientos de tejidos.
—Y le hice esta mantita a tu sobrina, pa’i, que es tan pequeña, para que la tenga calentita en el invierno de Buenos Aires. Me dices que es muy frío.
Después de tantos años de desesperanza, más bien de desesperación, Dios había atendido a su súplica: Ederra y Alonso de Alarcón habían tenido una hija, la dulce Crista. La felicidad, sin embargo, no era completa: la niña había nacido con una constitución débil, por lo que Ursus vivía con el Jesús en la boca. Cada misiva que llegaba de Buenos Aires lo ponía a temblar.
—Gracias, Malbalá. Ederra estará agradecida, lo sé. La enviaré apenas parta una jangada para Asunción. Llegará a Buenos Aires antes del invierno, no tengo duda.
Malbalá se calzó la apisama en la frente y dejó caer la tacuarembó vacía sobre la espalda.
—Ahí te dejo a mi niña, pa’i, que Dios siempre me la guarde.
—Amén. Te la mando de regreso en un par de horas.
—Hoy —habló Aitor—, por ser el día del natalicio de Emanuela, yo me quedo con ella.
Ursus lo observó, primero con azoro, luego con ganas de reír. Le habría gustado contar con esa desfachatez y seguridad, aunque poco le habrían durado, no solo en la Compañía de Jesús, sino en la casa de su padre, un vasco duro como el pedernal.
—¿Y yo? —se atrevió a preguntar Bruno.
—¿Sí, pa’i? —se aunó Emanuela, y juntó las manitas como si rezase y ladeó la cabeza hacia un costado, el mismo donde descansaba Libertad, que se inclinó para acompañar el movimiento de su ama como si lo hubiese previsto. El gesto del animal, que más pareció una coreografía, casi arranca una carcajada al sacerdote.
—Manú —dijo con una firmeza que le costó reunir—, tú sabes cuál es la regla aquí: una vez que tu pa’i cierra la puerta, solo puedes hablar en castellano, y Aitor y Bruno no entenderán una sola palabra. Se aburrirán.
—No me aburriré —declaró Aitor.
—Yo tampoco —secundó Bruno.
Ursus volvió a experimentar la misma incómoda sensación de momentos atrás, cuando descubrió el collar confeccionado por Aitor en el cuello de Emanuela, y le sirvió para endurecer su posición.
—No —pronunció—. Y no admito que se discutan mis órdenes —declaró, sin desviar la vista de Aitor—. Ahora, déjenme a solas con Manú.
Malbalá congregó a los niños en el círculo que formaban sus brazos, murmuró un adiós apenado, que perforó el corazón del jesuita, y se marchó. Ursus se los quedó mirando bajo el dintel. Aitor había caminado unos pasos cuando se dio vuelta y le clavó los ojos con una ferocidad que lo asustó.