La puerta se abrió con estruendo, y Ursus entró, mascullando y empapado; afuera diluviaba. Tarcisio, el hombre que se ocupaba de los quehaceres de la casa de los padres, lo ayudó a quitarse la aguadera, una especie de capa confeccionada con lona embreada, muy útil en esos climas tropicales, y le alcanzó un trozo de lienzo con el que Ursus se secó el cabello, el rostro y la nuca con fricciones enérgicas. La temperatura había descendido bruscamente, y era de agradecer una bebida caliente, por lo que sorbió con gusto la taza de café que le entregó Santiago de Hinojosa. Bebió a sorbos cortos, mientras se pasaba el lienzo con menos vigor. Avistó al hermano César en la gran mesa donde comían y se sentaban a llenar los libros contables y demográficos. El lego estudiaba los diseños de unos muebles. Ursus se aproximó con una sonrisa que apenas le relajaba la mueca tensa que había llevado todo el día.
—¿Cómo os encontráis, hermano César? Con toda esta behetría que hemos padecido desde que pusimos pie en la misión, no os he preguntado.
—¡No os apuréis, padre Ursus! Me encuentro como verdolaga en huerto, y aquí el amable de Tarcisio se ha anticipado a todas mis necesidades. No he tenido que decir ni pío, fijaos. —El semblante bonachón del hermano César se ensombreció—. Ha terminado a capazos el entierro de esa pobre joven, ¿verdad?
La expresión de Ursus volvió a congestionarse al rememorar la ceremonia fúnebre, en la cual a un tiempo había experimentado rabia y miedo.
—Sí, hermano, así parece. Estos infelices han demonizado a esa pobre criatura, y temo por ella. Pero no quiero abrumaros con estos problemas. Vos tenéis que seguir con el estudio de esos diseños.
—Son extraordinarios.
—Sí, lo son. Hermenegildo es un eximio artista. Fue aprendiz del padre Rubén, que Dios tenga en su gloria.
—Amén.
—Proseguid —lo instó Ursus, y se alejó hacia el sector de la casa donde Hinojosa sorbía un café y leía su breviario.
Hinojosa, que había escuchado el intercambio con el hermano César, cerró el libro y miró a Ursus a los ojos.
—No puedes culparlos, ¿sabes? Aun yo he quedado impresionado con ambos sucesos. Juana estaba prácticamente muerta ayer y hoy se aparece en pleno entierro diciendo que la ha sanado la hija de Emanuela. A continuación, el pequeño Aitor arroja un poco de tierra y un rayo parte la tierra. ¿Qué esperabas, que tus indios no perdieran la cabeza? Sus espíritus y sus mentes son impresionables. Viven en esta tierra misteriosa, exuberante, inexplorada, y ven con otros ojos lo que para nosotros es natural. Pero como te digo, aun yo me conmoví con lo sucedido.
—No me hables de lo que sucedió hoy, Santiago, que estoy que muerdo. Sabes que la ira es el pecado capital en el que caigo con más facilidad. ¿Qué haré con la niña, amigo mío?
—¿Sobrevivirá?
—Contra todo pronóstico, parece que sí. Y estoy feliz por ello, no me malentiendas. Solo que será otro milagro que le endilgarán. Acabo de estar en casa de Vaimaca, la abuela de Aitor, y dice que la niña se ha alimentado regularmente. ¿Sabes con qué me encontré allí? Con un grupo de gente dejando flores y ofrendas para la niña santa. ¡Terminarán por construirle una ermita! Poco faltó para que, al igual que Cristo en el templo, los expulsara a todos con cajas destempladas.
—¿Y si lo que relató Juana es cierto? ¿Si realmente la niña la curó?
—¿Tú también con esos desvaríos? ¡Por favor! Van Suerk asegura que anoche le aumentó la dosis de quina. No lo había hecho hasta ese momento porque le temía a los efectos perniciosos en el hígado de la pobre Juana. Como estaba a la muerte y no habiendo nada que perder, aumentó la dosis. ¡Ahí tienes cómo fue que la mujer se recuperó! Ningún milagro, ninguna sanación extraordinaria.
—Para ser sacerdote, hablas y piensas como un hombre de poca fe, de esos que explican todo con la razón y la experiencia real. ¿Acaso no crees en los milagros?
—¡Claro que creo en los milagros! Solo que estos ocurrían en otros tiempos y en tierras lejanas. Aquí no existen tales cosas. ¿Qué haré con la niña? —insistió—. ¿Debería enviarla a Asunción?
—¿Por qué?
—¿Cómo por qué, Santiago? Es hija de españoles o de criollos de pura sangre. No puede permanecer aquí. Además, los ánimos están muy crispados desde su llegada. ¿No comprendes que somos un puñado de curas contra más de tres mil guaraníes?
—Entonces, a quien deberías enviar lejos es al pequeño Aitor.
—¡No!
—Es su presencia la que caldea los ánimos, Ursus. Debes ver eso.
—¡Jamás lo apartaré de mí! De la misión —se corrigió, y buscó algo para hacer, algo que le permitiese evitar la mirada de Hinojosa.
—Tal vez si lo enviases al colegio de Asunción, o al de Córdoba, por un tiempo, las historias que se tejen en torno a él se desvanecerían, y podría regresar en unos años.
—No.
—¿Tan apegado estás a él?
—No se trata de eso —mintió—. Apartarlo sería como aceptar que estos ignorantes y supersticiosos tienen razón, que él es una especie de monstruo.
—No estás pensando en el niño. ¿Es bueno para él vivir rodeado de tanta hostilidad?
—Peor sería separarlo de su madre y de su abuela, que lo adoran. Basta con esto. No alejaré a Aitor de la misión. Dime, ¿qué crees que deba hacer con la pequeña Emanuela?
Hinojosa soltó un suspiro y sacudió la cabeza.
—Eres terco, como buen vasco. Con la niña… —Se rascó la coronilla—. Estimo que, por el momento, no debes hacer nada. No está en condiciones de soportar un viaje a Asunción. Tal vez en unos meses, cuando la leche de la india la haya convertido en una criatura fuerte y sana, podrás llevarla a la capital.
—Sí, sí, creo que tienes razón —expresó con un matiz alegre que intentó sofocar—. No hay que moverla de la misión por ahora.
—De igual modo, opino que deberías informarle al superior de las misiones —Hinojosa hablaba del jesuita responsable de los treinta pueblos, que residía en la misión de la Candelaria, a unas nueve leguas hacia el suroeste de San Ignacio Miní.
—Sí —concedió—, es imperativo que él esté al tanto de la situación. Tener a una blanca en la misión es altamente irregular. —Ursus se quedó callado y, mientras se rascaba la barba del mentón, se acordaba de las ordenanzas redactadas en 1611 por el oidor de la Audiencia de Charcas, Francisco de Alfaro, que había establecido el marco legal de las misiones, el cual terminaría por encender la enemistad entre la Compañía de Jesús y los encomenderos asuncenos al liberar a las misiones jesuíticas de la obligación de la encomienda. Esas ordenanzas habían dictado también la prohibición de que españoles, mestizos y negros viviesen en los pueblos de indios; a lo sumo podían pasar algunas noches cuando se hallaban de viaje o entrar para comprar sus manufacturas.
—Sí, sí, debo informarle. Escribiré una carta al padre Jorge.
Horas después, Ursus sellaba con lacre el sobre y usaba el mismo símbolo con el que marcaban el ganado de la misión.
—Tarcisio.
—Mande, pa’i.
—¿Sabes si Damián regresó de los mandados que le encomendé?
Damián cumplía un rol fundamental en la doctrina. Era un tapererepura, y sus principales obligaciones consistían en controlar el estado de los caminos que comunicaban a la misión con los demás pueblos y el de llevar y traer correspondencia; para cumplir este último propósito, a veces se aventuraba hasta Asunción, Corrientes, incluso Santa Fe. Entre sus condiciones contaba un gran conocimiento de la selva y de sus peligros; se trataba de un reputado baquiano, y nadie como él conocía las trochas, atajos y refugios, sin mencionar que era un soberbio jinete.
—Lo vi hace un rato en el matadero, pa’i. Había ido por su ración de carne.
—Ve a llamarlo. Dile que lo preciso aquí, más bien rápido que lento —agregó.
Damián se presentó en la sacristía, mientras Ursus, asistido por el monaguillo, se vestía para la misa de la tarde.
—Aquí estás, muchacho —dijo el jesuita a modo de saludo.
—Mande, pa’i.
—Necesito que lleves esta carta a la Candelaria y se la entregues al padre Jorge. Saldrás mañana antes del amanecer.
—Sí, pa’i.
—Eso es todo, muchacho. Puedes marcharte.
Damián permaneció en el mismo sitio, los ojos fijos en la carta, que manoseaba sin sentido.
—¿Qué sucede, Damián? ¿Deseas decirme algo?
—Sí, pa’i. —Ursus se pasó la casulla por la cabeza antes de instarlo a hablar con un ademán de mano—. Verás, pa’i, hace rato estuve en el matadero. Fui a pedir mi ración de carne.
—¿Y bien?
—Allí me encontré con mi tía Malbalá. Ella también había ido a pedir su ración.
—¿Y bien?
—Pues… Las otras mujeres… Pues ellas le decían que debía entregarle la niña santa a Carmen, que también tiene los pechos llenos de leche.
—¿Por qué? —Ursus no disfrazó su confusión.
—Dicen que los mismos pechos que amamantaron al niño luisón no pueden amamantar a la niña santa.
Ursus asestó un golpe a la mesa, y la patena, el cáliz y la vinagrera saltaron y tintinearon, lo mismo los monaguillos y el tapererepura, al tiempo que el cura soltaba una retahíla de insultos en vasco que le había enseñado su abuelo, Aitor de Urízar.
—Discúlpenme —murmuró, sin mirar a los indios—. Gracias por habérmelo contado, Damián. Ahora puedes marcharte. Está por comenzar la misa.
Inspiró varias veces para contener la furia antes de subir al altar. El coro entonaba una antífona melodiosa, que le apaciguó los latidos del corazón. Con todo, al momento del sermón, les habló con dureza, y los acusó de comportarse igual que los judíos que entregaron e hicieron crucificar a Jesús basados en prejuicios sin fundamento.
—¡Y escuchen con atención lo que voy a leerles del Evangelio de Marcos! ¡Escuchen con respeto porque esta es la palabra de Dios! —Carraspeó antes de comenzar—: «Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. Después, tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: “El que recibe a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a Aquel que me ha enviado”» —Ursus salteó varios párrafos para no perder la contundencia del mensaje—. «Cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le fuera si se le atase una piedra de molino al cuello y se le arrojase en el mar». —Cerró la Biblia con dramatismo—. ¿Han oído lo que les he leído? ¡Porque esto fue lo que Cristo dijo acerca de los niños! Aquel que los dañe, mejor será que se ate una piedra de molino al cuello y se arroje al Paraná. Por tanto, ¡pobre de aquel que le toque un cabello a alguno de los niños de esta misión! El castigo que se abatirá sobre él será devastador.
* * *
Vespaciano de Amaral y Medeiros presidía la mesa de su casa después de varios días con el culo sobre la montura. Una sonrisa protocolar le elevaba apenas las comisuras, mientras observaba a su esposa, Florbela, magnífica en su rol de anfitriona, amable y magnánima con una mujer y su pequeña hija que atravesaban un momento de aflicción.
Sin mover la cabeza, Amaral y Medeiros desvió la vista y la posó sobre el vientre hinchado de su esposa, apenas disimulado bajo la bata de cotilla de droguete a listones rosa y blancos, que le realzaba el rubor natural de las mejillas. Se ponía más bonita cuando estaba encinta. «Volveré a preñarla apenas me permita entrar en su cama de nuevo», se propuso con esa determinación que lo volvía un hombre implacable, de hierro, aseguraban algunos. Dirigió la mirada hacia Lope, su primogénito, su orgullo, a quien se había autorizado a compartir la mesa con los adultos en consideración a la pequeña Ginebra de Calatrava. Vespaciano simuló limpiarse la boca para ocultar la sonrisa que le inspiró la persistencia con que el niño fijaba la vista en Ginebra.
—El viaje debió de ser agotador, doña Nicolasa. Espero que vuesa merced y la pequeña Ginebra —Florbela sonrió a la niña, que se ruborizó hasta el límite del cabello— no hayáis padecido excesivamente.
—Oh, no, no. Ha sido largo, sin duda, pero el carruaje de vuestro esposo, doña Florbela, es de un lujo desconocido para estas tierras. Hemos estado muy cómodas, mi Ginebra y yo. Y don Vespaciano ha sido muy considerado y paciente —añadió, e inclinó la cabeza en dirección del anfitrión, que hizo otro tanto.
«Favor con favor se paga, querida Nicolasa», se burló para sí Amaral y Medeiros, y se imaginó a la esposa de Calatrava desnuda y gimiendo bajo su cuerpo. Una tensión entre las piernas lo obligó a rebullirse en la silla, por cierto muy cómoda, debía admitir, aunque fuese de manufactura de San Ignacio Miní; habían entregado el juego de comedor durante su ausencia. Aún no se explicaba cómo había cedido al pedido de Florbela. Comprarle los productos al enemigo. ¿En qué cabeza cabía? Ah, sí, ahora se acordaba; ella se había avenido a hacerle una felación si él la autorizaba a comprar la famosa mesa de palo rosa con taraceo en caoba y conchillas que los indios juntaban en el río. Había sido un acuerdo poco conveniente. No guardaba un buen recuerdo de esa noche, y le habría gustado poder borrar de su mente el gesto de disgusto de Florbela mientras lo satisfacía con la boca. Daba la impresión de que estaba tomando una medicina amarga. Le costó acabar. ¡Qué distinto había sido con la india en el arroyo Yabebirí! Ella lo succionaba con fuerza, como si estuviese chupando una caña de azúcar. La echaba de menos, lo admitía. Aún después de tantos años, aún la deseaba.
Entró un indio de la casa, uno de los yanaconas que, desde hacía años, trabajaban para los Amaral y Medeiros como parte del servicio doméstico. A pesar del calor y de la humedad, Florbela lo obligaba a vestir librea con los colores que habían elegido para confeccionar el escudo una vez que les otorgasen el marquesado, azur y sinople. A Vespaciano casi le da un ataque de risa cuando descubrió que estaba descalzo. Su esposa le había mandado confeccionar zapatos de cordobán con taco alto y hebilla de bronce. ¿Dónde los habría metido? Florbela notó la falta de calzado y apretó los labios.
—¿Qué ocurre, Adeltú? —preguntó Amaral y Medeiros en guaraní.
—El señor capataz desea unas palabras con vuesa merced. Dice que es urgente.
—Hazlo pasar —ordenó con acento resignado.
Originario de San Pablo de Piratininga, descendiente de uno de los bandeirantes más temidos y odiados por los guaraníes, Antonio Rasposo Tavares, Domingo Oliveira y Rasposo era un hombre de recia estampa, alto, fibroso y fuerte, con facciones toscas, curtidas por los elementos, y, no obstante, atractivas. Sus ojos verdes, que contrastaban con la piel bronceada, revelaban una personalidad intensa.
—Buenas tardes, señoras —saludó Oliveira en buen castizo y con acento portugués.
Se detuvo para observar a Florbela más de lo que se habría juzgado apropiado. La joven bajó la vista enseguida, incómoda. En el tiempo en que su esposo había faltado de la casa, ella había evitado a Oliveira como a la peste. Se comunicaban a través de Adeltú o de algún otro sirviente, y se avenía a cualquier propuesta del capataz con tal de no tener que enfrentarlo.
—¿Qué ocurre, Oliveira?
—Señor, unos animales han cruzado el límite y se han metido en la estancia de San Ignacio Miní. Os pido vuestra autorización para ir a buscarlos.
—Mierda —masculló el dueño de casa.
—Vuesa merced —lo reconvino Florbela—. Por favor, cuidad vuestro lenguaje.
—Os pido disculpas, señoras mías. Deberé dejaros ahora. Tengo que atender este asunto personalmente.
Al cabo, se dirigían en sendos caballos, escoltados por tres indios, también montados, hacia el confín de la propiedad, el que presentaba un conflicto con la misión de los jesuitas. Ya no llovía y, por fortuna, los vacunos no eran muchos, ni se habían alejado demasiado, por lo que entraron en el terreno en disputa, los arrearon y, al cabo de unas horas, las bestias pastaban en la Orembae.
Sudado y con dolor de cabeza, Amaral y Medeiros se separó de sus hombres para dirigirse al arroyo; quería darse un baño. Tal vez porque durante el almuerzo había evocado a la india, eligió el sitio en que la había hecho suya tantas veces, el pequeño recodo, oculto bajo una bóveda de vegetación y embellecido con un salto de dos varas de alto. Faltando poco para llegar, oyó risas y detuvo el caballo con una orden entre dientes. Se deslizó fuera de la montura y, cuando sus botas tocaron el piso, no produjeron un sonido; si algo había aprendido de los indios era a ser sigiloso.
Se ocultó tras un helecho que un ignorante habría confundido con un árbol, y separó sus hojas con la fusta para observar quién había descubierto ese paraíso que él consideraba de su propiedad, aunque no lo fuese. El cambio en el ritmo del corazón, que pasó de normal a desbocado, le provocó un ardor en el pecho. Ahí estaba ella, la india de tantos años atrás. Tenía a un niño en brazos de unos cuatro o cinco años, la misma edad de su pequeño Lope, y estaba bañándolo. La mujer le hablaba y el niño reía. No podía escuchar desde esa distancia. La india enjuagó la cabecita enjabonada con extremo cuidado, y su delicadeza y dulzura alcanzaron a Amaral y Medeiros como una flecha en el corazón. No comprendió el sentimiento que lo hizo sonreír. Se quedó quieto, incapaz de apartar la vista de esos dos cuerpos desnudos en el arroyo. Ella tenía los pechos enormes, como los de una mujer que amamanta, y los pezones erectos y largos. ¿Amamantaría a ese niño todavía? Florbela había dejado de alimentar a Lope antes del año. Tal vez esa fuese la razón por la cual el indiecito lucía fuerte como un toro y su hijo parecía un alfeñique. De pronto lo acometió la necesidad de protegerlos, a ella y al niño. En los últimos meses, la población de rayas había aumentado inexplicablemente. De hecho, Yabebirí significaba «río de las rayas». ¿Acaso no lo sabía la india? Las rayas eran venenosas.
A punto de emerger de entre las hojas gigantes del helecho, se detuvo.
* * *
Aitor reía porque su mamá le hacía cosquillas mientras le enjabonaba el cuello. También reía porque ella aseguraba que había suficiente suciedad allí para que un chancho se revolcase. Disfrutaba cuando su madre le pasaba el jabón por el cuerpo; ella misma lo fabricaba y le agregaba hierbas y pétalos de flores para que oliese bien, no como el jabón de su tía Senaqué, que tenía un aroma punzante, que se le quedaba pegado en la piel, a ella y a sus primos. Él jamás lo había mencionado, pero a veces contenía el respiro en su presencia.
Malbalá le pasó el pulgar por la cicatriz que le partía la ceja izquierda y se la besó. Apoyó los labios un rato y, al cabo, ejecutó el ruido del beso. Aitor le echó los bracitos al cuello y apretó.
—¿Duele, mi niño? —le preguntó en abipón.
—No, sy. Y Palmiro dice que esta cicatriz me hará más temible ante mis enemigos.
—¿De veras? Levanta el brazo, hijo. A ver qué hay por aquí —dijo, y le hizo más cosquillas.
Amaba a su madre como a nadie, y solo verla aparecer lo colmaba de alegría. Sin embargo, eran esos momentos a solas con ella los que más apreciaba, porque, debido a alguna razón que él desconocía, Malbalá, en presencia de los demás, mantenía la distancia y lo trataba con más frialdad que al resto.
Ese día, que había comenzado tan mal, con el entierro de la madre de Jasy, el relámpago de Añá y la huida al recinto del Cabildo —él no comprendía por qué Palmiro Arapizandú había trabado la puerta y cerrado las ventanas—, terminaba de la mejor manera, él solo con Malbalá, en ese lugar que era un secreto porque, según su madre, nadie en la misión lo conocía. Era la primera vez que lo llevaba allí. Solo faltaba Jasy para que el momento fuese perfecto. Pero su sy le había explicado que la niña estaba demasiado «débil» para abandonar la vasija donde dormía bajo un manto de plumas de pato. Odiaba esa palabra, débil. No sabía qué significaba, pero el padre Bansué la había empleado para referirse al abuelo de su primo Cosme. Había dicho: «Está muy débil», y después el viejo había cerrado los ojos para siempre. Lo habían metido dentro de una caja de madera y a esta dentro de un foso, lo mismo que con la caja de Emanuela, la madre de Jasy. Él jamás permitiría que pusieran a Jasy en una caja, menos aún que la cubrieran con tierra. ¿Cómo haría para ver la luna?
Malbalá lo sobresaltó al exclamar:
—¡Mira, Aitor! ¡Ese mono está llevándose nuestra estera! ¡Ve a quitársela, hijo! ¡No permitas que nos la robe!
Lo soltó en el agua, y el niño nadó con rapidez sorprendente. Corrió desnudo tras el mono, el cual, sabiéndose demasiado pequeño para arrastrar la estera, la soltó antes de perderse en la espesura de la selva. Aitor se inclinó para enrollarla. Al levantar la vista, descubrió a un hombre, un español a juzgar por su fisonomía y carnación, disimulado tras las hojas de un helecho. Se miraron directo a los ojos. El español masculló algo incomprensible. Pasados unos segundos, Aitor rompió el contacto y se alejó con movimientos vacilantes; la estera le entorpecía el paso.
* * *
A punto de revelar su presencia para advertirla de las rayas venenosas, Vespaciano de Amaral y Medeiros dio un respingo cuando la mujer lanzó un grito y habló deprisa al darse cuenta de que un mono caí se llevaba la estera. Se había pronunciado en una lengua desconocida, a pesar de que a él, la única vez que le dirigió la palabra, lo había hecho en perfecto guaraní.
El niño saltó de brazos de la mujer y nadó con una seguridad y una rapidez en absoluto normal para una criatura tan pequeña. Sabía que los guaraníes aprendían a nadar antes que a caminar; eran gentes muy aficionadas al agua, y enseñaban a sus hijos para evitar que se ahogasen en una tierra surcada de arroyos, ríos y lagunas. No obstante, a ese despliegue de destreza, él jamás lo había visto en alguien de tan corta edad.
El niño abandonó el arroyo y corrió, desnudo, en dirección a él. Deseó que se acercase para estudiarlo en detalle. El mono soltó la estera casi a sus pies, por lo que el pequeño guaraní se detuvo a pocos palmos. La arrolló bastante bien. Y fue cuando el niño levantó la vista y lo descubrió entre la maleza, que Amaral y Medeiros perdió la compostura.
—¡Rediós! —masculló entre dientes, impactado por esos ojos, que, pese a ser achinados, adquirían preponderancia en el rostro oscuro, no solo por su color casi inverosímil, sino también por las pestañas muy largas y vueltas. No obstante, era la tonalidad del iris lo que le robó el aliento. Eran ojos que lo observaban con aire inteligente y desconfiado.
Lo estudió con avidez. Como tenía el pelo mojado y pegado a la cabeza, le notó las orejas, bastante separadas del cráneo, y también las mejillas mofletudas, la naricita pequeña y chata y la boca de labios llenos. El niño se dio vuelta y se alejó hacia el arroyo. No se alejaba asustado, ni parecía impaciente por revelarle a la mujer la presencia del extraño. Caminaba, entorpecido por la estera.
La india había abandonado el agua y, sentada sobre una piedra en la orilla, desnuda, se secaba el pelo con rápidas fricciones. Puso al niño sobre sus rodillas y lo envolvió con el lienzo. Le hablaba al oído, y el niño reía. ¿Estaría felicitándolo por haber recuperado la estera? De una canasta de esas que las indias tejían con fibras de güembé, sacó una pequeña vasija, en la que hundió los dedos. Los extrajo cargados de un ungüento rojizo, que aplicó en el cuerpo y en la cara del niño. Amaral y Medeiros sabía qué estaba haciendo, lo estaba urucuizando, estaba protegiéndolo de los insectos y de los rayos malos del sol, para lo cual se servía de la untadura que los indios fabricaban con las semillas del urucú y la grasa del carpincho, a veces con la del yacaré. Él mismo la usaba para mantener a distancia los mosquitos y la maldita ura.
Durante el ritual, el niño guardó silencio y jamás apartó la mirada del rostro de la mujer. Tampoco habló, ni señaló en su dirección en tanto la india lo vestía con un camisa larga, muy al estilo del tipoy que usaban las mujeres, y lo calzaba con unas sandalias. Tampoco lo delató cuando la india lo depositó en el suelo para vestirse. No le dijo una palabra mientras recogía las cosas; tampoco cuando lo tomó de la mano y enfilaron hacia la trocha que se perdía en la selva.
Vespaciano de Amaral y Medeiros sintió orgullo del pequeño guaraní. Intuía que el niño lo había desestimado por una razón: no había sentido miedo, ni considerado una amenaza. La sonrisa se le borró al recordar a su primogénito, a Lope, que le temía a todo, en especial a él.
* * *
Laurencio Ñeenguirú la vio aparecer por el camino principal con el niño calzado en el hueso de la cadera y una canasta bajo el otro brazo. Avanzaba deprisa, con la vista al suelo, evidentemente cansada. Resultaba obvio que ella y el niño se habían bañado. Los celos lo atacaron como de costumbre, de manera rápida y con la fuerza de un azote. ¿Por qué no había llevado también a Marcos y a Teodoro? Ellos todavía la necesitaban. ¿Por qué elegía pasar tiempo a solas con Aitor? La odiaba por amar a ese niño maldito más que al resto de su progenie, al hijo que no era de él, pues si bien ella se mostraba imparcial, más bien apática con Aitor, la conocía demasiado para no ver el brillo con que fulguraban sus ojos cuando caían sobre el pequeño luisón.
Los celos se mezclaban con la culpa, y convertían su malestar en una sensación que le devoraba las entrañas, cuyo dolor solo acallaba con unos tragos de chicha, la que mantenía escondida en la herrería. Días atrás había empinado el codo más de la cuenta y había terminado por propinar un golpe de vara en la cara de ese niño tan odiado. Pero la culpa de que ese diablillo existiese era de él, porque cuando nació Teodoro, su sexto hijo varón, y teniendo en cuenta que Malbalá solo sabía parir machitos, por temor a que les naciera un lobisón, no volvió a tocarla. Recordaba las veces en que ella lo había buscado y él la había rechazado. Esas memorias lo hacían sentir idiota y poco hombre.
Fiel a su manera de pocas palabras, Malbalá jamás lo había interrogado y se había retraído en un mundo al cual él no tenía permiso para entrar. Se ocupaba de los hijos, cocinaba, lavaba la ropa, trabajaba la huerta, limpiaba la casa y realizaba su trabajo para el tupâmba’e —era una talentosa tejedora, y sus alfombras y reposteros se vendían muy bien en Buenos Aires y en Lima—, y todo lo hacía sin sonreír y en silencio. Hasta un día en que le notó un rubor en las mejillas oscuras y una media sonrisa, como si estuviese recordando algo divertido, y le pareció que estaba más hermosa, si eso era posible. Siempre le había parecido bella, desde el día en que, con sus hermanos y sus primos, se acercó al grupo de mujeres abiponas que pedían asilo en San Ignacio Miní. Las había observado con actitud petulante, que cambió de inmediato al descubrir a la más pequeña, la única que no tenía tatuado el rostro, y ya no pudo apartar la mirada de ella, ni quitársela de la mente.
Pasaron dos años antes de que la convirtiese en su esposa, porque Malbalá tenía que abandonar las creencias de su ser antiguo y abrazar la verdadera religión, en caso contrario el padre Rubén, el superior de San Ignacio Miní de aquella época, jamás habría consentido que viviesen en pecado. Si Malbalá no se avenía a bautizarse, Laurencio llegó a acariciar la idea de robársela y llevarla a vivir a la selva, perspectiva que lo atemorizaba, aunque más temor le causaba no hacerla suya. Por fin, la joven aceptó recibir el sacramento del bautismo, y aunque ese día le dieron un nuevo nombre de pila —Teodora María—, jamás la llamaron de otro modo que no fuese por su nombre abipón.
En contra de las costumbres de la misión, en las que la mujer expresaba al superior su interés por comprometerse con determinado joven, fue Laurencio el que le comunicó al padre Rubén su intención de casarse con ella. Malbalá dijo que no, que ni siquiera sabía quién era el tal Laurencio Ñeenguirú, aprendiz de herrero. Poco después llegó la Semana Santa, y los del pueblo de Loreto los invitaron a su famosa procesión. Una vez que se había asegurado de que la joven Malbalá asistiría junto con su madre y sus hermanas, él se decidió a ir. Caminó a su lado todo lo que duró el trayecto hasta la reducción de Loreto y también durante la procesión. Al principio, ella lo miraba de soslayo y con actitud indiferente, y él se instó a guardar silencio. Aprovechó para estudiarla por el rabillo del ojo. Por cierto, en nada se parecía a las mujeres de su nación, sobre todo porque era muy alta, más que él, y de cuerpo cimbreño. También se diferenciaba en el corte del rostro, que era alargado, lo mismo su nariz, que se curvaba como el pico de un águila. Tenía los ojos oscuros y sesgados, y labios generosos, a los que él nunca había visto sonreír. Su piel oscura, sin el tinte rojizo que caracterizaba a los de su pueblo, no presentaba fallas, ni una marca de viruela, ni una pequeña cicatriz, nada. Estaba seguro de que pasar la mano por sus mejillas sería lo mismo que pasarla por ese pedazo de tela que usaban en Navidad para armar la cuna del Niño Jesús, y que el hermano Silverio decía que se llamaba seda china.
Al final, se atrevió a hablarle, y ella le respondió en un guaraní poco pulido, lo que le dio risa. Malbalá también rio de su propia torpeza. Le enseñó frases nuevas, que ella repitió con encantadora entonación. Para cuando llegaron al final de la procesión, sobre esa elevación del terreno en Loreto que llamaban Monte Calvario, él estaba perdidamente enamorado y ella se mostraba bien predispuesta. El Domingo de Resurrección, Laurencio volvió a reiterar al padre Rubén su deseo de convertirla en su esposa. En esa ocasión, Malbalá aceptó.
Quedó embarazada enseguida y siempre demostró una gran fertilidad, condición que lo volvía engreído, sobre todo porque los demás no tenían más de dos o tres hijos. Primero llegó Bartolomé, y un año y medio después, Andrés, los dos que lo ayudaban en la herrería. Dos años más tarde, nació Fernando, que era albañil. Después, Juan, que había demostrado inclinación por la música, por lo que el padre Ursus lo había tomado bajo su ala. Tres años más tarde, le siguió Marcos, que, con once años, todavía estudiaba en el catecismo. Y cuando por fin nació Teodoro, Laurencio perdió la esperanza de volver a ser feliz. Había deseado que se tratase de una niña para cortar la maldición que caería sobre su séptimo hijo si este era varón. No podía arriesgarse. Ser padre de un luisón le resultaba una condena demasiado pesada de sobrellevar, más pesada que no volver a tocar a su amada Malbalá.
Ese día en que le notó el arrebol en las mejillas y una sonrisa fugaz, comenzó a estudiarla con atención. Le observó los pechos más enhiestos, el cabello más brillante y las caderas más redondeadas, rasgos que la acompañaban durante los meses de gestación. No se atrevía a preguntarle si estaba embarazada. ¿Cómo podía ser? Él no la había tocado desde el nacimiento de Teodoro, más de dos años atrás. Cuando la curva del vientre de Malbalá se evidenció, se echó un par de tragos al coleto y la encaró. Ella le confirmó su sospecha.
—¿De quién? —exigió saber.
—Del demonio Kurupí —aseguró la mujer.
—¿De Kurupí? —A Laurencio le habían contado acerca del pequeño demonio de la selva, con un pene tan largo que, para no arrastrarlo ni pisarlo, se lo enroscaba en la cintura con varias vueltas. Violaba a las mujeres y las embarazaba. El niño invariablemente moría a los siete días de su nacimiento. Como el bastardo no murió a los siete días, por el contrario, siguió creciendo y desarrollándose normalmente, Laurencio supo que Malbalá le había mentido. Ese era hijo de hombre común y corriente. Una noche de luna llena estuvo a punto de ahogar a Aitor en el Yabebirí, pero se detuvo a tiempo, justo cuando iba a arrojarlo al agua, consciente de que Malbalá sabría que él lo había asesinado y lo odiaría; quería al pequeño lobisón más que a sus otros hijos. Lo echaría de la casa y lo denunciaría con los padres, que lo azotarían y lo encerrarían en la prisión para siempre. Tendría que dejarlo con vida, soportarlo, a ese pequeño engendro, mitad humano, mitad perro salvaje, hasta el día en que un yaguareté se lo comiese porque todos sabían que los hijos de las adúlteras y de las solteras eran el alimento favorito del gran felino.
No volvió a privarse del cuerpo de su mujer, y le importó bien poco que, si quedaba embarazada de nuevo, naciese una niña y la tildaran de bruja. Pasada la cuarentena después del nacimiento de Aitor, regresó para reclamar sus derechos de esposo a los que él mismo había renunciado por idiota y que habían obligado a su mujer a buscar alivio en otros brazos. ¿Los de quién? Nunca le preguntó. Por cobarde. Por temor. Porque no quería que ella le respondiese otra vez que se había tratado de Kurupí. Había cometido un error imperdonable; se había olvidado de que Malbalá no era guaraní, sino abipona, una mujer que, hasta pocos años antes, había vivido entre gentes sin religión, ni moral, sin reglas, en absoluta libertad. Ese aspecto salvaje no se le había borrado porque el cura le hubiese arrojado agua en la pila bautismal. Esa naturaleza arisca y montaraz seguía allí, latente detrás de esa capa de barniz que él había confundido con la esencia de su esposa.
Todo eso recordó y meditó Laurencio mientras la observaba acercarse con el niño lobisón calzado en la cintura. Deseaba golpearla y deseaba poseerla. Ambos anhelos eran tan poderosos y a la vez tan contradictorios que le temblaban las manos. Formó dos puños. No podía golpearla, ni poseerla. Lo primero, porque el padre Ursus le partiría la cabeza; lo segundo, porque Malbalá se negaba. La cuarentena por el nacimiento de Bruno había quedado atrás; no obstante, ella se negaba a concederle sus favores. «No quiero más hijos», había manifestado con esa seguridad que él no conocía en otra mujer.
A la frustración que le causaban sus problemas matrimoniales, tenía que sumarle el sermón que acababa de endilgarle el padre Ursus después de la misa de la tarde. Él no había asistido; se limitaba a la del domingo y a las fiestas de guardar, y nadie podía reprocharle: si querían que cumpliese con los encargos, debían dejarlo trabajar. El jesuita se había presentado en el taller con el ceño muy apretado y había guardado un respetuoso silencio mientras él vaciaba el hierro líquido en los moldes de puntas de flecha. Primero hablaron de los encargos urgentes de otras doctrinas donde no había herrería; después comentaron sobre la labor de los aprendices, y por último el sacerdote le pidió unas palabras a solas. En tanto se alejaban hacia la enramada del taller, él no se olvidaba de que el cura lo había mandado azotar y encerrar en prisión después de que le asestó el bastonazo al niño luisón. De esa humillación no se olvidaría fácilmente. Lo quería al padre Ursus, era un hombre sabio y justo, pero estaba resentido con él; no le perdonaba que se metiese en los asuntos de su familia.
—¿Has vuelto a beber? —le había preguntado cuando se hallaron lejos de los aprendices.
—No, pa’i.
—¿Dónde obtuviste la chicha la vez pasada?
—Yo mismo la hice.
—No vuelvas a hacerlo, Laurencio. Sabes que está prohibido el alcohol en las doctrinas. Es una regla que se cumple a rajatabla. Podría expulsarte del pueblo, y tendrías que ponerte a las órdenes de las autoridades temporales, que enseguida te destinarían a una encomienda. ¿Lo sabes, verdad?
—Sí, pa’i.
—Aquí eres dueño de tu propio destino y tienes un trabajo digno, pero debes atenerte a ciertas reglas.
—Sí, pa’i —masculló, y si bien no replicó para no polemizar, eso de que era dueño de su propio destino le sonaba a cuento.
—¿Qué problema tienes con el pequeño Aitor?
Bajó el rostro para ocultar el odio que el sacerdote descubriría en sus ojos.
—No hay problema con él —mintió.
—Le vives zurrando el bálago, Laurencio. Y el otro día le pusiste una mano muy pesada encima. El padre Johann debió darle puntos, y la cicatriz le quedará para siempre. ¡Solo tiene cuatro años! —La piel bronceada del jesuita adquirió una tonalidad rojiza, y la calma que había desplegado hasta el momento comenzó a resquebrajarse—. ¿Qué es lo que te pasa con él? ¿Es esa absurda historia del niño luisón o lobisón?
—Yo quería que fuese niña —se inventó— para que nadie dijese que sería un monstruo al convertirse en hombre.
—¡Pardiez, Laurencio! Tu hijo no será un monstruo cuando sea mayor. Será un gran hombre, ya lo verás. ¿Cómo puedes dejarte llevar por esas historias absurdas? ¿Acaso no te hemos enseñado la verdadera religión? ¿Acaso Jesucristo alguna vez habló de un luisón?
—Pero habló del demonio —argumentó— y el luisón es un demonio, pa’i.
Ursus se restregó los ojos con actitud impaciente. A veces, lidiar con la ignorancia de estas gentes le resultaba una misión titánica.
—El demonio no es un ser humano que se convierte en perro salvaje en las noches de luna llena. Es un ángel caído.
—Pero, a veces, el ángel caído se apodera del espíritu de un ser humano y lo obliga a hacer cosas horripilantes. Jesús espantaba demonios. Tú lo has dicho en misa, pa’i.
—Sí, sí, es cierto, pero las personas poseídas no se transforman en perros salvajes, te lo aseguro.
—Pa’i, tal vez sería bueno alejar al niño del pueblo para que nadie le haga daño. Podrías enviarlo al colegio en Córdoba, como enviaste al hijo mayor de Ramón Caté.
—No, de ninguna manera. El hijo de Ramón era mucho mayor cuando lo enviamos a Córdoba, y eso es porque demostró gran inclinación por las lenguas muertas. No, no, Aitor no se moverá del pueblo.
—Sí, pa’i.
—Además, ¿no piensas en su madre, en su abuela? ¿No piensas en cuánto sufrirían ellas?
—Lo siento, pa’i.
—Quiero tu promesa de que no volverás a levantarle la mano a tu hijo Aitor. Prométemelo, Laurencio. Si me lo prometes… santo y bueno con esta historia.
Se le ocurrió confesarle la verdad la jesuita, explicarle que odiaba a Aitor porque era el fruto de un amor pecaminoso que su mujer había tenido con otro, él no sabía con quién. A punto de escupir la verdad, se detuvo. ¿Qué sería de Malbalá? El adulterio era un pecado que los curas condenaban a menudo desde el púlpito. ¿La encerrarían para siempre en la prisión? ¿La echarían del pueblo? ¿La enviarían de regreso con su nación abipona?
—Lo prometo, pa’i.
Esas últimas palabras aún le sabían a hiel en la boca, que para nada se diluía ante la visión del bastardo en brazos de su mujer.
Malbalá elevó la cabeza y frenó de golpe. A unos palmos, cerca de la entrada de su casa, se hallaba Laurencio, que la observaba con una expresión que para los demás habría resultado indescifrable; para ella, en cambio, hablaba a las claras: «Te odio, pero sobre todo odio a ese engendro que llevas en brazos». Pasó de largo sin decir palabra, ni siquiera se detuvo para depositar la canasta bajo la enramada. Laurencio la obligó a frenar al interponerse en su camino.
—¿Adónde vas?
—A casa de mi madre. Debo alimentar a la niña santa.
—Tengo hambre. Hazme la cena.
—Enseguida —dijo, y lo sorteó para seguir su derrotero.
Laurencio caminó a su lado.
—¿Dónde estabas?
—Fui a bañarme al río.
—Fui a buscarte y no te vi.
—Está prohibido a los varones aparecerse en la zona en que nos bañamos nosotras.
—¿Dónde estabas?
—Ya te lo he dicho, en el río, bañándome.
—¿Por qué no llevaste a nuestros hijos, Marcos y Teodoro? Ellos también te necesitan, tanto como… él. —Agitó la mano en dirección de Aitor, sin mirarlo.
—Estaban en el coro, con el hermano Pedro. ¿Quieres entrar en casa de mi madre y conocer a la niña?
El ofrecimiento lo tomó por sorpresa, en especial el tono con que le habló, uno dulce, y también expectante, como si desease compartir a la niña con él. Asintió quizá más bruscamente de lo que habría querido porque todavía lo obsesionaban la presencia de Aitor y la promesa que le había arrancado el padre Ursus.
Para entrar, debieron sortear a un grupo de curiosos reunidos en la calle, fuera de la casa. Laurencio notó las canastas con flores, verduras y aves de corral que ocupaban casi toda la extensión de la enramada; y también notó que algunos lanzaban vistazos poco amistosos a su mujer.
Al cruzar el umbral, el calor de la habitación le recordó al de su taller. Paseó la mirada por el interior, y descubrió un fuego que rara vez se encendía durante el verano. Junto a él, había una vasija. Malbalá depositó la canasta y al niño en el suelo. Este se arrodilló junto a la vasija y hundió la cara dentro. ¿Qué hacía? Vio que su esposa sacaba a Bruno de una canasta, mientras hablaba con Ñezú en voz baja.
—¿Un mate? —ofreció Vaimaca.
—Se agradece —dijo Laurencio.
—¿Ha venido a conocer a la niña Emanuela?
—Sí.
—Venga. —La mujer se inclinó sobre la vasija, apartó un montículo de plumas, levantó a la criatura y la acomodó en sus brazos—. Esta es Emanuela.
Laurencio la miró sin interés; la niña le importaba poco; solo quería estar cerca de Malbalá. No obstante, un movimiento en los párpados de la pequeña captó su atención. La pequeña abrió los ojos y, luego de bambolearlos sin ton ni son, los fijó en él. Con la experiencia de siete hijos, sabía que los recién nacidos no veían con claridad, y sin embargo, tuvo la impresión de que esta criatura lo traspasaba con la mirada. Una sonrisa le despuntó en las comisuras sin que él se diese cuenta. ¡Hacía tanto que no sonreía! Hacía tanto que no experimentaba ese calor en el pecho. De pronto se acordó de cuánto había deseado tener una niña. Esta era muy blanca, transparente en algunas partes, donde se le marcaban las venas azules. La pelusa que le recubría la cabeza, que era muy oscura, la hacía verse más blanca. Ni siquiera el padre Bansué, que había sido blanquísimo al llegar a la misión, tenía una piel como esa.
—¿Puedo cargarla?
—¡No! —El grito de Aitor sobresaltó a los adultos.
Laurencio le lanzó un vistazo furibundo. El niño echaba la cabeza hacia atrás y lo desafiaba con una mirada cargada de resentimiento.
—Aitor, vamos fuera —indicó Vaimaca, e intentó asirlo, pero el pequeño se soltó de un sacudón.
—¡No!
—Dame a la niña, madre —se apresuró a intervenir Malbalá—. Ya terminé con Bruno. Ahora le toca a ella.
Malbalá regresó a la banqueta y se acomodó para amamantarla. Aitor se arrodilló cerca de la cabeza de la criatura y se inclinó para besarla en la frente, y a Laurencio lo asaltaron unas ganas irrefrenables de agarrarlo de las crenchas y arrastrarlo fuera. ¿Cómo se atrevía a apoyar esos labios inmundos en la piel inmaculada de la niña santa? Ahogó una exclamación en la que nadie reparó —todos contemplaban, absortos, a la pequeña— cuando Aitor, con lentitud deliberada, giró la cabeza después de besar a Emanuela y le clavó los ojos de gato. No recordaba que el niño lo hubiese desafiado de esa forma; en general, se mantenía lejos y nunca lo miraba a la cara. En esa ocasión, parecía advertirle: «Acércate a ella y te destrozaré con mis dientes de luisón». Y Laurencio le tuvo miedo.
* * *
Ursus regresó de su encuentro con Laurencio de mejor ánimo. Estaba seguro de que cumpliría con la promesa, al menos mientras se mantuviese sobrio. Aunque Laurencio no era la única amenaza para Aitor; salvo un puñado de personas, el pueblo en general lo despreciaba. Suspiró. Estaba cansado. Si se ponía a pensar, las últimas habían sido las jornadas más largas y frenéticas de su ministerio.
Entró en su dormitorio y, sin quitarse el calzado, se echó sobre el camastro y fijó la vista en los listones de madera del techo. Qué sólidas eran esas construcciones que habían levantado los guaraníes con la guía de los padres. Qué firmes que lucían sus paredes de piedra y sus techos de tejas. ¿Por qué, entonces, no lograba quitarse de encima la sensación de que todo podía irse al garete? Conocía como nadie a esos indios, y sabía que, así como lucían sumisos y gentiles, mostrarían una veta feroz si se sentían amenazados. Y con la idea del lobisón, por cierto que se sentían amenazados.
Dos días más tarde, después de la misa del atardecer, Ursus se retiró a su dormitorio para realizar los ejercicios espirituales de rigor. Suspendido en una duermevela, con el libro a punto de resbalar de sus manos, se levantó con un respingo al sonido de unos golpes en la puerta. Era Tarcisio.
—Pa’i —dijo, a través de la madera—, aquí está Cornelio. Pide verlo.
—Dile que ya voy.
Era tarde, casi de noche. ¿Qué hacía Cornelio aún dando vueltas? Se acercó al aguamanil y se enjuagó la cara. Se secó con vigor hasta volverse roja la piel. Caminó hacia la sala y gesticuló con la mano para indicarle a Cornelio, el jefe de la tintorería del pueblo, que se acercase a la mesa. El hombre cargaba una caja de madera.
—¿Puedo apoyarla sobre la mesa, pa’i?
—Por supuesto, Cornelio. ¿Qué me traes?
El hombre levantó la tapa y reveló un vestido primoroso, de brocado verde cardenillo, con hilos de plata, y puntilla color té a manera de arrequive en el escote y en los puños.
—Era de la madre de la niña santa —explicó, y Ursus no encontró la fuerza para reprenderlo por llamarla «santa»; se limitó a asentir.
Las mujeres destinadas a preparar el cuerpo de la joven para el entierro la habían desnudado, limpiado y amortajado de acuerdo con la costumbre, con un lienzo de algodón blanco de varios metros, y a una orden suya, habían enviado el vestido a la tintorería. Se imponía conservarlo, no solo porque era la única pertenencia de la pobre desgraciada, sino porque serviría a sus familiares para reconocerla, eso y el descubrimiento que las mujeres habían hecho mientras la aseaban: la fallecida presentaba una gran mancha en la parte frontal del muslo derecho, de un color magenta y de forma irregular, que, con buena voluntad, podía definirse como un rombo. El padre van Suerk había confirmado que se trataba de una marca de nacimiento.
—Qué rápido han hecho el trabajo —ponderó el jesuita al tintorero.
—Comenzamos apenas nos lo entregaron, pa’i, y nos hemos dedicado a él con mucho cariño.
—Gracias, Cornelio.
—Pensamos que es lo único que le queda a la niña santa de su madre. —Ursus volvió a asentir, incómodo con el apelativo—. Le hemos quitado hasta la última mancha de sangre y lodo.
—Han hecho un trabajo excelente. Te felicito, Cornelio. ¿Qué sabes de los botines y de la ropa interior?
—Aquí, debajo del vestido, está la ropa interior, pa’i. Muy fina. Los botines aún los tiene Patricio —se refería al maestro zapatero y talabartero—. Le está pasando grasa de capiguara —así llamaban los guaraníes al carpincho— para que no se cuartee el cuero, que estaba empapado.
—Gracias, Cornelio. Ahora puedes irte a descansar.
—Gracias, pa’i. Buenas noches.
—Buenas noches, hijo.
Ursus acarició la tela y se acordó de la noche en que habían encontrado a Emanuela. ¡Qué distinto lucía el vestido en esa caja! En aquella fatídica oportunidad, la oscuridad y la angustia habían impedido que apreciara el fino brocado y la excelente confección. No se veían prendas de tanta calidad en Asunción. ¿Quién había sido esa pobre muchacha?
Tapó la caja con un suspiro y volvió a destaparla de inmediato. Se quedó mirando el vestido, mientras escenas de su infancia se desplegaban delante de él: su madre y su hermana acondicionando las prendas para guardarlas ante el cambio de estación. Apretó los ojos al recordar la última carta de su cuñado, en la que le confesaba que su hermana Ederra había perdido otro embarazo. Podía imaginar su tristeza y desaliento. Tiempo atrás le había escrito que su vientre seco la convertía en un ser inútil. «Mi existencia carece de sentido», había agregado. ¡Cuánto padecería con esa nueva pérdida! Era en momentos como ese en los que deseaba hallarse en Buenos Aires para abrazar y consolar a su hermana menor. Afortunadamente, su esposo, el militar Alonso de Alarcón, era un hombre bondadoso que no le reprochaba la falta de descendencia. No obstante, el corazón de Ederra se desgarraba.
Ursus levantó lentamente los párpados y volvió a encontrarse con el vestido de brocado.
—Tarcisio.
—Diga, pa’i.
—¿Te queda corteza de canela, esa que usas para perfumar el arroz con leche?
—Sí, pa’i.
—Bien. Tráeme algunos rollitos. Y, ¿tenemos clavo de olor?
—Sí, pa’i.
—Tráeme, pues.
El indio hizo como se le ordenaba, y Ursus repartió las cortezas de canela y los clavos en dos pañuelos, los cerró con un nudo de modo que formasen dos bolsitas y los colocó bajo el vestido. Tapó la caja y se la entregó a Tarcisio.
—Es importante que conserves el vestido de Emanuela en un sitio donde no haya humedad, ni el agua pueda estropearlo. Lo mismo cuando Patricio traiga los botines.
—Sí, pa’i —contestó el sirviente, y, mientras Ursus lo veía marchar con la caja, se preguntó: «¿Cuánto tiempo pasará antes de volver a abrirla?».
* * *
Al día siguiente, el tapererepura de la Candelaria se presentó con la respuesta del superior de las misiones, el padre Jorge. El jesuita demostraba su sentido práctico al escribir: «Por el momento, mantendremos a la niña en vuestra misión, ya que, como decís, sería riesgoso trasladarla a Asunción. En el ínterin, pondré en autos al provincial. Apenas reciba su respuesta, os escribiré para informaros».
Tiempo más tarde, el mensajero de la Candelaria apareció de nuevo con otra misiva del padre Jorge. «Me señala el padre Aguilar que carece de todo sentido trasladar a la niña a Asunción, pues ¿a quién se la consignaríamos? ¿Adónde la llevaríamos? En la ciudad no existen los hospicios, ni hay conventos de hermanas. Por lo que el provincial juzga sensato que permanezca con la familia bajo cuya protección se encuentra. Me ha asegurado que le escribirá al señor gobernador para ponerlo al tanto y también le comunicará esta situación al Cabildo, para que hagan correr la voz de modo que demos con los parientes de la desdichada joven. Él mismo contactará a las familias más encumbradas y también hablará de esto en el púlpito. Lamentablemente solo contamos con el dato de su nombre de pila y la descripción de sus prendas, pero ¿cuántas Emanuelas en fino brocado verde cardenillo pueden existir que hayan desaparecido sin dejar rastro? Veréis, padre Ursus, en menos de lo que canta un gallo, se presentarán los abuelos o los tíos de la niña, a quien Dios guarde por muchos años».