CAPÍTULO
III

En el atracadero de San Ignacio Miní, los aguardaba un comité de recibimiento. De lejos los alcanzaba una melodía, y Ursus se imaginó a la orquesta de la misión ejecutando con habilidad las chirimías, las tiorbas y los violines. Los sonidos alegres y saltarines se daban de bruces con las malas caras de los ocupantes de la jangada.

Los bogadores acercaron con habilidad la embarcación y la ataron a los postes. La orquesta cambió la melodía y ejecutó una con más brío. El corregidor, Cecilio Pindoyuví, engalanado con su uniforme militar y con el bastón en la mano, caminó por el muelle seguido por el alcalde de primer voto —el cargo de alcalde de segundo voto seguía vacante— y demás funcionarios del Cabildo para recibir al superior de la misión. Pindoyuví se volvió hacia la orquesta y sacudió su bastón para acallarlos al ver que los bogadores cargaban un cuerpo. Sus ojos achinados se abrieron desmesuradamente cuando el padre Ursus se presentó cargando un bulto de la manera en que se carga a un bebé pequeño.

El jesuita se inclinó en el oído del corregidor y le explicó la situación en pocas palabras. El hombre asintió y tomó el liderazgo. La cuestión se resolvió de manera solemne. El cuerpo se colocó en la carreta destinada para transportar al superior, y la orquesta la escoltó tocando una marcha fúnebre. Los funcionarios del Cabildo y los curiosos siguieron el cortejo en silencio.

—Johann, hazte cargo de la niña —dijo Ursus, y le pasó el pequeño fardo—. Creo que está muriendo.

—Es Ñezú el que sabe más de recién nacidos. Se la llevaré a él.

Ursus tomó de la mano a Aitor, que observaba con ojos despiertos y consternados, y se colocó a la cabeza del cortejo fúnebre. No se dio cuenta de que un grupo quedaba atrás, en el embarcadero, y que hacía corro en torno a los bogadores; estos agitaban las manos y hablaban a porfía.

—¿Por qué el padre Bansué se lleva a Emanuela? —quiso saber Aitor.

—Está llevándola con tu abuelo, para que la cure.

—Quiero estar con ella.

—Hijo, Emanuela está muy débil. Tal vez muera.

—¿Como el taitaru de Cosme? —Aitor se refería al abuelo de uno de sus primos, fallecido semanas atrás.

—Sí, hijo, como José Pedro.

—¡No! —Soltó la mano del jesuita y corrió tras el padre Johann.

* * *

Ursus visitó la casa de Vaimaca y Ñezú después de haber dispuesto que tres mujeres se ocupasen de aprestar el cuerpo de Emanuela. La enterrarían al día siguiente.

El padre van Suerk tomaba mate bajo la enramada con el matrimonio. Ursus paseó la mirada para ver dónde estaba la recién nacida.

—Por aquí —indicó Ñezú. Abandonó el tocón junto al fuego y entró en la casa.

Rara vez durante el día los guaraníes entraban en sus hogares; la vida se desarrollaba bajo la enramada, donde cocinaban, comían y conversaban, en la huerta familiar o avamba’e y en los campos comunitarios o tupâmba’e.

Se trataba de una habitación espaciosa, con paredes gruesas de piedra, techo de tejas sostenido por horcones de madera y suelo de tierra apisonada. Constaba de una única puerta, de urunday, con tallas de amorcillos, uvas y hojas de parra, obra de Palmiro, el único hijo de Ñezú y alcalde de primer voto, que era ebanista, y de dos ventanas con vejigas de vaca estiradas a modo de vidrio, que, por suerte, estaban abiertas, porque el calor sofocaba. Las hamacas se habían recogido y doblado, y se hallaban apiladas en un rincón, junto a un baúl de cuero. Si bien la casa era de una planta, tenía un desván, al que llamaban sobrado, y que se usaba para almacenar los productos del avamba’e y las raciones del tupâmba’e que correspondían a cada familia.

Ursus se quitó el sombrero y se abanicó. Avistó el pozo del cual emergía la incandescencia de las brasas, y enseguida distinguió dos figuras recortadas en la penumbra. Eran Aitor y Palmiro, uno de los pocos que trataba con afecto al niño que los demás reputaban de luisón. Se había despojado de sus ropas talares y de su bastón de alcalde, y vestía camisa y bombachos. Tal vez, meditó Ursus, Palmiro había decidido prohijar al pequeño Aitor, dado que a él su esposa solo le había dado hembras.

—¿Dónde está la niña?

—Allí, pa’i. —Ñezú estiró un dedo sarmentoso para señalar una gran vasija de barro, de esas que las mujeres moldeaban con caolín y que se horneaban en la olería, la fábrica de ladrillos y tejas.

Ursus se acercó con rapidez y clavó una rodilla en el suelo junto al improvisado moisés de la recién nacida. La descubrió envuelta en holandilla y cubierta por plumas de pato. Solo se le veía el rostro, cuya palidez se mimetizaba con el color de las plumas. Su serenidad parecía la de un muerto.

Ñezú se inclinó y giró la vasija para que el calor de las brasas lamiera el otro lado. Aitor, que se hallaba muy próximo, se movió para quedar junto al extremo por donde asomaba la cabeza de la criatura. Apoyó sus manitas en el borde y la contempló sin pestañear.

—Necesita calor —informó el anciano paje—. Está muy débil. Intentamos que Malbalá la amamantase, pero no tiene fuerza para chupar. Esperaremos antes de intentarlo de nuevo. Ella vendrá más tarde.

El jesuita asintió y estiró la mano en dirección a Aitor.

—Vamos, hijo. —El niño negó con la cabeza sin despegar la vista de la niña—. Aitor, debes dejar a la pequeña Emanuela en manos de tu abuelo. —Volvió a agitar la cabeza—. El padre Johann te quitará los puntos de la ceja.

—No.

—Déjalo, pa’i. Le hace muy bien a la niña que él esté aquí. —Ursus hizo un gesto de incomprensión—. Le ha tomado gran cariño a la pequeña, y a ella eso le hace bien. Le hace bien a su espíritu —explicó—, para que siga luchando, pa’i.

Ursus lo contempló en silencio, incrédulo, aunque no se atrevió a contradecirlo. Durante esos años había sido testigo de las curaciones del paje que ni van Suerk, con sus estudios en la Universidad de Padua y de Montpellier, atinaba a explicar. Se limitaban a rendirse a la evidencia. Asintió, con un profundo ceño, y salió a la enramada de la casa.

—Me voy —anunció—. Vaimaca, gracias por acoger a la niña.

La anciana levantó la vista y lo miró directo a los ojos. Ya se había acostumbrado a los tatuajes que le cubrían el rostro; a su mirada todavía la encontraba un poco intimidatoria. La mujer inclinó la cabeza en señal de aquiescencia y pasó otro mate al padre van Suerk, que lo bebió de una gran succión ya que el agua estaba fría; así lo tomaban los indios.

—Yo también tengo que irme —dijo el sacerdote holandés, y abandonó la banqueta—. Temo que Juana no pase la noche. Las tercianas han vuelto con mucha fuerza y la quina no está surtiendo efecto. Creo que deberías darle los santos óleos, Ursus.

—La visitaré enseguida. ¿Está en su casa o en el hospital?

—En el hospital.

* * *

Aitor disfrutaba de la compañía del cacique Palmiro Arapizandú; nunca lo miraba con recelo y le había prometido que, cuando fuese más grande, le enseñaría a cazar en la selva. Sin embargo, en ese momento deseaba que se fuese y que lo dejase a solas con Jasy, como la llamaba en su mente. Al cabo, el alguacil mayor se asomó en la casa de Ñezú e informó a Palmiro que había habido una pelea en uno de los talleres y que Cecilio, el corregidor, requería su presencia. A modo de saludo, Palmiro Arapizandú intentó apoyar la mano en la coronilla de Aitor, pero este se apartó rápidamente, más un acto mecánico que deliberado. El alcalde le sonrió después de un instante de estupor y se marchó.

Sin perder tiempo, el niño se puso de rodillas junto a la vasija para estudiar a la pequeña. No se cansaba de mirarla. Si dejaba de hacerlo era porque le hablaban o porque su abuelo entraba para controlar la temperatura de la vasija. Se había lavado las manos; su abuela le había dicho que estaban inmundas y que desagradaría a Emanuela. La tocó con la punta del índice, primero la mejilla, después el mentón y por último los labios, primero el de arriba, luego el de abajo. La niña los movió, y Aitor retiró el dedo como si se lo hubiese quemado. Permaneció en suspenso, observándola, mientras el delicado rostro volvía a su habitual quietud. Se atrevió a tocarla de nuevo, en la otra mejilla y en la frente, donde el cabello le avanzaba como una pelusa oscura. Bajó por el tabique y le apretó la nariz con el índice y el pulgar, como cuando su mamá lo bañaba en el arroyo y él se tapaba las fosas nasales para que no entrase el agua y le hiciera doler. Transcurridos unos segundos, la niña despegó los labios y soltó un quejido casi inaudible. Aitor volvió a apartar la mano y se quedó mirándola. De nuevo lo fascinaron los movimientos y delicados sonidos que hacía con la boca.

—Jasy —le susurró sobre la frente—, Jasy, despierta. Despierta, Jasy. ¿Por qué no despiertas, Jasy?

La niña se echó a llorar, y Aitor se puso de pie de un salto. Se apretujaba las manos, mientras la observaba gritar y apretar los ojos. ¿La habría lastimado? Se asustó cuando Vaimaca y Ñezú se precipitaron dentro. Temió que lo culparan y consideró la posibilidad de escapar. Como no quería alejarse de la niña, se dispuso a recibir la tunda. No le pegaron, ni siquiera le echaron un vistazo de enojo. Vaimaca hundió las manos entre las plumas y sacó a la niña de la vasija. La acomodó sobre su pecho.

—Aitor, trae a tu madre —ordenó la mujer en abipón, la lengua que elegía para comunicarse con sus hijas y sus nietos—. Tiene que alimentar a Emanuela.

Aitor abandonó la casa de su abuela y se lanzó en dirección a la de su familia, que quedaba a dos cuadras. Corría, descalzo, sorteando charcos y personas, sin percatarse de que lo miraban con curiosidad y de que, al descubrir de quién se trataba, se santiguaban.

Avistó a lo lejos a su madre, sentada en la enramada, ocupada en tejer una canasta con las fibras del güembé.

—¡Sy! ¡Sy!

Malbalá abandonó la labor, se puso de pie y lo escudriñó con cara de preocupación.

—¿Qué ocurre, Aitor?

—Mi jarýi dice que vayas a alimentar a Ja… a la niña. Se ha despertado.

—Tú quédate aquí al cuidado de tu hermano. —Indicó en dirección a una canasta donde dormía Bruno—. Ya regreso. —Malbalá avanzó un trecho y se dio vuelta. Aitor se detuvo de golpe—. Te dije que te quedases con tu hermano. —El niño sacudió la cabeza para negar—. Regresa a casa y quédate junto a Bruno. —Sacudió la cabeza una vez más con el ceño marcado y aire de terquedad—. ¡Qué desobediente eres!

La mujer volvió sobre sus pasos, sacó a Bruno del moisés y se encaminó a casa de Vaimaca con el niño a cuestas. Aitor la seguía a distancia prudente, aún con el ceño marcado y los puños apretados. Ni siquiera su madre, la persona que más quería, le impediría estar con Emanuela y verla comer por primera vez.

Malbalá colocó en los brazos de Ñezú a Bruno y se sentó sobre una manta en el suelo. Vaimaca le entregó a la recién nacida. La acomodó en su regazo y la observó durante unos segundos. Las comisuras de Aitor se elevaron lentamente como un reflejo de las de su madre. Malbalá desató el cordón que mantenía cerrada la cartera en la parte superior de su tipoy y liberó un seno cargado de leche. Lo aferró para guiarlo hacia la boquita de Emanuela. La niña no se movió. Lo apretó, y una gota blanca brotó en la punta del pezón. Malbalá la colocó sobre el labio inferior de la pequeña, al que movió con el índice hasta que la leche se deslizó dentro. La niña movió los labios y los sonidos hicieron sonreír a los adultos. Aitor la contemplaba, fascinado, con gesto de expectación.

—¿Por qué no toma tu leche, sy?

—Ya lo hará, Aitor. No seas impaciente.

—El padre Bansué dice que si no come pronto, morirá.

Malbalá levantó la vista y, al ver la mueca de angustia en el rostro de su hijo, estiró la mano y le acarició la mejilla sucia.

—Mira, hijo, mira. Ahí empezó a mamar.

—¡Sí! —exclamó y rio. Se arrodilló detrás de la cabeza de la niña y la besó.

Resultaban tan infrecuentes esas muestras de afecto y esa risa en Aitor, que los adultos intercambiaron miradas desconcertadas.

—¿La quieres mucho, Aitor? —quiso saber la madre, y el niño asintió sin apartar los ojos de la cabecita de Emanuela.

Malbalá se apretaba el seno para ayudar a la pequeña en la succión. A veces, la leche se desbordaba y se le escurría entre las comisuras, situación que ponía muy nervioso a Aitor.

—¡Sy! —le reprochaba, y le clavaba los ojos furibundos.

—Tranquilo, Aitor. No pasa nada. Tranquilo.

Entonces, el niño se inclinaba y besaba la coronilla de Emanuela en el acto de protegerla. La pequeña terminó por dormirse con el pezón en la boca. Malbalá se la entregó a Vaimaca, que la recostó sobre su pecho y le masajeó la espalda hasta que la niña eructó. Todos sonrieron, aun Aitor.

—Quiero cargarla.

—No, Aitor —se opuso Ñezú—. Tiene que volver a la vasija. No puede enfriarse.

—Aquí hace calor —interpuso el niño—. Mucho calor.

—Sí, hijo. Pero Emanuela sintió un frío muy grande cuando nació, un frío que tú no conoces, un frío que viene desde adentro, y a ese frío hay que quitárselo rápido, antes de que se la lleve.

Aitor asintió con aire solemne y volvió a sentarse junto a la vasija y a fijar su atención en el rostro de Emanuela. Se dio cuenta de que ya no lucía tan blanca como la luna, sino que unos arreboles le coloreaban las mejillas, como las nubes del atardecer.

* * *

Por la tarde, Ursus experimentó un cansancio como pocas veces había sentido en sus años de misionero; los músculos de las piernas le temblaban, y un dolor de cabeza le punzaba en la parte izquierda, como si algo intentase trepanarle el cráneo. La noche en vela sobre la jangada, la tristeza por la muerte de Emanuela y la angustia por el destino de la recién nacida estaban haciendo mella en su espíritu. Bajó los párpados, musitó una breve oración en latín y siguió caminando. Todavía quedaban obligaciones que afrontar antes de que su cuerpo colapsara en el camastro.

Salió del hospital, donde acababa de darle los santos óleos a Juana, una joven madre a quien las fiebres tercianas no daban respiro. Dejaría huérfanos a dos niños. En la entrada del hospital, una construcción de sólida estampa, próxima al cotiguazu, la casa de las recogidas, viudas y huérfanas, se reunía un corro de mujeres que rezaba por la sanación de Juana. Se acallaron al ver al padre Ursus, que sacudió la cabeza con desaliento y prosiguió su camino. El bisbiseo de los rezos se reanudó detrás de él.

El calor seguía intenso en la cabaña de Ñezú. A Ursus le daban pocas ganas de entrar con ese dolor de cabeza; no obstante, cruzó el umbral porque ansiaba ver a la pequeña. Notó que Aitor seguía allí, junto a la vasija, con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes fijos en Emanuela. Le apoyó la mano sobre la coronilla y la notó muy caliente.

—¿Cómo está la niña, Ñezú?

—Mejor, pa’i.

—¿Sabes, pa’i? —intervino Aitor—. Mi sy le dio de mamar.

—¿De veras? —Ursus buscó la mirada de Ñezú, que asintió con los ojos cerrados—. Esa es una buena noticia. Loado sea el Señor.

—Amén —respondieron el paje y su esposa.

—¿Dónde pasará la noche Emanuela?

—Aquí —informó el curandero—. Malbalá vendrá a amamantarla más tarde.

—¿Crees que sobrevivirá, Ñezú?

Ursus atisbó por el rabillo del ojo el movimiento súbito de Aitor, que separó la vista del objeto de su deseo para fijarla en su abuelastro, a la espera de la contestación.

—No lo sé, pa’i. Sigue muy débil. Tal vez…

—¡Sí, vivirá! —El niño se puso de pie y encaró al paje—. ¡Sí, vivirá! —Desafió a los tres adultos con una mirada intensa, de ojos fulgurantes, de esa tonalidad sobrenatural que, al favor de la luminosidad rojiza de las brasas, se había vuelto de oro líquido.

—Vivirá si es la voluntad de Dios —expresó Ursus.

Pa’i, tú me dices que Tupá es bueno. Si es bueno, hará que Emanuela viva.

—No desafíes a Dios, Aitor —se enfadó el sacerdote.

—Pídeselo, pues —intervino Vaimaca—. Ve a la iglesia y pídeselo.

Ursus estiró la mano en dirección al niño. Quería sacarlo de ese ambiente caluroso, mojarle la cabeza y limpiarle las mejillas. Aitor echó un vistazo a la niña, luego a Ursus, de nuevo a la niña, hasta que aceptó la mano ofrecida.

—Vamos a la iglesia, pa’i. Tengo que pedirle a Tupá por Ja… por Emanuela.

—No puedes ir a visitar al Señor en esas trazas, Aitor. Primero iremos a mi casa y te adecentarás un poco. El padre van Suerk te quitará los puntos. —Ursus ajustó la mano en torno al bracito del niño cuando este intentó escapar—. ¿Tienes miedo de que te quite los puntos?

—Yo no tengo miedo.

—Sé que no —sonrió Ursus—. ¿Por qué quieres escapar, pues?

—Porque quiero ir a la iglesia a rezar por Emanuela.

—Iremos, te lo prometo. ¿Alguna vez te he mentido?

—No, pa’i.

En la casa de los padres, el niño se dejó asear por el hermano Pedro, permitió que el hermano César le diese unos bocados de torta de mandioca y leche tibia con miel silvestre, y que el padre van Suerk le quitase los puntos, mientras Ursus, con la asistencia de los monaguillos, se ajustaba el amito, luego se echaba encima el alba y por último la casulla verde.

Sonaron las campanas que regían la vida en la misión y anunciaron el inminente comienzo de la misa crepuscular. Salvo a la del domingo, no había obligación de asistir; ese día, sin embargo, cientos de personas se presentaron en el atrio de la iglesia e ingresaron envueltas en un murmullo permanente. Querían pedir por la sanación de Juana, por el alma de la pobre desgraciada hallada a orillas del Paraná y por su pequeña hija, Emanuela.

Ursus cruzó la sacristía con largas zancadas y se dirigió a la casa de los padres en busca de Aitor. El hermano César le peinaba las «crenchas», como se lamentaba. El niño se mantenía impasible, sin comprender una palabra de las críticas del lego.

—Hijo —Ursus colocó el índice bajo el mentón del niño y lo obligó a levantar el rostro. Le estudió la cicatriz en la ceja izquierda—. Durante la misa, reza por Emanuela, Aitor. Pídele a Tupá que le permita vivir.

—Sí, pa’i.

* * *

Lo despertaron las campanas que anunciaban el inicio de la jornada y que invitaban a la misa matinal. Lo alcanzaron también el repiqueteo de los tamboriles y de las cajas que sonaban desde la plaza y la voz del encargado de despertar al pueblo, que pregonaba mientras recorría las calles:

—Hermanos, despierten. Ya quiere aclarar el día. Dios los guarde y ayude a todos en el día de hoy.

Aitor se restregó los ojos. Le dolía la espalda, y se acordó de que se había negado a dormir en la hamaca para hacerlo junto a la vasija de Emanuela, por lo que su abuela Vaimaca le había improvisado un lecho con mantas. Había repetido tantas veces durante la misa y antes de dormirse: «Tupá, salva a Jasy, que viva Jasy, que no muera Jasy», que no tenía duda de que la niña amanecería completamente repuesta. Se asomó con confianza a la vasija y vio que había desaparecido. Un latido lento y punzante le golpeó la garganta, y los ojos se le anegaron. Se incorporó de un salto y salió a la enramada, donde estaban sus abuelos y su madre, que amamantaba a la niña.

—¡Emanuela! —exclamó, y se puso de rodillas para besarle la cabecita.

—Aitor —habló Malbalá con dulzura, en un susurro—. Hijo, ¿qué sucede? —Su pequeño siempre había mostrado una naturaleza impasible y desapegada; esa actitud la confundía, la preocupaba también. Aitor levantó la vista, y la mujer advirtió que estaba a punto de llorar—. Pensaste que Emanuela había muerto, ¿verdad? —El niño asintió, y dos lágrimas le rodaron por las mejillas oscuras—. Ya ves que no. Tu abuela dice que pasó una noche tranquila y que tú dormiste a su lado. —Volvió a asentir—. ¿La quieres mucho? —Otro asentimiento—. Aitor, Emanuela no es una de nosotros. ¿Ves qué blanca es su piel?

—Sí.

—Ella no pertenece a nuestro pueblo. Tarde o temprano, volverá con los suyos, con su familia.

—¡No!

—Tal vez estén buscándola, a ella y a su pobre madre, que Dios tenga en su gloria.

—Amén —musitaron Ñezú y Vaimaca.

—¡No!

—No grites que la asustas. —Casi soltó una carcajada, algo bastante inusual en ella, ante el gesto de turbación de su hijo—. Ve a casa y pídele a uno de tus hermanos que te dé una camisa limpia. No puedes ir con esa toda sucia al entierro de la madre de Emanuela. Y hoy iremos al arroyo a bañarte. Apestas, hijo. Ven, acércate. —Aitor obedeció, y Malbalá le besó la cicatriz en la ceja—. Ponte las sandalias, así no haces enojar a tu pa’i Ursus. Ve ahora, mi niño.

* * *

Acabada la misa, las autoridades del Cabildo sujetaron las correas del féretro que había permanecido sobre una peana, cerca del presbiterio, a lo largo de la ceremonia matinal, y lo acarrearon por la nave central seguidas por el padre Ursus, aún con sus paramentos sacerdotales, el padre van Suerk, los hermanos César y Pedro, y por último la feligresía. Desde su posición en lo alto y acompañado por los acordes de un órgano neumático, el coro entonaba una canción gregoriana para las ceremonias fúnebres que le hacía difícil a Ursus mantener las lágrimas a raya. No conseguía arrancarse de la memoria la visión de esa pobre muchacha a orillas del Paraná. ¡Cómo habría sufrido! Parir sola en medio de un paraje solitario, ¡qué destino tan cruel! Cerró los ojos e inspiró profundamente para controlar los sentimientos y las pasiones que lo asolaban. Se negaba a pensar que a veces Dios era demasiado inclemente con algunas criaturas.

Al salir al atrio, lo golpeó un calor intenso, casi espeso, y enseguida olfateó el aroma de la tierra húmeda suspendido en el aire. Estudió el cielo y advirtió las nubes oscuras que avanzaban desde el norte. Aceleró el paso. Había que terminar cuanto antes con el entierro.

Un murmullo le fue ganando al sonido lamentoso de las chirimías y de los violines que acompañaba al féretro. Ursus, inmerso en sus pensamientos, no lo notó hasta que una voz femenina exclamó: «¡Miren!», y la multitud profirió una aclamación. Siguió las miradas y los dedos que apuntaban hacia la figura de una mujer que caminaba con paso vacilante hacia el cortejo. Se le aceleró el pulso al ver que se trataba de Juana, de la cual habían estado seguros de que no pasaría la noche. Caminó hacia ella a paso rápido, la casulla le flameaba a los costados.

—¡Juana! —Le aferró los antebrazos y la mujer cayó de rodillas—. ¡Hija!

Pa’i Ursus.

La muchedumbre se aglomeraba en torno y hablaba a porfía.

—Vamos, Juana. ¿Por qué has abandonado tu hamaca en el hospital? Estás muy débil.

Pa’i, anoche la niña blanca vino a verme y me dijo que me sanaría, y así lo hizo. Y me pidió que acompañase a su madre al cementerio. No puedo defraudarla, pa’i. Ella me lo pidió.

—¿Qué niña? —Estaba seguro de que Juana desconocía la llegada de Emanuela a la misión. El día anterior se lo había pasado inconsciente, al borde de la muerte—. ¿Qué niña? —insistió.

—¿Acaso la niña también ha muerto, como su madre?

—Vamos, Juana —intervino van Suerk—. Estás muy débil. Debes regresar a tu hamaca.

—¡No! Ella me sanó. ¡La niña blanca me sanó! Debo cumplir con mi promesa. Le aseguré que despediría a su madre.

Dos mujeres del cortejo se adelantaron y aferraron a Juana por los brazos para guiarla hasta el cementerio. Ursus hizo un gesto a van Suerk para indicarle que no interfiriera. El cortejo reanudó la marcha en un silencio que ni las chirimías ni los violines se atrevieron a quebrar.

Con la amenaza de lluvia sobre sus cabezas, Ursus dio un responso rápido y mecánico, incapaz de quitarse de la mente lo que Juana había revelado minutos atrás; hacía grandes esfuerzos para no quedarse mirándola con ojos como platos. En verdad, Juana de pie después de haber sido desahuciada el día anterior era una imagen perturbadora.

El primero en arrojar un puñado de tierra sobre el féretro fue el padre van Suerk; lo siguieron el hermano Pedro y el hermano César. Aitor se adelantó, se puso en cuclillas, aferró un poco de tierra roja y se aproximó al filo del foso donde yacía el féretro. A Ursus le dio ternura que imitase a los adultos. Apretaba el entrecejo, y la cicatriz se le volvía blanca y acusada. En el instante en que arrojó el pequeño cascote y este golpeaba la tapa de madera, un rayo cayó a tierra a pocos metros del cementerio y destrozó la rama de un cedro, que se precipitó en medio de una lluvia de chispas.

La muchedumbre prorrumpió en alaridos y gestos desmesurados. Algunos corrieron al sitio donde había aterrizado «la fuerza de Añá», como describían al rayo. Otros permanecieron en torno al foso, la mayoría con los ojos fijos en el pequeño Aitor, mientras los gotones de lluvia comenzaban a caer.

—¡Él! —señaló Antonio, el bogador principal—. ¡Todo es culpa del niño luisón! ¡Él trajo la desgracia a mi balsa! ¡Por su culpa murió esta mujer! ¡Ahora cae el rayo cuando él arroja la tierra en el cajón de la pobre desgraciada! ¡Él está maldito! ¡Tiene el alma negra! ¡Es el Aña memby! —remató, y estaba acusándolo de ser el hijo del diablo.

Palmiro Arapizandú se movió deprisa; le entregó la vara de alcalde a su padre, levantó a Aitor y se alejó con el niño en brazos hacia la sede del Cabildo. Malbalá trotaba detrás de él. Ursus estuvo sobre Antonio en dos zancadas y lo golpeó con una bofetada de revés. El indio terminó en el suelo.

—¡Calla, insensato! ¿Cómo te atreves a culparlo de semejante necedad? ¡Les advierto a todos! ¡Si hacen daño a Aitor, los azotaré con mi propia mano! —Elevó la derecha y separó los cinco dedos; era una mano enorme, fuerte, llena de callos, que no perdonaba fatigas, y que así como consagraba la eucaristía, también guiaba una yunta de bueyes. Sus ojos oscuros, coronados por cejas gruesas y espesas, se pasearon por los rostros estupefactos de los guaraníes, que jamás lo habían visto golpear a nadie, y por fin se detuvieron en Laurencio Ñeenguirú para seguir vociferando—: ¡Y después de azotarlos, los encerraré en prisión y arrojaré la llave al Paraná! ¡Ahora, fuera de mi vista! ¡A vuestras labores! ¡Ahora!

Las amenazas del padre Ursus sirvieron para que los indios se dispersaran en silencio y con actitud contrita, aunque resultaron inútiles para borrar los sentimientos que bullían en sus corazones. La aparición de Juana y la caída del rayo eran acontecimientos imposibles de olvidar, y ese día nacieron dos leyendas en la misión de San Ignacio Miní, la de Emanuela, la niña santa, y la de Aitor, el niño luisón, el niño con el alma negra.