Los días en Asunción resultaron amenos, a pesar de que a Ursus esa ciudad pobre, fangosa y hostil, no le gustaba. Lo adjudicaba a la presencia de Aitor, a quien todo resultaba nuevo e interesante, y al reencuentro con su amigo, Santiago de Hinojosa, con quien sostenía largas conversaciones, en especial sobre la realidad política de la Compañía de Jesús, a la cual sus opositores comenzaban a acorralar en varios reinos del Viejo Continente. El hostigamiento no cejaba, y las acusaciones llovían. En especial, los acusaban de teócratas y de anteponer los intereses de Roma a los del reino en el que actuaban.
—Siempre hemos sido objeto de críticas acerbas —recordó Ursus— y siempre hemos salido victoriosos.
—Ahora es distinto, Ursus —apuntó Santiago de Hinojosa—. Antes no poseíamos la riqueza que poseemos ahora. —El otro frunció el entrecejo en clara confusión—. En la España ya se habla de que aquí hemos fundado el Reino jesuita del Paraguay —acentuó las últimas palabras con sarcasmo y un revoloteo de mano— y de que hay un rey, un tal Nicolás I, un guaraní que nosotros hemos puesto como monigote para gobernar.
—¡Qué sandeces!
—Sí, sandeces, pero son las que nuestros enemigos esparcen por los cuatro puntos cardinales para lograr lo que tanto desean: nuestra expulsión.
—Nunca lo lograrán —se empecinó Ursus.
—Ya sabes lo que dice nuestro amigo Voltaire…
—¡Ni lo nombres, Santiago!
—Tampoco es santo de mi devoción; no obstante, debes admitir que es un hombre brillante y de un genio sin par.
—¿Qué es lo que dice el muy hereje?
—¡Mentid! ¡Mentid, que algo queda!
Ursus sacudió la cabeza con desgano y suspiró.
—Es cierto. La calumnia nace para quedarse.
—A veces recuerdo a los templarios —comentó Hinojosa—, esa orden magnífica del Medioevo, superior a todo cuanto ha conocido la cristiandad. Ricos y poderosos como Creso. El rey Felipe IV de Francia, con la complicidad de Roma, los persiguió y masacró hasta hacerlos desaparecer. Jacques de Molay, el último Gran Maestre de la Orden del Temple, murió en la hoguera, lanzando anatemas.
—¿Juzgas posible que corramos un sino como el de los templarios?
—No digo eso. Pero, sin duda, nuestra riqueza y el poder que trae aparejada están molestando a muchos señores, que tampoco carecen de poder, ni de conexiones. No son enemigos que hay que desestimar.
—Sin embargo, nosotros contamos con el apoyo de la Santa Sede. Es incondicional a la Compañía.
—¿Así lo crees? —expresó Hinojosa, con marcada ironía.
—¡Santiago, somos los soldados del Pontífice!
—Lo mismo eran los templarios. Como ninguna otra orden, ellos poseían prebendas que les había concedido Roma. Al igual que nosotros, eran especiales, distintos del resto. Y ya ves cómo terminaron. Ursus —retomó, después de una pausa—, al Papa solo le importa conservar su posición y la de los Estados Pontificios, muy amenazados por los poderes temporales. Sacrificará al peón que considere necesario para que su trono se mantenga intacto. Y nosotros, amigo mío, somos peones en este juego.
—Espero que no seas tan franco en tus cátedras.
—¿Por qué crees que me exiliaron? Sin embargo, para que no me mantenga ocioso, el padre provincial me ha requerido un servicio. Aún se fía de mi juicio, parece.
—¿Cuál? —El interés de Ursus resultaba palmario.
—Ha recibido una carta del general, el padre Retz —apuntó sin necesidad—, en la cual le enumera las calumnias que, como piedras de fundíbulo, caen sobre nuestra orden. Son varias páginas. Aguilar me la dio y he terminado de leerla anoche.
—¿Cuál es el encargo del padre Aguilar?
—Quiere que escriba un opúsculo refutando cada una de ellas. Lo imprimiremos en la misión de Loreto y lo repartiremos a diestro y siniestro, como hacen nuestros enemigos con sus pasquines. Muchas de las acusaciones que nos endilgan tienen que ver con las misiones.
—¿De veras? ¿Qué tienen que decir de nuestras doctrinas?
—Para empezar, que los guaraníes son nuestros esclavos y que los sometemos a un régimen conventual, en el cual incluso las relaciones maritales están regidas por el toque de las campanas.
—¡Eso es absurdo! Sería imposible mantener reducidos a los guaraníes bajo un régimen de esa naturaleza. Son criaturas que anteponen la libertad a cualquier cosa. Justamente, en el siglo pasado, aceptaron reducirse para no caer en manos de los bandeirantes, que los cazaban como a monos y los llevaban a trabajar de esclavos a las minas y haciendas del Brasil.
—Lo sé, lo sé, pero del otro lado del océano no lo saben y piensan que es cierto lo que nuestros detractores aseveran. Aseguran que no les enseñamos el castellano para mantenerlos aislados, de modo que no puedan comunicarse con los españoles, ni con los criollos.
—¡Ellos no quieren aprender el castellano! Les cuesta, sin mencionar que lo asocian con el español, al que no le tienen mucho afecto, como es comprensible. Las encomiendas y los yanaconazgos no son instituciones que los guaraníes puedan perdonar fácilmente.
—Se habla de un imperio, de un reino, como ya te comenté. Se dice que ocultamos minas de oro.
—¡Minas de oro!
—Se asegura además que los indios de nuestras misiones no tienen idea de quién es Felipe V —Hinojosa se refería al rey de la España— y que se consideran súbditos del tal Nicolás I. —Ursus agitaba la cabeza, perplejo—. Sostienen que estamos gestando una revolución para quedarnos con la provincia del Paraguay y convertirla en nuestro propio reino.
—No tengo palabras —admitió Ursus—. La extensión de la malicia humana me deja atónito a veces, a pesar de que llevo casi cuarenta años en este mundo.
—Esto es más peligroso que la malicia, Ursus —lo corrigió su amigo—. Son personas luchando por sus intereses. Nos quieren fuera. Hemos perjudicado su economía y nos quieren fuera —reiteró.
—Es una lucha sucia, baja, sin moral.
—¿Es la guerra limpia, enaltecedora y virtuosa? No, claro que no. Cualquier cosa vale con tal de vencer. Y esto es una guerra, amigo. Nos las veremos en figurillas si no comenzamos a contraatacar.
—No he profesado como sacerdote para atacar, ni para contraatacar. Quiero que me dejen en paz con mis indios.
—Lo sé, pero la realidad es esta, y si no traemos a gamella a nuestros detractores, desapareceremos de la faz de la Tierra, y tus indios quedarán huérfanos.
Esa noche, Ursus no concilió el sueño. De lo expresado por Santiago de Hinojosa y Valle, lo que más le preocupaba era lo último que había dicho: «Y tus indios quedarán huérfanos». Se movió, inquieto, en el jergón. ¿Sí, sus indios quedarían huérfanos? ¿Huérfanos como un niño indefenso? ¿Qué sería de ellos si les faltaban sus pa’i? ¿Sabrían seguir adelante, mantener el orden y la economía en los treinta pueblos? Tal vez los habían salvado de un destino aciago a manos de los encomenderos y de los bandeirantes, reduciéndolos en mundos utópicos, lejos de la maldad de los europeos. Aunque se afirmase lo contrario, los guaraníes eran gentes despiertas y trabajadoras; muestra de ello eran las organizaciones urbanas que fulguraban entre los ríos Paraná y Uruguay. No eran cortos de entendederas, ni salvajes, como muchos querían hacerle creer al mundo —todavía se acordaba del comentario del naturalista francés, el conde de Buffon, que aseguraba que los nativos de las Indias Occidentales eran animales de primera categoría, y caía en el cuarto pecado capital con una facilidad sorprendente. Por el contrario, eran territoriales, hábiles guerreros —no por nada su nombre, guaraní, significaba guerra o guerrear— y conocían, porque la padecían, la astucia maliciosa del blanco. Sucedía que eran distintos; en ellos no existía la ambición que caracterizaba al europeo. Había resultado difícil hacerles entender el concepto de acumulación y de previsión, y Ursus se preguntaba si, después de tantos años, lo habían comprendido. No les interesaban las riquezas. Ellos vivían el presente, más allá de que anhelaban alcanzar algún día su Yvy Marae’y, o Tierra sin Mal, pero esa era otra cuestión. En la rutina de cada jornada, se contentaban con lo poco que poseían y con los frutos de la tierra, que siempre era generosa.
No tuvo dudas: sin el escudo protector de la Compañía de Jesús, los blancos que se proclamaban cristianos despojarían sin compasión a los guaraníes.
* * *
Ursus caminaba a paso rápido por la calle principal de Asunción, la Samuhú-pere, que tomaba su nombre del antiguo palo borracho que la presidía. Aitor, asido de su mano, correteaba para mantenerse a la par; una trancada del jesuita, que medía poco menos de siete pulgadas, equivalían a varios pasitos del niño. No obstante, el sacerdote caminaba, abstraído, indiferente a la criatura, que no se quejaba, ni se amilanaba.
Acabaron en la zona del mercado, un amplio descampado donde los vendedores, muchos de ellos payaguás, extendían sus esteras y lienzos y exponían la mercancía. Sacó de la faltriquera de su sotana la lista con los pedidos del padre van Suerk y del hermano Pedro de Cormaner, y se dispuso a regatear. No eran muchas cosas, en verdad. San Ignacio Miní, como la mayoría de los pueblos, se autoabastecía. Con todo, a veces precisaban algunos elementos exóticos, como vidrio, por ejemplo. Si bien ansiaba encontrar un pedazo para reparar la ventana de la escuela, no se hacía ilusiones. Terminaría supliéndolo por una vejiga de vaca, a la cual algún indio habilidoso estiraría hasta dejar casi transparente para luego pegarla con cola al marco. También compraría sal y cal. La selva era generosa, la tierra también; sin embargo, no les brindaba esos dos elementos que tanto necesitaban. Pagaría todo con yerba.
Acabados los encargos, le compró a Aitor una porción de torta de patay con piñones, fruto de la única conífera de la zona, el pino Paraná, que los indios llamaban kuri’y. Era un placer verlo saborear el dulce y, por un momento, abandonar su traza seria y comportarse como un niño.
De regreso hacia el colegio, Ursus, más relajado, se dedicó a observar a los transeúntes. Se dio cuenta de que su sotana, negra por completo y símbolo de los jesuitas, atraía las miradas y de que no todas eran amistosas; en realidad, solo una anciana se mostró cordial y se acercó para pedirle la bendición. Ursus se la dio, lo mismo a su esclava, que se mantenía un paso detrás de su ama, con la vista al suelo. Reiniciaron la marcha. Ursus meditaba acerca de la animosidad del pueblo paraguayo, que todavía no perdonaba el fracaso de la última revuelta comunera; también recordó su conversación con Hinojosa y la dura realidad que enfrentaba la Compañía de Jesús no solo en las Indias, sino en Europa también. Aitor, en cambio, pensaba en la esclava.
—¿Por qué era tan oscura esa mujer, pa’i? Más oscura que yo.
—¿Cuál?
—La que estaba con la vieja.
—Con la señora, querrás decir.
—Sí, pa’i, con la señora —se corrigió, sin visos de incomodidad, más bien con aire condescendiente.
—Es del África, una tierra que está del otro lado del océano Atlántico. Allí todos son de ese color.
—¿Por qué?
—Así los hizo Dios, hijo.
—¿Quién es el océano… Alántico?
—Más bien ¿qué es el océano Atlántico? ¿Recuerdas cuando te expliqué qué era el mar?
—Sí, pa’i.
—Pues bien, el océano es muchísimas veces más grande. Parece infinito.
El niño abrió grandes los ojos, y la ceja derecha y la venda en la izquierda se elevaron. A Ursus el gesto le dio gracia y reprimió una sonrisa.
—Algún día conoceré el océano —afirmó el pequeño.
* * *
Nueve días más tarde de su llegada y después de constatar que los tercios de yerbas y demás productos de la misión se hubiesen estibado en los barcos que los llevarían hasta el puerto preciso de Santa Fe, y después de haber hecho cuentas con el procurador y asentado las cantidades en los libros contables, Ursus dispuso el regreso a San Ignacio Miní. Ansiaba volver. Salió del despacho del procurador, la cabeza llena de cálculos y números, y se topó con Santiago de Hinojosa.
—¿Has finiquitado tus asuntos con el procurador?
—Así es. El precio de la yerba ha caído un poco en este último año, pero no tendremos problemas para reunir el metálico y pagar el impuesto por mis indios. Hemos tenido una buena cosecha.
—Un peso por indio, ¿no es así?
—Un peso por indio entre los dieciocho y los cincuenta años. —Hinojosa adoptó una expresión ausente—. ¿Qué piensas?
—Que las misiones son fuente de riqueza para la España y no solo para la Compañía. Haré hincapié en esto cuando escriba mi opúsculo. Es un buen argumento a nuestro favor. Si estos indios estuviesen sujetos al régimen de encomienda, no devengarían ganancias para las arcas de la Corona española.
—Estuve pensando, Santiago… Tal vez sería acertado que te vinieses conmigo para San Ignacio. Si muchas de las acusaciones que nos caen encima están relacionadas con las misiones, sería lógico que pasaras una temporada con nosotros y vieras cómo es la vida por allá. Una cosa es que yo te la cuente y otra muy distinta que la vivas en carne propia. —Ursus sonrió—. Hasta me animaría a decir que terminarás por enamorarte de mi doctrina y querrás quedarte con nosotros.
—Lo dudo, amigo. Soy hombre de ciudad y solo me siento cómodo en un aula o en una biblioteca.
—Tenemos ambas cosas en la misión —apuntó Ursus, con tono alegre—. Nuestra biblioteca no es ni la sombra de la del Colegio Máximo de Córdoba, pero en la doctrina de la Candelaria, que no está muy lejos de la nuestra, hallarás una que te bastará. También podrías ayudarnos con las clases.
—No sabría ser un sacerdote misionero, Ursus. Nunca me sentí inclinado por esa vocación.
—Oh, no es tan difícil. Soy un misionero porque bailo, canto y toco música. —La mueca desconcertada de Hinojosa lo hizo reír—. Verás, amigo, a veces creo que los indios nos soportan porque les organizamos las mejores fiestas. Si hay algo que el indio aprecia es la danza y la música. Y las representaciones teatrales. Esas, en verdad, los fascinan, y ponen gran empeño al montarlas. —Ursus chasqueó la lengua y sacudió la mano en el aire para desestimar sus palabras—. Más allá de todo esto, vente conmigo para San Ignacio, aunque sea por unas semanas. Será más fácil para ti escribir el opúsculo constatando de primera mano cómo vivimos allá.
* * *
Dos días más tarde, antes del canto del gallo, la jangada iniciaba su viaje de regreso a la doctrina de San Ignacio Miní. El padre Santiago y el hermano César contaban entre los miembros del pasaje. El primero había obtenido el permiso del provincial Aguilar para transcurrir una temporada en la misión, donde se dedicaría a la redacción del opúsculo; el segundo se detendría un corto período, el que le tomase elegir unos muebles para reemplazar los que los comuneros se habían robado del Colegio Seminario. La carpintería de San Ignacio Miní gozaba de buena fama, y sus obras de torno, talla y ensambladuras eran mentadas en la región, tanto que algunas señoras de buen tono compraban sus famosos bargueños taraceados, escritorios, sillas y cabeceras; incluso doña Florbela, la joven esposa portuguesa de Vespaciano de Amaral y Medeiros, les había encargado una mesa de palo de rosa para doce personas, con sus sillas. Ursus todavía no comprendía cómo su esposo la había autorizado a entrar en tratos con la misión.
El viaje de regreso, con Santiago como compañía y Aitor tras la sotana del hermano César en la esperanza de obtener chocolate caliente, resultó a Ursus más apacible que el de ida. Los bogadores mantenían una actitud sumisa y diligente, pese a que, cada tanto, lanzaban vistazos al niño.
—Piensan que es un niño lobisón —explicó a Santiago de Hinojosa, que también notaba el recelo de los bogadores, y le contó acerca de la leyenda del hombre que se convertía en perro salvaje y se comía a los humanos. Al finalizar, soltó un suspiro—. Ya ves, querido amigo, se bautizan, van a misa, comulgan, pero no abandonan sus viejas supersticiones. A veces pienso que se nos ríen en la cara. Y yo que creía que los manejábamos con mano de hierro en guante de terciopelo. Me pregunto si no será al revés. Nos usan para su beneficio, para que los protejamos, pero, en su interior, todavía creen en sus dioses y espíritus.
—Ursus, en Europa, donde el cristianismo ha reinado por más de mil setecientos años, las gentes todavía creen en todo tipo de historias de las épocas de los paganos. La leyenda del lobisón que acabas de referirme es muy parecida a la que me contaba mi tío Antonio, solo que en España era con un lobo y no con un perro.
—¿De veras? —Hinojosa asintió—. ¿También el séptimo hijo varón?
—No recuerdo que haya mencionado eso, pero sí que se transformaba en las noches de luna llena. Ya ves, los civilizados europeos son tan supersticiosos como tus indios, a pesar de que han convivido con la fe católica mil quinientos años más que los habitantes de las Indias. El Santo Oficio no andaría cazando brujas y herejes si fuese de otro modo. Les exiges demasiado a estos pobres diablos. Ya no te preocupes.
—Me preocupa que hostiguen al niño. Su padre, ¡su propio padre!, lo rechaza.
—Es el sino que le tocó y tendrá que aprender a lidiar con él.
Por un momento, a Ursus lo apabulló la declaración de Hinojosa, la juzgó despiadada, como una condena de por vida. Luego, al considerarlo con la mente fría, se dio cuenta de que tenía razón, de que, por algún designio divino, el destino había desafiado a Aitor Ñeenguirú, tal vez para templarlo, para demostrarle lo poderoso que era.
—¿Cuándo llegaremos a San Ignacio? —Hinojosa lo sacudió con su pregunta.
—Mañana, con suerte, si no hay tormentas, ni nada que nos detenga.
—¿Viajaremos solo por el río o nos tocará ir a lomo de burro en algún momento?
—Solo por el río. La jangada nos dejará en el embarcadero de la misión. Allí nos irán a recibir las autoridades del Cabildo y algunos curiosos. Hay un trecho desde el puerto de la misión al pueblo, pero el camino se encuentra en excelentes condiciones y lo haremos en carreta. No te preocupes.
—¿Cómo sabrán las autoridades que estamos al llegar? ¿Les enviaste aviso?
—Oh, no. Es que tenemos espías en todos los caminos y en la costa. No pasa un ave por nuestra tierra sin que lo sepamos. Nuestros espías nos verán y les darán aviso.
—Espías —murmuró Hinojosa—. Son muy necesarios, ¿verdad?
—Son un vestigio de la época en que los paulistas venían a cazar a nuestros indios y se los robaban para esclavizarlos. Su labor es fundamental. Siempre hay matreros, mayormente portugueses, queriendo robarse nuestro ganado, incluso a algún indio poco avispado. En el caso particular de San Ignacio Miní, tenemos un litigio limítrofe con un vecino, Vespaciano de Amaral y Medeiros es su nombre. Él y su capataz suelen divertirse invadiendo la estancia de la misión y robándonos el ganado. En ocasiones se aventuran hasta el tupâmba’e y destrozan las sementeras.
—¿Cómo has dicho? ¿Tupa…?
—Tu–pâm–ba–e. Es lo que designa aquello que pertenece a Tupá, a Dios. En resumidas cuentas, es lo que pertenece a toda la comunidad, como las sementeras, el ganado, los productos de los talleres… En fin, todo lo que no es avamba’e, lo que pertenece a ava, al hombre. La casa donde vive y su chácara son avamba’e.
—Me hablas, me cuentas de todo esto y me vienen a la mente Moro y Campanella.
—Yo también recuerdo a menudo Utopía y La città del sole. Moro y Campanella habrían aprobado nuestras misiones. Pero creo que habrían terminado por darse cuenta de que solo con unos seres como los guaraníes habría sido posible fundar ciudades como las que ellos soñaron.
—¿Por qué solo con ellos?
—Porque carecen de algo que a nosotros, los blancos, nos hace poderosos al tiempo que nos condena: la ambición.
* * *
Vespaciano de Amaral y Medeiros cabalgaba junto al carruaje que dos mulas tiraban con dificultad en el lodazal que se había convertido el camino. Imaginó a la mujer y a la niña en el interior, zangoloteadas y cansadas, y decidió detenerse un momento para darles un respiro. Era una inusual muestra de compasión en una índole como la de él. En verdad, lo hacía porque quería solazarse de nuevo con la mujer, que era muy bonita. A pesar de la amistad que lo unía a su esposo, no la había conocido sino hasta días atrás, cuando, en cumplimiento de una promesa, se presentó en su casa de Villa Rica —el nombre parecía una mofa después de contemplar los entornos de la ciudad— para ofrecerle su protección y sostén. Así se lo había implorado su esposo antes de partir engrillado hacia el Perú, y él le había prometido que velaría por ellas a cambio de que no mencionase su nombre en el juicio por rebelión contra el rey. El coronel Hernando de Calatrava, un hijodalgo que se había involucrado en la revuelta de los comuneros para beneficiar sus intereses —por supuesto, había recibido una buena cantidad a cambio, que le había servido para saldar deudas de juego y de otra naturaleza—, ahora descontaba una pena de varios años en la prisión de Lima.
Por fin, se decidió a visitar a la mujer y a la hija de Calatrava y resultó que las halló en la indigencia, viviendo de la caridad de los vecinos, que tampoco tenían para tirar manteca al techo, y a punto de ser desalojadas de la casa que rentaban. La mujer aceptó la invitación para trasladarse a la hacienda de Amaral y Medeiros. Este, por su parte, esperaba que se llevase bien con su esposa, Florbela; pocas cosas lo fastidiaban tanto como que dos hembras anduviesen a la greña.
La verdad es que no sabía qué esperar de Florbela. A veces demostraba una disposición mansa y sumisa y en ocasiones lo desafiaba con un arrojo que, a un tiempo, lo ponía duro y lo hacía montar en cólera, como cuando, recién casados, lo echó de su cama porque él había exclamado: «¡Me cago en Dios!». Todavía hoy, después de varios años, se acordaba de ese día y le pasaba frío. Florbela había armado un gran jaleo y le había advertido, mientras agitaba el índice:
—¡Y no vengáis a pedir árnica porque nada obtendréis, señor! Hasta que no os vea confesado, no volveréis a saber de mí.
Pensó en darle una buena vuelta de podenco y dejarle el culo al rojo, visión que lo calentó aún más. Desistió para no perjudicar los negocios lucrativos con su cuñado Edilson; si Florbela le escribía para contarle que la había golpeado, Edilson lo buscaría para cortarle las pelotas pues estaba muy encariñado con su pequeña hermana y se la había recomendado mucho en el día de la boda en la Colonia del Sacramento, acontecida pocos meses antes.
Abandonó la casa dando un portazo, montó en su caballo de un salto y lo espoleó para que galopase. Necesitaba desfogar tanta ira y calentura. Le molestaba la verga dura sobre la montura, y la soportaba con estoicismo. Hasta que la vio en el arroyo Yabebirí y sujetó las riendas para frenar al pardillo, que resopló y relinchó, con lo que delató su presencia. La muchacha —una india, sin duda— irguió la cabeza, y sus miradas se chocaron. Contuvo el aliento, extasiado por la belleza salvaje de su rostro oscuro. Estaba desnuda, y tenían los pezones negros endurecidos a causa de la brisa fresca que corría al atardecer. Su erección se acentuó y lo obligó a saltar del caballo. La india adivinó sus intenciones e intentó escapar. Corrió desnuda hacia la piedra donde había dejado su tipoy, la prenda de algodón basto, en forma de túnica sin mangas, con que se cubrían las mujeres en la misión de San Ignacio Miní.
Él fue más rápido. Se abalanzó sobre la piedra y le echó la zarpa a la prenda. La agitó en el aire, mientras la joven, al tiempo que se cubría malamente con una mano, con la otra pugnaba por arrancarle el vestido. Vespaciano reía a carcajada tendida, mientras una euforia que pocas veces había experimentado, a menos que estuviese muy tomado, se apoderaba de él. Solo la aplacaría montándose a esa china. La euforia alcanzó su paroxismo en el instante en que un destello de sonrisa levantó las comisuras de los labios tersos y carnosos de la muchacha. ¿La india sonreía? Arrojó el tipoy a un costado y, cuando la joven se agachó para recogerlo, le envolvió la cintura con un brazo y la levantó en el aire. Lo sorprendía que no gritase, lo excitaba que guardase silencio; solo se escuchaba el silbido del aire que escapaba entre sus labios. La aferró por los brazos con brutalidad y la miró a los ojos. Los pechos desnudos de ella se elevaban al ritmo de su respiración agitada. Olía muy bien, a limpio y a algo más. Quiso besarla porque su boca era la más hermosa que había visto. La china se resistió al principio y luchó con un brío que aumentó su excitación. Unos minutos después se relajó, tal vez para evitar que la dañase en el forcejeo. Por último, lo disfrutó al igual que él y se entregó con tanta confianza y desenfreno que Amaral y Medeiros no recordaba haber gozado de ese modo con una mujer. Cuando acabaron, ella se puso de pie de un salto y, sin importarle que tuviese la espalda llena de barro, se colocó el tipoy y salió corriendo en dirección a la selva, cuya feracidad la devoró.
Al día siguiente, Amaral y Medeiros regresó al mismo sitio en el arroyo Yabebirí y a la misma hora del atardecer. Se le secó la boca y se le aceleró el pulso cuando la avistó sentada sobre la piedra jugando con un palito sobre la marisma. Lucía serena y femenina. Se aproximó a paso firme. Golpeaba la fusta en la caña de su bota para disimular los nervios. Lo desconcertó que ella, al levantar la vista, lo contemplase con calma; en general, todos le temían. Se quedó mirándola. El día anterior no había tenido oportunidad de estudiarla. No parecía guaraní. Su rostro era delgado, alargado y de pómulos muy marcados, y su piel, más oscura; sobre todo, era alta y de caderas estilizadas. Le habló en guaraní, que manejaba tan bien como el castellano porque se había criado con los hijos de los indios encomendados y los yanaconas de la hacienda familiar. Pero la muchacha no le contestó. Se puso de pie, caminó hacia él y estiró las manos para desvestirlo.
La rutina se repitió día tras día, durante varias semanas. Amaral y Medeiros pasaba la jornada aguardando que llegase la hora en que se encontraría con su china. Se había olvidado de que su esposa no le hablaba y de que no le permitía meterse bajo sus sábanas. A veces pensaba en llevársela a la hacienda con él. Desistía un momento más tarde, seguro de que pertenecía a la misión de San Ignacio Miní. Se le armaría la de Dios es Cristo si los jesuitas sospechaban que la había raptado. Por otra parte, le gustaba la expectación en la que se hallaba durante el día a la espera de encontrarla junto al arroyo por el atardecer.
—¿Eres muda? —le preguntó en una oportunidad, y la joven sacudió la cabeza que todavía descansaba en el brazo de él—. ¿Por qué no hablas, pues?
—No hay nada que decir.
Vespaciano de Amaral y Medeiros jamás olvidaría la impresión que le causaron esas pocas palabras expresadas con un timbre profundo, grave, firme, con un acento peculiar, casi la juzgó la voz de una persona cultivada, pensamiento que desechó de inmediato pues se trataba de una india. Se excitó y volvieron a acoplarse en esa danza de placer que los hacía sentir tan unidos, pese a no haber intercambiado siquiera sus nombres.
Fue la india la que dejó de ir al recodo del arroyo Yabebirí, y Amaral y Medeiros creyó que nada llenaría el vacío de su ausencia. Le volvió el mal humor. Sofocaba la frustración trabajando hasta caer exhausto en la cama; a veces, ni siquiera se quitaba la ropa. Florbela, que ocupaba otra recámara y seguía atrincherada en su enojo, no se enteraba, aunque al día siguiente lo contemplaba con reproche al verlo desastrado, con las prendas arrugadas y la barba crecida.
Al final, terminó por doblar la cerviz y aceptar la humillación de recibir en su casa al cura jesuita de la misión de San Ignacio Miní, la que se hallaba a dos leguas de su propiedad, y confesar su trágico pecado, haberse cagado en Dios. El padre Ursus —no sabía si era su nombre o su apellido, y a él lo tenía sin cuidado— le dio una penitencia que se le antojó durísima por tal minucia —rezar una novena— y le impuso su presencia durante una hora, mientras Florbela le revoloteaba en torno como si del obispo se tratase y lo convidaba con su mejor carló. No mucho tiempo después comenzaron los conflictos territoriales, cuando ese hijo de puta del padre Ursus extendió los lindes de la estancia de la misión e intentó apoderarse de parte de su tierra, justo la que poseía las mejores pasturas.
Sacudió la cabeza para alejar ese pensamiento y volvió a la realidad de las dos mujeres confinadas dentro del carruaje y que pronto se convertirían en parte de su hogar. Florbela tendría que contentarse, le gustase o no. Él era el amo y señor de Orembae, la hacienda que había heredado de su padre y este del suyo, y este, a su vez, del de él, y así hasta llegar al antepasado que la había obtenido como merced de tierra por haber formado parte del grupo de valientes que exploraron esos parajes brutales y fundaron Nuestra Señora Santa María de la Asunción en 1537. La merced, alejada de los centros urbanos, había permanecido abandonada y ociosa hasta que su abuelo, después de casarse con una limeña bien dotada y de conseguir una encomienda de guaraníes, la había puesto a producir.
Junto con el título de encomendero, el mítico Aníbal de Amaral y Medeiros obtuvo el de hijodalgo. A Aníbal lo habían apodado el Buey, porque poseía una fuerza física descomunal y sus bríos nunca languidecían. Después de transcurrir la jornada a machetazos, haciendo rozas para ganarle terreno a la selva, combatiendo los insectos y las alimañas, por la noche metía en su cama a alguna india joven y la montaba con la misma inclemencia que a su caballo —su esposa se había quedado en la casa que poseían en Asunción porque vivir en una choza en medio de la selva la habría aniquilado en pocas semanas—. Aníbal de Amaral y Medeiros había sido el dios de Orembae, «lo nuestro», en guaraní, como la había bautizado su india favorita, y su palabra se consideraba ley. Lo mismo había sido con su hijo, y en el presente lo era con su nieto.
—Doña Nicolasa —dijo Vespaciano a modo de saludo, después de abrir la portezuela—. Espero que vuesa merced y la niña Ginebra estéis confortables.
—Sí, vuesa merced. Gracias.
«Pronto», se regocijó Amaral y Medeiros, «deberás llamarme “ilustrísimo don Vespaciano”, cuando me otorguen el título de marqués». En el ínterin, soportaría la actitud arrogante de la mujer que, si bien estaba a dos velas cuando la encontró, se sabía superior pues su esposo, el coronel de Calatrava, era hidalgo de sangre y no de solar conocido, como él. «Ya me tendrás entre tus piernas y te voy a domar como a una yegua», se prometió, y sintió el tirón en su miembro. Notó que la mujer sostenía un rosario de peridoto, con algunas cuentas de perdón, y le resultó más interesante doblegarla si era una chupacirios.
—¿Estamos al llegar, vuesa merced?
—No, señora mía. Serán dos días más en carreta y luego cruzaremos el Paraná.
—¿Existe peligro de que nos ataquen los indios?
—A veces los guaycurúes se aventuran incluso hasta estas zonas, pero no es usual. Yo diría que no, que no hay peligro. Igualmente, vuesa merced y la niña Ginebra no debéis preocuparos. Mis hombres y yo vamos fuertemente armados —e indicó las dos pistolas de pedernal y el trabuco cruzados en la montura—. Estos salvajes escuchan dos tiros y se alejan en desbandada.
—Es un alivio saberlo, vuesa merced.
—Vos y la niña estáis a salvo conmigo. —Echó un vistazo a la pequeña, que lo observaba con ojos enormes y asustados, los cuales bajó de inmediato al darse cuenta de que se había convertido en su punto de interés. Le pareció una actitud sumisa adorable. Se la imaginó en unos diez años, convertida en una belleza, como la madre. Tal vez podría acordarse un matrimonio entre ella y su pequeño Lope.
—Proseguiremos la marcha ahora —indicó, y cerró la portezuela.
* * *
Aitor estaba seguro de que él era el niño lobisón, si no ¿por qué lo atraía la luna llena? Cada noche, la buscaba en el cielo. Solo cuando la veía completa y refulgente, se quedaba admirándola durante largo tiempo. Había muchas cosas bonitas en la misión; ninguna como la luna llena.
Ursus buscó a Aitor con la mirada y lo halló en la popa de la balsa, las manitas aferradas a la baranda y la cabecita inclinada hacia atrás, hipnotizado por una luna llena que, debía admitir, quitaba el aliento. Daba la impresión de que, si estiraba la mano, la tocaría. Solo quedaban unos arreboles en las nubes hacia el oeste; el resto del firmamento se había vuelto de un azul profundo en el cual la luna se recortaba, esplendente, de un blanco de perla y leche. Si lo hubiese visto en un cuadro habría juzgado que el artista exageraba, que no existía una visión como esa.
La jangada se deslizaba sobre el río Paraná en dirección al puesto donde pasarían la noche. Llegaban a esas horas porque habían tenido un contratiempo unas millas atrás. Había llovido, y el caudal de unos rápidos los había obligado a recorrer una distancia por tierra, mientras los bogadores acarreaban la balsa desde la orilla.
—Nunca había visto una luna como esa —admitió Hinojosa en un susurro, como si temiese romper el silencio—. Qué cerca está de la Tierra esta noche.
—Sí. Estaba pensando que hay una cualidad irreal en ella esta noche.
—Los bogadores están nerviosos —señaló Hinojosa—. No dejan de lanzar vistazos al niño. Él, en cambio, solo tiene ojos para la luna. Hace rato que la veo. No ha cambiado de posición.
—Lo fascina. Se pasa mucho rato mirándola cuando está llena. Es el único momento en que veo quieto a Aitor. Si no fuese un hombre racional y un sacerdote, creo que sucumbiría a las supersticiones de estas gentes.
—¿Por qué lo dices?
—Aitor es un niño especial. No se trata solo de sus ojos, que son desconcertantes…
—Es cierto —acordó Hinojosa—. Nunca había visto a nadie con esa tonalidad en los ojos.
—Es todo en él, Santiago. Su índole es muy peculiar. Tú has podido verlo estos días en Asunción. Es serio, aunque no melancólico. Es callado, aunque no tímido. Es inquieto, aunque no juegue ni cometa travesuras. Es tan inquieto —repitió—. Es raro verlo tan tranquilo.
—Es la luna, amigo mío. Ha fascinado al hombre desde la época de los caldeos y sumerios. Algunos le adjudican poderes y una gran influencia sobre nuestras almas. Otros afirman que saca lo peor de nosotros. No por nada la palabra lunático refiere a la locura.
Un alarido traspasó los sonidos de la selva nocturna como un cuchillo que rasga una tela. Ursus e Hinojosa intercambiaron una mirada cargada de confusión. El alarido se repitió, más profundo y desgarrador. Los bogadores detuvieron el movimiento de sus tacuaras y hablaron entre sí, nerviosos, con semblantes aterrados. Miraban en dirección a la costa, de donde procedía el lamento.
—¡Antonio! —vociferó Ursus al jefe de los remeros—. Acércate a la costa. Tenemos que ver de qué se trata.
—¡No, pa’i, no! Es la Caá Yarí, pa’i —advirtió el bogador, y se refería a la diosa de los yerbatales, rubia, blanca y hermosa, pero peligrosa.
—¡No! —contradijo Jesús—. ¡Es Kurupí, el enano con la verga más larga del mundo! Nos va a matar.
—¡Es el luisón! —intervino Tadeo—. ¿No se dan cuenta de que es el luisón, que vino a llevarse a su hijo?
Los cuatro bogadores fijaron la vista en Aitor, que seguía el intercambio con ojos cargados de miedo.
El alarido se repitió, y el silencio volvió a reinar en la balsa. El hermano César se santiguó tres veces y declaró:
—¡Es un alma del Purgatorio! ¡La están atormentando cruelmente!
—¡Dejad de decir paridas! —vociferó Ursus en guaraní—. ¡Antonio, a la costa! ¡Ahora! Por favor, Santiago, ocúpate de Aitor. No lo dejes solo ni un instante. Estos ignorantes podrían intentar matarlo a causa de sus supersticiones.
Ursus tomó un fanal colgado en el mojinete de la casilla y aguardó con impaciencia en el borde de la jangada antes de precipitarse fuera. Se empapó las sandalias y el ruedo de la sotana al saltar al río. El hermano César y Tadeo decidieron acompañarlo con antorchas de resina. Los gritos se sucedían, cada vez más cercanos, aunque cada vez más débiles, tanto que se habían convertido en sollozos.
La hallaron sobre la costa, donde el río lamía la tierra y la encharcaba. Se trataba de una mujer. Ursus se acuclilló a su lado y le apartó los cabellos empapados que le cubrían el rostro. Era joven, unos veinte años, a lo sumo.
—¡Dios nos ampare! —exclamó el hermano César, y se hizo la señal de la cruz.
La muchacha entreabrió los párpados, y Ursus le aferró la mano, también empapada y fría. Resultaba obvio que se había sumergido en el río. ¿Qué hacía allí?
—¿Qué te ha ocurrido, criatura?
—Mi… hija —balbuceó.
—¿Tu hija? —Ursus escudriñó en todas direcciones—. Hermano César, buscad a la criatura. Tadeo —dijo a su vez en guaraní—, busca a un niño. ¡Deprisa!
—Mi… hi… ja —repitió la muchacha, y con un esfuerzo que pareció hacerse con toda la energía que le quedaba, apoyó la mano a la altura de su bajo vientre.
Ursus levantó el fanal y estudió el cuadro: algo parecía moverse al costado de la mujer, entre unos trapos empapados en sangre. Apoyó el fanal sobre una piedra y levantó la prenda. La impresión casi lo tiró al suelo, y su exclamación atrajo a César y a Tadeo, que llegaron justo a tiempo para ver a la criatura palidísima y cubierta de coágulos y sangre; resultaba obvio que acababa de nacer; todavía iba sujeta a la placenta.
—¡Tadeo! ¡Regresa de inmediato a la balsa y trae un chuchillo y mantas! ¡Ve, corre! ¡Date prisa! —Volvió a aferrarle la mano a la muchacha y la tranquilizó—: Ya tengo a tu hija. No te agites. Yo me haré cargo de ella. —Recogió el lío de trapos en el que se hallaba el bebé y, al descubrirle la carita, lo embargó una felicidad inefable.
La muchacha no reaccionó. Los párpados se le entrecerraban, en tanto los dientes le castañeteaban. El hermano César le propinó algunas cachetadas para mantenerla despierta.
—¡Niña, niña! ¡No te duermas! Dinos tu nombre. ¿Cómo te llamas?
—E… E… ma… nue… la.
—¡Emanuela! —repitió el lego.
—¡Tadeo! —se desesperó Ursus—. ¡Deprisa!
La sangre manaba de entre las piernas de la mujer como agua de una fuente. Jamás había visto una hemorragia como esa. No necesitaba la sapiencia del padre van Suerk para saber que, en pocos minutos, la muchacha quedaría exangüe. No sabía cómo proceder. Le pasó la niña al hermano César, que la recibió con una mueca de terror, y metió la mano en el sitio en el cual jamás pensó que tocaría a una mujer y apretó. La sangre, sin embargo, le borboteaba entre los dedos y se derramaba en la tierra intensificando su tonalidad roja. La joven comenzó a sacudirse, como poseída por un espíritu maligno, y a soltar estertores.
—¡Se muere! ¡Se muere! ¡Está desangrándose! —Colocó la mano ensangrentada sobre la frente de la muchacha, apretó los ojos y rezó—: Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
Las convulsiones se intensificaron hasta frenar de golpe. La espalda arqueada cedió, la mujer soltó un suspiro y por fin descansó. El hermano César y Ursus la miraron con el aliento contenido.
—¡Pa’i, aquí tiene todo! ¡Pa’i! —insistió Tadeo al ver que el jesuita no le prestaba atención.
—Deme a la niña, hermano César. —Ursus se expresó con una voz llana que denotaba su abatimiento—. Tadeo, extiende una manta en esa parte del terrero. Comprueba que esté seco.
—Sí, pa’i, está seco.
Colocó a la recién nacida sobre la pieza de tosca carisea.
—Tadeo —dijo Ursus—, sostén en alto el fanal. Hermano César, meta el cuchillo por debajo del fanal y acerque la hoja a la llama.
—¿Para qué?
—He visto a las comadronas en la misión hacer esto antes de cortar el cordón umbilical. Y los niños guaraníes jamás se les mueren de la enfermedad de los siete días.
—¿Está viva? —se atrevió a preguntar Tadeo.
—Creo que sí —contestó Ursus, y, mientras esperaba el cuchillo, la limpió con su pañuelo, el lienzo más suave con el que contaba. La pequeña no se movía y mantenía los ojos cerrados. Su palidez asustaba. Le puso el índice bajo la nariz, pero no percibió su respiración. Las esperanzas de salvar a la niña comenzaban a perderse como la sangre del cuerpo de la pobre Emanuela.
El hermano César le pasó el cuchillo, y Ursus cortó el cordón con dificultad; el fuego lo había vuelto romo. Rasgó un trozo del pañuelo, lo colocó sobre el pedazo de cordón que colgaba del vientre de la niña y lo sujetó rodeándola con el resto. El hermano César le dio una mano para levantarla y completar la operación. Era muy pequeña y liviana, y daba impresión tocarla porque parecía que se desarmaba. La envolvió con una manta de camelote, que la mantendría aislada de la humedad y del rocío nocturno, y se puso de pie con el pequeño bulto junto a su pecho.
—Tadeo, entierra el trapo en el que estaba envuelta la niña y la placenta. No quiero que ninguna bestia se alimente con ella. Hermano César, permanezca aquí junto a la madre. Iré a buscar a los muchachos para que nos ayuden a subirla a la jangada. La llevaremos a la misión. Le daremos cristiana sepultura.
* * *
Horas más tarde, Ursus aún temblaba. Tenía frío, aunque la noche fuese templada. El frío del cuerpo de esa joven exangüe se le había pegado a la piel, y él temblaba.
—Gracias —dijo, cuando Hinojosa le pasó un mate—. Me vendrá bien.
—¿Qué crees que le haya sucedido a esa pobre desgraciada?
—No lo sé, Santiago. Estaba empapada, con el cabello sobre la cara, como si recién emergiera del río.
—¿Se habrá hundido su embarcación? ¿Habrá caído al río y la habrá arrastrado la corriente?
—Tal vez nunca lo sabremos.
—Es una señorita de buen ver. Acabo de estar con ella, mientras rezaba el rosario, y vi que sus prendas son elegantes; sus botines, de buena confección. Sus rasgos son regulares, su piel, muy blanca. Es española de pura cepa. O criolla sin mestizar.
—¿Te fijaste si tiene alguna joya? ¿Un anillo, un dije, un rascamoño, algo?
—No tiene nada. Aunque está un poco oscuro en ese sector de la jangada y solo la estudié durante unos minutos, mientras mantenía levantada la cobija que la cubre. No fue un examen concienzudo. Deberemos esperar hasta llegar a la misión. ¿Y la niña?
—Respira, pero está muy débil. —Miró hacia la caja donde le habían improvisado una cuna, y vio que Aitor seguía allí, con la mirada fija en la recién nacida.
—No ha llorado —comentó Hinojosa.
—No, no lo ha hecho. No creo que llegue con vida a la misión. La bauticé. La llamé como su madre, Emanuela.
—Hermoso nombre. ¿Qué día es hoy?
—¿Hoy? 12 de febrero. ¿Por qué?
—Para anotar el nacimiento de la niña en el libro de la misión. En algún sitio hay que registrar que esta criatura vino al mundo.
—Sí, tienes razón.
—Creo que los bogadores desaprueban que hayas decidido navegar de noche.
—No podemos perder tiempo. Tenemos que llegar a la misión. Quiero que el padre Johann vea a la niña. Tal vez él pueda hacer algo por ella. O el paje Ñezú. Es un hábil curandero. Además, necesita alimentarse. En la misión siempre hay mujeres dando de mamar. Eso no le faltará, pobrecita. Pero tenemos que llegar pronto, antes de que sea demasiado tarde.
—Los bogadores deben de estar exhaustos. Tal vez por eso lucen tan mal predispuestos. ¿O no les gusta tener un cadáver a bordo?
—Están inquietos porque creen que la presencia de Aitor trajo la desgracia sobre nosotros. Me lo advirtieron cuando nos embarcamos en San Ignacio. Me dijeron que el niño lobisón traería mala suerte a la jangada y a su tripulación. Creo que si no estuviésemos aquí, ya lo habrían arrojado al río.
—¡Absurdo! Me da grima que culpen al pequeño por la suerte de la pobre muchacha.
Ursus soltó un suspiro y sorbió la bombilla. Devolvió el mate a Hinojosa y se puso de pie.
—Voy a bogar un rato. Al menos reemplazaré a uno de ellos, para que duerma un poco.
* * *
No podía apartar sus ojos de la pequeña criatura que el padre Ursus había traído de la selva. Envuelta en esa manta oscura, formaba un pequeño bulto dentro de la caja. Su hermano Bruno, que todavía no caminaba y se lo pasaba durmiendo o prendido de la teta de su madre, era enorme en comparación con Emanuela. Así la había llamado su pa’i, Emanuela.
—Emanuela —susurró, pero la niña no se despertó.
No se atrevía a tocarla; se lo habían prohibido. A cada segundo, las ganas le socavaban la voluntad. Quería tocarle el rostro, la única parte visible. ¿Por qué estaba tan blanca? Se puso de pie de manera repentina y abandonó el resguardo de la casilla. Corrió a la parte posterior de la balsa y volvió a levantar la vista hacia la luna llena. No se hallaba tan cercana, se había alejado; su blancura, en cambio, se había intensificado. Era la misma blancura de la niña, de la pequeña Emanuela. Regresó a la casilla y atrajo la atención del padre Ursus apretándole el brazo.
—¿Por qué no estás durmiendo en la cama que te armó el hermano César? —Ursus simuló fastidio.
Aitor hizo caso omiso de la reconvención del sacerdote y le contó lo que acababa de descubrir. Al terminar, sin más ceremonia, dio media vuelta y se alejó en dirección de Emanuela.
—¿Qué ha dicho? —se interesó Hinojosa, y Ursus lo tradujo con una sonrisa que le relajó el gesto.
—Ha dicho que la niña que traje de la selva es la hija de jasy, de la luna.
Aitor volvió a acuclillarse junto a la caja decidido a cumplir su anhelo, y ni la prohibición del padre Ursus lo detendría. Acercó el índice al rostro de la niña y le tocó la frente como si probase la temperatura del agua. A pesar de ser tan blanca y de tener el aspecto de estar helada, le resultó asombroso que su piel fuese tibia y blanda. Movió el dedo con delicadeza sobre la frente de la niña, y siguió el recorrido por la sien, y después por la mejilla. Hundió la cara dentro de la caja y le besó la nariz, el primer sitio donde cayeron sus labios. Sonrió al llamarla Jasy, y lo susurró dulcemente, iasí.