Ursus montó el caballo temprano, antes del amanecer, y se dirigió a Orembae. Había prometido bendecir ese día el compromiso de Lope y de Ginebra. El matrimonio lo celebrarían en unos meses, y él no conseguía sacarse de la cabeza que se trataba de una cuestión forzada, en la que ambos jóvenes cumplían con los mandatos paternos. No era tan ingenuo para creer que todos los matrimonios se constituían en el amor; sabía que no era así. No obstante, a él lo violentaba celebrar un sacramento sabiendo que los receptores se encontraban embargados en la más profunda miseria. Tal vez no fuese el caso de Ginebra, a la que nada parecía emocionar, ni enojar; pero sí el de Lope, no había duda de ello. En cada oportunidad en que visitaba la hacienda de Amaral y Medeiros, el chico lucía más pálido y delgado que la vez anterior. ¿Acaso Florbela y Vespaciano no lo advertían?
En Orembae se dio con la sorpresa de que Edilson Barroso, el cuñado portugués de Vespaciano, se encontraba de visita y de que permanecería varios meses, tal vez hasta la boda de su sobrino. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de sólida estampa, con hombros fuertes y piernas largas. Llevaba el cabello, que en las sienes comenzaba a platearse, prolijamente recogido en la nuca con una coleta, y el rostro, de toscas y oscuras facciones, sin barba. Poseía una mirada penetrante e inteligente, que hablaba de un espíritu experimentado. Era un hombre rico; eso se deducía con solo echar un vistazo a la casaca de fino bucarán marrón, con el cuello de tirilla, muy a la moda, y bordados en hilos de oro, que orlaban los faldones abiertos, como también a la chupa haciendo juego y a los calzones ajustados en la rodilla con botones de lapislázuli. Las medias de seda blanca se introducían sin arrugas en unos zapatos de hebilla de oro y tacón alto. No era un traje para esas tierras, ni esas temperaturas; con todo, el hombre lo portaba con garbo.
—¡Ah, el gran padre Ursus! —exclamó en un castellano con pesado acento portugués, y extendió la mano con alegría—. Mi querida hermana Florbela me ha referido vuestro nombre incansablemente en sus misivas, padre. Os tiene en su más alta estima.
—Vuestra hermana, señor Barroso, es demasiado benevolente conmigo. Ensalza mis pocas virtudes y soslaya mi gran cantidad de defectos.
El portugués soltó una risa estruendosa, aunque de un sonido rico y atractivo, que hizo reír a Ursus a su vez.
—Pasad, pasad —invitó Amaral y Medeiros, y señaló la puerta de su despacho.
Ursus percibió un nerviosismo en el timbre de su voz que lo sorprendió.
—Os dejos a solas, cuñado. He prometido a Florbela acompañarla un momento en el estrado antes de la comida.
Amaral y Medeiros indicó al jesuita que ingresara, y cerró detrás de él. El rito de pasar unos momentos a solas antes de reunirse con las mujeres y los jóvenes se repetía sin excepción. Al principio, Ursus había sospechado que Vespaciano intentaba comprar su amistad para obtener un favor. No tenía duda de que la del hacendado era ofrecida si este consideraba que podía obtener algo a cambio. ¿Tal vez una carta de recomendación para volver sobre sus sueños de ser marqués? Sin embargo, con el paso del tiempo, Ursus empezaba a sospechar que el hombre disfrutaba de su compañía y prestaba atención a sus consejos y comentarios. No solo había dejado de anteponer el «padre» a su nombre, sino que a veces lo llamaba «amigo mío», como en ese momento, mientras le ofrecía de beber.
—¿Qué tomas, amigo mío? Te sugiero un aperitivo para abrir el apetito. Lo trajo Edilson, y es excelente.
—Se agradece.
Sirvió en dos vasos y le pasó uno al sacerdote. Levantó el de él y lo estudió.
—Estaño, Ursus.
—¿Cómo dices?
—Este vaso es de estaño, como mucha de la vajilla de la que nos servimos a diario. Dependemos de este metal, sobre todo para la producción de armamento.
—Sí, lo sé. El estaño es un metal muy requerido.
—¿Qué haríamos sin él? —Se trataba de una pregunta retórica, por lo que Ursus guardó silencio—. ¿Sabes a qué ha venido Edilson?
—Entiendo que al compromiso y boda de tu hijo.
—¡Ja! Edilson no se aleja de Buenos Aires, ni de la Colonia del Sacramento sin que haya un propósito económico detrás. Lo de la boda de Lope es una excusa. Además, faltan meses para eso. Me ha dicho que está buscando estaño por estas tierras, más hacia el norte. Unos portugueses le aseguraron que en estas tierras hay estaño, y él está dispuesto a encontrar dichas minas.
—Nunca, en mis tantos años en el Paraguay, he sabido de minas de estaño. Pero ¿quién puede afirmar que no existen? Después de todo, estas tierras están sin explorar. Solo Dios sabe qué hay allí fuera.
—¿Minas de oro?
—Si las hay —contestó Ursus, y se esforzó por no morder el anzuelo y perder la compostura—, nunca me he enterado de ello.
—¿De veras? —Al vistazo de ceño fruncido que Ursus le destinó, Amaral y Medeiros sonrió con aire conciliatorio—: Está bien, está bien. No te importunaré con ese tema.
—Vespaciano, en nombre de la amistad que estamos construyendo, te rogaría que no hicieses comentarios como el de recién. Suspicacias como esa (la de que escondemos minas de oro en las doctrinas y que se las ocultamos al rey) están perjudicando a la orden a la cual he consagrado mi vida. ¿Y sabes qué es lo peor del asunto? ¡Que es una calumnia! ¡Tales minas no existen! Al menos, no en nuestros terrenos.
—Entiendo, amigo, y te pido disculpas. No volverá a ocurrir. Cambiemos de tema. Cuéntame de Aitor. ¿Qué puedes decirme de él?
Ya no lo desconcertaba el interés del estanciero por Aitor, aunque sí lo intrigaba el motivo. En ese instante, se debatía entre seguir ocultándole la verdad o, mejor dicho, mentirle, o bien revelarle lo sucedido. Al principio, como no confiaba en Amaral y Medeiros, no le había referido los trágicos sucesos del asesinato de la esclava y la huida de Aitor. Temía que, de alguna manera, el hombre los utilizase para perjudicar a su muchacho.
—Verás, Vespaciano. Aitor…
La seriedad que le imprimió a su voz y a su gesto puso en alerta al hacendado, que se incorporó en la butaca y lo fulminó con un vistazo de auténtica preocupación.
—¿Qué le sucedió a Aitor, Ursus? Dímelo. Dime lo que sea.
—¿Por qué te interesas tanto por él, Vespaciano? Es algo que me tiene confundido desde hace tiempo. ¿Por qué un hombre como tú se interesaría por uno de mis pobres indios?
—Aitor no es un pobre indio, Ursus. En eso te confundes. Es un hombre que exuda valor y fortaleza. Me gustaría que mi Lope fuese como él —apuntó, con acento amargo.
—No puedes compararlos. Pertenecen a dos mundos muy distintos. Aitor ha llevado una vida dura. Lope, en cambio, ha sido tu único hijo, siempre protegido y mimado.
—Lo he arruinado.
—Lo habrás arruinado para tus fines, pero no lo has arruinado como persona. Es un muchacho bondadoso, noble, educado. ¿No puedes ver sus virtudes, hombre del corazón de piedra?
—No, no puedo —admitió—. Pero háblame de Aitor. Te pregunto por él porque no pierdo la esperanza de contarlo entre mi gente algún día.
Ursus suspiró y se arrellanó de nuevo en la silla.
—Aitor ya no vive en la misión. —Amaral y Medeiros apretó el entrecejo—. Sucedió un hecho dramático y él tuvo que huir para que la Justicia no lo prendiese.
—¿Qué sucedió? —La calma tensa de Vespaciano demostraba el interés que el tema le suscitaba.
—Una de las esclavas de la orden, que pasaba una temporada en la doctrina para recolectar yerba y algodón, fue hallada muerta. Asesinada —añadió—. En la mano tenía una de las muñequeras de Aitor y cerca del cuerpo se halló la navaja con que la degollaron. La navaja se la había regalado yo a Aitor cuando comenzó a afeitarse.
Amaral y Medeiros apoyó el codo en el brazo de la butaca y se sostuvo el mentón. Durante unos segundos se mantuvo callado, en profunda meditación.
—Tú que lo conoces bien, amigo mío —dijo al cabo—, ¿crees que el muchacho es tan idiota para matarla y regar el cuerpo y el sitio de pruebas en su contra?
—Como tú dices, lo conozco muy bien. No solo que no es tonto, sino que es todo lo contrario. Es un hábil cazador, que sabe convertirse en uno con la selva para perseguir una presa sin que esta se dé cuenta. Sabe disfrazar su olor, caminar con el sigilo de un pez, confundirse con la vegetación… En fin, el muchacho sabe cómo hacer las cosas sin dejar huella. Pero no es eso lo que me lleva a asegurarte que él no mató a la pobre esclava. No lo hizo simplemente porque no asesinaría a un ser humano, a menos que se viese obligado para defenderse. Aitor es duro, implacable, diría, pero no un asesino.
—Y dices que huyó.
—Sí. En verdad, no le quedaba otra salida. Lo habrían condenado a la horca, sin duda.
Pocas veces Ursus había visto tan reflexivo y preocupado a su anfitrión. Iracundo, eufórico, impaciente, bromista, sí, pero esa serenidad deliberada y ese aire reconcentrado y serio, jamás.
—¿Están haciendo algo para descubrir al verdadero asesino?
—Interrogamos a los posibles sospechosos. Todos salieron del paso con una coartada.
—¿Cuándo ocurrió la muerte de la mujer?
—Suponemos que el 3 de agosto por la noche, o el 4 por la madrugada. Aitor huyó el 5.
—¡El 5 de agosto! —reaccionó—. ¡Y recién me lo mencionas ahora, Ursus! Estamos a enero. ¿Por qué no lo contaste la última vez que estuviste aquí? Como siempre, te pregunté por él.
—Porque no quería que lo supieses.
—¿Por qué? —La pregunta surgió con acento dolido.
—Porque no confiaba en ti, Vespaciano. No sabía si utilizarías esa información para perjudicarlo.
—¡Jamás lo perjudicaría!
—¿Cómo podía estar seguro? Después de todo, por culpa de Aitor perdiste a una india encomendada y tu capataz recibió un flechazo.
—¿Dónde está? —dijo, con impaciencia—. ¿Dónde se esconde?
—No lo sé.
—¡Dímelo, Ursus! —Amaral y Medeiros descargó el puño sobre el escritorio.
—Puedes emplear tus métodos intimidatorios con quien quieras, Vespaciano, pero no conmigo. Ojalá supiese dónde se esconde mi muchacho. Es como un hijo para mí, y no sé dónde está, ni siquiera sé si está bien. ¿Crees que no vivo angustiado pensando en él, en el futuro de prófugo que le aguarda?
—¿Hacia dónde pudo ir?
—Hacia los cuatro puntos cardinales.
—¿Crees que volverá algún día?
—Sí, estimo que sí.
Pensó en Emanuela, en la única que lo haría regresar. Por fin se había permitido aceptar la verdad que su amigo Hinojosa le había expuesto tiempo atrás y a la cual él se había cerrado, que Aitor estaba enamorado de la niña santa. Tal vez en un comienzo se había tratado de un amor fraterno, posesivo y profundo, pero fraterno. Con el tiempo, se había transformado en un amor de hombre que vencería cualquier obstáculo por recuperar a la mujer amada.
—¿Puedo contar con tu promesa —habló Amaral y Medeiros— de que me mandarás aviso de cualquier novedad que se presente con respecto a Aitor?
—Sí, lo prometo.
* * *
El cura de la misión acababa de irse, y el patrón lo había mandado llamar. Se sacudió las botas en las piedras del camino para no manchar los pisos de madera de doña Florbela, y las nazarenas de plata tintinearon. Se quitó el sombrero y entró en la casa, al patio donde en los meses más calurosos, a esa hora del atardecer, su patrona y la recogida, doña Nicolasa, sorbían mate y bordaban. Amaba verla bordar. Su perfil inclinado sobre la labor, como de alabastro, le resultaba una visión magnífica y perfecta.
—Buenas tardes —saludó, y las señoras levantaron la vista y asintieron a modo de respuesta—. Con su permiso, doña Florbela. Vuestro esposo me aguarda en el despacho.
—Pase —dijo, sin mirarlo, su atención de nuevo en la aguja.
—Gracias, señora.
Desde la pérdida de Olivia, doña Florbela lo despreciaba. Antes, le había tenido miedo; en ese momento, lo despreciaba. Llamó a la puerta del despacho y el vozarrón de Amaral y Medeiros le ordenó entrar.
—Quiero que mañana mismo, antes de que salga el sol, cuatro cuadrillas de tres hombres partan hacia los cuatro puntos cardinales para buscar a una persona y me la traigan aquí.
—¿A quién, patrón?
—A Aitor Ñeenguirú.
—¿Al indio? ¿Por fin le daremos caza a ese infeliz y lo traeremos aquí para que responda por Olivia?
Amaral y Medeiros apoyó las manos en el escritorio y se inclinó hacia delante. Unió las cejas en una profunda mueca hostil y miró a su capataz fijamente.
—Óyeme bien, Domingo. Si tú o alguno de los hombres tocase con una flor o le arrancase un cabello a Aitor Ñeenguirú, yo mismo me ocuparé de retorcerle los testículos hasta arrancárselos.
La imagen de las manazas de su patrón arrancándole las pelotas le hizo apretar los cachetes de la cola y juntar las rodillas.
—Disculpe, patrón. Pensé que por fin nos cobraríamos venganza de él. Después de todo, perdimos a Olivia por su culpa.
—Perdimos a Olivia por tu culpa, porque no sabes mantener la verga dentro de los calzones.
«Vuesa merced tampoco», le habría replicado, mientras se acordaba del par de veces que lo había pillado saliendo del puesto que mantenían a media legua del casco de la estancia en compañía de doña Nicolasa. De seguro, no se habían reunido para tejer encaje a bolillo. A veces, lo tentaba contárselo a doña Florbela, para enemistarla con su esposo y para ganarse su confianza. Hasta el momento, no había hallado la ocasión propicia.
Amaral y Medeiros extendió un mapa de la provincia del Paraguay trazado sobre una vitela con tintas roja y negra.
—Enviarás a un grupo hacia el Guayrá —dijo, y señaló hacia el norte de su estancia—. Quiero que vayan a Villa Rica, Ciudad Real y Ontiveros. El otro grupo irá a Asunción, y de allí bajará hasta Herradura, y más allá, hasta el Bermejo. El siguiente grupo abarcará la zona de Corrientes, sobre todo la de los aserraderos y astilleros que allí se encuentran. Y al cuarto, lo quiero del otro lado del Uruguay, para que visite los pueblos que los jesuitas poseen en esas tierras. No digo que esté viviendo en una de esas doctrinas, pero tal vez esté merodeando y demos con él. Conoces sus señas. Con ese aspecto de hombre recio y esos ojos amarillos, no creo que pase inadvertido. A menos que él lo desee —dijo más para sí al recordar lo que Ursus le había referido acerca de las dotes de cazador de su hijo. «Mi hijo», pensó, y el orgullo le calentó el pecho.
—Patrón, una vez que demos con él, ¿qué le diremos? No es una persona con la que se pueda razonar y no creo que quiera seguirnos voluntariamente hasta Orembae.
—Le dirán lo siguiente: que Amaral y Medeiros, amigo del padre Ursus, le ofrece trabajo, vivienda y protección.
Domingo Oliveira y Rasposo asintió con semblante impertérrito, mientras planeaba la mejor manera de echarle el guante a ese indio miserable antes que ninguno. Lo despacharía al otro mundo lentamente no solo para cobrarse la humillación del flechazo en el culo, sino para evitar que se acercase a Orembae.
* * *
Aun embrujado por los vapores de la chicha, Aitor se daba cuenta de que la muchacha que lo rodeaba con las piernas y lo instaba a hundirse más profundamente en su carne no era Emanuela. No obstante, si cerraba los ojos, la veía a ella, y la evocaba estremecida por sus besos. ¡Cuánto lo excitaba que temblase de pasión! Era tan inocente en su despertar a los placeres del cuerpo, y se había entregado con tanta generosidad, pese a que él la había avasallado, a ella, a la niña santa, a su pequeña y honesta Jasy. La echaba tanto de menos. No podía quejarse, su destino como prófugo podría haber sido muy difícil, vagando por la campaña, huyendo de la milicia, del hambre y del infortunio. Su familia materna lo había acogido con los brazos abiertos y lo había invitado a formar parte de su pueblo. Lo trataban con respeto —cierto que él se lo había ganado, como guerrero y como cazador—, lo consultaban, lo tenían en cuenta. Con esa gente, se había sentido amado. Sin embargo, entre ellos no estaba Jasy. Después de esos meses y pese a vivir una experiencia nueva y fascinante con los abipones, confirmaba lo que siempre había sospechado: sin ella, lo demás carecía de sentido.
Escuchó unos gemidos de mujer seguidos de palabras agitadas e impacientes, que lo urgían a apurar las embestidas.
—Más fuerte, Aitor. Más… —El gozo que se apoderó de ella la hizo callar. Gimió y se arqueó debajo de él. Aitor aceleró el empuje de sus caderas con los ojos apretados para que la imagen de Jasy no se le escapase. Era ella la que le pedía más, la que lo apremiaba a tomarla con rudeza, la que se retorcía a causa del placer que él estaba regalándole.
—¡Oh, Jasy! —exclamó, y permaneció estático, con los brazos estirados y la nuca hacia atrás. Le temblaban los labios y las mandíbulas—. Jasy —gimoteó, y cayó sobre su compañera.
—¿Qué has dicho, Aitor? ¿Has hablado en tu lengua?
Aitor levantó el párpado de un ojo y observó el entorno. No tenía idea de dónde se hallaba. Cuando se embarcaban en una borrachera para celebrar una victoria en el campo de batalla, él nunca sabía dónde terminaría, ni cómo. La primera vez, después de pelear con los tobas, había despertado días más tarde junto a la laguna, con una anciana que le tatuaba figuras en los brazos después de haber terminado con las de su rostro. Se arrastró hasta el agua y contempló, horrorizado, su imagen. Aunque con la cara hinchada a causa de los pinchazos de espina, vio con claridad los diseños: el rombo entre las cejas, con una cruz en su interior, y cuyo ángulo inferior continuaba por el tabique nasal para abrirse en tres líneas paralelas que morían en la punta de la nariz; los dos círculos, uno encima del otro, con un punto en el centro y que parecían caer de los rabillos de sus ojos; y por último, las cuatro líneas paralelas y punteadas que le surcaban los pómulos. Había convivido con los tatuajes de su abuela y de sus tías y, durante el tiempo transcurrido entre los abipones, los diseños que les cubrían el rostro y el cuerpo se habían convertido en parte de sus fisonomías, como la forma de los ojos o el corte de la cara. Sin embargo, descubrir esos dibujos impresos para toda la vida en su piel lo alteró sobremanera. Juntó agua con las manos y se lavó el rostro varias veces, con fricciones frenéticas. El agua se aquietaba, y el reflejo le devolvía la misma imagen, la de su rostro con tatuajes. «Jasy», pensó, angustiado, convencido de que lo repulsaría.
Se volvió hacia la anciana, que lo contemplaba con serenidad y una expresión impávida, mientras sostenía en el aire la espina de cactus, cuya punta se encontraba ennegrecida por la mezcla de saliva y cenizas con que coloreaban los diseños.
—¿Qué diantre has hecho, mujer?
—Lo que me pediste.
—¡Yo no te pedí nada! ¡Me has arruinado el rostro!
—Creo que he hecho uno de mis mejores trabajos —replicó, sin alterarse—. Tu rostro es aún más bello que antes.
—¡Pero mi mujer lo aborrecerá! —soltó, sin pensar.
—Si es una buena mujer y te quiere, respetará tu decisión.
—¡No fue mi decisión! ¡Fue la tuya!
La mujer sacudió la cabeza y se ocupó de lavar la vasija que contenía la tinta.
—Nunca entenderé a los hombres. ¿Por qué beben si después se arrepienten de lo que hicieron mientras la chicha les poseía el espíritu? —La anciana recogió sus utensilios y se incorporó con dificultad—. No quiero que mi trabajo se arruine —le comunicó—, por lo que te pido que vayas a casa de tu abuelo y permanezcas recostado el día entero. No comerás carne, ni pescado, ni legumbres, ni verduras. Le pedirás a Ariayé que te prepare un poco de fruta y la infusión de yerba de venado. Ella sabrá cuidarte —remató al cabo, y se alejó en dirección a la aldea.
Aitor se quedó mirándola, demasiado aturdido para reaccionar. Volvió a estudiar el reflejo en el agua de la laguna. «Si es una buena mujer y te quiere, respetará tu decisión». Las palabras de la anciana no lo consolaban. ¿Qué diría su Jasy? ¿Lo rechazaría, se enojaría, lo amaría con esas marcas en el rostro? Se analizó los diseños en los brazos; esos no lo fastidiaban tanto, al contrario, los encontró muy agradables. Le rodeaban la parte más gruesa del músculo como si se tratase de ajorcas, en una sucesión de triángulos rellenos de puntos, y otra, paralela a la de los triángulos, con figuras más complicadas, como si fuesen estrellas. ¿Cuántos días había empleado la mujer para realizar su trabajo? ¿Uno, dos, tres? Una vez que la chicha se mezclaba con su sangre, Aitor perdía el contacto con el tiempo y la realidad, como en ese instante en que regresaba del estupor causado por el alcohol y no sabía con quién había fornicado, ni dónde se encontraba.
¡Mierda! Se había olvidado de retirarse antes de eyacular. No debía pensar en Jasy cuando se acostaba con otra porque perdía el control. Era como si un sueño lo devorase y lo escupiese en San Ignacio Miní, entre los brazos de su única y verdadera mujer. Ahora tendría que esperar un tiempo y rogar que la joven que tenía debajo, sea quien fuese, no estuviese preñada. Sabía que las abiponas gozaban de una gran libertad, y que si quedaban encintas y sin esposo, abortaban o mataban a la criatura al nacer. Él no lo habría permitido. Las enseñanzas de los padres, después de todo, habían calado dentro de él. Sin embargo, regresar a la misión con la cara cubierta de tatuajes y un hijo a cuestas le resultaba demasiado. Jasy lo repudiaría, y con razón.
—Qué bonita muñequera —comentó la muchacha, y pasó el dedo por el mechón de cabello castaño de Emanuela.
Aitor retiró el brazo y cubrió el adorno con la mano, en el acto de protegerlo.
—¿Qué te sucede? —se preocupó la joven, una muy hermosa, advirtió él, con los ojos verdes y los labios llenos. La recordó después de unos segundos; era amiga de una de las hijas de su tío Añapiré; siempre le sonreía y le coqueteaba.
—No quería vaciarme dentro de ti. No quiero preñarte.
—Yo tampoco quiero quedar preñada. No te preocupes. Mi abuela me preparará una lavativa y mataré la semilla que tú pusiste dentro de mí.
—Ve y hazlo ahora. No pierdas tiempo —la instó, y se puso de pie. Le ofreció la mano, que la muchacha aceptó.
Estaban lejos de la aldea, en el monte. Aitor se puso los calzones y se echó encima la camisa, la de algodón de Castilla que Emanuela le había confeccionado. La memoria del día de su natalicio en el arroyo lo atacó sin aviso. Descansó la frente en el tronco de un algarrobo, todavía aturdido por los efectos de la chicha, con un mal sabor de boca que lo descomponía y un dolor de cabeza que le provocaba palpitaciones en las sienes.
—Jasy —sollozó, avergonzado, triste, vacío. ¿Qué le habría dicho ella al saber que, al igual que Laurencio abuelo, se entregaba al vicio de la bebida? Esa era su tercera borrachera, de la cual tal vez emergiese con un hijo. En la primera se había ganado los tatuajes y en la segunda, una herida en el muslo derecho que, al despertar, le dolía como mil demonios y que no recordaba cómo se la había hecho. La vieja curandera, mientras lo suturaba con una espina de cactus y tripa de chancho montés, le explicó que, durante los festejos por una batalla ganada a una pandilla de mocovíes, se había trenzado en una pelea a cuchillo con Choraté, uno que le había tomado ojeriza desde que lo había descubierto afeitándose en la laguna. Las mujeres jamás se emborrachaban, y eran las encargadas de mantener cierto orden durante los prolongados festejos. Cuando las cosas escapaban a su dominio, una pelea por ejemplo, se ocupaban después de las consecuencias, como suturar tajos, colocar compresas en contusiones o entablillar huesos rotos.
—¿Cómo está Choraté? —se desesperó Aitor, no porque le importase el abipón, sino porque no tenía ganas de llevarlo en la conciencia.
—Le metiste un buen cuchillazo en el vientre.
—¿Murió?
—No. Pero no está bien. Se le escapó mucha vida en la sangre que perdió.
—¿Lograrás salvarlo, Comecá? —quiso saber, angustiado—. No quería malherirlo. No recuerdo nada, pero ahora sé que no quería malherirlo.
—Convocaré a los espíritus y les hablaré de tu arrepentimiento. Puede que te pidan algo a cambio para salvarlo.
Su abuelo lo visitó más tarde ese día. Él también lucía en el rostro y en el modo de caminar, pesado y lento, los efectos de la borrachera. Se sentó sobre unas pieles y le palmeó la mano.
—¿Cómo te sientes, nieto mío?
—La pierna duele un poco, abuelo.
—Tú lo dejaste peor a Choraté —expresó Icholay, y Aitor se preguntó si lo expresaba como un reproche o con acento orgulloso.
—Lo siento. No recuerdo nada de la pelea. Pero sé que, si no hubiese estado hechizado por la bebida, no lo habría herido.
—¿Por qué te crece la barba, Aitor?
Se trataba de una pregunta delicada. Para los abipones, los hombres barbados provenían solo de dos grupos humanos: los españoles, sus peores enemigos, o bien los guarayúes, una tribu con la cual siempre estaban en conflicto por cuestiones territoriales.
—También he advertido que te crece el pelo en las piernas, en los brazos y un poco en el pecho.
—Mi padre es un hombre blanco —admitió, con recelo. No sabría cómo reaccionaría el cacique Icholay.
—¿No me dijiste que el esposo de tu madre es un guaraní de San Ignacio?
—Sí, pero ese no es mi padre. Mi padre es un hacendado de la zona, con el cual ella… Con el cual ella tuvo un asunto.
—¡Ja! Mi pequeña Malbalá le puso los cuernos al marido. ¡Y con un barbado! ¿Con cuántos más?
—Con ese, que yo sepa. Sus otros siete hijos son de Laurencio Ñeenguirú.
—¿Conoces a tu padre? —Aitor asintió—. ¿Sabe que eres su hijo? —Volvió a asentir—. ¿Por qué no le pediste ayuda cuando tuviste que huir de San Ignacio?
—Porque no confío en él. Hace años le robé una india encomendada y le puse un flechazo en el culo al capataz de su hacienda porque estaba tomándola a la fuerza.
Icholay soltó una carcajada.
—¿Y por eso no confías en él? Pues si yo fuese tu padre, estaría orgulloso de ti. ¿Cuántos años tenías cuando eso ocurrió?
—Quince.
—¡Carajo, Aitor! Ya tenías tantas agallas con solo quince años. No me extraña que pelees con arrojo ahora que eres un hombre.
—Gracias, abuelo —dijo, aliviado.
Aitor despegó la frente del algarrobo después de rememorar el diálogo sostenido con su abuelo tiempo atrás. También se acordó de la conversación entre Malbalá y Amaral y Medeiros en el lugar secreto del arroyo, que él había oído a escondidas. Después de tantos años, todavía le producía sentimientos contrapuestos, alivio por saber que no era hijo de Laurencio abuelo, e ira porque no tenía duda de que su padre, un hombre blanco, rico y vanidoso, lo despreciaría si él, un indio miserable, se presentaba en su hacienda y le pedía ayuda. Lo arrojaría a las fauces del ejército para que lo liquidasen en la horca.
¿Habría dejado preñada a la amiga de su prima? Tal vez la suerte le sonreiría de nuevo, como en ocasión de la pelea con Choraté, que no había estirado la pata y se había restablecido sin problema, y lo salvaría de convertirse en padre a la fuerza.
—¡Mierda! —masculló, y golpeó el tronco con el puño. Se odiaba por idiota, por débil, por traidor. El hueco que le perforaba el estómago se agrandaba conforme pasaban los segundos, y parecía abarcarle el torso por completo. Un vacío insondable lo sumía en una tristeza de la cual solo su Jasy lo habría liberado. Ya no soportaba la distancia, no verla, no olerla, no besarla, saborearla, tocarla, sentirla temblar entre sus brazos. Aunque pusiese el cogote en juego, volvería y se las ingeniaría para estar con ella a solas. Nada le importaba, se dijo. Que se fuesen todos al infierno. Esperaría unas semanas, comprobaría que la abipona no estuviese preñada y regresaría a su tierra. El amor de Jasy era lo único que contaba. Si ella formaba parte de su vida, él sería feliz. La pregunta que se deslizó a continuación lo fastidió, y, aunque intentó eludirla, se repitió con la tenacidad de los martillazos de un herrero: ¿Jasy seguiría formando parte de su vida?
* * *
A medida que se aproximaba su natalicio, las ganas de desaparecer la inquietaban. Emanuela estaba convencida de que no sería capaz de enfrentar los saludos, los regalos y las sonrisas con el corazón pesado de tristeza. No quería festejar cuando su alma lloraba a gritos cada mañana al despertar y recordar que Aitor se había ido. «Dile que la amo y que no me olvide. Dile que volveré por ella». Se aferraba a las últimas palabras de él como a una rama en un huracán. No desfallecería. Jamás. No obstante, por esos días, su ánimo flaqueaba.
La salud de su ru constituía otra fuente de preocupación. Poco a poco, la piel se le había tornado de un color amarillento, lo mismo la parte blanca de los ojos, síntoma de que, en opinión de van Suerk, su hígado estaba dañado. Tantos años de chicha llegaban para cobrar su parte. Por fortuna, en la última semana, había comido un poco más y, desde hacía tres días, con la ayuda de Bruno y de ella, abandonaba la hamaca, caminaba delante de la casa y luego se apoltronaba en una silla mecedora que Emanuela había rescatado del sótano de la casa de los padres y que Laurencio nieto había puesto en condiciones en el taller de ebanistería. Allí se lo pasaba en la enramada, callado y con la vista perdida. Cada tanto, estiraba el brazo y acariciaba el lomo de Porã, que se había vuelto su fiel compañera.
—¿En qué piensas, ru? —le preguntó Emanuela esa mañana, mientras lo conducía del brazo para que caminase.
—En los errores que cometí en mi vida. Son muchos, hijita mía.
—Todos cometemos errores. Sabes lo que dice mi pa’i Ursus: errar es humano.
—Sí, pero hay humanos y humanos, Manú. Y hay errores y errores. Por ejemplo, tú eres el mejor ser humano que conozco, y yo no te llego a los talones, hija mía.
—Yo no soy mejor que tú, ni que nadie. Cada uno es como es, ru. Para algo Tupá nos ha puesto en este mundo.
—Sí, a mí me puso para traer tristeza y amargura. A ti, para dar luz y alegría.
—No hay luz sin oscuridad, ru. —El hombre giró el cuello y la miró sin comprender—. ¿Te gustaría hablar con mi pa’i Ursus? Él es un hombre comprensivo. Nada de lo que le digas lo enojará. Te lo prometo, ru.
—No, hijita, no tengo deseos de hablar con nadie. Mi alma no tiene arreglo.
Emanuela sospechaba que a su ru lo atribulaba el recuerdo de su hijo Aitor, de lo mal que lo había tratado durante toda la vida. En ese momento, en el que creía percibir el hálito de la muerte sobre la nuca, abandonar el mundo con ese peso lo angustiaba. A punto de mencionarlo, guardó silencio. Hablar de Aitor con Laurencio abuelo no era sabio, ni oportuno. Estaba lastimada y triste y no confiaba en las palabras que pronunciaría; podrían resultar fatales para el alma de su ru.
—Vamos —dijo en cambio—, volvamos a la enramada así descansas un poco en tu silla.
—Gracias, hijita.
Emanuela trabajó el resto del día en el hospital. El padre van Suerk se apoyaba cada vez más en ella, y la hacía sentir imprescindible, lo cual la alegraba. Había ampliado sus conocimientos en los últimos meses, y siempre estaba leyendo y consultando Tesoro de pobres, el libro que le había regalado el médico holandés, y otros de su nutrida biblioteca, sin descuidar los escritos que nacían de las conversaciones con su taitaru. La actividad entre los enfermos la apasionaba, y, aunque hubiese perdido su don, estaba segura de que los ayudaba igualmente a sanar solo con brindarles amor, sonrisas y cuidados meticulosos.
Esa tarde, terminó de hacer beber la quina a un niño con tercianas —el pobrecito vomitaba el medicamento de lo mal que sabía—, echó un vistazo en torno para asegurarse de que todo estuviese en orden y decidió que era hora de regresar a su casa. Se quitó el delantal y lo colgó. Verificó que hubiese agua en el aguamanil y la vertió en la palangana. Se enjuagó el rostro, se lavó las manos y se pasó un lienzo húmedo por la nuca para refrescarse. El calor de febrero estaba resultando más impiadoso que el de enero. Se acercó para despedirse del padre van Suerk y lo halló sentado en su escritorio, enfrascado en la lectura de lo que parecía una carta por los restos del sello de lacre.
—Pa’i, me voy a casa.
—¿Cómo, hija? —El holandés alzó la vista sobre el filo de los quevedos.
—Que me voy a casa, pa’i, a menos que me necesites para algo más.
—No, mi niña. —Se la quedó mirando con una sonrisa hasta que levantó el pedazo de papel manila y lo sacudió con gesto alegre—. He recibido carta de un queridísimo amigo, un médico inglés con el cual estudiamos juntos en Montpellier.
—¡Oh!
—Siéntate, siéntate, Manú. Me gustaría leerte algunas líneas. Oirás algo muy interesante. ¡Disculpa! Acabas de decirme que estás yéndote. ¿Me concedes unos minutos?
—Por supuesto, pa’i —dijo, y arrastró una silla para ubicarse junto a él.
—Oye con atención, Manú. —El sacerdote movió los ojos sobre la misiva hasta ubicar el párrafo—. Sí, aquí —se dijo, y comenzó a leer; la carta estaba en latín—. He tenido el placer de conocer en Londres a Lady Mary Montagu, una aristócrata de recia estirpe, esposa del que fue embajador por mi país en el Imperio Otomano, una señora muy distinguida, de bellas facciones, aunque algo opacadas por las marcas de la viruela. Su conversación es cultivada y muy interesante debido a los viajes que ha realizado junto con su esposo. Y aquí viene la pieza de información que, sé, te dejará tan atónito como a mí. Lady Montagu, que hizo grandes amigas entre las esposas del sultán, me comentó que allá tienen por costumbre inocularse durante varios días consecutivos con el pus que obtienen de las pústulas de las ubres de la vaca infectadas con una forma de viruela, muy común entre estos animales. Así evitan la enfermedad o, si se la contagian, es tan leve que ni marcas deja. Su entusiasmo es tal que hizo inocular a su hijo y a su hija, y los niños, ahora adultos, jamás contrajeron la enfermedad, pese a atravesar por varias pestes. —Van Suerk bajó la carta, se quitó los quevedos y la miró con una sonrisa—. ¿Qué me dices, Manú? ¿No te resulta extraordinario?
—He leído algo sobre esa enfermedad, pa’i. Sé que es despiadada y la mortalidad, muy alta. Si esto que refiere tu amigo inglés fuese cierto, sería maravilloso, sin duda.
—Mañana te harás cargo del hospital, Manú. Iré a la estancia y hablaré con el capataz. —Van Suerk se refería al sitio donde la misión criaba el ganado, alejado del pueblo por el riesgo a las estampidas—. Le pediré que me ayude a buscar esas pústulas en las ubres de la vaca.
—Ve tranquilo, pa’i. Yo me haré cargo de todo. Y le pediré a mi taitaru que me eche una mano.
—Sí, claro. Ahora ve, mi niña.
—Gracias por leerme la carta, pa’i.
—De nada, Manú. Hasta mañana.
Se despidió del padre van Suerk y caminó hacia la casa de los padres. Llamó a la puerta. Le abrió Tarcisio, que le sonrió con evidente alegría.
—Pasa, Manú, pasa.
—¿Está mi pa’i Ursus?
—Está en su recámara, haciendo sus ejercicios espirituales. ¿Debo llamarlo? ¿Es algo urgente?
—No, Tarcisio. Solo dile que vine a verlo. Regreso mañana.
Un rato más tarde, mientras Emanuela preparaba un caldo para su ru en la enramada, apareció Ursus.
—¡Pa’i! —se alegró Emanuela—. Pasa, pasa. ¿Has cenado? ¿Quieres un poco de caldo?
—¿Es tu caldo de gallina, Manú? —se interesó el jesuita, y la joven asintió—. Pues sí, dame un poco. Sabes cuánto me gusta. ¿Cómo has estado, Laurencio? —preguntó antes de ubicarse a su lado, en un tocón demasiado bajo para un hombre de su altura.
—Aquí, pa’i, tirando.
Conversaron de nimiedades mientras Emanuela le daba el caldo a Laurencio en la boca y Ursus se tomaba dos cuencos. Bruno y Malbalá también los acompañaban y comían en silencio.
—Hija, ya podrías buscar esposo —comentó el sacerdote—. Cocinas mejor que tu sy.
Ursus calló de inmediato y observó las miradas cargadas de sorpresa, miedo y angustia que los miembros de la familia Ñeenguirú le devolvían. El futuro de Emanuela era un tema del que nadie se atrevía a hablar y con el que nadie bromeaba. Malbalá seguía respondiendo que no cada vez que el jesuita le preguntaba si le había llegado el primer sangrado. Esa negativa parecía haberse convertido en la última barrera de protección para evitar que les arrebatasen a la niña santa. La cuestión con el obispo de Asunción los había tenido a maltraer durante semanas. La contestación del padre Hinojosa había obtenido la aprobación del provincial Querini, que se la había hecho llegar al prelado sin modificar ni una coma. El hombre habría presentado batalla si no lo hubiesen convocado desde Lima para ponerlo a cargo del obispado de Arequipa.
—Manú —dijo Ursus, con la intención de cambiar de tema—, me dijo Tarcisio que habías ido a verme, hija. ¿Qué necesitas?
—Me gustaría hablar contigo, pa’i. ¿Podemos hacerlo mientras te acompaño a tu casa?
—Sí, por supuesto.
—Sy, me ocuparé de limpiar todo cuando regrese.
—Yo me haré cargo, Manú —le aseguró Malbalá—. Bruno me echará una mano.
Emanuela entrelazó el brazo con el de Ursus y caminaron unas varas en silencio por la avenida principal. Se trataba de una noche calurosa, de cielo despejado, en el que las estrellas y la luna llena se recortaban con una nitidez llamativa en la bóveda negra. Emanuela elevó los ojos y los fijó en la luna. Pensó que, en una noche como esa, Aitor y ella lo habrían pasado en la torreta contemplando los astros con el telescopio. Se negó a imaginar los besos y las palabras que habrían intercambiado; por experiencia sabía que ese tipo de fantasías la conducían a una alteración del cuerpo que no tenía idea de cómo apaciguar.
—Lo echo tanto de menos, pa’i —expresó, con voz quebrada.
—Lo sé, mi niña, lo sé.
—Me angustia pensar en la suerte que pudo haber corrido. Y si…
—No, Manú. Nada de «y si» o perderás la cordura. Ten fe en Tupá y en él. Desde que tenía trece años, Aitor ha sabido cuidarse solo en un lugar como la selva, lleno de peligros y desafíos. Solo Dios sabe cómo permití que tu tío Palmiro me convenciera de enviarlo a aserrar siendo casi un crío. Ahora veo que hice bien, pues, con todo lo que aprendió desde temprana edad, ahora, que es adulto, sabrá cuidarse.
—Quiero que vuelva —dijo, y se permitió sonar como una caprichosa; se le estaba haciendo cuesta arriba conservar el temple y mostrarse juiciosa.
—Todos lo deseamos.
—No todos, pa’i —respondió con acento endurecido—. Quien asesinó a María de los Dolores lo hizo para alejarlo del pueblo. Y estoy segura de que era el mismo que descorazonaba los animales en las noches de luna llena.
—Sí, yo lo creo también.
—¿Pa’i? —dijo, después de un silencio.
—¿Sí, mi niña?
—No quiero pasar mi natalicio en el pueblo. No creo que pueda soportar las muestras de afecto, los regalos y la alegría de la gente cuando mi corazón está destrozado.
—Entiendo. ¿Qué te gustaría hacer?
—El segundo hijo de mi primo Rafael nació hace dos semanas. Me gustaría tanto conocerlo. ¿Podemos mi sy y yo ir a la Candelaria y pasar unos días allá con él y su familia? Rafael siempre me manda aviso con Damián —Emanuela se refería al tapererepura, el mensajero de San Ignacio Miní— de que me espera en su casa. Allá no saben que es mi natalicio, y podré pasarlo tranquila.
Ursus cubrió la mano de Emanuela, la que le descansaba en el antebrazo, y siguió avanzando en silencio, la vista al suelo.
—Sí, Manú —pronunció al cabo—, te autorizo a ir a la Candelaria. Las escoltará Damián. Irán a lomo de mula, si te parece.
Emanuela se detuvo y lo enfrentó.
—Gracias, pa’i. Sabía que me comprenderías.
—Tendrás que hablar con el padre Johann. Se ha vuelto muy dependiente de tu ayuda en el hospital.
—Solo serán tres días, pa’i. Le pediré a mi taitaru que le eche una mano en mi ausencia. —Ursus asintió—. ¿Puedo pedirte otro favor, pa’i?
—Nunca pides nada, Manú. Así que sí, puedes pedirme otro favor.
—En mi ausencia, ¿podrías visitar a mi ru? Sé que estás muy ocupado el día entero, pero ya que no tomaré mis clases de castellano y latín durante esos días, había pensado que quizá podrías pasar un poco de tiempo con él.
—Lo haría aunque tuviese que darte tus clases de castellano y latín. Si uno de mis feligreses necesita mi ayuda, encuentro el tiempo necesario, Manú.
—Gracias, pa’i.
—¿Cómo está la salud de Laurencio? Me pareció verlo mejor.
—Sí, está un poco mejor. Pero creo que es su alma la que está enferma, pa’i. Por eso te pido que lo visites. Tal vez a ti te cuente qué lo tiene tan atribulado. Es como si de pronto le hubiese caído un peso que no es capaz de sobrellevar.
—Ah, sí, la conciencia a veces se vuelve tan pesada que nos aplasta y nos destruye. —Ursus la besó en la frente—. Ahora regresa a tu casa, hija. Caminaré solo el último tramo.
—¿Pa’i?
—¿Sí, Manú?
—Quería pedirte algo más, si es posible.
—¿Esta vez es para ti o para los demás? —bromeó el sacerdote para borrarle el ceño de preocupación.
—¿Podrías devolverme la navaja y la muñequera de Aitor? —preguntó, sin mirarlo a los ojos.
—No las tengo conmigo, hija.
—¿No? —Emanuela elevó el rostro. A la luz de la luna, sus ojos brillaron de lágrimas.
—¿Recuerdas el retén que vino del presidio de San Antonio luego de la muerte de María de los Dolores? —Emanuela asintió—. El capitán levantó un acta y se llevó consigo la navaja y la muñequera. Eran las pruebas del delito.
—Oh —susurró, con voz estrangulada.
—No creo que volvamos a recuperarlas, Manú.
—Está bien —consiguió balbucear—. Buenas noches, pa’i.
—Buenas noches, hija. Que descanses.
Emanuela se alejó deprisa. No conseguiría refrenar el llanto por mucho tiempo, y no deseaba que su pa’i se diera cuenta de que lloraba por la pérdida de una navaja y de una tonta muñequera. En realidad, los objetos representaban mucho más para ella, y, aunque sabía que se trataba de un pensamiento supersticioso, contra los cuales su pa’i Ursus siempre la alertaba, tenía la impresión de que, junto con la navaja y la muñequera, lo había perdido también a él.
* * *
Para Laurencio abuelo, los tres días sin Manú y sin Malbalá resultaron una pesadilla. Vaimaca se ocupaba de sus comidas y sus hijos y nueras estaban pendientes de él. No transcurría un minuto del día en soledad, y, por la noche, dormía en la casa con Bruno. No obstante, a él lo inquietaba que Emanuela y su esposa estuviesen lejos de la doctrina. Había derramado lágrimas silenciosas al verlas alejarse a lomo de mula por la avenida principal, escoltadas por Damián. ¿Y si no volvía a verlas, a las dos mujeres que más amaba? Más tarde, sentado cómodamente en la silla mecedora, meditó que las dos mujeres que más amaba eran las dos mujeres que más amaban a Aitor. ¡Qué juego tan perverso del destino! Si bien la huida de ese bastardo lo había alegrado como a pocos, ser testigo del desmoronamiento de Malbalá, pero sobre todo del de Emanuela, le causaba una pena infinita. A veces se decía: «¡Ojalá que nunca vuelva!», para arrepentirse de inmediato al meditar que, para ellas, se trataría de un golpe del que, tal vez, no se repondrían. Aunque no hablaban de él, sabía que vivían con la esperanza de su regreso.
De algún modo, aun no viviendo en la misión, ese engendro demoníaco se las había ingeniado para perjudicarlo, pues en el momento en que más necesitaba del don de su hija, ella lo perdía a causa de que su corazón ya no latía con alegría. Durante años la había visto ayudar a los demás, incluso a él mismo, cuando el bastardo lo empujó y su cabeza dio contra los ladrillos de la enramada. En el presente, en ese tiempo de necesidad, Emanuela se había quedado vacía, y él percibía cómo se le escapaba la vida.
El padre Ursus lo sorprendió al visitarlo el primer día de ausencia de Manú y Malbalá. Lo saludó con simpatía y se sentó junto a él en la enramada. Vaimaca, que preparaba el almuerzo, le cebó mates. Conversaron de los tiempos en que los bandeirantes portugueses invadían las misiones jesuíticas del Guayrá y arreaban a los guaraníes como ganado para transportarlos a San Pablo de Piratininga y venderlos como esclavos. Ursus les relató las epopeyas de los padres Mansilla, Masseta, Cataldino y Ruiz de Montoya, entre otros, y de los abusos y las vejaciones que los portugueses, apoyados por los tupíes, enemigos ancestrales del pueblo guaraní, les habían causado a los indios de las misiones. Miles de esclavos, miles de muertos, pueblos arrasados, iglesias profanadas, casas destruidas, sementeras perdidas, cosechas incendiadas, animales robados, el saldo era espeluznante. Los jesuitas jamás abandonaron a sus indios. Pedían a gritos la ayuda de las autoridades, muchas veces complotadas con los bandeirantes para obtener una pecunia de la venta de los guaraníes, y salían ellos mismos a negociar con el enemigo armados de la cruz y de la palabra. Cuando estas se demostraron insuficientes para lidiar con un grupo ebrio de ambición y maldad, se volvieron al rey, que después de un largo tiempo, los autorizó a formar ejército y a poseer armas de fuego, una medida que escandalizó a muchos, tanto en la corte de Madrid como en las Indias; lo juzgaban un desatino: los indios podían volverse en contra de su soberano y luchar por recuperar la libertad. Después de más de un siglo, sus escrúpulos no solo resultaban vanos, sino ridículos en vista de los innumerables servicios que los soldados guaraníes, al mando de los jesuitas, le habían brindado al rey sin que este tuviese que gastar un maravedí de su tesoro ya que los gastos en armamento, uniformes, caballos y aprovisionamiento corrían por cuenta de la Compañía de Jesús.
Así los encontró el año 1641, armados y bien entrenados por los hermanos legos que, antes de unirse a la orden, se habían desempeñado como mercenarios y conocían el arte de la guerra. El encuentro final entre los bandeirantes y los guaraníes había tenido lugar el 11 de marzo de 1641, en un paraje del río Uruguay, cercano al cerro Mbororé. Fue un momento de gloria para los indios y los padres jesuitas, y de escarnio para los bandeirantes. Nunca volvieron a atacar a los pueblos con la prepotencia e impunidad con que lo habían hecho durante décadas. Con todo, los jesuitas jamás abandonaron la guardia, y mostraban mucho celo en mantener las doctrinas vigiladas con indios especializados en «hacer la espía», como decían.
—¿Cómo sabes tanto, pa’i? —se interesó Laurencio.
—Porque he leído las cartas anuas que muchos de esos valientes le enviaban al provincial en Asunción. Así me enteré de que el valiente Nicolás Ñeenguirú, tu antepasado, había sido el héroe guaraní que había conducido a sus huestes a la victoria.
El rostro amarillento y envejecido de Laurencio cobró una nueva luz. Sonrió, algo inusual en él, y agitó la cabeza con un brío que habían creído perdido para siempre.
—Sí, pa’i. Por mis venas y las de mis hijos corre la sangre de ese héroe de nuestro pueblo.
Ursus regresó por la tarde, luego de la misa, y volvieron a tomar mate y siguieron conversando sobre la batalla de Mbororé. El jesuita conocía detalles de la estrategia planeada entre los caciques y los hermanos legos que Laurencio desconocía. Ambos disfrutaban de la charla, y la incomodidad y la distancia del pasado, que se habrían juzgado infranqueables debido al amor que uno profesaba por Aitor y al odio del otro, comenzaban a acortarse.
Al cabo de los tres días de ausencia de Manú y de Malbalá, Laurencio Ñeenguirú esperaba con ansias las visitas del sacerdote y se preguntaba qué epopeya de la historia de las misiones jesuíticas le relataría.
* * *
Los cumpleaños antes de la huida de Aitor habían significado para ella ocasiones de gozo y de alegría. ¿Se convertirían en ese padecimiento a partir de la desaparición de él? Emanuela sospechaba que su vida se había quebrado aquella madrugada del martes 5 de agosto, porque a partir de esa fecha había comenzado a medir el tiempo y a ubicar los acontecimientos con una nueva referencia, un nuevo mojón: el antes y el después de la huida de Aitor, como si se tratase del antes y el después de Cristo para ella.
En la Candelaria, su primo Rafael las había recibido con deferencia y cariño, y por unas horas, Emanuela sintió los beneficios de hallarse lejos de San Ignacio y de los recuerdos que guardaba. Sin embargo, el anonimato que había anhelado se desvaneció cuando comenzaron a reunirse en torno a la enramada de la casa de su primo las gentes de la Candelaria que se presentaban para venerarla, tocarla y pedirle favores. ¿Cómo se habían enterado de que ella era la famosa niña santa de San Ignacio Miní? Rafael lo descubrió enseguida cuando sonsacó la verdad a Mariana, su esposa: orgullosa de contar con una visita tan prominente en su casa, la joven se había jactado de la huésped de fuste que hospedarían; incluso había contado que, al día siguiente, era el natalicio de la niña santa.
Emanuela, para evitar una pelea entre su primo y su esposa, soslayó la situación y se armó de paciencia. Aunque sabía que su don había desaparecido, los tocaba igualmente y se dedicó a recetarles brebajes, a aplicarles ventosas de acuerdo con las enseñanzas de su taitaru, a curarlos con emplastos y a enseñarles las propiedades de las plantas. Aunque tanta actividad la mantuvo distraída, al tercer día, cuando iniciaron la marcha de regreso, se sintió feliz. Quería volver a su pueblo, sobre todo quería regresar para ver cómo seguía su ru.
En San Ignacio Miní la recibieron como si se tratase de Jesucristo entrando en Jerusalén. Ella, a lomo de mula, avanzaba por la avenida principal rodeada de una multitud que la vitoreaba y le cantaba como si su don, el que la había convertido en la niña santa, todavía la asistiese. La orquesta, dirigida por la batuta de Juan, interpretaba sus melodías favoritas. Le arrojaban flores de franchipán, le besaban los pies descalzos y le extendían obsequios que ella ya no conseguía sostener. Pese a que había creído que las muestras de afecto la perturbarían con su alma de luto, se dio cuenta de que la alegraban y que desplazaban el frío que se había alojado en su pecho desde la huida de Aitor y que ni el sol más cruento del verano había conseguido disolver.
Al final del recorrido la esperaban los padres y el hermano Pedro. Ursus la abrazó y la besó en la coronilla. El padre van Suerk le confesó que se había sentido perdido sin ella en el hospital, y que Ñezú, más que ayudarlo, había puesto en tela de juicio sus procedimientos y decisiones, sumiéndolo en la confusión.
—Me alegro que estés de regreso, Manú. Se notó tu ausencia en el hospital. Mañana te referiré mi visita a la estancia, adonde fui por lo de las pústulas en las ubres de las vacas, ¿recuerdas?
—Sí, pa’i, lo recuerdo.
Emanuela, que ansiaba ver a su familia y a sus animales —solo Saite y Libertad la habían acompañado—, se despidió de los padres y, sin esperar a Malbalá, corrió hasta su casa. Se arrojó a los pies de su ru y apoyó la cabeza sobre sus piernas. El hombre sollozaba, mientras sus hijos le gastaban pullas para distraerlo.
—No vuelvas a dejarme, hijita —le pidió al cabo.
—No, ru, no volveré a hacerlo. Perdóname. ¿Te has sentido bien? ¿Te han cuidado con esmero?
—Sí, hijita, pero nadie lo hace como tú.
—Manú, no te apures —la consoló su hermano Bruno—. Mi ru ha estado mejor que cuando tú le revoloteas en torno el día entero. Además, mi pa’i Ursus vino a verlo dos veces por día todos los días, y eso lo ponía de muy buen ánimo.
—¿De veras, ru?
—Sí, hijita. Mi pa’i ha sido muy gentil conmigo y ha venido a darme la bendición todos los días.
Ese atardecer, en la enramada de los Ñeenguirú, con sus hijos y nietos en torno a él, fue el último momento de alegría de Laurencio. Una semana más tarde, mientras caminaba del brazo de Emanuela, sintió un fuerte dolor en el costado derecho, que lo doblegó y ya no lo abandonó. Al pedido de auxilio de Emanuela, varios indios acudieron en su ayuda y condujeron a Laurencio en andas hasta su hamaca. Ñezú y el padre van Suerk lo revisaron, cada uno a su modo y cada uno con sus tiempos. Los dos miraron a Emanuela y agitaron la cabeza para negar. A unas varas, Laurencio se rebullía en la hamaca y gemía.
—Tiene el hígado muy inflamado —aseveró el holandés.
—¿Qué podemos darle, pa’i? —se angustió Emanuela—. El dolor es insoportable.
—Unas gotas del cordial con láudano le aliviarán el dolor.
—Ese cordial tuyo, pa’i, es el que hizo tanto daño a Manú —apuntó Ñezú, sin ánimo combativo, con voz neutra—. Es muy fuerte y nuestro cuerpo no lo resiste. Intentaremos primero con una infusión con corteza de ceibo.
—Iré a prepararla —se ofreció Emanuela.
—También le daremos una tisana de cordoncillo. Es muy buena para el hígado —explicó Ñezú.
—La prepararé también.
—Vaimaca —dijo Ñezú, y se volvió hacia su mujer, que aguardaba bajo el dintel—, ve a buscar las calabazas. Le aplicaremos ventosas.
Emanuela solo se alejaba de su padre adoptivo una vez por día, cuando iba al arroyo a darse un baño. Lo hacía deprisa, mientras se angustiaba por un sinfín de cosas que podían sucederle con ella lejos. Volvía a la carrera y entraba en la casa temiendo lo peor. Desde la huida de Aitor, nunca había lamentado la pérdida del don para sanar. Así como Tupá se lo había obsequiado, un día se lo había quitado. Sin embargo, durante el tiempo en que su ru luchaba por vivir, Emanuela anhelaba volver a percibir el familiar y suave calor en las palmas de las manos. Igualmente, las apoyaba sobre el hígado de Laurencio abuelo, sin éxito.
Malbalá y Vaimaca la ayudaban; preparaban las comidas e infusiones para el enfermo, limpiaban la casa, alimentaban los animales, pero no se ocupaban del enfermo. De forma natural, esa tarea había recaído en Emanuela. Ella lo higienizaba, le preparaba los baños de vapor con hierbas aromáticas, le aplicaba las ventosas —pequeñas calabazas que aplicaba extrayendo el aire por succión, lo que la dejaba exhausta y algo mareada de tanto aspirar—, lo alimentaba solo con caldos preparados sin carne y sin sal, le daba fricciones en las piernas y en los pies, que se le hinchaban, y lo velaba a lo largo de la noche. Luchaba con denuedo para mantenerlo con vida porque, pensaba, no estaba preparada para otra pérdida. El hombre, sin embargo, languidecía frente a sus ojos. Un marasmo general a veces le impedía levantar los párpados. Algunos sectores del rostro, sobre todo la nariz, se habían cubierto de pequeños vasos sanguíneos, que parecían arañas de color rojo y violeta. La tonalidad amarillenta de la piel se acentuaba en todo el cuerpo. Las palmas de las manos, en cambio, se habían vuelto rojas y calientes. La orina era oscura y el color de las heces le recordaba al blanquecino del caolín. Ella anotaba lo que veía en su cuadernillo, como también la eficacia o el fracaso de los distintos procedimientos en los que se embarcaban. Como última medida, aumentaron la dosis de la tintura que Ñezú preparaba con astillas del yvyra paje, sin ningún éxito. Al día siguiente, defecó con sangre, y los dolores en el costado se volvieron intolerables.
—Bebe, ru —le pidió Emanuela.
—¿Qué es, hijita?
—Láudano, para que descanses.
—No. Antes quiero ver a mi pa’i Ursus. Necesito hablar con él.
Bruno corrió a buscarlo. A esa hora de la mañana, el jesuita impartía las clases de catecismo a los niños. Los dejó a cargo de Clara, la mayor, y, luego de pasar por la casa de los padres para hacerse de los santos óleos y de su estola morada, se dirigió a paso veloz a lo de Ñeenguirú.
Ursus cruzó el umbral y reconoció el olor de inmediato; era inconfundible, el olor de la muerte. Emanuela, Vaimaca y Malbalá se encontraban en torno a la hamaca de Laurencio, que parecía dormido. El color amarillo de su piel lo impactó, y notó que se profundizaba en torno a las fosas nasales y a los párpados. También resultaba manifiesto el modo en que se le sumían las mejillas, lo que le remarcaba los pómulos de por sí elevados y sobresalientes.
El enfermo levantó los párpados al oír el saludo comedido de Ursus. Incluso ese simple acto le implicó un gran esfuerzo.
—Pa’i —susurró.
—Aquí estoy, Laurencio. Bruno dice que quieres hablarme.
—Quiero hacer confesión, pa’i. Antes de partir —añadió, y Emanuela se tapó la boca para embozar el sollozo.
—Déjennos a solas, por favor —pidió el jesuita, que cerró la puerta de la casa detrás de las tres mujeres—. Ya se han ido —indicó, mientras se colocaba la estola morada—. Dime lo que te perturba.
—Temo ir al infierno, pa’i, temo que pasaré el resto de la eternidad dentro de la gran olla de Satanás.
—No será así, Laurencio. Para eso estoy aquí. Cuéntame lo que te perturba.
El hombre bajó los párpados y permaneció muy quieto. Ursus temió que la debilidad lo hubiese vencido. Cuando volvió a abrir los ojos, el sacerdote soltó el aire que había estado conteniendo.
—Siempre he odiado a ese bastardo —afirmó el indio, y sus ojos, tan apagados segundos atrás, fulguraron en la penumbra.
—¿A quién? —preguntó Ursus con tono llano.
—A Aitor.
—¿Por qué? —Su acento tranquilo ocultó la rabia que se alzó en él—. Es tu hijo.
—Ese no es hijo mío.
—¿Qué quieres decir?
—Malbalá lo tuvo de otro, no de mí.
Ursus se lo quedó mirando y no fue capaz de ocultar la sorpresa.
—En ese tiempo, ella y yo… Un poco de agua, pa’i, por favor.
El jesuita acercó la calabacita con agua a los labios de Laurencio y lo ayudó a incorporar la cabeza para beber. El hombre volvió a recostarse, exhausto. Bajó los párpados de nuevo, y Ursus se armó de paciencia otra vez.
—En ese tiempo, ella y yo… Ella y yo no vivíamos como marido y mujer.
—¿Por qué?
—Porque, después del nacimiento de Teodoro, yo temía que me naciese otro hijo varón. El luisón —admitió, y bajó la vista, avergonzado.
—¿Entiendes que eso del luisón no es más que un cuento, una leyenda? —Ursus medía el tono y relajaba el gesto para no dar rienda suelta a su carácter vasco y arrojar fuera el grito de odio que le bullía en el pecho. Ese indio ignorante y supersticioso había convertido en un infierno la vida de una inocente criatura a causa de un personaje de la mitología guaraní.
—Sí, pa’i.
Aunque Ursus no le creía, decidió no ahondar. Los pocos arrestos del enfermo desaparecerían pronto.
—Continúa, Laurencio.
El hombre guardó silencio. Levantó la mirada y la dirigió al cura con resolución.
—Al principio, cuando Malbalá me dijo que Aitor era hijo de Kurupí, pensé que moriría dentro de los siete días de nacido, como les sucede a los vástagos de ese demonio. Después, cuando el niño no murió y me di cuenta de que no era hijo de Kurupí, entendí que era hijo de un hombre común y corriente. Entonces esperé a que lo devorara un yaguareté.
—¿Por qué habría de devorarlo un yaguareté? —se asombró el jesuita, que conocía la leyenda del enano Kurupí, con el pene tan largo que se lo enroscaba en la cintura para no pisarlo, pero no la del felino más grande de la selva.
—Los hijos de las adúlteras son el alimento favorito de los yaguaretés, pa’i.
Ursus, abatido ante tanta superstición e ignorancia después de siglos de esfuerzo evangelizador, se limitó a asentir y lo estimuló con un ademán de mano para que continuase hablando.
—Cada vez que partía hacia el monte para aserrar, yo deseaba que se convirtiese en alimento de algún yaguareté y nunca regresase. Pero el malnacido regresaba siempre. Y su presencia se convertía en mi humillación. El odio y los celos me consumían. Entonces, comencé a asesinar pequeños animales y a descorazonarlos en las noches de luna llena en las que él permanecía en el pueblo. Yo era el que asesinaba y descorazonaba a los animales para que lo culparan a él —repitió, y guardó silencio; lucía extenuado.
Ursus apretó la mano en torno a la caja de madera que contenía los óleos y bajó el rostro para ocultar la mirada cargada de odio. No quería que el penitente la descubriese y decidiese acabar con la confesión.
—Prosigue, Laurencio.
—Yo fui el que asesinó a la esclava para que lo culpasen a él.
A Ursus le resultó imposible contener la exclamación ahogada y el espanto que se le imprimió en el gesto.
—Lo seguí esa noche cuando salió como un forajido de tu casa y después lo descubrí fornicando con la negra en la barraca.
Sí, era cierto: recordaba que Laurencio abuelo se había excusado con el obispo y salido detrás de Aitor. Al interrogarlo luego de la muerte de la esclava, él había asegurado que se lo había pasado en la herrería, trabajando en una pieza especial para Laurencio nieto.
—¿Por qué? —atinó a balbucear, y enseguida se dio cuenta de lo innecesario de su pregunta.
—Porque lo odiaba. Porque lo odio —admitió—. Porque él era el fruto de la traición de Malbalá. Porque ella lo quería más que a mis hijos. —Se detuvo, acezante, y Ursus le acercó de nuevo la calabacita con agua, pero el hombre no bebió—. Porque estaba robándome a Manú. Porque estaba robándome a mi niña. Ya me había robado demasiado. No iba a permitir que me quitara lo único que me quedaba cuando más lo necesitaba. La maté para que lo culpasen a él, para que lo colgasen en la horca, para que muriese.
Ursus se apretó los ojos con el pulgar y el índice y contuvo el respiro. Necesitaba calmarse y pensar.
—¿Te arrepientes, Laurencio?
—No quiero ir a la olla de Satanás, pa’i.
—¿Te arrepientes, Laurencio? —insistió, y elevó el tono de voz.
—Sí, pa’i. Estaba bebido cuando hice esas cosas.
—No justifiques una debilidad con otra. Arrepiéntete, así podrás ganarte la misericordia divina.
—Sí, me arrepiento.
—No puedes llevarte este secreto a la tumba, Laurencio. Si en verdad estás arrepentido por haberle quitado la vida a una inocente y por haber causado tanto daño a Aitor, sea o no tu hijo, tienes que hablar con el corregidor y contarle la verdad. —Como lo vio vacilar, Ursus hizo algo que jamás creyó que haría: amenazó al penitente—: No te daré la absolución si no le cuentas a Palmiro Arapizandú lo que me has dicho a mí. Y sin mi absolución, te irás al infierno.
—Pa’i —rogó el hombre con lágrimas en los ojos—, mi familia lo sabrá y me despreciará.
—Mejor el desprecio de tu familia que transcurrir la eternidad en manos del demonio.
La confesión adquiría visos de extorsión. Ursus, sin embargo, estaba determinado a salvar a Aitor de la horca o de una vida de fugitivo y de escarnio.
—¡Hazlo por Manú! —exclamó por fin, cansado de la duda del hombre—. ¡Hazlo por ella, que está en un sinvivir desde que Aitor se fue! Hazlo por ella —agregó, con voz más contenida—. Por ella, que te ha cuidado como ni tu propia hija lo hubiese hecho. No se ha separado de tu lado, no te ha abandonado jamás, te ha amado sin condiciones, pese a que tú jamás ocultaste el odio que sentías por el hombre que ella ama.
—¿Ella ama a…? ¿Manú lo ama a… él?
—Sí —suspiró Ursus, y no podía culpar al indio de ceguera pues él había estado igualmente ciego durante años—. Sí, lo ama. Lo ha amado desde niña, y ahora lo ama como una mujer ama a un hombre. Ha perdido la alegría y ese entusiasmo que tenía por la vida a causa de la huida de Aitor. ¿No lo has notado, Laurencio?
—Mi niña… —sollozó, sin fuerzas.
—Tienes que hablar con el corregidor. Y también mandaré llamar al alguacil mayor.
—Está bien —claudicó el hombre—, llámalos, pa’i.
Con dos de sus zancadas, Ursus alcanzó la puerta y abrió con brusquedad, lo que sobresaltó a la gente en la enramada.
—¡Bruno!
—Mande, pa’i.
—Te vas derechito a la casa de tu tío Palmiro y le dices que se venga deprisa. Que traiga al alguacil mayor. Que yo lo ordeno.
El grupo soltó una exclamación, a la que el jesuita no prestó atención. Cerró la puerta y regresó junto a la hamaca del enfermo, que seguía sollozando quedamente.
—Cálmate, Laurencio. Es justo que estés afligido, pues has cometido pecados terribles y has perjudicado a muchos inocentes, en especial a la pobre María de los Dolores y a Aitor, que no tiene la culpa de las faltas de su madre. Pero cálmate, porque en un momento harás lo que se debe hacer y tu alma no se perderá en manos del demonio.
Ursus apoyó sobre un arcón la caja de madera y extrajo el botellín de metal que contenía el óleo de los enfermos. Se embebió el dedo y trazó cruces sobre la frente y las manos de Laurencio, mientras repetía una fórmula en latín. En tanto devolvía el recipiente a la caja, llamaron a la puerta. Ursus, que había pensado que, ante la inminencia de la confesión, Laurencio se echaría a temblar y a barbotar, se sorprendió al notarlo tranquilo. Abrió la puerta. El corregidor y el alguacil mayor, cada uno blandiendo su bastón y su vara, lo contemplaron con expresiones asustadas.
—¿Nos mandaste llamar, pa’i?
—Sí, Palmiro, pasa. Pasa, Dalmacio.
Entraron y enseguida se quitaron los chapeos en señal de respeto.
—Acérquense a la hamaca. Laurencio tiene algo que referirles.
* * *
Ursus, el corregidor y el alguacil mayor salieron una hora más tarde y se toparon con un gentío en la enramada. A los hijos, nietos y nueras de Laurencio abuelo, se le habían sumado las hermanas de Malbalá, sus familias y los amigos y conocidos de los Ñeenguirú. «Solo falta Aitor», meditó Ursus.
Emanuela se acercó con las mejillas empapadas y lo miró con sus ojos enormes, inyectados y azules llenos de miedo y de preguntas.
—Ve a su lado. Te necesita hasta el final. Su alma está muy atribulada.
—Sí, pa’i. Gracias.
Ursus se alejó a paso rápido seguido por Palmiro y Dalmacio. Ninguno habló mientras cruzaban la plaza de armas. A los indios les costaba seguir el paso del jesuita, que alargaba las trancadas, de por sí extensas, para evitar que se le acercasen a consultarlo o para darle charla.
Entró en la casa, colgó el sombrero de ala ancha junto a la puerta y se volvió hacia el corregidor y el alguacil.
—Pasen. Siéntense a la mesa. ¡Tarcisio!
El sirviente, que se hallaba en los interiores, se presentó con diligencia.
—Mande, pa’i.
—Prepáranos unos mates.
Como el agua estaba lista, el sirviente no tardó en presentar una bandeja con los aparejos para cebar.
—Yo lo haré —indicó Ursus—. Ve a trabajar un momento en la huerta.
El indio inclinó la cabeza en señal de asentimiento, se encasquetó el chapeo y salió de la casa, que quedó sumida en el silencio. Ursus cebó un mate y se lo entregó a Palmiro para respetar el orden de precedencia que le confería ser la máxima autoridad política del pueblo.
—Es a nuestra usanza —se disculpó el jesuita, y entregó el mate caliente.
—Aguyje, pa’i —agradeció Palmiro.
—Sé que su obligación —habló Ursus— es denunciar de inmediato lo que acaban de saber. No obstante, quería pedirles que aguardásemos el desenlace de los hechos. Por fortuna, no hay un inocente en la cárcel pagando por un crimen que no cometió, por lo cual la premura es menor. Dudo de que Laurencio Ñeenguirú pase la noche. Esta mañana el padre Johann me dijo que su salud está muy deteriorada y que, salvo un milagro, no vivirá mucho más. Si están de acuerdo, preferiría que esperasen hasta después de su muerte para anunciar lo que saben. Juzgo que, de lo contrario, será muy duro para la familia lidiar con las dos cosas. De igual modo, ahora vayan al Cabildo y labren el acta correspondiente. Palmiro, redacta en castellano una carta para el gobernador de Buenos Aires y para el jefe de la milicia contándoles las novedades. Escribe otra para el capitán del presidio de San Antonio. Quiero que me devuelva la muñequera y la navaja de Aitor —expresó con semblante sombrío.
—Sí, pa’i.
—Me traes las misivas para que las corrija.
—Como desees, pa’i.
—Les agradezco su comprensión y colaboración.
—Siempre supe que Aitor era inocente —declaró Palmiro Arapizandú— de la matanza de animales en las noches de luna llena y del asesinato de la pobre esclava.
—Sí, Palmiro. Tú y otros pocos creíamos en él. Los demás lo condenaron.
—¿Enviarás por él, pa’i, ahora que se sabrá la verdad?
—¿Y adónde, hijo mío?
La pregunta, formulada con desazón, flotó en el aire sin respuesta.
* * *
Después de la confesión, Laurencio aceptó beber el láudano. Van Suerk le recetó una dosis muy elevada, por lo que se durmió enseguida y las agitaciones y las convulsiones causadas por el dolor cesaron. Por la tarde, a eso de las siete, cuando el sol comenzaba a desaparecer, le subió la temperatura y la respiración se le tornó agitada e irregular. Emanuela le aferraba la mano y se inclinaba sobre su rostro como si con ese acto le insuflase el aire que a él tanto le costaba inspirar.
Un grupo de mujeres bisbiseaba el rosario en un rincón de la habitación. Los hijos de Laurencio se agolpaban del otro lado de la hamaca, con semblantes desconcertados, como si no supiesen cómo proceder, y alternaban la mirada entre su padre y Emanuela, como si en ella residiese la respuesta a ese gran lío. Malbalá se mantenía cerca de la cabecera, con la vista fija en su esposo, ajena a sus hijos, a los bisbiseos de las mujeres, a las lágrimas de Emanuela. No pestañeaba, y sus ojos negros y rasgados permanecían secos.
Alrededor de las diez de la noche, un sudor frío y profuso cubrió la frente de Laurencio. Emanuela se lo secó y le pasó un lienzo embebido en agua limpia por los labios resquebrajados. A cada momento, la respiración se le tornaba más trabajosa y superficial, y Emanuela sollozaba y rezaba en silencio; le suplicaba a Tupá que acabase con esa agonía y que se lo llevase al Yvy Marae’y, a la Tierra sin Mal.
Laurencio arqueó la espalda, expulsó el aire con un estertor y, poco a poco, se relajó. Las mujeres detuvieron el rezo y los hijos del enfermo cesaron el cuchicheo. Malbalá emergió de su abstracción y se colocó junto a Emanuela, que, asustada, retiró la sábana que cubría a Laurencio, apoyó el oído en su pecho y comprobó que el corazón no latía. Imitó al padre van Suerk y le buscó el pulso en la muñeca. Allí tampoco lo encontró. Se abrazó al cuerpo sin vida de su padre adoptivo y se echó a llorar. Enseguida percibió que la rodeaban, de seguro sus hermanos. Sintió que le apretaban los hombros a modo de torpe consuelo. Ella no se movió; no conjuraba el ánimo para apartarse del hombre que la había querido como a una hija. Unas manos gentiles la conminaron a retirarse.
—Permite que los demás se despidan, Manú —murmuró Vaimaca, y Emanuela se cobijó en el abrazo de su jarýi, que siempre le había parecido una mujer alta y que ahora era un poco más baja que ella.
—Sí, jarýi —sollozó, y, al levantar los párpados, cruzó la mirada con la de Malbalá, que lucía perdida y confundida.
Emanuela soltó a Vaimaca y se encaminó hacia su sy, que la vio aproximarse con los ojos desmesuradamente abiertos y los labios apretados. Se abrazaron.
—No siento nada —admitió Malbalá en un susurro, y Emanuela percibió la culpa y la congoja en el timbre de su voz—. No puedo quitarme a Aitor de la cabeza —confesó—. Lo único que deseo es que mi hijo vuelva a mí.
Emanuela se mordió el labio inferior para refrenar la oleada de angustia y dolor que la sofocó. Más la reprimía, más potente se volvía. Terminó por transformarse en un temblor que le recorría el cuerpo. Los dientes le castañeteaban y sus manos se sacudían. Se apartó de Malbalá y corrió fuera de la casa, y siguió corriendo por la avenida principal, casi sin aliento, medio a ciegas porque se trataba de una noche sin luna, mientras percibía la frescura del viento en las sienes empapadas de lágrimas. Cruzó la plaza y entró en el jardín que se anteponía a la casa de los padres. Se quedó bajo el pórtico, mirando la puerta, agitada e indecisa. Llamó a la puerta con dos golpes enérgicos. Escuchó el chasquido de un yesquero y la luz titilante que se filtraba por la ventana. Tarcisio abrió con cara de dormido.
—¡Manú!
—¿Podrías despertar a mi pa’i Ursus, por favor? Mi ru acaba de morir.
—Sí, sí. De inmediato.
Ursus, que, al escuchar los golpes, había sospechado el motivo de la intempestiva visita, se presentó en la sala con una palmatoria en la mano. Emanuela levantó las cejas, sorprendida de verlo cubierto por esa camisa de noche blanca. Salvo en las ocasiones en que vestía los paramentos sacerdotales, solo lo conocía de negro. Lo recorrió de arriba abajo, y, cuando sus miradas se encontraron y descubrió en los ojos del jesuita el amor que sentía por ella, Emanuela ahogó un sollozo y corrió hacia él. El sacerdote apoyó la vela sobre la mesa y la recibió en sus brazos, donde le pareció que el cuerpo de su adorada Manú se perdía, tan menuda y delgada estaba.
—¡Pa’i! ¡Mi ru se acaba de ir! ¡Se acaba de ir para siempre! ¡Y ya no volveré a verlo! ¡Nunca más!
Ursus la contenía contra su torso y la sujetaba intentando absorber los espasmos de llanto que la recorrían. Le besaba la coronilla y le susurraba palabras de consuelo.
—Mi niña, mi dulce niña, tu ru por fin está en paz. Debes ser fuerte y resignarte a la voluntad de Dios, que es sabio y sabe lo que hace. Tu familia te necesita entera, Manú. Ellos dependen de ti.
—No quiero ser fuerte, pa’i. Estoy cansada de ser fuerte. Si él estuviese aquí… —Un nuevo acceso de llanto la dominó, y Ursus la condujo a una silla, donde la obligó a descansar.
—Tarcisio, tráele un poco de agua. Iré a cambiarme. Manú, te acompañaré de regreso a tu casa.
—Aguyje, pa’i —agradeció con sinceridad, pues no estaba segura de poder regresar para enfrentar sola lo que la aguardaba.
* * *
Lo velaron durante el resto de la noche, mientras Ursus dirigía los rezos y las mujeres respondían con diligencia y piedad. Por la mañana, la familia completa y casi todo el pueblo asistieron a la primera misa. Laurencio, el maestro herrero del pueblo, había sido muy querido y respetado. Lo enterraron al mediodía. En un clima como el del Paraguay, no era conveniente velar los cuerpos durante muchas horas; a poco empezaban a despedir mal olor.
Los siete hermanos Ñeenguirú acarrearon el cajón confeccionado en la carpintería de la misión y al que Laurencio nieto le había tallado unos pocos ornamentos durante la noche. En tanto el cortejo avanzaba en dirección al cementerio, algunos comentaban por lo bajo que solo faltaba el luisón, a lo que otros respondían que se había tratado de la intervención de la Divina Providencia. Al difunto le habría disgustado que ese demonio asesino lo condujese a su morada final.
Emanuela, con un pañuelo en la mano y el brazo de su sy entrelazado en el suyo, se detuvo cerca de la fosa y observó cómo bajaban el cajón con la ayuda de dos cuerdas de bejuco. Resultaba difícil de entender que en esa caja se hallaba su ru, que no volvería a verlo, ni a oírlo, que su cuerpo se descompondría y que sería como si nunca hubiese existido. «Seguirá existiendo en mi corazón», se daba ánimos. «Siempre recordaré al hombre que me acogió en su hogar y que me amó como a un hijo más». Ese pensamiento desembocó irremediablemente en el recuerdo de Aitor, y al dolor por la pérdida de su padre adoptivo se sumó el de la ausencia de su amado.
¿Cómo habría tomado Aitor la muerte de su padre? Emanuela se dijo que nadie podría culparlo si lo hubiese hecho con indiferencia, incluso con alivio, pues si bien ella estaba segura de que la muerte dulcificaría los yerros de Laurencio, ella jamás olvidaría lo cruel que había sido con su séptimo hijo.
La voz del padre Ursus le llegaba como un sonido lejano, de esos que acostumbran al oído y pasan a formar parte del silencio. Se esforzó por concentrarse y entender lo que decía. Siempre le había gustado la voz de su pa’i. Recordaba que, de niña, su sonido le producía alegría, y corría a buscarlo para echarse en sus brazos. «Todavía tengo a mi pa’i», se animó, porque, sin duda, ese jesuita que la había salvado de la muerte catorce años atrás, era como un padre para ella, en el sentido espiritual, pero más en el sentido temporal. Siempre había intuido que el amor de ese hombre hacia ella era incondicional. Haberlo recordado en ese momento fue como si un rayo tibio de sol le acariciase el pecho entumecido por la profunda pena. Se relajó un poco y consiguió respirar mejor.
Ursus acabó con el responso e indicó al mayor de los Ñeenguirú, a Bartolomé, que echase el primer puñado de tierra sobre el cajón. Los demás lo imitaron, y luego lo hicieron los parientes cercanos y los más amigos. Los encargados del cementerio terminaron de cubrirlo a paladas. Nadie se quedó a verlos terminar el trabajo, excepto Porã, que una vez formado el montículo, se recostó encima y se puso a gañir.
Por la tarde, cuando la casa de los Ñeenguirú se vació y volvió a reinar el silencio, Emanuela buscó a la perrita para alimentarla. Se detuvo de pronto y miró en dirección al cementerio.
—Vamos, Timbé. Vamos, Miní. Acompáñenme. Iremos a visitar a mi ru.
La cerda abandonó su sitio en la enramada con movimientos pesados e indolentes. Miní aferró la mano de Emanuela, mientras Saite se montaba en su hombrera de cuero. Libertad revoloteaba en torno. La joven sonrió al avistar a la perrita dormida sobre el montículo. Se aproximó en silencio para no sobresaltarla. Porã abrió los ojos y, al verse rodeada, levantó la cabeza y ladró.
—Le haremos un poco de compañía a mi ru —dijo Emanuela, y se sentó junto a la perra sobre el montículo de tierra roja y recogió las piernas bajo el tipoy—. Pero después, Porã, regresaremos todos juntos a casa. Él se quedará aquí y nosotros regresaremos, amigos míos.
* * *
El domingo que siguió al entierro de Laurencio Ñeenguirú, las campanas sonaron a rebato a una hora inusual, por lo que el pueblo, como indicaba la regla, se congregó en la plaza de armas. Allí se encontraron con los padres, el hermano Pedro, el corregidor y las demás autoridades del Cabildo. Ursus levantó las manos para acallar los murmullos, que fueron reemplazados de inmediato por un mutismo tenso. Paseó la mirada sobre la multitud y la demoró durante unos segundos en Malbalá y Emanuela.
—Les pido que presten atención a las palabras que les dirigirá el cacique Palmiro Arapizandú. Una calumnia muy grande ha caído sobre uno de nuestro pueblo y ha llegado la hora de hacer justicia y de limpiar su nombre.
El jesuita asintió en dirección del corregidor y este dio un paso adelante. Estaba nervioso. Para los guaraníes, el don de la palabra, a la que conferían poder divino, contaba entre las virtudes de un buen líder. Parlamentar con elocuencia demostraría que estaba a la altura del puesto de corregidor.
—Hermanos, según reza en las actas de nuestro Cabildo, entre la noche del domingo 3 de agosto y la madrugada del 4, un asesinato tuvo lugar en nuestra doctrina. La esclava María de los Dolores García fue degollada y abandonada en la porqueriza del tupâmba’e. Dos objetos fueron hallados, uno en la mano de la difunta y otro, a pocos palmos de ella. Se trataba de la muñequera de Aitor Ñeenguirú y de su navaja. Las pruebas demostraban que él la había asesinado y por eso las autoridades dispusimos su arresto. La madrugada del martes 5 de agosto, cuando el pa’i Santiago lo visitaba, Aitor Ñeenguirú lo golpeó y escapó. —Guardó silencio, mientras recorría con ojos encendidos al gentío—. ¡E hizo muy bien en escapar! —exclamó, y voces confundidas se alzaron de la multitud—. ¡Él era inocente! ¡Él no había asesinado a la esclava! ¡Él no era culpable del horrible crimen que todos estuvieron dispuestos a endilgarle sin dudar!
Ursus mantenía fija la atención en Emanuela, que fruncía el entrecejo y ladeaba la cabeza, como si las palabras del corregidor le resultasen incomprensibles.
—El verdadero asesino —prosiguió Palmiro Arapizandú— confesó su crimen antes de morir cinco días atrás. —Los murmullos se acrecentaron—. ¡Laurencio Ñeenguirú quería morir en paz y salvar su alma del fuego eterno por eso confesó su crimen! ¡Laurencio Ñeenguirú es el asesino de María de los Dolores García, y no su hijo Aitor!
Los murmullos se convirtieron en un clamor ensordecedor. Ursus atestiguó la transformación en el semblante de Emanuela, que se cubrió la garganta con las manos, mientras sus labios dibujaban un clamor mudo. La vio caer de rodillas, y en un acto instintivo, corrió hacia ella. No le importó tranquilizar a la muchedumbre, solo contaba llegar a ella y consolarla.
Bruno, que se había acuclillado junto a su hermana de leche, la abrazaba y lloraba con la frente apoyada en la espalda de ella. Emanuela farfullaba palabras inentendibles. Malbalá, también de rodillas junto a sus hijos, se cubría el rostro y lloraba amargamente.
—¡Bruno! —vociferó Ursus, con poca paciencia.
El chico se movió, y el jesuita levantó a Emanuela y la cobijó entre sus brazos. Emanuela hundió la cara en la sotana negra y reanudó el llanto con un gemido desgarrador. Lloraba de pena, de alegría, movida por el odio, por el amor, por el alivio, por la preocupación, mientras un nombre se repetía en su mente al ritmo desenfrenado de su corazón: «Aitor, Aitor, Aitor».
—Ya, mi niña —le susurró el sacerdote—, ya todo pasó. Esta pesadilla ha terminado. Cálmate, Manú, cálmate.
—Pa’i… —sollozó, y elevó la vista arrasada por las lágrimas y el dolor—. ¿Por qué?
Más que entenderla, Ursus interpretó su pregunta porque la voz le había surgido como una exhalación.
—¡Ah, Manú! La naturaleza humana es un laberinto imposible de recorrer en toda su extensión y profundidad. Tu ru era un hombre atormentado. Su alma no estaba en paz. Te pido que no lo juzgues y trates de perdonar.
—¡Pero Aitor era su hijo! —exclamó, con voz quebrada pero clara.
Ursus, a quien la verdad sobre el origen de Aitor le había sido revelada en confesión, le palmeó la mejilla húmeda y le sonrió.
—Ahora eso quedó atrás, Manú. Ahora solo importa encontrar a Aitor y traerlo de regreso a casa.
—¡Sí, pa’i!
—¡Silencio! ¡Silencio! —El corregidor elevó la voz sobre las aclamaciones del gentío y prosiguió con su discurso—. A más, Laurencio Ñeenguirú admitió haber sido el que cometía las matanzas de animales.
—¡Mientes! —La acusación de Bartolomé Ñeenguirú acalló los últimos bisbiseos—. ¡Tú mientes, Palmiro Arapizandú! ¡Todos aquí sabemos que quieres a Aitor como si fuese de tu sangre! Estás aprovechando la muerte de mi padre para salvarlo del castigo que le corresponde por haber asesinado a la esclava.
—¡Bartolomé! —intervino Dalmacio, el alguacil mayor—. Yo estaba ahí el día en que tu padre nos refirió cómo asesinó a María de los Dolores. Y tú sabes que yo, por Aitor Ñeenguirú, no siento ningún afecto especial. Por el contrario, siempre me ha fastidiado su soberbia. Pero la justicia es la justicia, y estoy aquí hoy para hacer que se respete. Tu padre confesó haber asesinado a la esclava y nos refirió los detalles de cómo lo hizo, de cómo te usó a ti y a tu primogénito como coartada.
—¡Mi padre confesó esa mentira para salvar a Aitor! —intervino Andrés, el segundo de los Ñeenguirú—. Después de todo, Aitor era su hijo.
—El odio que tu padre sentía por Aitor no es un misterio para nadie, Andrés —argumentó Palmiro—. Todos sabemos que lo odiaba. La razón se la llevó a la tumba. Pero sabemos que lo odiaba. Asesinó a la esclava para acabar con él. Tu padre admitió que no se atrevía a matarlo con sus propias manos porque Aitor es demasiado ágil, fuerte y pícaro para uno como él. Por eso urdió esa trampa.
—¡Era su hijo! —insistió Andrés—. Es cierto, nunca se llevaron bien, pero Aitor era su hijo. ¡Mi padre se achacó el crimen para protegerlo! ¡Aitor era su hijo!
—¡Cállate, Andrés! —ordenó Malbalá, y se puso de pie, mientras se limpiaba las lágrimas de los ojos con manos exasperadas—. Aitor no era hijo de Laurencio Ñeenguirú, y él lo sabía. ¡Por eso lo odiaba y lo golpeaba y lo humillaba! ¡Porque mi pequeño Aitor no era hijo suyo! ¡No era hijo suyo! —repitió, fuera de sí, y corrió hacia la casa.
El silencio que siguió se prolongó durante varios segundos. Los pueblerinos intercambiaban miradas perplejas, aun los padres y el hermano Pedro lucían desconcertados. La pregunta que nadie se atrevía a esbozar, pero la que todos se formulaban flotaba entre ellos como un mal olor: ¿quién era el padre de Aitor?
—Ve con tu sy, Manú —la instó Ursus—. Tú también Bruno. Ella los necesita ahora.
—Sí, pa’i —respondieron los jóvenes al unísono.
La encontraron escondida en el sobrado de la casa, el entrepiso al que se accedía con una escalera apoyada en la pared y que las familias guaraníes construían para almacenar los frutos del avamba’e. Guiado por el llanto, Bruno trepó la escalera y se asomó por el pequeño ingreso, por el que entraban agachados. Elevó la vela ya que el atardecer había teñido de sombras el interior de la habitación, y la descubrió acurrucada en una esquina, mordiéndose el puño para aquietar los lamentos.
—Ven, sy —la instó el muchacho—, sal de ahí.
La mujer se movió al cabo y descendió con piernas inseguras. Emanuela la recibió y se abrazó a ella.
—¡Gracias, sy! ¡Gracias por haber dicho la verdad y por haberlo defendido!
—He deshonrado la memoria de mi esposo. Mis otros hijos me odiarán.
—Yo no te odio, sy —aseguró Bruno, con voz triste.
—Tú no, hijo, pero ya verás cómo tus hermanos lo harán.