CAPÍTULO
XII

Cada tanto, Ursus aceptaba las continuas invitaciones de doña Florbela. Montaba su caballo y se dirigía a Orembae para almorzar y pasar las primeras horas de la tarde. No le gustaba alejarse de la doctrina; no obstante, juzgaba que era de buen cristiano mantener relaciones amistosas con los vecinos, sobre todo con uno que había resultado tan problemático en el pasado.

Un indiecito le recibía la montura y otro lo acompañaba a la casa, una soberbia construcción, más sólida que vistosa, que, tras un muro enjalbegado de una vara de grosor, encerraba unos jardines que la señora de la estancia conservaba con primor. La costumbre marcaba que primero lo condujesen al despacho del patrón, donde Vespaciano de Amaral y Medeiros lo invitaba con un aperitivo —por lo general un vino de Jerez, el cual, Ursus no tenía duda, provenía del contrabando—, que saboreaban mientras conversaban sobre la realidad política.

—Las cosas parecen haberse aquietado un poco para la Compañía de Jesús desde que el rey Felipe (Dios lo tenga en su gloria) emitió esa famosa cédula, la Cédula Grande, como la llamáis vosotros.

—Solo un poco —concedió Ursus.

—¿La orden sigue enfrentando dificultades?

—Nuestros enemigos no desaparecieron con la Cédula Grande, y tú lo sabes bien, Vespaciano. —Lo miró sobre el borde del vaso con intención—. La Compañía de Jesús sigue molestando a los encomenderos y a los comerciantes del Paraguay. Las cosas no son fáciles en la corte de Madrid tampoco.

—Sí, sí —concedió, con aire ausente—. Dime, Ursus, ¿cómo se encuentra Aitor?

Aunque se había acostumbrado a la pregunta —incluso a que lo llamara simplemente Aitor—, al jesuita lo desconcertaba el interés del estanciero por un pobre indio de su misión, más allá de que se tratase del que le había birlado una india encomendada. De todos modos, no advertía resentimiento, ni enojo en el tono de Amaral y Medeiros, más bien genuino interés por el desarrollo del muchacho. También había notado que lo mencionaba o preguntaba por su bienestar en esa instancia en que permanecían a solas, jamás en presencia de la familia.

—Aitor —masculló Ursus y se removió en la silla—. He debido mandarlo azotar tres semanas atrás —dijo, y soltó un suspiro; aún le pesaba todo aquel asunto, y después de tanto tiempo, su adorada Manú lo trataba con fría deferencia.

—¿Por qué?

De nuevo lo desorientó la reacción del estanciero, que estuvo a punto de saltar en la butaca de cuero. Se incorporó y aferró el borde del escritorio.

—Por una pelea. Le desfiguró el rostro a su sobrino.

—¿A un niño?

—No —admitió el sacerdote—. Laurencio, el sobrino de Aitor, es solo dos años menor que él.

—Un asunto de faldas, estoy seguro —declaró, con orgullo evidente.

—Lo dudo —disintió, y no profundizó más allá, reacio a compartir con Amaral y Medeiros la historia de Aitor, de la supuesta maldición que lo perseguía desde el día de su nacimiento, ni los hallazgos de animales descorazonados que, cada tanto, cuando había luna llena, suscitaban el pánico y alimentaban la leyenda.

—¿Sigue trabajando como aserrador?

—Sí, y es un trabajador excelente. Muy cumplido y responsable.

—¡Ja! Lo sabía. Por eso lo quería para mí.

—Ni lo sueñes, Vespaciano.

—¿Un hombre no puede soñar sin que lo condenen?

En ocasiones, su anfitrión lo dejaba sin palabras, a él, un jesuita, famosos por el don de la retórica.

—¿No se ha casado?

—No.

—Extraño —consideró el estanciero—. Cuando lo vi en aquella oportunidad era un recio ejemplar de macho. ¡Un verdadero zagalón! De excelente contextura, bien formado, con facciones toscas, sí, como lo son las de estas gentes, pero para nada desagradables. Me resulta increíble que no haya formado una familia. ¿Qué edad tiene? El 2 de abril hará los dieciocho, ¿verdad?

—Ahora me sorprendo yo, Vespaciano. ¿Cómo es que recuerdas el natalicio de Aitor? —Amaral y Medeiros no comentó al respecto, y Ursus prosiguió—: Sí, el 2 de abril hará los dieciocho.

—¿Por qué no se ha casado aún? Debe de existir alguna razón. Sé que tú y él son como padre e hijo. ¿Qué sabes?

—A veces, estimado Vespaciano, la relación más cercana entre dos personas, la de padre e hijo, es la más distante. Uno no suele confiarle al padre los asuntos del corazón. Menos que menos Aitor.

—¿Por qué menos que menos Aitor?

—Porque es un solitario nato, que se guarda todo para él y que no siente la necesidad de compartir sus problemas con nadie.

—¡Magnífico! Un verdadero macho, como me lo imaginaba. Pero tienes razón, Ursus, los hijos y los padres suelen ser muy cercanos en vano. Mira a mi hijo Lope, una gallina.

—Por favor, Vespaciano, no hables así de tu único hijo. Es un muchacho de un corazón de oro, gentil y refinado.

—¿Para qué quiero un hijo gentil y refinado cuando lo necesito para lidiar con peones brutos e indios indolentes?

—Tal vez deberías meditar la posibilidad de que Lope quiera dedicarse a otra actividad, tal vez al arte. Sé que le gusta la poesía.

—¡Sobre mi cadáver! Puedo soportar cualquier cosa, Ursus, menos un hijo manflorón. Pero dime, ¿por qué crees que Aitor no se ha casado?

Explicarle que ninguna mujer de la misión lo pediría en matrimonio porque le temían como a la viruela resultaba impensable.

—Se lo pasa en el monte, aserrando, y está muy poco en el pueblo. No tiene tiempo de hacer amistades, ni de que las muchachas lo conozcan.

—Mmmm… —masculló el hombre, mientras se acariciaba el mentón.

Adeltú llamó a la puerta y entró. Inclinó la cabeza en señal de respeto y anunció que el almuerzo estaba por ser servido. Amaral y Medeiros lo despidió con un ademán de mano y se echó al coleto el último trago de vino.

—Vamos, Ursus. No hagamos esperar a las damas.

—¿Cómo se encuentra doña Florbela?

Amaral y Medeiros agitó la cabeza y frunció la nariz.

—Muy desmejorada, Ursus, muy desmejorada. No sé qué hacer. En breve, partiremos hacia Buenos Aires. Quiero que la vea su físico.

—¿Tienes dónde hospedarte allí? Cuentas con la casa de mis padres, que te recibirían con los brazos abiertos si les avisase que tú y doña Florbela irían.

—¡Ursus, me siento honrado con tu oferta! —exclamó el hombre, con sincera sorpresa y satisfacción—. Aprecio tu ofrecimiento. Y te lo agradezco. De igual modo, mantengo casa en la ciudad. Mis negocios me llevan de continuo hacia el Río de la Plata.

La conversación se cortó cuando ingresaron en el comedor. Con el primer vistazo, captó a doña Florbela en el estrado, inmaculada en un vestido de bombasí verde claro, con un recamado de aljófar en la bata de cotilla que hablaba de la riqueza de los Amaral y Medeiros. Su esposo no había exagerado al aseverar que estaba muy desmejorada. Lucía pálida y empequeñecida contra el respaldo de guadamecí de su silleta de enea. Doña Nicolasa abandonó su silla para verdugado y, con gesto de gravedad, se digirió hacia su amiga y anfitriona y, con solícita actitud, la ayudó a levantarse. Ursus observó que llevaba un vestido con corpiño de seda azul que debía de costar una fortuna y por el cual asomaban sus pechos opulentos. Así como Florbela personificaba la debilidad, Nicolasa de Calatrava exudaba frescura y salud. La joven Ginebra, cuya belleza hubiese resultado palmaria aun cubierta por arrapiezos y no con el brocado de hilos de oro, bastante inadecuado para un clima como el del Paraguay, también se puso de pie y, con la misma actitud servicial de la madre, tomó del brazo a su «tía» y la ayudó a bajar del estrado. Los chapines crujieron sobre los tablones cubiertos con esteras de güembé, de manufactura de la misión. Florbela los había comprado años atrás, antes del conflicto limítrofe.

Ursus aceptó las reverencias con que las mujeres reconocieron la jerarquía otorgada por sus investiduras talares y ofreció el brazo a la dueña de casa donde esta apenas apoyó sus dedos para dejarse guiar hasta el comedor. Amaral y Medeiros hizo lo propio con doña Nicolasa. Apareció Lope, que sonrió con timidez mientras se acomodaba el lazo y se estiraba el jubón, sin darse cuenta de que manchaba con tinta el fino tejido. El padre le lanzó un vistazo reprobatorio, que hizo estremecer al joven; la madre lo contempló con permisivo cariño.

Los sirvientes se presentaron con bandejas de plata cargadas con manjares, como de costumbre, que distribuyeron a lo largo de la mesa.

—¿Así que pensáis partir hacia Buenos Aires, doña Florbela? —comentó Ursus.

—Sí, padre. Mi señor cree que sería prudente visitar a mi físico, el doctor Murguía. He sentido algunos malestares últimamente.

—Siempre podéis consultar al doctor van Suerk, el segundo en la doctrina. Es un gran médico.

—Os agradezco, padre. Es un ofrecimiento muy generoso. Pero el doctor Murguía me conoce desde antes de que naciese Lope y a él no tengo que explicarle nada.

—Pero es que Buenos Aires queda tan distante…

—Viajaremos en mi barco —intervino Amaral y Medeiros—. Con viento a favor, en pocos días, estaremos en el Puerto de Santa María del Buen Ayre.

—Padre, si deseáis escribir a vuestra familia, con gusto llevaré las misivas yo misma y las entregaré en mano.

—Se agradece, señora —contestó Ursus, en verdad interesado—. Es tan difícil que las cartas lleguen a buen puerto. La mayoría se pierde. Espero que pronto se oficialice el correo real en estas tierras, aunque lo veo difícil. Parece que Dios y el rey se han olvidado de que existimos.

—Nosotros partiremos en una semana, padre. Hacedme llegar vuestras misivas y, como os he dicho, las entregaré en mano.

—¿Acompañarás a tus padres, Lope?

—No, padre.

—Lope se quedará al frente de la estancia —apuntó Amaral y Medeiros, y Ursus fue testigo de la mirada severa del padre y de cómo empalideció el semblante del hijo.

—Pero nos acompañarán las queridas Nicolasa y Ginebra. —Florbela sonrió en dirección de las mujeres—. Además de visitar a mi físico, iremos de compras. Quiero que Ginebra tenga el mejor de los ajuares. También compraremos el género para su vestido de bodas.

Ursus recordó los planes de bodas para Ginebra y Lope, un asunto en el que, a juzgar por la mueca desolada del muchacho, no tenían ni voz ni voto. Se había decidido años atrás, cuando eran pequeños. ¿Sería Lope un manflorón, como temía su padre? Porque a Ursus le costaba entender que no se mostrase ansioso por desposar a una joven tan magnífica como Ginebra, con sus pesados bucles negros, un rostro ovalado que terminaba en una perilla respingona, que le acentuaba el aire juguetón e infantil, y una frente amplia que le otorgaba nobleza al conjunto. No obstante, sus ojos negros, vivaces y despiertos, a veces lo intimidaban, a él, a un sacerdote hecho y derecho, no en un sentido procaz o lujurioso, sino porque parecían esconder un gran secreto. Tal vez estuviese desvariando. Más allá de eso, la joven era una beldad, de esas que todos admiraban, hombres y mujeres por igual, y de la cual se decía que, además de belleza, tenía salero.

—¿Cuándo será la boda? —preguntó adrede, y estudió la reacción de los futuros esposos.

La palidez de Lope se acentuó. El semblante de Ginebra no se inmutó, no reveló nada, y eso fue suficiente para que Ursus confirmase su sospecha: la joven ocultaba una verdad. Él era su confesor; tal vez conseguiría hacerla hablar. También lo era de Lope, pero el muchacho se ponía tan nervioso que comenzaba a tartamudear dificultando el proceso hasta tal punto que el jesuita se apiadaba y lo absolvía sin más.

—Cuando regresemos de Buenos Aires con el ajuar de Ginebrita, fijaremos la fecha, padre —contestó Florbela—. Celebraremos la ceremonia en la capilla de la estancia, que la hizo consagrar mi suegra tantos años atrás. Y esperamos que sea vuesa merced quien la presida, si eso es posible, padre. Sería un honor —añadió, de pronto tímida.

—El honor será todo mío, señora, os aseguro. Avisadme con tiempo y aquí estaré para unir en matrimonio a estos dos jóvenes. —Dirigió la mirada hacia doña Nicolasa, que estaba hecha unas pascuas—. ¿Qué novedades habéis tenido de la suerte de vuestro esposo, señora?

La sonrisa de la mujer se esfumó como por arte de magia. Ursus miró de soslayo a Ginebra, que, a la mención de su padre, siguió comiendo como si nada.

—Ninguna, padre. Mi pobre Hernando continúa preso en Lima. La última carta que recibimos es de ocho meses atrás. En ella me decía que el pedido de revisión de su causa había sido rechazado por la Audiencia de Charcas.

—¿Hace cuánto que se encuentra en prisión?

—Van para catorce años.

«¡Catorce años!», se escandalizó el sacerdote. El coronel Hernando de Calatrava no era santo de su devoción. De hecho, había participado activamente en las revueltas comuneras que tantos dolores de cabeza les habían propiciado a la Compañía de Jesús. Igualmente, juzgaba excesiva la pena.

—Escribiré al provincial de la orden exponiéndole el caso de su esposo, doña Nicolasa. Seguramente, el provincial le escribirá al virrey del Perú para pedirle misericordia.

—Gracias, padre Ursus —farfulló la mujer, y el jesuita no supo si lucía desilusionada o emocionada.

* * *

Cuando pensó que había aserrado el último árbol, Aitor se preguntó por qué no caía. Se hizo sombra con la mano y se dio cuenta, demasiado tarde, de que a más de treinta varas de altura, sus ramas se enredaban con las de un árbol vecino. Insultó entre dientes. Se trepó deprisa en el vecino, impulsado por la rabia y las ganas de volver a la doctrina, a Emanuela. Ansiaba el reencuentro, que sería distinto de los anteriores, porque en esa ocasión ella lo recibiría por primera vez como a su futuro esposo. El pensamiento lo distrajo y se resbaló. Atinó a manotear una liana. Se balanceó en el vacío durante largos segundos. Respiró con dificultad, en parte por el esfuerzo, en parte por lo cerca que había estado de romperse la crisma y morir en el suelo mullido y oloroso de la selva lejos de su adorada Jasy. La imagen le provocó un estremecimiento porque se dio cuenta de que no le temía a la muerte, sino a no volver a verla. Con un envión, se lanzó hacia delante y aterrizó en una rama de sólida prestancia. Continuó ascendiendo, con más juicio ahora, hasta alcanzar la copa, donde los rayos de sol le calentaron la piel.

El magnífico ejemplar de grapia que acababa de aserrar y para el cual necesitaría una yunta de bueyes, se había entrelazado con el timbó que crecía a pocas varas. Estudió la situación, pues no terminaría de cortar el timbó para enterarse de que también se había enredado con el árbol siguiente. Afortunadamente, el timbó había estrechado lazos solo con la grapia, y una vez que lo aserrase, caerían los dos gigantes. Sí, definitivamente necesitaría la yunta. Con dos ejemplares de esa talla se daría por servido y, por un tiempo, permanecería en la misión con Jasy. El nuevo vínculo que los unía, el que había superado la edad de la inocencia, la idea de los hermanos y del amor casto, lo intrigaba. Anhelaba verla desempeñarse como una novia solícita. Quería verla nerviosa y tímida. Quería verla dispuesta y excitada. Quería verla en todas las formas posibles. No habían compartido mucho tiempo después de que él salió de la cárcel. Con las heridas de su espalda prácticamente curadas —no por acción del bálsamo de copaiba, se recordó—, volvió al monte. No tenía ganas de cruzarse con el pa’i Ursus, ni con su sobrino Laurencio, ni con su hermano Bartolomé, menos que menos con Laurencio abuelo. Temía acabar a las trompadas de nuevo y, por ende, en el rollo, lo cual causaría una profunda pena a su Jasy. Haberla expuesto a aquel martirio le había dolido más que los cuarenta y cinco cuerazos que el pérfido de Javier le había propinado.

Acabó de aserrar el timbó y, como había supuesto, cayó junto con la grapia. Antes de ir por la yunta, divisó un palmito. Le estudió la corteza y la altura y se dijo que estaba a punto. Aunque con los brazos entumecidos, decidió cortarlo para extraer el corazón tierno y jugoso. A Jasy le encantaba el cogollo de palmito, y preparaba un encurtido que conservaba en vasijas y que servía en ocasiones especiales.

* * *

Entró en el pueblo con un mal presentimiento. Traía los palmitos en el morral, envueltos en hojas de banano, y se convenció de que las ansias se debían a que deseaba ver la alegría de Jasy cuando se los entregase. A medida que avanzaba por la avenida principal en dirección a su casa, las pulsaciones se le aceleraban. Trotó el último trecho, ajeno a las miradas de soslayo que le lanzaban. Avistó a Bruno en la enramada, que luchaba con Miní, un juego que ambos disfrutaban. Timbé, con Kuarahy en el lomo, se levantó pesadamente y arrastró su pata de palo para salir a recibirlo. Los palmeó a los dos con aire ausente, mientras echaba un vistazo dentro de la casa; estaba vacía, como había supuesto. Saite y Libertad faltaban de sus alcándaras. Deseó que estuviesen con ella y no de cacería; se sentía tranquilo cuando las aves rapaces la custodiaban.

—¡Ey, Bruno!

El chico y el carayá detuvieron la lidia.

—¡Aitor! ¿Acabas de llegar?

—¿Dónde está Emanuela? —Bruno se rascó la coronilla y frunció la nariz, y Aitor se impacientó—. ¿Dónde, Bruno?

—En lo de mi pa’i Ursus, creo, tomando sus clases para ser española.

No, era demasiado tarde; el sol languidecía en el cielo. A esa hora, Emanuela siempre estaba de regreso.

—Y mi sy, ¿dónde está?

—Trabajando en el tupâmba’e.

Arrojó el morral en la enramada y, sin muchas esperanzas, se encaminó hacia la casa de los padres; en realidad, corrió a la casa de los padres. Le abrió Tarcisio, que levantó apenas las cejas para evidenciar un instante de sorpresa antes de regresar a su parsimonia habitual.

—¿Está Emanuela aquí? —disparó, sin saludar.

—¿Quién es, Tarcisio? —se escuchó la voz del padre Santiago.

—Aitor Ñeenguirú, pa’i.

—¡Ey, muchacho! Pasa, pasa. —El jesuita introdujo la péñola en el tintero y abandonó su sitio en la mesa—. ¡Aitor! Bienvenido.

—Gracias, pa’i —dijo, incómodo, sin deseos de entrar. No estaba preparado para enfrentar al padre Ursus todavía, más allá de que era improbable que se lo topase; a esa hora, el sacerdote hacía su ronda por los talleres.

—Acabas de regresar del monte, ¿verdad? Lo digo por lo tupido de tu barba.

—Así es, pa’i. Busco a Emanuela —explicó, sin más preámbulos.

—¿No está en tu casa?

Los latidos acelerados de Aitor cobraron un nuevo ritmo, más pausado, aunque más violento, y se convirtieron en una dolorosa puntada en el cuello.

—No. —La palabra brotó de sus labios como una exhalación.

—Tu pa’i Ursus la mandó a casa temprano porque no se sentía bien. Estaba muy pálida y alicaída. Debe de estar por enfermar de un constipado.

¿Qué le estaba diciendo ese cura? ¿Que su Jasy no se sentía bien, que estaba pálida y alicaída? ¡Qué sandeces! ¡Si Emanuela jamás enfermaba y lucía sana como un pez! Su gesto debió de ser revelador a juzgar por la mutación que se operó en el del jesuita, que abandonó la ligereza y frunció el entrecejo.

—Tarcisio —ordenó—, corre de inmediato a ver si Manú está en el hospital.

—Sí, pa’i.

—Yo iré a buscarla a los talleres. Tal vez decidió acompañar a Ursus, como solía hacer en el pasado, antes de empezar a trabajar en el hospital.

—Y yo iré a lo de mi taitaru —propuso Aitor, y se marchó sin más.

Cruzó el jardín de los padres, salió al atrio de la iglesia y, a punto de entrar en la plaza de armas, sus ojos dieron con la torreta del baptisterio. Se detuvo de pronto y se quedó mirándola. Sin lógica, se dirigió hacia allí. Subió los escalones de dos en dos y no le importó que alguien lo avistase en la débil luz del atardecer.

La puerta estaba sin llave. El corazón le dio un vuelco y comenzó a latir con una lentitud dolorosa, como si la sangre se le hubiese espesado en las venas. La descubrió en un rincón después de que se acostumbró a la penumbra. Estaba sentada en el suelo, las piernas recogidas contra el pecho y la cara hundida entre las rodillas. La agitación que le sacudía los hombros le hizo comprender que lloraba. Saite y Libertad se mantenían cerca de ella, pero no la tocaban, como si respetasen su dolor. Un pánico, acendrado, profundo y doloroso, como jamás había experimentado —tal vez se semejaba al del día en que la había herido la raya o cuando lo del ataque de la yarará—, lo paralizó bajo el dintel.

—¡Jasy! —consiguió articular.

La cabeza de Emanuela se disparó hacia arriba y, cuando la niña lo reconoció, emitió un sollozo y se puso de pie. Corrió hacia él. Se abrazaron en el centro de la estancia. Aitor la pegó a su pecho y, por primera vez en su vida, dijo: «Gracias, Tupá». No sabía por qué lloraba, pero tenerla en el refugio que componía su abrazo le bastaba por el momento.

La condujo al sitio donde solían sentarse, cerca del telescopio, contra la pared. La acomodó entre sus piernas, la espalda de Emanuela en el pecho de él, y la envolvió con sus brazos. Entrelazó las manos con las de ella y la besó en el cuello, donde el pulso se le había disparado. Lo enterneció que intentase calmarse. Se agitaba como una niña, surcada por espasmos y sollozos que no conseguía controlar. Aitor le pasó la mano por la frente y le retiró algunos mechones humedecidos por las lágrimas y el sudor. Le besó la sien, pequeños y pacientes besos que la serenaron.

—¿Qué sucede, amor mío? Dime lo que sea. Díselo a tu Aitor. —Las manos de Emanuela se ajustaron en su antebrazo y él la sintió estremecerse—. Aquí estoy, Jasy. Nada malo te ocurrirá ahora que estoy de regreso. Dime, amor mío, ¿qué sucede? ¿Alguien te ha hecho daño?

Emanuela se giró para enfrentarlo, y Aitor experimentó una opresión en el pecho al descubrir su rostro congestionado, las pestañas aglutinadas y los ojos inyectados. La besó ligeramente en los labios, que estaban calientes y mórbidos después del llanto. El contacto, aunque rápido y sutil, los afectó íntimamente. Se sostuvieron la mirada en silencio.

—Creo que voy a morir, Aitor.

—No —susurró él para protegerse del dolor que lo asaltó en el centro del pecho—. ¿Qué te ha sucedido, Jasy? —atinó a reaccionar—. ¿Por qué dices que…?

—Hace dos días —habló ella, con la voz tomada— me desperté con una molestia extraña aquí. —Apoyó la mano en el bajo vientre y de inmediato Aitor la cubrió con la de él—. No le di importancia, pensé que tal vez la comida me había caído mal. Después, cerca del mediodía, sentí que un líquido caliente me escurría entre las piernas. Fui a los baños y me levanté el vestido en la letrina y… —Ahogó un lamento, sacudió la cabeza y apretó los ojos.

—¿Qué viste, Jasy? Dímelo.

—¡Sangre, Aitor! Me salía sangre de entre las piernas. No puedo ver por dónde sale. Pero sale y sale, y desde hace dos días no deja de salir. No sé qué hacer. ¡No quiero morir, no quiero!

—¡No vas a morir, amor mío! —La besó en la mejilla húmeda—. No vas a morir. Tranquila, Jasy. No es nada, te lo aseguro. No quiero que te atormentes más.

—¿Cómo puedes estar seguro de que no es nada? ¡Estoy sangrando! En este momento, siento cómo me brota la sangre.

—¿Mi sy nunca te habló del sangrado o de la regla?

—No —farfulló—. ¿Qué es eso?

Aitor apretó las mandíbulas para sofrenar la ira que le infló el pecho. Sostendría una seria conversación con Malbalá, y con su abuela también. ¿Cómo diantres se les había olvidado mencionarle algo tan vital? La pobre niña había padecido una tortura durante dos días, dos días en los que él se lo había pasado lejos, en el monte, sin socorrerla, ni aliviarle la pena.

—¿No le contaste a mi sy o mi jarýi acerca de esto? —Emanuela negó con la cabeza—. ¿Por qué, Jasy? Si yo no estoy, tienes que recurrir a ellas.

—No me atrevía.

—¿Por qué? Siempre has estado muy apegada a ellas.

—No quería que me dijesen que iba a morir. —Se giró inesperadamente y se abrazó a él; hundió el rostro en la curva que formaban su cuello y su hombro antes de confesar—: ¡No quiero morir, Aitor! ¡Tengo tantos deseos de ser tu esposa!

Un calambre le atenazó la garganta. Sí, la comprendía. En aquel instante en el monte, cuando su pie dio un paso en falso en lo alto del timbó y casi se precipitó al vacío, él había pensado lo mismo: no quería morir porque no quería que acabasen sus sueños junto a Jasy. La besó en la coronilla y le acarició la espalda, y, una vez que comprobó que el bulto en la garganta se le había disuelto, le susurró palabras de amor.

—Te amo, Jasy. Eres mi vida. No sería un hombre completo si tú no me amases. Te amo como nunca amé, ni amaré a nadie. Eres mi amor y mi orgullo, y mi alegría y mi luz.

Emanuela emergió del refugio de su cuello y se pasó el dorso de la mano por los ojos en un gesto aniñado que arrancó una risa ahogada a Aitor.

—¿No voy a morir, Aitor?

—No, amor mío. —Volvió a besarla en los labios con delicadeza—. Lo que está sucediéndote es algo que le sucede a todas las mujeres. Es el sangrado que se da una vez cada ciclo de luna. Dentro de veintiocho días volverás a sangrar.

—¡De nuevo! —se descorazonó, y Aitor le encerró la cara con las manos y la besó, con más pasión esta vez, movido por un espíritu entre divertido, risueño y un poco excitado. Su Jasy ya era mujer.

—Sí, de nuevo. Y de nuevo y de nuevo, hasta que seas vieja como mi jarýi. Entonces, dejarás de sangrar.

Emanuela se lo quedó mirando con el gesto de quien está sometiendo el tema a una profunda reflexión.

—¿Todas las mujeres sangramos?

—Todas.

—¿Por qué?

—Es la señal de que te has convertido en mujer y de que puedes casarte.

—¿Porque sangro me convertí en mujer?

—Sí.

—¿Ahora puedo casarme contigo?

—Sí.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué había que esperar a que sangrase?

—Porque la sangre dice que estás madura y que podrás darme hijos.

Era adorable cuando abría grandes los ojos y separaba apenas los labios en una mueca de turbación y sorpresa. Aitor contuvo las ansias de recostarla en el piso y de besarla hasta quitarle el aliento.

—¿Antes no podía dártelos?

—Antes del sangrado, no.

—Entonces, ahora que he sangrado y después de que nos casemos, ¿Tupá pondrá un niño en mi vientre?

—No, Tupá no. Yo te lo pondré en el vientre.

—¿Tú? —No la asustaba, ni la repelía la idea; solo había asombro en su expresión y en su acento.

—Sí, amor mío, yo.

Aitor meditó que habría sido sensato encargar la explicación a su abuela o a su madre, porque con solo haber declarado: «Yo te lo pondré en el vientre», su pene se había encabritado. Desechó la posibilidad y se reprochó ser un cobarde y un flojo, incapaz de controlar sus apetitos. ¿Quién mejor que él, su futuro esposo, para iniciarla en los misterios del amor? Se trataba de un momento íntimo y sublime, que por nada cedería a otro.

—¿Cómo harás para ponerlo ahí?

«¿Cómo haré?», se dijo, de nuevo acobardado. ¿Cómo explicarle sin espantarla?

—Siéntate. —Ella lo hizo delante de él, entre sus piernas, que él separó para darle espacio—. Dame las manos. —Se las extendió, y él se inclinó para besárselas—. Lo que voy a explicarte es algo bueno y maravilloso, pero tal vez te confunda un poco al principio y te haga sentir rara. ¿Prometes que confiarás en mí y que no te asustarás? Tal vez te sentirías más a gusto si fuese mi sy o mi jarýi quien te lo explicase, pero quiero ser yo, Jasy, porque esto será lo que compartiremos durante el resto de nuestras vidas, algo que nos hará muy felices, algo muy nuestro, solamente nuestro y de nadie más. ¿Prometes que no te asustarás?

—Sí, lo prometo.

—Me dijiste que estás sangrando entre las piernas, pero que no sabes por dónde sale la sangre. Pues sale por un orificio que es el mismo por donde salen los niños cuando nacen.

—No es posible, Aitor. Tengo la impresión de que es muy pequeño.

—No sé bien cómo es la cuestión cuando nacen los niños, pero entiendo que ese orificio, que es muy pequeño ahora, se ensancha.

—Oh.

—¿Acaso nunca asististe a un parto en el hospital? —Emanuela agitó la cabeza para negar—. Ya veo. Pues por ese orificio, yo entraré en tu cuerpo y pondré algo allí dentro, que se convertirá en un bebé con el tiempo. —Aitor se preguntó qué imágenes estarían saltándole en la mente para provocarle ese gesto de estupefacción—. ¿Jasy? ¿Qué ocurre? No temas. Pregúntame lo que desees.

—¿Cómo entrarás en mi cuerpo? ¿Entrarás todo dentro de mí?

—No, amor mío —dijo, y contuvo las ganas de reír y de abrazarla—. Solo una pequeña parte mía entrará dentro de ti.

—¿Cuál parte, Aitor?

—Una que tengo aquí. —Posó la mano entre sus piernas, y Emanuela elevó las cejas y se cubrió la boca.

—Esa —susurró.

—¿Cómo esa? ¿Acaso la conoces? —Hacía años que Bruno y ella no se bañaban desnudos en el arroyo; él se había ocupado de acabar con esa costumbre. ¿Todavía se acordaría del miembro de su hermano menor?—. ¿Jasy? —se impacientó.

Le descubrió un rubor a la luz anaranjada del atardecer, que también le arrancaba destellos al bronce del telescopio y que confería una tonalidad verdosa a los ojos de Emanuela. Por un instante, se quedó perdido en la belleza de su mirada, hasta que cayó en la cuenta de que ella sonreía con aire travieso. Insistió:

—¿A quién le has visto el tembo?

—¿Tembo? ¿Así se llama?

—Sí. ¿A quién se lo has visto? —insistió, al borde del enojo.

—A ti —susurró, simulando concentración en sus manos entrelazadas.

—¿A mí? ¿Cuándo?

—Un día dijiste que irías al arroyo a bañarte y te seguí.

—¡Jasy! —La aferró por las muñecas y, mientras reía a carcajadas, la ubicó de nuevo contra su torso. La encerró en un abrazo posesivo, de donde le hubiese gustado que nunca saliese—. Conque espiándome, ¿eh? —Le apartó la trenza, le olisqueó el cuello y se lo besó.

—Sí, lo siento. Hice mal, ¿verdad?

—Sí y no. No está mal que hayas querido verme desnudo. Eso me gusta. Me gusta mucho. Sí está mal que fueses sola hasta el arroyo. ¿Y si te ocurría algo, mi Jasy? Nadie sabía que habías escapado y que estabas allí, escondida, espiándome.

—Hubiese gritado y tú habrías acudido en mi ayuda, como la vez que salvaste a Olivia.

Ese nombre en esa conversación le causó un profundo malestar, como cuando un alimento no le sentaba bien al estómago.

—Cuéntame qué viste ese día —pidió para distraerla—, mientras me bañaba.

—Ya lo sabes —dijo, de pronto vergonzosa—. Vi tu… tembo. Te enjuagabas el cabello en nuestra cascada y pude verlo muy bien.

—¿Y? ¿Qué opinas?

—Es… extraño. Había visto el de algunos animales; el de Miní y el de un caballo en una ocasión en que mi pa’i nos llevó al potrero porque había nacido un potrillo. Bruno me lo señaló. Pero el tuyo… es… distinto. —Permaneció callada, la vista perdida en un punto indefinido, y Aitor prefirió no interrumpir sus cavilaciones—. ¿Aitor? —se volvió para hablarle, y sus bocas quedaron a escasas pulgadas.

—Mmmm…

—¿Me dolerá cuando entres dentro de mí?

Sí, definitivamente había sido una mala idea iniciar esa conversación. Estaba costándole sofrenar el demonio que se alzaba dentro de él y que lo invitaba a acariciarle los pequeños senos que despuntaban bajo el algodón del tipoy.

—Sí, la primera vez, sí. Un poco. —Al menos, eso le había asegurado Olivia, que la primera vez era dolorosa—. Después no, Jasy. Después —le susurró al oído—, gozaremos de la dicha más grande, amor mío. Ya lo verás. Tú y yo, tan juntos que seremos uno solo.

—Como si hiciéramos un nuevo pacto de amor eterno.

Lo emocionó la comparación, y la inocencia con que lo había expresado, que, paradójicamente, le agitaba la parte sórdida de sí mismo, esa que quería desnudarla y lamerle la sangre que le brotaba de entre las piernas y hacerla gritar de placer.

—Sí —admitió al fin, con la voz ronca.

—No tengo miedo de que hagamos el nuevo pacto, Aitor. —Le apoyó una mano en la mejilla, que él no afeitaba desde hacía semanas, y lo obligó a volverse para besarlo en la otra. Él la aferró por la mandíbula y le devoró los labios sin templanza, como había soñado tantas veces. Emanuela giró entre sus brazos y él la acomodó en un ángulo que le facilitó el acceso dentro de su boca. Ella se estremeció e intentó apartarse, pero él ajustó el abrazo y la inclinó hasta casi recostarla contra su pecho.

—No temas, amor mío. Recuerda que estás conmigo, con tu Aitor, que se quitaría la vida antes de hacerte daño. Confía en mí, Jasy. ¿Acaso no sientes el amor que te tengo?

La resistencia de Emanuela se esfumó y alzó las manos para entrelazarlas en el cuello de él, que emitió un sonido extraño, mezcla de gemido y ronquido. En esa ocasión, ella no se sobresaltó; había comprendido que era su manera de expresarle que le agradaba.

—Abre la boca, Jasy —jadeó él, y su aliento sobre los labios húmedos le erizó los pezones.

Lo obedeció con torpeza, aunque sin vacilar, y su entrega generosa y audaz acabó con la poca prudencia que le quedaba. El beso se tornó voraz, inmisericorde, impaciente, un intercambio de inocencia por lascivia, de pureza por lujuria, de generosidad por mezquindad, un resumen de sus naturalezas que colisionaban en sus bocas, en sus lenguas, en sus alientos, en sus salivas. Aitor nunca alcanzaba demasiado profundo dentro de ella. El deseo lo había enceguecido, ensordecido, y solo percibía el cuerpo de Emanuela entre sus manos, que se estremecía, y a él no le importaba si de miedo o de placer. Ya no sería capaz de apartarse hasta que tomase de ella lo que necesitaba para apaciguar la bestia que ella misma despertaba. Le acunó un seno, y Emanuela soltó un gemido contra sus labios, que contó con el poder de despabilarlo. Se apartó y le apoyó la boca empapada en la frente. El aliento agitado de Emanuela le golpeaba el mentón, y todavía sentía sus dedos en la nuca, que se aferraban a él como si de eso dependiese su vida.

—Dios mío, Jasy.

Reunió coraje y bajó la vista para mirarla. Su imagen le resultó sobrecogedora, con las pupilas tan dilatadas que sus ojos se habían vuelto negros; los labios entreabiertos, rojos e hinchados, por donde escapaba su aliento, que siempre olía tan bien; los pómulos ruborizados, y en especial la expresión, esa de miedo, estupefacción, amor, deseo, inquietud, recelo, curiosidad. Era la imagen más tentadora que había visto en sus casi dieciocho años, y era toda para él.

—Jasy, mi tesoro —pensó en voz alta—. Este fue nuestro primer beso, amor mío —le explicó, al tiempo que le suavizaba el ceño con el pulgar—. Este fue nuestro primer beso de esposos.

—¿Y los anteriores?

—Eran una preparación para este. Te sentí muy cerca de mí, Jasy. Te sentí muy mía.

—Soy tuya —le recordó, con cierta perplejidad.

—Sí —dijo él, y sonrió—. ¿Te gustó nuestro primer beso?

—Sí. Las cosquillas en el estómago y aquí —apoyó una mano sobre el pecho que él había tocado— y en otras partes eran tan fuertes… Casi insoportables. Sentí… Siento una ansiedad, como si me faltase algo.

—Sí, Jasy, te falto yo dentro de ti. Entonces te sentirás completa, y esa sensación desaparecerá. Te lo prometo, amor mío.

Se quedaron en silencio, contemplándose con semblantes serios, pero no graves. Emanuela, que permanecía recostada en el regazo de Aitor, elevó la mano y le tocó el hueso de la frente, y le dibujó el diseño peculiar de las cejas triangulares, y le recorrió la cicatriz de la izquierda, y lo obligó a cerrar los ojos al acariciarle los párpados; descendió por la nariz, recta y luego ensanchada en la parte de las fosas nasales, y por fin le alcanzó los labios, y él le atrapó el índice y lo mordisqueó, y ella rio con ese sonido cristalino que a él amansaba.

—Te amo, Jasy. Quiero que nunca lo olvides. Y cuando estés entre mis brazos y yo entre dentro de ti, será como haber alcanzado el Yvy Marae’y. —Aitor hablaba de la Tierra sin Mal, el Paraíso de los guaraníes—. Y te besaré como acabo de besarte ahora, y tú me besarás con la misma pasión, y nuestros cuerpos harán de nuevo el pacto de amor eterno, y lo harán una y otra vez, porque creo que nunca podré saciarme de ti.

—Te amo, Aitor.

—Gracias por amarme, Jasy.

—Gracias por amarme, Aitor. Y gracias por decirme que no voy a morir. —Él sonrió y le besó la frente—. No tenía miedo de morir, solo tenía miedo de no ser tu esposa. Eso era lo que me entristecía, solo eso.

—Oh, Jasy. Amor mío. Perdóname si te he confundido últimamente con todo lo que te he contado y que te he forzado a vivir. Es que… —Emanuela lo acalló tocándole los labios.

—Está bien. Ahora soy mujer. Era preciso que lo supiese para ser una buena esposa.

—Sí, mi mujer y mi esposa. Hace tantos años que espero este momento… Ahora que estoy viviéndolo, me parece que no es verdad.

—Es verdad, Aitor.

—Sí. Es verdad.

Emanuela se cubrió la boca y rio con un gesto travieso.

—¿Qué me ocultas, Jasy? —sonrió él.

—Ahora entiendo tantas cosas.

—¿Qué cosas, amor mío?

—Cuando veía a los animales haciendo bebés…

Aitor soltó una risotada, y Emanuela levantó una ceja, con aire ofendido.

—¿De qué ríes?

—De tu expresión, haciendo bebés.

—¿Cómo se dice cuando… bueno, cuando el tembo de un hombre entra en una mujer?

—Hacer el amor.

—Hacer el amor… Qué bello.

—Aunque no creo que entre animales se diga de ese modo. Los animales copulan, fornican…

—¿Hacer el amor y fornicar es lo mismo?

—Bueno… No, no es lo mismo. Yo te haría el amor a ti, porque te amo con locura. Si un hombre y una mujer que no se aman, lo hacen solo por el placer, sería copular o fornicar.

—Ah. ¿Hay hombres y mujeres que lo hacen sin amarse?

—Sí. —Evitó mirarla porque la culpa y la vergüenza lo acosaban.

—¿Solo por el placer? ¿Qué placer?

—Se siente algo muy lindo entre las piernas cuando un hombre entra dentro de una mujer. Los dos lo sienten. Y es aún mejor si se aman, como nosotros.

—¿Hacerlo sin amor es pecado? Porque hay un mandamiento que dice: No fornicarás. Yo no sabía qué significaba y mi pa’i Ursus siempre me decía: «No cometer actos impuros», pero yo igualmente no entendía de qué hablaba. ¿Es pecado, entonces?

—Eso dicen los pa’i, que es pecado.

—Y tú, ¿qué piensas?

Aitor sacudió los hombros.

—Estabas diciéndome que ahora entiendes muchas cosas.

—Sí —retomó ella, de nuevo sonriente—. Una vez, llevamos a Timbé a la porqueriza y había dos chanchos… fornicando o co…

—Copulando.

—Sí, y yo le pregunté a mi sy qué estaban haciendo y ¿sabes qué me contestó? Que le rascaba la espalda porque le picaba.

Aitor soltó una carcajada, que contagió a Emanuela, y la risa se intensificó hasta que les brotaron lágrimas. Aitor la apretó contra su pecho movido por la dicha de tenerla. Por tenerla, era el hombre más afortunado que existía. Su felicidad no conocía límite. Fueron calmándose. Aitor la besó en los labios con suavidad, demorándolos para apreciar su morbidez.

—¿Así lo haremos nosotros, Aitor? ¿Como lo hacían los chanchos?

Él montándola por detrás era una imagen en la que no podía demorarse si quería que Emanuela saliese de la torreta con la virginidad intacta.

—Así y de otras formas también.

—¿Cuáles?

—Te lo diré cuando llegue el momento.

—Oh. —Se la veía desilusionada—. ¿Cuándo será eso?

—Cuando seas mi esposa. Entonces, compartiré contigo todo lo que sé y seremos felices.

—¿Cómo sabes tanto de estas cosas? —preguntó sin malicia, ni recelo; él, igualmente, se puso nervioso.

—Porque me lo explicó mi tío Palmiro —contestó deprisa—. No le contaste a nadie que vamos a casarnos, ¿verdad, Jasy?

—A nadie, aunque fue muy duro no contárselo a Bruno. A él siempre le cuento todo.

Aitor pugnó por esconder los celos y acallar su sentido de la posesión, e intentó explicarle de buen modo lo que deseaba, sin que sonara como un mandato.

—Desde que una mujer acepta por esposo a un hombre, ese hombre se convierte en su mejor amigo, y ningún otro puede serlo.

—¿De veras?

—De veras. —Ante la desolación de ella, se apresuró a agregar—: No te exijo que dejes de ser su hermana, ni su amiga, pero la intimidad que compartías con él ahora es solo mía.

—¿Por qué no quieres contarles a todos que vamos a casarnos?

—Porque tú eres blanca, Jasy, y temo que los pa’i no aceptarán nuestro amor. Están prohibidos los matrimonios mixtos en las doctrinas.

—Yo no soy blanca, Aitor —dijo, con timbre caprichoso—. Soy guaraní.

—No, Jasy, eres blanca, eres hija de españoles. Por tus rasgos, es fácil darse cuenta de que no hay sangre india en tus venas. Pero no es eso lo que debe preocuparnos, sino mantener oculto nuestro amor hasta que yo vea cómo resolver la situación. No quiero que te preocupes por nada. Yo me haré cargo de todo. Solo te pido que protejas nuestro amor escondiéndolo.

—Está bien.

—¿Tengo tu palabra?

—Sí, la tienes.

Emanuela echó la cabeza hacia atrás y vio por la tronera que el cielo oscurecía rápidamente.

—Deberíamos volver a casa. Mi sy debe de estar preocupada.

Aitor se acordó del padre Santiago, que, de seguro, estaría a punto de perder la cordura cavilando qué había sido de la niña santa.

—Tú ve a casa. Yo iré a lo de los pa’i para avisarles que te encontré en lo de mi taitaru. ¿Cómo hiciste para entrar en la torreta? —preguntó de pronto.

—Me robé la llave de la casa de los padres.

—Jasy… —Una sonrisa ladeada y seductora le embelleció la expresión.

—Eres hermoso —dijo Emanuela sin pensar, y a él se le oscurecieron los ojos dorados—. Te extrañaba mucho y me sentía muy triste y muy mal. Quería venir a nuestro lugar para sentirme cerca de ti. Por eso me encontraste aquí.

Era tarde, sin mencionar que su erección no necesitaba más estímulo, por lo que besarla otra vez no era una idea juiciosa. Pero ella le miraba la boca con esos ojos grandes que le recordaban a los de un venado, y él no halló la voluntad para resistirla. Además, quería enseñarle que ella también podía jugar con su lengua, con sus labios, con sus dientes, que podía hacerle lo que quisiera, él le pertenecía tanto como ella a él. Inclinó la cabeza y descendió hacia su boca, y, antes de que se tocaran, Emanuela lo sorprendió rodeándole la nuca con una mano y atrayéndola hacia ella. Aitor se apoderó de sus labios y soltó el aire por la nariz con una sonoridad que la asustó. Se quedó quieta, concentrada en la presión que ejercía la mano de él sobre su vientre y en la voracidad con que su boca se apoderaba de la de ella. No quería tener miedo, quería aprender, quería conservar cada detalle de ese beso, quería demostrarle cuánto lo amaba.

—Abre tu boca, Jasy —lo escuchó decir— y tócame la lengua con la tuya. —Como la sintió vacilar, él se apresuró a decir—: Deseo tanto que me toques con tu lengua, donde quieras, amor mío. En cualquier parte. Mi cuerpo es tuyo.

Emanuela levantó los párpados y se encontró con que los ojos de Aitor habían perdido su extraña tonalidad amarilla para volverse de un negro insondable. Él quería que lo tocase con su lengua, y ella quería complacerlo, aunque le diese vergüenza y no supiese cómo proceder. Su mirada, que le comunicaba amor infinito, le dio coraje. Aplicó presión en la nuca de él para acercar sus bocas y, cuando lo tuvo a escasas pulgadas, sacó la lengua y le lamió el labio inferior. Aitor se sacudió como si hubiese recibido la coz de un caballo y se quedó, rígido y acezante, sobre los labios de ella.

—¿Aitor?

¡Mierda! Se había desgraciado de nuevo. Resultaba difícil creer que estuviese viviendo esa humillación por segunda vez. Ella le lamía el labio y él reaccionaba como un novato, sin dominio sobre su pene. Su pene hacía lo que le placía en lo que a Emanuela se refería. Ella lo había sorprendido, se justificó. Su audacia y su inocencia lo habían desarmado.

—Estoy bien, Jasy.

—¿Te dolió?

—No, amor mío, no, todo lo contrario. Tú me haces sentir cosas muy fuertes y mi cuerpo reacciona así, como si me golpease un rayo.

La imagen le trajo a la mente el día del entierro de la madre de Emanuela, cuando un rayo golpeó el árbol del cementerio, y los del pueblo le achacaron el mal agüero a él, un niño de cuatro años. El recuerdo lo ayudó a templar las emociones caóticas.

—Vamos. Ya es tarde. Todos deben de estar preguntándose dónde estás.

—¿Aitor? —La aflicción en su semblante lo alcanzó en el corazón—. ¿Hice algo mal?

—No, amor mío. No has hecho nada mal. Te lo juro, Jasy. Es que los deseos por entrar dentro de ti están volviéndome loco, pero tendré que esperar hasta que nos casemos.

—¿Por qué?

—Porque no quiero mancillarte, Jasy. Quiero que llegues intacta a mis brazos cuando sea tu esposo. No quiero arrastrarte al pecado, ni a nada que te perjudique.

—Entonces, ¿sí es pecado?

—No, contigo nunca sería pecado, pero los pa’i dicen que las mujeres decentes lo hacen solo después de casarse. De lo contrario, es pecado. Y sé que si lo hiciéramos antes de casarnos, tú te sentirías culpable y se lo confesarías a mi pa’i Ursus y…

—Nunca me sentiría culpable por tenerte dentro de mí.

Aitor se la quedó mirando, y si bien su semblante no reveló lo que pensaba, su espíritu estaba atónito. ¿Era esta la niña que, momentos atrás, no sabía nada acerca del sangrado, ni de cómo se hacían los niños?

—Te amo, Aitor.

—Y yo a ti, Jasy. Vamos —insistió, completamente alborotado, y se puso de pie—. Sal tu primero. Cuídate de que no te vean. Dame la llave.

Emanuela se dirigió al rincón donde había estado llorando y la recogió del piso. Aitor no se movió; estaba incómodo con el producto de su eyaculación entre las piernas.

—Gracias —dijo cuando ella se la entregó, y la besó en la frente—. Ahora ve.

Emanuela se giró para marcharse, y él la atrapó por la muñeca y la atrajo de nuevo hacia la seguridad de su cuerpo. La sonrisa de ella y la pregunta en sus ojos lo mantuvieron en silencio durante algunos segundos.

—Te traje un obsequio de la selva. —La sonrisa de Emanuela se extendió, y su boca pareció ocuparle todo el rostro—. Corazón de palmito.

Se aferró a su cuello y profirió una exclamación alegre, y dio saltitos hasta que se detuvo y lo besó con ligereza en los labios, y él la pegó a su pecho y se preguntó de dónde conjuraría la voluntad para permitirle que saliese de esa torreta y que regresara al mundo que tanto la amaba y que a él lo detestaba.

—¡Gracias, Aitor! Te haré un encurtido exquisito, y podrás llevártelo al monte.

—Es para ti, Jasy. Lo traje para ti.

—Un poco para mí y un poco para ti. Quiero que compartamos todo, Aitor, como los esposos.

—Sí, como los esposos, amor mío. Ahora ve.

—Sí. Saite, Libertad —las llamó, y las aves volaron hacia ella para posarse en sus hombros. Se volvió antes de trasponer la puerta y le sonrió.

Aitor abandonó la torreta minutos después. En tanto cruzaba la plaza en dirección a la casa de los padres, se topó con Olivia. Se miraron de soslayo. No precisaban más que ese intercambio para saber que se encontrarían en la barraca esa noche.

* * *

Después de haber pasado por lo de los padres para explicar que había hallado a Emanuela con Ñezú juntando hierbas y de devolver subrepticiamente la llave, Aitor se encaminó hacia su casa. Desde cierta distancia, vio a Malbalá que se inclinaba sobre el fogón y revolvía dentro de una vasija de barro; Laurencio abuelo sorbía un mate con los codos sobre las rodillas y observaba un punto indefinido; Bruno molestaba a Kuarahy, que, ya viejo, lo miraba con indiferencia. ¿Dónde estaba Emanuela? El pánico lo llevó a gritar:

—¡Bruno, ven aquí!

Malbalá y Laurencio se sobresaltaron y aguzaron la vista para distinguirlo en la oscuridad. Bruno corrió hacia él.

—¿Qué?

—¿Dónde está Emanuela?

—Llegó hace un momento. Está en la casa. Dijo que no se sentía bien.

Sonrió, aliviado, y Bruno le destinó un vistazo desconcertado. Su hermano nunca sonreía, a Manú, tal vez, pero a él no.

—¿Han ido al arroyo durante mi ausencia? ¿Se han visto con Lope y Ginebra?

—Yo sí. Manú no.

Volvió a sonreír, y Bruno apretó el ceño.

—¿Por qué Emanuela no?

—Me dijo que no quería desobedecerte. Que tú nos habías dicho que solo contigo podíamos ir.

—Y tú, ¿por qué me desobedeciste? —Aunque lo preguntó de buen modo, Bruno bajó la vista, se estrujó las manos y cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.

—Porque tenía muchas ganas de ver a Lope y a Ginebra, y tú te tardabas en volver.

—¿Los viste?

—Sí.

—¿Y? ¿Lope te preguntó por qué no habíamos ido Emanuela y yo?

—Lope preguntó por ella. Por ti, no.

—¿Qué te preguntó?

—Que por qué no había ido.

—¿Solo eso? —Bruno agitó la cabeza para negar—. ¿Qué más? —El buen humor se le estaba esfumando.

—Que quiénes eran sus padres, que por qué vivía en la doctrina, que si era cierto que era una santa. Esas cosas.

—Y tú le respondiste, por supuesto —dijo con agresividad, y el niño dio un paso atrás—. Escúchame bien, Bruno, te prohíbo que vuelvas a encontrarte con ellos. No debes volver a responder preguntas de extraños…

—Pero Lope y Ginebra son nuestros amigos desde hace mucho tiempo.

—Me importa un carajo. —Bruno levantó las cejas, escandalizado por la mala palabra—. No quiero que vuelvas a verlos, ¿está claro? ¿Cómo se te ocurre responder sobre la vida de Emanuela? ¿Quieres que nos la quiten?

—¡No! —contestó, de pronto angustiado—. No —repitió, en un susurro—. No pensé que…

—Deja de hablar de ella. Y si llego a enterarme de que has vuelto al arroyo para encontrarte con Lope y Ginebra, te voy a dejar la jeta como a Laurencio nieto, ¿está claro?

El niño bajó la cabeza y asintió. Aitor se encaminó a la enramada. No miró a Laurencio abuelo cuando pasó a su lado, y este siguió sorbiendo el mate como si Aitor fuese un fantasma invisible.

—Hola, sy.

—Hola, hijo.

Siempre era igual: si el esposo de su madre estaba cerca, ella se mostraba fría. Aunque debería haberse acostumbrado, el comportamiento de Malbalá lo lastimaba.

—¿Cuándo regresaste?

—Esta tarde.

—¿Dónde estabas?

—Fui a buscar a Emanuela. La encontré sola. Llorando —añadió con intención, y Malbalá apartó la mirada del guiso y la fijó en la de él—. ¿Tú o mi jarýi se tomaron la molestia de explicarle que, un día, le llegaría el sangrado?

Aun en la penumbra de la enramada, a duras penas iluminada por la lámpara de aceite, Aitor advirtió la palidez que tornó cenicientas las mejillas de su madre. La mujer negó con una agitación de cabeza y regresó al preparado del guiso.

—¿Cómo pudiste ser tan cruel, sy? —masculló entre dientes para que Laurencio no escuchase—. Hace dos días que Emanuela vive pensando que morirá.

Malbalá se cubrió la boca y ahogó un sollozo. Una lágrima le rodó por la mejilla, y después otra, y otra, que acababan en la comida.

—¿Por qué no se lo advertiste para que no pensase lo peor? ¡Estaba llorando, sy! Desconsoladamente.

—¡No quería que se hiciese mujer!

—Baja la voz. No quiero que tu esposo se meta en esto. ¿Cómo que no querías que se hiciese mujer? Por mucho que no lo quisieras, sabías que iba a suceder. ¡Tendrías que haberla preparado, sy!

—Lo sé, lo sé. Soy una cobarde. —Detuvo el ir y venir de la cuchara de madera y la apretó en su puño—. Ahora nos la quitarán, lo sé.

—¿Qué dices? —se enfureció Aitor.

—Ahora que ya es mujer y que puede casarse, los pa’i se la llevarán a la ciudad para que se case con uno de los suyos.

—¡Deja de decir necedades!

—No son necedades, es la verdad. Mi pa’i Ursus cada tanto me pregunta si ya le vino el sangrado. Ahora tendré que decirle que mi niña es mujer.

—¡Pues le mientes!

—¡No! ¿Cómo podría?

—Si no le mientes, le gritaré a todo el que quiera escucharme, pero sobre todo a tu adorado pa’i Ursus y a ese despojo que tienes por esposo, que soy el hijo bastardo de ese estanciero al que le robé la india encomendada.

—¡Oh!

—Lo haré, sy. Te lo juro por lo más sagrado que tengo en la vida que lo haré. Nadie nos quitará a Emanuela. Nadie.

Malbalá intentó detenerlo, pero Aitor se desembarazó de su mano con una sacudida y pasó junto a ella sin destinarle un vistazo. Entró en la casa y se dirigió hacia la esquina donde se hallaba el camastro de Emanuela. Ella leía a la luz de la vela el libro que le había regalado el padre Santiago, ese de sonetos de un escritor con apellido impronunciable. Cayó de rodillas junto a la cabecera, con el ánimo destrozado. Emanuela apartó el libro y le sonrió. Él también sonrió, pero se trató de una mueca poco sincera.

—¿Qué sucede? —quiso saber ella, y le acarició la mejilla—. ¿Por qué traes esa cara?

—No te vi en la enramada y me preocupé. Siempre estás ayudando a preparar la cena a esta hora.

—Me duele un poco —admitió, y se colocó la mano sobre el bajo vientre.

—¿Y tus manos mágicas no te calman el dolor como hacen con los demás?

—No funcionan conmigo, solo con los demás. No sé por qué.

—Porque eres demasiado generosa, amor mío, por eso. —Apoyó la cara con gentileza donde a ella le dolía y se la entibió con el aliento. Emanuela ahogó un gemido de placer, y Aitor se estremeció de dicha. Se mostraba tan dispuesta a recibir el amor que quería darle, era tan espontánea y sincera en sus respuestas, tan libre, pese a que las revelaciones debían de escandalizarla. Una y otra vez la sometía a la prueba de aceptar lo nuevo en su corazón todavía de niña, y ella no lo decepcionaba. Siempre estaba a la altura, como si tratase con una mujer adulta. ¡Oh, Dios, cuánto la amaba! Si llegaban a quitársela… Con el rostro aún sobre ella, apretó los párpados.

—¿Aitor?

—¿Qué, amor mío?

—Mírame. Tú eres mágico porque me soplaste ahí, donde me dolía, y cesó de dolerme.

El rostro de Aitor se iluminó con una sonrisa que le desveló los dientes blancos, donde destacaban los colmillos afilados. Emanuela se quedó mirándolos, fascinada. ¿Por qué la visión de sus colmillos le agitaba el estómago y le ponía duros los senos?

—Mi amor es mágico —dijo él—. Mi amor por ti es mágico, e inmenso y eterno.

—El mío por ti también. Quiero leerte un soneto de Shakespeare que me hizo acordar de nuestro amor. Es el ciento dieciséis. Trataré de traducirlo de la manera más correcta. ¿Quieres que lo lea? —preguntó de repente, asaltada por la duda.

—Sí, claro. Quiero que me leas lo que te hizo pensar en nuestro amor.

No permitan que la unión de unas almas fieles admita impedimentos. No es amor el amor que cambia cuando un cambio encuentra o que se adapta a la distancia al distanciarse. ¡Oh, no! Es la marca indeleble que contempla la tempestad y que nunca tiembla; es la estrella de los barcos sin rumbo. —Hizo una pausa, en la que desechó un párrafo que no comprendía—. El amor no se deja engañar por el tiempo, aunque los rosados labios y las mejillas caigan bajo un golpe de guadaña. El amor no cambia en pocas horas o en semanas, sino que resiste aun en el día del Juicio Final. Si es esto erróneo y puede ser probado, nunca escribí nada, ni hombre alguno ha jamás amado.

Ella levantó la vista del pequeño libro, y su mirada se inmovilizó en la de Aitor, y así permanecieron durante algunos segundos, en un silencio reverente.

—Nuestro amor —habló él, al cabo— es amor porque nunca cambiará. Te he amado desde que tenía cuatro años, desde que te vi aquella noche en la jangada, recién nacida. Te he amado cada minuto de mi vida, te amo en este momento con locura y lo haré hasta…

—Hasta el día del Juicio Final —completó ella, y él asintió porque no se creía capaz de articular.

* * *

Aitor permaneció en la doctrina hasta después de su natalicio. Hacía cinco años, desde que había empezado con el oficio de aserrador, que no permanecía tanto tiempo en la misión. Fueron los días más felices de su vida. Su Jasy era una fuente de inagotable alegría y sorpresa para él. Lo amaba, y su amor era el tesoro más valioso que existía, y le pertenecía a él.

Día a día, descubría los cambios que se operaban en ella, en su cuerpo, en su mirada, que perdía el candor de la infancia, en el aplomo que comenzaba a apartarla de la actitud juguetona de Bruno, en la gravedad que le imprimía a sus modos y a su expresión mientras se desempeñaba en el hospital como una curusuya, junto al padre Bansué, o mientras dibujaba las plantas y anotaba las enseñanzas de su taitaru en el cartapacio, obsequio de su pa’i Ursus. Sí, Emanuela estaba cambiando, y hasta tenía la impresión de que, en esos días, el tipoy se le ajustaba en los pechos y en las caderas, o tal vez se tratase de una ilusión, no importaba; igualmente, su cuerpo, delgado, menudo y apenas núbil, lo volvía loco. Por fortuna, no se había desgraciado una tercera vez frente a ella, pese a que mantener el control cuando la tenía entre sus brazos y la besaba estaba convirtiéndose en una empresa difícil. Por eso acudía a Olivia, para dejarla tranquila a ella, aunque la muchacha estaba cansándolo con sus reproches y comentarios velados.

—Otras manos, unas que se dicen santas, te ponen más calentito que una brasa, y a mí me toca enfriarte —había comentado con sarcasmo en la víspera de su natalicio, mientras él se ponía los pantalones.

—No me pareció que enfriarme fuese algo que te disgustase —alegó él, que generalmente guardaba silencio ante las protestas mordaces de la india—. Hace unos momentos, mientras me enfriabas, aullabas como una carayá en celo.

—Sí, aullaba. Tú sabes cómo hacerme aullar, Aitor. —Se puso de pie y caminó hacia él con una disposición sumisa—. Te amo, Aitor, y te quiero para mí. ¿Por qué no puedes amarme? ¿Qué te da ella que yo no pueda darte? ¡Ni siquiera es bonita! —Aitor siguió vistiéndose mientras recibía las declaraciones de amor de Olivia con indiferencia—. Le diré al pa’i Ursus que quiero casarme contigo —resolvió, con talante caprichoso.

—No lo hagas —le advirtió él, sin mirarla—. Le diré que no, y quedarás marcada para siempre. Ya nadie te querrá.

—No me importa, solo te quiero a ti. Lo haré.

—Y yo diré que no. Una y mil veces no.

—Le diré al pa’i lo que hay entre tú y la niña santa.

Aitor reaccionó con tanta velocidad y de manera tan inopinada, que Olivia no se dio cuenta de lo que había sucedido hasta que se vio contra la pared de la barraca, con la mano de él en torno al cuello.

—¿Tú crees que yo amenazo en vano? ¿Crees que lo que te dije tiempo atrás, que te devolvería a Orembae y te echaría a los pies del capataz, es una amenaza vacía? Qué poco me conoces, Olivia. Te echaría a una cueva llena de yaguaretés si te atrevieses a dañar a Emanuela de algún modo. Soy capaz de cualquier cosa por ella. No creas que lo que se dice de mí, que soy un luisón y que tengo el alma negra, es mentira, porque no lo es. Si no, pregúntale al imbécil de Laurencio nieto, que te cuente él cómo le fue por intentar desafiarme. Y me importa muy poco que seas mujer. Muy, muy poco. Si vuelves a amenazarme con irle con el cuento a mi pa’i Ursus, te arrancaré el corazón con los dientes. —Los desveló, igual que un perro enojado, y Olivia apartó el rostro y gimoteó.

—Perdóname —masculló—, perdóname, Aitor. No volveré a hacerlo. No volveré a…

—Mejor así —dijo, y le retiró la mano del cuello. Dio media vuelta y abandonó la barraca.

* * *

El día de su natalicio, Aitor le pidió a Emanuela que lo acompañase al arroyo, al lugar secreto. Él se marchó primero, y ella lo siguió minutos más tarde, después de mentirle a Malbalá acerca de su destino. No le gustaba hacerlo, nunca lo había hecho, pero le había prometido a Aitor que protegería su amor ocultándolo, y no faltaría a su promesa. Igualmente, por estar a solas con él en el día de su natalicio y entregarle sus obsequios en la intimidad le habría mentido a su pa’i Ursus en confesión.

Se encontraron en un punto de la trocha y avanzaron en silencio, con los dedos entrelazados. Aitor había dispuesto que no hablasen para no atraer la atención de los espías y los tapererepura; todos eran excelentes baquianos, y Aitor estaba seguro de que conocían ese sendero, por muy oculto que la selva lo conservase. Emanuela no abrió la boca para no contrariarlo; lo notaba tenso y preocupado. ¿Se debería a la discusión de esa mañana con su ru? No habían llegado a las manos porque ella se había interpuesto. Desconocía el motivo de la discusión; en verdad, cualquier nimiedad las desataba. En esa ocasión, escuchó voces elevadas, y cuando salió a la enramada, su ru amenazaba a Aitor con su macana. La sangre se le congeló en las venas, y soltó un alarido sin desearlo. Se plantó delante de Aitor, que de inmediato la colocó detrás de él.

—¡Ru, por favor, suelta eso! —le había implorado, y el hombre, después de vacilar, clavó el arma en un tocón, acción que puso de manifiesto que el herrero principal del pueblo todavía era fuerte, y se alejó mascullando insultos.

Amaba a su ru, siempre había sido bondadoso y cariñoso con ella. Había creído que rescatarlo del vicio de la bebida le suavizaría el carácter atrabiliario y, en especial, la animosidad que mostraba hacia su séptimo hijo. Se había equivocado, es más, a veces tenía la impresión de que Laurencio, desde que no bebía, se comportaba de manera más agresiva. La quería, no tenía duda de eso, aunque habría preferido que la quisiera un poco menos a ella, que no era su hija, y más a Aitor, que sí lo era.

Lo miró de soslayo, mientras prácticamente trotaba a su lado. Él no se daba cuenta de que cada una de sus zancadas equivalía a tres de ella. Lo descubrió reconcentrado, con el ceño muy apretado, y deseó pasarle los dedos para borrarlo; sabía que contaba con ese talento, el de borrarle las penas. Con ella, Aitor reía y estaba feliz. Volvió a observarlo, y le notó muy blanquecina la cicatriz de la ceja izquierda, señal de que estaba tenso. ¿Cómo había podido su ru amenazarlo con una macana? ¡Y en el día de su natalicio! Lo más probable era que Laurencio no recordase que su hijo había nacido ese mismo día, dieciocho años atrás.

Una pena muy profunda se apoderó de ella, y el desánimo le ganó al entusiasmo que la había embargado cuando decidió embarcarse en ese encuentro furtivo. Se le calentaron los ojos y se le anudó la garganta. Pensó en Aitor de pequeño, con cuatro años, recibiendo el golpe que lo había marcado para siempre en la ceja izquierda y en el corazón; pensó en su miedo, en su desconcierto, en su dolor. Lo imaginó llorando a escondidas, desorientado y confundido. ¿Cuántas veces se habría preguntado por qué no lo quería su padre? Tampoco lo querían los demás. Las personas que no lo despreciaban se contaban con los dedos de una mano. ¡Ya nada importaba!, se animó. ¡El pasado no importaba! Ella lo amaba y lo amaría como nadie lo había amado, y su amor curaría las heridas, sería el bálsamo que le daría alivio, el que lo haría feliz. Llegaron al arroyo Yabebirí, y Emanuela había recuperado la sonrisa. Quería que ese fuese un natalicio memorable para Aitor.

Apoyó la canasta sobre una roca y, cuando levantó la vista, lo descubrió mirándola con esa intensidad que antes le resultaba turbadora y que ahora la llenaba de cosquilleos y sensaciones incómodas, que en parte Aitor calmaba besándola, aunque a veces se cuestionaba si, en realidad, no los empeoraba. Caminó en su dirección, deseosa de prodigarle amor a manos llenas. Se detuvo a pocos pasos de él y le sostuvo la mirada.

—Te amo —susurró, y le ofreció la mano.

Aitor entrelazó sus dedos con los de ella, y permanecieron en silencio, unidos por ese simple contacto y el de sus ojos.

—Quiero que seas feliz —expresó ella, con la voz afectada, y él chasqueó la lengua antes de atraerla hacia el cobijo de su cuerpo.

—Soy feliz, amor mío —dijo, con los labios pegados en la coronilla de Emanuela—. Tú me haces feliz.

Apretó el abrazo en torno a la cintura de él y lo besó en el pecho, justo donde la camisa se abría y aparecía la piel oscura y un poco de ese vello ralo y lacio.

—Estás muy serio. ¿Es a causa de la pelea con mi ru?

—No, Jasy. Ni me acordaba de eso.

—¿Entonces?

No le expondría sus recelos, no quería arruinar ese encuentro a solas. No la preocuparía al decirle que, para emprender una vida juntos, tendrían que escapar de la misión; la asustaría, la destrozaría; ella estaba muy apegada a la familia y a su pa’i Ursus. Sin embargo, no tenían otra opción. La Compañía de Jesús jamás les permitiría casarse. Corrían el riesgo de que un día, el provincial se cansase de la situación irregular de la niña santa de San Ignacio Miní, y mandase llamarla para entregarla a una familia de españoles, que le buscaría marido. La idea le provocó ardor en la boca del estómago. Hasta el momento su pa’i Ursus había conseguido retenerla porque la quería como a una hija; pero ¿cuánto tiempo sería capaz de hacerlo? La obediencia ciega era una de las reglas más estrictas de la orden. Si el provincial les indicaba que se arrojasen de cabeza en el abismo, los jesuitas tenían que hacerlo. Empezaría a buscar un futuro para ellos lejos de la misión, de lo contrario, los separarían.

—Pienso en que mañana tengo que regresar al monte y siento que será imposible dejarte. Por eso estoy un poco triste —mintió a medias.

Emanuela se puso en puntas de pie y lo besó en los labios.

—Recuerda que cada instante del día y hasta que cierre mis ojos para irme a dormir, estaré pensando en ti. Y cuando me duerma, soñaré contigo, porque no puedo alejarme de ti ni siquiera cuando duermo. Te llevo siempre conmigo —dijo, y se tocó el collar de conchillas y la bolsita con la piedra violeta—, adonde sea que vaya estás conmigo, Aitor, siempre.

—¡Amor mío!

La mantuvo pegada a él; no intentó besarla, ni tocarla para calmar su lujuria. Solo necesitaba sentirla cerca. Quería absorber su tibieza, su bondad, su entrega, su amor. Nada contaba con el poder para serenarlo como su Jasy.

—Quiero darte mis obsequios —la escuchó susurrar, y su aliento penetró el tejido de la camisa y le humedeció el pecho.

—Sí —dijo, con voz enronquecida.

Lo condujo de la mano hasta la canasta y le indicó que se sentase sobre la roca. Ella permaneció de pie, y a Aitor le resultó divertida la mueca de entrecejo fruncido y labios apretados en la que Emanuela había caído mientras hurgaba el contenido de la canasta. Se cubrió la boca para ocultar la sonrisa.

—Este es el primero —expresó, con aire triunfal, y se lo entregó.

Aitor tomó el regalo y lo reconoció enseguida: el algodón de Castilla que le había entregado para su natalicio. Finalmente se había salido con la suya y le había confeccionado la camisa. La extendió delante de él. Era de mangas largas, con una cartera hasta la mitad del pecho, que se cerraba con lazos de la misma tela.

—Jasy, es hermosa. Pero…

—No lo digas, Aitor. No digas que debería haberme confeccionado algo para mí, porque ya hemos hablado de eso. La tela me la diste para que yo hiciese con ella lo que deseara, ¿no es así? —Asintió, y elevó una ceja y la comisura izquierda en una mueca divertida—. Pues bien, yo deseaba, más que nada, hacerte una camisa.

Le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia él para colocarla entre sus piernas.

—¿Así que, más que nada, deseabas hacerme una camisa?

—Sí —contestó ella, de pronto avergonzada, con la vista en algo muy importante que parecía haber hallado en la uña del pulgar derecho.

—¿Una camisa para tu Aitor?

—Sí, para mi amado Aitor.

Ante la repuesta, la mueca socarrona de él se esfumó como por ensalmo. Ella levantó la vista, y él comprobó que todo vestigio de timidez había desaparecido. Emanuela lo miró con ojos que no disfrazaban su deseo por él, casi una paradoja en ese rostro que aún no se desembarazaba por completo de los rasgos de niña.

—Bésame —le rogó, con acento atormentado, y ella se pasó la lengua por el labio antes de inclinarse para complacerlo. Apenas lo rozó con la boca, la excitación que se desató entre sus piernas lo desposeyó de la capacidad de razonar con claridad. ¿Por qué se sometía a esa tortura una y otra vez? A ese punto, resultaba imposible detenerse, y se lanzó como tapir en el monte, a topa tolondro. Le colocó una mano en la parte baja de la cintura y otra detrás de la cabeza, y profundizó el beso tímido de ella hasta ser consciente de que ya no llegaría más adentro de su boca con la lengua. Se imaginó penetrándola con su miembro del mismo modo, y un gemido ronco le hizo vibrar la garganta. La acercó aún más al ángulo que formaban sus piernas, donde la sangre le pulsaba en el pene, y ella se sujetó a sus hombros con manos indecisas.

—Aitor… —la escuchó susurrar, no con el acento de alguien que pide una tregua, sino con el deseo con el que ella lo sorprendía a cada momento.

—Jasy, amor mío, te amo. Te amo tanto.

—¿Te gustó la camisa?

—Nunca tuve una mejor.

—Mi sy me felicitó por haber hecho las puntadas tan pequeñas y parejas. Mira.

No prestó atención a lo que le mostraba. La miraba a ella en cambio, y a la saliva de él con que le había humedecido los labios, y a lo hinchados y enrojecidos que se los había dejado. Un orgullo de macho le expandió el pecho. Algún día, se prometió, le bañaría las entrañas con su simiente y le haría un hijo.

—¿Le dijiste a mi sy que era para mí?

—Sí, para tu natalicio.

—¿Te preguntó de dónde habías sacado la tela?

—Le mentí —admitió, y la culpa que le coloreó las mejillas la volvió apetecible. Aitor le mordisqueó el cuello, y Emanuela se retorció y rio—. Le dije que me la habían dado en el tupâmba’e. No hay géneros tan finos en el tupâmba’e, pero creo que mi sy no lo notó. ¿Quieres probártela? Me gustaría ver cómo te va. Igualmente ibas a quitarte esta para meterte en el arroyo.

Aitor se la sacó por la cabeza y la desechó en el suelo. Emanuela se apresuró a recogerla, doblarla y guardarla en la canasta, mientras él se cubría con la nueva. Al volverse, se quedó mirándolo, atónita.

—Me va muy bien, ¿no lo crees? —dijo él, ajeno al estupor de ella—. Es muy cómoda. Creo que podré aserrar y hachar sin problemas —afirmó, en tanto simulaba los movimientos para probar la amplitud de las mangas.

—Este blanco tan puro —al fin expresó ella, y Aitor levantó la vista, atraído por su tono de voz— luce bellísimo en ti. —Le aferró un mechón de cabello, que él no había trenzado ese día, y lo colocó sobre la pechera de la camisa—. El contraste entre tu pelo negro y tu piel oscura y la camisa blanca es magnífico. Siempre luces hermoso para mí. Pero hoy luces especial. Tus ojos amarillos parecen brillar más gracias a la luz del blanco.

—¿Te gusto, Jasy?

—Sabes que sí.

—Dímelo.

—Eres hermoso, el más hermoso que conozco.

—Y si conocieses a otro más hermoso que yo, ¿me dejarías por ese?

Emanuela rio y sacudió la cabeza.

—No existe nadie más hermoso que tú.

—Seguro que sí —porfió él.

—Tal vez, pero yo nunca me daría cuenta porque solo tengo ojos para ti.

—Jasy… Eres la criatura más sorprendente que conozco. Siempre me dejas con la boca abierta.

—Ahora quiero mostrarte mi segundo regalo, algo que tú me pediste en el día de mi natalicio, ¿recuerdas?

Él no le permitió salir del hueco entre sus piernas, por lo que Emanuela se estiró de costado para alcanzar la canasta. Al levantar el brazo derecho, la sisa del tipoy sin manga se desbocó, y Aitor le vio el seno. Era pequeño, muy blanco, y tenía el pezón erecto. Se imaginó apretando los labios en torno a él y succionando. Su pene dio un salto bajo los pantalones, y Emanuela se volvió de súbito y le clavó la vista en la entrepierna. Lo había sentido contra la cadera. Lo interrogó con la mirada.

—Es mi tembo, Jasy. Está loco por ti, por eso salta y quiere salir.

—¿Para entrar dentro de mí?

«Oh, Jasy, qué difícil estás haciéndolo».

—Sí, amor mío, sí.

—Toma, este es mi segundo regalo.

Las muñequeras, las que él le había pedido con un mechón de sus rizos. Eran dos, más bien anchas, de unas tres pulgadas, confeccionadas con los hilos del ysypo paje, o bejuco —así lo llamaban los padres—, en tonalidades azules y amarillas, como los colores de sus iris, donde destacaba el castaño oscuro del cabello de Emanuela, perfectamente entrelazado con las fibras, formando un tejido delicado y prolijo.

—¿Tú las hiciste, Jasy?

—Sí. No pude pedirle ayuda a mi sy, que es la mejor tejedora que conozco, y las hice sola. Tal vez por eso no son tan bonitas.

—¡Son hermosas! Te pregunto si las hiciste tú sola porque no sabía que fueses tan talentosa.

—Sí, las hice yo sola, a escondidas. Para ti. Con mi cabello —dijo, y pasó el índice por la parte donde destacaba el mechón.

—Gracias, amor mío. Me las pondré después de que salgamos del agua.

—Puedes mojarlas, si quieres. Las fibras del ysypo paje son muy resistentes.

—En ese caso, pónmelas ahora.

Emanuela le remangó las mangas de la camisa nueva y le ató las muñequeras, y Aitor nunca cesó de observarla. En tanto, se preguntaba: «¿Me amas tanto como yo a ti?».

—¡Qué hermosas te quedan! Mira, Aitor. Me agrada el conjunto que forman con tu muñeca oscura y peluda y el blanco de la camisa —dijo, mientras deshacía los dobleces de la manga para acercarla a la muñequera.

—Hermoso —repitió él, en voz baja, sin apartar la vista de ella.

—Y ahora, el tercer regalo.

—¿Hay un tercer regalo?

—Sí. Y ya no más.

De nuevo, adrede, la forzó a inclinarse de costado sobre la canasta para espiarle el seno, ahora con el pezón relajado, cuya tonalidad lo asombró, un rosa pálido; se lo veía muy suave.

—Toma, Aitor.

Se trataba de un pedazo de tacuara, de unos dos palmos de largo y unas dos pulgadas de diámetro. En un costado había un tallado que rezaba: AITOR Y JASY. El corazón le saltó, y las pulsaciones se le desbocaron. Ver sus nombres juntos lo sumió en una emoción indescriptible. AITOR Y JASY. Ellos eran para siempre, como esa talla indeleble sobre el bambú.

—¿Cómo hiciste esto, Jasy?

—Mi tío Palmiro me enseñó, y me prestó una lezna especial para hacerlo.

Se le erizó la piel al pensar que la herramienta podría haber resbalado en la superficie de la caña y haberla lastimado. Calló su temor para no entristecerla. Se mostraba muy orgullosa de su trabajo.

—Él no vio lo que escribí. Solo me explicó cómo hacerlo.

—Tienes una caligrafía preciosa, amor mío.

—Gracias. Mi pa’i siempre me lo dice. Después pinté las letras con tinta. Pero hay algo dentro de la tacuara.

Aitor la levantó a la altura del rostro, cerró el ojo izquierdo y miró con el derecho. Sí, había un rollo de papel, que resultaron ser dos. Emanuela sostuvo la tacuara para que él los desplegase. El primero tenía un retrato de él.

—¡Jasy! —exclamó, con sincero estupor. La había visto infinidad de veces concentrada sobre su cartapacio, dibujando plantas y flores con un realismo pasmoso, pero un retrato era algo distinto. No solo se trataba de un trabajo que reflejaba sus facciones a la perfección, sino que, en esa mirada, en ese ceño, en esa mueca de los labios, había captado la naturaleza indómita de su espíritu. La mano de su Jasy había actuado sobre el trozo de papel movida por el instinto, o tal vez por esa sabiduría innata que la habitaba y que la convertía en la única persona que en verdad lo conocía, tal vez porque solo a ella le había abierto su corazón.

—¿Te gusta?

—Estoy… Me he quedado sin palabras. Es perfecto. Gracias, amor mío. —La aferró por la nuca y la besó en los labios.

—Ahora mira el otro, por favor.

El segundo dibujo surtió un efecto desmedido en él, porque a la emoción se le sumó la excitación. Eran ellos dos, besándose con tanta pasión que a un desconocido lo habría llevado a afirmar que el autor era un hombre de gran experiencia en las cuestiones sexuales, y no una joven que acababa de tener su primer sangrado días atrás. ¿Cómo era posible que esa criatura, niña hasta hacía poco, hubiese imaginado una escena tan voluptuosa? Su Jasy escondía un espíritu que él deseaba despertar y gozar.

Aitor paseaba los ojos por el diseño, y se demoraba en los detalles, por ejemplo, en el punto en donde sus bocas se unían, en su mano, que le apretaba a ella la cintura, en la expresión beatífica de Jasy, y en la sensual de él.

—Jasy, esto es lo más hermoso que me han dado jamás. Esta tacuara y los dibujos me acompañarán siempre. ¿Así nos imaginas cuando cierras los ojos? —Ella asintió, con los pómulos ruborizados—. Yo también nos imagino así, siempre juntos y besándonos. Eres tan talentosa, amor mío. Yo, en cambio, no sé hacer nada.

—Tú eres el mejor aserrador, hachero y cazador del pueblo, y yo estoy orgullosa de ti. Me siento segura cuando estoy contigo, Aitor —añadió, luego de una pausa.

No quería perder la compostura, no después de la declaración de ella. Se cubrió la boca para carraspear, parpadeó dos veces y le sonrió.

—Jasy. —Le acarició la mejilla, suave como el algodón con el que ella le había confeccionado la camisa—. Nadie me había regalado cosas tan hermosas. Nadie me hace sentir tan importante como lo haces tú, hoy y todos los días.

—Eres lo más importante para mí, Aitor. ¿Sabes? Cuando hicimos el pacto de sangre, nos prometimos que seríamos lo más importante el uno para el otro, pero tú lo serías para mí igualmente, sin necesidad de promesas, porque en verdad nada es más importante para mí que tú.

Sin importar cuánto se esforzase, las lágrimas le calentaron los ojos y los labios le temblaron. Emanuela lo observaba con dulzura y, pese a esa muestra de debilidad, con admiración. Ella estaba orgullosa de él; la criatura más perfecta que conocía, a quien el propio Tupá había concedido un don extraordinario, estaba orgullosa del demonio del pueblo. Y lo amaba. Él era lo más importante para ella.

—¿Quieres que vayamos a nuestra cascada? ¿O prefieres comer antes?

Aitor carraspeó y se pasó el dorso de las manos por los ojos con actitud casual.

—¿Has traído para que comamos?

—Sí. Te preparé tus comidas favoritas.

—Pensé que solo traías unos paños y una muda en la canasta, Jasy. Debe de estar pesada —dijo, y se agachó para sujetarla—. ¡Jasy, está pesada! ¿Por qué no me la diste para que la llevase por el camino?

—Sujeta a la frente, con la apisama, no pesa tanto. No me regañes, Aitor.

—No te regaño, amor mío. Es que no soporto pensar que has acarreado este peso durante la caminata.

—No es nada. ¿Comemos o nos bañamos?

—Vayamos a nuestra cascada. Deseo besarte bajo la cascada. Es algo con lo que he soñado desde hace mucho tiempo.

El rubor regresó a los pómulos de Emanuela, y volvió a mirarse las manos.

—Deshazte las trenzas, Jasy. Quiero que te sueltes el cabello. —Ella desarmó las dos trenzas y guardó los lazos en la canasta—. Amo tu cabello. —Aitor se apoderó de un manojo y hundió el rostro en él—. Siempre huele tan bien.

—Yo amo el tuyo —afirmó ella.

Aitor se quitó la camisa nueva. Emanuela la dobló y la guardó en la tacuarembó. Evitaban dejar la ropa a la intemperie porque era el nido favorito de la mosca ura, que depositaba los huevos en el tejido y desde allí las larvas se deslizaban bajo la piel humana. Se las extraía efectuando un corte con el sajador. Emanuela había ayudado al padre van Suerk en varias ocasiones a efectuar la operación, y resultaba desagradable.

Aitor se desajustaba la faja y se quitaba el cuchillo, cuando Emanuela se detuvo detrás de él.

—¿Qué pasa, Jasy? —quiso saber, sin volverse, ocupado en ocultar el arma entre dos rocas.

Emanuela no contestó. Extendió la mano y le acarició las cicatrices de la espalda, las de los azotes. Aitor se irguió y permaneció rígido, con el aliento trabado en el pecho. Cerró los ojos y disfrutó de la manera en que los dedos de ella le dibujaban los perfiles de las marcas. Se le erizó la piel y se le agitó el respiro al darse cuenta de que ahora las acariciaba con los labios. Vio las dos cosas al mismo tiempo: las manos de ella sobre su vientre, pequeñas y de dedos flacos, uñas prolijas y limpias, y cómo se elevaba el tejido de su pantalón.

—Lo siento —la escuchó susurrar, y la tibieza de su aliento en la espalda le pronunció el erizamiento y la erección.

—No quiero que te angusties. Ya pasó. Además, ese fue un día maravilloso, el mejor de mi vida, porque me prometiste en la celda que serías mi esposa.

Sintió que los labios de Emanuela se estiraban en una sonrisa, y los suyos respondieron de manera autómata. Le aferró las manos y la obligó a colocarse frente a él, bien cerca, de modo de evitar que advirtiese el bulto.

—No quiero que estés triste por esas cicatrices. —Emanuela, que le miraba la de la ceja, asintió—. Vamos al arroyo.

Aitor se metió en el agua solo con los pantalones; ella, con el tipoy. Se sumergió por completo en el arroyo cristalino y, al emerger, echó la cabeza hacia atrás para que el peso del agua le peinase los rizos. Se escurrió el rostro y levantó los párpados. Aitor, sumergido hasta el cuello, la observaba desde cierta distancia con hambre en los ojos. El cuerpo de Emanuela respondió al deseo, y los pezones se le comprimieron bajo la tela mojada. La mirada de él se movió enseguida hacia abajo y se concentró en los dos botones que se elevaban bajo la pechera del vestido. Le gustaban a juzgar por cómo los miraba. Se los tocó con la palma de la mano primero y luego los atrapó entre el índice y el pulgar. Aitor exhaló una respiración ronca, y Emanuela levantó la vista deprisa, preocupada. Solo tenía la cabeza fuera del agua. Apretaba los párpados con fuerza y se mordía el labio inferior. Sus paletas nasales se dilataban y se apretaban al ritmo de una respiración agitada.

—¡Aitor! —Se precipitó en su dirección, pero se detuvo cuando él sacó la mano izquierda del agua y, todavía con los ojos cerrados, le indicó que no avanzara.

Acababa de masturbarse, ahí, bajo el agua, frente a ella. Si no lo hacía, se justificó, no podría ir a la cascada. No se refrenaría.

—¡Déjame ir a ti! —la escuchó suplicarle—. ¿Qué tienes? ¿Qué te sucede?

Ah, su dulce Jasy, tan inocente y tan seductora, y tan ignorante de lo que le ocasionaba solo con tocarse los pezones erectos.

—Nada, amor mío. Un calambre en la pierna —le mintió—. Ya pasó. Ven.

La observó avanzar, su cuerpo menudo luchando contra la resistencia del agua. El tipoy se le introducía entre las piernas y le marcaba el triángulo donde, de seguro, apenas si crecía un poco de vello. «¡Basta!», se conminó, o debería hacer uso de su mano una y otra vez. Ella se arrojó a sus brazos, y él la atrajo hacia él. Los dos quedaron sumergidos hasta el cuello.

—Rodéame la cintura con las piernas.

Emanuela se levantó un poco el ruedo del vestido, sin romper el contacto de sus ojos, y Aitor lo juzgó el gesto más sugerente y sensual del que tenía memoria. Las piernas de ella se cerraron en torno a él. Pensó en la vulva de Emanuela, apenas cubierta por el tejido de los calzones que había empezado a usar desde que le había llegado el sangrado. Malbalá ya le había confeccionado varios. Solo un ligero lienzo separaba su vientre de las partes de ella que solo a él pertenecían y pertenecerían para siempre. Ella se lo había prometido, con sangre, le había jurado que solo sería de él.

—Prométemelo de nuevo —le pidió, sin darse cuenta de que seguía el curso de sus pensamientos.

—¿Qué deseas que te prometa de nuevo?

—Que solo serás mía.

Emanuela estuvo a punto de recordarle que se lo había prometido poco menos de dos meses atrás, en el día de su natalicio. Calló y lo miró a los ojos. Quería que ese día fuese especial, quería que él se sintiese amado y deseado, quería darle todo lo que él le exigiera.

—Soy y solo seré tuya —le susurró al oído, y percibió la reacción destemplada de él en la carne de la cintura, donde Aitor clavó los dedos sin reparar en el dolor que le causaba. No se quejó.

—Júrame que nadie te tocará como lo hago yo, que solo mis manos conocerán tu cuerpo, que solo yo te poseeré.

—Te lo juro, Aitor.

—Júramelo por lo más sagrado que tengas.

—Tú eres lo más sagrado que tengo —afirmó, desorientada—. ¿Debo jurar por ti?

—Sí, si es verdad que soy lo más sagrado para ti.

—Sí, lo eres. Lo juro por ti. Solo tú me poseerás y me tocarás.

Aguyje —le agradeció con los ojos cerrados, y la besó en la frente—. Algún día —expresó, transcurrido un silencio— voy a hacerte el amor aquí, bajo el agua.

—¿Y bajo la cascada también?

Rio por lo bajo, enternecido y excitado.

—Sí, amor mío, bajo la cascada también. Y sobre aquellas rocas. Y sobre la playa.

—¿Y en aquel sitio al que quieres llevarme, que está lejos?

—¿Cuál?

—Ese del que me hablaste hace tiempo, que tiene un salto mucho más alto que el nuestro, con piedras negras donde nos sentaremos para ver el chorro. Me dijiste también que había un pozo de agua cristalina donde nadaríamos, que está lleno de aguapés con flores blancas y violetas.

—¿Te acuerdas de eso? —se asombró él.

—Me acuerdo de todo lo que me dices, Aitor —replicó ella, con un ceño, como si el hecho de que él esperase que olvidara una de sus palabras fuera un sacrilegio.

Aitor pronunció la sonrisa y le pasó el pulgar por el entrecejo para distenderlo.

—Sí, cuando te lleve a ese sitio, también te haré el amor allí.

—Dime dónde. —Era demasiado inocente para saber que se embarcaba en un juego peligroso, que él, si hubiese sido juicioso, habría detenido en ese momento. Como no lo era, contestó:

—Primero detrás del chorro, sobre las piedras negras. Después en el agua, entre las flores.

—¿Y después?

—Después tendrás que permitirme recuperar fuerzas pues estaré agotado —mintió, para terminar con la conversación.

—Oh. ¿Te cansará hacerme el amor?

—Nunca me cansaré de hacerte el amor, Jasy. Pero se termina agotado, como si hubieses trepado un árbol altísimo. Tienes que esperar un momento para hacerlo de nuevo.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has hecho ya?

—No —respondió, demasiado deprisa y nervioso—. No —repitió, más dueño de sí—. Ya te dije que me lo explicó mi tío Palmiro. ¿Vamos bajo la cascada?

—¡Sí, por favor!

La llevó en andas y, como le hacía cosquillas en el cuello al besarla y morderla, Emanuela se rebullía y reía a carcajadas. Profirió un grito de sorpresa cuando Aitor cruzó el chorro en lugar de entrar por el costado. Ella le escurrió el agua del rostro y le quitó los mechones que le impedían ver.

—Gracias, amor mío.

—De nada.

La ubicó en una roca más baja que la de él y la encerró dentro de la curva de su torso. Emanuela estiraba la pierna y abría una brecha en el chorro con el pie, y Aitor se imaginaba arrastrando la boca desde el talón hasta la cara interna de sus muslos. ¿Cómo se comportaría su Jasy en los arrebatos de la pasión? ¿Cómo serían sus gemidos, sus jadeos? La aferró por la barbilla y la obligó a que lo mirase. Ella giró con un movimiento en absoluto estudiado, y al mismo tiempo deliberado, que le cortó el aliento. Elevó las pestañas y le sonrió. Con el cabello retirado hacia atrás, el rostro se le despejaba, y sus ojos de venado cobraban una dimensión inverosímil, con el azul de un matiz muy puro en la penumbra de la cascada y las pestañas más negras a causa del agua. Sin soltarle el mentón, le pasó el pulgar por el labio inferior, y se lo apretó con más vigor que el que habría empleado para una caricia, pues su ánimo no estaba para caricias. A ella no pareció importarle porque no se quejó, ni frunció el entrecejo, sino que separó los labios en una acción autómata. La hilera de sus dientes blanquísimos en contraste con el encarnado de los labios lo excitó, y se acordó de cómo su Jasy los perseguía para que se los lavasen con el bicarbonato de sodio que los padres repartían e insistían en que se utilizase para evitar los dientes picados. Desde niña, los había cuidado.

—Eres lo más hermoso que he visto en mi vida.

—Tú también eres lo más hermoso que he visto en mi vida.

—Y si me pusiese feo, ¿me amarías igualmente?

—Sí —contestó ella; no titubeó, ni rio, lo expresó con una seguridad que no dejó lugar a la duda.

Bajó la cabeza y, antes de que sus labios entrasen en contacto, sonrió, con aire de macho satisfecho, porque ella lo aguardaba con los ojos cerrados y la boca ofrecida. Le mordió el labio inferior, y Emanuela gimió y arqueó el cuello hacia atrás. Hechizado por la voluptuosidad de sus labios, por su suavidad y morbidez, siguió mordisqueándola, chupándola, lamiéndola, hasta que ella separó los dientes y soltó el aliento, y su lengua se introdujo con voluntad propia en la cavidad de su boca y la poseyó con la furia de un saqueador. Profirió un gruñido al percibir los dedos de ella hundirse en su antebrazo. La obligó a darse vuelta por completo, de modo que quedase de rodillas frente a él. Sin necesidad de instrucciones, Emanuela le rodeó el cuello y se pegó a él.

—Tócame la lengua con la tuya, Jasy. Por favor.

Emanuela cayó en la cuenta de que retraía la lengua en la parte posterior, asustada por el asalto de la de él. La desplegó apenas y lo rozó sin querer. Aitor inspiró bruscamente y la aferró por las asentaderas. Le clavó los dedos en la carne, y ella exclamó dentro de su boca, un poco a causa del dolor, también porque la había escandalizado. Nunca imaginó que él estaría interesado en tocarla allí. Sus manos la apretaban, pero también la empujaban hacia el sitio donde se hallaba su tembo. Lo notó duro y caliente contra su tipoy mojado.

Aitor profundizó el beso a sabiendas de que se había desmadrado y de que terminaría arrepintiéndose de las consecuencias. A punto de detenerse y de apartarla de él, Emanuela lo aferró por la parte posterior de la cabeza y, en un acto que habría considerado tierno si la excitación no lo hubiese obnubilado, lo imitó en el beso: lo penetró con la lengua, que movió con torpeza al principio; no obstante, a medida que la pasión la dominaba y ella actuaba con libertad, adquirió una maestría que lo asombró. La sorpresa duró poco; después le tuvo miedo a su desenfreno.

Las lenguas se entrelazaron en una lucha sin tregua que alimentaba las ansias en lugar de aplacarlas. Las manos de Aitor se movieron de manera instintiva sobre las pequeñas nalgas de ella, hacia arriba y hacia abajo. Era demasiado tarde para detenerse. Imposible. Refregaba la erección contra el hueso de la pelvis de Emanuela, que seguía besándolo sin reparar en los extraños meneos a los que la sometía. Dios, estaba usándola para masturbarse. A ella, a su inocente Jasy, que no comprendía lo que estaba sucediendo.

La eyaculación fue violenta, y prolongada, y devastadora. Quería ocuparse de ella, del desconcierto que estaría experimentando, y no conseguía sobreponerse y emerger de la parálisis que lo acometía. ¿Había gritado? Sí, un poco. Ella debía de estar asustada. Aflojó deprisa las manos, y pensó en que se le formarían cardenales en los puntos donde sus dedos la habían maltratado. Más tarde, le habría gustado ver las marcas de él en el culo de ella, y besarlas, y lamerlas… «¡Basta!», se amonestó de nuevo. «Por el bien de ella, basta». Abrió los ojos lentamente.

—Aitor —gimoteó ella—. ¿Estás bien?

—Sí, muy bien. No pasó nada.

—Pero gritaste y te pusiste muy tenso y dejaste de besarme.

—Sí, amor mío, lo sé.

—¿Qué pasó? ¿Hice algo mal?

Rio por lo bajo y agitó la cabeza.

—Al contrario, lo hiciste perfectamente bien.

—¿De veras?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué gritaste?

—¿Te acuerdas de cuando te expliqué que yo pondría algo dentro de ti para que tuviéramos un hijo? —Ella asintió, con expresión adorable por lo seria y preocupada—. Eso que pondré dentro de ti, mi semilla —explicó—, cuando sale de mi cuerpo, sale de este modo, con un poco de… violencia.

—Entonces, ¿acaba de salir tu… semilla? —Aitor asintió y la besó en la frente—. ¿Y te duele cuando sale?

—No, todo lo contrario. Es la sensación más placentera que existe. Nada se le compara.

La mueca de alivio de Emanuela y la manera en que se relajó contra su cuerpo lo colmaron de ternura. Lo traía como un toro por la argolla; un rato lo volvía loco con su inocente seducción, al siguiente lo ablandaba con sus modos generosos y su dulzura. La envolvió entre sus brazos, y los apretó hasta sentir que la perdía en su pecho. Ojalá pudiese guardarla dentro de sí.

—Jasy, Jasy, ¿qué estás haciéndome? No quiero asustarte, amor mío, pero me es muy difícil contenerme cuando estoy contigo.

—No me asustas —afirmó—. Solo temo hacer algo mal y no complacerte.

—¡Jasy! —Rio de dicha, y también porque lo divertía la preocupación de ella después de lo que había operado en él solo con un beso.

Emanuela le arrojó los brazos al cuello y le susurró con pasión:

—Tú eres a quien más amo en este mundo, Aitor.

—Solo con tu amor me basta. Si me amas, no necesito nada más. Ven, salgamos. Estás temblando de frío.

En realidad, Emanuela temblaba de la emoción y del esfuerzo por contener el llanto. ¿Por qué le daba por llorar después del beso que habían compartido? Esa intimidad la hacía feliz. ¿Por qué llorar?

Aitor se empeñó en secarla, y ella lo dejó hacer. Le metió la mano, envuelta en el lienzo de algodón, entre las piernas, y mientras empujaba el ruedo del tipoy hacia arriba, la mantenía sujeta por un brazo y también con los ojos, porque ella, si hubiese querido apartar la mirada, no habría podido. Esos iris amarillos la hechizaban. A medida que las pasadas se aproximaban al punto por donde orinaba y por donde sangraba, las pulsaciones aumentaban. Deseaba que le quitase el bombacho y que la acariciase allí para aliviar la hinchazón. La sobresaltó el pensamiento. Lo escandalizaría. Aitor, para complacerla, se avendría, pero de seguro le causaría repulsión.

—¿Te gusta que te toque las piernas? —Emanuela asintió, sin pestañear—. Me gustaría tocarte aquí. —Le rozó con el lienzo la parte que, instantes atrás, ella había deseado que le acariciase. Dio un respingo, y él ajustó la mano en su brazo para evitar que escapase. Emanuela sabía que las mejillas se le habían coloreado, lo que acrecentó su vergüenza. La boca se le había secado y el corazón le brincaba en el pecho. ¿Aitor le había leído el pensamiento?

Él sonrió con aire compasivo y tolerante, y la besó con ligereza en la boca.

—Pero no lo haré, Jasy. Por ahora. No estás preparada. —La abrazó con un movimiento rápido que la tomó desprevenida—. Perdóname, amor mío —le suplicó, con los labios pegados en el cuello.

—¿Por qué?

—Por exigirte tanto en tan poco tiempo. Me has dado tanto, y yo quiero más. Y no me detengo a pensar que esto es nuevo para ti, y que te asusta.

«No me asusta, Aitor, y lo deseo», le habría dicho. En cambio, le preguntó:

—¿Tienes hambre?

—Sí, mucha. Ya vengo.

—¿Adónde vas?

—A orinar. Ya vengo.

Se alejó hacia unos helechos, a pocas varas de ella, desde donde la vigilaba y la escuchaba disponer lo que había preparado para él. Elevó la cabeza con un movimiento rápido al escuchar a Lope.

—¡Manú! ¡Manú! ¡Por fin!

Había tanta alegría en el acento de su voz que Aitor sintió la necesidad de matarlo. Se ajustó la jaretera del pantalón y emergió de los helechos con el ímpetu de la bestia que se había liberado dentro de él. Ver que la abrazaba no colaboró para aplacar la ira con que corrió hacia ellos. Se la arrancó de los brazos y lo empujó. Lope terminó sobre sus asentaderas, en el suelo.

—¡Cómo te atreves a poner tus manos sobre ella!

—¡Dis-discúlpame, Ai-tor! —tartamudeó el joven—. ¡No-no fue mi intención faltarle el respeto a tu hermana! ¡Te-te doy mi palabra de ho-honor!

—Aitor, por favor. —Emanuela le tocó la mejilla, y él le clavó los ojos en llamas—. Lope no pretendía faltarme el respeto.

—¡No puede tocarte, Emanuela! ¡No puede tocarte! ¡Cómo se atreve a poner sus manos sobre ti!

—Discúlpame, Aitor. —El muchacho se sacudía la parte posterior de los pantalones de calicó gris, que llegaban a media pierna y que se ajustaban a la rodilla con una vistosa hebilla, la que hacía juego con la de los zapatos de taco—. Discúlpame —repitió, y le extendió la mano en ademán conciliatorio—. Hacía tanto tiempo que no veíamos a Manú, que la alegría me hizo olvidar las maneras de caballero. No volverá a ocurrir.

Aitor sintió la presión de Emanuela en el brazo, que lo instaba a aceptar la disculpa de Lope. Le apretó la mano con más vigor del necesario y lo miró fijamente al ordenarle:

—No vuelvas a tocarla.

—No lo haré.

—Hola, Aitor. Hola, Manú —saludó Ginebra, que lucía tan compuesta como si el pequeño altercado no hubiese tenido lugar.

—Hola, Ginebra —contestó Emanuela, mientras Aitor se limitaba a sacudir el mentón en señal de saludo.

A punto de comunicarles que estaban festejando el natalicio de Aitor, Emanuela guardó silencio; no le gustaba el modo en que Ginebra lo estudiaba, con esa media sonrisa y esa mirada de ojos velados por batidas deliberadas de pestañas.

—Aitor y yo íbamos a comer. ¿Quieren unirse a nosotros?

—¡Sí, por supuesto! —exclamó Lope, con la misma alegría con que la había saludado—. Eres muy amable, Manú.

Un gruñido irrefrenable brotó de la garganta de Aitor, y Lope lo miró de soslayo antes de sentarse sobre una roca, a una distancia prudente. Emanuela sirvió primero a Aitor. Le entregó un pedazo de su torta favorita, la de patay, con piñones y mojada con miel silvestre.

—Es tu favorita —murmuró, y él asintió sin mirarla.

—¿Y Bruno? —quiso saber Ginebra—. Gracias —añadió, cuando Emanuela le entregó una porción de torta.

—Mi hermano empezó a trabajar como aprendiz en la alfarería. Solo el domingo podrá venir al arroyo. Y ustedes, ¿qué hacen aquí si no es domingo?

«Sí, ¿qué mierda hacen aquí?», habría vociferado Aitor.

—Nuestros padres y Ginebra viajarán mañana hacia Buenos Aires. Nos dieron la tarde libre.

—¿Tú no irás, Lope? —se interesó Emanuela, y le ofreció torta, que el joven aceptó con una sonrisa y una inclinación de cabeza.

Aitor masticaba su porción como si se tratase del hígado de Lope. De su medio hermano, reflexionó. Emanuela le ofreció una calabacita con una infusión verdosa y le sonrió con miedo, y él fue incapaz de devolverle la sonrisa. También estaba enojado con ella porque le había permitido que la abrazase.

—¿Qué es? —la inquirió de mal modo, con los ojos fijos en el contenido de la calabaza.

—Es una tisana de yerba. La endulcé con yerbabuena. Está fría. Bébela y dime si te gusta.

Engulló el último bocado, tragó el mate cocido y se puso de pie.

—Es buena —dijo, y le devolvió la calabaza—. Pero prefiero el mate con bombilla. —La desilusión en la mirada de Emanuela lo alcanzó como un golpe—. Vamos, Emanuela. Ya es tarde.

—Sí, sí —respondió ella, sumisa, y el enojo de Aitor cedió otro poco.

—Te ayudo, Manú —ofreció Lope.

—Lo haré yo —se interpuso Aitor, y el muchacho dio un paso atrás.

Acomodaron los utensilios en un mutismo tenso. Emanuela se colocó la apisama sobre la frente con una habilidad que despertó la admiración de Lope. Aitor le habría borrado la sonrisa a trompazos.

—Yo llevaré esto, Emanuela —dijo, y le solevó el peso de la tacuarembó que le colgaba a la espalda, mientras ella se quitaba la apisama con actitud obediente y en silencio.

—¿Cuándo volverán al arroyo? —preguntó Lope en dirección a Emanuela.

—Cuando yo vuelva del monte.

—¿Cuándo será eso? —insistió el muchacho con una temeridad que fastidió a Aitor.

—Cuando sea —contestó, y se dio vuelta para marcharse.

—Adiós, Lope. Adiós, Ginebra. Que Dios los acompañe en su viaje a Buenos Aires.

—Gracias, Manú.

—Adiós, Manú —saludó Lope—. Que Dios te bendiga.

—A ti también, Lope.

Aitor elevó los ojos al cielo. «¿Que Dios te bendiga? ¿Es marica, o qué? ¿Tengo un medio hermano marica?»

Recorrían la trocha en fila, Aitor primero, ella detrás. Casi corría. Saite y Libertad, que habían ido a buscarla al arroyo, la seguían a vuelo rasante.

—¡Aitor, detente!

Él volvió sobre sus pasos con pisadas iracundas.

—¿Qué sucede?

—¿Por qué caminas tan rápido?

La miró fijamente, con un ceño que habría espantado al más bragado. ¿No se daba cuenta de que estaba furioso porque ella parecía no comprender la falta que había cometido?

—¿Por qué me miras de ese modo?

—¿Por qué le permitiste que te abrazara?

—Me tomó por sorpresa.

—¡Deberías haberlo apartado, como hice yo!

—No me atreví.

—¿No te atreviste? ¿O sea que cualquiera puede tocarte? ¡Yo soy el único con ese derecho! ¿Me entiendes? —La sujetó por el mentón y aplicó presión hasta saber que la lastimaba.

Las aves le revolotearon en torno, con aleteos amenazantes.

—Diles que se calmen.

—Saite, Libertad, tranquilos.

Se posaron sobre sus hombros, y Aitor retiró la mano. Se cubrió los ojos antes de preguntarle en voz baja y timbre ominoso:

—¿Por qué permitiste que te tocara? Hoy volviste a jurarme que solo yo…

—¡Él no me tocó como tú lo haces!

Las aves escaparon. Aitor apartó la mano de la cara y la miró con asombro.

—¡Cuando me abrazó, no sentí nada de lo que tú me haces sentir! ¡No sentí nada! ¡Nada! No quería que me abrazara —sollozó—, pero no sabía cómo pedirle que no lo hiciera sin lastimarlo.

—¡Ja! Ahora resulta importante no lastimar a ese imbécil.

—Es nuestro amigo —musitó, de pronto abatida.

—No es mi amigo, Emanuela. Y, ciertamente, él no quiere ser tu amigo. Él quiere ser otra cosa para ti.

—¿Qué? —Era tan genuina su sorpresa e inocencia que la ira de Aitor se disolvió.

—Quiere ser lo que yo soy para ti, Jasy. ¿Acaso no lo ves?

—No —susurró, y bajó la vista.

—Te quiere para él, Jasy.

—Pero yo te amo a ti, solo a ti.

Se miraron fijamente. Aitor luchaba con sus demonios con denuedo, consciente de que estaba comportándose como un patán. La candidez de ella, que lo excitaba como nada, también lo aterraba porque implicaba un gran riesgo: cualquiera podía apoderarse de ella.

—¿Crees que le permitiría a otro tocarme en las piernas como lo hiciste hoy en el arroyo?

La pregunta lo sorprendió. Levantó las cejas, al tiempo que se cuestionaba si ella, además del don de curar con las manos, también poseía el de oír los pensamientos ajenos.

—¿Eso crees? ¿Que cualquier hombre podría acariciarme y besarme como tú lo haces y que yo nada diría? Pues no es así. Te permito tocarme y besarme, y acariciarme porque lo deseo. Pero si fueran otras las manos, se me revolvería el estómago. ¡Saite, Libertad! —exclamó, y las aves abandonaron la rama donde se habían refugiado para regresar a los hombros de su ama.

—¡Espera, Jasy! —La aferró por la muñeca—. Perdóname.

—¿Por qué no confías en mí, Aitor? Yo confío en ti.

Él bajó la vista y apretó los párpados. La culpa se convirtió en una sensación caliente que le quemó el pecho.

—Confío en ti, amor mío. Perdóname.

—¿Piensas que por tener trece años y no saber nada de las caricias de los hombres soy tonta?

—¡No, no! Claro que no. —La sujetó por los brazos y la atrajo hacia él—. Eres la persona más cultivada que conozco. Me siento orgulloso de ti, de cuánto sabes acerca de todo. Me siento orgulloso de ti —insistió, en un susurro.

—No deseo pelear contigo, Aitor. Pero parece inevitable.

—No, no. Perdóname.

—¿Confiarás en mí?

—A ti te confiaría mi vida, Jasy. No confío en las intenciones de los demás.

Ella bajó el rostro al recordar que no había mencionado el natalicio de Aitor a causa de la difidencia que le inspiraba Ginebra.

—Te entiendo, Aitor. Pero ¿podrías prometerme algo?

—Lo que sea.

—Que no volverás a enojarte conmigo si otros se comportan de un modo que a ti te desagrada. Porque quiero que sepas que yo jamás te faltaré. Te lo juré con mi sangre que solo sería tuya, y volví a hacerlo hoy, por ti, que eres lo más sagrado que tengo. Y sé muy bien lo que hice.

Aitor le acunó el filo de las mandíbulas y la besó en los labios.

—A veces creo que sigues siendo mi pequeña Jasy, tan inocente e indefensa, y no me doy cuenta de que ya no lo eres. Perdóname, amor mío.

—¿Me prometes que no volverás a enojarte conmigo por las acciones de los demás? —insistió ella, y en su perseverancia e implacabilidad, Aitor descubrió otra faceta de la fortaleza de su adorada Jasy.

—Lo prometo, amor mío.

—Volvamos, ya es tarde.

—Espera. —Le rodeó la cintura y se inclinó sobre sus labios—. Me gustas cuando muestras las uñas.

—No me gusta mostrar las uñas. Menos a ti.

—Pero eres hermosa cuando lo haces.

—Tú, en cambio, eres hermoso cuando sonríes.

Aitor rio por lo bajo y asintió.

—¿Así que cuando ese pusilánime de Lope te abrazó no sentiste nada? —la sonsacó, mientras le depositaba besos detrás de la oreja.

—Es así, no sentí nada.

—Y cuando yo te toco, ¿qué sientes?

Emanuela bajó los párpados e inspiró con ansias. La mano de Aitor sobre sus nalgas la había despojado de palabras. Al cabo, susurró con ánimo vencido:

—Aunque sé que no debería, a ti te dejo hacerme lo que quieras.

—¿Qué sientes, Jasy? —presionó él.

—Que estoy en el Yvy Marae’y.