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E

n la noche fría de la montaña, Quath sintió que descendía una presencia enorme.

Se había refugiado en una grieta más allá de donde acechaban los Nadas. Desde ese punto, podía ver sus efusiones y radiaciones. Evidentemente pensaban que sus pequeñas burbujas de percepción eléctrica, reducidas al mínimo, podían eludir a las podia. Quath penetraba esas pequeñas esferas transparentes con mucha facilidad, inspeccionando las radiaciones que se escondían tras ellas.

Pero la información que obtenía de esa forma era escasa. Desde luego, no aprendió nada añadido a las inmensas revelaciones que había tenido cuando estaba encerrada en el Nada. Arroyuelos de pensamiento se deslizaban por el aire frío y entraban en el aura eléctrica de Quath, flameando como pequeñas banderas en la brisa de la percepción. Además, el aparato que había colocado en su Nada seguía en silencio.

Sin embargo, no quería aproximarse a la cima de la montaña. Otro incidente los alertaría definitivamente y los dispersaría, y entonces, la búsqueda de Quath se dificultaría aún más.

Entonces sintió la primera nota tenue, que descendía muy alto desde el oeste. El trino se deslizaba en el aire, perseguido por notas bajas y resonantes. Rodaban como truenos permanentes. La fuente del sonido bajaba hacia ella y hacia el planeta con una velocidad que al principio Quath creyó producto de la ilusión. Las imágenes Doppler, entrecortadas como un tartamudeo, bajaban con demasiada velocidad, y ella no lograba interpretarlas. Los viejos miedos la acosaron.

Las podia se habían aferrado al suelo en sus orígenes. Las alturas les producían un pánico agudo, desesperante. Por eso no cazaban a sus enemigos desde el aire, a pesar de lo eficiente que pudiera ser ese tipo de búsqueda. Les había llevado milenios soportar la sensación de caída de la órbita. Solamente las alteraciones genéticas les habían permitido viajar por el espacio, aunque no habían eliminado del todo el terror que suponía volar cerca de un planeta, un vuelo lleno de imágenes de caídas y precipicios. Quath y las demás se las arreglaban para volar en distancias cortas solamente si ponían el control en manos de una submente y reducían la tarea a movimientos mecánicos independientes.

Pero esa cosa se zambullía como si no le importara la presión poderosa del aire. ¿Una nave?

No, la línea oscura ocupaba un cuadrante del cielo. ¿Un fragmento de la construcción de las podia que caía del cielo? Imposible, su coloración verde y marrón era totalmente distinta de los laberintos grises de las construcciones.

Bajaba cada vez más. Quath rompió el silencio de su aura y llamó a la Tukar’ramin.

La enorme inteligencia llegó enseguida, temblando en el aire lleno de movimientos.

*Entiendo tu miedo. Si no hubiera estado preocupada por asuntos más graves, te habría advertido*.

‹¿Va a caer sobre mí?›, preguntó Quath, tratando de guardar el control y salvar su dignidad.

*No. No tocará el suelo*.

‹¿Es de los mecs? ¿Es algo de los mecs? Le dispararé›.

*No intentes una tontería como esa. Aquí tienes*.

En el aura de Quath hubo un estallido: un esquema eléctrico de conocimiento, opulento, floreciente. Los datos desenfrenados golpearon a Quath con toda su fuerza.

Quath engulló el esquema y convirtió la pelota giratoria de corrientes inductivas en hormonas legibles. Florecieron perfumes y olores, llenos de detalles sorprendentes.

‹¡Es tan pleno, tan lleno de riqueza!›.

*Viene sin ningún filtro de parte de las Iluminadas*.

El honor de recibir datos sagrados dejó a Quath sin habla. Lo saboreó tentativamente. Un hecho sorprendente pasó sobre ella como un arroyo de hielo: la cosa de ahí arriba estaba viva.

Su historia había estado enterrada bajo una bóveda antigua de supuestos conocimientos menores. Quath se impresionó al descubrirlo. Desde luego ningún miembro de la comunidad de las podia había hablado mucho de aquello. Sin embargo, al pasar una por una las capas de conocimiento hormonal, ella sentía que el enigma se hacía cada vez más impresionante.

‹¿Por qué no se nos dijo esto?›, exclamó a medida que la historia de la cosa se derramaba sobre ella y sus submentes accedían a los detalles más íntimos.

*No lo consideramos vital*, replicó la Tukar’ramin. *Es un objeto curioso, estoy de acuerdo. Tal vez nos pueda ser útil en el futuro*.

‹¡Útil…!› El desinterés de la Tukar’ramin parecía casi un sacrilegio a los ojos de Quath. Luego, su submente caracterológica le recordó que, después de todo, ella era solamente un miembro de la Colmena, y ascendido hacía bien poco. Su gran adelanto, la revelación de sus componentes Filosóficos, todavía no significaba que pudiera desafiar sin más las ideas de la Tukar’ramin. Saboreó la extraña presencia fría, la voz de las Iluminadas.

Por encima, la cosa bajaba a través de las capas y el vórtice de la noche.

Había comenzado como una bestia semilla, lejos, en el borde exterior de ese sistema solar.

En aquellos tiempos era una barra delgada de vida lenta, que luchaba en el frío más amargo. Algunos hilos colgaban de ella y sostenían un espejo ambarino mucho más grande que la barra misma. La luz del sol, débil y lejana, se reflejaba en ese espejo de mica y enfocaba el núcleo vital, calentándolo lo suficiente como para mantener un flujo de líquidos tibio y permanente.

En la oscuridad más completa, lejos de la estrella meta, la barra esperaba y vigilaba. Las nubes moleculares la rozaban con polvo al pasar, y esa comida desnuda y pobre bastaba para componer los daños causados por los rayos cósmicos.

Una filigrana de fibras musculares mantenía el espejo en la dirección correcta y formaba el aparejo para el crecimiento posterior. Incluso tan lejos de la estrella, la presión de la luz del sol hinchaba la estructura grande y frágil de la criatura. Un giro leve y lento le daba la tensión necesaria para alinearla a lo largo de vigas que se cruzaban unas con otras.

La luz débil pero concentrada por el espejo caía en fotorreceptores, que convertían la energía en sustancias químicas. La bestia semilla no necesitaba moverse con rapidez, de manera que ese débil flujo de energía le bastaba para cumplir su misión.

Aquel fragmento frío y negro no tenía mente, no la necesitaba todavía.

El espejo también cumplía otra función. A medida que la cama de fotorreceptores crecía lentamente década a década, la imagen formada por el espejo se ensanchaba. De vez en cuando, las fibras contráctiles se retorcían. Sin peso alguno, el espejo se doblaba hacia un lado y se curvaba en un paraboloide, sesgado artificialmente. El campo de mica se llenaba de oscilaciones lentas. Despacio, las imágenes onduladas de la estrella se desplazaban hacia los bordes y enviaban largas ondas a través del aparejo de crecimiento. Las superficies brillantes formaban una radiación leve y la comprimían. En ocasiones, los receptores captaban una imagen rápida del espacio que rodeaba al sol, ese sol al que la criatura se acercaba progresivamente.

Durante mucho tiempo, no hubo nada que notar en la expansión de la imagen, solamente el fondo multicolor y los rayos perezosos de luminosidad en las nubes moleculares. Contra ese baño de luz, la presa de la bestia semilla era obviamente muy pálida.

Pero la bestia encontró un punto de luz sospechoso. ¿Era una bola de hielo? Con esta pregunta empezaron a jugar los antiguos instintos.

Los fotorreceptores especializados crecieron desmesuradamente. Eran capaces de analizar el espectro en busca de las astillas enviadas por el punto sospechoso y lejano. Uno de ellos localizó los fragmentos ionizados de hidrógeno y oxígeno. Otro revisó el manojo de púas del espectro buscando dióxido de carbono, amoníaco, rastros de formas todavía más complejas a través de pequeños restos.

El éxito no podía llegar al primer intento, ni siquiera al décimo. La bestia necesitaba que su presa distante emitiera un rastro de hielo, un rastro que estaba siempre a punto de desaparecer; además, la cabeza precometa debía moverse en una órbita que estuviera al alcance de la bestia.

Finalmente, un punto de luz llenó todos los requisitos programados en los genes y la bestia se lanzó hacia delante. Así comenzó una caza larga y ardua. Mecánica celestial, balística, toma de decisiones…, todas estas interacciones complejas al ritmo lento que permite la presión constante de la luz solar. La bestia desarrolló grandes velas que se desdoblaron a sus costados. Luego se aferró al viento de fotones, viró y se torció.

Transcurrieron siglos. La pequeña imagen de la presa se hizo más amarilla y más débil a medida que la persecución elíptica seguía las leyes de la gravedad. La presa se hinchó, se convirtió en un fragmento irregular y ajado de hielo y polvo.

Luego llegó el momento crítico: el contacto. Los datos se acumularon en células y fibras diseñadas solamente para esta tarea concreta. Inercia angular, pares de torsión, vectores. Abstracciones reducidas a placas moleculares, agrupamientos de iones y membranas. Lenta hasta el dolor, la bestia hizo cálculos, los cuales constituyen la segunda naturaleza de cualquier ser que viva mediante el movimiento. Pero este ser podía expandir su tiempo infinito y minimizar incluso el menor de los riesgos.

Extendió unas fibras tenues. Se asentaron en la montaña de hielo que giraba levemente y cada una se aferró a un punto predeterminado. Exactamente al unísono. La bestia giró en un eje mientras soltaba cuerdas e hilos de retención. La leve aceleración centrípeta que se produjo activó procesos biológicos y químicos que habían permanecido aletargados, durante mucho tiempo.

Algo semejante al hambre se movió en la barra fría.

La vela, iluminada por innumerables células de mica, reflejaba el brillo lejano de la estrella sobre la presa. Esa lanza paciente de luz solar hacía volar una sublime estela de hielo. La bestia tiró de los velos para que el gas no la desviara, pero mantuvo el foco en el lugar exacto.

Una de las grietas se profundizó. En algunos puntos internos, la radiactividad residual había fundido el hielo en agua, formando pequeños bolsones de líquido. La bestia se extendió hasta transformarse en un hielo fino.

El primer trago de líquido delicioso, que viajaba por el tallo fino como el de una espiga, llevó una alegría poderosa a la bestia…, si es que un grupo de células que se reproducen sin estructura alguna puede experimentar una respuesta tan compleja como esta.

Más cuerdas atravesaron el abismo entre la presa y el cazador. Anclaron a la bestia a la bola de hielo y le dieron una base para que la vela creciera aún más. La tela brillante, plateada, envió luz solar hacia el agujero, haciendo estallar la riqueza química en una niebla especial.

¡Comida! ¡Riqueza! Siglos y siglos de espera que se satisfacían de pronto.

Leves películas transparentes capturaron el líquido arremolinado. Células ansiosas lo absorbieron. Los nutrientes fluyeron hacia el cuerpo de la bestia: la primavera después un invierno inimaginablemente largo.

Por fin, el agujero cónico que había en el hielo se agrandó lo suficiente como para asegurar una protección contra los meteoritos e incluso la mayoría de los rayos cósmicos. La bestia extendió nuevas fibras contráctiles. Su nido ya estaba tejido y era seguro. Entonces migró. Cada movimiento era infinitamente cuidadoso. Tiró con mucho cuidado, como tentando el terreno, de sus cuerdas contráctiles, y finalmente colocó todo el cuerpo denso y oscuro dentro del agujero. Allí residiría para siempre.

El descenso del eje central, que ahora estaba muy aumentado, suscitó nuevas respuestas. La bestia desarrolló nódulos arrugados que se convirtieron en raíces pálidas y débiles. Empezó a surgir una profunda configuración molecular. Aunque no había nada parecido a una intención verdadera, la bestia se preparaba para una nueva aventura: la caída hacia el sol.

Todavía no la guiaba ninguna inteligencia. Los marrones oscuros y la corteza rugosa del cuerpo ocultaban complejos proyectos de acción, pero no había una mente.

Las raíces se hundieron en el hielo. Se torcieron las membranas; el calor de la explosión fundió el hielo en un sendero preciso. Entonces, las raíces absorbieron el líquido y produjeron más tejidos, abriendo nuevas cavidades. Una fracción de la lenta riqueza del flujo llegó al cuerpo central, donde se desenrollaron más proyectos moleculares majestuosos.

Las raíces mineras buscaban elementos raros para construir estructuras más complejas. Las velas se agrandaron. La bola de hielo que podría haber sido solamente un cometa soportó exámenes táctiles cada vez más pacientes y cautos. La bestia podía ir con cuidado porque no tenía prisa y tal vez habría un peligro escondido dentro de la bola.

La selva correosa que se expandía cada vez más a veces se balanceaba y suspiraba con indolente energía. Extendió grandes troncos hacia la negrura del espacio. Árboles marrones y espesos golpeaban unos con otros disputándose la luz del sol. Nacieron las hojas, arrugadas, verdes como la lima.

Solamente las velas, siempre hinchadas, podían detener el crecimiento de las puntas de madera. Cuando un tronco hacía sombra a la vela, una señal recorría las cuerdas de sostén y el crecimiento se detenía en el árbol ofensor.

No eran troncos simples. Dentro del hielo, las raíces mineras buscaban vetas de carbono. Aunque las plantas de la superficie desarrollaban curvas ornamentales y florecimientos barrocos, esas formas eran muy simples comparadas con la complejidad sofisticada que se manifestaba en el nivel molecular de las raíces.

Las raíces cosechaban átomos de carbono y los colocaban en líneas perfectas para formas un cristal: grafito. Cuando aparecían pequeños defectos en la colocación, se formaban remolinos de moléculas para obligarlas a entrar en el esquema. Había grandes fibras de grafito que crecían con lenta deliberación, doblándose siempre hacia el interior, hacia el sol.

El bosque ya había crecido hasta ser muchas veces mayor que la bola de hielo que lo había creado. La estrella ya no era un puntito en el espacio. Milenios de navegación sobre el aliento suave de los fotones habían llevado al cometa bestia cerca de los planetas.

El ritmo se aceleró a bordo. Aparecieron pequeñas criaturas escuálidas, generadas por nuevos proyectos genéticos. Corrían por el follaje, construyendo, reparando.

Algunas parecían arañas del vacío, y se deslizaban por las hojas de cuero sobre patas pegajosas. Detectaban errores de crecimiento o daños por los meteoritos que venían desde la pálida luz del sol. Seguían instrucciones transmitidas por apenas unos miles de células y metían sus dedos flacos en el centro de los problemas.

Si había algo que esa rutina programada no pudiera resolver, buscaban el más cercano de los cordones cobrizos que se enlazaban alrededor de los troncos. Esos cordones eran hilos superconductores. Cuando entraban en contacto con ellos, las arañas podían comunicarse con el núcleo de la bestia, tal vez no muy eficazmente, pero sin pérdida alguna de señales.

Por esos cordones fluía también una energía eléctrica permanente, que cargaba los condensadores y las baterías internas de las arañas. Aunque las arañas estaban programadas biológicamente, para ciertas tareas podían recibir y almacenar instrucciones más complejas si surgían problemas circunstanciales que se lo exigieran. La gran bestia núcleo era sólo un ejemplo a mayor escala de los mismos métodos, complejos y llenos de recursos, pero todavía no era una inteligencia autónoma.

Luego llegó el momento de las maniobras más intrincadas. Ese momento tenía un registro dentro de la bestia y trajo una respuesta que un testigo casual tal vez habría considerado la evidencia de una gran originalidad. Empezaron a reunirse silicatos en un lugar de la superficie que los árboles habían dejado libre. Las arañas y los hongos arrugados que también habían crecido en la selva fabricaron boquillas y tanques de cerámica, unidos entre sí por conductos de arcilla. El oxígeno y el hidrógeno, cuidadosamente reunidos, se combinaron en la cámara de combustión. Una chispa electrolítica provocó una combustión controlada y constante. El cometa bestia se dirigió de nuevo hacia el sol.

Pero, en realidad, su destino no era la furia del reino interior. Su carga de hielo se habría fundido allí y la bestia se habría quedado sin hogar. El sol nunca podría convertirse en un amigo cercano para ella.

En lugar de eso, la bola siguió un curso en espiral que se inclinaba lentamente hacia dentro. Con el tiempo, la energía generada por el motor primitivo a cohetes amenazó con calentar demasiado al cometa. Cuando empezó la fusión, la bestia cambió el motor por pequeños bulbos carnosos que habían crecido como parásitos en los árboles, bien arriba. Esos bulbos combinaban peróxido de hidrógeno con un catalizador enzimático, y luego expulsaban el vapor destructor lejos de la preciosa reserva de hielo.

La bestia buscaba un asteroide particularmente prometedor que los espejos solares habían detectado ya hacía tiempo. Hizo crecer unas bolsas de celulosa cerca de los fotorreceptores y las bolsas se llenaron de agua. Esos lentes gruesos le ofrecieron imágenes muy claras que utilizó para colocarse hábilmente junto a la presa que buscaba.

Le llevó más de un siglo de trabajo permanente romper la montaña flotante rica en carbono. Aparecieron arañas más grandes, creadas por nuevas instrucciones. Las arañas arrancaron los minerales del asteroide con ferocidad mecánica. Unos insectos que se arrastraban por la superficie aceleraron la fabricación lenta y permanente de inmensos hilos de grafito.

Miles de enjambres de arañas construyeron una pantalla reflectora con silicatos de plata. Colgada de las fibras rectráctiles, la pantalla alejaba las frecuentes tormentas solares de protones de alta energía que llegaban ardiendo a la selva del cometa. La bestia seguía su espiral hacia el centro. Ahora sus principales preocupaciones eran proteger los sectores más recientes y débiles de crecimiento, e impedir pérdidas de hielo.

Crecía por combinación. Los hilos de grafito se unían con tejido vivo sobre un solo eje. Lo que había empezado como una barra delgada reproducía esa forma a gran escala.

La cosa delgada, gris como el hierro, creció lentamente a medida que las meticulosas arañas le ayudaban a tejerse. El asteroide se consumía. La barra se hacía cada vez más inmensa. Era más gruesa en el centro, donde vivía ahora el núcleo de la bestia. Ni siquiera los rayos cósmicos podían atravesar la coraza protectora de hielo y hierro, no alcanzaban a dañar el código genético maestro.

Entonces, de las cámaras de cerámica hundidas en el cuerpo volvieron a salir vapores químicos. Apareció un nuevo elemento: la conducción eléctrica. Surgieron bobinas de inducción henchidas de corriente, fragmentos de metal de propulsión que pasaban por un disparador especial. Esa conducción masiva emitía materia que la bestia no necesitaba, material que se alejaba a toda velocidad de su cuerpo, como las balas de una ametralladora.

Luego, todo el conjunto empezó otro viaje, pero mucho menos costoso en cuanto a energía. Sin embargo, necesitaba muchas órbitas para completar una vuelta eficiente hacia el siguiente asteroide.

Pasaron siglos, y la barra, cada vez más larga, consumía más y más pequeños mundos de piedra. De pronto empezaron a funcionar los hornos solares fabricados con las películas plateadas refractarias y se crearon aleaciones y vigas de forma exótica, talladas en vacío para la barra. Pero lo más importante era el hilado incesante de fibras de grafito, que se unían a las que yacían alrededor de la gran barra como un mar oscuro.

Transcurrieron miles y miles de años antes de que empezara la etapa final del crecimiento de la barra. Las últimas órdenes genéticas, las más complejas, enterradas profundamente en el sustrato biológico, comenzaron a replicarse bruscamente.

Y ahora sí, la inteligencia. Un observador habría pensado que las acciones que siguieron a este estadio eran la prueba evidente de una capacidad para resolver problemas y una creatividad a una escala y una velocidad imposible de imaginar para nada que no fuera una mente considerable.

Tal vez las células que dirigían a la gran bestia barra hacia el sol eran, en cierto modo, una mente. Aquí las distinciones se convierten en un problema de definición, no de datos.

La bestia había decidido su destino final mucho antes: un planeta con agua líquida.

La barra era inmensamente larga ahora, al menos un tercio del radio del planeta al que se dirigía. A los ojos de un habitante de ese planeta, sin embargo, resultaba casi totalmente invisible, porque la vasta construcción marrón y negra no era mucho más gruesa que el cometa bestia original. En realidad, una astilla de hielo todavía se aferraba al centro de aquel cable inmenso. Debía ser prudente preverlo todo; era necesario contar con alguna reserva.

A medida que el planeta se convertía en un disco cada vez mayor, se abrieron más espejos detrás de la bestia, una precaución contra una defensa a manos de posibles habitantes. Pero nadie fue al encuentro de la bestia. Los mecs todavía no habían llegado a ese planeta y la vida menor que se desarrollaba en su seno probablemente no prestó mucha atención a la leve línea que apareció en el cielo nocturno.

Pero sí pasaron unos pocos asteroides a través de la cara del planeta. La bestia, con cuidado infinito, como siempre, enfocó hacia ellos sus grandes espejos. Las motas que la molestaban se fundieron en un barro fino.

La bestia era cautelosa. Siempre. Pero todavía tenía que enfrentarse al mayor de todos los riesgos.

Los conductores masivos de electricidad se dispararon con gran lentitud a todo lo largo de la barra. Destruyeron poco a poco lo que quedaba de escoria, restando inercia angular a la órbita. El planeta no tenía satélites, así que la bestia no debía enfrentarse a repetidos encuentros ni perder su inercia en ellos. En lugar de eso, una navegación cuidadosa de siglos la llevó cada vez más cerca de ese mundo.

Por fin llegó el gran momento. El extremo romo de la bestia barra tocó los primeros átomos de la atmósfera. Eso disparó señales muy complejas a través de los hilos superconductores que envolvían la barra. Algo semejante a un alivio estimuló transiciones moleculares todavía más rápidas.

La barra probó el aire tenue de la superficie de la atmósfera. Era otro tipo de riqueza: gases, vapor de agua, ozono. Unas hojas especialmente grandes capturaron cantidades leves de estos materiales y las llevaron hacia las venas enormes como ríos. Las muestras llegaron al núcleo de la bestia, que las consideró buenas.

La tierra que había debajo estaba llena de vida. Ese era el paraíso previamente ordenado que la bestia había buscado desde siempre. Ahora tenía que cumplir con la tarea final de su madurez. La gran barra empezó a girar.

*Como puedes ver*, dijo la Tukar’ramin, interrumpiendo las meditaciones de Quath, *las Iluminadas saben mucho de estos objetos*.

Quath había absorbido la gran historia de la bestia en un fragmento brillante de segundo. La cosa todavía bajaba con rapidez hacia la tierra, enmarcada contra el brillo del Círculo Cósmico, que giraba de nuevo.

‹¿No hay peligro? ¿No puede matarla el Círculo Cósmico?›.

*No, el Círculo tiene una órbita mucho más abierta. Tu señal está llena de sobrecorrientes de alarma, Quath. ¿Por qué?*

‹Tengo miedo por ella›.

*¿Miedo?*

‹Es…, es enorme. ¡Y está viva! Volar así…›.

*No te preocupes. Ese objeto ya estaba aquí cuando llegamos. Los mecs no sabían cómo utilizarlo. Tal vez no se dieron cuenta de que estaba viva porque si no, la habrían matado*.

‹¿Quién la hizo?›.

*Es una forma que se replica a sí misma de forma espontánea entre las estrellas del Centro Galáctico. No conocemos sus orígenes*.

‹¡Tan inmensa! ¿Qué propósito tiene su existencia?›.

*Nosotros no le vemos ninguno. ¿Qué sabe la vida de propósitos, Quath?*

‹La vida siempre va hacia delante, aunque sólo sea para perpetuarse›.

*Probablemente eso es lo que hace esta cosa. La hemos visto cerca de otros planetas. No nos hemos tomado el tiempo ni el trabajo de estudiarlas en detalle*.

‹¡Pero debemos hacerlo! Son los seres más grandes que haya visto nunca›.

*Te equivocas*.

El tono de la Tukar’ramin era frío, de pronto.

‹Quiero decir, después de ti›, dijo Quath, diplomáticamente.

*No te olvides de las Iluminadas*, advirtió la Tukar’ramin en tono formal.

‹No, claro que no. Pero…›.

La conversación se desarrollaba en microsegundos, y Quath seguía mirando hacia arriba con temor y respecto.

‹Es…, es maravillosa›.

*No, en absoluto*, dijo la Tukar’ramin, condescendiente. *Esas estructuras son un elemento menor en la gran ecuación del universo. Tengo novedades para ti*.

‹¡No! Tú solamente ves el tamaño de esa cosa. Yo veo la majestad›.

Un torrente de emoción estalló en el cuerpo de Quath. El terror y la fascinación que había experimentado se inflaron para convertirse en una onda demoledora que la ahogó en corrientes bruscas y poderosas. Por fin sintió lo que la había separado siempre de las otras podia. Respeto, miedo, nada más, y sin embargo, intolerablemente poderoso. Pasó por su cuerpo como una ola, divina, transparente, limpia.

* Vamos, Quath, presta atención. Hay una grave y profunda división entre las Iluminadas. Algunas han tomado a las podia de este mundo*.

‹¿Tomado? Pero sólo hace falta dar a conocer una presencia como esta y todas las podia se arrodillarán ante ella con gratitud, para servirla›. Quath repitió la homilía interior mientras su mente giraba en impulsos calientes, suprimidos durante mucho tiempo.

El perfil acústico magnético de la Tukar’ramin tomó tintes y sabores que Quath nunca había percibido antes.

*Hay un conflicto sagrado. Hasta las Iluminadas están divididas, luchan unas contra otras*.

Tonos aguzados transmitieron la gravedad de esta revelación.

‹¿Y están en guerra?›.

*No entiendo lo que pasa. Algunas de las podia de nuestra Colmena no responden a mis órdenes. Llevan a cabo acciones que yo ignoro*.

‹¿Para qué?›, preguntó Quath con tonos agudos de alarma.

*Algunas de las Iluminadas sienten que no debemos seguir con nuestra misión ni aventurarnos hacia el Centro Galáctico todavía. Sostienen que, desde luego, no debemos basarnos en la ayuda del conocimiento que nos ha traído un miserable Nada*.

‹¿Y esas Iluminadas se oponen a nosotras?›.

*Sí. Supongo que sí*. La tristeza y la incredulidad resonaron a través de la riqueza del espectro de la Tukar’ramin.

‹¿Quién? ¿Dónde?›.

*Muchas. En todas partes*.

‹¿Aquí? Estoy a punto de capturar al Nada que estamos buscando, si logro detectarlo entre los que viven aquí. Dame tiempo y…›.

*No tenemos tiempo. ¡Encuéntralo! Pero cuídate de otros miembros de la Colmena. Actúan en favor de seres que no puedo imaginar*.

‹Bien›, dijo Quath con firmeza.

Pero esa mueca de valentía era para ocultar el derrumbamiento de su mundo interno. Miró hacia arriba, a la enorme presencia marrón, y se dijo:

‹Toda esta charla acerca de las Iluminadas, a las que nunca he logrado ver…, ¡y ahora se enfrentan unas con otras! ¿En qué medida pueden ser mayores que esa cosa que gira y que casi no alcanzo a comprender? ¿Esa cosa cuya majestad siento en cada poro, en cada membrana? No, aquí hay un error. Las Iluminadas son tamaño solamente, y ese es el punto de apoyo de su mundo. Lo que yo busco es sentido. Eso es lo que quiero, y lo quiero mucho más que a ese maldito Nada›.

El aire frágil quedó preñado de notas gloriosas.