K
illeen estaba durmiendo profundamente cuando la primera sacudida se deslizó a través de las montañas. Se despertó de inmediato y saltó para salir de la carpa. Se puso de pie y Shibo lo siguió al exterior. Un segundo temblor lo arrojó al suelo.
La agitación le obligó a ajustar el sistema óptico. Los ojos buscaron automáticamente el modo más sensible, porque él los había dejado preparados para visión nocturna. Eso hacía que el paisaje brillara como en un día sin sol.
Un brillo poderoso bajaba del cielo, fundiendo colores y sombras. El universo entero se encendió en oro.
El Sifón. La cuerda cósmica estaba girando de nuevo, chupaba otra vez el núcleo rico del centro del planeta. Y la roca que se derrumbaba hacia dentro y causaba ondas inmensas mucho más abajo. Killeen sintió bajo los pies el surgimiento lento y regular de movimientos colosales, miles de kilómetros más abajo.
—¡Afuera! —gritó por el comunicador—. ¡Abandonad los valles! ¡Hay que salir a las llanuras!
Él y Shibo habían dormido con las botas puestas. Se colocaron las mochilas y se dirigieron al arroyo. Allí estaban Toby y Besen, tratando de colocarse las botas, uno junto al otro.
—¡Dejad eso! —gritó Killeen. El suelo se movió debajo de ellos; era difícil mantenerse en pie—. Corred descalzos.
Toby miró a su padre con los ojos confusos, medio dormido todavía. Los Bishop le habían suministrado todos los remedios que tenían contra el dolor y la infección de la herida.
Killeen le sacó la mochila y Shibo tomó la de Besen.
—¡Vamos! —gritó la piloto.
Una roca grande como un hombre bajó tronando por el valle. Rodaba directo hacia dos carpas que se alzaban por encima de ellos. Cayó sin ruido y siguió adelante. Los lados se aplastaron con la fuerza de la caída, disparando grava al pasar. Se había llevado las dos carpas con ella.
Corrieron subiendo la cuesta hasta que llegaron a la cima. Killeen ayudó a Toby a pasar por los sitios donde el polvo recién desprendido hacía resbaladizo el paso. El muchacho todavía estaba confuso y llevaba la mano izquierda apoyada en la derecha. Killeen vigilaba las piedras que caían para sacar a Toby del camino si hacía falta.
El brillo firme del cielo hacía fácil esquivar la escoria y las rocas que los pasaban en su camino hacia abajo. No todos fueron tan afortunados ni tan rápidos; desde el fondo del valle llegaban gritos de dolor y sorpresa.
El grupito de cuatro se detuvo al llegar a una explanada de roca llana y abierta. La alta estribación de granito y la cresta angular que se alzaban por encima parecían limpias de rocas sueltas.
—¡Agrupaos aquí! —llamó Killeen por el comunicador.
«¡Silencio!», gritó Jocelyn, furiosa. «¡Bishop! ¡Aquí, conmigo!».
—Jocelyn, aquí está limpio el panorama —dijo Killeen.
«¡Conmigo! ¡No vayáis con él!».
El suelo tembló, se deslizó y tembló de nuevo. Parecía interminable. Los Bishop se arrastraban y corrían por los flancos de la montaña, huyendo de los valles que recibían las avalanchas de las laderas. Killeen no volvió a abrir la boca.
Jocelyn estaba aferrada a una chimenea de roca no muy lejos. Parecía un lugar seguro, siempre que el gran saliente de roca que había por encima no se deslizara de lado. Unos pocos Bishop se reunieron allí con ella. La mayoría fueron hacia donde estaba Killeen. Los temblores se detuvieron lentamente. El área de Jocelyn se mantenía entera. Después de un rato, la capitana bajó por la ladera y condujo al grupo a través de la montaña. Bajaron hacia la zona abierta, donde por lo menos cien Bishop se habían dispersado para poder esquivar las piedras si llegaba alguna hasta allí en los últimos temblores.
—Estás socavando mi autoridad —espetó Jocelyn, que jadeaba al aproximarse.
Killeen agitó la cabeza; no quería contestarle porque no confiaba en sí mismo. Desde el valle llegaban crujidos y gritos. Un ruido sordo, profundo, barrió la montaña, como si todo el planeta estuviera jadeando con los pulmones doloridos.
«¡Reunión! ¡Reunión!», llegó la voz clara y poderosa de Su Supremacía.
—¡Vamos! —gritó Jocelyn a los Bishop.
—Es más seguro aquí —advirtió Killeen.
—¡Harás lo que ordene Su Supremacía! —ladró Jocelyn.
Toby y Besen se habían puesto las botas y el equipo. Los cuatro empezaron a caminar por una llanura de granito maltratada por las avalanchas. Los temblores habían cambiado y eran menores, como si los dientes que horadaban el centro de ese mundo se hubieran detenido. Killeen estudió la brillante cortina dorada que se extendía por encima de su cabeza, pero no vio ninguna señal del metal del núcleo en el cielo. Algo oscuro se movía allí arriba, apenas una mancha contra el brillo dorado.
Cuando llegaron al saliente de roca que seguía, Su Supremacía hablaba ya a las Familias que se reunían harapientas frente a él.
—Este es otro intento de los demonios y diablos que han venido a atacarnos, un intento fallido por dispersarnos, por desbaratar nuestra unión, el único hilo de esperanza que nos queda. El Sembrador del Cielo está a punto de llegar, según dicen mis Aspectos. ¡Preparaos!
Las otras Familias comenzaron a reunir ramas retorcidas y arbustos para encender una gran fogata. Tropezaban y caían cuando temblaba el suelo, pero seguían con su tarea. Killeen y los otros Bishop los miraban sin dar crédito a sus ojos.
Entonces, Su Supremacía gritó:
—¡Mirad! ¡El momento ha llegado!
Killeen levantó los ojos. Una banda delgada colgaba sobre la montaña; aparecía sólo como un segmento negro contra el brillo del anillo. Se movía. Una línea casi recta que se acortaba y se hacía más ancha, en un movimiento lento.
Killeen tenía la sensación de que estaba mirando algo mucho más grande de lo que parecía. La banda se curvó levemente con una gracia casi lánguida. El brillo ambarino que había detrás de ella permitía ver que se movía con mucha rapidez, barriendo el cielo como un dedo negro que girara con habilidad, sereno, tranquilo. A Killeen se le ocurrió que parecía un palo lanzado con tanta fuerza al cielo que nunca volvería a descender.
Entonces llegó el sonido. Al principio, Killeen pensó que estaba oyendo una nota grave y profunda que subía a través de las suelas de sus botas, pero después se dio cuenta de que el sonido lento y bajo procedía del cielo. Murmuraba una sola nota que se quebraba de pronto en un coro de tonos cambiantes; estos se hundían más y más hacia frecuencias casi inaudibles, longitudes de onda que resonaban en todo el cuerpo de Killeen, una canción que percibía con todo el cuerpo. Era como el golpe regular de grandes olas llevadas por las mareas de luz del espacio contra las piedrecillas llamadas planetas y estrellas, olas que pasaban sobre esas piedras flotantes en grandes remolinos líquidos.
Algo descendía del cielo.
Las notas lentas, como grandes piedras rodantes, llevaban miedos de reverberaciones muy antiguas. La roca que toda la Tribu tenía bajo los pies había traicionado su promesa de solidez y ahora la cinta extraña y oscura abría su propio abismo de dudas. Killeen se preguntó si esa cosa sería otro de los instrumentos de los cíbers, como el anillo cósmico. Si en efecto era así, no había escape. La cosa se dirigía directamente hacia ellos, que la esperaban de pie sobre la cima expuesta y desnuda de la montaña. La inmensidad de aquella banda oscura era una sensación muy real, a pesar de que nadie la veía con detalle.
Killeen empezó a oír las corrientes de notas que colgaban en el aire. Se elevaban como el sonido del viento a través de los altos árboles, como si una brisa intensa moviera esa cosa enorme que flotaba allá arriba, como si estuviera hecha de madera y hojas.
Su Supremacía estaba gritando algo, frases religiosas que se anudaban unas con otras sin adquirir sentido.
—Mirad, un Sembrador ha salido a sembrar. Los elegidos conocerán los misterios del reino de los cielos, traídos aquí por el Sembrador. Las cosas mecánicas no tendrán ese conocimiento, no les ha sido dado…
De repente Killeen vio que la cinta se expandía y se curvaba para señalar directamente al suelo con su extremo largo, cónico. Hacia el suelo, hacia todos ellos.
Ahora que estaba más cerca, distinguía detalles iluminados por la cuerda cósmica. Había grandes tendones que se extendían hacia abajo, como cables interrumpidos por bultos nudosos o como las vértebras de una columna inmensa. Gruñía. La cosa bajaba por el cielo hacia ellos, emitiendo ruidos vastos y vibrantes. Unas fibras tensas hendieron el aire con crujidos súbitos. Una sinfonía de estallidos y ruidos metálicos, como de algo que se cerrara de pronto, resonó por el cielo, hasta que todo se convirtió en un río de sonidos.
Algo golpeó la roca junto a ellos. Se abrió con el golpe y bañó a Killeen con una lluvia de jugo aromático que se le enredó en la barba. Killeen saltó hacia atrás, aunque el perfume resultaba agradable, dulce, seductor.
Hubo otro golpe en la montaña y después varios más. Los bultos caían sobre la ladera. Las Familias gritaban de placer, no de terror, mientras las formas grandes, oblongas, se derramaban sobre ellos como lluvia.
Killeen comprendió de pronto que no había tenido miedo mientras la cosa descendía. Había intuido de alguna forma que esa no era una máquina cíber, que no constituía una amenaza.
Los crujidos y estallidos todavía seguían cayendo desde el cielo, pero eran cada vez menos, y en ese momento Killeen descubrió la línea delgada, levemente curva, que se alejaba de nuevo. Había tenido la sensación de que el artefacto llegaba muy cerca, tendido en el cielo como un dedo acusador (¿o una llamada?), dirigido hacia la humanidad que esperaba en la cima de la montaña.
Killeen se acercó a uno de los objetos caídos, el más cercano. Esa especie de huevo se había partido en dos, y la humedad se extendía a su alrededor como una mancha oscura. Unas esferas grises y pequeñas se mezclaban con el jugo.
Killeen levantó una con la mano. Desprendía un olor dulce y leve. Sin pensar, sin tomar precauciones, la mordió. Un gusto agradable y aceitoso le llenó la boca.
—¡No! ¡No! —le gritó un Trey—. Guárdalas para cocer.
Killeen vio que el hombre cogía el resto del huevo y se alejaba con él, casi arrastrándose por el peso. Todos corrían a buscar los frutos del cielo sobre las montañas. Otros avivaban los fuegos moribundos.
Algunos colocaban las pelotitas sobre palos y las cocían sobre el baile de las llamas.
Killeen se dejó llevar por la animación de la fiesta. La Tribu, agotada por la larga retirada y famélica, necesitaba una celebración. Sin preguntar por qué ni cómo, él sabía que ese maná, literalmente caído del cielo, era bueno, saludable. El perfume espeso y pegajoso de la comida sobre el fuego prometía delicias al olfato y al gusto.
Incluso los temblores de tierra que amenazaban con sacudir la montaña parecían intrascendentes ahora.
Miró la gran hoja que había cortado el cielo y que ahora se alejaba cada vez más, haciendo temblar el aire, curvándose levemente mientras se elevaba.
Había tardado apenas un instante mientras caía sobre la montaña como si quisiera impartir una bendición; y en realidad eso era lo que había pasado.