K
illeen había tratado de dormir en el bote, pero el caparazón del mec giraba y se balanceaba constantemente. Llegó a adormecerse un par de veces, pero sólo porque la corriente fluía más despacio.
Apenas entrevió la aurora, llevó el bote hacia la orilla. Vadeó por la playa rocosa, aterido, dolorido y mareado por la fatiga.
Expandió el sistema sensorial con cuidado y recibió los puntos neblinosos y fantasmales de los cíbers. Estaban muy por detrás, dispersos sobre las orillas. Pero se acercaban con rapidez.
Volvió al bote. La corriente era más débil allí y lo condujo lentamente por un cauce lleno de saltos sobre rocas que se alzaban en medio de las aguas fangosas como enormes peces blancos con pintas negras.
Pasó dos rápidos antes de oír el rugido. No sonaba como una batalla. Cuando le preguntó a su Aspecto Arthur, la pequeña mente le dijo:
Me había olvidado de que Nieveclara se había secado mucho en tus tiempos. Recuerdo ese sonido. Lo oíamos en los hermosos días de esparcimiento, cuando íbamos a los ríos que recorrían como una bendición el valle de la gran Ciudadela. Es un salto de agua…, seguramente alto, a juzgar por la intensidad del ruido.
Arthur le dibujó un esquema. Killeen siempre había considerado el agua como una entidad plácida, rara, gloriosa. Que pudiera rugir y matar le parecía una violación tremenda a una promesa implícita. Remó con fuerza contra la corriente que fluía cada vez con más velocidades. La orilla estaba cerca, pero él volaba sobre la corriente como una hoja en un vendaval.
El agua le paralizaba las manos. Se inclinó desde el bote y remó con furiosa energía. La orilla se acercó, pero muy lentamente. El rugido lo rodeaba por completo. Al frente, había una niebla de agua. Killeen miró en esa dirección, pero el río parecía desvanecerse de pronto. No, imposible. Se acercaba cada vez más al borde del abismo.
Desesperado, saltó del caparazón. El agua lo mordió mientras se hundía. Se le sumergió la cabeza justo cuando lograba aspirar una bocanada de aire. Las botas golpearon contra algo sólido. Remó contra la corriente. Ya deseaba respirar.
El agua formaba una pared marrón. ¿Dónde estaba la orilla? La corriente lo había hecho girar con tanta fuerza que estaba desorientado. Caminó con cuidado por el cauce del río y sintió que el fondo estaba inclinado. Se dirigió hacia arriba. Sabía poco acerca del agua pero intuía que el equipo era lo único que podía salvarlo de caer en manos de la corriente.
Resbaló. Por un instante, le pareció que perdía pie. Consiguió colocar la bota sobre otra roca, pero la base se movió. El agua estaba muy fría. Empujó hacia delante con los brazos y por fin consiguió erguirse. Le dolían los pulmones. Cada vez más. Empujó el agua. Deseó fervientemente que la suerte le ayudara y esa fuera la dirección correcta. Las botas resbalaban, pero él se equilibraba con los brazos y se mantenía de pie. Tres pasos más…, y la cabeza salió del agua. Trepó como pudo por la pendiente y se dejó caer sobre un suelo de grava.
Se sentó. Necesitaba entrar en calor. Miró la gran columna de gotas de agua más adelante. El agua flotaba en el espacio, suave, cristalina. Los árboles y arbustos arrancados navegaban en la superficie amarronada y brillante, y después caían al olvido.
Caminó a través del rugido y miró la gran columna blanca que caía en picado. El agua tenía un espíritu quijotesco, el barro plácido se convertía en una furia hermosa y dura en el espacio de un milímetro. Se preguntó si de alguna manera estaría viva, si pertenecía al mismo reino vivo que las plantas, las criaturas diminutas y la humanidad.
Después algo lo pinchó en el sistema sensorial que ya estaba débil, derrumbado. Se levantó de pronto. Tal vez algunos de los cíbers ya lo habían alcanzado.
Pero no…, era una voz muy débil. Una llamada de reunión de los Bishop.
El comunicador calló, pero Killeen ya había fijado el punto de emisión. Caminó hacia allí durante un rato a través de una cadena de colinas derrumbadas, caídas, deshojadas. Las piedras rotas de los estratos sacudidos: por los terremotos parecían aferrarse a las botas. Se tambaleaba, y en una ocasión casi perdió el equilibrio.
«Por aquí», se oyó la señal de Shibo.
Pero Killeen no quería usar el sistema de búsqueda por temor a los cíbers…, por si el enemigo todavía no lo había localizado.
«¡Papá!». La llamada rápida de Toby fue suficiente para darle de nuevo la dirección.
Corrió hacia abajo por una colina y llegó al refugio de una selva espesa. Los mismos árboles parecidos a sombrillas, erguidas, serenos frente a la suave promesa de la aurora. Allí abajo se sintió más seguro, envuelto en lo que quedaba de vida en ese planeta desolado.
Se le estaba acabando la reserva de energía. Se apoyó en un árbol. Los bosques estaban silenciosos, sombríos, y después, sin transición, vio a Shibo que caminaba hacia él, y el peso de la noche se levantó de pronto, insustancial como la niebla.
—Tú…, tú… —No tenía palabras para expresar lo que sentía, después vio a Toby y fue como cuando volvió al campamento la primera vez, toda la Familia rodeándolo en un abrazo silencioso.
Entonces se abandonó, se sentó en el suelo. El tiempo no significaba nada. El mundo era inmediato, sin pasado ni futuro. Cada uno de los árboles y arbustos tenía una claridad aguda, definida. Las caras colgaban ante él, divididas por inmensas sonrisas. Una luz fría se filtraba entre ellos, iluminando todo con un brillo regular, eterno. Un trago de agua le inundó la garganta de frescura y pureza. El crujido de las raciones estalló en su boca como una explosión de placer. El roce de la mano de Shibo. El brazo de Toby sobre el cuello…, esos detalles enmarcaban cada momento y dejaban un halo de inmediatez incandescente.
No supo nunca cuánto tiempo había transcurrido, pero llegó un momento en que el mundo real volvió como el ruido de un disparo.
—Andando —ordenó Jocelyn. Estaba de pie en medio de los Bishop, cansada, la mandíbula tensa—. Ya he localizado a Su Supremacía. Están bajando, siguen el risco de allí arriba.
—¿Y los cíbers? —preguntó Toby.
—Nos entenderemos mejor con ellos si tenemos a la Tribu con nosotros —dijo Jocelyn.
—Besen no puede correr —insistió Toby.
Besen estaba apoyada en un árbol. Tenía la mirada perdida y la cara consumida.
Jocelyn asintió.
—Nos turnaremos para cuidar a los heridos.
—No les hará ningún bien —señaló Toby—. Los vamos a cansar mucho.
—No tenemos alternativa.
—¿Os parece que debemos unirnos de nuevo a esos hijos de puta?
—Sí, porque cuando nos alcancen los cíbers, necesitaremos ayuda.
Eso era irrefutable. Killeen se sintió orgulloso de la forma en que Toby se había resistido para defender a Besen, pero sabía que Jocelyn debía mantenerlos en movimiento.
Nadie dijo nada. Se levantaron y volvieron a marchar. Estaban agotados. No había tiempo para reunirse y contar las bajas ni para llorar por los desaparecidos. La desesperación estaba allí, de nuevo, colgando en el silencio seco.
Killeen descubrió que tenía los pies lastimados. Las botas lo habían aislado del agua pero todavía tenía los protectores húmedos por la noche anterior. Es un hecho que la gente se olvida de esos descubrimientos apenas la alegría o el dolor del día se hunden en la conciencia. Pero hay un momento en que cada dolor reclama atención para sí mismo. Después de tanto ejercicio, todas las articulaciones duelen. A Killeen le pareció oír crujidos cuando se levantaba.
Ayudó a Toby a ponerse de nuevo el vendaje en la mano. No dijeron gran cosa. Toby se pasaba el tiempo cuidando de Besen, que estaba débil y confundida. El muchacho parecía mucho más enérgico y decidido que antes.
Killeen se movió por toda la línea para ordenar a algunos miembros de la Familia, que se limitaban a mirar al frente sin hacer nada. Siempre había quienes no podían olvidar las pérdidas de una batalla y las llevaban con ellos hasta la siguiente. Los años de huida habían enseñado a Killeen que la gente podía olvidar sus emociones, pero sólo cuando había acción de por medio. Si tenían tiempo para pensar o si alguien les hablaba del asunto, a veces se derrumbaban por completo. Azuzó a uno o dos para que se levantaran. Eso lo ayudó a olvidar las caras que no veía en la columna y que nunca volvería a ver.
Todos tenían pocas energías esa mañana. Algunos habían guardado un poco más y empezaron a caminar con ímpetu, a grandes zancadas que los pusieron al frente. Killeen sonreía. Era una tontería gastar las reservas cuando uno todavía estaba fresco. Jocelyn ladró a la vanguardia y les hizo tomar posiciones en el flanco.
La salida del sol enviaba rayos amarillos y afilados que cortaban las superficies de las primeras nubes. Killeen pensó en la actividad que se desarrollaba por encima de esas nubes: los grandes depósitos que construían los cíbers, el anillo cósmico que giraba esperando que lo usaron de nuevo, el Sembrador del Cielo que seguía adelante, plantando sus semillas. ¿Para qué? A los ojos humanos, esas estructuras inmensas parecían absurdas, tan naturales e inevitables como el clima, e igualmente imposible de cambiar.
La línea de la Familia siguió avanzando despacio por las laderas, siempre hacia arriba. Cermo había recibido un golpe técnico en la cintura, no estaba herido y podía caminar. Manipulaba constantemente su equipo y consiguió poner en funcionamiento la mayoría de los sistemas de la parte superior del cuerpo. Después se levantó y se unió a la línea, empujando a los demás y haciéndose el simpático con los miembros de la Familia que le parecían tristes o descorazonados. Jocelyn hizo lo mismo al frente de la columna. Killeen observaba todo esto con aprobación, tranquilo, curiosamente tranquilo. Al frente estaba la Tribu y el equipo de suministros. Y por detrás se acercaban los cíbers. Para sobrevivir ese día, La Familia debía ser rápida y tener mucha suerte.
Pensó mucho en el asunto, pero después lo dejó de lado. No había nada que hacer excepto disfrutar lo que era probablemente la última mañana del grupo. Caminó con el brazo sobre los hombros de Shibo, apoyados en el exoesqueleto de su compañera. El exoesqueleto se estaba cargando con los paneles solares, y la ayudaba a subir la cuesta. El murmullo gatuno del equipo parecía caldear el aire. Ese sonido lento, perezoso, flotaba sobre la mente de Killeen. Se abandonó en él y descubrió de pronto que lo rodeaba el silencio y que no se había dado cuenta de que el ruido se había interrumpido.
Un peso frío y seco descansaba en el espacio que Killeen tenía detrás del cuello. Era la misma sensación que cuando tomaba un nuevo Aspecto, como un peso o algo prominente en la nuca. Pero esa vez era más intenso, como si el aire se hubiera condensado y retorcido hasta formar una gelatina oscura que colgaba de su cuerpo. Había rastros de ideas a medio formar flotando y golpeándose contra la bola de aire llena de grumos. Killeen subía jadeando las laderas de grava, tratando de mantener la velocidad de los demás, sin decir nada. Estaba absorto en la presencia que parecía colgar como mantequilla caliente sobre su cabeza. Sentía que los pies y las piernas se movían como un aceite espeso. Los pulmones parecían llenos de un líquido paciente, burbujeante. El aire tenía el regusto metálico de la sangre.
—Está aquí —murmuró.
Shibo lo miró sin entender. En ese momento, Killeen tropezó y tuvo que apoyarse para no caer.
Los movimientos macizos, deliberados, eran inconfundibles. Era el cíber que lo había capturado antes. Estaba tras ellos. Con razón los habían seguido tan bien los cíbers, pensó. Sin duda habían colocado algún tipo de señal en su equipo. Nada complicado, un transmisor capaz de emitir una señal en código. Tal vez no fuera mayor que la uña del pulgar.
En el siguiente descanso, Killeen inspeccionó las botas y el traje.
Tal vez lo hubieran colocado en algún lugar difícil de encontrar.
En pocos minutos, descubrió el pequeño círculo pegado dentro de los protectores superiores. Pero estaba partido y destrozado por los golpes que había recibido. Cuando intentó hacerlo sonar, no respondió.
Lo arrojó al suelo y miró las colinas destruidas. La niebla matinal ascendía desde los grandes grupos de árboles con troncos semejantes a barriles. Las ramas del árbol se arqueaban en la forma característica, como paraguas. Los pájaros volaban trazando círculos alrededor de esos árboles y entre las ramas esmeralda. La presencia pegajosa todavía se advertía tras su cuello.
El transmisor circular probablemente había dejado de funcionar hacía ya mucho. Ahora el cíber lo seguía oliéndolo por el sistema sensorial.
La idea le hizo sentir un miedo hueco, pero también lo sacudía otro recuerdo. En la pelea del día anterior había sentido algo semejante a ese peso tenue. Era este peso el que le había transmitido datos para ayudarlo a eludir a los cíbers.
La presencia no parecía hostil. Sin embargo, Killeen se sentía cada vez más inquieto mientras experimentaba aquel pesado peso que vigilaba, expectante. Su mente se llenó de imágenes como frescos del mundo real, finas como filigranas. Le recordaban confusamente los viajes que había hecho en la mente del Mantis. Había visto enormes cavernas de experiencias separadas, volúmenes que hacían que Killeen se sintiera insignificante.
Ahora estaba al borde de otro abismo gris, a punto de lanzarse a él. La sensación perturbó los latidos de su corazón y luego, lentamente, se dio cuenta de que ya no tenía miedo. Se levantó con cuidado, inclinado sobre Shibo y caminó hasta el otro grupo de árboles.
Algunos miembros de la Familia recolectaban plantas para comer. En los arbustos había pequeños brotes que, según su Aspecto Ann, eran comestibles. Los árboles grandes tenían hongos de color turquesa que formaban círculos en la parte inferior del tronco. Una mujer Bishop los sacaba con un cortador láser y se los comía inmediatamente con la mano libre. Ofreció algunos a los demás. Era un sabor acerbo pero jugoso.
Toby y Besen estaban mucho más atrás. Besen ya caminaba bien pero todavía tenía círculos oscuros alrededor de los ojos y se movía con mucho cuidado, como si se sintiera frágil.
Habían caminado unos pocos pasos cuando la mujer que estaba detrás emitió un grito. El árbol humeaba. La mujer retrocedió un paso, cortó los impulsos láser y el árbol empezó a emitir una llama leve, blanca y caliente. De pronto, un calor intenso formó un cono rojo como el de una antorcha y la llama sin humo creció con rapidez.
La mujer la observaba, paralizada. Toby la arrancó del lugar.
—¡A correr! —gritó.
Killeen llevó a Besen colina arriba. Los Bishop se tomaron un instante para comprobar los daños. Después arrancaron con un trote decidido hacia la cima mientras las llamas crecían tras ellos. Cermo gritaba órdenes.
—¿Qué…, qué ha sido eso? —preguntó Shibo a Killeen mientras trotaban juntos. Trotar era todo lo que podían hacer mientras subían. Cualquier otra cosa los hubiera agotado en un momento.
—Algún tipo de fuente energética, supongo —dijo Killeen—. Los mecs debieron de ponerlas allí, o las cultivaban.
—¿Los mecs usaban biotecnología?
—En Nieveclara sí, algo.
—Pero sólo repuestos de fábrica. Repuestos para sus propias partes interiores.
—Por lo que sabemos, sí. Parece que aquí eran mucho más hábiles.
Se detuvieron frente a la primera loma por encima de la selva. Toby y Besen se arrastraban subiendo la colina, y detrás de ellos se cernía una pared de humo. La mujer había provocado un feroz incendio forestal.
Al menos eso tal vez detendría a los cíbers, pensó Killeen. Trató de encontrar una forma de usar las llamas contra los alienígenas. La idea lo llenó de energía y llegó hasta el grupo de vanguardia, comandado por Cermo. Todavía pensaba en las posibilidades cuando descubrieron un escuadrón de gente sobre una línea lejana de riscos altos.
—¡Tribu! —llamó Cermo—. Llegan los Bishop.
«Ese fuego os delatará», dijo una voz distante, con sorna.
—¡Hijos de puta! ¡Vosotros nos dejasteis abajo! —respondió Cermo.
«Órdenes. Su Supremacía dijo que era la única manera…».
—La única manera de salvar vuestro pellejo, querrás decir —replicó Cermo.
«Deja eso. Lo que dice Su Supremacía, se hace. Tenéis suerte de haber salido con vida».
Para Killeen, la actitud de la Tribu era realmente extraña. Cuando llegaron a los riscos, encontraron filas formadas en posición defensiva. La Tribu avanzaba a buen paso hacia un promontorio boscoso y alto. Aunque saludaron a los Bishop de forma amistosa, muchos no parecían sentirse culpables por haberlos dejado abandonados en el campo de batalla. Los Bishop rezongaron furiosos. Algunos miembros de la Tribu parecían reticentes y se apartaron. La mayoría, en cambio, miraba a los supervivientes de los Bishop con interés, pero sin pensar ni por un instante en la traición a las reglas elementales de moral que habían llevado a cabo el día anterior.
—No os importamos una mierda, ¿eh? —espetó Toby.
—Es la fe —dijo Besen—. Su Supremacía dice que somos prescindibles, así que ellos no lo cuestionan.
—No existe hombre más sordo que quien no quiere oír —intervino Shibo, la voz suave por la fatiga. Había ayudado a Besen a subir la última cuesta y ya no tenía energía en el equipo.
Killeen la miró, extrañado y ella añadió:
—Uno de mis Aspectos me dijo esa frase. Es un viejo dicho del capitán Jesús. Supongo que necesitamos toda la sabiduría que podamos conseguir.
La situación habría sido mucho más tensa si los Bishop no hubieran estado tan cansados. Se recostaron contra la línea de riscos mientras veían pasar más formaciones de Familias, flancos formados contra los cíbers.
Desde el fuego de la selva, más abajo, llegaban grandes oleadas de humo aceitoso. Killeen veía que los árboles se incendiaban y escupían sus entrañas delgadas como lápices. Era curioso, pero los árboles se quemaban solamente en determinados puntos del tronco. Killeen vio que el fuego alcanzaba un ejemplar muy alto. La primera llamarada tomó la planta en la base. Después hubo otra arriba en el tronco, por encima de la primera. Pronto había siete llamaradas blancas distribuidas a espacios regulares sobre el tronco. La copa del árbol empezó a sacudirse lentamente; después estalló y voló por los aires. Un gas brillante que venía del interior hacía las veces de motor propulsor. A pesar del cansancio, Killeen se maravillaba.
El incendio forestal se convirtió en humo amargo cuando se terminaron los árboles. Killeen sentía en la mente el peso persistente de eso que ahora llamaba «su cíber» pero no sabía si se acercaba o no. El humo cubría el valle como un cristal oscuro y Killeen no alcanzaba a distinguir los cíbers. Si es que estaban allí. Sin embargo, olía la humedad neblinosa de los alienígenas a través del sistema sensorial.
Yacían bajo el sol amarillo del mediodía y dejaban que los rayos les quitaran los dolores del cuerpo. Besen trataba de despertarse del todo y hasta hizo una broma. Era como si todos hubieran decidido dejar de lado la presión del mundo y evocar algún vestigio de los viejos tiempos de la Familia. Shibo intervino con una adivinanza:
—¿Cuál es la campaña más extraña?
—¿Qué es esto, un dicho de la familia Pawn? —preguntó Killeen.
—Sí —respondió Shibo, única sobreviviente de esa Familia.
—No hay campañas extrañas, se hacen con reglas —contestó Besen, con tranquilidad razonada.
—Me doy por vencido —dijo Toby.
—No puede ser una campaña tradicional, ¿verdad? —apuntó Shibo con una leve sonrisa.
—¿Una campaña distinta? —Toby estaba extrañado.
—Sí —dijo Shibo—. La campaña para robar champaña es la más extraña.
Era un chiste muy malo pero todos estaban débiles y se rieron. Nadie había visto champaña desde los tiempos de las Ciudadelas, y el origen del término se perdía en la antigüedad. Grey trató de hablarle a Killeen de la Familia Francia, pero Killeen estaba tumbado al sol y no la escuchó. Los Bishop repitieron el trabalenguas de Shibo y él oyó la risa que se transmitía lentamente por el grupo siguiendo la línea del risco.
Un descanso puede parecer muy largo cuando uno lo necesita en serio y Killeen tuvo que volver de muy lejos cuando una voz atronó con fuerza.
—¿Así que estáis aquí?
Su Supremacía estaba de pie con su escolta hablando con Jocelyn. Killeen no había registrado el comienzo de la conversación, pero ahora sentía un furia desatada contra el líder de la Tribu.
—Nos dejasteis ahí fuera —espetó Jocelyn mirando a Su Supremacía a la cara.
Killeen se levantó mientras Su Supremacía decía con tranquilidad:
—Decidí que nuestras fuerzas eran demasiado pequeñas.
—Hemos sufrido muchas bajas.
Su Supremacía tosió levemente mientras un hilo de humo negro y aceitoso se elevó desde el valle.
—En esta lucha heroica, hay mártires. Ya se sabe.
—Vosotros huisteis —dijo Jocelyn con los puños apretados.
—Usé la distracción del grupo de los Bishop para que el grupo principal escapara…
—¡Huisteis como cobardes!
—… de una situación insostenible. Espero que se utilice un tono respetuoso cuando alguien se dirige a mí.
—Podríamos haber retrocedido antes de llegar al fondo del valle si usted lo hubiera ordenado…
—Como he dicho…
—Ni siquiera me contestaban por el comunicador. No querían…
—¡Ya basta! —Los ojos de Su Supremacía brillaron con una luz extraña y pálida.
—Exijo que usted…
—Nadie puede exigirle nada a Dios. Ahora mismo…
—¡Dios, sí! Usted es solamente un…
Su Supremacía hizo un leve gesto con la mano. Uno de sus guardias se adelantó y puso una pistola en la sien de Jocelyn como si lo hubiera hecho muchas otras veces. Ella se quedó quieta de inmediato.
—Al castigo —ordenó Su Supremacía—. Es evidente que los demonios que atacaba la han dominado.
Miró hacia la línea del risco donde se reunían los Bishop. Un grupo se había formado ya detrás de Killeen, que estaba de pie sin decir nada ni moverse, casi sin parpadear.
—Y veo a otros entre los Bishop que parecen olvidar la naturaleza sagrada de mi misión —continuó Su Supremacía. Era evidente que lo decía para hacer cundir el pánico entre la Familia.
—¡Sois una banda de cobardes, todos! —gritó uno de los Bishop.
—Corres muy bien para ser Dios —intervino una mujer, con tono sarcástico.
Algunas manos Bishop empezaron a buscar las armas. Pero Su Supremacía había ordenado a la escolta desenfundar las suyas y los tomó por sorpresa. Cuando vio que dominaba la situación, dijo con calor:
—Me parece que veo demonios bailando en muchos de estos ojos. Cuidado con lo que decís.
—Suelte a Jocelyn, mierda —bramó una voz del grupo que estaba detrás de Killeen.
—¡Sí!
—¡Hijo de puta!
—¡Cobardes de mierda!
—¡Gallina! ¡Culo sucio!
Su Supremacía hizo un gesto y dos hombres de su escolta empezaron a caminar hacia el grupo. Trotaron hacia delante, tratando de distinguir quiénes habían gritado.
Killeen habló con voz muy tranquila:
—Será mejor que no siga o provocará una pelea.
Su Supremacía lo miró como si examinara un insecto.
—¿Te atreves a amenazar al representante de La Santidad del Todo lo Vivo?
—Solamente hago una predicción —respondió Killeen sin variar el tono de voz.
Y cuando terminó de decirlo, tuvo que cerrar la boca con fuerza para dominar una brusca sacudida interna. El peso que se detenía detrás de su cuello era una herida abierta. La presión le recorría el cuerpo como una corriente. Su visión se redujo a un pequeño tubo cónico centrado en la cara del hombrecito.
Su Supremacía levantó una mano y su guardia se detuvo. Se humedeció los labios y miró a los Bishop, que cada vez eran más. Killeen se preguntó si el hombre se atrevería a iniciar un tiroteo tan cerca de su persona. Si la respuesta era afirmativa, los muertos serían muchos.
Pero entonces, la mirada vacía volvió a tomar los ojos de Su Supremacía y Killeen se dio cuenta de que el hombrecito trataría de solventar el problema hablando.
Charla. Charla vacía e inacabable. Toda la rabia y la pena de Killeen se le agolparon en la garganta. La bilis le mordió la boca. Una tormenta se quebró en el peso que sentía detrás de la nuca y lo atravesó como un viento huracanado.
Su Supremacía empezó a hablar:
—Marchamos a recibir otra vez la gracia de Dios que cae del cielo. Yo os digo: alejaos de los que no creen en el camino inmaculado. La capitana Jocelyn ha cometido graves errores. Ha causado muchas pérdidas en la batalla. Alejaos de ella, libraos de ella.
En ese momento la rabia no expresada de Killeen buscó una válvula de escape. Un pulso de energía electromagnética zumbaba sobre su hombro. El pulso se refractó en el aire y golpeó a Su Supremacía en la cara.
Killeen se dejó caer de costado. El disparo del cíber había venido desde arriba y su primera idea fue que debía encontrar la fuente. Pero cuando se volvió hacia la izquierda, sintió que un líquido dulce y súbito goteaba del peso que había detrás de su cabeza. Comprendió que quien había disparado era su cíber. Se sentó entre los gritos y las exclamaciones de los demás.
El hombrecito que se hacía llamar Su Supremacía había caído al suelo. Killeen se dio cuenta de pronto de que ya no había peligro. Se levantó y caminó hasta el cuerpo enroscado.
Los miembros de la Tribu miraban con la boca abierta a su líder caído. La confusión los dominaba por completo. Buscaban la fuente del asesinato y no veían nada.
El loco parecía todavía más pequeño en la muerte. Killeen vio que la cara había mantenido una expresión de dignidad y poder sólo por una gran fuerza de voluntad. En reposo, era un rostro vulgar, blando incluso. Pero eso no fue lo que le llamó la atención. El disparo había quemado una gran parte de las sienes de Su Supremacía, el sitio donde generalmente se colocaban los sistemas sensoriales y de movimiento. La violencia del golpe de calor había hecho estallar todo el material de la cabeza.
Alrededor de la línea del cráneo había un dispositivo muy elaborado, colocado por debajo de los aparatos más comunes.
Killeen se arrodilló y extrajo ese aparato. Experimentó una sensación repelente a través de los nervios enredados. El olor lo golpeó con la fuerza de los recuerdos.
—Tecnología mec —observó. Sacó más piel.
Shibo se arrodilló junto a él. Se le ensancharon los ojos cuando vio el escudo complejo alrededor de la coronilla. Entraba en el cerebro directamente a través de miles de conexiones.
—Microelectrónica.
—No tiene heridas en el cráneo. Hace tiempo que está así, supongo —dijo Killeen, muy tenso.
—¿Qué…, qué es eso…? —inquirió Shibo.
—Debieron de traerlo antes de que llegaran los cíbers. Para cuando llegaron, ya era el líder de la Tribu, y así es como se hizo con ese puesto de poder.
—Le daban órdenes directamente.
—Sí. Y puedes estar segura de que él las obedecía. —Killeen miró con cuidado a los miembros de la Tribu que lo rodeaban, pero todos parecían sumidos en un estado de sorpresa total. Ni se movían. Miraban la cabeza destrozada, atónitos y confusos. Killeen se preguntó cómo afectaría este espectáculo la fe de toda aquella gente.
—Supongo que cuando llegaron los cíbers, los mecs lo pusieron a trabajar contra ellos —apuntó Shibo.
—Sí. Por eso no permitía nada que implicara un ataque directo y continuo; por eso no le importaba el precio.
—Esto… —Shibo parecía incapaz de expresarlo en palabras—. Humanos manejados por mecs…
—Aquí somos títeres. Nada más.
—Debe de haber sido terrible. Estaba atrapado dentro de sí mismo.
—Pobre. Después de todo, no estaba loco.