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na luz leve se escapaba entre las nubes sembrando pálidos senderos sobre la colina a la que se había retirado la Familia Bishop. Killeen se detuvo y miró hacia atrás. La retaguardia acababa de llegar al pie de ese risco y se detendría allí para defender la retirada.
—Quédate ahí hasta que lleguemos a la cima —ordenó Killeen a Cermo.
«Sí», respondió Cermo en el nivel mínimo del comunicador. Mantenían las transmisiones muy débiles y muy cortas para que no los detectaran los cíbers que los perseguían. «Tenemos pocas municiones».
Killeen no contestó porque no podía hacer nada. Tampoco había más municiones en el cuerpo principal de la Familia. Dada la habilidad de los cíbers para atacar desde cualquier dirección, no tenía sentido reforzar la retaguardia o la vanguardia.
Cermo había tenido que usar los brazos y el depósito de energía para escabullirse de las cositas tubulares que seguían a la Familia. Estas criaturas del tamaño de un perro parecían ser cíbers en miniatura, con caparazones rojizos y piernas protegidas por aluminio. Aunque sin armas, habían seguido a la Familia desde el desastre en las estaciones generadoras de magnetismo. Eran inteligentes; se quedaban muy atrás, se escondían y separaban cuando Cermo enviaba a alguien a atraparlos, con lo cual la Familia se retrasaba aún más.
Los insectos de los cíbers podían delatar la posición de los seres humanos, y había miles escondidos en el valle que acababan de dejar.
Killeen caminó por la ladera empinada. Tenía los pies magullados y se apoyaba más en el izquierdo, cojeando un poco. Había agua en el escudo de sus perneras y ahora un poco de líquido le había llegado a las medias de red. Toda la tecnología de botas y compresores que había en el mundo era incapaz de evitar la presión en el tejido dolorido e inflamado de sus talones.
El agua provenía de géiseres que habían estallado de pronto en un cañón arenoso, cuando los Bishop lo cruzaban a toda velocidad después de la batalla. No tuvo tiempo de detenerse y controlar la situación, y ahora docenas de miembros de la Familia cojeaban con el mismo problema.
«Ya he encontrado el sonido de la alarma de Jocelyn», anunció Shibo. Ya había llegado a la cima. Dirigía una avanzadilla. Killeen envió una nota chillona como respuesta pensando que eso los delataría menos como humanos si los cíbers recibían la transmisión.
El mensaje le traía un poco de alegría. Jocelyn capitaneaba la otra parte de la Familia, separada durante el ataque. Según los informes, el plan de retirada estaba funcionando bien; Jocelyn había encontrado un camino a través de los riscos paralelos y había pasado los cañones bajos dejando una señal, tal como lo habían previsto. Eso significaba que no habían tenido que eludir a ningún cíber y que tal vez los alienígenas no estaban siguiendo a los Bishop. Eran pruebas muy circunstanciales, pero Killeen se permitió este consuelo. Tal como andaban las cosas, la esperanza era una fuerza de la que no se podía prescindir.
«Más muertos», envió Shibo, y el humor de Killeen se oscureció.
Usó las reservas de energía y saltó sobre el último escalón de rocas rotas antes de la cima. Un ocaso rojizo cortaba momentáneamente las nubes de polvo y las sombras negras bañaban los arroyos empinados. Killeen llegó hasta la punta de la ladera. Jadeaba. Expandió su sistema sensorial por un momento y recibió el rastreador de Shibo. La vio dispersando a su grupo por los flancos, en posiciones defensivas.
Killeen saltó con toda la energía disponible y bajó por la ladera empinada en una serie de saltos. Sus compresores gimieron y dejó que las pantorrillas absorbieran el golpe del salto, pero de todos modos los pies le dolieron horriblemente.
Los arroyos estaban cubiertos de un follaje extraño y afiligranado. Disminuyó la velocidad para atravesarlo. Los árboles espigados formaban una capa verde sobre su cabeza. Se cruzaba con otros miembros de la Familia bajo las sombras. Los troncos duros y retorcidos todavía se aferraban al suelo en movimiento y ya habían empezado a corregir la dirección para tratar de buscar el cielo entre las nuevas líneas verticales. Aunque había espacios vacíos muy anchos que cortaban la selva espesa, silenciosa, con fragmentos enteros de colinas y arroyos nuevos, la vida parecía capaz de aferrarse a ese sitio con tenacidad. Las señales de garras afiladas en el polvo indicaban la supervivencia de los animales grandes, aunque Killeen sólo los había visto de lejos. Temían a los mecs, a los cíbers y a los seres humanos. Para ellos las tres especies eran igualmente peligrosas. Encontró a Shibo sentada en la base de una ladera que subía hacia el cielo. Siguió la mirada de ella y vio un cuerpo colgado de un árbol enorme y nudoso.
—¿De los nuestros?
—No —contestó ella—. Parece un Jack.
Cuando se acercaron al árbol, se dieron cuenta de que los acompañaban varios miembros de la Familia. El cuerpo fantasmal de la mujer se balanceaba sobre cuerdas de fibra, atado con mucha habilidad. Todo el pecho y el estómago estaban hinchados con uno de los moretones vidriosos y opacos que Killeen ya había visto en el campamento y que ahora perdía un líquido lechoso por el extremo.
—Parece a punto. Estallará muy pronto —comentó Shibo.
—De acuerdo. ¿Cuánto hace que Jocelyn pasó por aquí? —preguntó Killeen.
—Supongo que unas dos horas. Su señal ya estaba bastante gastada.
—¿Dónde la encontraste?
—Justo donde nos vimos.
—Así que la dejó ahí para que la viéramos.
—O algo dejó a esa cosa junto a la señal.
—Sí, después de que Jocelyn se fuera.
Shibo lo miró; los huesos de los pómulos parecían estirarle la piel castaña hasta ponerla tensa y brillante.
—¿Cuál de las dos cosas? —preguntó con inquietud.
Killeen trató de pensar como un cíber.
—¿Te parece que Jocelyn haría eso? Supongo que trataría de que no pasáramos cerca del cuerpo. Shibo asintió.
—Así que un cíber encontró la señal y dejó esto.
Killeen dio un paso atrás y observó a las hormigas que recorrían el rostro del cadáver, que giraba lentamente en el viento.
—Me pregunto si es para asustarnos.
—¿Ves eso? —preguntó Shibo, y señaló algo.
El cadáver tenía las manos y los pies agujereados. De las heridas sangrientas salían tallos verdes que terminaban en capullos amarillos. Las flores parecían crecer del cuerpo de la mujer.
Killeen sintió que un frío helado se esparcía por su sangre y recordó las grotescas esculturas del Mantis. El mismo tema horrible.
—¿Qué razón puede tener el cíber para hacer algo semejante?
—Combinación de planta y animal —dijo Shibo.
—¿Algún tipo de mensaje?
—¿Por qué?
—Lo primero que hay que recordar con respecto a los alienígenas es que son alienígenas. —Killeen escupió en el suelo, exasperado. ¿Por qué hacer ese «arte» con la unión de humanos y plantas? Y tanto los cíbers como el Mantis.
Un hombre que estaba cerca se movió hacia el cuerpo y alargó el cuchillo para cortar las cuerdas.
—¡No! —Killeen golpeó la mano del hombre.
—Solamente quería…
—No lo toques.
—… bajarlo, matar a la cosa que hay dentro.
—Probablemente es una trampa. Si lo tocas, sonará una alarma y vendrán los cíbers.
El hombre parecía lívido de rabia.
—Si lo dejamos crecer, saldrá y habrá un cíber más…
—No —dijo Shibo—. Hacen crecer a sus ayudantes en nosotros, no a los de su propia clase.
El hombre parpadeó y después una expresión pálida, cansada, se extendió por su rostro; dio media vuelta. Killeen miró la ladera que subía con la selva, la ladera donde combatían los Bishop en la larga retirada. En ese momento, todos los miembros de la Familia se dejaban caer sin molestarse por poner una mano sobre los árboles y yacían en el suelo sobre sus mochilas.
—Estamos casi agotados —dijo él, pensativo.
—No podemos detenernos aquí —declaró Shibo—. Los cíbers conocen este lugar.
Killeen asintió.
—Tal vez vuelvan.
Se preguntó si a los cíbers les resultaría difícil moverse y buscar algo en la noche. Probablemente no, porque recordaba que los sentidos ópticos naturales de los cíbers actuaban mejor en el infrarrojo. Eso significaba que la oscuridad que se acercaba no daría ninguna ventaja a la Familia Bishop.
Caminó en medio de la multitud que se estaba reuniendo y se sentó; las piernas le agradecieron el descanso. Los terremotos habían sacudido las extrañas hojas triangulares y las habían depositado en el suelo de la selva. Formaban una cama deliciosa para descansar. Las botas de los Bishop que se aproximaban no hacían ruido y el atardecer fundía la escena en una luz suave, serena.
Los pies de Killeen aullaban, pidiendo reposo, pero no hubiera sido prudente sacarse las botas: si lo hacía, después no podría ponérselas cuando se le hincharan los pies. Deseaba conectar el sistema sensorial y contar a sus hombres, pero el cuerpo que colgaba del árbol lo había asustado y tenía miedo de cualquier rastreador electromagnético.
De todos modos, ya conocía las proporciones de las bajas, al menos superficialmente. La Familia Bishop había formado el flanco exterior en el asalto, una posición relativamente menos peligrosa porque permitía una fácil ruta de escape. Habían entrado después de que las unidades frontales surgieron de sus escondites en los túneles de los cíbers. La batalla se había extendido a la llanura que se abría junto a los edificios electromagnéticos y las unidades habían aparecido directamente en medio de los cíbers.
Killeen había sido testigo del destino de esas valientes Familias. El promedio del asalto debía de haber sido al menos una Familia por cíber. El primer ataque había acabado al menos con dos cíbers, y en ese momento, las cosas habían tenido un matiz positivo. Después, hombres y mujeres empezaron a caer en la llanura como arrasados por un viento súbito e inaudible. Killeen no había podido captar señales de microondas ni de elementos ópticos, ni siquiera de armas cinéticas. La gente caía en medio de un paso, como si una mano invisible y gigantesca los hubiera levantado y luego arrojado al suelo con todas sus fuerzas.
Luego, repentinamente todo se detuvo. Las Familias se reagruparon detrás de los cíbers caídos, que todavía humeaban. Pero incluso allí, algún tipo desconocido de arma los detectó y los mató uno por uno. Intentaron un ataque contra los generadores magnéticos, que se alzaban como colinas rectangulares color barro, y cayeron por docenas. Los gritos retorcidos y terribles aullaban en los comunicadores.
Los Bishop contestaron la señal de ataque de Su Supremacía. Otras Familias subieron por las colinas distantes. Se expandieron y se movieron en carreras súbitas e interrumpidas entre los refugios que podían encontrar entre los arroyos, los bosquecillos y las grandes rocas. El campo de batalla era una tierra seca y gris, arrasada por algún tipo de líquido del magma que había destruido la vida del lugar recientemente. Killeen no sabía si había sido por accidente o por alguna causa concreta. Los cíbers ya habían cavado túneles en el lago de lava apenas un poco más frío por el tiempo transcurrido. Las arrugas de esa corteza de tierra les proporcionaron refugio mientras la Tribu descendía y disparaba a discreción a los cuatro cíbers que quedaban.
Si hubieran sido mecs, los estallidos directos les habrían quebrado las piernas y las antenas. Pero no pasó nada. Los cíbers se detuvieron como si estudiaran la situación a la luz de los cambios que se habían producido, y después siguieron atacando a los blancos humanos como si los hubiera rociado una leve lluvia de verano.
Killeen había estado corriendo en el centro de su Familia. Vio cómo caían los primeros miembros del grupo y ordenó a todos que se cubrieran. Habían derramado un torrente de fuego sobre el cíber más cercano y le habían volado algunos apéndices. Pero el alienígena repelía los disparos incluso con la piel natural, cuarteada.
Killeen no daba crédito a sus ojos hasta que intentó tres tiros sucesivos directamente a la sección media, la más expuesta. Solamente después de ver cómo los tres se perdían como trazos luminosos en el aire, notó el leve brillo que colgaba sobre el cíber, y oyó el crujido del aire ionizado en su sistema sensorial.
Entonces llamó a retirada. Su Supremacía entró inmediatamente en el comunicador de Killeen y lo maldijo, pidiéndole otro ataque directo. Killeen dudó durante un instante mientras los Bishop morían a su alrededor. El caos del resto de la batalla había golpeado de lleno en su sistema sensorial, cegándolo con los gritos de auxilio de las voces agonizantes.
Había tenido que resistir la presión de siglos de tradición familiar, la regla absoluta según la cual un mayor debía ser obedecido, sobre todo en el tumulto de una batalla. Se había detenido, angustiado, y entonces vio volar en pedazos a Loren, un muchacho de la edad de Toby. El muchacho se deshizo, simplemente. Algo lo golpeó en el pecho y lo convirtió en una flor sangrienta. Aunque Loren parecía estar bien escondido en el hueco de una hendidura en la lava, la roca no pudo contra el arma del cíber.
Entonces, se decidió. Retirada. Le pareció oír órdenes similares de otros capitanes por el comunicador, pero no estaba seguro. Había organizado un fuego de apoyo para el cuerpo principal de los Bishop, pero ordenó claramente que nadie tratara de recuperar los cuerpos caídos. Habían perdido a once en la huida de la llanura y todavía murieron más mientras avanzaban por los arroyos y la línea de los riscos. Había logrado que la retirada no se convirtiera en una masacre, pero poco había faltado. Y desde el principio había ignorado las enloquecidas maldiciones de Su Supremacía.
La única buena noticia era que los niños, las mujeres embarazadas y los ancianos de la Familia estaban todos con el cuerpo de suministros. Eso era un avance comparado con lo que se hacía en Nieveclara. Pero las habilidades de los cíbers compensaban eso, claro está.
Killeen se preguntó durante un momento que pasaría la próxima vez que viera a Su Supremacía. ¿Ordenaría que lo mataran en un palo, como a esas personas que había visto en el campamento tribal? Había una buena posibilidad. Sin embargo, la Familia Bishop tendría que acudir al punto de reunión. Sin la Tribu, el grupo estaría perdido en ese planeta desolado. Sabían demasiado poco acerca de ese mundo para sobrevivir durante un tiempo prolongado.
Por un momento, Killeen sopesó su destino personal contra las necesidades de la Familia. Había visto bastante de las tácticas de Su Supremacía. Eran desastrosas en la lucha contra los cíbers y probablemente no muy efectivas contra los mecs. Las victorias de las que hablaban todos debían de haber ocurrido en el pasado, cuando los hombres tenían aliados entre los mecs. Además, después de la insubordinación de Killeen en el campo de batalla, Su Supremacía colocaría a los Bishop en el centro de la siguiente batalla, donde pudiera controlarlos mejor, y eso, con Killeen o sin él, por supuesto. Si es que Killeen seguía vivo para entonces.
Suspiró y Shibo, echada a su lado, lo miró con los ojos sabios, pensativos. Era evidente que sabía en qué pensaba su compañero, pero no dijo nada. Él sacó un bocadito y mordió los granos densos, azucarados. Cermo llegó al lugar con el grupo de retaguardia. Killeen lo miró ceñudo, una señal conocida de que no quería hablar. Necesitaba pensar.
En resumen, tendría que llevar a la Familia al lugar de encuentro. Iba a ser en la cima de una montaña, al parecer un lugar relacionado con revelaciones de símbolos religiosos. Allí se encontrarían con el grupo de suministros. Después, si decidían dejar el liderazgo enloquecido de Su Supremacía, podrían escapar con el estómago lleno y las mochilas repletas. Valía la pena arriesgar su seguridad personal por eso; ningún capitán tomaría otra decisión.
El Aspecto Arthur observó:
Es lógico esperar fervor religioso, incluso un fundamentalismo apasionado, ante las calamidades que sufren estas personas. Ten cuidado, porque ese ardor es el reflejo de un miedo interno que apenas pueden contener. Los han arrancado de sus hogares…
—A nosotros también —murmuró Killeen.
Sí, pero nosotros viajamos durante años en medio de la comodidad delArgo.
—No nos volvimos locos, ni siquiera en los peores tiempos de Nieveclara.
¿Y Hatchet? ¿Acaso no estaba desequilibrado?
Killeen recordó la mirada cerrada y tensa en la cara de Hatchet.
—No. Solamente era un egoísta, un malvado. Supuso que podría hacer un trato con los mecs, pero eran ellos los que lo estaban usando para el zoológico donde pretendían colocarnos a todos.
No veo la diferencia. Pero ten en cuenta que la Tribu también experimentó victorias sobre los mecs cuando los conflictos internos les dieron una ventaja. Después vinieron los cíbers, claro, y eso fue devastador. Esta forma de destripar el planeta… La reacción, entonces, la necesidad de un líder perfecto que sea la encarnación de sus esperanzas, que les diga que habla en nombre de Dios…, un efecto como ese está dentro de los límites normales de las respuestas humanas.
—¿Lo estás disculpando? ¿A un hombre que dice que es Dios?
Digo, solamente, que la Tribu todavía es eficiente y que tal vez no sea bueno que la Familia la abandone.
Killeen, irritado, llamó a Ling y preguntó:
—¿Tú qué dices?
Un capitán inteligente debe tener en cuenta las flaquezas de sus superiores. Yo…
—¿Flaquezas?
Una debilidad leve en el carácter. La disciplina es esencial y no puedo oponerme a un comandante que impone disciplina a sus capitanes…
Killeen encerró la vocecita en el espacio estrecho que le correspondía y se levantó. Tenían que ponerse en marcha en cuanto la luz desapareciera por completo. El descanso había dejado todavía más sensibles a sus pies. Tendría que caminar un buen rato antes de devolverles un cierto aletargamiento protector.
Los demás lo miraban con interés. Una en particular, Telamud, cuyo rostro parecía brillar de energía. La mujer se levantó y caminó con el cuerpo erguido, las piernas rígidas. Los ojos abiertos y parpadeantes miraban a su alrededor. Como intentando el movimiento, se balanceó de lado y después dobló las rodillas como si probara los escudos de las pantorrillas. Caminó de nuevo, la lengua fuera como para saborear el aire, jadeando un poco. Los otros se habían dado cuenta. Un hombre se levantó y le preguntó si se encontraba bien. Killeen se preguntó si no tendría fiebre. Telamud miró a su alrededor como si nunca los hubiera visto antes. Empezó a temblar. Killeen tenía miedo de que sufriera una tormenta de Aspectos, de que sus inteligencias la estuvieran dominando. La mujer tembló con más fuerza, un gorgoteo profundo salió por su boca abierta. Después, cayó, totalmente inerte.
Sus amigos la examinaron, le dieron algunos cachetes, trataron de despertarla. La mujer volvió en sí poco a poco, cansada y gris. No decía nada, pero parecía capaz de caminar de nuevo.
Mientras Killeen observaba todo eso, empezaron a caer gotas a través de las ramas de los árboles. Era una lluvia verdosa, extraña y fría, cortinas de agua que se movían como puntillas transparentes entre los árboles.
La Familia yacía en el suelo como muerta. Algunos ya habían comido lo que llevaban en las mochilas como si se estuvieran acomodando para pasar la noche.
—Eh, lluvia —dijo alguien, con la voz muy dormida.
—Nunca pensé que odiaría la lluvia —le contestó otro—. Nunca teníamos suficiente en Nieveclara. Pero ahora…
—Agua arriba, agua abajo —dijo Killeen—. Más en mis pies que la que cae del cielo.
—Eso impedirá que vengan los cíbers —comentó uno—. Espero.
Killeen agitó la cabeza. Esa lógica fútil no tenía base, pero la fatiga de la voz del hombre era muy profunda. Killeen recordó su repertorio de viejas leyendas y dijo:
—¿Recordáis a Jesús, el gran capitán? Bueno, yo soy más importante que él, porque camino sobre más agua que él.
La broma le consiguió una risita y algunos se levantaron. Estaban demasiado cansados para resistir gran cosa, pero Killeen sabía que no debía exigirles mucho más antes de que se terminaran las reservas. Después, tendría que enfrentarse a la rebelión desatada.
—Vamos —ordenó—. ¡Caminad bien! Esta noche, doble ración.
Esas palabras animaron un tanto al grupo, y la columna se movió lentamente hacia la noche cada vez más oscura.