P
ara Killeen, la mirada de Jocelyn fue infinitamente graciosa. La boca y los ojos de la contramaestre se convirtieron en enormes oes abiertas.
Se abrazaron, y los otros Bishop se arrodillaron cerca de un pequeño fuego que saltaba con un crepitar agradable y se reunieron a su alrededor.
Cermo lo palmeó en la espalda y lo abrazó. Lo que siguió fue confuso, rápido, intenso. Las caras y las risas abrieron una alegría ferviente en el frescor de la noche a medida que la noticia llegaba a oídos de todos y las voces llamaban y respondían a gritos entre las formas convergentes que saltaban junto a fuegos cercanos y llegaban corriendo en una celebración incrédula y excitada. Después, Toby estuvo allí, junto a él, la cara flaca y gris incluso bajo el brillo cálido de las llamas crujientes que alguien había cuidado y aumentado. Los ojos del muchacho bailaban con una alegría cálida y radiante. Killeen levantó a su hijo en el aire y lo hizo girar a su alrededor en un estallido brusco de sentimientos. El peso del muchacho lo sorprendió.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? —preguntaban las voces, y Killeen meneó la cabeza con un nudo en la garganta y el mundo hecho un borrón entre los ojos. Toby no necesitaba explicaciones y saltaba y reía como cuando era un niño. Killeen reía con alegría y se volvía para ver a todos, gloriosos grupos de Bishop, una inundación cuando él había esperado un arroyito reseco. Todos corrían hacia él, cruzando los últimos rayos del crepúsculo. Le dolía la garganta por ser de nuevo el centro de lo único que realmente le importaba, ese grupo abierto y unido como por una fuerza centrípeta que giraba alrededor de él, mientras la Familia se acercaba desde la oscuridad para rodearlo con sus brazos. Las preguntas lo bombardeaban desde todos los ángulos y no parecían ideas separadas, sino el medio por el cual la Familia lo rodeaba, lo aceptaba de nuevo en su seno. Después, en la luz brillante del fuego, a través de las conversaciones enloquecidas y los gritos, la vio. Un poco más atrás que los demás las manos detrás de la espalda para que no traicionaran sus emociones, los ojos parpadeando con furia para contenerse, la boca torcida en una angustia interna, los ojos húmedos, abiertos, suplicantes. Shibo.
Ella no le hizo preguntas. Invocó una costumbre antigua de los Bishop por la cual una mujer podía sacar a su hombre de la Familia si estaba herido o confuso. Killeen nunca había oído hablar de ese privilegio aplicado a un capitán, pero no se resistió. Dejó que Shibo lo guiara hacia una carpa pequeña, cuadrada y extraña, y se dejó caer como en un pozo tibio y suave.
Le dolía todo. El miedo y la angustia que había reprimido se habían almacenado en forma de tensión muscular, depósitos anudados en su sistema sensorial como pedazos de granito en un lecho de arena. Cada uno de esos puntos sólo esperaba que perdiera el control para gritar su dolor. Shibo no dijo gran cosa. Empezó a entonar una canción aguda, danzante, acerca de antiguos hechos heroicos. Lo fue desnudando para poner un poco de tibieza en esa piel sucia y cansada. Aplicó las cremas aceitosas y las masajeó con una hoja de piedra. La piel de Killeen ardía y aullaba por la limpieza y después, de pronto, se hundió por completo en un brillo cosquilleante.
Ella se movía a su alrededor, fantasmal, leve, diáfana; parecía sacarle las palabras de la boca, así que la historia fue emergiendo casi involuntariamente, como si estuviera contestando con las manos. El sistema sensorial de Killeen temblaba y ardía con el aliento húmedo de Shibo, con su rapidez. Sentía la desesperación de ella, los días terribles que había pasado y que ahora tejía entre los dos para unir a la pareja con el deseo de ambos. Estaban juntos en un lugar nuevo, una zona que nunca habían penetrado antes porque durante años la vida había sido tranquila y serena e incapaz de provocar sentimientos profundos. Empujaron, empujaron. Hundidos el uno en el otro, hueso contra hueso. Killeen se sentía enfurecido por la carne que se resistía a la fusión de la pareja con su peso terco. Luchaba con la mera dureza de los cuerpos. Shibo mordió, empujó y se tensó, luego se transformaron en cuñas aguzadas que se hunden unas en otras. Dejaron atrás los cuerpos. Juntos se deslizaron por espacios lejanos, como si navegaran.
Hubo un largo intervalo sin tiempo.
Después, como al azar, Killeen oyó una conversación lejana y murmurada. El ruido agudo de alguien que manejaba objetos metálicos. El crepitar del fuego. Las risas cansadas de los niños.
El mundo estaba allí de nuevo.
—Ah —suspiró Shibo con los ojos cerrados—. Aquí estás.
Se quedaron abrazados y rieron juntos. Killeen sintió un murmullo de dolor en la parte inferior de la espalda y supo que no había dejado atrás todo el pasado, que jamás podría hacerlo.
Habían venido de los espacios silenciosos. En blanco, sí, pero la presión del futuro ya estaba en Killeen de nuevo.
Hechos, hechos, sí. Siempre la masa brutal e ineludible de los hechos.
Estaban varados en una tierra destruida, entre dos fuegos de hostilidad alienígena. La Familia vivía en compañía de un grupo extraño de seres humanos.
Los planes de Killeen para Nueva Bishop ya carecían de sentido. La huida parecía la única solución posible y, sin embargo, si entendía bien lo que había sucedido mientras él estaba en las entrañas del ciborg, ese tiempo abigarrado y lejano, el Argo estaba perdido, en manos enemigas.
Volvió a acurrucarse junto a Shibo y se dejó ir en el perfume de la mujer, buscando un momento más de olvido.