L
a extensión de las instalaciones humanas era amplia e impresionante. Dos mujeres escoltaron a Killeen a través de los nudos de reunión de la Familia, Las dos eran capitanas, pero Killeen no les preguntó nada.
Se había dejado conducir a ese campamento inmenso ante la insistencia de los hombres y mujeres que lo habían encontrado. Todos sus sentidos le gritaban que estuviera alerta. Esa gente era amarga, silenciosa, y la entrevista con Su Supremacía lo había alterado mucho. Recordaba el consejo breve y tajante de su padre: «Lo primero que hay que recordar de los alienígenas es que son alienígenas». Eso podía aplicarse también a ese vestigio de la humanidad.
El atardecer derramaba rayos color azufre a través de la tierra maltratada y los detalles se destacaban más cuando la luz se hacía ambarina.
Pasó un anciano de aliento entrecortado que arrastraba un gran marco de metal. Su avance dejaba rastros profundos sobre la tierra. Había parejas jóvenes con las manos unidas junto a las hogueras brillantes. Charlaban en cuclillas, con los bebés sobre el regazo. Junto a una lámpara anaranjada y poderosa, una matrona grandota ponía cara de disgusto mientras discutía con un mercader por una bolsa de plástico llena de grano. Los chicos se escondían en los escombros, disparándose y apuntándose con palos, aullando los alaridos de batalla de las Familias con voces roncas y excitadas. Los hombres permanecían sentados, limpiando y aceitando las armas con toda solemnidad. Colocaban las partes brillantes sobre pedazos de tela usados y disponían las quemadas entre rodillas protuberantes, aumentadas mecánicamente. Una joven se inclinaba contra un transporte mec, tocando una leve canción en una pequeña arpa. Tenía las botas y los escudos puestos, y las agarraderas neumáticas brillaban con fuerza sobre sus tobillos. Sin duda estaba de guardia. Pero la música flotaba en la brisa prometiendo una alegría, una superficialidad que no había en ninguna otra parte.
Aquí y allá se veían chozas medio derrumbadas y depósitos alzados con tela y palos. Los fuegos grasientos encendidos del interior proyectaban una luz rojiza contra las delgadas paredes y amplificaban los movimientos hasta convertirlos en una especie de teatro de sombras. Había multitudes reunidas alrededor de las llamas, y Killeen reconocía en las caras no el cansancio que había esperado, sino una fuerza firme, silenciosa, incomprendida. Trabajaban cada uno en lo suyo para aprovechar hasta el último rayo de luz diurna.
Había grupos de hombres y mujeres que descargaban transportes mecs. Toda una flota de autocamiones esperaba en el campamento. Killeen estaba impresionado por el alto nivel de los saqueos de aquella gente. Nunca había visto nada semejante en Nieveclara. Había piezas mecs por todas partes y una riqueza incalculable en recambios.
Killeen preguntó los nombres de las Familias y las escoltas se los fueron diciendo a medida que atravesaban los fuegos de los campamentos: Trey, Deuce, Double-Nougth, Niner, Sept, Jacte, Ace. Cuando llegaban frente a cada grupo, un guardia les daba la voz de alto y ellas replicaban con palabras en clave.
El campamento, que primero le había parecido un conglomerado sin sentido, estaba bien organizado. Cada Familia se formaba en cuña, con las armas apuntando hacia el exterior para dominar una parte del perímetro, que desde arriba hubiera parecido una torta. Pasó la instalación de la Familia Niner, reunida en una formación que elevaba las largas varas de sus armas hacia el cielo.
—Antiaéreas —explicó una de las escoltas ante su pregunta. Tenía la nariz congestionada por un resfriado y los ojos hinchados—. Pueden derrumbar a los mecs.
—¿Cómo?
—Electromagnetismo.
—¿Qué banda? ¿Microondas? ¿Infrarrojos?
La cara tostada de la mujer se tensó de sospechas.
—Asunto de la Familia.
—¿Eres de los Niner?
—No. Las Familias se guardan su tecnología para ellas mismas, ya sabes.
—¿La tuya lo hace?
—Claro. Soy capitana de los Seben. Créeme, hay razones para proceder así.
—¿Por ejemplo? —insistió Killeen.
—Son costumbres de los días en que los mecs no nos causaban tantos problemas.
—Pensaba que todas las Familias estaban unidas bajo el poder de la Supremacía.
—Su Supremacía.
—Sí, sí. Mira, ¿cómo se coordinan los Seben con todas las otras Familias? No recuerdo bien los nombres y…
—Hay un viejo dicho. Los Seben van con los Elebben. Pero no quedan muchos Elebben ahora. Los mecs los eliminaron. Y lo que quedaba casi desapareció bajo el ataque de los cíbers.
La voz de la mujer era como grava contra metal. Killeen oía el sesgo de autoridad que había tenido Fanny. Dijo con cuidado:
—Pero si estáis unidos, ¿por qué no compartís la tecnología?
—Entonces ya no sería secreta.
—Sería muy útil que todos conocierais las armas de todos.
—¿Útil? ¿En qué?
—Si las cosas se ponen feas, hay más de una Familia que puede usar las armas.
La mujer negó con la cabeza.
—Si no te guardas una técnica, la pierdes.
—Pero… —La mujer meneó la cabeza de nuevo, exasperada, y Killeen comprendió que era inútil explorar ese territorio. Cambió de táctica y comentó como por casualidad—: Debe de ser duro llevar todo ese equipo sobre la espalda.
—Hay cosas peores.
—Eso está bien para un lugar fijo, como la Ciudadela, pero…
—¿Vosotros teníais una Ciudadela?
Era la primera señal de interés que le mostraban. No se habían preocupado por sus orígenes hasta ese momento. Killeen se preguntó si a él le hubiera interesado mucho cuando huía de los mecs en Nieveclara. Probablemente no.
—Sí, una Ciudadela. Excelente. Con defensas antiaéreas.
—Nosotros seguimos teniendo algunas armas grandes. Rechazamos a los mecs, así que pudimos desmontarlas y llevarlas en los transportes.
Killeen adivinaba el orgullo que había en la descripción de esa acción defensiva, envuelta en el remolino salvaje y confuso de la batalla, cruzada por variaciones de fortuna imposibles de prever. Dijo con respeto:
—Eso debió de retrasaros mucho cuando atacabais y luego os retirabais, supongo.
—Con los mecs, sí. Pero contra los cíbers es mejor tener armas pesadas, porque si no, te aplastan. Los cíbers son peores.
—¿Por qué?
—Enseguida leen la técnica que tienes. Sientes un tic en la cabeza y todo se te va.
—¿Invaden la red sensorial y leen el sistema operativo? Pero supongo que eso significa la muerte.
—No siempre. —Ella carraspeó y escupió algo marronáceo a un palmo de distancia frente a la bota derecha, todo sin cambiar el ritmo del paso.
—De donde yo vengo —dijo Killeen—, los mecs también hacen eso, pero no se preocupan y siempre te matan en un instante cuando lo hacen.
Ella asintió y tosió. Llegaron quince hombres por el sendero con un aparato mec que Killeen no pudo identificar, y tres de ellos se apartaron para dejarlos pasar.
—Sí, hubo un tiempo en que los mecs lo hacían también —dijo ella—. Pero después los espantamos.
—Su Supremacía dice que vosotros los derrotasteis.
—Por un tiempo —explicó ella, a regañadientes.
—¿Cómo?
—Cooperamos un poco con algunas ciudades mecs. Las ayudamos a acabar con la competencia.
Killeen estaba intrigado.
—¿Otros mecs?
—Sí. Su Supremacía lo arregló con ellos.
—Donde yo nací hubo Familias que lo intentaron. Era peligroso. Los tratos nunca duraban demasiado.
—Los nuestros sí. Colocábamos cosas en los transportes de los mecs. Por ejemplo, una ciudad nos daba suministros falsos. Parecía una cosa real. Entrábamos y los poníamos en una caravana que salía desde las fábricas hacia las grandes ciudades.
—Impresionante —comentó Killeen con respeto—. ¿Cómo?
—Sin metal. No nos poníamos nada de metal. Nos arrastrábamos a través de los detectores de la caravana muy lentamente.
—Parece astuto.
—Sí. Eso nos salvó la vida.
—¿Su Supremacía hizo todo eso? —preguntó Killeen despacio.
—Sí. Empezó con un trato que era solamente para su Familia. Los mecs para los que trabajaban los protegían. Cuando nos dimos cuenta, toda la Tribu lo siguió.
—Vi algunas ciudades mecs bien destruidas.
—Lo hicimos nosotros. Introdujimos bombas en los transportes, después las hicimos estallar.
—Un trabajo peligroso.
—Pusimos las trampas con ayuda mec.
—Nunca aprendimos a hacer eso —reconoció Killeen para que ella siguiera hablando.
—Resulta fácil, cuando se sabe cómo hacerlo. Conseguimos equipo sofisticado. Ojalá hubiera seguido así.
—¿Qué pasó?
—De pronto, no hubo más mecs. Al menos no muchos. Parecía que todos estaban en la órbita. Los veíamos de noche.
—Tal vez tenían algo más importante que hacer. Los cíbers.
—Eso suponíamos.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace un tiempo, tal vez dos estaciones, pero no tuvimos un buen verano, claro, con esas nubes ocultando el sol la mayor parte del tiempo.
—Y vosotros los echasteis —dijo Killeen para sonsacarla. Ella seguía mirando alrededor, siempre alerta, un hábito que nunca se abandonaba cuando se había pasado la vida al aire libre, huyendo. Killeen lo sabía.
—Su Supremacía dijo que era nuestra gran oportunidad. Atacamos las ciudades mecs a solas. Ya conocíamos los trucos.
—Ah —dijo Killeen, con respeto.
—Les dimos duro. Y justo cuanto todo marchaba bien, hubo cinco noches en que aparecieron las bolas de fuego. —Hizo un gesto con la mano hacia el cielo—. Y el trueno a veces. En el cielo, por todas partes, muy fuerte.
Pasaban junto a un gran fuego rugiente, donde había cientos de personas sentadas alrededor. Killeen sentía el calor que sacudía las llamas. Una canción baja y quejumbrosa se elevaba hacia el cielo desde la multitud, que cantaba cada vez con más fuerza a medida que desaparecían los últimos rayos de luz. Killeen no conocía la canción, pero su solemnidad grave le recordaba la Ciudadela y las canciones que la Familia no había oído desde hacía años.
La capitana de los Seben, que caminaban a su lado, hizo un gesto, que cruzaba del hombro a la cadera, a través del pecho, y luego hacia el otro hombro, sin duda un signo de respeto. La multitud les cerró el paso y ellos se detuvieron.
La capitana murmuró:
—Así que después de eso, no vimos muchos mecs. Pero están los cíbers. Son muchos.
—¿No habíais visto a los cíbers antes?
—No. La Familia Jack dice que combatió contra algunos mucho antes de esos tiempos, pero mi hombre Alfa dice que los Jacks siempre están hablando de lo que no saben. Tiene razón. —Una mirada inexpresiva se instaló en su rostro—: No es que esté diciendo nada contra una Familia unida bajo el mando de Su Supremacía, eso sí que no.
—Así que los cíbers vencieron a los mecs, ¿eso es lo que me estás diciendo? —preguntó Killeen.
—Sí. Así parece.
Killeen pensó que tal vez convendría contarle algo acerca de su experiencia en el nido de los cíbers, pero decidió que todavía no entendía bien lo que sucedía y que no valía la pena. En lugar de eso, empezó a abrirse paso a través de la multitud. Estaban cantando la canción lenta con algo más de ritmo, puntuándola con alaridos agudos e irritantes que le ponían los pelos de punta. Todas las caras estaban vueltas hacia las llamas, los ojos ciegos, llenos de lágrimas. Killeen sintió la gravedad del ritual de esa Familia, aunque era distinto de cualquier cosa que hubiera visto antes. Una gran insignia roja flameó sobre el hombro de un hombre, y eso le indicó que todos formaban parte de los Eight of Hearts.
Los tres formaron un círculo para evitar la parte más concurrida de la multitud y volvieron al sendero justo cuanto un pequeño carro salía del atardecer ambarino, conducido por seis mujeres. Killeen se apartó para dejarlos pasar y en ese momento la gente vio el carro y se oyó un suspiro colectivo. El atardecer se llenó de gritos de angustia.
Una guardia de honor flanqueaba el carro con las armas preparadas. La gente se arremolinó alrededor y Killeen quedó junto al vehículo. Vio tres cuerpos dispuestos formalmente sobre el fondo, los brazos a los costados. Todos tenían los ojos muy abiertos a la noche; caras olvidadas, desapasionadas, sobre cuerpos que desmentían esa calma. Dos eran mujeres, flacuchas, la piel hundida y lacerada. Y las dos tenían un moretón muy notable que se extendía desde el cuello hasta el vientre.
Pero no era un moretón, Killeen se daba cuenta de eso. El color púrpura se había extendido hasta los senos de la mujer, levantando zonas de piel amarillenta. El borde de la herida estaba arrugado y envuelto, como si alguna cosa en el interior hubiera intentado escapar abriéndole el pecho, hubiera fracasado y estuviera todavía dentro; como si la presión forzara las costillas hacia fuera y convirtiera los pulmones y los vientres en una gran pelota hinchada que goteaba en una bolsa acuosa, transparente.
El cadáver del hombre estaba boca abajo en el centro. El cabello raído le cubría la cabeza. Una pelota dividía la parte posterior de su uniforme. Otra cúpula estirada, brillante, transparente. Esta estaba bordeada por una costra marrón como barro reseco.
Los tres yacían juntos y apenas cabían en el ancho del carro, así que los cuerpos no podían rodar y quebrar la piel fina, tensa, inflada hasta lo grotesco.
Killeen sintió que se le llenaba la boca de vómito incipiente. Se volvió, aspirando aire a través de los dientes para anular el gusto asqueroso que venía flotando en el aire como una bofetada. Empujó los cuerpos de la multitud y miró directamente a los ojos de los que lo miraban sin verlo para volver al sendero. Las dos mujeres lo esperaban. En cuanto las vio, preguntó:
—¿Qué…, qué ha sido?
—Los cíbers —dijo la mujer más comunicativa—. Hacen eso a veces cuando están muy cerca.
—Pero ¿qué…?
—Esa gente está infectada. Su Supremacía dice que debemos limpiarlos, purificarlos. Tratarlos como corresponde.
—Sigamos, sí…
Ella agitó la cabeza y los mechones de su cabello negro se movieron como cuerdas imbuidas de vida.
—Si nos vamos ahora, será una falta de respeto.
Los cuerpos de hombres y mujeres apretujaron a Killeen en medio de la multitud. La inercia muda lo condujo hacia la hoguera.
En la estela del carro se elevó la tensión grave de la canción fúnebre de los Eight of Hearts. Él miró cómo las manos enguantadas sacaban los cuerpos rígidos y sucios del carro. Los apoyaron con mucha suavidad, con el hombre en el centro y boca abajo, y un corazón rojo de tela sobre la cabeza de cada uno. Después, una mujer alta con insignia de capitana habló un rato, la voz bien modulada, fuerte, acostumbrada al esfuerzo.
Killeen no escuchó las palabras. Miraba los cuerpos. A medida que los cadáveres se ponían más rígidos, las piernas y los brazos temblaban un poco, como si los ritmos que definían la forma de vida de las Familias (correr, la infinita sucesión de huidas del nómada) siguiera inexorable incluso al otro lado de la frontera de la muerte.
Después, la capitana se acercó a la primera mujer, hizo un movimiento ritual con un cuchillo largo y lo hundió con seguridad en la hinchazón brillante. La cúpula se rompió con un ruido fuerte. Líquidos lechosos salieron por la herida, corrieron sobre la cara del cadáver, sobre el rictus de la muerte, cubrieron los ojos todavía abiertos y gotearon sobre las piernas. Parecía haber una cantidad inverosímil de ese material acuoso. Cuando la cavidad se hubo vaciado, la costra exterior de la herida crujió y se rompió bajo los golpes repetidos de la capitana.
La mujer siguió golpeando. La punta del cuchillo entró de pronto un poco más abajo y el cuerpo se sacudió por dentro, temblando con un ruido de succión húmeda. Algo se estremecía en el interior, agitando el cuerpo de un lado a otro, temblando, empujando las costillas rotas. Un espasmo, otra convulsión y luego el cuerpo quedó inmóvil definitivamente. Las costillas se derrumbaron hacia dentro.
La mujer muerta parecía haberse encogido, vaciado. En el descanso final de la muerte, la cara se parecía a las de los que asistían a la ceremonia, una nariz pequeña como la hoja de una espada entre pómulos prominentes. Los ojos parecían hundirse en las cuencas oscuras. Un insecto pequeño se deslizó por la nariz hacia un labio lívido.
La capitana extrajo el cuchillo. En la punta afilada había una cosa dura, marrón y queratinosa que todavía se sacudía con energía febril. Era dura pero informe, como si las piernas y la cabeza todavía tuvieran que desarrollarse a partir de los segmentos marrones unidos unos con otros. Se debatía contra el cuchillo, retorciéndose. Después, bruscamente, se le escapó la vida y se quedó quieta.
La multitud se apartó un poco. La capitana arrojó la masa marronácea al suelo. Instantáneamente, una mujer saltó hacia delante y la aplastó con las dos botas. Gritó algo que Killeen no entendió, un alarido de furia, pena y desesperación. Después retrocedió y se perdió entre la multitud. Los hombres y mujeres que la rodeaban la aferraron, se la pasaron de uno a otro, abrazándola, protegiéndola con sus murmullos.
La capitana terminó con la segunda mujer de la misma manera. Killeen miraba la ceremonia sin decir nada, aterido, paralizado. Esta vez fue un hombre el que aplastó la cosa marrón. Crujió como los huesos de una mano aplastada. El hombre sollozaba mientras lo hacía y aplastó la cosa varias veces antes de volver con los demás.
La hinchazón en la espalda del cadáver que quedaba era mayor que las de las mujeres. La piel estaba cada vez más tensa, más transparente. Latía en pequeños movimientos, una convexidad aquí, una concavidad allá, hasta que toda la espalda del hombre pareció llenarse de una intención salvaje. El tronco era irreconocible ahora, salvo por los paréntesis de las costillas que se abrían para dar cabida a la colina de carne que se elevaba y latía, enfurecida.
La capitana de los Eight of Hearts levantó la espada y pronunció las palabras rituales. Pero antes de que pudiera hundir la hoja en la espalda del hombre, la piel se abrió. Un líquido lechoso empezó a rezumar por el agujero. Grietas oscuras corrieron por la parte superior del moretón.
Algo pequeño y escurridizo salió a la luz del fuego. Luego se alejó corriendo. La capitana no dudó ni un instante. Clavó el cuchillo en la cosa mientras esta corría por la pierna del cadáver. Unas patitas pequeñas lucharon y arañaron la hoja plateada. Pero el cuchillo había logrado lo suyo.
Un suspiro colectivo se elevó en la multitud. Los tres cadáveres estaban fláccidos y yertos ahora. Los parientes más cercanos, porque todos allí estaban relacionados de alguna forma, se adelantaron para enterrarlos.
Killeen caminó con piernas rígidas y torpes, alejándose del rugido de la hoguera. Al llegar al sendero, dijo con voz ronca a la capitana de los Seben:
—¿Eso es lo que hacen los cíbers? ¿Plantan las semillas en nosotros? ¿Ni siquiera nos dejan morir con honor?
—Sí —contestó la mujer tostada por el sol—. Pero esas cositas no son cíbers.
—¿Qué son?
—Algún tipo de garrapata. Los vimos trabajando, siguiendo a los cíbers. A veces se suben en ellos y les sacan cosas de las articulaciones, algo así.
—¿Pulgas?
—Supongo.
—Nos usan para espantar las pulgas —dijo Killeen, incrédulo.
—Nos dejan ahí tirados, y unas horas después vienen esas cosas. O nos matan con limpieza desde lejos, si no tienen tiempo.
—¿Para qué usan a los mecs?
—No lo sé. Repuestos, supongo.
Killeen se chupó el labio para esconder su sensación de inquietud. La mujer dijo:
—Sí, pero vamos a triunfar. Es la forma en que Dios nos está probando.
Siguieron adelante a través de la noche iluminada por los fuegos de las lámparas de aceite. Por encima de ellos, el cielo se abría y se extendía.