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T

ranscurrieron los días, y cada hora traía un dolor.

Quath usaba un poco la pistola clasificadora, y de vez en cuando fijaba máquinas y grúas a la pared de la Colmena en compañía de robots de bajo nivel a los que dirigía.

Las pequeñas criaturas de la Colmena chillaban y parloteaban en su minilenguaje. Quath sentía una punzada de vergüenza cuando pasaba alguna conocida.

Pero con el tiempo, esa sensación desapareció. Después de todo, trabajaba como todas las podia y poco a poco llegó a sentir que ese era un buen lugar para ella. Los hechos tenían su propia dureza, pero uno podía dormir con ellos.

A Quath no le importaba la forma estudiada en que algunas miriapodia la ignoraban en la conversación. Siempre había alguien con quien hablar, de todos modos. Las miriapodia eran distantes y aburridas, en realidad; sólo se preocupaban por sus muchas joyas mecánicas y por cómo adquirir otras.

Hacía eones, la idea tal vez había sido buena, pensó Quath: aumentar a las podia a medida que crecían para utilizar su experiencia y reemplazarles los órganos entumecidos. Pero ahora, esos monstruos incrustados se preocupaban más por las apariencias que por el trabajo. Y la Quath de la que se burlaban, la de cuatro podios, la que atropellaban sin darse cuenta mientras ella trabajaba entre robots sin cerebro, esa Quath sabía que las brillantes miriapodia se desvanecerían para siempre, inevitablemente, a pesar de los incontables músculos endurecidos y venas obturadas que les cambiaran.

Una noche, Quath pasó junto a una banda de mineras y exploradoras cuando volvía sola al tejido comunal por los pasillos arteriales grises e inertes. Una de ellas la llamó:

‹Ven a felicitarla como corresponde›.

‹¿A quién?›, preguntó Quath, cansada.

‹¡A Beq’qdahl! ¡La Tukar’ramin le ha concedido dos podios más!›.

‹¿Por qué?› Quath no estaba al corriente de las noticias.

‹¿Bromeas, trepadora de paredes?›.

‹No. ¿Por qué?›.

‹Hoy ha encontrado una veta nueva y rica de palazinia›.

‹Un hallazgo con suerte. Ya veo›.

‹¡Es más que suerte! ¡Es habilidad! Espiráculos que huelen los metales raros. ¡Eso es lo que vamos a festejar!›.

Apareció Beq’qdahl. La escoltaban tres podia. La pierna nueva brillaba como la plata y Beq’qdahl se inclinó hacia ella, articulando bien, con manchas de color convincentemente humildes en la garganta. Sin embargo, sus ojillos miraban en todas direcciones, llenos de niebla, como abandonados por un cerebro en estado de saturación.

‹Ven con nosotras, Quath’jutt’kkal’thon›. Tenía la voz espesa por el exceso de celebración.

‹Estoy un poco cansada›.

‹¿No quieres celebrarlo?›, gritó una podia de cuatro miembros. ‹A Beq’qdahl la han ascendido dos veces, tonta. ¡Un honor muy raro!›.

‹Ya veo›.

‹Estás enfadada porque Beq’qdahl es hexapodio ahora, mientras que tú tienes sólo cuatro. Es eso, ¿verdad?›.

‹En serio, no estoy de humor para…›.

‹¡Estupideces! ¡Monópoda tonta!›.

La podia se acercó a Quath, amenazante.

Quath se apartó. Otra lanzó un pedo de desprecio, una nube ácida y amarilla. Beq’qdahl fingió indiferencia y estudió las paredes granulosas.

Quath se agachó por un pasaje lateral y se dirigió a la gran estación comunal de hilos finos, a dormir.

Dormir.

Pero el sueño tardaba en llegar, atajado por relámpagos calientes detrás de los ojos.

Quath se retorció y se aferró a los hilos suaves de la cama. A veces se despertaba y entonces le parecía que vivía en el Tiempo del Sueño, cuando viajaron desde su mundo nativo a una velocidad mucho menor que la luz. Habían viajado colgando en bolsas perladas que se balanceaban en el viento mientras recorrían el sueño, los cuerpos suspendidos, las mentes flotando entre visiones nebulosas que después había sido mejor olvidar.

Justo antes de la madrugada, la algarabía distante de la celebración de Beq’qdahl desapareció en la noche. Quath esperaba dormir bien después de eso. Pero se despertó muy pronto con picazón, emocionada por una visión especial.

La Tukar’ramin, muy vieja y encogida, pronunciaba una conferencia. No era la Tukar’ramin resistente y dura que conocía, sino una anciana podia tartamuda, que repetía la sabiduría de un pasado muerto. A pesar de la magia técnica que le permitía atravesar el abismo entre una mente y otra, era sólo una anciana, nada más.

En el sueño, la Tukar’ramin le había descrito cómo caerían los mecs frente a las podia y el aguzado Círculo Cósmico, vencidos por la vida triunfadora.

En el sueño, Quath había gritado:

¡Sabes que nuestra misión es vacua!, y la Tukar’ramin, impresionada, caía y se dividía en bronce, cerámica y huesos quebradizos y antiguos. Caía sin cesar, infinitamente, la autoridad reducida a la nada bajo el peso terrible del tiempo, que no tenía remordimientos.

Cuando se despertó, Quath se dio cuenta durante un momento brillante de que su preocupación por la muerte ocultaba una pista. De alguna forma, eso tenía importancia dentro de los hechos del Centro Galáctico. Pero ¿cómo? Los pequeños rasgos de Filósofa que la recorrían como hilos muy débiles no le dieron la respuesta a esa pregunta.