1

C

lin, clin.

Clac, clac.

Nervios.

Quath caminaba a grandes zancadas sobre la tierra quemada.

Todavía había una última colina entre ella y el Sifón. Quath articuló con fuerza, sintió crujir las piernas, las abrió y ascendió a la cumbre.

Una piedra de la cosecha le golpeó el vientre y se alejó rodando con un ruidito que recordaba un quejido. Quath apagó el aullido del metal que se quebraba cuando sintió que la aleación cayó burbujeando.

Ella miró al frente. Allí, hacia arriba, envuelto de plumas de oro, crecería el Sifón.

‹¿Dónde estás, ojo partido?›, llegó la voz agridulce de Nimfur’thon.

‹Vengo por el costado, monópoda›. Quath escupió con un gesto de amistad dulce para que la otra olvidara la acidez de la broma. Llamar a alguien «una sola pierna» era un insulto muy duro según el elaborado código de convenciones. Pero la imagen de algo que saltaba en un solo pie resultaba también lo bastante graciosa como para convertirse en una broma entre amigas.

‹Te vas a caer y llegarás tarde, te lo advierto›.

‹Me dijiste que estarías lejos de Sifón. Pero leo que estás delante de mí›.

‹¡Atrápame!›, envió Nimfur’thon.

‹Estás demasiado cerca›.

‹Para ti, tal vez. No para mí›.

Quath siguió adelante, acercándose al lugar donde vendría el Sifón. Ya había nubes revueltas, rojas y torturadas. La línea dorada y tallada en roca ya había pasado una vez frente a sus ojos. Pronto aparecería de nuevo y se elevarían grandes sombras negras. Podía secarse si Quath y Nimfur’thon se acercaban demasiado.

‹¡La Tukar’ramin nos lo advirtió en especial! Pueden salir partes del chorro›.

Sin duda ella y Nimfur’thon habían sido valientes al atreverse a ir a ese sitio. Ahora Quath sentía que había rasgos tímidos en su conversación, alimentados por sus submentes. Las submentes siempre se mostraban prudentes. Pedían que las consultaran una y otra vez. Hacían correr una voz de duda e inquietud por debajo de la principal. Odiaba esas claves indeseadas de su naturaleza interna que se deslizaban a través de los filtros y la hacían tan fácil de leer para otras.

Nimfur’thon dijo en confianza:

‹Son solamente fluctuaciones estadísticas, amiga coja. La estación atrapará el bulto y lo volverá a poner en su bolso madre›.

Quath dejó de medir su posición con puntos fijos en los picos cercanos. No había lunas alrededor de ese mundo; para navegar con facilidad, usaba la estación alta de los mecs que los suyos habían capturado. Ese brillante botín de guerra agradaba a las submentes de Quath, una señal del poderoso éxito de la especie en ese mundo. Habían acabado con los superintendentes mec de la estación: La Horda de Podia descendió como una sorpresa y con un coraje a toda prueba. Quath estaba orgullosa de formar parte de ese ataque valiente contra una provincia interior de los mecs.

Siguió bajando la colina, crujiendo, rugiendo, tañeando cuando los podios encontraban apoyo en las piedras sueltas. Se lanzó sobre el cuerpo rojo y atento de Nimfur’thon. En calma, sin dejar que entraran colores en sus palabras, dijo:

‹Espera, estamos muy cerca›.

‹Monópoda. ¡Deja de preocuparte!›.

La mente de Quath se coaguló por un instante al sentir que en uno de sus podios delanteros crujía un servo caliente. Pensó en la Tukar’ramin, que trabajaba a salvo en la Colmena, detrás de la línea alta de los riscos. Ella y Nimfur’thon deberían estar allí, celebrándolo en la Colmena con el resto de la raza.

Quath había caminado por esas colinas muchas veces con Nimfur’thon cuando trabajaban juntas. Habían luchado con los tubos de flujo. Nimfur’thon se había partido un hueso de un podio con un escotillón roto. No había podido caminar del dolor hasta que Quath fue a buscar un recambio artificial.

El nuevo podio de Nimfur’thon funcionaba mejor que el original orgánico, como siempre. Quath envidiaba el podio nuevo. Nimfur’thon era más rápida con él. Ya no tenía podios naturales. El cuerpo largo y tembloroso de Nimfur’thon brillaba con las intenciones de su dueña, cubierto casi por completo por capas metálicas.

La Colmena había decidido otorgar a Quath y a Nimfur’thon lo último de la cibernética avanzada, sistemas y subsistemas de órganos, miembros y antenas, sistemas hermosos y autosuficientes. Era un honor que las eligieran, pero eso no les hacía olvidar el espíritu de la juventud.

‹¿Ya no lo recuerdas, Quath? Juramos escaparnos y encontrarnos aquí para desafiar las grandes energías y mirar cómo baila el plasma sobre las colinas›.

‹Yo…, nosotras…›.

‹¿Tus osículos se sobrecargan ante ese pequeño vuelo?›, envió Nimfur’thon en tono agudo. Al mismo tiempo, dejó pasar en voz entonada: «Yo…, nosotras… Yo…, nosotras», en una banda lateral de su onda principal, bromeando.

‹No, yo…, yo…›.

‹Te estás convirtiendo en una terrenal apegada al suelo, Cigarra-Quath. Tu tórax hace grandes anuncios, pero en el momento de…›.

‹¡Ya basta, chupadora de esporas! ¡Pronto te atraparé!› Esas palabras sonaban falsas. Como le sucedía a toda la especie, las alturas aterrorizaban a Quath. Volar era peor todavía. Sus submentes dieron la alarma. Reunió todo el valor que tenía.

Con una sacudida, hizo nacer un huevo rosado de llamas detrás de su cuerpo. Salió disparada hacia arriba, contra la cara pecosa de un acantilado de granito. Mientras Nimfur’thon se burlaba, Quath había estado calculando, planificando. Ahora usaba todas sus reservas de un golpe, se levantó en arco sobre la pared de piedra y aterrizó entre las rocas del pico, con el combustible formando una niebla negra detrás de ella y los cohetes casi ahogados. Se aferró a las piedras.

Se tambaleó sobre el borde.

Acarició el aire azul.

Luego se aferró de nuevo.

Criiiinch, aulló un nexo, pero Quath se arrastró hacia la seguridad y sintió el calor del equilibrio cuando su centro de gravedad se deslizó a la posición correcta sobre el suelo firme. El miedo se transformó en orgullo.

‹¡Ríete ahora, venga!›, ladró.

‹¿Cómo…? Ah, has usado hasta la última gota de combustible. No es inteligente›. Nimfur’thon era un disco chato contra la llanura, más abajo.

‹¿Tú me hablas de inteligencia? ¿Tú, que me empujaste a venir aquí?›.

De pronto, Quath se sintió expuesta, en ese punto tan alto. Espió las mantas de fosforescencia que flotaban en el aire, cerca, terriblemente cerca.

La señal ondeante de Nimfur’thon revelaba un leve hilo de miedo.

‹Se forma el Sifón›, gritó Quath.

Un vapor amarillo surgía de las colinas lejanas. Había edificios de barro en esa línea de acantilados, las casas provisionales de los constructores de los tubos de flujo.

‹Baja por el otro lado, Quath. Lejos del Sifón›.

Quath se lanzó hacia abajo y las piedras cayeron con su saltos.

‹¿Y tú? Tenemos que darnos prisa›.

‹Yo voy a cruzar esa llanura. Nos encontraremos en la quebrada, allá›. Nimfur’thon envió una imagen vectorial en una parrilla. ‹Y contemplaremos un rato el Sifón›.

Quath emitió un quejido mientras se alejaba a toda prisa.

Nimfur’thon la llamó con orgullo.

‹Nos merecemos un buen descanso. Para nosotros es el primero, no como para una de esas multipodia avinagradas, que ya están aburridas de todo. Hemos trabajado mucho para conseguir esto›.

Quath ignoró esas justificaciones y se dedicó a examinar las rocas que tenía por delante mientras saltaba y corría abajo. No era momento para quedar enterrada bajo el abrazo de los cascotes, no. Rodeó un borde de rocas, se deslizó en un movimiento controlado…

‹Quath, ¡hay animales aquí!›.

‹Imposible. Ya quemamos esta área›.

‹No, los asusté con mis pasos. Salieron corriendo de sus pozos›.

Quath giró en redondo y enfocó a Nimfur’thon en la llanura. Había puntos que giraban en el disco gris y blanco.

‹Voladores. Pájaros›.

‹No. Nadas. Son los peores. Una auténtica peste›.

Nimfur’thon disparó fuego a los puntos. Se ennegrecieron y cayeron.

‹¿Estás segura de que no son mecs?› Quath tenía miedo, auténtico miedo. Habían vencido a las fuerzas principales, pero aún podía haber mecs vagando por las colinas.

‹No, nada tan peligroso. Pero ¡hay tantos!›.

‹¡Adelante! ¡Apenas si tenemos tiempo!›.

‹No. Siento que hay más de esas bestias. ¿Y si han entrado en los constructores de los tubos de flujo? Podrían estropear el Sifón›.

‹Olvídalos. ¡Corre!› Quath se lanzó a toda velocidad por una quebrada estrecha.

‹Percibo los ruidos que hacen›, gritó Nimfur’thon. ‹Hay muchos. Están formados en filas›.

‹Buscan comida. Son recolectores. Pero tenemos que irnos de esa llanura expuesta ahora mismo›. Clinc, clinc, smash, se lanzó por el acantilado.

‹Debemos llamar a la Tukar’ramin. Estas bestias tal vez ya están dentro de los tubos de flujo›.

‹Entonces, pronto van a desaparecer. ¡Monópoda estúpida! No podemos llamar a la Tukar’ramin. ¿Ya has olvidado que vinimos sin una orden?›.

‹Ah, ahí está. Ya he quemado al último. Si hay más…›.

‹¡Olvídalos!›.

‹Tienes razón, ya voy›.

El cielo se dobló. Una riqueza dorada giró hacia las dos.

‹¡Vuela! El tiempo no permite que…›.

‹Ya voy. Disparo…›.

El cielo se estremeció.

Quath se detuvo, erguida sobre sus podios y, clic, cerró las puertas y los escudos. El aire que corría cantó una canción ionizada. Desde detrás de las colinas bajas avanzaba una pared. La línea brillante había pasado hacia el norte a medida que aumentaba la velocidad de sus revoluciones. El gran Círculo Cósmico giraba más rápido; sus golpes formaban una nube ciega. El giro había levantado una presión de corte. Ahora la pared dorada se movía hacia el exterior con respecto al polo, un cilindro casi perfecto que se levantaba y señalaba el cielo.

Una estación de flujo cercana envió sus remolinos magnéticos, que tomaron el hilo y lo colocaron en el lugar correcto. Miles de estaciones similares empujaban y tiraban de la línea giratoria y rápida en su camino alrededor del polo del planeta.

Ese tubo de luz danzante, el Sifón, hacía sangrar colores en el cielo herido, suministraba rosado duro, rojo y anaranjado. El viento aullaba y aferraba los dedos delgados y superficiales de Quath como si quisiera tumbarla. Quath se volvió desesperada hacia el canal de la especie para pedir auxilio. En lugar de eso, la inundó la visión que tenía la especie del risco lejano.

El tubo de flujo se veía recto y real desde la falda de las colinas. Golpeó el techo de nubes y las despejó en remolinos brillantes y purpúreos. Se dispararon puntos muy oscuros, arriba, arriba, y en un instante el calor limpió las nubes marfileñas.

Ahora apareció el negro del vacío, un punto que se formaba en lo alto, una meta que se convertía en realidad a medida que la flecha se le acercaba. Las estrellas brillaron de nuevo.

Se forjó el nexo superior cuando el tubo se abrió en el vacío limpio del espacio. Quath observó con los ojos abiertos, estupefactos, cómo subían las motas ambarinas y grises. La especie envió un coro de aplausos, una canción saltarina y chirriante.

*¡Terminado!*, llegó la señal cálida de la Tukar’ramin.

Ahora el Sifón murmuraba con vida nueva, bien hundido en la roca. Las paredes del tubo mantenían abierto el agujero de roca sólida que presionaban hacia el interior, excepto en el núcleo. Allí, fuerzas inmensas obligaban al metal a entrar en el tubo giro tras giro. Presiones inconmensurables luchaban a lo largo de las paredes del tubo, que se abría, palpitante, sacando un cilindro quemado y liberándolo del planeta madre. La parte superior enfrentaba el vacío, y abajo liberaba fuerzas que empujaban la roca hacia la superficie.

*Fluyendo está*, llegó la voz melosa y tranquila de la Tukar’ramin. De pronto, el tubo de flujo se llenó.

Paredes perladas, transparentes de fuerza, se volvieron grises. Un flujo de roca surgió hacia arriba.

‹¡Nimfur’thon!›, llamó Quath con fuerza en el vendaval rugiente y poderoso. Los pétreos dientes del viento le golpeaban la piel. ‹¡Nimfur’thon!›.

‹Aquí. He aterrizado pero estoy expuesta›.

‹¡Aguanta!›.

‹Ciegas estamos, mi monópoda. Esta brisa hiriente…›.

Una ráfaga rugiente pasó por las colinas. El tubo de flujo se inflamó. El cilindro se llenó, oro a rojo a blanco.

‹¡El núcleo!›.

Y así salió la superficie.

La lanza de la especie había golpeado el tesoro de este mundo. La garganta del tubo se formó con habilidad y engordó un poco cuando pasó la primera honda de metal. La corriente de metal fundido salió a toda velocidad de las vastas presiones del núcleo hacia el vacío del espacio. La riqueza se elevó para huir del peso abrumador del planeta.

Quath trató de distinguir algo. Las paredes del tubo de flujo brillaban y le herían los numerosos ojos. Se sumergió en la fuerza de la visión de la Tukar’ramin.

Hubo un baile delicado de corrientes verdes y ambarinas, metales preciosos, lo único que era valioso en aquel mundo devastado. La visión de la Tukar’ramin varió y siguió una mancha negra de impurezas por el conducto brillante hacia las estrellas, en el vacío que la absorbía por encima de los límites del aire.

Allí arriba, campos magnéticos flexibles deshojaban las corrientes y buscaban una órbita para aquella papilla multicolor. El flujo amarillento, tembloroso, libre al fin del ahogo de la gravedad, se disparaba hacia el frío. Volvía al espacio que había conocido hacía siglos y el metal se formaba, se mezclaba, con la superficie cubierta de impurezas marrones. El hilo que nacía crujía y gruñía en algunos sitios a medida que se abría. Se fracturaba a veces, pero seguía deslizándose suavemente a lo largo de la órbita.

Al enfriarse, se ponía gris.

Al ponerse gris, se trenzaba.

‹¡Quath! Algo…›.

Confundida, Quath enfocó a Nimfur’thon. Pero la señal se cortó.

Envió un mensaje a la Colmena a través del ruido. Llegó un tono de respuesta y la visión de la especie se apartó del hilo brillante de metal hacia las colinas hundidas. Un viento huracanado segó el aire. La luz fantasmagórica del metal del núcleo sembraba la llanura de sombras. Pero algo se movía…

El tubo. Se retorcía, murmuraba, se doblaba en hélice, volvía a enderezarse. La luz surgió en las paredes.

Se formó un bulto. Y creció.

Quath miró la imagen, se perdió en ella. El tubo de flujo se acható y ondeó. De pronto, se dobló más rápido de lo que podía captar el ojo. En el exterior, sobre la llanura. La sopa de metal escapó. Una pelota blanca y cegadora se abrió en el tubo y escupió rocas, creció cada vez más.

La hojuela gris que era Nimfur’thon se agachó en un arroyo poco profundo. La roca que tenía encima cantó cuando la tocó el líquido burbujeante. La marea dudó y después se derramó, quemando, quemando, quemándolo todo.

‹¡Nimfur’thon!›.

Ahora las imágenes llegaban demasiado veloces y Quath no las comprendía.

Las piernas flotaban en el aire. Un aullido desgarrador. Las almohadillas de los pies se fundían al ser tocadas por el blanco cegador del metal. Nimfur’thon se volvía, los podios separados del cuerpo. La piel abierta. Las entrañas al aire, quemadas en humo marronáceo.

Los podios de movimientos de Nimfur’thon se fundieron lentamente en una pasta blanca. Sus podios de manipulación se aferraron frenéticos al cielo, como si pudiera levantarse con ellos.

Penachos anaranjados crujieron en la escotilla superior. Los podios golpearon las llamas en movimientos espasmódicos. Las lenguas amarillas la lamieron. Una escotilla se abrió de pronto. Saltaron fragmentos de metal.

Así recordaría Quath a Nimfur’thon. El espectáculo borró todos sus otros recuerdos. Durante mucho tiempo, Quath no vería nada más que aquel momento terrible de la muerte. Sus ópticos registraron otras entradas, pero la mente las rechazó. Se quedó congelada. En silencio. Empezó a temblar.