A
l capitán le gustaba caminar por el casco de la nave.
Era el único lugar donde podía disfrutar de auténtica soledad. Dentro del Argo estaba el roce del movimiento, el crujido de la humanidad que había permanecido durante dos años en el espacio reducido aunque bastante agradable de una nave espacial.
Y peor aún, en el interior siempre podían interrumpirlo. La Familia estaba aprendiendo a dejarlo en paz por las mañanas, debía admitirlo. Había difundido con sumo cuidado un rumor acerca de su mal humor matinal, y la argucia empezaba a dar resultados. Aunque de vez en cuando todavía se le aparecía de pronto algún niño con una pregunta, últimamente siempre había un adulto cerca para llevarse al insolente a rastras.
A Killeen le disgustaban las mentiras (no estaba más irritable cuando se levantaba que en cualquier otro momento del día), pero era la única forma de conseguir un poco de intimidad. Así que nadie lo llamaba para molestarlo con cuestiones de la nave cuando estaba fuera. Por supuesto, ningún oficial se atrevía a cruzar la esclusa y salir a buscarlo.
Además, ahora había una razón mucho más poderosa para no salir. Caminar por el casco implicaba convertirse en un buen blanco para los ojos que vigilaban arriba.
Aquí fuera. Killeen había estado pensando con tanta concentración en sus problemas, como le solía pasar siempre, que se había olvidado por completo de admirar la vista o de localizar a la escolta enemiga.
Su primera impresión, cuando levantó la cabeza para ver toda la extensión de luz a su alrededor, fue la de un cielo ardiente, rodeado de nubes. Sabía que era una ilusión, que ese no era el cielo planetario y que el casco brillante del Argo no era un horizonte.
Pero la mente humana seguía siempre los esquemas adquiridos en millones de años. Esas manchas brillantes azules y rosadas, marfileñas y de un naranja acaramelado no eran nubes en el sentido normal del término. Su fosforescencia provenía de los soles que habían engullido. No eran vapor de agua, sino enjambres multicolores de átomos en movimiento. Emitían luz porque las estrellas que cubrían enviaban estímulos intolerables.
Los cielos de Nieveclara nunca habían crujido con la energía atrapada que brillaba, intermitente, entre esas nubes. Killeen vio un destello de luz azul caliente cerca de una gran burbuja anaranjada. Las temblorosas curvas de la burbuja se hinchaban como salchichas rotas, reventadas. De pronto se enroscaron, se cuajaron en bordes titilantes que avanzaban con la lentitud de las serpientes y después toda la burbuja estalló en fragmentos lívidos, tortuosos.
¿Sería ese el clima de la estrella? Nieveclara había tenido un clima que podía volverse bruscamente agresivo, y Killeen suponía que en la escala inimaginable de las estrellas sucedía lo mismo. Como no entendía la forma en que los planetas forman el clima ni las complejas leyes de las mareas y las corrientes, el aire y el agua, no le resultaba difícil suponer que había un sombrío misterio similar en las vidas furiosas de las estrellas.
La furia hería el cielo. Detrás de ellos giraba el disco carmesí del Comilón, una gran boca devoradora. Engullía soles enteros y eructaba gases calientes. En la huida de Argo desde Nieveclara, que navegaba cerca del Comilón, habían luchado contra el polvo ardiente que alimentaba al monstruo. Su gran disco era como azúcar quemado en el borde y se enrojecía cada vez más hacia el centro. Todavía más hacia el interior había un amarillo encendido y circular, y en el medio, una ferocidad viva, de un azul blanquecino, una bola de fuego permanente.
Al mirar hacia fuera, Killeen veía en gran escala la estructura que sus Aspectos le habían anunciado. Toda la galaxia se alzaba amenazante, como un fantasma plateado más allá de las tierras polvorientas y oscuras. La galaxia también era un disco. Pero infinitamente mayor. Killeen había visto antiguas pinturas de las regiones más allá del Centro, un lago de estrellas. Pero ese lago no tenía ondas ni movimientos. Allí, las mareas de luz barrían el cielo como si algún dios hubiera decidido que el Centro sería su última obra de arte luminosa. La estrella a la que se dirigían giraba a lo lejos, un puntito diminuto en medio de la tormenta. Todas las esperanzas de la Familia se centraban en ella.
Y flotando en ese hervidero, el enemigo.
Killeen escudriñó atentamente el panorama pero no lo descubrió. El Argo se acercaba al borde de una nube de polvo negro. El lejano vehículo mec probablemente estaba en el interior de esa oscuridad que lo ocultaba todo. La Estrella de Abraham luchaba por liberarse de aquella inmensa mortaja. Muy pronto, el Argo podría espiar a través de los bordes deshechos de la nube para buscar los planetas.
Algo se movió en la mente de Killeen, pero él descartó la idea, fascinado por el espectáculo que se desarrollaba a su alrededor. Los cielos se movían con escamas de luz bailarina, como bestias luminosas que se ahogaran en mares renegridos.
¿Qué posibilidades había de que al descubrirlo ahí, fuera, el vehículo mec quisiera dispararle?, se preguntó. Nadie lo sabía, y esa, en la paradójica lógica del liderazgo, era la razón por la cual debía quedarse.
Había instaurado el ritual de caminar por el casco hacía un año, a instancias de uno de sus Aspectos principales, una personalidad muy anciana llamada Ling. Reverenciado y respetado, la Familia había entregado el Aspecto a Killeen con una gran ceremonia en el salón central delArgo. Ling era el último de los capitanes espaciales en el inventario de chips de la Familia. La micromente había comandado un antepasado del Argo y tenía cosas muy interesantes que decir, aunque muchas veces sus palabras resultaban ininteligibles.
Sí, y mi consejo está dando resultado.
Había pensado en Ling, así que la voz firme y autoritaria del Aspecto empezó a sonar en su mente. Killeen dejó escapar un gesto de escepticismo y el Aspecto lo percibió.
Esta caminata sirve al segundo propósito de mostrar tu calma personal y tu tranquilidad frente al enemigo.
Killeen no respondió. Ling sólo sentiría sus dudas como el roce de una llovizna después de una tormenta. Siguió caminando. Se aseguraba de que sus botas magnéticas se aferraran bien al casco antes de levantar un pie. Aunque se soltara, había muchas posibilidades de que su trayectoria lo llevara directo a una antena o un mástil de los de más abajo. Eso lo salvaría de la vergüenza que había sufrido con bastante frecuencia desde que empezara con este ritual. Cinco veces había tenido que arrastrarse hasta la nave sirviéndose de un cable de punta magnética. Sin duda la tripulación lo había visto y se había reído bastante.
Ahora se cuidaba mucho de no tener el cable muy cerca de la mano en el cinturón. Se la guardaba en un bolsillo del pantalón. Para los que lo observaran desde los grandes paneles de la sección agrícola, el capitán aparecería como una figura confiada que saltaba sobre las grandes curvas del Argo sin un cable de seguridad visible. Una reputación de confianza en sus propias habilidades podía servirle de mucho en los tiempos difíciles que se avecinaban.
Killeen se volvió para mirar el disco amarillento de la Estrella de Abraham. Desde hacía meses sabía que ese era el destino de su largo viaje: una estrella semejante a la de Nieveclara. Shibo le había dicho que había planetas orbitando a su alrededor.
Killeen todavía no tenía ni idea de la clase de planeta que podía encontrar ni de si le brindaría un refugio para su Familia, pero el programa automático del Argo los había conducido allí siguiendo un conocimiento mucho más antiguo que el de sus antepasados. Tal vez la nave sabía lo que hacía.
De todos modos, el largo descanso de la Familia estaba a punto de terminar. Se avecinaban tiempos difíciles. Killeen debía asegurarse de que su gente estaría preparada.
De pronto descubrió que estaba saltando con más fuerza, casi sin tocar el casco. Sus pensamientos lo impulsaban hacia delante y ni siquiera pensaba en el ruido de su respiración jadeante dentro del casco. El olor acre de su propio sudor le subía en vaharadas hasta la cara, pero siguió adelante. El ejercicio resultaba agradable, sí, y le hacía olvidar la amenaza invisible que acechaba la mente antes del inicio de su jornada oficial.
Su mayor preocupación era la disciplina. Con la ayuda de Ling había enseñado e instruido a todos, tratando de descifrar los antiguos rompecabezas del Argo y de ayudar a sus oficiales a convertirse en navegantes espaciales expertos.
Esa era su misión, un rol bastante ambiguo: capitán de una tripulación que era también su Familia, una circunstancia que no se había dado en el recuerdo de ninguno de los supervivientes. Sólo contaba con la ayuda lacónica de sus Aspectos o de los Rostros menores, voces antiguas de tiempos caracterizados por mucha más disciplina y mayor poder. Ahora, la humanidad era un vestigio harapiento que huía para salvar la vida por los márgenes de la vasta civilización mecánica que dominaba el Centro Galáctico. Eran ratas que se escurrían por las paredes.
Manejar una nave espacial era una tarea muy distinta de las maniobras a través de las llanuras resecas y desnudas de Nieveclara. Los esquemas que la Familia había seguido durante años se basaban nominalmente en la jerarquía de la tripulación de una nave, pero estos años habían demostrado que el abismo entre los dos universos era enorme. Killeen no tenía ni idea de cómo se comportaría la tripulación cuando tuviera que reaccionar con fortaleza y precisión instantáneas en un momento de crisis.
Tampoco sabía lo que tendría que hacer. Los mundos sombríos que orbitaban la Estrella de Abraham podían contener peligros infinitos u ofrecerles un paraíso tranquilo. La Familia estaba allí guiada por una inteligencia mecánica de motivos desconocidos; el Mantis los había enviado a uno de los pocos planetas que los seres humanos podían habitar en el Centro Galáctico. O tal vez se dirigían a un lugar que cumplía solamente las expectativas de la civilización mec.
Killeen se mordió el labio, concentrado, mientras saltaba a lo largo de la popa del Argo y se volvía para regresar hacia el cuerpo principal de la nave. Jadeaba un poco, y como siempre, deseaba poder secarse el sudor de la frente.
Había jugado con el destino de la Familia con la esperanza de que allá adelante les esperaba un mundo mejor que la vencida y cansada Nieveclara. Pronto podría ver los dados y sabría si había ganado o no.
Respiró hondo para recobrar el aliento mientras caminaba sobre las redondas zonas de vida, grandes burbujas que surgían de las líneas esbeltas del Argo como cuerpos inmensos y quebrados de enormes parásitos. Allí dentro, las paredes opalescentes estaban cubiertas de gotas de rocío, brillantes como joyas que colgaban apenas a un dedo del vacío absoluto. Habían grandes hojas verdes aplastadas contra las paredes, una imagen que al principio había aterrorizado a Killeen, hasta que comprendió que, de alguna forma, ese material transparente pero flexible soportaba las presiones y pinchazos de la materia viva sin romperse. A pesar de la rebelión de las plantas en el interior, no había ningún peligro de escape. El Argo había, mantenido el equilibrio entre las necesidades permanentes de la vida y las órdenes igualmente imperiosas de las máquinas, un acuerdo que la humanidad nunca había logrado en Nieveclara.
Mientras caminaba a lo largo de las paredes curvadas de las zonas de vida, veía algunos rostros achatados que lo observaban desde dentro. Una mujer de la tripulación se detuvo en la cosecha de frutas y le hizo un gesto con la mano. Killeen respondió con un seco saludo militar. Ella colgaba boca abajo, porque las burbujas de vida no participaban en los giros delArgo.
Desde donde estaba la mujer, el traje brillante de Killeen debía de parecer un hombre en un espejo caminando a cámara lenta con pasos imposibles, enfundado en pantalones del mismo metal que el casco, con una camisa que era un remolino enloquecido de nubes y estrellas. Su traje había salido de los viejos depósitos del Argo y tenía una capacidad sorprendente para resistir tanto el calor como el frío del espacio. Killeen había visto a un hombre de la tripulación retroceder sin darse cuenta sobre una luz de gas y no sentir ni una chispa del calor abrasador que había al otro lado de la piel plateada.
Su Aspecto Ling comentó:
Un traje refractor es buen camuflaje contra nuestro acompañante mec.
Ese tipo de comentario significaba que el Aspecto sufría de nuevo fiebre de cabina. Killeen decidió continuar con la conversación; eso tal vez le ayudaría a fijar la idea escurridiza que flotaba allí, sin que su mente lograra captarla del todo.
—El otro día me dijiste que, de todos modos, el mec no estaba interesado en mí.
Eso supuse. Todo indicaba que iba a atacarnos y sin embargo ha pasado una semana y sigue manteniendo la distancia en un curso paralelo.
—Parece armado.
Sí, pero no dispara. Por eso te aconsejé que caminaras aquí fuera, como siempre. La tripulación hubiera notado cualquier cambio en la rutina.
—Correr riesgos innecesarios es una estupidez —gruñó Killeen.
En este caso, no. Conozco el comportamiento de las tripulaciones, sobre todo en una situación de peligro. ¡Escúchame! Un comandante debe imbuir de esperanza a su tripulación, sobre todo en las circunstancias mortales de una guerra. Ahí es cuando surgen de nuevo las eternas preguntas: «¿Quién es nuestro líder? ¿Está cerca? ¿Qué nos dice? ¿Comparte el peligro que corremos?». Cuando desafías el vacío, tu tripulación te mira con respeto.
Killeen hizo una mueca ante el tono estentóreo de Ling. Se recordó que el Aspecto había comandado naves espaciales mucho mayores que elArgo. Además, la tripulación estaba mirando a su capitán a través de las paredes congeladas de las zonas de vida.
Pero la forma académica con que le hablaba la vocecita lo molestaba. Había perdido varios Rostros menores cuando le agregaron el chip de Ling, porque ya no tenía espacio en las ranuras alineadas a lo largo de la parte superior de la columna. Ling estaba incrustado en un chip viejo, pentagonal y enorme, y al correr de los días se había transformado en un dolor de cabeza, tanto literal como figuradamente.
Killeen miró de nuevo el brillo radiante del río de luz que se abría en el cielo cambiante. Entonces lo descubrió. El punto distante permanecía quieto frente a la luminosidad que se movía a lo lejos. Killeen observó la mota brillante durante un largo rato y después levantó el puño hacia ella, frustrado.
Muy bien. La tripulación aprecia a los capitanes que expresan lo que todos sienten.
—¡Es lo que yo siento, puñeta!
Por supuesto. Por eso funcionan tan bien esos gestos.
—¿Siempre lo calculas todo?
No, pero tú querías aprender a ser un buen capitán. Así es cómo se hace.
Killeen empujó a Ling hacia los rincones oscuros de su mente. Estaba irritado. Otros Aspectos y Rostros pidieron que los dejaran salir a refrescarse un momento en los lóbulos frontales de la mente. Aunque captaban un hilo débil de lo que sentía Killeen, esas presencias interiores, hambrientas y desesperadas, deseaban mucho más. Killeen no tenía tiempo para eso ahora. La idea escurridiza seguía sin presentarse y de pronto comprendió que en realidad era eso lo que había provocado parte del enfado que acababa de descargar en Ling.
Si la tripulación en efecto ya estaba cosechando, Killeen había estado corriendo demasiado tiempo. Se negaba deliberadamente a dejar el dispositivo de tiempo de su trabajo porque aquel aparato tenía más de un siglo y los símbolos le parecían montañas confusas de datos, incomprensibles para su mente sin educación. En lugar de eso, controló el sistema interior. El reloj emitió un río inútil de información y después le indicó que había estado corriendo más o menos una hora. Él no sabía a ciencia cierta qué significaba una hora, pero la experiencia le decía que era suficiente.
Abrió la esclusa de aire, se preparó para entrar, levantó la vista para echar un último vistazo al espectáculo, y la idea apareció en su mente, entera, libre.
En un instante la estudió desde todos los ángulos, la inspeccionó hasta los detalles más ínfimos y comprendió que era buena.
Escudriñó el cielo, vio el curso que seguiría el Argo en la penumbra cada vez mayor de la nube. Si tenían que hacerlo, había suficiente luz en el cielo como para navegar a simple vista.
Giró alrededor de la esclusa axial, pasó rápidamente bajo la ducha cerrada de gravedad cero y estuvo otra vez dentro de los pasillos de giro en unos pocos minutos.
El lugarteniente Cermo lo esperaba en la sala de mapas del cuerpo principal. Se cuadró y no hizo ningún comentario acerca de la tardanza del capitán, pero su sonrisa indicaba que la había notado. Killeen no le devolvió el gesto y dijo con calma:
—Da la alarma.
La forma en que se curvó la boca de Cermo, con una sorpresa infinita, hizo sonreír a Killeen. Pero, para entonces, el lugarteniente ya se había vuelto y pulsaba una señal en su comando de pulsera, así que se perdió completamente la diversión de su capitán.