Prólogo

El cardenal Le Camus le decía al padre Lamy, del Oratorio, cuando le ofreció una de sus obras titulada El arte de hablar: «Es, sin duda, un arte excelente; pero ¿quién nos escribirá El arte de callar?». Porque sería prestar un servicio esencial a los hombres darles esos principios y convencerlos de que les interesa saber ponerlos en práctica. ¡Cuántos se han perdido por la lengua, o por la pluma! ¿No sabemos acaso que muchos deben a una palabra imprudente, a unos escritos profanos o impíos su expatriación, su proscripción, y que ni siquiera su infortunio ha podido corregirlos?

La furia por hablar y por escribir sobre la religión, sobre el gobierno, es como una enfermedad epidémica, que afecta a un gran número de cabezas entre nosotros. Tanto los ignorantes como los filósofos del día han caído en una especie de delirio. ¿Qué otro nombre dar a estas obras con que nos abruman, de las que están proscritos la verdad y el razonamiento y que sólo contienen sarcasmos, burlas y cuentos más o menos escandalosos? La licencia se ha llevado a un punto que no puede uno pasar por ingenio, por filósofo, si no se habla o se escribe contra la religión, las costumbres y el gobierno.

¿Curará a esos cerebros enfermos la obra que presento? No, desde luego, porque esas cabezas muestran un soberano desprecio por quienes todavía honran la virtud. En efecto, la nueva filosofía lo permite todo, salvo ser cristiano y súbdito. Al menos podré mostrar cuán culpables son, e impedir que algunos de los que empezarían a dejarse seducir por su ejemplo caigan en los mismos extravíos. Hoy la filosofía ya no es más que un abuso de la palabra. Hay que volver a la idea de Sócrates y a la de Séneca cuando, hablando de los gramáticos, de los geómetras y de los físicos, decían: «Hay que ver si todos estos hombres nos enseñan o no la virtud; si nos la enseñan, son filósofos». Júzguese por esta máxima a los autores que merecen el nombre de filósofo, que tantos escritores y pretendidos ingenios se atribuyen a sí mismos en nuestra sociedad.

Sea cual fuere el sexo y la condición de quienes lean esta enseñanza, cada cual podrá aprovechar, de lo que se dice en general, la parte que le toca. No me corresponde a mí ponerla en práctica, y aunque tuviese libertad para ello, no podría utilizarla sin pecar acaso contra las reglas del silencio que propongo a los demás.

Del mismo modo que hay dos vías para explicarse, una por las palabras y otra por los escritos y los libros, así también hay dos maneras de callar: una conteniendo la lengua y otra conteniendo la pluma. Es lo que me permite hacer observaciones sobre la forma en que deben permanecer en silencio los escritores, o explicarse en público a través de sus libros, según esta advertencia del sabio: «Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar».

Un autor del siglo pasado, cuyo nombre no he conseguido descubrir, dejó en una carta brevísima algunas reglas para hablar; he adoptado sus principios y he desarrollado sus ideas. Deseo que la presente obra sea útil en esta época en que el silencio se ha vuelto indispensable, por ser, para muchas personas, un medio seguro de conservar el respeto por la religión y de procurar al Estado ciudadanos fieles, discretos y virtuosos.