Presentación

Las paradojas del silencio

Al padre B. Lamy, que le hacía entrega de su Arte de hablar, el cardenal Le Camus le habría hecho, a modo de agradecimiento, la siguiente pregunta: «Es, sin duda, un arte excelente; pero ¿quién nos escribirá El arte de callar?».

Tal es el origen de la idea que llevó al abate Dinouart a publicar, en 1771, su Arte de callar, principalmente en materia de religión[1], si hemos de creer a uno de sus biógrafos. Pero ¿se propone el abate Dinouart escribir un tratado del silencio que sería un arte de no decir nada, de no hacer nada? ¿Pretende poner fin, con El arte de callar, a la larga serie de artes de hablar que jalonan la retórica de la edad clásica? ¿O poner un punto final a la idea misma de retórica? Nada de eso. El arte de callar es, en efecto, un Arte de hablar, un capítulo más de la retórica.

Debido, ante todo, a la posición paradójica de quien lo enuncia, se ve obligado, para dictar sus reglas, a infringirlas, porque no hay nada fuera del lenguaje, ni nada contrario a la retórica. Tampoco hemos de esperar hallar en Dinouart el enunciado de una mística, la reivindicación de un mundo enclaustrado en el silencio, o un intento de articular lo inefable en una lengua fundamental. Dinouart no es un contemplativo, sino un hombre de mundo y un polemista. El arte de callar no es un tratado ni del recogimiento ni del éxtasis: no tiene por meta callar ante Dios, ni trata de enunciar en una lengua mística el silencio primero en que Dios y el hombre estaban confundidos. No ha perdido ninguna de las finalidades prácticas de las artes retóricas: no es un arte de hacer silencio, sino más bien un arte de hacer algo al otro por el silencio.

Un signo, una sonrisa que se os escape puede volver más criminales todavía a los que se escapan por creer que os divierten y os agradan. Que hable entonces vuestro rostro por vuestra lengua. El sabio tiene un silencio expresivo que se vuelve una lección para los imprudentes y un castigo para los culpables[2].

El rostro habla por la lengua y no basta, para callarse, con cerrar la boca. Porque «no habría en eso ninguna diferencia entre el hombre y los animales»[3]. El silencio del hombre debe significar; El arte de callar es un paradójico arte de hablar, invita a «gobernar» o «contener la lengua», a otorgarle sólo una «libertad moderada» para incitar mejor a la tacita significatio de la elocuencia muda, la del cuerpo y del rostro: El arte de callar es un arte y una disciplina del cuerpo, una contribución a esa parte fundamental de la retórica, tan importante en la edad clásica y luego despreciada: la acción oratoria.

Y al tratado de Dinouart le interesa recordar, siguiendo muchos otros, que el silencio es un componente fundamental de la elocuencia. Que no podría comprenderse el efecto de un discurso a partir únicamente de la invención verbal que ese discurso puede desplegar, como no podríamos restringir la retórica a una taxonomía de giros y figuras. Y que, a poco que aceptemos apartarnos del «torrente» y del «abuso» de las palabras, veremos al cuerpo del orador ponerse silenciosamente a hablar. En efecto, en materia de elocuencia, la acción «se dice de todo lo exterior del orador, de su actitud, de su voz, de su gesto, que debe casar con el tema que trata: “La acción”, dice Cicerón, “es por así decir la elocuencia del cuerpo: tiene dos partes, la voz y el gesto. Una afecta al oído, la otra, a los ojos; dos sentidos, dice Quintiliano, por los que hacemos pasar nuestros sentimientos y nuestras pasiones al alma de los oyentes”»[4]. La acción es un arte del cuerpo y un arte de la voz. En El arte de callar, Dinouart abandona la pronunciación y limita la retórica del cuerpo al gesto y a la expresión, que reduce incluso a un arte de lo poco, el del cuerpo inmóvil, del gesto mesurado, de la expresión contenida. Desde este punto de vista, El arte de callar es indisociable de otro tratado del abate Dinouart, aparecido en 1754: L’Éloquence du corps dans le ministère de la Chaire ou l’action du prédicateur [La elocuencia del cuerpo en el ministerio del púlpito o la acción del predicador]. Este último ya anunciaba El arte de callar: «Un hombre embargado por un gran sentimiento permanece inmóvil un momento. Esa especie de sobrecogimiento mantiene en suspenso el alma de todos los oyentes»[5].

Se encontrarán ahí, de El arte de callar, todos los elementos de lo que constituye el fondo de la obra: el recuerdo de la dimensión del silencio en la elocuencia del cuerpo, de un lado; las exigencias de una ética del silencio en la palabra y en la escritura, del otro.

Prácticas del silencio:
plagio, censura, civilidad

Dinouart nos dice que habría una epidemia de hablar y de escribir:

La furia por hablar y por escribir sobre la religión, sobre el gobierno, es como una enfermedad epidémica, que afecta a un gran número de cabezas entre nosotros. Tanto los ignorantes como los filósofos del día han caído en una especie de delirio[6].

Son muchos los enfermos, según el diagnóstico del abate, «que se han perdido por la lengua, o por la pluma». El tono es entonces violentamente polémico. Dinouart tiene sus blancos: los «nuevos filósofos» o «filósofos del día», que se dedican a abusar de las palabras. Y Dinouart arremete contra los racionalismos de todo género, contra la dialéctica, contra el materialismo y contra todos los pensamientos que sitúan la razón por encima de la revelación, la fe o la tradición. La razón se autoriza a hablar y a explicar allí donde el espíritu debería permanecer en silencio frente al misterio de la fe. Y, más allá del filósofo, condena al incrédulo y al hipócrita, al libertino y al espíritu corrompido, al herético y al blasfemo. Arremete contra el exceso de palabras y, sobre todo, contra la difusión del libro, contra el «veneno» de los libros y contra el escritor como «envenenador público», que corrompe el Estado, las costumbres y la religión.

Siempre se consideró como un mal sin remedio la circulación de una obra anticristiana que, pasando de mano en mano con una rapidez sorprendente, difunde las tinieblas en todas partes donde se detiene[7].

El arte de callar participa así de la respuesta al desarrollo de las fuerzas políticas y de las corrientes filosóficas que, en esa segunda mitad del siglo XVIII, impugnan la autoridad de la Iglesia, mientras la vida social y la investigación científica escapan paulatinamente a la enfeudación religiosa y mientras el ascenso de las luces y del individualismo minan el control de los estamentos tradicionales. La publicación, en 1771, de El arte de callar es un acto político, una llamada al orden, en el sentido más fuerte del término.

Hay que defender a la Iglesia y reducir al silencio a quienes la atacan. Es entonces cuando el texto se convierte en testigo de una nostalgia: está habitado por el recuerdo de un poder perdido de hacer callar. «¿Cómo cerrar la boca a los hipócritas?»[8], se pregunta la voz anónima que habla a través de Dinouart. Y el texto sueña entonces con una «reforma general de los escritores», que comenzaría «por una búsqueda puntual y severa, poco más o menos como la que se emplea cuando se trata de exterminar de un país a los envenenadores»[9]. Nostalgia tardía, defensiva y desplazada del gran silencio de la Inquisición: El arte de callar amenaza entonces a los filósofos charlatanes con la «espada de la justicia», con el «fuego vengador», con las «lágrimas de la penitencia» y con el «silencio eterno»[10].

La Iglesia es, en verdad, una madre tierna y compasiva que no exige la muerte del pecador; desea ardientemente que viva y se convierta; ese es el objetivo de sus afanes; esa es la meta de sus lágrimas y de sus plegarias; pero su ternura tiene límites[11].

Sin embargo, habrá que considerar remedios más suaves, porque la edad de los silencios a hierro y fuego ya ha pasado.

En el pasado se empleaba una voz muy breve para acallar a quienes apartaban a los fieles del culto establecido para honrar al verdadero Dios. Se lapidaba a los impíos, de acuerdo con la orden de la ley antigua… Medios realmente vigorosos, pero los hay más suaves y más conformes con el espíritu de la religión[12].

En adelante, habrá que pensar en Dios en silencio, meditar, reflexionar, hablar poco. Hacer del silencio una disciplina, antes que un mandamiento, un imperativo moral antes que un acto de fe. Y volverse así «cristiano y súbdito».

Deseo que la presente obra sea útil en esta época en que el silencio se ha vuelto indispensable, por ser, para muchas personas, un medio seguro de conservar el respeto por la religión y de procurar al Estado ciudadanos fieles, discretos y virtuosos[13].

Por ejemplo, en El arte de callar, puede leerse, en la medida en que el tratado condensa o recapitula un conjunto de problematizaciones del silencio a lo largo de la edad clásica, un desplazamiento de la cuestión del silencio de la fe a las costumbres. De este modo, la obra refleja a su manera la ruptura entre religión y moral que progresivamente se ha producido en los siglos XVII y XVIII[14]. La religión deja entonces de abarcar las conductas públicas y privadas, de darles un sentido cuando se ve «romperse la alianza institucional entre el lenguaje cristiano que enuncia la tradición de una verdad revelada y las prácticas proporcionadas por un orden del mundo»[15].

El sistema que hacía de las creencias el marco de referencia de las prácticas es sustituido por una ética social que formula un «orden» de las prácticas sociales y relativiza las creencias religiosas como un objeto que hay que utilizar[16].

El silencio enamorado o estremecido frente a Dios es sustituido progresivamente por un arte de callar, de «contener la lengua» como buen cristiano y como súbdito virtuoso, a medida que las prácticas civiles van separándose de los comportamientos religiosos. Los arrebatos de la fe muda dejan paso a una enseñanza de las «virtudes» cuyos artesanos fueron los jesuitas al situarse deliberadamente en el campo de las prácticas civiles y al introducir en ellas «civilidad», «honestidad» y «deber de Estado»… El tema religioso del silencio, al servicio de la razón de Estado, fundamenta entonces una pedagogía de la contención, una disciplina de la reserva, un arte de la reticencia.

El primer grado de la sabiduría es saber callar; el segundo es saber hablar poco y moderarse en el discurso; el tercero es saber hablar mucho, sin hablar mal y sin hablar demasiado[17].

Silencios del lenguaje,
lenguajes del rostro

La primera parte de la obra, que trata de las relaciones del arte de callar con la palabra, introduce la cuestión del silencio en el orden de los principios, de las especies y de las causas. Es decir, en primer lugar, en el orden de las prácticas, de los preceptos que regulan las relaciones del silencio con la palabra «en la conducta ordinaria de la vida». Tras esta lista de usos, viene la inscripción en el dominio del lenguaje y de la expresión de una clasificación de las especies de silencio. Dinouart establece entonces una tipología de las maneras de callar que es una semiótica del silencio —donde se enumeran los signos distintivos de las diferentes especies— tanto como una pragmática —donde se analizan los efectos sobre los otros del arte de callar—. A esta semiología viene a corresponder, por último, una tipología de orden psicológico, que interpreta las distinciones semiológicas establecidas en una teoría de los temperamentos y de las pasiones[18]. A Dinouart sólo le quedará entonces particularizar esos preceptos generales aplicándolos a las actitudes respecto de la religión y a los deberes ligados a los «estados» específicos de un conjunto de categorías y de condiciones sociales (los jóvenes y las personas mayores, los grandes y el pueblo, los sabios y los ignorantes…).

«Sólo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio». En punto a costumbres, el tratado plantea al mismo tiempo la preeminencia y la anterioridad del silencio sobre la palabra. «El tiempo de callar debe ser el primero cronológicamente; y nunca se sabrá hablar bien, si antes no se ha aprendido a callar»[19]. Esa primacía, otorgada aquí a una pedagogía del silencio sobre una enseñanza de la palabra, encuentra la importancia reconocida a la prudencia en el enunciado de la sabiduría popular y al silencio como signo distintivo de una conducta inspirada por la prudencia. Si el «silencio es oro», es que la memoria de las costumbres populares desconfía de la palabra, y que prefiere a la palabra la inmovilidad de un mutismo que no compromete a nada. «Es cierto que, en líneas generales, se arriesga menos callando que hablando». Si el silencio es oro, lo es sobre todo porque cuesta menos.

La superioridad del silencio sobre la palabra en la conducta ordinaria de la vida se basa así en un ideal de conservación de sí mismo que saca sus recursos de la inmovilidad y que ve en la palabra un riesgo. Si el tratado tiene mucho cuidado en separar silencio y palabra, en señalar su carácter insustituible y en invertir esa jerarquía de valores que tanto prestigio otorga al verbo, es porque en la palabra hay el peligro de una desposesión de sí:

El hombre nunca es más dueño de sí que en el silencio: cuando habla parece, por así decir, derramarse y disiparse por el discurso, de forma que pertenece menos a sí mismo que a los demás[20].

El hombre se pierde en la palabra. La palabra es eso que escapa, ola, fluencia, herida abierta; derramamiento donde el cuerpo se vacía y se expande, se disipa en el exterior de él mismo. En El arte de callar leemos el temor a una pérdida de sustancia corporal, si la lengua se desata alguna vez. El azar de la palabra es el riesgo de dejar de pertenecerse, de haber perdido el dominio de sí con que el hombre de la edad clásica maneja las pasiones a su antojo. Estas ideas del tratado de Dinouart sobre las amenazas de la palabra son eco, tomado de la Conduite pour se taire… [Conducta para callar], de Morvan de Bellegarde, de una preocupación que invade los manuales de civilidad, tratados de bienestar y de cortesía mundana del siglo XVIII: la palabra y, más generalmente, la expresión —la del cuerpo y del rostro— son concebidas como el lugar de las pasiones que la razón y la voluntad deben embridar y someter.

«No hay mayor señorío que el de sí mismo, de sus afectos», escribe, por ejemplo, Baltasar Gracián en su Oráculo manual[21]. Y añade a propósito de la lengua que es una «rebelde apasionada e independiente», «una bestia salvaje que es dificilísimo encadenar, una vez que ha escapado».

Pero El arte de callar hace más que proponer una disciplina del lenguaje, otro arte de hablar que vendría a poner en práctica, en el campo de la palabra, el ideal psicológico del control de las pasiones gobernadas, respondiendo al modelo cartesiano del Tratado de las pasiones. Si conviene hacer del silencio un arte y una virtud, es para acallar el lenguaje; porque, en ese lugar de exceso, donde el sujeto puede dejar de pertenecerse, corre el peligro de ser más de los demás que de sí mismo. Porque el ejemplo posee virtudes de defensa que habrá que cultivar. Virtudes mínimas sin duda, cercanas a la nada, pero que, sin embargo, pueden hacer las veces de sabiduría en un hombre limitado, o de capacidad en un ignorante: no decir nada es decir que se sabe, o tal vez que se comprende. El arte de callar es en este punto un arte de la presunción: callar es hacer que los demás supongan que uno sabe. No hay exceso en temer al silencio —al contrario de lo que ocurre con la palabra—, porque la nada está menos afectada por la categoría del tropo. Por tanto, más vale «pasar por no ser un genio de primer orden, permaneciendo a menudo en silencio, que por un loco, dejándose arrastrar por el prurito de hablar demasiado»[22].

Así pues, el imperativo del silencio responde al mismo tiempo a un ideal psicológico dominado por el control de uno mismo y a un modelo de conducta social gobernado por la prudencia. En el siglo XVII se encarna en el Cortesano, célebre sobre todo por Gracián[23], a quien el silencio ofrece múltiples recursos: evitar el exceso y seguir así la vía, sin duda poco gloriosa pero más segura, del justo medio, de la aurea mediocritas; hacer del silencio un espacio de control y de cálculo que nos pone a cubierto del otro; finalmente, utilizar El arte de callar para agarrar a otro, apoderarse de él y dominarlo.

Dice Gracián en El Héroe que, para los políticos profundos, descubrir toda la capacidad de un hombre y gobernarlo viene a ser lo mismo. Más cierto le parece al escritor español que no existe diferencia alguna entre dejar que los demás capten nuestras pasiones y prestarles armas para que se conviertan en nuestros dueños.

Esta política del silencio como argucia y como táctica no es la que sigue el tratado de Dinouart, que apela a una ética del silencio animada por un ideal de sinceridad más cercano en este punto a moralistas del siglo XVII como La Bruyère o La Rochefoucauld.

El silencio es necesario en muchas ocasiones, pero siempre hay que ser sincero; se pueden retener algunos pensamientos, pero no debe disfrazarse ninguno. Hay formas de callar sin cerrar el corazón; de ser discreto, sin ser sombrío y taciturno; de ocultar algunas verdades, sin cubrirlas de mentiras[24].

Así pues, hay que hacer callar al lenguaje. Pero, a la inversa, hay que hacer hablar al silencio. Hacerle hablar es, ante todo, reconocer sus diferentes especies en los signos que las distinguen. Como en una historia natural del silencio, que sería de hecho una historia natural de las ocasiones, las circunstancias y las conductas en que el silencio se impone en la vida social. También supone decir el modo y el lugar de su enunciación:

Es un silencio inteligente cuando en el rostro de una persona que no dice nada se percibe cierto talante abierto, agradable, animado, e idóneo para reflejar, sin la ayuda de la palabra, los sentimientos que se quieren dar a conocer[25].

El silencio habla el lenguaje del rostro. El arte de callar es un arte del rostro. Ese arte de la elocuencia muda que es un arte del cuerpo que habla participa en la acción retórica.

El rostro es lo que más observa el oyente en la acción. En él juegan su papel todas las pasiones; pertenece a cualquier país y a cualquier lengua. Los más ignorantes saben leerlo; reconocen en él la devoción, la disipación, la alegría, la tristeza, la cólera, la compasión. Debe ajustarse al tema, y permitir sentir o adivinar los movimientos del alma. Algunas veces habla con mayor eficacia que la palabra más elocuente; previene en favor o en contra del orador, según la primera impresión que el autor recibe de él[26].

Así pues, en el rostro hay que reconocer un lenguaje del silencio. Habla la lengua universal de las pasiones, que precede a la palabra misma, porque esta es más inmediata y más eficaz. Se ofrece en una legibilidad primera, anterior a los códigos y a los saberes. Tal vez, incluso ese lenguaje del cuerpo ofrezca el estado primero de la lengua, su condición de posibilidad, el origen de toda retórica. Acaso dé acceso a una dimensión simbólica anterior a la palabra, a una semiótica del silencio que la palabra ya no conseguiría alterar.

Dinouart enumera entonces las formas del silencio táctico: se trata, como en Gracián, de una pragmática de la fisionomía que despliega las estratagemas silenciosas de la captación y de la manipulación del otro. Está el silencio «artificioso», el silencio falaz del disimulo cuando uno solamente calla para «sorprender»[27]; el silencio «complaciente» de la lisonja, engranaje esencial del arte del cortesano, silencio en espejo; el silencio «burlón», disfrute secreto del otro; el silencio de «desprecio», uso táctico de la reserva y de la espera; el silencio de la frialdad impasible, cuando callar es hacer hablar al otro, llevarlo a declararse, a hacer el primer movimiento. Disimular, obligar al rostro al silencio de la impasibilidad o bien a los artificios del trampantojo es entonces, como para Maquiavelo o para Gracián, gobernar.

La tradición en que se inscribe el tratado de Dinouart se desmarca en parte, sin embargo, del juego cínico de las máscaras y de los espejos. A esta política del silencio que hace del rostro un instrumento de dominación del otro sin ser dominado uno mismo, Dinouart opone una ética fundada en la prudencia, en la ocasión y en una relación de medias tintas con la verdad. La elocuencia sagrada que Dinouart celebraba en L’Éloquence du corps se ha transformado y diluido en los comportamientos ordinarios de expectativa, de reserva, de contención, de reticencia. Retórica profana y civil de un cuerpo reducido únicamente al rostro, sacrifica la nobilitas —el silencio del porte majestuoso que impone al otro silencio y respeto— a la varietas, es decir, a una ciencia de las ocasiones, a un arte de las circunstancias guiado por la habilidad y la prudencia. El hombre silencioso de Dinouart es, como el cortesano de Gracián, un «ingeniero de la ocasión»[28]. Su silencio es «prudente cuando se sabe callar oportunamente, según el momento y los lugares en que nos encontremos en sociedad»[29]. Ahí estriba la política propia de El arte de callar, diferente en este punto de la de Maquiavelo o de la de Gracián: es menos un arte de gobernar al otro que una forma de resistirse a su dominio; es más un uso pasivo de la circunstancia que un uso ofensivo de la ocasión. Arte defensivo de la circunspección, de la espera; de quien contemporiza, de quien no se compromete ni se descubre. Arte del medio donde la verdad no se dice realmente ni se oculta del todo.

El silencio político es el de un hombre prudente que se reserva y se comporta con circunspección, que jamás se abre del todo, que no dice todo lo que piensa, que no siempre explica su conducta y sus designios; que, sin traicionar los derechos de la verdad, no siempre responde claramente, para no dejarse descubrir[30].

En este arte neutro del decir a medias hay que ver sin duda las fuentes religiosas y morales de componentes esenciales de las actitudes jurídicas y políticas burguesas: la obligación jurídica de reserva impuesta a los servidores del Estado; la conminación al silencio, la ausencia de opinión o la neutralidad política de todos aquellos para quienes la política debe ser acallada.

Una ética del silencio

Así pues, en la tradición en que se inscribe Dinouart, hay ciertos elementos de una ética del silencio. Este último figura en ella menos como cálculo que pretende una influencia sobre el otro que como medida destinada a asegurar el control sobre uno mismo.

La segunda parte de la obra, que trata de la relación del silencio con la escritura, lo confirma. Repite, a propósito del escrito, lo que ya adelantaba sobre la palabra; también aquí se trata de respetar al príncipe y a la religión, y de combatir el exceso: el exceso de libros, los excesos de los libros (la repetición y el plagio, la invasión de los comentarios y de las obras de segunda mano; la inflación del número de libros y de autores; la gratuidad, la insignificancia, la ilegibilidad de los escritos…). A favor del príncipe y la religión «nunca se escribe bastante»; contra el gobierno, contra Dios, «se escribe demasiado»; y «se escriben cosas inútiles». El escritor debe ser una especie útil, como una «abeja, cuyo trabajo es precioso, delicado, útil para los hombres y para ella misma»[31].

Conviene, sobre todo, combatir esa «extraña enfermedad de escribir», esa pasión por volverse autor que impulsa a un número tan grande a «estropear el papel». Dinouart critica la precipitación, condena la furia de escribir; se escribe demasiado, hay que cultivar el estudio, la reflexión; es el tiempo del silencio, tiempo del pensamiento, que precede al tiempo de escribir y lo permite.

Es en el tiempo del silencio y del estudio cuando hay que prepararse para escribir […]. ¿Por qué os precipitáis arrastrados por la pasión de ser autores? Esperad, sabréis escribir cuando hayáis sabido callaros y pensar bien[32].

Así pues, en El arte de callar hay un llamamiento a la reserva, a la reflexión, a la contención, que tal vez sea interesante recordar en una época en que la exigencia de escribir y de comunicar tiende a plegarse a las leyes de un mercado donde el pensamiento se convierte en una mercancía.

El arte de callar puede invitar a reflexionar sobre esa histerización de la escritura ligada al desarrollo del individualismo y del narcisismo contemporáneos; a resistir las conminaciones a tener que escribir; y, tal vez, en sentido amplio, a la obligación que cada uno siente de expresarse. Porque el imperativo de hablar o de escribir es hoy más fuerte y más general que el imperativo de callar.

Por ello, El arte de callar puede llevar a pensar en los efectos que sobre el escrito produce una teatralización de la palabra. El éxito de los escritos está hoy vinculado la mayoría de las veces a una dramatización oral, corporal, escénica de la escritura. Ser legible es desde ahora ser visible. Ese es el signo de una paradójica indiferencia por la cosa escrita, de cierto desapego. Lo escrito, tomado en los efectos de la palabra, tiende entonces a revestir sus mismos caracteres: su inmediatez, pero también su brevedad y su volatilidad. Scripta volent. La obsolescencia de los libros aumenta, y con ella su multiplicación, favoreciendo una escritura de la urgencia.

De este modo se anuncia un riesgo, se concreta un peligro: que, sobre el fondo de una indiferenciación de tantas voces que claman su singularidad, se instalen un silencio de las convicciones, una indiferencia al pensamiento.

Jean-Jacques Courtine
y Claudine Haroche