Capítulo IV
Principios necesarios para explicarse por los escritos y los libros

Primer principio. Nunca se debe dejar de contener la pluma, si no se tiene algo que escribir más valioso que el silencio.

En este principio, todo el mal que hay en los autores perniciosos y todo el exceso que hay en los otros, como he indicado con detalle, debe ser el tema ordinario de sus reflexiones más serias.

¡Qué provechoso sería para los escritores de libros malos que la pluma se les hubiese caído de las manos antes de derramar sobre el papel el veneno de tantas sátiras infames, de amores criminales y de errores en la Fe! El silencio valía más, desde luego, que la divulgación de tales desórdenes. Por tanto, el silencio es la decisión que conviene a los espíritus libertinos y corrompidos. Si no lo adoptan por propia elección, interesa a la religión y a la sana política reducirlos a él por medios eficaces. Un hombre atacado por una enfermedad contagiosa es excluido de la sociedad por el bien mismo de esa sociedad. La justicia golpea con su espada a quienes perturban el orden civil, a quienes despojan a los demás de lo que les pertenece. Un escritor que en sus escritos blasfema contra Dios, se alza contra la religión y corrompe las costumbres ¿es menos culpable? No ha de ofenderse impunemente al príncipe ni atacarse al mismo Dios con impunidad. Sería cerrar los ojos sobre esos libros impíos, sobre esos escritos que se burlan y ultrajan el pudor, y en los que no se aprende más que a sonrojarse de ser cristiano, patriótico y virtuoso. Destruyendo los fundamentos de la religión y la norma de las costumbres, una tolerancia semejante rompería los vínculos más sagrados que unen al súbdito con su soberano, trastocaría toda distinción, toda dependencia, toda unión en la sociedad; y ¿cuál sería la suerte de una nación donde escritores así serían mirados como los oráculos del siglo? Lo repito, la religión y la política bien entendidas tienen un interés igual en ayudarse mutuamente para enfrentarse a ese contagio tan funesto para la Iglesia como para el Estado; y cuando hablo así, no hago otra cosa que repetir las ideas de un célebre magistrado, al que ya he citado, en su requisitoria del 23 de enero de 1759.

«¿No exigen tales excesos», dice, «los mayores remedios? ¿No debería la justicia mostrarse en toda su severidad, empuñar la espada y golpear, sin distinción, a los autores sacrílegos y sediciosos que la religión condena y que la patria desaprueba? Hombres que abusan del nombre de filósofo para declararse, por medio de sus ideas, los enemigos de la sociedad, del Estado y de la religión son sin duda escritores que merecerían que el Tribunal ejerciese contra ellos toda la severidad del poder que el príncipe le confía; y el bien de la religión podría exigir en ocasiones la adhesión de todos los magistrados a sus dogmas y a su moral. Vuestros antecesores, caballeros, condenaron a espantosos suplicios, como a criminales de lesa majestad divina, a los autores que habían escrito versos contra el honor de Dios, su Iglesia y la honestidad pública; declararon culpables y condenables a quienes estuviesen en posesión de estos versos, y los libreros fueron amenazados con la confiscación de los libros y perseguidos de acuerdo con el rigor de las ordenanzas».

Decreto del 19 de agosto de 1623 contra Théophile, Bertelot, etc.

Por un decreto del Consejo privado de Luis XIII, del 14 de julio de 1633, las obras de Guillaume de Saint-Amour fueron suprimidas, con prohibición, so pena de la vida, a todos los impresores y libreros de exponerlas a la venta o propalarlas, y a todos los demás de poseerlas ni tenerlas, so pena de tres mil libras de multa.

En efecto, ¿en qué Estado se toleraría que los envenenadores atentasen públicamente contra la vida de los ciudadanos? ¿Y por qué habría de pretenderse que la religión y las costumbres sean algo menos precioso que la vida del cuerpo a ojos de los soberanos que aman la religión? «Si la Iglesia de Cristo», dice el arzobispo de París, en su mandamiento del 24 de enero de 1768, «se ve afligida por los escándalos de la incredulidad, y la autoridad espiritual no puede detener su avance, ¿no es justo que el príncipe acuda en su ayuda, infundiendo en los culpables el terror de la espada que no lleva en vano y que Dios le ha confiado, como a ministro de su venganza?».

El error siempre ha sido mirado por los príncipes católicos como uno de los males que se deben detener mediante el temor al castigo, y castigarlo incluso en caso de obstinación. «Los príncipes cristianos», dice Bossuet, «tienen derecho a servirse del poder de la espada contra sus súbditos enemigos de la Iglesia y de su santa doctrina; es algo que no se puede poner en duda sin debilitar el poder público. No conozco entre los cristianos más que a los socinianos y a los anabaptistas que se opongan a esta doctrina. El derecho es indiscutible, pero no es menos necesaria la moderación», Hist. des Variat., L. 10, n. 56. «Quienes no quieren soportar que el príncipe utilice el rigor en materia de religión porque la religión debe ser libre están en un error impío», Polit., L. 7, art. 3. Según el célebre abate Fleury, no puede decirse que el príncipe no tiene derecho sobre las opiniones de los hombres; tiene derecho por lo menos a impedir que salgan a la luz las malas; y no debe estar más permitido hablar contra el honor de Dios y los dogmas de la religión que contra el respeto debido al príncipe, contra las máximas fundamentales del Estado y contra las buenas costumbres (Instit. au Droit. Ecclés., pág. 316). «¿De qué forma sirven los reyes al Señor en el temor de Dios», pregunta san Agustín, «si no es prohibiendo y castigando, incluso con religiosa severidad, lo que se hace contra sus órdenes?».

La Iglesia es, en verdad, una madre tierna y compasiva que no exige la muerte del pecador; desea ardientemente que viva y se convierta; ese es el objetivo de sus afanes; esa es la meta de sus lágrimas y de sus plegarias; pero su ternura tiene límites. Sin ellos, para servirnos de los términos de Bossuet, se podría blasfemar sin temor alguno, a ejemplo de Servet, negar la divinidad de Jesucristo, preferir la doctrina de los mahometanos a la de los cristianos: se denominaría feliz la tierra donde el hereje vive tan descansado como el ortodoxo, donde se preserva tanto a las víboras como a las palomas, donde quienes preparan los venenos gozan de la misma tranquilidad que quienes preparan los remedios. Se traspasa la lengua a los que blasfeman por ira, ¿y habríamos de guardarnos de tocar a quienes lo hacen por máximas y por dogma? ¡Eh! ¿Qué nación querría otorgar ese privilegio al blasfemo y ver tranquilamente a la impiedad levantar su estandarte en medio de los pueblos? Cuando se osa alzar la voz contra Dios, pronto se niega a quienes son sus imágenes sobre la tierra; triste prueba de ello son nuestros filósofos: han atacado lo mismo a la Divinidad y al gobierno, y han demostrado a los soberanos de la tierra, con sus escritos sediciosos, que no son menos enemigos de Dios que de los reyes.

Segundo principio. Hay un tiempo para escribir, igual que hay un tiempo para contener la pluma.

Sería injusto reprochar a un hombre inteligente que escriba; pero hay tiempo para hacerlo.

1. Cuando se posee suficiente caudal de doctrina; cuando la mente está empapada en la materia, cuando se cuenta con suficiente instrucción antes de intentar instruir a los demás. Nos reiríamos de un hombre que, sin provisiones, se embarcase para un largo viaje. No es menos ridículo el contratiempo de un autor que, carente de todo, se dispone a tratar un tema.

2. Hay que escribir cuando el alma está en una situación adecuada para hacerlo. El desconcierto, la cólera, la inquietud, la pena, todas las pasiones, sean frías o ardientes, hielan el espíritu, o lo arrastran demasiado lejos; de ahí tantas obras insulsas o demasiado satíricas; un libro bien escrito es cosa de un hombre que controla todos sus impulsos.

3. Cuando la religión, el Estado, el honor, o algún interés considerable, son atacados, es a menudo el momento de escribir. Las leyes divinas y humanas lo permiten y lo ordenan, pero sólo a quienes han recibido los talentos propios para su defensa y poseen las luces necesarias; quienes sólo tienen buena voluntad o fervor, sin las luces adecuadas, deben poseer la suficiente humildad para no incluirse en el rango de los escritores.

Tercer principio. El tiempo de escribir no siempre es cronológicamente el primero; y nunca se sabe escribir bien, si antes no se ha sabido contener la pluma.

Este principio es consecuencia natural del anterior; es en el tiempo del silencio y del estudio cuando hay que prepararse para escribir; hay libros precoces como los frutos. ¿Por qué avanzáis tan deprisa? ¿Por qué os precipitáis arrastrados por la pasión de ser autores? Esperad, sabréis escribir cuando hayáis sabido callaros y pensar bien.

Cuarto principio. No hay menos debilidad o imprudencia en contener la pluma cuando uno está obligado a escribir que ligereza e indiscreción en escribir cuando se debe contener la pluma.

Hay que aplicar esta máxima en las ocasiones importantes. Si dejáis pasar esas ocasiones, vuestro silencio y vuestra tranquilidad tendrán secuelas enojosas. El enemigo se prevaldrá de ellas, el honor, el Estado y la religión sufrirán; pero estad atentos a distinguir bien esas grandes coyunturas en que hay que escribir de aquellas otras que no lo merecen y donde hacerlo se convierte en imprudencia. Ese discernimiento es resultado de un juicio sano y de una experiencia clara. Un autor tiene más necesidad que nadie de consejo y de amigos sinceros.

Quinto principio. Es cierto que, en líneas generales, se arriesga menos conteniendo la pluma que escribiendo.

Digo en líneas generales, porque hay ocasiones particulares que deben exceptuarse, como acabo de decir. Salvo estas, ¿qué se pierde conteniendo la pluma? Cierta satisfacción de haber escrito; cierta reputación pasajera y expuesta al capricho de los lectores; algunos momentos de ocupación que le han ayudado a pasar el rato de forma más agradable. Para correr realmente el riesgo de perder esas ventajas, encima se ha de escribir con éxito. Porque, en caso contrario, el destino de los autores es la pesadumbre y el desprecio.

Un hombre prudente y capaz de escribir, al que se preguntó cuándo se decidiría a escribir un libro, respondió: «Será cuando me aburra de hacer otra cosa, y no tenga nada que perder». Dejo a los escritores impacientes la tarea de extraer todo el sentido de esta respuesta.

Sexto principio. El hombre nunca es más dueño de sí que cuando se aplica a contener su pluma; si no toma esa precaución, escribe demasiado y se derrama, por así decir, fuera de sí mismo; de suerte que se pertenece menos a sí mismo que a los demás.

Esta reflexión es una de las más importantes para los sabios que escriben; nada les parece tan necesario como ser dueños de sí y no ser pródigos de sí mismos respecto al público. Se necesita sangre fría y presencia de ánimo para escribir. Y faltan cuando se corre demasiado; escapan entonces mil cosas que habría que retener, y el público las descubre. Determinado autor ha fracasado en los últimos volúmenes de sus obras, mientras que con los primeros se había ganado una aprobación de la que estaba contento. Se ha extraviado por querer ampliar demasiado su tema, se ha perdido.

Séptimo principio. Cuando se tiene algo importante que escribir, debe prestársele una atención particular. Hay que pensar a menudo en ello y, tras esas reflexiones, volver a pensarlo todo de nuevo para no tener motivo de arrepentirse, cuando uno ya no es dueño de retener lo que ha escrito.

Hace mucho que se dijo: «Lo escrito, escrito queda». Las palabras pasan, se les da la vuelta, se las cambia, se las suaviza; pero la escritura no tolera semejantes alteraciones. En un libro, el término injurioso es siempre una injuria; la expresión indecente, una infamia; y la doctrina errónea de un escrito es la marca de un autor peligroso, por más sentido oculto que utilice para disfrazar su perversidad. Por tanto, debe extremarse la atención para no escribir nada que no haya sido prudentemente meditado. Uno es dueño de pensar; pero no lo es de los pensamientos escritos y entregados al lector.

Octavo principio. Si se trata del secreto, nunca se debe poner por escrito; en esta materia, la reserva no ha de temer excesos.

Basta con conocer la naturaleza del secreto para ver que no hay exageración en esta máxima. El secreto apenas está suficientemente oculto en el alma de la persona a quien se lo confiamos. ¿Quién sería, pues, tan indiscreto como para difundirlo en una obra?

Noveno principio. La reserva necesaria para contener la pluma no es una virtud menor que la habilidad y el cuidado de escribir bien; y no hay más mérito en explicar lo que uno sabe que en callar bien lo que se ignora.

Nada más fácil, en apariencia, que dejar de obrar; la acción, por el contrario, tiene sus sinsabores y sus problemas. Escribir bien parece, por tanto, una empresa más difícil que no escribir nada, lo confieso; pero no escribir nada y contener la pluma por prudencia, por reserva, por precaución es una violencia para más de un autor. Esa inclinación los lleva a escribir; es un peso que los arrastra. Por tanto, detenerse en esa inclinación y sacrificar voluntariamente el amor propio a la prudencia es ganar mucho sobre uno mismo.

He añadido que no hay más mérito en explicar lo que uno sabe que en callar bien lo que se ignora. Lo primero es natural; se habla, se escribe de buen grado sobre lo que uno sabe; es un mérito común. El otro es más raro: no gusta la reserva, que podría hacer sospechar ignorancia; algunas veces se escribe lo que se sabe y lo que no se sabe suficientemente con la misma presunción, para demostrar cierta habilidad. Es, pues, un mérito callar lo que se ignora.

Décimo principio. En ocasiones, la reserva en escribir hace las veces de sabiduría en un necio, y de capacidad en un ignorante.

Un ignorante que sabe contenerse escribe poco o no escribe, que es todavía mejor. Por eso goza de una especie de reputación feliz que no merece, y que destruiría si escribiese más. «Es prudente», dicen, «tiene sentido común, piensa mucho y se explica poco». Eso se dice, muchos lo piensan, al menos quienes sólo conocen a ese hombre por su reserva. En cualquier caso, el partido que toma es el mejor. Así lo dice la máxima siguiente:

Undécimo principio. Si uno se inclina a creer que un hombre que no escribe carece de talento, y que otro que abruma con escritos al público es un loco, más vale pasar por carecer de talento no escribiendo que por loco, dejándose arrastrar por la pasión de escribir demasiado.

La reputación de locura es odiosa; sólo pueden aceptarla quienes tienen un oficio ridículo o quienes son locos sin saberlo. La reputación de hombre de talento mediocre es más cómoda, porque no se espera nada de su inteligencia; a poco que dé, se le agradece; si no da nada, nadie le hace ningún reproche; no habría nada que esperar.

Duodécimo principio. Por más inclinación que tenga uno a contener la pluma, siempre hay que desconfiar de uno mismo; y para prohibirse escribir una cosa basta con tener demasiada pasión por escribirla.

Ya lo he dicho: el hombre debe ser dueño de sí para escribir de una manera razonable; pero no es cuando la pasión habla cuando el hombre se conoce a fondo. Demasiadas ganas de escribir una cosa no siempre es una pasión reprensible, pero siempre debe ser un momento sospechoso para un escritor prudente y discreto. Ese afán es al menos un principio de pasión; ciertas reflexiones sobre lo que uno quiere escribir, y sobre la forma en que lo quiere, no echan a perder nada. Es un remedio fácil: basta con meditar, pensar, para tranquilizar y rectificar un primer impulso.

Añadiré dos reflexiones particulares. La primera es que, por ser una base segura, los principios y las máximas empleadas para enseñar a hacer buen uso de la pluma deben ser aplicados por cada autor de forma útil a sus obras para criticarse a sí mismo, si escribe mal, si escribe demasiado, o si no escribe bastante. Los autores que se me han presentado cuando escribía estas observaciones los he silenciado adrede; mejor dicho, sus libros me han traído su recuerdo, porque los escritores no siempre se atreven a aparecer. Ocurre a menudo que sin nombre, sin autorización, sin indicación ni del lugar donde han sido escritos o publicados, los libros se encuentran entre las manos de los lectores que no los esperaban más de lo que se esperan esos frutos de la culpa, expuestos al azar del destino por unos padres culpables.

Que se apliquen, pues, esos autores criminales y ocultos, igual que otros cuyo nombre he suprimido, que se apliquen aquí lo que les conviene. No exhorto menos a quienes no escriben bastante a cumplir sus deberes con tanta prudencia como utilidad para el público.

Segunda reflexión: cuanto he expuesto en el artículo de los escritores es de singular importancia en relación con la religión; es esta una materia sobre la que no se escribe sin consecuencia. Una palabra o una letra mal puestas, eliminadas o añadidas, dan lugar a errores, cismas y herejías que luego sólo se pueden apagar con cuidados y esfuerzos infinitos. ¿Qué sería, pues, si el mundo se llenase de escritos perniciosos y si se descuidase la tarea de dar a luz los útiles? Los primeros son un veneno peligroso; los últimos son su remedio. Si el veneno prevaleciese, ¿no sería destruida la religión y no quedaría corrompido el mundo sin remisión? Aplicadle el remedio, y una y otro se conservarán.

Los hombres sensatos y prudentes admitirán, sin duda, la verdad de los principios establecidos en esta obra; nuestros filósofos modernos ¿lo admitirán también? Lo deseamos ardientemente para gloria de la religión, la tranquilidad del Estado, el bien de la sociedad y la pureza de las costumbres.