La pereza, la desconfianza en las propias fuerzas, la modestia y la contención son las causas de este mal que muchas veces priva al público de un gran número de obras útiles y curiosas.
No sé por qué fatalidad para las letras siempre hay hombres perezosos y sabios a la vez, como si ese vicio formara parte del carácter de un hombre inteligente, o al menos resultase casi inseparable. A veces se le buscan razones, tomadas de la naturaleza: la delicadeza de los órganos, la abundancia de ingenio y lo mucho que le cuesta a una buena inteligencia quedar satisfecha son a menudo pretextos frívolos con que autoriza su negligencia. ¿Cuántos libros excelentes tenemos, escritos por hombres tan ingeniosos, tan delicados y tan eruditos como lo son los que censuro aquí? Los encontraréis más sinceros, que confiesan sin ambages que el placer de ser perezosos les parece preferible al placer de escribir una obra.
La desconfianza en sus propias fuerzas mantiene a muchos en el silencio; no saben todo lo que pueden hacer. La timidez extiende sobre su ingenio un velo que los azora, que les quita una parte de su inteligencia, que les oculta todo lo que anima a los otros a trabajar, que los vuelve inseguros, inconstantes, siempre dispuestos a dejar inconcluso lo que han empezado; son muy diferentes de esos escritores osados, presuntuosos que, sin casi levantar la pluma, empiezan y acaban una obra.
La modestia y la contención son muy loables; pero hay sabios que conocen su capacidad, que la han probado y que hacen un daño irreparable a las ciencias parapetándose en un silencio tímido. Son en verdad menos numerosos que aquellos en quienes se observa una inclinación contraria. Sería provechoso que ese pequeño número fuese aumentado con lo que hay de exceso en el otro.
¿Cuál hubiese sido el destino de las letras si tantos hábiles autores, en lo sagrado y en lo profano, hubiesen seguido las máximas de quienes, con el mismo talento, se niegan hoy a escribir? El famoso apóstata, el emperador Juliano, que en su época prohibía a los cristianos la lectura y el uso de los libros, sabía lo que había que temer. Se necesitan guías para iluminar; y ¿dónde buscarlas si no entre los verdaderos sabios? Hay épocas en que una indiscreta contención es una especie de crimen, sobre todo cuando se trata de los intereses de Dios y de la religión.
Podrían añadirse otras reflexiones sobre este punto y sobre las faltas que los autores cometen escribiendo mal, escribiendo demasiado, o no escribiendo bastante. Pero ya es hora de hablar de los remedios que se pueden aplicar.
No perdamos de vista los sólidos principios, referidos al comienzo de este escrito, para aprender a gobernar la lengua. Son asimismo necesarios para regular el uso de la pluma; no haré otra cosa que cambiar los términos de hablar y de callar por los de escribir y no escribir, o contener la pluma.