Este es el segundo defecto de los autores; hay que darlo a conocer antes de pasar al tercero y de ponerle remedio.
Se escribe demasiado. Se escribe sobre cosas inútiles. Se escribe demasiado sobre las mejores cosas. Se escribe sin respetar los límites impuestos a la mente humana, en todas las materias cuyo conocimiento nos ha sido negado en los designios de la Providencia. Se escribe sobre temas que uno mismo debe prohibirse cuando no se tiene esa misión, aunque se posea el talento necesario para hablar de ellos. Sobre todos estos excesos censurables hemos de detenernos un momento. Acabaremos indicando los principios necesarios para explicarse mediante los escritos y los libros.
§ 1. Se escribe sobre cosas inútiles
Es este defecto de autores poco juiciosos, que no saben tomar partido, ni elegir una materia que sea de alguna utilidad. Imaginemos que un escritor ha decidido publicar una obra nueva; serán unos Comentarios sobre las guerras de César; luego publicará La vida del gran Teodosio, etc. ¿No los tenemos ya escritos de buena mano? ¿Por qué ocuparse inútilmente en hacer mal lo que ya está bien hecho?
Un erudito decide trabajar para el público; toma sus medidas, piensa, medita algo extraordinario; pondrá en verso los Anales de Baronio o san Agustín. ¿Por qué no dejarlos en prosa? Así están bien y las personas sabias se muestran satisfechas con ellos. ¡Cuántas obras de ese estilo se publican!
Hay hombres que escriben por escribir, como los hay que hablan por hablar. No hay ingenio ni propósito, ni en las palabras de unos ni en los libros de los otros; los leemos y no comprendemos nada, o no aprendemos nada. Esos autores no se entienden ni ellos mismos. Entonces, ¿por qué escriben? Y así, por la mala elección de las materias, o por una forma de escribir que nada significa, el mundo se llena de libros estériles e infructuosos. Se ha dicho que hay pocos libros donde no haya alguna cosa buena; pero ¿cuántos libros hay en las bibliotecas que no se abren nunca porque no pueden proporcionar nada útil? ¿Cuántos autores que, en unos in-folios, sólo han escrito una página o dos de cosas buenas, que parecen habérseles escapado sin que ellos se dieran cuenta, y que hay que buscar y descubrir en medio de un fárrago de cosas enojosas? ¡Oh, cuán útil e interesante sería un libro que compendiase los libros que no se leen o que no pueden leerse sin aburrimiento ni repugnancia! Una obra semejante podría meterse en dos in-folios, donde acaso cuarenta mil autores quedarían reducidos a las cosas útiles que han escrito y a lo que realmente es fruto de su inteligencia. Entonces poseeríamos, en un estudio pequeñísimo, una biblioteca riquísima, muy importante, que podríamos leer más de una vez en el curso de la vida, porque, con ese extracto, luego sólo tendríamos que leer un pequeñísimo número de libros.
Los buenos escritores se parecen a la abeja, cuyo trabajo es precioso, delicado, útil para los hombres y para ella misma; pero los escritores de que hablo parecen no estar hechos ni para sí mismos ni para los demás. Son autores, diréis: han escrito un libro. Decid más bien que han estropeado papel, además de haber perdido su tiempo creyendo que escribían un libro. No son, todo lo más, otra cosa de lo que eran, por no decir algo más crítico. Y tal es la condición de los hacedores de novelas, de anécdotas, de cuentos, de poesías festivas, o más bien licenciosas, etc.
Tienen al menos el placer de creerse autores. Sí, desde luego; pero el público no tarda en dar a entender a esos escritores inútiles que su alegría será breve. Con el solo anuncio del libro se desprecia la obra y al obrero, de los que el mundo, según dicen, bien podría pasar. Escuchemos un momento a un escritor prudente que ha apreciado muy bien el mérito de todos esos escritores frívolos que nos abruman cada día con sus folletos: es Querlon, de sobra conocido en la República de las Letras.
La extraña enfermedad de escribir o de leer lo que se escribe, que nos atormenta desde hace tiempo, sigue agravándose cada día. Los libros parecen colmar una necesidad del alma; se precisan para todos los temperamentos del espíritu, para todos los grados de inteligencia; por tanto, no deben ser menos variados en calidad y sustancia que los alimentos que tomamos. Considerados desde este punto de vista, sean buenos, mediocres, flojos, insípidos, etc., no hay libro que no encuentre lector hecho para él. Como en este caso es la cabeza la que digiere, es fundamental elegir bien las lecturas que nos son apropiadas, y muchas veces se ha leído al azar durante toda la vida sin haber sabido elegirlas. De ahí tantos espíritus cacoquímicos, tantas cabezas estragadas por el mal quilo que no han cesado de hacer leyendo muchas cosas cuando menos inútiles. Nos quejamos de la incontinencia de espíritu, que de forma tan prodigiosa difunde entre nosotros tanto autores de toda laya como libros de cualquier especie y lectores de todo calibre. En efecto, jamás se vio fermentación semejante a la que se ha producido en las cabezas desde hace veinticinco o treinta años. Todo hormiguea de literatos: el nombre al menos se ha vuelto tan común, tan vulgar incluso, que hoy es casi ridículo serlo o no serlo; sin embargo, se pretende que desconfiemos de esa gran fecundidad; se teme que sea presagio de una decadencia inevitable. Los extranjeros que nos observan nos profetizan una revolución literaria; ya se calculan nuestras pérdidas, deseosos de mostrárnoslas. Antaño, salvo las personas instruidas y los monjes, en Francia nadie sabía leer; quizá llegue un tiempo en que cueste encontrar entre nosotros un hombre sin cultura. Detengámonos en ese plan que nos presenta las más agradables ideas. Había en Palestina una villa, llamada Ciudad de las Letras, o de los Libros, Cariat Sepher. Imaginémonos, en una de las más bellas comarcas de Europa, toda una nación consagrada a las letras; si la nación entera es demasiado, pongamos por lo menos la mitad; tendremos el pueblo cuerpo y el pueblo espíritu; y como el cuerpo es por regla general de mayor servicio al hombre que el espíritu para una infinidad de usos, sea el que fuere el atractivo que para nosotros tenga este último, la naturaleza sola se bastará para devolver la paridad entre los dos pueblos. Para el pueblo cuerpo, no hay problemas en cuanto a su población y su duración; pero ¿cómo podrá nunca el pueblo espíritu volverse tan numeroso? ¿Cómo? Mediante la progresión natural, fundamentada en el orden de las cosas. A poco que se extienda el gusto por la instrucción, o siga poco más o menos en la misma proporción que el prurito de escribir, todo el mundo terminará siendo más o menos literato, sin casi darse cuenta; todos nos electrizamos unos a otros. No hay contagio más sutil ni más rápido que el de los libros. Los poetas, sobre todo, ralea fecunda que crece entre nosotros en los brezales más áridos; los poetas no tardarán en pulular por todas partes en esta región, desde el Conquet hasta Saint-Jean-Pied-de-Porc, y en todos los puntos de nuestra latitud.
Si todo el mundo escribe y se vuelve autor, ¿qué haremos con todo ese ingenio y todos esos libros que nos exceden, inundan y sumergen superabundantemente? En una palabra, cuando todo esté dicho, ¿a qué podrá dedicarse el espíritu humano? Cuando todo esté pensado, cuando todo sea dicho, se empezará de nuevo, como se hace desde tiempo inmemorial, a seguir pensando y repitiendo las mismas cosas; no estaremos más abrumados por la población literaria de lo que lo estamos al final del ciclo, ni por esa multitud de libros que sólo tienen un instante de vida, que nacen y mueren, que resurgen y vuelven a desaparecer. En el mundo moral y en el físico se producen las mismas vicisitudes. ¡Ved de qué forma la tierra despliega y muestra riquezas en primavera! ¡Qué lujo! ¡Qué profusión de flores y de hojas! Esos árboles tan hermosos, tan tupidos, quedan totalmente desnudos al cabo de unos días. Rematando el desastre, el invierno no deja vestigio alguno de ese verdor que adornaba los jardines, los bosques y los campos. Así se consume imperceptiblemente, así se consumirá totalmente algún día esa innumerable cantidad de libros de cuyo nacimiento dan cuenta los periódicos y de la que no quedará rastro.
Aprended, pequeñas obras,
A morir sin murmurar.
Hemos de confesar que no hay nación que haga rodar tanto las prensas como la francesa, y tal vez ninguna que las haga gemir tanto. Entre nosotros los autores nacen como los champiñones, y por desgracia la mayoría tiene sus mismas cualidades. La nación se ha vuelto de repente hacia la agricultura, que había descuidado demasiado, y al punto enjambres de autores agricultores han cubierto todos los campos, aunque la mayoría sólo los conocían por los libros de sus estudios. A ciertos ingenios les ha parecido oportuno tratar la materia de las finanzas y las operaciones del gobierno, y al punto mil autores se han creído ministros y financieros; sólo se escribía sobre impuestos y política, y esa libertad, que había degenerado en una especie de manía, atrajo la atención del soberano, que impuso silencio; de este punto hablaremos en otra ocasión. Esa es nuestra presunción: querer hablar de todo, escribir sobre todo, a menudo sin más conocimientos que los que hemos adquirido tras algunas lecturas rápidas o en las conversaciones sociales. ¿Quién podría enumerar, por ejemplo, los folletos de todos nuestros novelistas y de nuestros poetas menores?
Hace algunos años no había joven que, al salir del colegio, no sufriese la comezón de imprimir una novela y unas poesías fugaces. ¿A cuántos de esos escritores de naderías convendría el siguiente epigrama de Robbé de Beauveset?
Autorcito que, rampando por el fango,
Crees tus retratos moldeados por los de Miguel Ángel,
¿Quieres acaso que te pongan en piel?
Espera a que por siempre tu párpado se cierre,
Y entonces te encuadernarán en tu piel,
Que desde luego lo mismo ha de ser.
§ 2. Se escribe demasiado sobre las mejores cosas
Si el tema sobre el que se trabaja es elevado, útil y se ha elegido con discernimiento, a menudo se cae en un defecto: escribir demasiado sobre las mejores cosas, con lo que se daña el éxito de la obra.
Cuando se aborda un tema, se deben respetar los límites fijados por el sentido común y por la razón que los determina. Cuando se escribe, se precisa gusto, costumbre, atención para no ir demasiado lejos, lo mismo que se precisa no entretenerse en el camino antes de haber alcanzado la meta. A esa extensión justa, añadidle algo o suprimidle algo, y entonces la composición es deforme. A un hombre de una estatura adecuada quitadle algo de lo que tiene o dadle algo más, y entonces lo desfiguráis. Será un enano si le quitáis demasiado; pero haréis un monstruo si se aumenta su estatura original. Es menester que sea precisamente como es para ser armonioso; la vista se alegra al verle, y esta es una regla segura.
Otro tanto digo del ingenio: un autor debe cumplir su proyecto; y para agradar a quienes lo lean, debe evitar de modo especial extenderse demasiado en las cosas buenas y razonables que escribe. Raramente nos quejamos de la brevedad, y siempre lo hacemos de lo que es largo.
Este defecto de longitud suele ocurrir porque no se toma todo el tiempo necesario para limitar, revisar, cortar y reducir a una medida justa lo que se tiene entre manos. A veces el autor se extiende encantado sobre puntos que prefiere y que le gustan; es lo que le fascina, pero a menudo eso es lo que aburre al lector; ese defecto deriva también de un hecho: el autor está más preparado sobre ciertas cosas que conoce que sobre otras que trata más a la ligera. Leyéndole se nota esa debilidad, y no se le perdona ni lo que escribe con demasiado aparato ni lo que se limita a tratar superficialmente por falta de conocimientos suficientes.
Por regla general, sucede con los autores lo mismo que con los oradores, sagrados y profanos; a los más breves se les escucha con mayor placer, cuando tratan exhaustivamente un asunto edificante sin cansar a los oyentes. Un hombre que habla o que escribe más de lo que se requiere siempre aburre; la paciencia se acaba, y dejamos al orador en el púlpito, o al autor en su mesa, lo mismo que nos deshacemos de un importuno con el que topamos.
Hay pocos hombres de temperamento semejante al de aquel que sólo gustaba de lo grande y de lo largo: grandes trajes, altos criados, gruesos libros, largos discursos, etc. Sin duda hubiera apreciado mucho a Thomas Rafetbach, teólogo bávaro que, decidido a escribir un tratado sobre el profeta Isaías y a enseñarlo públicamente en Viena, le dedicó veintidós años, sin acabar ni siquiera el primer capítulo, que quedó incompleto por su muerte.
Por suerte, son pocos los escritores que tengan tanta perseverancia; pero, en fin, son muchos los que escriben demasiado: su forma de componer es vaga, y sus libros están llenos de un exceso de cosas, buenas y malas, de donde se deriva que las bibliotecas estén llenas a su vez de esa mezcolanza inútil y fatigosa.
§ 3. Se escribe sin respetar los límites impuestos a la mente humana, en todas las materias cuyo conocimiento nos ha sido negado en los designios de la Providencia
Faciendi plures Libros nullus est finis, dice el sabio [Ecl 12]. Dios entregó el mundo a la disputa de los sabios, mas ninguno pudo penetrar, con sus conjeturas, en los secretos de su sabiduría (Conf. de la Sab.), que él no quiso descubrirles. Mundum tradidit disputationi eorum, ut non inveniat homo opus quod operatus est Deus ab initio usque ad finem [Ecl 3]. ¡Cuántos sistemas físicos cuya meta es socavar la religión! Aprendamos lo que nos enseña la voz de la naturaleza: es ella la que, sin enviarnos a las escuelas de sus antiguos ni de sus nuevos intérpretes, nos explica ella misma los principales misterios de la física. Y lo hace cuando, mostrándonos el cielo y la tierra y las demás criaturas, nos anuncia que, como ella, nosotros somos las obras del Todopoderoso. Nos hace leer las primeras palabras del Testamento del Creador, escritas sobre el sol y los astros: in principio Deus creavit cœlum et terram; en el principio, Dios, que era, creó lo que todavía no era.
Sea de la clase que sea, y sea cual fuere la excusa que el orgullo, o la negligencia, o la multitud de asuntos pueda proponernos, no nos dispensemos de estudiar esa filosofía. No hay nada más honorable que conocerla y poder hablar dignamente de ella, ni nada más fácil que aprenderla. Todo lo que quiere de nosotros es que, en las horas de nuestro ocio, abramos los ojos y miremos el mundo: Peto nate ut in cœlum et ad terram aspicias, et ad omnia qua in eis sunt, et intelligas quia ex nihilo illa fecit Deus: hijo mío, sólo os pido un favor, contemplad el cielo y la tierra, y dejad que entren en vuestro espíritu las luces que de ahí saldrán, y que con ellas harán entrar en él la ciencia, la piedad y la humildad. El carácter de la verdadera filosofía es determinar sus especulaciones por medio de actos de amor divino y por medio de una mayor santidad. El carácter de la filosofía falsa y corrompida es acabar sus especulaciones mediante una mayor presunción y volver al filósofo más ciego, más soberbio de lo que era antes de sus estudios; quiere conocer el quomodo de cada cosa, se extravía, se pierde.
Otra diferencia entre estas dos filosofías tan opuestas es que aquella se dedica a contemplar y admirar lo que Dios nos muestra de sus obras, y la otra se dedica a querer ver lo que Dios no quiere que veamos y que debe estar oculto a nuestros ojos. La sabiduría divina ha ocultado en sus producciones ciertos secretos que no conviene que sepamos. Los filósofos de esta última escuela intentan saberlos; y, para castigarlos, Dios permite que lo intenten y que se castiguen a sí mismos consumiendo su vida en correr por un laberinto tenebroso, en buscar lo que no encontrarán jamás.
Lo buscan, en efecto; todos los esfuerzos de sus estudios, durante días y noches, van a tratar de llegar hasta el centro de los seres y hasta el fondo de las sustancias, y de adivinar cuáles son esos misteriosos secretos que el Creador ha ocultado tan profundamente bajo esas oscuridades eternas. La pena es que pretenden decir, y pretenden que el universo sepa, lo que piensan de estos temas; intentan lograr, unos antes que otros, el honor de haber adivinado mejor y conocido mejor, a pesar de Dios, las razones de su conducta y los misterios de su Providencia. De ahí todos los sistemas que ellos imaginan y que se suceden.
Fue contemplándolos cuando Salomón pronunció esta frase memorable: Mundum tradidit disputationi eorum. Él permite que estos sabios se empeñen, desde hace tres mil o cuatro mil años, en querer comprender, por ejemplo, cuál es la divisibilidad que Dios ha escondido en la punta de una aguja, o cuál es el resorte que da movimiento al sol o al océano, durante sus agitaciones regulares. Y todo esto, exclama Salomón, lo mismo que los trabajos de los ambiciosos y las preocupaciones de los avaros, no es más que vanidad de vanidades, enfermedad de hombres dedicados de forma obstinada a obedecer los sueños de sus imaginaciones, y a pasarse la vida convenciendo a los demás hombres de que han soñado con la verdad.
Es una hermosa idea de san Agustín la de que los Pitágoras y los Demócritos se dedican, cada cual ciegamente en su estudio, a formar sus sueños y sus locuras particulares, y que luego van a sus reuniones y durante sus disputas se dicen unos a otros, muy acertadamente, que son unos locos.
Cuando los impíos tienen que proponer algunas dudas sobre los misterios de la religión, empiezan por proponérselas a sí mismos; interrogan en secreto a su espíritu, y le preguntan de dónde ha sabido que el mundo fue hecho por un Creador, y que, después de la muerte, hay un juicio, un infierno, una eternidad, etc. In cogitationibus impii interrogatio erit [Sab I].
Las pequeñas cuestiones de la filosofía del siglo no están muy lejos de las grandes. Por ellas se aprende enseguida a volverse maestro en impiedad y a proponer osadamente al corazón propio y a los discípulos dudas escandalosas contra las verdades eternas. El maniqueo que pregunta a su amigo si es Dios quien hizo los moscones está muy cerca de preguntarle si es Dios quien hizo a los hombres. Un príncipe que pregunta a los filósofos de su corte si los pájaros son seres vivientes pronto se preguntará a sí mismo si los ángeles lo son y si hay almas inmortales.
Con las ciencias ocurre como con las palabras; las más peligrosas son las más castas y más modestas, cuando, bajo el velo de su prudencia y de su modestia, resultan idóneas para llevar la corrupción al corazón y darle a entender que puede pensar muchas cosas que el doctor no se atreve a decir.
No tengamos la curiosidad de saber el camino de nuestra perdición, y no nos vinculemos a ninguna doctrina, salvo a aquella que nos sirve para conocer a Dios y que nos ayuda a amarlo.
«Estamos tan cerca de la otra vida», dice Nicole, «es decir, de un estado en el que sabremos la verdad de todo, con tal de que nos hayamos vuelto dignos del reino de Dios, que no merece la pena trabajar por esclarecer todas las cuestiones curiosas de la teología y de la filosofía».
Esta reflexión es muy prudente; y si los sabios quisieran ponerla en práctica, no pasarían los días y las noches tratando de temas cuyo conocimiento siempre le estará prohibido al hombre. El tiempo que pierden en estas discusiones redundaría en su ventaja y en la del público si sólo se emplease en obras útiles a la sociedad.
§ 4. Se escribe sobre temas que uno mismo debe prohibirse cuando no se tiene esa misión, aunque se posea el talento
En este punto nos limitamos a los temas que tienen relación con el gobierno. Dado que los príncipes fueron elegidos por Dios para gobernar los Estados, a cuya cabeza los puso su Providencia, corresponde a esa misma Providencia que sus súbditos respeten sus personas y estén sometidos a sus mandamientos.
No es menos importante no juzgar la forma en que se gobiernan las cosas públicas en un Estado. Además de que no estamos encargados de reformar la conducta de quienes nos gobiernan, dado que hemos nacido para ser gobernados, nuestro deber consiste en seguir la dirección general que quien tiene las riendas del gobierno considera justo dar a la administración de cada una de las partes que componen el Estado que le está sometido.
Él es el centro al que se remiten las necesidades de todos, igual que todos los radios del círculo desembocan en ese centro, y es él quien hace que todo se mueva para el bien general y particular de sus súbditos. Si las cosas no fueran así, esa situación violenta no cambiaría nada en nuestra posición. Es inmutable en las leyes de la Providencia, y cuanto podríamos permitirnos creer es que, entonces, estarían en los decretos de esa Providencia que fuésemos gobernados de una manera contraria a los principios de la justicia; habría que callar y adorar la profundidad de sus decretos.
Pero, sin suponer casos extremos de los que Dios no permitirá que seamos testigos, sobre todo en un reino en que su ley es nuestra norma, y en que el espíritu de sabiduría es el de nuestros soberanos, resulta difícil pensar que cuanto se hace y cuanto se ordena reúne en su favor el sufragio de la multitud, si a todos les estuviera permitido expresar su pensamiento.
Hay dos grandes motores de la conducta humana en sus juicios: la fantasía y la razón. La razón, que sólo consiste en un punto, es el conocimiento verdadero de las cosas tal como son, que hace que las juzguemos sanamente y que las amemos o las odiemos, las aprobemos o las condenemos, según lo merezcan. La fantasía es una impresión falsa que nos formamos de las cosas, figurándonoslas distintas de lo que son, más grandes o más pequeñas, más provechosas o más molestas, más justas o menos equitativas de lo que en realidad son; lo cual nos adentra en varios juicios falsos y produce en nosotros, sobre esas mismas cosas, afectos irracionales. Si unimos a lo que aquí llamamos fantasía esos efectos que produce en nosotros el prejuicio, que puede ser su consecuencia, pero que puede tener tantas fuentes diferentes como pasiones diversas pueden agitar nuestro corazón, será muy raro que haya personas capaces de juzgar de forma uniforme y sana la conducta de quienes nos gobiernan, y de apartar de sus juicios todas las impresiones que podrían recibir de la fantasía o de los prejuicios.
Naturalmente no debe haber tantos obstáculos en los juicios que podemos hacer sobre las cosas que no afectan al gobierno, y que sólo se refieren a los actos o a los acontecimientos ordinarios de la sociedad humana, a las ciencias, a las artes, etc. Estos asuntos no son el teatro de las grandes pasiones ni de los grandes intereses, y sin embargo se ven sentimientos divididos sobre los más pequeños de esos sucesos. De esta diversidad de opiniones resultan a menudo divisiones en las familias, rupturas entre amigos, e incluso movimientos en los cuerpos del Estado.
Así pues, si en materias tan ligeras son tan diferentes los juicios que los hombres tienen, porque esos temas, por su propia naturaleza, son materia de sus disputas, se requeriría una virtud muy grande para inducirlos a abstenerse de exhibir sus sentimientos cuando perciban el resultado que puede derivarse de secuelas tan enojosas. Si estos diferentes juicios entrañan consecuencias funestas, ¿qué no habría que temer de la libertad que se tomarían para juzgar de igual modo los asuntos de Estado?
No sólo la fantasía y el prejuicio, que dominan a la mayor parte de los hombres, podrían dominar y dirigir los juicios de la mayoría; sino que en semejante materia las mayores pasiones podrían ocasionar las mayores perturbaciones. Y ¿qué medios utilizarían las personas prudentes que, en sus juicios, sólo se dejan llevar por la razón para llegar a la multitud? Como acabamos de decir, la razón es el conocimiento verdadero de las cosas tal como son. ¿Podrían tener a menudo esas personas sabias este conocimiento verdadero de las cosas, y con la ayuda de ese conocimiento alzarse contra el torrente? Hay una infinidad de operaciones en un vasto imperio cuya base es desconocida y forma parte del secreto de Estado. Si esa base fuese conocida tanto por las personas prudentes como por las que no lo son, podría iluminar a los espíritus y rectificaría los juicios de quienes se extravían; pero, al haber motivos más importantes todavía que obligan a ocultarla, la operación sigue a merced de las pasiones de los hombres, y sus juicios, si uno se cree autorizado a abordar esa materia, pueden, por su diversidad y por la acritud o el descontento que se derivarían, causar en un Estado conmociones capaces de dañar la salud y la tranquilidad general.
La posibilidad de tales inconvenientes debería bastar para apartar incluso a las personas que por regla general no se guían por la razón, y abstenerse de querer juzgar sobre materias semejantes. La fantasía y el prejuicio rara vez ofuscan la inteligencia de los hombres hasta el punto de cegarlos sobre sus propios intereses; y esta sola consideración es la que proponemos aquí para disuadirlos de publicar sus ideas sobre cosas que muy a menudo no están al alcance del juicio de los más sabios, por falta del conocimiento verdadero del estado de esas mismas cosas; y sin ese conocimiento corren el riesgo inevitable de extraviarse en sus juicios.
Según un autor, parece que una obra no sería buena si no contuviese la sátira de quienes ostentan las altas dignidades. Hasta las obras filosóficas se utilizan para ese prurito que existe de censurar y criticar. Nunca les está permitido a los súbditos escribir contra el gobierno; si poseen luces y conocimientos sobre esa materia, que den en secreto sus observaciones a los ministros; pero que no prorrumpan en invectivas y en clamores que sólo pueden engendrar murmuraciones y agitar los espíritus.
La furia por querer sacar a la luz lo nuevo produce muchas inepcias. Si cada cual se limitase a su esfera, a un escritor sin carácter ni autoridad no se le ocurriría pretender corregir a los príncipes y a los ministros. «Las cabezas francesas son un poco veletas», decía un académico; y esa es la mejor respuesta que puede darse a quienes nos reprochan nuestros extravíos.
No todos los que idean proyectos de reforma tienen la responsabilidad de la administración y perciben las dificultades. Hay que estar en el gabinete de los príncipes, ver el centro adonde todo conduce, para tirar las líneas en la dirección correcta. Con una pluma y papel se trazan los planes más hermosos de reforma; nada se nos resiste cuando escribimos en privado; zanjamos y cortamos como queremos cuando sólo se trata de ideas y uno se cree legislador. Si ministros que han envejecido resolviendo asuntos de Estado y si magistrados que conocen los hombres y las leyes conciben planes de mejora y los proponen, yo los escucho. Están hechos para hablar porque son instruidos. Pero si un particular, un erudito que sólo es erudito, un filósofo que no es más que filósofo, cuya vida no tiene relación alguna con la gestión del Estado, se pone en la fila de los que pretenden presentar proyectos y planes de legislación y de administración, la mayoría de las veces no es más que un escritor que tiene hermosos sueños y los recita de modo agradable.