En todo tiempo, una parte de la dedicación de las mejores plumas ha sido trabajar para corregir o combatir los libros malos. Tantas sátiras, tantas falsas historias, tantos comentarios extravagantes, tantas necias compilaciones, tantos cuentos infames, tantas obras contra la religión y las costumbres: eso es lo que yo suelo llamar escribir mal; ¡y pensar que hay bibliotecas donde sólo se reciben escritos que posean alguno de los caracteres precedentes!
Los sabios, prudentes y juiciosos proscriben de sus casas las obras que sólo sirven para corromper el espíritu y el corazón. Si por condición o por compromiso se ven obligados a conservar algunos, bien para descubrir su veneno y advertir a las personas débiles que podrían dejarse sorprender, bien para combatir su doctrina, los encierran aparte y como en una especie de prisión, que distingue a estos escritores culpables de aquellos otros que honran la religión y respetan las costumbres.
«Ahí tenéis el mundo», decía un hombre amable mostrando en su estudio algunos volúmenes llenos de curiosas historias y otras obras de ese tipo. «Aquí tenéis el Paraíso», añadía, señalando los libros piadosos alineados a un lado. «Y ahí el Infierno»: eran los libros heréticos, o peligrosos, o aquellos otros del gusto de la filosofía actual, que él tenía encerrados bajo llave.
Así pues, el mal también existe entre los escritores, bien porque ese desorden nazca de las materias mismas de que se trata, bien porque proceda de la corrupción de espíritus podridos que envenenan todo con su mala influencia, bien, finalmente, porque uno y otro, autor y materia, contribuyan a hacer una obra completamente mala.